Sei sulla pagina 1di 168

1

UN HOMBRE EN CRISTO: LOS ELEMENTOS VITALES


DE LA RELIGIÓN DE SAN PABLO

(Grand Rapids: Baker Book House, 1975)

Por

James S. Stewart, M.A., B.D.

Traducido al castellano por Roberto Fricke S., PhD.

1
2

PREFACIO

Este libro se basa en una serie de conferencias que dicté últimamente en Edimburgo por
la invitación de los Fideicomisarios de Cunningham. Su mira es desenredar la religión personal
de Pablo de las esquematizaciones y escolasticismos en que generaciones posteriores la
sepultaron. Ha sido una convicción creciente mía que la unión con Cristo en vez de la
justificación o elección, o de hecho cualquiera de los otros grandes temas apostólicos, es la
verdadera clave para entender el pensamiento y experiencia de Pablo; yo he seguido este enfoque
más nuevo a lo largo del libro. Espero que las páginas que siguen puedan tener algo que decir, no
tan sólo para los estudiantes de Pablo, sino también para el lector general, y particularmente a
aquellos que buscan hoy—por un estudio fresco del Nuevo Testamento—una comprensión más
sólida de las centralidades de la fe y una profundización de su propia vida espiritual.
Mi agradecimiento se da al Concilio de Cunningham cuya generosa invitación proveyó el
ímpetu original para este estudio; a los profesores y estudiantes de New College, Edimburgo, por
la cordialidad con la que recibieron las conferencias; a mis amigos, el Rvdo. Profesor W. R.
Forrester, M. C., B. D., St. Mary´s College, St. Andrews, y el Rvdo. William Hamilton, M. A.,
Aberdeen, quienes leyeron las pruebas de imprenta; a mi esposa sin cuyo aliento constante la
tarea apenas se hubiera terminado. La preparación de las conferencias y la hechura del libro se
han hecho junto con las incesantes y exigentes ocupaciones congregacionales en una parroquia
ocupada. Pero difícilmente pudiera yo creer que, para uno que busca interpretar la religión vital
de Pablo (no debe olvidarse nunca que era una religión forjada en el ajetreo del campo
misionero), las presiones cotidianas del ministerio activo fueran una desventaja del todo.

J. S. Stewart

2
3

CONTENIDO

CAPÍTULO I

¿PABLO O EL PAULISMO?

I. La religión de Pablo no ha de ser sistematizada

El tema de su enseñanza
La naturaleza de la situación abordada
La visión de Pablo de su vocación
El evangelio de Pablo y los así-llamados “planes de la salvación.”
Intentos erróneos para aislar los elementos de la experiencia cristiana
Pablo visto por los ojos de generaciones posteriores
Dos advertencias
Necesidad de un parentesco espiritual con el apóstol

II. Dos reacciones de interpretaciones escolásticas

Propuesta porque se elimine todo lo paulino del evangelio


¿Era Pablo un teólogo?
El elemento reflexivo en su naturaleza
Experiencia como primaria, reflexión como secundaria
Romanos no un “compendio de doctrina”
Ausencia de una definición precisa en terminología de Pablo
No hay “sistemas” de escatología o ética
Consistencia interna de Pablo
“Una cosa hago”

CAPÍTULO II

HEREDAD Y MEDIO AMBIENTE

La corriente dual en el Cristianismo y en Pablo

I. El orgullo de Pablo por su heredad judía

El cuadro neotestamentario del Fariseísmo


El alumno de Gamaliel
El Antiguo Testamento en el currículo de Pablo
El monoteísmo y la justicia
La interpretación alegórica de la Escritura
Las citas del Antiguo Testamento por Pablo

3
4

Concepciones básicas de la literatura apocalíptica

II. La dispersión de los judíos

Cómo el Judaísmo de la Diáspora mantuvo su identidad


El espíritu misionero del judío en ultramar
Las influencias helénicas sobre el Judaísmo

III. Los predicadores estoicos itinerantes

Semejanzas de estilo, lenguaje, e idea entre Pablo y los estoicos


Falta de doctrina de gracia en el Estoicismo
Diferencias adicionales
El Estoicismo, una religión de desesperación

IV. La “Escuela religio-histórica” y las religiones de misterio

El rechazo total de parte de la iglesia primitiva de transigir con el paganismo.


La relación de este rechazo con las grandes persecuciones.
La originalidad del Cristianismo.
La mira general de las religiones de misterio
Los cultos a Cibeles e Isis
Los contactos de Pablo con las religiones paganas
¿Estaba instruido Pablo en la literatura helénica?
El Antiguo Testamento, no las religiones de misterio, la fuente de Pablo.
Pablo como un espíritu creativo
El evangelio de Pablo como distinguido del Helenismo por su Insistencia ética
Y por su énfasis sobre la fe

CAPÍTULO III

DESILUSIÓN Y DESCUBRIMIENTO

La gloria de la experiencia de conversión


El trasfondo de frustración y derrota

I. Desilusión e infelicidad

El espíritu legalista en la religión moderna


Una religión de redención por obra humana
El espíritu mercenario en la religión
Una religión de negativos
¿Es correcto el cuadro de Pablo del legalismo judío?
La carga destructora de la tradición
Cuatro actitudes ante la ley

4
5

La amargura del problema personal de Pablo


El poder de la carne

II. ¿Se refiere Romanos 7 a un período antes de conversión?

¿Será autobiográfico?
Pablo comparte su experiencia más íntima
El significado de “carne”
La postura de Pablo del pecado como personal
El origen del pecado
La seriedad del pecado
La miseria del yo dividido

III. El elemento de nobleza en la ley

La ley como impotente para salvar


La ley como reveladora de pecado
La ley como instigadora de pecado
La ley como una necesidad temporal
La ley como guía a Cristo
La ley destinada a fenecer

IV. Los “aguijones” de Pablo. El reconocimiento del fracaso del Judaísmo

El hecho del Jesús de la historia


Las vidas de los cristianos
La muerte de Esteban
La conversión un acto de la gracia sobrenatural
La visión y la voz
¿Es la experiencia de Pablo normativa para otros cristianos?

V. Resultados decisivos de la experiencia de Damasco

Descubriendo a Jesús como vivo


La resurrección la vindicación de Dios de su Hijo
La muerte y la resurrección no deben aislarse
La actitud de Pablo tocante a la cruz revolucionada
La auto-entrega del hombre al amor de Dios
La visión de un mundo en espera
Pablo e Isaías
La base espiritual de la doctrina de la elección
La maravilla sin fin de la redención

5
6

CAPÍTULO IV

MISTICISMO Y MORALIDAD

La unión con Cristo, el corazón de la religión de Pablo

I. La importancia de esta concepción ignorada por mucho tiempo

Un reconocimiento creciente de su centralidad hoy


Salvaguardando la doctrina de la expiación
Examen de la palabra clave de Pablo: “en Cristo”
La frase similar de “en el Espíritu”
No se debe diluir la idea mística

II. El amplio desdén del misticismo

Variedades de experiencia mística


Todo cristiano auténtico es místico de algún grado
La unión “mística” y la unión “moral”
La analogía del amor humano
Unión con Cristo no es una absorción panteísta
El Cristianismo es más que el ejemplo de Cristo
Unión con Cristo y unión con Dios

III. “La gracia” y “la fe”

La doctrina antiguotestamentaria de la fe
La enseñanza de Jesús sobre la fe
Las variedades de usos por Pablo
Una convicción de lo no-visto
Confianza en las promesas de Dios
Convicción de los hechos del evangelio
La fe como sinónimo del Cristianismo
La fe como el auto-abandono a Dios en Cristo
El germen de esto en los Evangelios Sinópticos
“Creyendo en Cristo” y “amando a Cristo”

IV. Unión con Cristo en su muerte

La nota de trompeta de Romanos 6


Unión con Cristo en su sepultura
Unión con Cristo en su resurrección
La vida de Cristo en el creyente
Unión con Cristo, el ancla de la ética de Pablo
La acusación de antinomianismo
Identificación con la actitud de Cristo respecto al pecado

6
7

Un motivo moral y una dinámica moral


La buena batalla de la fe
El aspecto escatológico del Cristo-misticismo de Pablo
Pablo y Juan sobre “la vida eterna”

CAPÍTULO V

Reconciliación y Justificación

Paz con Dios, el bien supremo

I. El hombre hecho para compañerismo con Dios

Este compañerismo alterado por el pecado


La experiencia de la enajenación
¿Quién ha de ser reconciliado—Dios o el hombre?
El Cristianismo como distinto a las demás religiones
El uso del término “enemigos” por Pablo
Su doctrina de “propiciación”
Su enseñanza sobre “la ira de Dios”
Dios, el Reconciliador, el hombre, el reconciliado
La iniciativa divina
Reconciliación a la vida
Reconciliación con los hermanos

II. La reconciliación y la cruz

La muerte no ha de aislarse de la resurrección


El significado de la cruz no se reduce a ninguna fórmula
La enseñanza primitiva cristiana sobre la muerte de Cristo
El pecado más flagrante del hombre
El propósito divino en el Calvario
La cruz y el perdón del pecado
Pablo avanza más allá de la postura primitiva
La cruz como la suprema condenación del pecado
El juicio de Dios
La cruz como la suprema revelación del amor
La muerte de Cristo como un “sacrificio”
El costo para Dios del perdón del hombre
La cruz como la dádiva de la salvación
Cristo, nuestro Sustituto y nuestro Representante

III. La paradoja más grande de Pablo

La validez permanente de la idea de justificación

7
8

La concepción antiguotestamentaria
La justicia en las epístolas de Pablo
El veredicto de “inocente”
Ideas de mérito son excluidas
La enseñanza de Jesús sobre la justificación
La adopción y la calidad de hijo
La justificación no es “una ficción legal”
La conexión orgánica entre la justificación y la santificación

IV. El elemento escatológico en Pablo no debe exagerarse

Pero “la esperanza” es prominente en todos sus escritos


La relación con la escatología sinóptica
El crecimiento de Pablo y su significado
El problema del cuerpo
El hecho de la muerte
La lucha actual y la victoria futura
La resurrección de los creyentes
El día del juicio
El retorno del Señor

CAPÍTULO VI

Pablo, deudor total a Cristo

I. La presunta transformación del evangelio original por Pablo

Su afirmación de independencia
¿Vio Pablo a Jesús en la carne?
Pablo conocía los hechos históricos
El contenido de la predicación apostólica
Cristo como realidad actual
Cristo como persona histórica

II. El conocimiento de Pablo del Jesús de la historia

Referencias a la vida de Jesús en las epístolas


Referencias al carácter de Jesús
Referencias a las enseñanzas de Jesús
Citas directas y reminiscencias indirectas
Los postulados fundamentales de Pablo como legado de Jesús
La actitud de Jesús respecto a la ley
El mensaje de Jesús en torno al Reino de Dios
La Cristología de los Evangelios, de Hechos y de las epístolas

8
9

III. El último estimado de su Redentor de un hombre redimido

Jesús como Mesías


Jesús como Señor
Jesús como el Hijo de Dios
El Hijo como subordinado al Padre
Jesús en el lado divino de la realidad
La relación de Cristo con el Espíritu
La historia de la doctrina del Espíritu
Cristo y el Espíritu inseparables, pero no idénticos
Cristo como el origen y la meta de la creación
La relevancia de esto a problemas modernos
El valor religioso de la idea de la preexistencia

IV. Alfa y Omega

El optimismo inmortal de la fe cristiana

9
10

CAPÍTULO I

¿PABLO O EL PAULINISMO?

Cuando San Pablo componía este gran Himno de Alabanza al Amor, comenzó por
distinguir entre la religión vital de Jesucristo, tal y como ésta había impactado su propia
experiencia, y ciertas formas no-equilibradas de religión más o menos imperfectas, que desde ese
día hasta el presente se han cobijado bajo el nombre del Cristianismo.1 Dádivas y gracias que
Dios había querido que fuesen el adorno de la comunidad cristiana pueden dejar de ser su adorno
para convertirse en su trampa. “Si yo hablo en lenguas de hombres y de ángeles”—ésta es la
religión del emocionalismo extática. “Si tengo profecía y entiendo todos los misterios y todo
conocimiento”—ésta es la religión de gnosis, el intelectualismo, la especulación. “Si tengo toda
la fe, de tal manera que traslade los montes”—ésta es la religión del activismo.2 “Si reparto todos
mis bienes”—ésta es la religión del humanitarismo. “Si entrego mi cuerpo para ser quemado”—
ésta es la religión del ascetismo. Pablo expresamente repudia todas estas desiguales y
patentemente inadecuadas representaciones del evangelio. Sin embargo, la historia, que ha sido
injusta para muchos de sus más grandes hombres, nos ha dado de vez en cuando, por una extraña
ironía del destino, a un Pablo que es en sí mismo el tipo y la incorporación de las mismas cosas
contra las cuales lidiaba con toda su fuerza. Hemos tenido al Pablo el visionario extático, Pablo
el moralista humanitario, Pablo el asceta. De todas estos cuadros que han aparecido en otros
tiempos en el estudio de Pablo, el más dañino ha sido el segundo—Pablo el dogmatista, el
pensador doctrinario, el creador de una filosofía de la religión, el constructor de un sistema. Esta
es la más grande injusticia cometida contra su santo más grande. Es el disparate que ha echado a
perder a Pablo para miles.
Algunas veces el peor enemigo de uno es su propia persona; inconscientemente daña su
propia influencia. Pero el enemigo principal de Pablo a lo largo de los siglos no ha sido Pablo
sino el Paulinismo, o sea, el estudio teórico acerca de Pablo.. Sería difícil determinar cuánto este
gran siervo de Cristo ha sufrido por los trabajados sistemas especulativos dentro de los cuales su
mensaje ha sido forzado a amoldarse por sus sucesores. Tampoco se sabe cuánto su influencia ha
sido dañada y así reducido su atractivo popular por la severa estructura de teoría y dogma bajo la
cual a menudo han sepultado sus palabras ardientes. La mayor parte de las reconstrucciones de la
enseñanza de Pablo del siglo diecinueve, desde Bauer hasta Wrede, pecaron en este sentido.
Aunque hoy hay una nueva insistencia en el hecho de que la teología de Pablo es, antes que nada,
la teología de un hombre convertido,3 y que todo se remonta al día cuando éste hizo su entrega
personal, respondiendo así al toque de la mano de Cristo, no obstante esto la sombra del
Paulinismo aún está con nosotros, y hasta que esa sombra sea quitada no podremos ver a Pablo
mismo. Tal como cierta pintura famosa de Dante, que estuvo oculta por siglos debajo de la
lechada de un muro común, y luego al fin fue recobrada, haciendo que el cuarto luciera
espléndido y glorioso, así la religión vital de Pablo, cubierta de sistemas y teologías de
generaciones posteriores, tiene que ser recobrada en nuestro día. Lo bueno es que esa religión
vital aún está allí, para que la vea quien la busque.

1
1 Corintios 13:1-3.
2
Sin duda, “la fe,” tal y como se usa aquí, lleva el significado específicamente Paulino de la auto-entrega a Dios en
Cristo: pero en este momento Pablo piensa más bien en la dádiva para vencer obstáculos y para lograr resultados
prácticos. Véase Denney, The Way Everlasing, 159.
3
Wernle, Jesus und Paulus, 41: “Sein ganzes Denken ist Bekehrungsdenken.”

10
11

Parece improbable que los esfuerzos por obligar que la enseñanza de Pablo quepa dentro
de un sistema rígido pudiera haber durado tanto si se hubieran considerado tres cosas.
La primera es el contenido de la misma enseñanza. ¿Cuáles son los temas principales? La
justicia de Dios, la muerte de Jesús en el Calvario, la reconciliación del mundo, el eternamente
viviente Cristo presente. Por lo menos Pablo reconocía, aunque algunos de sus comentadores no,
que donde se traten temas como estos, que en un último análisis no se puede medir y explicar
sino sólo quedarse maravillado y adorar. Podemos estar seguros que cualquier fórmula o sistema
que afirme reunir en sí el significado completo de la justicia de Dios, o la obra redentora de
Cristo, es de ipso facto equivocado. La única manera correcta de ver la cruz de Cristo es de
rodillas. El mismo apóstol nos recuerda eso cuando declara inmediatamente después de uno de
sus relatos más grandes de la muerte expiatoria de su Señor, “...para que en el nombre de Jesús se
doble toda rodilla...”1 En este mundo los hombres se arrodillan ante lo que aman. El amor sabe
despedazar todo complicado sistema cuidadosamente articulado: es que ve muchísimo más que
los hacedores de sistemas. Por consiguiente, es un instinto fiel el que nos advierte contra
cualquier reconstrucción de la doctrina de Pablo que afirme coordinar todo aspecto del
pensamiento religioso del apóstol en un perfecto todo completo, sin dejar cabos sueltos en
ningún lugar. Uno de los grandes servicios del movimiento Barthiano para nuestra generación es
aquel que sostiene una protesta enérgica contra lo que considera ser una tendencia arrogante de
forzar sistemas y definiciones dentro de esa región donde solo Dios puede hablar. Tal como
Barth declara, tales definiciones meramente indican que “el hombre se a adueñado de lo divino;
lo ha traído bajo su control”;2 El ha estado olvidando que “sólo Dios Mismo puede hablar de
Dios.”3 Pero Pablo nunca se olvidó de eso; y por lo tanto vez tras vez su línea de pensamiento
queda interrumpida por una repentina ráfaga de doxologías. “¡Oh la profundidad de las riquezas,
y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e
inescrutables sus caminos!”4 “¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de
misericordias y Dios de toda consolación!”5 “¡Pero gracias a Dios, quien nos da la victoria por
medio de nuestro Señor Jesucristo!”6
La segunda consideración que habla contra el intento por sistematizar a Pablo estriba en
la naturaleza de la situación a la que Pablo se dirigía. Ciertamente, no era para dar un
compendio de doctrina cristiana que él escribiera sus cartas. Las líneas seguidas por él, los temas
que le ocupaban, en gran medida eran determinados por circunstancias locales. El surgimiento de
una herejía sincretista en Colosas, el desarrollo de prácticas irregulares y la disciplina en Corinto,
el peligro ocasionado para la paz de la iglesia por rencillas pequeñas y rivalidades en Filipos, el
intento judío por encadenar el libre Espíritu de Cristo en Galacia—todos estos eran los factores
que daban a Pablo su punto de partida y su rumbo en sus epístolas. Tal como señalara el Dr.
Moffatt, es seguramente significativo que “si no hubiera sido por algún comportamiento
irreverente en Corinto, bien puede ser que jamás nos enteráramos de lo que él creía acerca de la
Cena del Señor.”7 Veremos más tarde que aun la epístola a los Romanos, el más compendioso de
1
Filipenses 2:10.
2
The Word of God and the Word of Man, 68.
3
Ibid., 214.
4
Romanos 11:33.
5
2 Corintios 1:3.
6
1 Corintios 15:57.
7
Grace in the New Testament, 157.

11
12

todos los escritos de Pablo, no es, como Bernhard Weiss y muchos otros consideran, un tratado
teológico diseñado con el fin de promulgar la totalidad de la fe cristiana. Pero dejando a un lado
por el momento algunos puntos particulares, reiteremos el hecho de que la postura religiosa de
Pablo se forjó, no en un estudio, sino en el campo misionero. Las dificultades con las que tenía
que lidiar eran tales que no pudieran ser removidas por una disquisición abstracta o por ningún
sistema de soteriología. Se nos ofrecen en las epístolas atisbos del trasfondo tempestuoso en el
cual él vivía, pensaba, y escribía. Aunque las dificultades físicas del gran misionero se
mencionan sólo casual e incidentalmente, nos percatamos, al leer, de peligros inminentes, de
corrientes peligrosas y de un hombre cuya vida continuamente peligraba, sin saber qué cosa
traería el día. Lutero decía: “La única fe salvadora es la que se arroja sobre Dios, sea para la vida
o para la muerte”; y Pablo, cuya fe era de esa clase valiente, cuya religión era un riesgo
cotidiano, que no tenía ilusión confortable alguna acerca de las fuerzas antagónicas a Jesús en las
grandes ciudades revoltosas de la Asia pagana y Europa adonde Dios le enviaba a predicar, era
de todos los hombres el que menos fuera seducido por los entresijos de las especulaciones
distantes de las realidades urgentes de la vida. Un nombre por el cual el Cristianismo llegó a
conocerse, bastante temprano en su historia, era la sencilla expresión “el Camino”.1 Sea que esta
descripción se originara con los mismos seguidores de Jesús o fuera acuñada para ellos (como la
palabra “cristiano”) como un apodo despectivo por el mundo de afuera, lo importante qué
recordar es que aludía primariamente a una manera de vivir, no una manera de pensar. El
Cristianismo, en los campos misioneros donde se realizaba la obra de Pablo, significaba antes
que nada (como aún significa en los campos misioneros de la Iglesia y de verdad debe significar
en todas partes) una nueva cualidad de vida, una vida en Cristo, dada por Dios, sobrenatural y
victoriosa. Cuando Celso más tarde parodiaba a los predicadores cristianos, poniendo en sus
labios un grito de loro “Sólo creer, sólo creer,” cambiando así el énfasis sobre una vida que debía
vivirse en un sistema al cual había que someterse, él mismo sabía que era una parodia,
exactamente el revés de la verdad. Las iglesias misioneras del primer siglo en Asia y Europa
progresaban precisamente porque confrontaban al mundo con una manera de vivir y no con un
sistema especulativo. La situación a la que Pablo se dirigía demandaba una gran simplicidad. Y
precisamente eso ofrecía el apóstol—la simplicidad de Cristo, la vida en Cristo. Deissmann2 ha
pintado la consternación, la absoluta mistificación, cosa que se hubiera producido en cualquiera
de las congregaciones de los cristianos en Corinto o Tesalónica o Filipos, si alguna obra moderna
sobre el Paulismo en una traducción griega del vulgo les fuese leída a ellos, y concluye que les
hubiera llevado a todos ellos “a la condición de Eutico de Troas, aquel que se las agenció para
dormirse mientras Pablo hablaba.”
Esto nos lleva a una tercera consideración que nos debe advertir contra el forzar un
sistema sobre Pablo. Hemos aludido al tema de su enseñanza y la situación a la que ésta se
dirigía. A éstos debemos añadir la postura del mismo Pablo respecto a su vocación. Si les
hubiera asustado a los creyentes en Corinto y Tesalónica que fuesen confrontados con un sistema
dogmático que tuviera secciones cuidadosamente trazadas sobre la Antropología, la
Jamartología, la Soteriología y lo demás, llamándose todo esto el Paulismo, más le hubiera
asustado al mismo apóstol. Al hacer sus escritos, Pablo no se daba cuenta que éstos llegarían a
ser Santa Escritura. No estaba consciente de que generaciones futuras escudriñarían estas cartas,
buscando que todo pensamiento del contenido cuadrase el uno con el otro. Seguramente, la
última cosa que pudiera haber imaginado, al ponerse a enviar un mensaje a una que otra de las

1
Hechos 9:2.
2
The Religión of Jesus and the Faith of Paul, 155.

12
13

comunidades cristianas, era que siglos más tarde los hombres estarían construyendo teologías
con base en palabras dadas apresuradamente a un secretario, ya que muchas de sus palabras se
pronunciaron en momentos de gran intensidad. La pura verdad es que a Pablo no le gustaban los
sistemas, y tenía muy poca fe en las especulaciones que éstos producían. ¡La sabiduría de este
mundo1 era cosa paupérrima, y el mero intelecto estaba en tanta bancarrota, y las mejores
formulaciones de doctrina posibles quedaban tan miserablemente lejos del blanco al intentar
medir a Cristo! Es cierto que una vez Pablo sí probó el filosofar a Jesús,2 pero su experiencia en
Atenas era la excepción que prueba la regla, y el fracaso del experimento le dejó convencido más
que nunca que jamás trocaría el llamamiento del heraldo en el del apologista. Tal como dijera a
los corintios, de allí en adelante él determinaba “no saber nada entre vosotros, sino a Jesucristo, y
a él crucificado.”3 Era la fe en Cristo, no la fe en ningún credo o artículos acerca de Cristo, que
era “el farol de toda su visión.” Los hombres no arriesgan sus vidas, ni se juegan sus almas, por
verdades y sistemas abstractos, pero un gran amor es diferente. Los hombres sí lo harán, Pablo lo
hizo por el amor. “Muero cada día” dijo el apóstol—un destello repentino que, para todos los que
tengan ojos para ver, revela la diferencia esencial entre el Cristo de la devoción de Pablo y el
Cristo de un Paulismo formal.4 Por el empleo de dos palabras griegas, Deissmann ha señalado
este contraste magistralmente. “Pablo no es tanto el gran Christologos como el gran
Christoforos.”5 Esto llega al meollo del asunto. El hombre se sabía comisionado a reflejar a
Cristo, a predicar a Cristo, no a racionalizar a Cristo. En verdad, no era posible otra cosa, porque
el hecho fundamental en la experiencia de Pablo era que Cristo estaba vivo. Los datos históricos
y las reminiscencias se pueden racionalizar: a un Señor vivo sólo se le puede proclamar. Desde
luego, tiene que haber habido una diferencia considerable, tanto de forma como de contenido,
entre la predicación del apóstol y las cartas escritas por él. Pero no nos olvidemos de que era
predicador primero y escritor segundo. Ambas esferas—la predicación y la escritura—eran
gobernadas por un gran hecho—el hecho de un Señor vivo y presente y por una experiencia muy
decisiva—la experiencia de una unión y comunión con El. Esta era la vocación del apóstol. Esta
era su única vocación y preocupación. Para esto había nacido. Vino para traer, no un sistema,
sino a un Cristo vivo.
No podemos sino creer que si estas consideraciones de tema, situación y vocación
hubiesen sido recalcadas, la historia de los estudios paulinos fueran muy diferentes, y las teorías
intelectualistas como las de Baur y Holsten nunca hubieran estado en boga. Holsten creía que
Pablo, durante su desaparición en Arabia, se las arregló por un proceso de lógica y mucho
pensamiento, haciendo así que la muerte de Jesús cupiera dentro del armazón de una teología
mesiánica ya existente: el resultado fue el Evangelio Paulino. Que tal Evangelio, un síntesis
genial de ideas, una hazaña de la adaptación intelectual, una mera “gnosis de la muerte del
Mesías” como lo describiera Kaftan en su crítica,6 hiciera a Pablo el heraldo apasionado de
Cristo como así revelan sus cartas o que así por el apóstol muchos millares de vidas fuesen
transformadas y redimidas, es francamente increíble. La teoría sólo necesita declararse para que
se refute a sí misma.

1
1 Corintios 1:19-21, 2:13.
2
Hechos 17:16-34.
3
1 Corintios 2:2.
4
1 Corintios 15:31.
5
Op. Cit. 189
6
Jesus und Paulus, 38.

13
14

Pero mucho más seria que cualquiera de las teorías de esta clase ha sido la tendencia de
los Católicos y Protestantes por igual de sistematizar la enseñanza de Pablo en “planes de
salvación” muy trabajados, haciendo así que la experiencia de los creyentes cuadre con sus
detalles y orden—en otras palabras, la tendencia a estereotipar la gracia de Dios. La Iglesia no
siempre se daba cuenta que el mismo uso de la palabra “Esquema” para describir la actividad
salvadora de Dios en Cristo fuera un gran error de primera categoría. Aunque los predicadores
cristianos que explicaban el desplegado esquema de Dios a los hombres y les rogaban que se
pusieran de acuerdo con él, que lo aceptasen con el fin de salvarse, aunque estaban basaban
honestamente su apelación sobre la Santa Escritura y sobre sus textos predilectos en Pablo, su
método les llevaba inconscientemente al mismo peligro que Pablo mismo había señalado al
decir: “No apaguéis al Espíritu.”1 El plan, el esquema de la salvación, estaba allí, creado por
Dios, aguardando la aceptación humana. Los varios elementos dentro de él—la predestinación,
el arrepentimiento, la fe, la conversión, la justificación, la santificación y demás—estaban
explicados, cada uno en su lugar debido. Se señalaba que un elemento llegaba antes del otro el
cual conduciría a otro después de un intervalo. Esto era el ordo salutis, el Paulinismo dogmático
aplicado a la vida, la panacea de la Iglesia para el mundo.
Su fuerza—y tenía gran fuerza—no tan sólo era que generaciones de hombres
apasionadamente devotos se daban a su proclamación, con un fervor creado por su propio amor
por Cristo y un sentimiento del peligro urgente que amenazaban a todo aquel que permanecía
fuera de Cristo. Su fuerza era el testimonio que daba sin fallar a la solemnidad de la vida, al
logro glorioso de la muerte expiatoria de Cristo y a la majestad de la voluntad de Dios. Pero su
debilidad era que casi inevitablemente les daba a los hombres la impresión que este era un
sistema rígido que tenía que ser aceptado intelectualmente, una doctrina de salvación cuya
aceptación era previa a la experiencia que describía y la condición de ella. Es más, la conclusión
lógica de cualquier plan de redención, que seguía este patrón en sus trabajados pasos y etapas
sucesivas, tenía que ser la reducción de la experiencia cristiana a una triste uniformidad incolora.
Es difícil creer que el Dios cuyo Espíritu es como el viento, soplando doquier, jamás quisiera
semejante cosa. Regularizar la salvación más allá de cierto punto es simplemente revertir a una
esclavitud de la letra desde la libertad del espíritu. El Paulinismo siempre está en peligro de
permitir que los espíritus malignos del legalismo regresen por la ventana, habiendo sido éstos
sacados por la puerta por Pablo.
Tampoco es sano hacer una diferencia exagerada, como suele hacerse a menudo, entre los
varios elementos en la experiencia cristiana, proponiendo así una pausa entre el arrepentimiento
y la regeneración, entre la conversión y el perdón, entre la justificación y la santificación. Ha
sido esta determinación de reducir todo en Pablo a un sistema que resulta en la bifurcación entre
la justificación y la santificación de una forma que el apóstol mismo jamás no entendería. Para
él, sólo eran dos lados de un escudo. El mismo acto justificador de Dios era en sí la santificación
del pecador. Como Ritschl, Titius, y otros han expresado el asunto, era un juicio “sintético” que
no requería que nada más se le agregara, sino que contenía en sí el germen de la nueva vida,
creando así por su propia naturaleza el carácter moral y espiritual que Dios desea ver en los
hombres.2 Si se hubiese enfatizado menos los esquemas y los sistemas, y si más énfasis se le
hubiera dado a las verdaderas realidades de la vida, donde el perdón de hecho puede verse
creando la bondad en los perdonados, haciéndolo por su propio poder inherente y amor, muchos
errores dañinos en la interpretación del evangelio pudieran haberse evitado. ¿Quién sino aquel

1
1 Tesalonicenses 5:19.
2
Ritschl, Justification and Reconciliation, 80; Titius, Der Paulinismus unter dem Gesichtspunkt der Seligkeit, 195.

14
15

que ha experimentado el perdón no sabe que es el perdón mismo, y ningún esfuerzo subsecuente
propio, que es la cosa verdaderamente creativa, la fuerza moral que logra el futuro? Más bien, un
sin fin de malentendidos ha sido ocasionado por aislar los elementos varios en la experiencia
cristiana los unos de los otros, así asignándole a cada uno su lugar en un gráfico cronológico.
Sería mucho más cierto decir—y esto se señalará más tarde en nuestro estudio—que para Pablo
todo se resume en el gran hecho de comunión con Cristo, y que estos otros elementos de la
experiencia cristiana no son eventos aislados tanto como aspectos de una realidad, no líneas
paralelas con espacios entre ellas, sino radios del mismo círculo del cual la unión con Cristo es el
centro.
Podemos ver, pues, que una causa principal del problema ha sido la tendencia de parte de
los constructores de la dogmática paulina a verse a sí mismos en el apóstol, adscribiéndole los
patrones de pensamiento de su propia época. Este proceso comenzó tempranamente. Harnack, en
un dicho famoso, declaró cáusticamente que ya en el segundo siglo después de Cristo solo un
hombre, Marción, comprendía a Pablo, y simultáneamente lo malentendía. Aunque ese veredicto
es un tanto severo, el elemento de la verdad que contiene es que después de la muerte de Pablo y
sus contemporáneos la obra era continuada por una raza de epigonoi que, por valientes y veraces
que fueran, no podían recaptar la vislumbre visionaria ni escalar las alturas de inspiración que
alcanzara el apóstol más grande de Cristo. Es cuestionable si se tomó en cuenta alguna vez al
hecho que muchos de los forjadores del Paulinismo trabajaron contra un trasfondo totalmente
diferente al del apóstol. “Los teólogos clásicos de la Iglesia Cristiana, desde Orígenes en
adelante, eran griegos, sin un conocimiento adecuado del hebreo y de las ideas bíblicas que
formaban la atmósfera del pensamiento de Pablo.”1 Así, tan fuertemente los patrones de
pensamiento del tercer y cuarto siglos colorearon la interpretación del Evangelio Paulino que
nuestro propio pensamiento acerca de Pablo queda afectado hasta el día de hoy. De la misma
forma, una era imbuida de la ley recalcó más de la cuenta los elementos legalistas de Pablo. En
otra época, se encontraba que la idea del sacrificio era la clave para todo. Cada era ha creado a
un Pablo a su propia imagen. Baur hacía que Pablo fuese Hegeliano, un maestro de la dialéctica
Hegeliana. Ritschl hacía que Pablo fuese un auténtico Ritschliano. Von Dobschütz dice
mordazmente, pensando en el apóstol y sus comentaristas: “Los héroes de antaño argumentan y
razonan justo como los autores de la enciclopedia.”2 Pablo siempre ha sido demasiado grande
para sus intérpretes. Su gran Evangelio comprehensivo—“la sabiduría multicolor (πολυποικιλος)
de Dios,” tal como él mismo la llamaba3--se ha perdido en una gran cantidad de reconstrucciones
parciales y desiguales. La ortodoxia varía de época en época, y cada época ha encontrado su
propia marca de ortodoxia en el apóstol. A menudo se ha olvidado trágicamente que para Pablo y
para los cristianos de la Iglesia primitiva, que compartían con él la experiencia gloriosa de pasar
de la esclavitud, la autoconciencia, y la derrota moral a una absoluta liberación victoriosa en la
misma vida de Cristo mismo, muchas de las cosas que generaciones subsecuentes han hecho
esenciales en la religión y fundamentos de la fe debían haberles parecido muy triviales y
superfluas. Tal como dijera Raven, “Para esa vida la minucia del teólogo no eran importantes, en
realidad eran insignificantes. Más bien, el amor, el gozo, la paz, la longanimidad eran las marcas
de la ortodoxia.”4 La cosa curiosa es que estas grandes realidades centrales apenas han sido
consideradas por el Paulinismo como parte de sus datos siquiera. Sólo cuando empecemos a dar

1
C. H. Dodd, Romans, 60 (MNTC).
2
Probleme des apostolischen Zeitalters, 75.
3
Efesios 3:10.
4
Jesus and the Gospel of Love, 304.

15
16

a éstas el lugar decisivo que Pablo les daba, principiaremos a comprender el espíritu del hombre
y el significado y la validez permanente de su mensaje.
Debemos hacer dos advertencias aquí. Primero, el peligro de una definición demasiado
precisa siempre es grande cuando se trata de un hombre que piensa en figuras, tal como Pablo
solía hacer a menudo. Por ejemplo, es un error aplicar la regla de una teología precisa de la
expiación al gran cuadro en la epístola a los Colosenses, donde el apóstol describe a Jesús como
apareciendo en el escenario como el Campeón de los condenados, tomando así el documento que
llevaba la acusación en contra de ellos, clavándolo a Su cruz (justo como la acusación suya
propia había sido clavada allí en el día del Calvario), y haciendo finalmente que la misma cruz
fuese su carro de victoria en el cual El entraba en un triunfo más grande que el jamás conocido
por general romano alguno, conduciendo cautivas así las fuerzas malignas tras El.1 Así Pablo,
con su mente intuitiva, veía la verdad de la redención, y la idea principal del pasaje es
perfectamente clara. Es que cuando olvidamos que se trata de un cuadro y empezamos a medir y
definir, que la verdad tal como Pablo la veía nos elude, y no podemos ver el bosque por los
árboles. De igual forma, se puede cuestionar si el gran pasaje de kenosis en Filipenses2 --cosa
que en realidad también es un cuadro—puede cargar con el peso de teoría y doctrina con que se
le carga. Aun la concepción de la Trinidad, vestida de tantas complejidades desconcertantes por
el análisis de generaciones posteriores, presentaba pocas dificultades intelectuales a un apóstol
que la había concebido, no por líneas especulativas, sino por la pura presión del hecho
experimentado.3 Entre los cuadros repentinos de Pablo y las definiciones que se les han
impuesto, a menudo ha habido una diferencia tan grande como la que hay entre los renglones
mágicos de Rupert Brooke “Hay aguas trocadas en risa por los vientos cambiantes” y la fórmula
matemática para la acción del viento sobre el agua que Eddington en sus Conferencias Gifford
colocó a su lado con tanto denuedo.4 El definir era una pasión de muchos de los padres
primitivos de la Iglesia, y sin duda el surgimiento de las grandes herejías lo hacían necesario,
pero en los días en que Dios soltó a Su siervo Pablo sobre la tierra, con corazón encendido por
Cristo, las fuerzas que hacían que la nueva aventura progresara en su carrera maravillosa no eran
ni la precisión de doctrina ni el adiestramiento en la definición, sino una visión abierta, una
convicción clara y un gran amor. A menudo, cuando los hombres tienen éxito en definir la
doctrina de Pablo con la mayor precisión, ellos pierden al Cristo de Pablo más completamente.
La otra palabra de advertencia es esta. La práctica de aislar frases, pensamientos e ideas
de su contexto inmediato casi siempre es fatal al aplicársele a Pablo. El Profesor H. A. A.
Kennedy dice, “Los textos de prueba solitarios han causado más estragos en la teología que todas
las herejías.”5 Es imperativo que mantengamos una perspectiva correcta. Por ejemplo, no se nos
permite, al encontrar a Pablo utilizando el concepto del rescate en relación con la muerte de
Jesús, forzar la metáfora tal como Agustín y muchos otros han hecho, preguntando así a quién o
a qué se pagó el rescate.6 De nuevo, frases tales como “habiendo hecho la paz mediante la sangre
de su cruz”7 justifican las teorías trabajadas sacrificiales que se han deducido de ellas. Más serio
aun es el hecho que, por no conservar un énfasis correcto, la gran idea de la predestinación, que
para Pablo significaba la libertad soberana de Dios y su deseo de salvar, ha llegado a enredarse
1
Colosenses 2:14ss.
2
Filipenses 2:5ss.
3
Véase Gore, Belief in Christ, 232.
4
A. S. Eddington, The Nature of the Physical World, 316ss.
5
St. Paul’s Conceptions of the Last Things, 310.
6
Romanos 3:24.
7
Colosenses 1:20.

16
17

con ideas de la reprobación y la condenación que sólo pueden describirse como repulsivas e
inmorales. Si el Paulinismo ha tenido muchos resultados inquietantes, recordemos que a Pablo
no se le puede echar la culpa.
Se debe decir aquí con toda claridad que una profunda solidaridad espiritual y semejanza
con la experiencia profundamente personal de Pablo es el primer requisito de cualquier
generación o Iglesia o individuo que quisiera interpretar su Evangelio correctamente. Aquellos
que carecen de esa solidaridad de experiencia, aquellos que nunca han sido llevados al punto de
reconocer que sus propios logros no son nada, y que la gracia de Dios es todo, y que la verdadera
religión comienza únicamente al otro lado de la línea donde todo lo humano se ha desintegrado,
aquellos que no se han dado cuenta de cómo el yo tiene cogido al alma sutil y desesperadamente,
haciendo que su misma piedad sea una barrera a Cristo, y su moralidad una ofensa ante Dios,
aquellos que nunca han mirado fijamente en los ojos de la derrota moral, ni han conocido el gozo
lírico que viene cuando Dios inunda una vida y el poder de Dios toma el control, ni han sentido
la pasión ardiente de un hombre lleno de Cristo paras compartir su secreto gozoso con todo el
mundo—éstos son eternamente excluidos, se excluyen a sí mismos, del santuario más interior de
la mente y el alma del apóstol. Porque la vida de Pablo, desde el día en que se encontró cara a
cara con Cristo, se vivía en la atmósfera del Espíritu de Cristo. Tal como Weizsächer hace bien
en recordarnos, “el hombre que tenga este Espíritu piensa con los pensamientos de Dios
Mismo.”1 Este hombre está en un mundo nuevo, un mundo donde el cálculo con el cual son
medidos los demás hombres deja de aplicarse. Su secreto no se deja descubrir, ni por ninguna
regla de teología ni por ninguna lógica del Paulinismo, sino sólo por aquellos que le llegan por la
puerta de la solidaridad espiritual y por el parentesco de una gran experiencia. Hazlitt habla de
algunos que podían traducir una palabra en diez idiomas, pero que no sabían realmente lo que la
cosa en sí significaba en ningún idioma, cosa que la historia del Paulinismo corrobora
abundantemente.2 Una cosa que se ha olvidado demasiado a menudo está en estos renglones
olvidados que Frederic Myers coloca en la boca del apóstol:

“¿Cómo te pudiera contar, o cómo lo pudieras recibir,


Cómo, hasta que El te lleve donde yo he estado?”

El primer requisito es el de la solidaridad de experiencia. Por eso Lutero se destaca como un


intérprete supremo de Pablo; los dos eran hermanos sanguíneos en Cristo. Y por eso en toda
etapa de la historia, cuando la Iglesia ha sido llevada por alguna ola de avivamiento a la realidad
y la auto-consagración, miles de hombres y mujeres han redescubierto a Pablo, y se han
maravillado de nuevo de la música de su mensaje.

II

Es de esperarse que el escolasticismo árido de la interpretación Paulina tradicional


resultara, tarde o temprano, en una reacción. De hecho, dos reacciones tales—ambas de una clase
un tanto desafortunada—se han dado.
Por un lado, se ha sugerido que el Cristianismo se libre de todo su contenido Paulino,
revirtiéndose a las simplicidades de Galilea. Se dice que la forma original de la religión de Jesús

1
Das apostolische Zeitalter, p. 113.
2
La fe de Pablo, dice Dow Jesus and the Human Conflict, 305) “nunca tenía el toque del gramático sino el del
pecador.”

17
18

ha sido dañada terriblemente y oculta por la cristología especulativa, puesta ésta en su lugar por
Pablo. El Cristianismo ha tenido dos creadores, no uno: Jesús, sin duda, era su primer progenitor,
pero su evangelio sencillo de confianza en el Padre celestial sufrió una transformación radical tal
que en el proceso de pasar por las manos y el cerebro de Su gran sucesor [Pablo], aquello que se
trasmitió a las generaciones posteriores era virtualmente una cosa nueva, algo totalmente
diferente de la intención del Maestro. En resumidas cuentas, según esta postura, Pablo era el gran
corruptor del evangelio. Dios envió a Su Hijo para que fuera una solución: Pablo hizo que fuera
un problema. Jesús convidaba a los hombres a que contemplaran los lirios y que confiasen como
niños; Pablo hablaba de una fe justificadora. Jesús tenía una cruz, Pablo una doctrina de
expiación. Por tanto, se dice, dejemos al Cristo del dogma para recibir al Cristo de la historia.
Eliminemos, se dice, a los elementos Paulinos, y el evangelio en toda su pureza prístina
aparecerá. “¡Volvamos a Jesús!” es el grito.
Ahora bien, por supuesto esto hace que surja la cuestión de la relación entre Pablo y
Jesús, entre la presentación del evangelio por el apóstol y la de los Sinópticos—una cuestión que,
según Holtzmann, no es sólo de gran interés para la teología, sino también de importancia
decisiva para el mismo destino del Cristianismo.1 Tendremos ocasión para volver a esta cuestión
más tarde. Baste decir ahora que el supuesto sesgo que Pablo le dio al evangelio, desviándolo así
del canal propuesto por Jesús, ocasionando que fluyera en una dirección totalmente diferente, es
simplemente mito e imaginación. Lo cierto es que todas los grandes conceptos centrales—la
gracia de Dios, la justificación del pecador, y todo lo demás—le llegaron directamente del seno
del evangelio por Jesús. Jesús Mismo inspiró cada uno de ellos. Se dice reiteradamente que entre
Jesús y Pablo había un gran abismo, y que lo que nosotros llamamos hoy el Cristianismo lleva la
marca de Pablo mucho más claramente que la de Cristo. Ciertamente hubo un gran abismo. Eso
no nos debe sorprender. ¿Cómo no pudiera haber un abismo, cuando Uno era el Redentor y el
otro el redimido? Pero entre el evangelio presentado por Jesús en Su vida y enseñanza, su muerte
y resurrección y el evangelio proclamado por Pablo en toda época, no había abismo alguno. “No
puede haber cosa más cierta que la cuestión de que si él o Jesús era el originario de la nueva
religión le habría parecido a San Pablo tanto blasfema como absurda.”2 Aun la declaración de
Schmidt que “el evangelio de Jesús es teocéntrico en todas partes, mientras la fe de Pablo en
todas partes es cristocéntrico”3 es peligrosa y engañadora como siempre lo son las verdades a
medias. Lo que encontramos en las epístolas no es a un hombre creando una religión nueva o
siquiera dándole un nuevo rumbo a una religión ya existente: más bien, es simplemente el
evangelio de Jesús en acción, el auténtico evangelio original que cambia primero la vida de un
hombre para luego moldear todo su pensamiento. Pablo mismo, en vida, corazón y mente, en la
totalidad de aquella experiencia maravillosa que respira en todos sus escritos, es la ilustración
más vívida en la historia de la misma cosa que Jesús vino al mundo para efectuar. Este “hombre
en Cristo,”4 lejos de ser pervertidor del sencillo evangelio, es el espejo en el que la verdadera
naturaleza de ese evangelio y la cualidad de su influencia, han sido revelados con más precisión.
Así que, no ganamos nada en buscar librar la religión, como algunos hoy quisieran hacer,
de todo lo que sepa a Pablo y su presentación de la fe en ella; Al contrario, sufrimos grandes
pérdidas. Es bien cierto que no hay camino para regresar a la verdad de Cristo de esa forma.

1
H. J. Holtzmann, Neutestamentliche Theologie, II. 230 nota bibliográfica: “Damit war der gegenwärtigen
Forschung ihre Meisterfrage und dem Christentum eine Schicksalsfrage gestellt.”
2
J. Stalker, en HDAC, ii. 157.
3
P. W. Schmidt, Die Geschichte Jesu, ii. 74.
4
2 Corintios 12:2.

18
19

Entre Belén y los caminos galileos y el monte llamado Calvario por un lado y los portones de
Damasco y las alturas de Galacia y el mar y la prisión romana por el otro, hay un eslabón
indisoluble; y no conocemos a Jesús mejor por rehusar admitir como evidencia el ejemplo más
completo y perfecto de Su influencia y la ilustración más dramática de Su poder. Es
perfectamente claro que habría de venir una reacción de parte de generaciones sucesivas al
énfasis escolástico sobre Pablo, y podemos solidarizarnos con los sentimientos que la
produjeron. Pero que alguno reaccionara en el sentido de repudiar la versión de Pablo del
Cristianismo totalmente es lamentable. El antídoto indicado para los excesos del Paulinismo es
compenetrarnos más con el mismo espíritu-imbuido-de-Cristo de Pablo. Ciertamente, no es el
ignorarlo.
La otra reacción fue de otra índole. No comete el error de ignorar a Pablo. Lo acepta
como una evidencia, la evidencia suprema del Nuevo Testamento, del poder del evangelio.
Correctamente entiende que la experiencia con Cristo que vive y palpita en todas las epístolas es
una contribución de valor inmensurable para la religión del mundo. Pero en su celo por remover
a Pablo de la más leve suspicacia de escolasticismo, va demasiado lejos. Rehuyendo
violentamente de la postura más antigua que tenía al apóstol como un teólogo y nada más, ha
ido al otro extremo para concluir que Pablo no tenía nada de teólogo siquiera.
Ahora bien, esto también es inoportuno. “La religión sin teología” es un bien conocido
grito moderno. Pero es un grito insensato. Suponiendo que pudiera existir, tal religión se
degeneraría en el sentimentalismo. El dicho bien conocido de Spinoza que la fe “no debe exigir
que sus doctrinas sean ciertas tanto como pías”1 no es aceptable. Se hizo inevitable la teología
cristiana el mismo día que el mundo fue confrontado con la pregunta, “¿Qué pensáis acerca de
Cristo? ¿De quién es hijo?”2 La experiencia personal de verdad es la cosa primaria, el sine qua
non de la vida cristiana, pero la experiencia engendra la reflexión. Hegel dijo, “Das Denken is
auch Gottesdienst.” ¿Qué implica este evento en mi vida acerca del Dios que me lo envió? ¿Cuál
es la realidad eterna a la que apunta la experiencia específica? Estas son preguntas que no pueden
ni deben ser esquivadas. Por lo menos en este sentido es correcto decir “la teología es una
necesidad de la vida.”3
Entre todos los hombres, Pablo era el que menos aceptaba la experiencia sin reflexión. La
tendencia a enfatizar excesivamente el carácter iletrado de la Iglesia primitiva ha ocultado el
hecho de que en la membresía de esa Iglesia había algunos de los mejores cerebros del mundo
antiguo. Por su pura fuerza mental, sin hablar de su experiencia espiritual, Pablo ocupa un lugar
con Platón y Sócrates con los gigantes intelectuales del mundo. Ya hemos aludido a sus poderes
extraordinarios de intuición, pero ahora junto con esto hemos de señalar el elemento reflexivo de
su naturaleza. Para Pablo la vida era una unidad. La salvación también tenía que ser veraz.4 El
tenía que resolver las cosas. Era parte de su naturaleza. Tenía que ver cada evento en el tiempo
sub specie aeternitatis. Tenía que descubrir los grandes principios regidores de los cuales los
detalles de la experiencia son ilustraciones. Iba más allá de la situación específica hacia la
verdad general. Comenzando con la cuestión de la carne que se ofrecía a los ídolos, Pablo pasa a
la meditación sobre la relación de la libertad con el amor, desde la controversia sobre la
circuncisión, pasa a examinar la naturaleza de la fe y de la verdadera religión. Es probable que

1
Tractatus Theologico-Politicus, xiv.
2
Mateo 22:42.
3
W. Sanday, artículo. “Paul” en HDCG, ii. 886.
4
J. Weiss, Das Urchristentum, 321: “Das beseligende Heil muss für ihn zugleich Wahrheit sein, und die Erlösung
zugleich Lösung des Welträtsels, wenn sie ihn innerlich befreien soll.”

19
20

este elemento reflexivo de Pablo se debe en parte a su preparación pre-cristiana en las escuelas
del Rabinismo. Era imposible que la disciplina adquirida como teólogo judío no dejara su marca
sobre una mente tan ágil y fuerte. El sabe que Cristo le ha salvado, pero eso no le basta; él ansía
comprender esta salvación con todas sus implicaciones. El adora a Cristo y ora a Cristo: pero no
puede descansar hasta que vea cómo esta nueva adoración y el monoteísmo tradicional de su raza
se concilian. Tomó el tiempo necesario después de su conversión para sortear todo. Antes de que
Bernabé lo llevara a Antioquía y antes de comenzar los años ocupados en los viajes misioneros,
él tuvo tiempo amplio para reajustar su mente y corazón a la revelación que le sobrevino tan
repentinamente y con tanta fuerza inesperada.1 Siempre la experiencia directa es fundamental
para Pablo, pero su mente sigue trabajando sobre esta experiencia, trabajando a veces a todo dar.
Debemos a esta reflexión sobre la experiencia, cosa que era parte de su naturaleza, algunas de las
ideas más profundas y más fructíferas acerca de Dios y Cristo y el Espíritu jamás entradas al
corazón del hombre.
También es claro que, aparte de su preparación y disposición personal, Pablo se sentía
obligado por las exigencias de sus deberes pastorales a reflexionar profundamente sobre el
evangelio que le fue entregado. A menudo perversiones de su enseñanza lograban establecerse
durante su ausencia, y había que contrarrestar éstas. También, no todas las herejías que
amenazaban la fe eran ocasionadas por la obra de los enemigos. Algunas eran causadas por
perplejidades genuinas y por dificultades que el corazón creyente de toda época ha procurado
resolver. Éstas no podían ser deshechas sumariamente, y aquellos que estaban preocupados por
ellas necesitaban la mayor consideración y más dirección. Por ejemplo, pudiera suceder que
algunos miembros de una comunidad Paulina, aunque se gloriaban en las buenas nuevas de
Jesús, aún eran molestados por las preguntas: ¿Habrá otras fuerzas sobrenaturales que deben ser
propiciadas? Hay otros poderes e influencias que se deben tener en cuenta? Cristo es la Palabra
de Dios, pero ¿es El la palabra final de Dios, la Palabra final de Dios que sea completamente
suficiente? Estas no son preguntas irreales ni insinceras. La vitalidad de ellas puede ser medida
por el hecho de que sean problemas vivos y urgentes para miles de corazones hoy. Pablo sentía la
presión del problema; anhelaba llevar a los conversos a una comprensión más plena de la fe que
ellos mismos profesaban. Sus delineaciones gloriosas del Cristo cósmico, la realidad última del
universo, fueron resultados de esta presión. E. F. Scott dice: “Puede afirmarse que ningún
pensador cristiano después jamás alcanzó semejantes alturas de especulación que Pablo en los
tres primeros capítulos de Efesios.”2 Esto es cierto, siempre y cuando reconozcamos que Pablo,
a diferencia del filósofo griego y el teólogo gnóstico, se interesaba en la especulación, nunca en
ella en sí, sino sólo por la ayuda que ésta le prestaba para hacer explícito el significado del
señorío de Jesús, llevando así a una entrega más profunda a El en fe, esperanza y amor. De
hecho, tal es la grandeza y la sublimidad del pensamiento del apóstol que cuando éste habla de la
supremacía absoluta de Cristo en el universo, tan grandes son las alturas a las que vuelan sus
conceptos que algunos comentaristas, sosteniendo que Pablo tenía muy poco de pensador
profundo, dudan que tales ideas se originasen en él y niegan la autenticidad de tales pasajes.
Desde luego, esto no es debido. Estos pasajes son tan característicos de Pablo que cualquier otra
cosa escrita por él. Se unen aquí mente y corazón para explorar las cosas más profundas de la
vida, “Aun las cosas profundas de Dios.”3 Por esto, toda la Cristiandad está endeudada con él.

1
Gore, Belief in Christ, 81: “Es probable que el tiempo pasado en Arabai tanto como en Tarso fue para él un
período de relexión y recogimiento.”
2
Colossians and Ephesians, 129 (MNTC).
3
1 Corintios 2:10.

20
21

Aunque estamos de acuerdo con la reacción contra la postura rígidamente escolástica de


Pablo, hemos visto que es lógico criticar estas dos formas que tal reacción asumió. Se rechaza la
manera de tratarle con aire paternalista, mientras se le perdona por su teología, tanto como su
intento de ignorarle por completo. El era un hombre aprehendido por Cristo, un hombre lleno de
Cristo, sin nada en su religión que no se arraigara o s fundara en la experiencia. Pero la misma
viveza de esa experiencia, su crecimiento y desarrollo diarios, hacían que una reflexión sobre esa
experiencia fuese ineludible. Siempre la experiencia era primaria, la reflexión secundaria.1 “El
no es ‘teólogo’ en el sentido técnico ni moderno de la palabra ...Tampoco es un soñador,
indiferente a la historia y a la razón, satisfecho con la emoción, el sentimiento o la extasía.”2
Ciertamente Pablo no era teólogo sistemático. Ningún sistema del mundo pudiera satisfacer ese
espíritu sin ataduras, esa mente de denuedo sin rival, ese corazón de llamas. Esto puede verse
aun en una epístola tan trabajada y compendiosa como la epístola a los Romanos. Aquí Pablo,
deseoso de aparejarse para su visita a la comunidad cristiana para la cual él era desconocido
personalmente, ha dado un resumen de ciertos puntos principales de su enseñanza. No sin razón
Jülicher llama esta carta “la confesión de fe” del apóstol.3 Pero más allá que eso no podemos ir, y
aquellos que quisieran encontrar aquí “un compendio de teología sistemática,” “un manual de
doctrina cristiana,” están muy equivocados. Porque Romanos, como todas las cartas de Pablo, a
fin de cuentas no es abstracta sino personal, no es metafísica sino experimental. Escrita poco
antes de su último viaje a Jerusalén, recuerda todo lo que había aprendido de Cristo desde
haberle dado su corazón, y recoge los frutos ricos de aquellos años de experiencia, de meditación
y de una consagración cada vez más profunda. Los pasajes allí, principalmente en los capítulos 3
y 4, donde la voz del teólogo adiestrado en el Rabinismo parece hablar tan fuertemente como la
voz del heraldo de Cristo (aunque aquí, para aquellos con oídos para oír, habla el corazón):pero
al voltear la hoja, el sonido de la trompeta suena de nuevo. Para dar otro ejemplo, la sección
comprendida entre los capítulos 9 y 11 a veces se ha visto como una discusión un poco
académica de la cuestión de la predestinación y el libre albedrío. Sin embargo, de hecho, desde la
declaración apasionada al principio, “...porque desearía yo mismo ser separado de Cristo por el
bien de mis hermanos,”4 hasta la adscripción de gloria al final,5 es un grito directamente del
corazón. El hombre que hablaba así no se interesaba en abstracciones. Le importaba poco la
estructura lógica. Romanos, la carta más elaborada de todas las cartas del apóstol, la que
superficialmente, por lo menos, se asemeja más a un tratado de teología, se niega tan tercamente
a hacer el papel que Bernhard Weiss le asignaría tanto como cualquiera de las demás cartas. Si es
“un compendio” de alguna clase, lo es no de doctrina abstracta sino de la religión vital.
Además, hay que decir esto. Se esperaría naturalmente que cualquier hombre que se
proponga a construir un sistema de pensamiento y doctrina, definiera lo más rígidamente posible
los significados de los términos empleados. Se esperaría que buscara una precisión en la
fraseología de sus ideas principales. Se demandaría que una palabra, usada una vez por el
escritor en un sentido particular, tuviera ese mismo sentido siempre. Pero, buscar esto en Pablo
es desilusionarse. Mucha de su fraseología es fluida, no rígida. Cada una de los grandes términos
“fe,” “ley,” “espíritu,” tiene una variedad de significados. La fe es una convicción de la realidad
1
Una declaración admirable sobre todo este asunto se halla en Kaftan, Jesus und Paulus, 39-41.
2
Anderson Scott, Christianity according to St. Paul, 2.
3
Véase Wendland, Die hellenistisch-römische Kultur, 350: “Er entwickelt erschöpfend Inhalt und Wesen seines
Evangeliums… Die Gemeinde soll wissen was und wie er predigt. So will er das Vertrauen der fremden Gemeinde
gewinnen.”
4
9:2.
5
11:36.

21
22

de lo no-visto,1 una confianza en las promesas de Dios,2 una entrega a Jesucristo:3 la misma
palabra tiene estos significados y se relaciona con otros aspectos de la vida religiosa, y “brinca
de la una a la otra, como la mano del violinista toca las cuerdas de su violín.”4 Pablo escribe:
“La ley es santa,” “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;”5 pero
claramente es otro aspecto de νοµος el que hace que diga en otra parte, “Cristo nos redimió de la
maldición de la ley.”6 Así también, πνευµα, espíritu, es usada por Pablo para denotar la vida
interior, aquella parte de la naturaleza humana que guerrea contra la carne, algo que existe aun en
las almas que no han alcanzado la experiencia cristiana plena. Pero mucho más profundos son
sus otros usos de la palabra, a saber, para la vida divina en los hombres renacidos y para el
Espíritu de Cristo del cual procede esa vida. Carece aquí una precisión científica en el uso de la
frase. Puede ser que esto explique la declaración por Holtzmann que “difícilmente otro escritor
de la antigüedad haya dejado a sus comentaristas con tantos rompecabezas que resolver que
Pablo.”7 Ciertamente comprueba nuestro argumento que la construcción de un sistema doctrinal
no era el propósito del apóstol en ningún escrito suyo. Tenía mayores cosa que hacer. Problemas
más potentes, más vivos, más urgentes estaban sobre el tapete. Una cosa, y sólo una cosa
importaba—un testimonio claro y determinado; porque Cristo marchaba adelante.
Exactamente los mismos resultados se dan cuando nosotros dejamos el uso por Pablo de
términos particulares para ver su exposición de los grandes temas que ocupaban su pensamiento.
También aquí él rehúsa amarrarse a una consistencia rígida e insignificante. Por ejemplo, a la
cuestión difícil del origen del pecado entre los hombres, Pablo da no menos de tres respuestas
distintas. En un lugar todos los pecados de los hombres se tienen como consecuencia directa, el
desenvolvimiento, de un pecado original histórico.8 En otro lugar, el pecado surge de la “carne,”
la parte constituyente de la naturaleza del hombre que se opone a Dios.9 En todavía otro lugar, el
pecado resulta de la obra de ciertas fuerzas demoníacas oscuras que controlan el mundo actual,
“Los principados y autoridades” que atacan la vida humana por todas partes, contra los cuales el
hombre en Cristo tiene que luchar en una guerra sin fin.10 Sólo necesitamos comparar y
contrastar pasajes tales como 1 Corintios 15:51ss., 2 Corintios 5:1ss., 1 Tesalonicenses 4:13ss.,
Filipenses 1:23 para darnos cuenta de lo cierto de la declaración del Profesor H. A. A. Kennedy
que, por mucho que Pablo se interesara en el mundo más allá de la muerte y la consumación
venidera del reino de Dios, “El no provee los materiales siquiera para construir nada que se
parezca a un esquema, mucho menos hace un esfuerzo por alcanzar tal construcción para sí
mismo.”11 O, mencionando sólo otra esfera, ¿Quién se atreve a adscribir a Pablo un sistema de
ética? Sus epístolas contienen una abundancia de preceptos éticos; su evangelio es ético en su
esencia; Pablo no quiere tener nada que ver con una religión que no resulte en una vida altamente
moral. Sin embargo, él no hace ninguna clasificación científica de las virtudes, tal como los
moralistas estoicos y paganos de su día solían hacer; no promulga ningún código, no discute

1
2 Corintios 5:7.
2
Romanos 4:3.
3
Gálatas 2:20.
4
Sanday and Headlam, Romans (ICC), 34.
5
Romanos 7:12, 22.
6
Gálatas 3:13.
7
Neutestamentliche Theologie, ii. 236.
8
Romanos 5:12ss.
9
Romanos 7:25, 8:3.
10
Efesios 2:2, 6:12.
11
St. Paul’s Conceptions of the Last Things, 21ss.

22
23

ningún “Summum bonum”. Porque el espíritu es más que la letra, y la vida es más que teoría.
Toda la actitud de Pablo respecto a las cosas profundas de Dios y del alma humana está
gobernada por el principio que él mismo pronunció: “Porque la letra mata, pero el Espíritu
vivifica.”1

Sucede que cuando hemos aprendido a no buscar esta consistencia superficial en Pablo,
este sistema rígido y estandarizado de pensamiento y doctrina, empezamos a descubrir en él
aquello que es mucho más importante—la profunda consistencia interna de su religión, y la
unidad fundamental de todo lo que escribió y enseñó. T. R. Glover dice, “Pablo y Platón tenían
esto en común: ninguno de ellos buscaba desarrollar un Paulinismo o un Platonismo; ambos
buscaban la Verdad. El mantenerse al tanto de la Verdad no le deja a uno mucho tiempo para ser
consistente consigo mismo ni menos un deseo de ello.”2 Pablo puede contradecirse, puede
encontrarse a veces en una antinomia imposible, puede brincar de un punto de vista a otro
totalmente diferente sin advertencia, puede decir a la vez “Ocupaos en vuestra salvación con
temor y temblor,” y “Porque Dios es el que produce en vosotros tanto el querer como el hacer.”3
Pero por esto y en todo esto hay una unidad viva y una consistencia suprema—la unidad, no de
la lógica, sino de una convicción puramente espiritual, la consistencia de una vida total y
completamente llenada e inundada con el amor redentor de Dios. “Cristo en mí”—esta
experiencia dominante que era “incuestionablemente el meollo de su religión,”4 “der eine
Brennpunkt,” tal como lo expresara Johannes Weiss,5 otorga a todo cuanto escribió, aun en
medio de las antítesis más alarmantes y los tangentes de pensamiento más alocados, una unidad
mucho más profunda que la de cualquier sistema lógico o dogmático. Pablo declaró
enfáticamente a los corintios, “Nuestra palabra para vosotros no es ‘sí y no’”.6 Pablo tenía
derecho a decir esto aun en un sentido más profundo que lo comunicado por las palabras en su
contexto original. En último análisis, su vida y obra, su predicación y escritura eran todas
consistentes, porque todas eran Cristo. “Porque para mí el vivir es Cristo” o como lo tradujera el
Dr. Moffatt, “la vida significa para mí Cristo.” “Porque me propuse no saber nada entre vosotros
sino a Jesucristo.”7 Era la misma voz del apóstol que hablaba por Lutero al declarar éste
“Siempre predicamos a El, el verdadero Dios y hombre. ... Puede ser que parezca esto un tema
limitado y monótono, pronto a agotarse, pero nosotros nunca lo agotamos.” “El es el Alfa y la
Omega,” decía la Iglesia Primitiva o como nosotros diríamos, Cristo es todo en la vida, desde la
A hasta la Z, cosa que era realmente la experiencia de Pablo. Éste hablaba de “una simplicidad
para con Cristo,”8 queriendo decir con esto que en este mundo difícil, complejo y a menudo
incoherente la vida del verdadero creyente siempre sería conspicua por su profunda coherencia
interna y unidad, una integración de experiencia, una simplicidad de la cual el secreto era una
devoción y lealtad a un solo Maestro, un corazón no-dividido, puesto a los pies de Jesús. Si
alguna vez un hombre tuviera el derecho de hablar así, Pablo sí, porque ese corazón no dividido
era el suyo.

1
2 Corintios 3:6.
2
Paul of Tarsus, 3.
3
Filipenses 2:12ss.
4
Inge, Christian Ethics and Modern Problems, 73.
5
Das Urchristentum, 341.
6
2 Corintios 1:18.
7
1 Corintios 2:2.
8
2 Corintios 11:3.

23
24

Por ende pudiéramos tomar su propia confesión a los filipenses y ponerla como el lema
de su vida, “Pero una cosa hago...”1 La búsqueda de un sistema doctrinal, la búsqueda de un
Paulinismo unificado dejan de ser al oír esto. El Obispo Gore declara: “Si él hubiese sido esto
(un hacedor de sistemas), habría evitado para el mundo crítico y controversial muchos
problemas, pero no hubiera sido San Pablo.”2 No, y tampoco hubiera sido el espíritu ardiente al
cual todas las generaciones de creyentes contemplan con gratitud a Dios. El no habría sido el
instrumento poderoso de Dios para la conversión del mundo. No habría sido el hombre que brilla
como un farol para siempre, habiendo tenido una sola pasión, a Cristo. He aquí, la verdadera
unidad, más profunda que toda precisión lógica, más duradera que todos los sistemas
imponentes. Con una claridad diáfana, el gran de Damasco le había revelado a Cristo como el
único significado de su propia vida y de toda vida, y el mismo centro del universo de Dios; todos
los días después le confirmaron la revelación. Poseso, desde esa primera hora gloriosa de
descubrimiento, con una gratitud abrumadora al Señor a quien la debía, con una convicción
absoluta de que lo que le había pasado a él podría suceder a todos, y con una pasión
consumadora de hacer que esto sucediera por todo el mundo y compartir su Cristo con toda la
humanidad, él puso todo lo que tenía, todo lo que era, para responder al reto del evangelio. “Pero
una cosa hago”—esta es la última, la única consistencia verdadera. Los sistemas, los
dogmatismos, los Paulinismos no tienen más unidad que las arenas sopladas por los vientos; pero
el evangelio de Pablo, tanto el hablado como el escrito, está sobre roca firme. Y esa Roca es
Cristo.

1
Filipenses 3:13.
2
Belief in Christ, 83.

24
25

CAPÍTULO II

HERENCIA Y AMBIENTE

La cuna de la religión cristiana fue el Judaísmo. Detrás de él estaba la historia asombrosa


de la nación hebrea. En su alma estaba todo el idealismo, la fe, la revelación divina, la dirección
providencial que había hecho grande esa historia. Por sus venas fluía la sangre de generaciones
de santos hebreos. La actitud hebrea hacia la vida era su herencia, el genio hebreo de Dios era su
primogenitura. Jesús no vino para destruir sino cumplir. Empero, el Cristianismo desde el
principio fue destinado por Dios a ser una religión universal. Nacido y criado en el Judaísmo,
éste había de dejar su hogar ancestral para así hacerle frente a la necesidad desesperante de toda
la tierra. La semilla sembrada en la tierra palestina había de llegar a ser un árbol cuyas hojas
serían la sanidad de las naciones. De modo que cuando Dios, buscando un hombre que fuese
heraldo para proclamar el evangelio de Su Hijo, colocó manos violentas sobre Saúl de Tarso,
irrumpiendo en su vida, afirmándolo totalmente, e inundando todo su ser de una pasión
irresistible por Cristo, era correcto que así hiciera. Porque Pablo pertenecía a ambos mundos.
Antes de que llegase a ser cristiano, dos corrientes se habían mezclado en él, dos influencias se
habían hecho sentir en él. A la vez era judío y ciudadano del mundo mayor. Criado en la fe y las
prácticas del Judaísmo, no obstante eso había experimentado el contacto e influencia del
ambiente griego. Nos ocuparemos en nuestro estudio ahora para ver al hombre y su religión judía
en relación con el trasfondo judío-helenista en el que toda su vida se desarrolló. Así
investigaremos cómo éste ayudó a moldear y determinar su presentación del evangelio de Cristo.

Para comenzar, es evidente que durante toda su vida—después de su conversión al


Cristianismo tanto como antes de ella—el hecho de que naciera judío hinchaba a Pablo de un
sentimiento intenso de gratitud a Dios. Por odiados que fuesen los judíos entre las naciones,
nunca se le ocurrió al apóstol ocultar su origen, ni siquiera al hacerle frente a los auditorios más
cultos y más críticos. El sentía que su ascendencia judía no era nada de qué avergonzarse; al
contrario, era motivo único para dar gracias. Por cierto, no se ufanaba de ella, porque cuando un
hombre de veras ha visto a Cristo y ha captado Su Espíritu (como Pablo mismo dijera en una
ocasión), “se excluye el jactarse.”1 Se acaba toda actitud de soberbia; sola una cosa le queda en
qué gloriarse: la cruz por la cual se salvó.2 Aun así, les dice a los corintios que si se cuestionaban
su autoridad apostólica y su derecho de hablar y si se le permitía olvidarse momentáneamente
“para hacer alarde un poquito como los demás”3 (así lo traduce el Dr. Moffatt, conservando
correctamente el sentido juguetón del pensamiento del apóstol), pudiera producir pronto
credenciales satisfactorios. “¿Son hebreos? Yo también. ¿Son israelitas? Yo también. ¿Son
descendientes de Abraham? Yo también.”4 De forma similar escribe a los filipenses que si él
optara por confiar en privilegios externos (queriendo decir, desde luego, que no opta hacer—pero si
lo hiciera) él podría superar aun a los mismos maestros judaizantes: “Circuncidado al octavo día,
del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en

1
Romanos 3:27.
2
Gálatas 6:14.
3
2 Corintios 11:16.
4
2 Corintios 11:22.

25
26

cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia de la ley, irreprensible.”1 Según la


narrativa de San Lucas en el Libro de los Hechos, la defensa del apóstol ante Agripa comenzó
con la apelación, “Mi manera de vivir, desde mi juventud, la cual pasé desde el comienzo entre
los de mi nación en Jerusalén, la conocen todos los judíos... Ellos me conocen desde antes, si
quisieran testificarlo, que conforme a la más rigurosa secta de nuestra religión viví como
fariseo.”2 Se oye la misma nota en la carta a los Gálatas: “Me destacaba en el judaísmo sobre
muchos de mis contemporáneos en mi nación, siendo mucho más celoso de las tradiciones de
mis padres.”3 Damasco traía muchas experiencias, y muchas nuevas convicciones le llegaban a
Pablo como corolarios directos de la experiencia revolucionaria por la que había pasado. Uno de
los descubrimientos más grandes era el de la hermandad humana en la que todas las líneas
antiguas de judíos y gentiles, griegos y bárbaros, esclavos y libres, habían sido destruidas,
desapareciendo así para siempre las antiguas barreras. Empero justo hasta el final, quedaba bien
grabado en su mente el pensamiento de la indescriptible bondad de Dios para con el pueblo
escogido. Le confundía, le dejaba aturdido y le dolía más de lo que pudiera contar que a Israel,
“las palabras de Dios les han sido confiadas,”4 y que, habiendo comenzado con una ventaja
inicial tan grande, Israel se echara para atrás, observando a otros sin tal privilegio, mientras éstos
seguían adelante hacia una plenitud de vida y una gloria por el servicio al cual Israel se negaba a
entrar. Pablo se pregunta: ¿Por qué habrá sucedido esto? ¿Por qué esta deslealtad alarmante al
Dios cuyas bendiciones a Israel habían sido tan realmente extravagantes? Haciéndole frente al
problema trágico, Pablo recoge todos los esplendores que su nación había heredado, los
privilegios únicos que seguramente debieran de haber hecho que el judaísmo fuese el primero en
reconocer y alabar a su Señor: “Ellos son israelitas, de los cuales son la adopción, la gloria, los
pactos, la promulgación de la ley, el culto y las promesas. De ellos son los patriarcas, y de ellos
según la carne proviene el Cristo.”5 Todo esto fue la prerrogativa, su mandato directamente de
Dios del cual Pablo reclama una parte. “Porque yo mismo soy israelita, de la descendencia de
Abraham.”6 Pero cuánto su nacimiento y linaje significaban para él puede observarse mejor por
la manera en que él se aferra a ellos con gran anhelo y fervor del alma, rehusando, al igual que
Dios con Efraín, abandonarles, pese a la terquedad, la ceguera y la apostasía crasa de ellos.
“Porque desearía yo mismo ser separado de Cristo por el bien de mis hermanos, los que son mis
familiares según la carne.”7 Oyendo estas palabras, candentes de amor y a la vez de pesar,
palabras claramente tan conmovedoras como cualquier cosa en la literatura universal, nos parece
estar observando mientras los siglos se desvanecen, y Pablo, judío por nacimiento, adopta una
postura juntamente con aquella otra gran alma sacerdotal y vicaria, el judío solitario que se puso
delante de Dios sobre el Sinaí en los primeros días de Israel para decir: “Pero ahora perdona su
pecado; y si no, por favor, bórrame de tu libro que has escrito.”8 El gran grito humano pero
también semi-divino, sacado del corazón de Pablo en Romanos, es el verdadero indicio de lo que
significaba su fe ancestral en su experiencia. Ser “hebreo de los hebreos”—era un gran privilegio
sin precio. Aun para Pablo como cristiano, era una dádiva de Dios.

1
Filipenses 3:5-6.
2
Hechos 26:4-5
3
Gálatas 1:14.
4
Romanos 3:2.
5
Romanos 9:4-5.
6
Romanos 11:1,
7
Romanos 9:3.
8
Éxodo 32:32.

26
27

Ahora bien, a veces se pregunta si aquella rama de la fe judaica a la que Pablo pertenecía,
a saber, el Fariseísmo, ha sido delineada correcta y justamente en las páginas del Nuevo
Testamento. El cuadro general evocado por el nombre fariseo es bastante claro. Los rasgos
principales del cuadro son: un formalismo en la adoración, un orgullo de bondad y gracia, una
ortodoxia casi virulenta en su auto-justicia, y una identificación de la religión con la
respetabilidad, cosa que en toda época hasta la actualidad ha sido un método exitoso para eludir
la cruz—estos son los rasgos principales del cuadro. Pero ¿Cuadra esto con los hechos? Por lo
menos en sus orígenes, el partido farisaico abogaba por una saludable reacción totalmente
correcta contra un movimiento cosmopolita que hacía que los mismos fundamentos de la
moralidad peligraran. Encendido con una pasión por la independencia religiosa, negándose a ser
inundado por las fuerzas anti-nacionalistas del tiempo, guardando celosamente su herencia
histórica de fe y la moralidad contra la influencia destructora de un sincretismo sutil y
penetrante, el fariseo realizaba un verdadero servicio, no tan sólo a su propia tierra y credo, sino
también a la causa de la religión vital en todas partes. La justicia era su lema, y el honrar al único
verdadero Dios era su tema constante. La época en la que vivía estaba tan llena de influencias
contaminantes, tan mortífera la presión del paganismo en su derredor, que la laxitud de ninguna
clase se podía tolerar; la obediencia rígida a la ley y la tradición era la única esperanza de
salvación. Estas eran las circunstancias que forjaron el fariseísmo, le dieron un nombre y un
lugar en el mundo y un trabajo que realizar para Dios. Aun en los tiempos del Nuevo
Testamento el fariseísmo no dejó de engendrar a hombres de noble carácter y de discernimiento
espiritual genuino. Pero en general la tendencia había sido la de abandonar esos primeros
entusiasmos, la de retirarse de tales centralidades grandes como el ser leal al Cielo y guardarse
sin mácula del mundo, la de moverse hacia la irrealidad y la excesiva minuciosidad de un
legalismo dogmático, y la exclusividad despreciativa que se cree tener un monopolio de todas las
virtudes y afirma derechos asegurados en Dios. Sustancialmente, el cuadro familiar de la religión
farisaica que encontramos en el Nuevo Testamento se ajusta a los hechos. No es tan sólo una de
las anomalías más grandes de la historia sino también uno de los hechos más solemnemente
significantes para rumiar en toda época, que la gente más religiosa de la tierra fuese a fin de
cuentas la cabeza y el frente de oposición que rodeó la muerte del Hijo de Dios.
Pablo pertenecía, pues, a este partido. El tenía la gran ventaja de estudiar la religión y la
teología en Jerusalén bajo Gamaliel,1 que representaba lo mejor del fariseísmo. Gamaliel era el
nieto del gran Hillel, reconocido a estas alturas como el líder de la escuela que llevaba ese
nombre honrado. Entre la escuela de Hillel, donde se enseñaba un Judaísmo más avanzado y más
liberal, y la escuela de Shammai, donde el literalismo más estricto y más inflexible prevalecía,
había una rivalidad constante. Aunque de vez en cuando se tenían concilios rabínicos con la mira
de limar las diferencias y así promover la unidad, las diferencias permanecían intactas. El
Talmud registra más de trescientas cuestiones de ley y observancia sobre las cuales las dos
escuelas dieron fallos conflictivos.2 Se daba la bienvenida a los prosélitos de otras religiones
entre los que compartían las posturas de Hillel, pero eran totalmente excluidos por los seguidores
de Shammai. La Ley Mosaica era interpretada por la escuela más abierta de una forma más
espiritual y comprensiva. El apóstol futuro, sentado a los pies de Gamaliel, sin duda recibía lo
mejor de la educación religiosa de su pueblo. La impresión que dejaron aquellos años de
estudiante en Jerusalén no le dejarían fácilmente. Sin embargo, aun Pablo, por celoso y decidido
que fuera y con la valentía sincera que tenía para seguir la luz dada, estuvo expuesto en su vida

1
Hechos 22:3.
2
G. F. Moore, Judaism, i. 81.

27
28

religiosa a las debilidades y defectos inherentes en la misma constitución del fariseísmo. No nos
imaginemos ni por un instante que la religión para él jamás se degenerara en una mezcolanza de
auto-decepción e hipocresía crasa que porfiaba el camino de Cristo y que provocaba las palabras
de advertencia, de regaño y de condena sobre el fariseísmo. Pero las características esenciales del
fariseísmo—su seguridad dogmática de que las tradiciones de los padres contenían toda la
verdad, y que, por lo tanto, no se debía anticipar ninguna revelación nueva, su exteriorización del
deber del hombre para con Dios, su gloriarse en las buenas obras, sus nociones legales de la
relación que existía entre lo humano y lo divino, su dureza interna—estas cosas Pablo no las
podía escapar más que cualquier otro fariseo convencido. Lenta pero seguramente su influencia
aciaga se dejó sentir con una fuerza que empezó a ahogar la misma vida de su alma. Al fin,
hicieron falta las manos poderosas del Cristo resucitado para librarlo.

Pero había una parte de la herencia judía de Pablo que, desde sus días de estudiante como
joven hasta después de su conversión y aun al final de su vida, permanecía como un tesoro
inagotable de sabiduría divina y de bendición para la mente y el corazón. Esta era el Antiguo
Testamento. Todo buen judío se empapaba en el lenguaje y el pensamiento del Pentateuco, los
Profetas y los Salmos. El mejor ejemplo de esto, desde luego, es nuestro Señor Mismo. Nadie
puede leer los Evangelios sin darse cuenta de cuanto tiempo y cuanta dedicación Jesús daba a la
lectura de esos escritos sagrados en los cuales veía predicha su propio ministerio. Seguramente,
él tiene que haber pasado mucho tiempo en su estudio durante los años silenciosos en Nazaret.
Pablo también se crió en el mismo ambiente, bebiendo profundamente del mismo manantial
vivificador. Para él, tanto como para todos los judíos genuinos, el Antiguo Testamento tenía una
autoridad total. Cada parte de él, cada palabra, era la voz auténtica de Dios. Por ende, cualquier
tema debatido podía resolverse con una cita tomada de sus páginas. Esto, porque obviamente al
dar Dios su fallo, al oír las palabras literales de Dios, no quedaba nada qué discutir. Esta postura
del Antiguo Testamento era aceptada por Pablo sin duda, tal como se puede notar en ciertos
pasajes de sus epístolas donde figura γεγραπται, “escrito está”, bastando esto para lograr un
punto culminante y así cerrar toda discusión.
Aquí no es posible intentar analizar todas las concepciones religiosas que se apoderaban
de la mente y corazón de Pablo al leer y estudiar él las grandes Escrituras de su nación en la
Escuela jerosolimitana y en sus propias devocionales privados. Baste decir que las dos grandes
verdades que lo cautivaban y que eran llevadas por él a su apostolado cristiano, eran el dogma
del monoteísmo y el concepto de la justicia. Mucho antes de que el joven fariseo se sentase a los
pies de Gamaliel, el Judaísmo le había dado el monoteísmo al mundo. Pero el gran servicio de
Pablo sería el demostrar cómo esta piedra angular de la religión judía podía resistir la aserción
plena del Señorío y la divinidad de Jesús. También le competía demostrar cómo el monoteísmo
más estricto y la Cristología más sublime podrían compaginarse. Y la idea más extensiva de la
justicia había matizado el pensamiento de tal manera, o sea, la cuestión perenne de cómo el
hombre pecador pudiera hallarse justo ante Dios—o ser “justificado”—había conquistado la
mente de Pablo tan predominantemente, que cuando por la providencia de Dios se le entregó a él,
un hombre convertido, la tarea de interpretar y proclamar a otros el significado interno del
evangelio por el cual se había convertido, por lo menos una de las líneas que tomaría esa
interpretación virtualmente se le dio de antemano. Admitidamente, era muy riesgoso intentar que
categorías antiguas comunicasen una experiencia totalmente nueva. Especialmente era así
cuando esa experiencia misma negaba mucha de la postura antigua. También puede cuestionarse
si los conceptos de la justicia, la justificación, etc., que Pablo había heredado del Judaísmo,

28
29

siempre eran adecuados para la tarea necesaria. Ya que se trataba del hecho de la redención, así
los mismos conceptos empleados han sido redimidos y han “nacido de nuevo.” Las antiguas
categorías empiezan a vivir y respirar con una vitalidad jamás conocida por el Rabinismo. La
experiencia de Damasco significaba un redescubrimiento del Antiguo Testamento. Significados
jamás pensados ahora saltaban de las páginas para Pablo. Verdades ocultas llegaban a
descubrirse. El estudiante bajo Gamaliel, el fariseo preparado, el perseguidor de todo innovador
y hereje, siempre se había creído docto y adepto en los oráculos de Dios. Pero Cristo se había
apoderado de él, y de pronto lo que había meditado y estudiado tan diligentemente por años le
parecía un libro nuevo. La justicia, la justificación, todas las concepciones familiares, aún
estaban ahí, pero ¡ahora brillaban con una luz muy diferente, muy transfigurable, muy
maravillosa! Ahora al fin el hombre tenía ojos para ver y oídos para oír, y en cada página
encontraba palabras vivas de Dios que aun espíritus nobles como Hillel y Gamaliel, por
intérpretes magistrales que fuesen, no habían descubierto. Los santos del Antiguo Testamento
habían visto a Dios, y a Pablo, en su gran hora en las afueras de Damasco, la misma visión ahora
le había venido. Por ende, surgió entre ellos un parentesco vital. Ellos y él estaban juntos en el
corazón de las cosas. Lo profundo replicaba a lo profundo, el discernimiento llamaba al
discernimiento, y toda la majestad, la espiritualidad, y la urgencia de la revelación del Antiguo
Testamento pasaban a ocupar la proclamación de las buenas nuevas de Cristo por Pablo.
Aquí hay que decir algo respecto a la influencia sobre Pablo de los métodos alegóricos
que los rabíes habían convertido en una ciencia a estas alturas. Al igual que los filósofos estoicos
habían aprendido a adaptar la Ilíada y La Odisea a sus propios propósitos por el recurso de
imponer una interpretación ética o metafísica a los mitos y leyendas antiguos homéricos del
comportamiento de los dioses, así los rabíes judíos eran capaces, a veces para la edificación y a
veces, debe reconocerse, con motivos menos loables, para convertir los pasajes más sencillos del
Antiguo Testamento en doctrinas esotéricas y parábolas inesperadas. Se rechazaba el significado
sencillo y obvio de las palabras inspiradas, y se les imponía significados místicos trabajados. Era
un procedimiento arbitrario, pero para la mentalidad judía no tan sólo era legítimo sino también
divinamente ordenado. Así rezaba el argumento: Dios mismo había ocultado esos secretos en las
Sagradas Escrituras, quedando éstos fuera del alcance de todos excepto de los espiritualmente
iluminados. Pero Dios quería que Sus intérpretes reconocidos, los rabíes, escarbaran para
encontrarlos y así compartirlos con los menos doctos. La preparación en este método de exégesis
alegórico predominaba en el currículo de Pablo, y no faltan evidencias de él en sus cartas. El
gran pasaje en Gálatas donde la historia de Sara y Agar se interpreta en términos del conflicto
entre el legalismo y la libertad cristiana ilustra el método mejor.1 Después de referirse a la
narrativa en Génesis, Pablo escribe “En estas cosas hay una alegoría.”2 Luego, Pablo procede a
pintar su cuadro memorable de la Jerusalén de arriba, “la cual es nuestra madre.” Otra ocasión
en la que ocupa el método rabínico con la mano fuerte de un maestro es cuando cristianiza el
vagar en el desierto por Israel.3 Pablo declara: “Estas cosas sucedieron como ejemplos para
nosotros” y usa la palabra Τυποι, “tipos,” en la forma verdaderamente escolástica. Otra vez dice:
“Estas cosas les acontecieron como ejemplos-τυπικωσ—“y están escritas para nuestra
instrucción, para nosotros sobre quienes ha llegado el fin de las edades.”4 Es cierto que de vez en
cuando la técnica rabínica seduce a Pablo, y éste hace declaraciones, expresa sentimientos que se

1
Gálatas 4:21-31.
2
Αλληγορουµενα, Gálatas 4:24.
3
1 Corintios 10:1-11
4
1 Corintios 10:6, 11.

29
30

prestan a ser objetados seriamente. El juego que hace con la forma singular y la plural de
“descendiente” en Gálatas 3:16 es un perfecto ejemplo. A algunos les cuesta perdonar a Pablo
por la manera en que, habiendo citado la antigua ley de Deuteronomio, “No pondrás bozal al
buey cuando trilla,” simplemente hace caso omiso de la intención original del mandato por
medio de su expresión tajante “¿Tiene Dios cuidado sólo de los bueyes?” para luego proceder a
deducir una instrucción divina tocante al sostén del clero cristiano.1 Esta es la tendencia
alegórica llevada al extremo. No se puede evitar un contraste entre Pablo y Jesús aquí. Jesús
también hablaba de las bestias del campo y de las aves del cielo. Al igual que Pablo, El sacaba
lecciones de ellos en cuanto al cuidado y el amor de Dios para con los hombres. Pero cuando
Jesús hizo la pregunta: “¿Tiene cuidado Dios de los pajaritos?”, a diferencia de Pablo no sugirió
una respuesta negativa auto-evidente, sino puso un argumento más positivo: “Más valéis
vosotros que muchos pajaritos.” [Lucas 12:6-7] El mismo pasaje en Deuteronomio pudiera
haberse usado por Pablo de esta manera para llegar al punto que deseaba hacer, y el argumento a
minori ad maius se había usado con gran resultado. Pero aquí prevaleció el método alegórico con
un resultado que sólo lamentamos. Sin embargo, debe agregarse que tales errores podían
achacarse no tanto al hombre como al método reconocido y universalmente aceptado de las
escuelas rabínicas. De todos modos, Pablo usa la alegoría poco, y generalmente respecto a cosas
de importancia secundaria. En cuanto a las cosas centrales, el apóstol queda independiente de
tales ayudas y habla de la plenitud de su propio corazón.
Se pueden notar aquí varias otras características del manejo del Antiguo Testamento por
Pablo. Ocasionalmente, él amontonaba citas, tomadas éstas al azar de diferentes partes de la
Escritura para reforzar su argumento. Al hacerlo, ocupaba un estilo verdaderamente rabínico. Se
puede encontrar un ejemplo de ello en la gran discusión sobre la apostasía de Israel en los
capítulos 9 al 11 de la carta a los Romanos. Cuando Pablo citaba el Antiguo Testamento, no se
sentía amarrado rígidamente al contexto original del cual venían los varios pasajes. Así que en
Deuteronomio 30:12ss, el gran pasaje que comienza diciendo: “No está en el cielo, para que
digas: ‘¿Quién subirá por nosotros al cielo y lo tomará para nosotros, y nos lo hará oír, a fin de
que lo cumplamos?’,” afirmaba que la ley podía practicarse. Pero cuando este texto reaparece en
Romanos 10:6ss, lo que afirma es exactamente el contrario—que la fe, no la ley, es la salvación
del hombre.2 Lo grueso de las citas antiguotestamentarias por Pablo se toman de la Septuaginta.
Al citarla, parece haber confiado generalmente en su memoria; inexactitudes de detalle son
frecuentes. Ocasionalmente las inexactitudes parecen haber sido introducidas adrede para
respaldar el argumento.3 Uno de los salmistas había descrito a Jehovah como “llevando cautiva a
la cautividad” y “recibiendo tributos de los hombres,” aceptando así los tributos que merecía un
conquistador.4 En un pasaje bien conocido Pablo busca recordar a sus lectores de las dádivas
espirituales maravillosas con las que el Cristo exaltado había derramado sobre Su Iglesia. Al
hacerlo, el apóstol emplea el cuadro del salmista y lo introduce como una cita directa con las
palabras “Por lo tanto El dice” (λεγει, es decir, “se dice en la Escritura,” o “Dios dice”). Sin

1
Deuteronomio 25:4, 1 Corintios 9:9ss.
2
Respecto a este punto, véase a Weiss, Urchristentum, 332. Denney, EGT, ii 670. “El apóstol no piensa en lo más
mínimo de lo que el escritor de Deuteronomio quería decir; él inserta sus propios pensamientos en una reproducción
libre de estas antiguas palabras inspiradas.”
3
Así afirma Kennedy respecto a ambos, Pablo y Filón. Véase Philo’s Contribution to Religión. 44.
4
Salmo 68. La lectura inglesa de la Versión Autorizada (“el Rey Jaime”) que reza “recibiendo tributos para los
hombres” es “una lectura imposible” (Kirkpatrick, The Psalms, 388). “Entre los hombres” (Versión Revisada
inglesa) comunica el sentido correcto. Moffatt lo traduce “con tributos tomados de los hombres”. Esta es una
instancia en la que la Versión Autorizada fue influenciada por un recuerdo de la cita Paulina.

30
31

embargo la palabra esencial “recibir” se convierte en “dar” en Pablo.1 Aquí puede ser que la
memoria le haya fallado, o, tal como sugiere E. F.Scott, puede ser que cite una antigua paráfrasis
judía del Salmo en vez de ser el mismo salmo.2 Tales paráfrasis en realidad a veces llegaban a
tener casi tanta autoridad que la misma Escritura por su mucho uso en la sinagoga. Pero tal vez
lo mejor que se puede decir respecto a todas estas inexactitudes, sean deliberadas o no, en el uso
que Pablo le diera al Antiguo Testamento es que el apóstol estaba consciente, tal como él mismo
declara en más de una ocasión,3 de compartir el mismo Espíritu con el que se habían inspirado
los escritores sagrados. Por ende, Pablo se sentía libre para aplicar su mensaje conforme a las
exigencias de su tiempo. Por lo menos, nada puede oscurecer el hecho de que el amor por la
Palabra Santa que se apoderaba de Pablo, desde el principio hasta el fin, era una praeparatio
evangelica indispensable para la llegada de Cristo a su alma. También, le era una magnífica
herramienta para la obra que Cristo quería que hiciera.

Al pasar del Antiguo Testamento al otro elemento que figuraba en el Judaísmo palestino
del tiempo de Pablo, a saber, la literatura apocalíptica, es más difícil determinar con precisión
cuánto el apóstol le debiera a este movimiento. En general, la tendencia ha sido exagerar su
deuda. De hecho, la influencia de la apocalíptica en general sobre la vida y el pensamiento del
Judaísmo probablemente haya sido sobrevaluado—principalmente por Schweitzer y su escuela.
Para los mismos rabíes, todo este corpus de literatura tenía poca atracción.4 Su atractivo
principalmente era para la gente sencilla de Galilea y el norte, no para la Jerusalén culta.5 En
años recientes se ha procurado compaginar todos los cuadros alocados, heterogéneos de los
escritores apocalípticos para que formen una teología coherente, pero sin éxito. Al mismo
tiempo, estos cuadros sin duda sí revelan ciertas esperanzas y aspiraciones del ambiente durante
el período desde siglo y medio antes del nacimiento de Cristo hasta un siglo después. Tal como
el Profesor Welch muy correctamente señala, no podemos ignorar una literatura como la
apocalíptica que surgió del sufrimiento del alma de generaciones de hombres para quienes la
vida se había tornado en oscura y desconcertante. Es más, era una literatura que mantenía una
creencia firme en la acción directa de Dios durante un tiempo cuando el aferrarse a lo escrito
había regimentado la religión y había reducido el mundo a un sistema cerrado.6 Cuando la
dinastía de los Macabeos, en la cual estaban centradas tantas esperanzas espléndidas, había
fenecido y el talón del opresor una vez más estaba sobre la cabeza de Israel, toda la nación estaba
en peligro de rendirse a una desesperación irremediable. Los apocalípticos procuraban
contrarrestar este pesimismo creciente, alzando los ojos de los hombres a un día pronto en que
Dios irrumpiría gloriosamente en la historia, no tan sólo para subyugar las fuerzas paganas
mundiales sino para destruir completamente el orden antiguo, trayendo así un nuevo cielo y una
nueva tierra. Por ende, la concepción básica de toda esta clase de literatura es la doctrina de las
dos eras: todo gira en torno al contraste entre esta maligna era actual (o αιων ουτος) y la era ideal
venidera (ο αιων ο µελ ων).7 Cuadros imaginativos, caracterizados a menudo por rasgos
materiales toscos y colores fuertemente nacionalistas, se pintaban de la bendición que traería la

1
Efesios 4:8.
2
E. F. Scott, Ephesians, 207 (MNTC).
3
1 Corintios 2:13; 7:40.
4
G. F. Moore, Judaism, ii. 281.
5
Inge, Christian Ethics and Modern Problems. 35ss. Gore, Belief in Christ, 21ss.
6
A. C. Welch, Visions of the End, 18, 23. Véase Muirhead en HDAC, i. 73: “mientras mayor el estrés, más veraz la
inspiración del apocalíptico.”
7
IV Ezra 7:50.

31
32

transición a un nuevo orden mundial.1 Cuando el día de la consumación, el Mesías de Dios sería
revelado, nombrado pero escondido éste desde la fundación del mundo.2 No únicamente los
paganos sino todas las huestes de poderes hostiles, ángeles y espíritus malignos, serían
subyugados bajo sus pies.3 Tales eran las ideas que se habían posesionado ciertos círculos judíos,
a veces oscura o vagamente, otras tempestuosa e impetuosamente. Era natural que un hombre
como Pablo, cuya propia vida debía todo a una repentina intervención sobrenatural, sintiera una
simpatía con la forma de fe en la que el hecho de la acción directa de Dios se recalcara constante
y fuertemente. Pero aunque su mentalidad escatológica claramente muestra esta influencia, es al
espíritu general del cuadro apocalíptico y no a sus detalles que Pablo debía más. El concepto
fundamental de los dos órdenes mundiales está en sus cartas.4 Aquí también leemos de la guerra
contra espíritus, fuerzas malignas y ángeles hostiles.5 También aquí encontramos la actitud del
alma que continúa buscando en la oscuridad por la alborada prometida de Dios, gritando así
“¡Maranata!”—“¡Ven, Señor!”6 Pero Pablo no se aferra a ningún esquema apocalíptico, y ocupa
los materiales a su disposición con libertad suprema. El no quiere tener nada que ver con el
espíritu nacionalista que invade la apocalíptica judía como un matiz, como bien señalara Titius.7
La política suele mezclarse aun con el día del Señor, pero en Pablo todo eso se acaba y no
permanece nada sino lo puramente espiritual. Además, hace falta decirse enfáticamente que el
gran pensamiento de Pablo del Cristo eterno no le debe nada al cuadro del “Hombre Celestial” en
el Libro de Enoc o en ningún otro lugar. Es pura ceguera y banalidad sugerir, como suele hacerse
a menudo, que una equiparación mecánica entre Jesús y los conceptos de un Mesianismo pre-
cristiano fuera el origen de la cristología inspirada de Pablo. Éste no debía nada en este sentido a
los apocalípticos. Lo que sí compartía con ellos era algo diferente—la alegría de mirar hacia el
futuro, la conciencia de una lucha mortal entre los poderes sobrenaturales en lo invisible y la
convicción de que los tiempos se desplazaban rumbo al gran día de Dios.

II

Hasta ahora nos hemos centrado en la herencia judía de Pablo. Pero éste era más que
judío. También pertenecía al mundo mayor. Nacido en una ciudad helénica, rodeado desde su
juventud de varias influencias del ambiente Greco-romano, él traía consigo a la Iglesia Cristiana,
como era natural, un horizonte más amplio que el de los primeros predicadores que jamás habían
estado fuera de la Palestina. Es posible, aun durante sus días en Tarso, que comenzara a sentir en
el corazón algo de esa pregunta tan decisiva que más tarde haría como un reto: “¿Es Dios
solamente Dios de los judíos? ¿No lo es también de los gentiles?”8 Por consiguiente, si hemos de
lograr una verdadera comprensión del apóstol, es imperativo que veamos a Pablo como judío de
1
Enoc 103ss, Baruc 49ss.
2
Enoc 48:6; 62:6.
3
Enoc 16:3, 65-69.
4
1 Corintios 10:11; Gálatas 1:4; Romanos 12:2.
5
Romanos 8:38; Efesios 6:12.
6
1 Corintios 16:22. La lectura alterna—“Maran ata,” “viene nuestro Señor”—es preferida por Weiss. Véase
Comentar zum NT por Meyer, p. 387. Ambas lecturas se dan en Milligan, The Vocabulary of the Greek New
TestamentI, v. 388 y en Lietzmann, I y II Korinther, en HBNT. La forma imperativa es preferida por Zahn,
Introduction to the New Testament, I, 304; Dodd, Romans, 167, etc. Probablemente era una oración de la comunidad
primitiva que llegó a ser una fórmula litúrgica para toda la Iglesia. Véase Apocalipsis 22:20, Didajé 10:6. La idea
subyacente reaparece en Filipenses 4:5; 1 Tesalonicenses 1:10; Romanos 13:11ss, etc.
7
Der Paulinismus unter dem Gesichspunkt del Seligheit, 47-49.
8
Romanos 3:29.

32
33

la Diáspora y observar cómo él reaccionaba ante el pensamiento, la cultura y la religión del


mundo en su derredor.
La dispersión de los judíos entre las naciones, comenzando con las deportaciones
forzadas bajo Tiglat-Piléser y Sargón, Senaquerib y Nabucodonosor, había procedido más
pacíficamente después de que las campañas helenizantes de Alejandro habían unificado al
mundo. El matrimonio entre Europa y Asia—tal fue el ideal declarado por Alejandro. El
comercio judío no tardó en aprovecharse de las nuevas oportunidades que este ideal ofrecía.
Cuando le tocó a Roma asumir la tarea que Alejando había dejado, el proceso de la unificación
se desarrolló aun más; fronteras que habían estado cerradas para el Judaísmo ahora estaban
abiertas de par en par. Se habían acabado los días cuando las naciones separadas, autosuficientes,
y antagónicas se miraban tras fronteras fortificadas. Desde el Atlántico hasta el Mar Caspio,
desde Bretaña hasta el Nilo, desde el muro de Adriano al Eufrates, la paz romana imperaba.
Desde un extremo del Impero al otro estaban las grandes carreteras, hazañas de la ingeniería
romana. Aun las barreras del idioma habían desaparecido, porque aunque cada provincia todavía
tenía su propio idioma o dialecto, dondequiera el pueblo era bilingüe, y todos conocían el griego.
Este era el mundo al cual penetró el judío, ayudado grandemente por la tolerancia romana, cosa
que había otorgado a su adoración a Jehovah todos los derechos y privilegios de una religio
licita. Concentraciones de judíos pronto se establecían. El mismo Nuevo Testamento da
testimonio al hecho de que en cada pueblo de importancia visitado por los predicadores
cristianos, tanto en Asia como en Europa, ellos encontraban una colonia judía. Esto les daba un
punto de contacto útil durante las etapas iniciales de su misión. Según Filón, había más de un
millón de judíos sólo en Egipto. Dos de los cinco distritos en que se dividía Alejandría eran
predominantemente judíos. Aun Roma tenía su barrio judío. De hecho, en la capital su presencia
no siempre era bienvenida, y de vez en cuando se hacían intentos por sacarlos. Un edicto de
expulsión, promulgado por el Emperador Claudio, se menciona en los Hechos de los Apóstoles y
corroborado por una frase famosa en Suetonio.1 Pero los judíos eran demasiado influyentes como
para ser descartados así no más, y cuando empezaban a encontrar amigos y adherentes dentro de
la misma corte, su posición se hacía más o menos segura.2 Por la distancia que había entre estas
comunidades judías esparcidas y Jerusalén, la sede de su fe ancestral, se hizo necesario un
cambio en el centro de gravedad de su religión—del Templo a las sinagogas locales. Éstas
gradualmente llegaron a ser el verdadero hogar de su adoración. En realidad, tal como el libro de
Hechos aclara, tan vital era el lugar que estos nuevos centros de devoción común y de
instrucción pública llegaron a tener en la vida de la Diáspora, que sinagogas especiales tuvieron
que construirse en Jerusalén misma para el beneficio de los peregrinos y otros que residían
temporalmente en la ciudad.3 Fue en la sinagoga de Tarso que la gloria del único verdadero Dios
y la majestad de la ley de Moisés primero impactaron la mente joven y el corazón de Pablo.
Ahora bien, cuando una religión es transplantada de la tierra natal a tierra extraña, cuando
es expuesta a un ambiente mental totalmente diferente y una temperatura espiritual nueva,
siempre hay la posibilidad de que ésta cambie de carácter dentro de algunas generaciones. Poco a
poco el nuevo ambiente se hizo sentir. El Judaísmo de la Diáspora parece haber estado
consciente de este peligro tempranamente, y se tomaron medidas firmes para contrarrestarlo. Los
rabíes hicieron reglas estrictas para regular el intercambio de los judíos en ultramar con la

1
Hechos 18:2. Suetonio, Claudius, 25; “Judaeos impulsore Chresto assidue tumultuantes Roma expulit.” El
significado de “impursore Chresto” no está claro: véase R. J. Knowling, EGT, ii, 384.
2
Poppaea, la esposa de Nerón, era amiga de los judíos.
3
Hechos 6:9.

33
34

sociedad pagana que les rodeaba. No se permitía que las líneas de diferencia se ofuscaran. Para
poder preservar la identidad y fortalecer la autoconciencia nacional y religiosa, se imponían una
organización y una comunicación estrecha con la Iglesia madre. Los tributos del Templo se
pagaban anualmente, y peregrinajes a Jerusalén eran frecuentes. La descripción de San Lucas del
carácter internacional de la multitud presente en el día de Pentecostés habla por sí sola.1 Pero lo
que diferenciaba principalmente al judío en tierra extranjera de sus vecinos e impedía que se
confundiese con ellos era su observancia de la Ley. El guardar el sábado, la distinción entre
animales limpios e inmundos, el rito de la circuncisión, todas estas cosas destacaban al judío, y
siempre que recalcara estas cosas fuertemente y permaneciera leal a ellas en el alma, él podía
desafiar la influencia sutil de su ambiente. Permaneciendo firme, determinado en su aislamiento,
y orgulloso de ello, podía decir juntamente con Nehemías: “Estoy realizando una gran obra; no
puedo ir.”2
Que toda esta rigidez de regulación fuera aprobada por el judío joven de Tarso es
revelado claramente por los pasajes ya aludidos en Hechos y las cartas en los cuales él nos da
reminiscencias de sus días tempranos.3 No tenía rival en su determinación de permanecer “sin
mancillarse en el mundo.” Usando las palabras de la gran oración sacerdotal de Jesús, él estaba
en el mundo del Helenismo, sin ser de ese mundo. Había que renunciar sus caminos, odiar su
sabiduría, ignorar mayormente su literatura. Los eruditos que, basándose en alusiones literarias
fugitivas y citas de Pablo tales como “Porque también somos linaje de él”4 o “Las malas
compañías corrompen las buenas costumbres”5, declaran inmediatamente que Pablo había
estudiado a Cleanthes y a Menander se consagran a una declaración altamente precaria si no
absurda. Etiquetas como éstas no nos dicen nada; no todo el mundo que diga “Dios regula el
viento conforme al esquileo del cordero” ha leído a Laurence Sterne. Si jamás hubo judío alguno
de la dispersión que procurase ser leal a la tierra y la ley de sus padres, ese judío era Pablo.
Sin embargo, debe decirse que el Judaísmo de la Diáspora, con todo y su distanciamiento,
permanecía una fuerza realmente misionera en el mundo. Si podía decirse aun en la Palestina que
los escribas y los fariseos “recorrían mar y tierra para hacer un solo prosélito,”6 el judío en
ultramar ciertamente no era menos agresivo. Su éxito como misionero se debía mayormente a la
fascinación extraordinaria que un monoteísmo alto siempre tiene para los mejores elementos de
una sociedad pagana que se cansa del politeísmo y sus secuelas moralmente degradantes. No es
sorpresivo en lo más mínimo que las generaciones subsecuentes vieran un cumplimiento cabal de
la gran profecía memorable de Zacarías—“Acontecerá en aquellos días que diez hombres de las
naciones de todos los idiomas se asirán del manto de un judío y le dirán: ‘¡Dejadnos ir con
vosotros, porque hemos oído que Dios está con vosotros.”7 A buscadores sinceros de este tipo se
les daba la bienvenida a los cultos de la sinagoga, y pronto toda comunidad judía en todo el
mundo greco-romano tenía su propio grupo de creyentes no judíos. Éstos eran los σεβοµενοι o
φοβουµενοι τον θεον, que nos son familiares en el libro de los Hechos, incluyendo a hombres y
mujeres nobles y distinguidos tales como Cornelio y Lidia.8 La actitud de los judíos para con los
convertidos en perspectiva se caracterizaba por el tacto y la comprensión. No se les urgía que se

1
Hechos 2:5ss.
2
Nehemías 6:3.
3
Hechos 26:4ss, Filipenses 3:5ss.
4
Hechos 17:28.
5
1 Corintios 15:33.
6
Mateo 23:15.
7
Zacarías 8:33.
8
Hechos 10:2, 22, 35; 13:43; 16:14; 17:4, 17; 18:7.

34
35

convirtieran sino que se les animaba poco a poco. Tal y como Harnack demostró, su adhesión al
Judaísmo “oscilaba por todos los grados posibles entre una adopción supersticiosa de ciertos
ritos y una identificación plena.”1 Sin duda, muchos de ellos, como Naamán de antaño que
adoraba a Jehovah y sin embargo continuaba “inclinándose en el templo de Rimón,” se
contentaban con un compromiso entre su fe antigua y la nueva.2 Fáciles condiciones para
afiliarse a la sinagoga eran disponibles, pero la meta final que buscaba el Judaísmo en todo caso
era que ellos dieran el paso decisivo de una entrega total a las afirmaciones judías de las tres
ordenanzas de la circuncisión, el bautismo, y el sacrificio. Una circunstancia que estimuló
grandemente este desarrollo misionero era la traducción de las Escrituras antiguotestamentarias
al griego. Es bastante probable que la hechura de la Septuaginta en Alejandría durante el tiempo
de los Ptolomeos no tuviese propósito propagandístico deliberado alguno sino que surgió de las
necesidades de la comunidad judía que más o menos desconocía el original semítico.3 Sin
embargo, una vez hecha, su valor propagandístico era inmenso. Más que nada, ayudaba a atraer a
paganos serios al círculo de influencia judía. Y el significado de todo esto estriba en el hecho de
que cuando la misión cristiana a los gentiles comenzó, era de estos prosélitos y “temerosos de
Dios” que muchos conversos venían. Pablo, el judío de la Diáspora, hacía mucho estaba en
contacto con ellos, y ahora nadie conocía mejor cómo ganar a estas almas buscadoras para
Cristo.
Entonces ya hemos visto el vigor y la determinación con los que la religión judía
mantenía su identidad contra el paganismo circunvecino. Pero las mejores defensas, por
invencibles que sean al ataque frontal, no son viables contra algo tan sutil y dominante como un
ambiente, y si bien el Judaísmo dejaba su marca profunda y duradera en el mundo helenístico,
ese mundo sí dejó sus marcas sobre el Judaísmo. Que estas marcas fueran grandemente
inconscientes para el Judaísmo no cambia el hecho de que fueran reales y definidas.4 Un
contacto continuo en el comercio y en la vida social resultaba en la invasión de un nuevo espíritu
en la Diáspora. Sus marcas principales eran la desaparición del provincialismo judío y un énfasis
creciente sobre los derechos y el valor del individuo. Al igual que sus correligionarios en Tarso,
Pablo respiraba una atmósfera helenística. No lo podía evitar. Le rodeaba totalmente. Sus
mismas metáforas e ilustraciones nos recuerdan de eso.5 Bien pudiera ser que el Judaísmo
condenase los entretenimientos griegos, llamándolos satánicos, pero había algo en la naturaleza
viril de Pablo que respondía a la emoción de los juegos griegos y las proezas de los corredores y
los boxeadores en el estadio, y él escribe acerca de estas cosas como quien las había visto,
disfrutándolas.6 Tampoco puede haber duda de que los prosélitos, la mayoría en algunas
sinagogas, traían consigo nuevas ideas y maneras distintas para contemplar la vida, pasándose

1
The Expansion of Christianity, I, 14.
2
2 Reyes 5:18.
3
Wendland, Die hellenistisch-römische Kultur, 196.
4
Se pueden mencionar las siguientes instancias de interacción. Había comunidades religiosas en
Asia Menor donde la adoración al frigio κύριος Σαβάζιος y al κύριος
Σαβαώθ judío se habían armonizado (Cumont, Les Religions Orientales, 97ss.). Una inscripción de sepultura de la
Rhemei en Delos invoca τòν θεòν τòν ΰψιστον, τòν κúριον των πρευµάτων και πάσης σαρκός que viene siendo una
mezcolanza del uso que se da en la Septuaginta y el helenístico (Wendland, op. cit., 194). Parece ser que una
especie rara de fusión del Judaísmo y el Helenismo fuera responsable, en parte por lo menos, de la herejía en
Colosas (E. F. Scott, Colosenses, en MNTC, 8ss.).
5
Aun el teatro griego puede haber contribuido en algo: Deissmann alude a una inscripción que señalaban los
asientos asignados a judíos en el teatro de Mileto (Light from the Ancient East, 446).
6
1 Corintios 9:24ss.

35
36

éstas a las mentes de sus maestros judíos. Es más, el mismo uso del idioma griego involucraba
cierta infusión del espíritu griego. Hasta cierto grado esto puede verse en la misma
Septuaginta—como, por ejemplo, en la modificación de los antropomorfismos semíticos más
primitivos. También, tenemos que recordar que, aunque Pablo había leído las Escrituras en
hebreo, la Septuaginta era su Biblia. Pero es en las ramas de la literatura judía, representada ésta
por La sabiduría de Salomón y la obra de Filón, que la influencia helenística puede verse más
claramente. Aquella, que seguramente Pablo había leído,1 es producto de una mente
excepcionalmente aguda y capaz, conocedora de ideas griegas tanto como de la religión judía.
Mientras que ésta, que proviene de un sobresaliente contemporáneo de Jesús y Pablo, es un
intento esforzado para demostrar que todo lo mejor y todo lo noble que se encuentra en la
filosofía pagana también puede encontrarse en el Antiguo Testamento. Por ejemplo, Filón
afirmaba haber descubierto una armonía esencial entre la Ley Mosaica y la Ley Estoica de la
Naturaleza. Cualquier evaluación de la preparación de Pablo para su apostolado cristiano debe
admitir adecuadamente estas tendencias del Judaísmo de la Diáspora en el que Pablo se había
criado.2 Según su propia confesión, él era “deudor tanto a griegos como a bárbaros”.3 Y esto
suscita más preguntas todavía. Porque aparte de las influencias helenísticas que ya estaban
presentes en el medio judío de Pablo, había otras con las cuales Pablo tiene que haberse rozado
en su obra de alcance mundial como misionero cristiano. Particularmente, había dos grandes
movimientos contemporáneos, cada uno de gran atracción popular—el Estoicismo y las
religiones de misterio. Debemos ver éstos ahora.

III

La escuela estoica, fundada por Zenón tres siglos antes de la era cristiana, había adquirido
gran prestigio, y para el tiempo de Pablo sus adherentes se encontraban dondequiera.
Mayormente había suplantado las escuelas más antiguas que trazaban su descendencia hasta
Platón y Aristóteles; éstas ya habían perdido la vitalidad interna de sus grandes épocas del
pasado, y sus líderes actuales eran bien incapaces de llegar a las alturas socráticas—“guías de
montaña que no querían escalar,” como lo expresara Gercke.4 El Estoicismo llenaba el hueco, y
por medio de su combinación de sinceridad moral y su espíritu humanitario apelaba, no tan sólo
a los adiestrados en filosofía, sino también a la mente y corazón populares. El hombre común,
nadie menos que Epictetus y Marcos Aurelio, sintieron su poder. El mismo Tarso era un centro
prominente de cultura estoica, y Estrabo menciona por nombre a cinco distinguidos maestros
estoicos que residían allí. Eruditos y oradores ambulantes llevaban el mensaje por todas partes.
Era el tiempo de predicadores itinerantes (nunca se ha recalcado lo suficiente la importancia de
este hecho para la obra de los apóstoles cristianos), y por las calles y los mercados de Asia
Menor y Europa el evangelista estoico era una figura conocida. Wendland lo compara con el
misionero del Ejército de la Salvación en los pueblos y aldeas de la Gran Bretaña de hoy.5 Las
cosas profundas del alma, la respuesta para la búsqueda de la felicidad, la necesidad de reforma
moral y renacimiento espiritual, el camino hacia la victoria sobre la vida y la muerte—estos eran
1
Compárese Hechos 17:27 con Sabiduría 13:6; Romanos 1:25-31 con Sabiduría 14:23-28; Romanos 9:21 con
Sabiduría 15:7; 1 Corintios 15:45 con Sabiduría 15:11.
2
H. Bulcock sugiere que el pensamiento alejandrino tuvo una nueva atracción para Pablo después de su contacto
con Apolos (Religión and its New Testament Expresión, 220).
3
Romanos 1:14.
4
Gercke y Norden, Einleitung in die Altertumswissenschaft ii. 323: “Bergführer, die selbst nicht steigen konnten.”
5
Die hellenistisch-römische Kultur, 85.

36
37

los temas sobre los cuales el orador estoico discurría con toda la elocuencia y la apelación a su
disposición. No es sorprendente que los hombres se detenían para escuchar en ese mundo
cansado y desilusionado.
Ahora bien, semejanzas de estilo, lenguaje e idea pueden encontrarse entre los Estoicos y
Pablo. Rasgos salientes del estilo de la Diatriba, como solían llamarse los discursos estoicos,
eran sus preguntas retóricas, su preferencia por frases breves e inconexas, su uso del mecanismo
de un objetor imaginario, su uso de retos y réplicas alternativamente, sus ilustraciones concretas
de la vida.1 Como ya hemos visto,2 Pablo era primero predicador y después escritor; es en
aquellos pasajes de sus epístolas donde su estilo homilético se destaca, como por ejemplo en
Romanos 2-3 y 9-11, que las similitudes con la diatriba son más marcadas.3 Otra vez nos
encontramos con un diálogo con el oyente imaginario, un rápido y vivo discurso ingenioso, la
apóstrofe medio irónica, la apelación personal directa, y todas las demás armas del arsenal
estoico. La gran frase Paulina “Porque de él y por medio de él y para él son todas las cosas. A él
sea la gloria por los siglos,”4 tiene paralelos frecuentes en la literatura estoica, y bien pudiera
llamarse (como efectivamente lo hace Norden) “una doxología estoica.”5 La palabra
“conciencia” (συνειδησιs) que Pablo ocupa6 definitivamente es de origen estoico, al igual que los
conceptos de Naturaleza y la ley implantadas en corazones gentiles.7 Aquí, Pablo se aproxima
mucho a los predicadores griegos de moralidad. “Vivid acorde a la Naturaleza,” es decir, vivir
según la ley de un universo racional que se ha hecho inmanente en el hombre—esto se reconocía
como una máxima estoica. El apóstol cristiano descubre en esta Ley de la Naturaleza una
revelación sólo menos completa y un mandato sólo menos exigente que la Ley de Moisés mismo.
El discurso en el Areópago, con sus referencias al Dios que “no habita en templos hechos de
manos,” que “da a todos vida y aliento y todas las cosas,” en quien “vivimos, nos movemos y
somos,” que no es “semejante a oro, o plata, o piedra, escultura de arte e imaginación de
hombres,” tiene un eco bastante estoico.8 De nuevo, cuando Pablo declara a los colosenses que
todas las cosas “subsisten” en Cristo,9 cuando él “pinta” a Cristo como el principio unificador de
la vida, la forma de expresión por lo menos nos recuerda de la doctrina estoica, y bien pudiera
haberse escogido deliberadamente para anclar el significado cósmico de Cristo para aquellos
cuyas mentes ya habían sido familiarizadas con el pensamiento de un alma terráquea que
unificaba a toda la creación por la obra de predicadores no-cristianos. También, es posible trazar
un nexo entre el humanitarismo estoico que empezaba a penetrar a la sociedad con la idea de una
hermandad en la cual aun los esclavos tenían derechos de igualdad, y los grandes pasajes de
Pablo en los que proclama la destrucción de toda barrera de raza, clase o sexo.10 Cuando
reflexionamos sobre la profunda sinceridad moral por la que se caracterizaba generalmente, una
sinceridad que explica la aseveración de Tertuliano, “Séneca saepe noster”11—Séneca está a
1
Un relato completo se halla en Bultmann, Del Stil der paulinischen Predigt, 20-46.
2
Véase la página 13.
3
C. H. Dodd sugiere que Romanos 9-11 realmente es un sermón sobre el rechazo de Israel que Pablo incorporó en
su epístola (Romans, en MNTC, 148ss).
4
Romanos 11:36.
5
Agnostos Teso, 240ss. Norden compara a Marcos Aurelio Meditations, 4:23: ‘εκ σου παντα, εν σοι παντα, εις σε
παντα. con 1 Corintios 8:6; Colosenses 1:16; Efesios 4:6.
6
Romanos 2:15; 1 Corintios 10:25; 2 Corintios 1:12; 4:2; 5:11.
7
Romanos 2:14ss.
8
Hechos 17:22ss.
9
Colosenses 1:17, συνεστηκεν es un término estoico.
10
Gálatas 3:28; Colosenses 3:11; compárense con 1 Corintios 12:13; Efesios 4:4.
11
De Anim. 20.

37
38

menudo de nuestro lado, es uno de nosotros—ciertamente no nos sorprende que Pablo tuviera un
conocimiento general de su punto de vista o que se hiciera de un conocimiento funcional de sus
creencias; sería sorprendente que no lo hiciera.

Pues, al escritor presente le parece con toda seguridad que el apóstol conocía las
tendencias principales del pensamiento estoico, valiéndose de ellas de vez en cuando. Las
“humanitas” del estoico, es decir, su creencia en un principio divino o λογοs, su práctica de auto-
examen (como solía decir Epictetus σκεψαι τιs ει), su llamado a la renovación interna (Séneca la
llama “transfigurari,” y Marcos Aurelio habla de αναβιωναι), su crítica severa de la sociedad
contemporánea, su consejo respecto al intercambio de experiencias espirituales entre almas
emparentadas, su hábito de oración—éstos y otros rasgos similares predisponían al predicador
cristiano a ver en el Estoicismo una de las líneas por las que el paganismo estaba siendo
preparado inconscientemente para Cristo. Al mismo tiempo, la deuda de Pablo a las ideas y
terminología estoicas no debe ser sobreestimada. Decir que sus epístolas muestran conocimiento
de las ideas que estaban en el ambiente al estar escribiendo él, no implica dependencia de
ninguna clase. Ciertamente no implica que Pablo jamás hubiese asistido a lecciones en una
escuela estoica. Simplemente implica que el hombre estaba despierto intelectualmente. En
cualquier caso, teorías de dependencia han de caer a tierra ante el hecho de que el mismo
Estoicismo, con todo y su nobleza y sinceridad, era en ciertos aspectos fundamentales y
esenciales la antítesis directa del evangelio que Pablo estaba comisionado a predicar. Es
importante notar estas diferencias.
Una diferencia muy vital era ésta. Pablo predicaba una religión histórica, anclada y
fundada en los eventos históricos de la Encarnación, la Cruz y la Resurrección: los maestros
estoicos predicaban el panteísmo, una religión sin raíces en la historia de ninguna clase. El centro
de la devoción de Pablo era un Dios personal, revelado éste una vez por todas en Cristo; central
en la devoción estoica era un opaco Algo indefinido, un espíritu cósmico, el hado, el destino—
llámese como se llame. Muy significante es el bien conocido pasaje en el Diálogo con Trifo de
Justino Mártir, donde él cuenta de cómo en su vida temprana, al buscar ayuda y dirección, había
consultado con un filósofo estoico; pero tuvo que darse a la desesperación al descubrir que el
hombre estaba bien vago acerca del primer artículo de toda religión—Dios.1 Pablo habla del
πνευµα ‘αγιον, y Séneca habla del “sacer spiritus”; pero el espíritu santo estoico, un mero
principio que impregnaba la creación, una sustancia cuasi-física que se extendía por todo el
universo, teniendo así a las almas humanas como sus partículas, dista mucho del Espíritu que en
Pablo grita “Abba, Padre.” El Estoicismo padecía de la debilidad que ha sido la perdición de
todo sistema panteísta desde el principio hasta ahora; podía hablar de un Dios interior, pero no
ofrecía ningún Dios exterior. Τα επι σοι, “las cosas dentro de vuestro poder”—tal era el lema de
Epictetus. En nuestra propia generación, las voces proféticas de Barth y Brunner han hablado en
contra del subjetivismo característico de la religión estoica. Para el estoico, la iniciativa era de él,
no de Dios. En resumidas cuentas, no había una doctrina de gracia. La cosa singular que era de
suma importancia para Pablo, la gloriosa verdad de la cual el Cristianismo existía para
proclamar, no se encontraba en ninguna parte en el Estoicismo. Sólo esto descarta cualquier
teoría de dependencia.
Pero hay otras consideraciones que deben advertirnos contra sobreestimar la influencia
del Estoicismo sobre Pablo. Por ejemplo, es claro que la cualidad de απαθεια, tan preciosa para
el corazón estoico, (cosa que nos ha dado significativamente nuestra palabra inglesa “apathy”),
1
Diálogo con Trifo, 2.

38
39

tenía poca atracción para el hombre cuyas compasiones a veces prorrumpía apasionadamente en
“¿Quién se enferma sin que yo me enferme? ¿A quién se hace tropezar sin que yo no me
indigne?”1—un hombre que, al hablar de “perseverancia y paciencia,” podía agregar
galantemente la expresión tan contraria al Estoicismo, “con gozo.”2 De nuevo, no hemos de
equivocarnos en igualar el humanitarismo cristiano y el del Estoicismo. Se ha aludido al punto de
contacto anteriormente: la diferencia estribaba en el motivo. Cuando el estoico hablaba de la
hermandad, quería decir que todos los hombres tenían la capacidad de unificarse en una forma de
cultura que impregnaría al mundo; pero cuando el cristiano hablaba de la hermandad, pensaba en
algo menos intelectual, más espiritual, una amor que unificaba a todos—sin referencia a
cultura—en la gran familia de los hijos de Dios.3 Es profundamente significativo que en el uso
apostólico las palabras ´ερως, φιλία, φιλανθρωπία, eventualmente cedieron ante la gran palabra
cristiana ‘αγάπη. Otra vez, la afirmación estoica de ser αυτάρκηs, o sea, autosuficiente, de tener
autocontrol, siempre tenía un tenor forzado. Pablo usa la palabra una vez—¡pero con qué
diferencia! “Yo he aprendido,” dice él, a ser “αυτάρκηs,”—agregando de inmediato “Todo lo
puedo en Cristo que me fortalece!”, mostrando así en donde estaba su secreto.4 Para Pablo la
αυτάρκεια no era autocontrol sino el control de Cristo sobre él. Epictetus en cierto lugar
pregunta: “¿Qué, pues? Será posible estar sin falta aquí y ahora? ¡Imposible! Pero esto sí es
posible—el haber estado esforzándonos con toda energía el evitar el pecado.”5 Un buen
sentimiento sin duda—la palabra de un verdadero luchador, totalmente característico de la óptica
estoica en grado superlativo. Pero es un mundo totalmente distinto el que irrumpe en su vida con
el grito: “¡Pero gracias a Dios, que hace que siempre triunfemos en Cristo!”6 Claramente este
segundo luchador no necesita pedir prestadas armas al primero.
A veces se dice que el Estoicismo legó a Pablo una óptica dualista de la vida. Para
contestar esto, hay que decir dos cosas. Por un lado, el dualismo de una clase metafísica (y es
ésta la que representa el Estoicismo) carece del todo en Pablo; simplemente no le interesa.7 Por
otro lado, el dualismo práctico y ético del apóstol, que se ve en su contraste entre el espíritu y la
carne, no era producto de teoría, estudio o el pedir prestado, sino de su propia experiencia dura a
manos de la vida—la experiencia que encontramos reflejada tan vívidamente en Romanos 7. En
Pablo no hay rastro del estimado medio-desdeñoso respecto al cuerpo que resultaba del dualismo
estoico. Cuando la Versión Autorizada Inglesa hace que Pablo hable de “nuestro cuerpo vil,”8
sólo podemos decir que es sumamente engañadora para oídos modernos. Lo que quería decir era:
“El cuerpo que corresponde a nuestro bajo estado.”9 Cuan lejos estaba de seguir a los estoicos
aquí se hace evidente por el reto que les da a los corintios, un reto que pudiera haberse dado
precisamente a aquellos que habían caído bajo la influencia estoica con demasía, “¿O no sabéis
que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que mora en vosotros, el cual tenéis de Dios, y
que no sois vuestros? Pues habéis sido comprados por precio. Por tanto, glorificad a Dios en
vuestro cuerpo.”10

1
2 Corintios 11:29.
2
Colosenses 1:11.
3
Para ver esta distinción, véase a Wendland, Die hellenistisch-römische Kultur, 232.
4
Filipenses 4:11-13.
5
Epict. 4:12.
6
2 Corintios 2:14.
7
Titius, Der Paulinismus unter dem Gesichtspunkt der Seligkeit, 249.
8
Filipenses 3:21.
9
Así reza Moffatt.
10
1 Corintios 6:19ss.

39
40

Sin embargo, más crucial es el hecho que el Estoicismo, llevado a su conclusión lógica,
es una religión de desesperación. Ahora bien, Pablo sabía esto. Había evidencias de ello en todo
su contorno. Decenas de millares de almas buscaban liberación y auto-conquista y victoria sobre
el mundo, pero Pablo podía ver con una claridad penetrante que las líneas seguidas por los
estoicos en busca de estas cosas jamás podrían conducir a la paz y libertad que él mismo había
encontrado en Cristo. El Estoicismo estaba en un carril totalmente equivocado. Dándose cuenta
Pablo de esto, ¿tendería a pedir prestado mucho? ¿Qué podría ofrecer la religión de frustración a
la religión de cumplimiento? Esta sombra se extiende por todas las páginas de Séneca, Epictetus
y Marcos Aurelio. La sensación de futilidad subyace sus palabras más valientes. A fin de
cuentas, ¿Qué es Dios sino sólo el Hado—‘ειµαρµένη?1 Y ¿Qué puede el hombre hacer sino
agachar la cabeza, sometiéndose así a las faenas de un áspero determinismo? Tampoco puede
mirar hacia el futuro respecto a lo que le pueda aguardar en el más allá, porque la inmortalidad
también se le ha escabullido. Epictetus sólo podía recordar al padre que besaba a su hijo que éste
era cosa mortal y que, al besarle, le susurrara “Mañana, morirás.” Este era el rumbo hacia el cual
el Estoicismo iba, y Pablo veía que el camino conducía directamente a la desesperación.
Podemos admitir que de vez en cuando Pablo echaba mano a algunos términos e ideas estoicos.
Podemos conceder que el aceptase el mensaje estoico como el ayo que, en un sentido, llevase a
almas perdidas a Cristo. Pero no queremos sobreestimar la contribución estoica a la mente del
apóstol al recordar que el estoico vivía un crepúsculo que se convertía cada vez más en
medianoche, mientras que Pablo ya había visto la aurora que disipaba las sombras.

IV

Finalmente, nos proponemos ver la supuesta deuda de Pablo a las religiones de misterio.
Aquí la “la escuela religio-histórica” afirma haber logrado los resultados más revolucionarios.
Esta escuela, de la cual el Schöpfung und Chaos de Gunkel era el protagonista para el Antiguo
Testamento y el Kyrios Cristos de Bousset para el Nuevo, representa sin duda uno de los
desarrollos más importantes de la investigación bíblica. Particularmente, ha hecho que toda la
cuestión de los orígenes del Cristianismo se vea bajo una nueva luz. Anteriormente, era
axiomático que el Cristianismo primitivo era un fenómeno independiente, sin ninguna afinidad al
mundo del cual procedía. Pero ahora se ha relacionado a su ambiente. Una multitud de religiones
contemporáneas hablaban, al igual que el evangelio, de redención y salvación. Por todas partes
los corazones estaban hambrientos de recibir lo que Cristo ofrecía. La época era “excesivamente
religiosa,” tal como Pablo les decía a los atenienses.2 De modo que el evangelio se ha expuesto
según su contexto histórico. Pero no han faltado peligros en el proceso. Ciertos líderes de la
escuela religio-histórica, con todo y su exhuberancia del nuevo método, han ido demasiado lejos.
El péndulo ha ido a un extremo. Alguna vez se afirmaba que todo del Cristianismo era nuevo;
ahora se hallan paralelos por todas partes y no hay nada nuevo. El Cristianismo se disuelve en su
ambiente helenístico, y todo lo que parecía fresco, original y creado por Dios simplemente se
desvanece. Ahora bien, la relación de Pablo con las religiones de misterio es donde los resultados
más alarmantes se han obtenido. Pablo, profesadamente “hebreo de los hebreos,” llega a ser
“helenista de los helenistas.” Sus afinidades principales, se descubre, son con las sectas
sincretistas orientales. Se dice que Jesús predicaba una redención ética, pero que el Cristianismo

1
Gercke señala que Vergil, Aeneid 1, 262, con su alusión a “fatorum arcana” es “ganz stoisch” (Einleitung in die
Altertumis-wissenschaft, 2:345).
2
Hechos 17:22, δεισιδαιµονεστέρους.

40
41

posterior, bajo la influencia helenizante de Pablo, predicaba una redención metafísica. Jesús, que
vino como profeta y maestro, por la misma influencia fue elevado al rango de la divinidad. Puede
ser que estos parezcan unos excesos muy extraños, pero encierran un asunto crucial. ¿Vino Pablo
como intruso e innovador, injertando así ideas de las religiones de misterio en el evangelio
sencillo de Jesús y del Cristianismo primitivo, cambiando así el carácter esencial del evangelio—
o era leal a su Maestro? Como Wernle demanda bruscamente, “¿Pablo ha de explicarse sobre la
base del mundo subterráneo de la magia antigua, o desde la óptica de la religión espiritual?”1
En cuanto a la cuestión general de la influencia de las sectas paganas durante los
primeros siglos, hay tres hechos que nunca se han recalcado debidamente. El primero es que la
Iglesia de aquellos siglos de manera consistente se negaba a hacer las paces con las religiones
sincretistas.2 Lo atractivo de Isis, Cibele, Mitra y los demás era su espíritu acomodador; estaban
muy dispuestos a vivir juntos y compartir los honores. Pero el Dios joven con las heridas de
clavos en las manos no viviría con nadie ni tampoco compartiría honores. Como Pablo lo
expresara, “Porque aunque sea verdad que algunos son llamados dioses, sea en el cielo o en la
tierra (como hay muchos dioses y muchos señores), sin embargo, para nosotros”—nótese el reto
enfático de la palabra ηµιν—“hay un solo Dios, el Padre...y un solo Señor, Jesucristo.”3 En otras
palabras, ¿qué comunión tenía Cristo con Dionisio, o el amor del Calvario con el amor de
Afrodita? Desde el comienzo, el espíritu de la Iglesia decía: “¡No!” al sincretismo.
El segundo hecho es que fue precisamente este rechazo del sincretismo de parte de la
Iglesia que llevó a las grandes persecuciones.4 Si Loisy y sus seguidores tienen razón, si el
Cristianismo es simplemente otra religión de misterio, entonces la sangre de los mártires es
inexplicable. Cuando Isis y Cibele vinieron a Roma, se les dio la bienvenida con brazos abiertos.
Pero cuando Jesús de Nazaret llegó, Roma se dispuso a luchar contra él hasta la muerte. Ya que
la Iglesia no quería llevarse con el sincretismo, como a su Señor, ella fue crucificada, muerta y
sepultada. Y precisamente por causa de este rechazo del sincretismo, la Iglesia, al igual que su
Señor, sobrevivió la muerte, salió de la tumba y se puso a trabajar en el mundo.

“Puede que los hombres del Oriente hechicen las estrellas,


marcando así los tiempos y los triunfos,
Pero los hombres con la Cruz de Cristo
van alegremente por la oscuridad.”

El tercer hecho es que era la diferencia, no la familiaridad, de la nueva religión que


impresionaba al mundo pagano. Un pasaje famoso de Tertuliano, en el cual la nota
autobiográfica es clara, ilustra esto: “Cada hombre que vea esta gran resistencia se llena de
cuestionamientos. Se anima a investigar su causa; al encontrarla, de inmediato la sigue.”5 Y el
autor desconocido de la Epístola a Diognetus dice que todo el mundo se pregunta: “¿Qué es esta
nueva sociedad, este nuevo interés, que ha entrado a la experiencia humana ahora y no antes?”6
Es difícil entender porqué el siglo veinte forzara sobre los siglos uno y dos paralelos que ellos

1
Jesus und Paulus, 67.
2
Inge, Outspoken Essays, 2:52.
3
1 Corintios 8:5ss.
4
Esto es expresado admirablemente por E. F. Scott, The Gospel and its Tributaries, 276.
5
Ad Scapulam, 5.
6
Ep. Ad Diognetum. I.

41
42

mismos no hubieran reconocido. Aun el pagano sincretista reconocía en el Cristianismo algo


nuevo sobre la tierra.

Volviéndonos ahora a las mismas religiones de misterio, a las que supuestamente Pablo
debía tanto, encontramos que datos definidos acerca de su doctrina y ritos son más escasos que
hubiéramos deseado. Es bien sabido que su influencia era bien amplia: existían comunidades
para la adoración de deidades egipcias y Frigias en todo el Imperio al principio de la era
cristiana. En todos los grandes centros de población donde Pablo fundaba iglesias, estas
asociaciones cúlticas también estaban activas. Pero los restos literarios son pocos. Esto bien
pudiera haberse esperado por el hecho de que a los iniciados se les exigía el secretismo.
Apulelius dice: “Yo te diría si me fuera lícito decírtelo; deberías saberlo, si te fuera lícito oír.
Pero los oídos que oyeran estas cosas tanto como la lengua que las contara, cosecharían los
resultados malignos de su indiscreción.”1 También, la cronología es un problema, y en muchos
casos es bien imposible decir con certeza si un rito miserioso dado fuera contemporáneo de
Pablo o si emergiera más tarde. La famosa ceremonia del “taurobolium,” por ejemplo, a veces se
aduce como ofreciendo un marcado paralelo al concepto cristiano de morir a la vida antigua,
resucitando así a la vida eterna. Pero esto es totalmente ilícito, porque aunque la ceremonia
misma pudiera haberse originado tempranamente, al principio se le concebía como un mero
sacrificio, y la idea del renacimiento del iniciado vino a relacionarse con ella de una forma
relativamente tardía. Moffatt caracteriza los esfuerzos de Reitzenstein y Bousset por ubicar las
doctrinas de las religiones de misterio en el primer siglo como “más ingeniosos que
convincentes.”2 Además, todo el asunto se complica por una falta aparente de coherencia lógica
de las ideas con las que estas religiones funcionaban. Pongamos un ejemplo de esto—la
comunión con la deidad. Aquí se mezclaban inextricablemente un craso materialismo y un
misticismo espiritual. Los métodos para lograr comunión con la deidad oscilaban entre el devorar
la carne de un toro y toda clase de frenesíes alocadas, inducidas éstas por medios groseramente
sensuales. También, se hacía por visiones más calmadas de una extasía contemplativa, la
influencia regeneradora de revelaciones divinamente comunicadas, la bendición de un trance
místico e incorporación en la vida del espíritu eterno. Todos éstos están presentes, y es casi
imposible desenredarlos.
Aun así, la mira principal de los misterios era bastante clara.3 Detrás de todos ellos estaba
el anhelo antiguo por la salvación, la libertad, y el estar bien con Dios. El Hado, y el terror más
grande del Hado—la muerte—eran los enemigos. Los misterios penetraron esta situación,
ofreciendo una regeneración que quitara el escocimiento de la muerte, confiriendo así la
inmortalidad. El camino para esta regeneración era por contacto directo con el dios, resultando
así en un cambio de naturaleza—o deificación—física tanto como espiritual. Semejanzas
superficiales con el Cristianismo se manifiestan aquí, y probablemente tenga razón Wendland al
opinar que las sectas hubieran dado la bienvenida a Jesús como un poderoso aliado sincretista.4
Entre las influencias religiosas del mundo helenístico estaban los misterios estatales de
Eleusis donde se dramatizaba el rescate de Persephone del mundo bajo para fomentar la
seguridad de la inmortalidad.5 Pero los cultos de Cibeles e Isis llegaron a cobrar una atracción y

1
Metamorphosis, 11:23.
2
Grace in the New Testament, 52.
3
H. A. A. Kennedy, St.Paul and the Mystery Religions, 199ss.
4
Idie hellenistisch-römische Kultur, 167.
5
E. Rohde, Psyche, 1, 278ss.

42
43

fascinación que faltaban en los misterios estatales. En Eleusis las celebraciones, teniendo en
realidad la naturaleza de un festival nacional, carecían de calor e intimidad; esta carencia la
llenaban los cultos Orientales. El centro del culto a Cibeles era el mito de la restauración a vida
del joven amado, Attis, y la historia se dramatizaba en el rito y carnaval de la fiesta anual de
primavera. Mucho del rito era flagrantemente bárbaro. Cuando leemos de las danzas deliriosas,
el herir con cuchillos, las orgías de lujuria que se toleraban y aun se alentaban, empezamos a
darnos cuenta que la cosa significante acerca de la relación entre el culto a Cibeles-Attis y el
Cristianismo helenístico no eran sus similitudes superficiales sino sus diferencias enormes. El
culto a Isis-Serapis estaba sobre un plano más elevado. Habiéndose descendido directamente de
la antigua adoración egipcia a Osiris, tenía una elevada tradición litúrgica por trasfondo y un
tono moral al que la adoración a la diosa frigia jamás podría aspirar. Gracias a Apuleius y su
relato famoso en la Metamorphosis de la iniciación de Lucius, podemos calcular más o menos
con precisión la fuerza y la atracción de los Misterios de Isis.1 Sólo después de mucha oración,
ayuno y preparativos ascéticos podía ser aceptado el candidato para iniciación. Se exigía un
examen cuidadoso del corazón y una purificación de espíritu. Paulatinamente, al iniciado le
llevaban al momento de visión (εποπτεία), y a la suma experiencia de identificación con la
deidad. Este espiritualizar de la religión, que se puede trazar en el culto a Isis, se llevaba a una
etapa adicional en la literatura de misterio de Hermes. Aquí encontramos la concepción de una
regeneración aparte del rito externo, y donde la deificación ocurre, no por la observancia externa
sino por la adquisición del conocimiento ( γνωσιs) de Dios.2 Nos es fácil comprender la
influencia poderosa que las religiones orientales tenían al emerger éstas en el mundo
grecorromano. Ellas atraían por la misma atmósfera de misterio que les rodeaba, por su sabor
exótico, y por las experiencias espectaculares que prometían a sus iniciados. Pero por encima de
todo, eran atractivas por la nueva esperanza que encendían en corazones desilusionados, por la
dádiva de inmortalidad que ofrecían, y por su anuncio en un mundo hundido en invierno que
anhelaba fuertemente que llegara la primavera y el canto de las aves.

¿Qué, pues, era la reacción de Pablo al movimiento como un todo? Por el lado positivo,
tres hechos son importantes. Primero, es claro que la presencia de los “temerosos de Dios” o los
prosélitos, a quienes ya se ha hecho mención, en el Judaísmo de la Diáspora haría que Pablo
tuviera contacto directo con las corrientes principales del pensamiento religioso y las prácticas de
los pueblos entre los cuales se llevaba a cabo su misión. Muchos de los convertidos eran
iniciados de las religiones locales. Algunos de ellos, como sugiriera la historia de la herejía en
Colosas, transferían una parte de la jerga de los cultos paganos a su Cristianismo.3 Vemos aquí,
por lo menos, un canal por el cual un conocimiento funcional de las religiones de misterio llegó
al apóstol. Segundo, hay que darle suficiente importancia a las palabras del mismo apóstol a los
corintios—“A todos he llegado a ser todo, para que de todos modos salve a algunos.”4 Para Pablo
el predicador, era esencial conocer el trasfondo del pensamiento de sus oyentes, para así poder
encontrarse con ellos sobre su propio terreno. De este modo, ideas familiares para un auditorio
nacido y criado en una atmósfera helenística se convertirían de tal modo que sirviesen al
evangelio. Finalmente, no debe olvidarse que fundamentalmente las religiones de misterio,

1
Kennedy con razón señala que aunque este relato data de mediados del segundo siglo D. de J. C., éste tendría una
larga tradición en su pasado. (St. Paul and the Mystery Religions, 69).
2
R. Reitzenstein, Die helllenistischen Mysterienreligionen, I, 36ss.
3
E. F. Scott, Colossians, 8 (en MNTC).
4
1 Corintios 9:22.

43
44

cuando más, y el evangelio cristiano apelaban al mismo instinto humano profundo—“Mi alma
tiene sed de Dios.” Filón pudiera llamar las religiones de misterio “artífices y payasos,”1 pero
había en ellas más que eso. “Un antiguo y rico mundo de cultura en sus momentos de agonía, en
sus anhelos de una nueva creación y un renacimiento, en su inquieta y nunca satisfecha búsqueda
de Dios—este es el cuadro que tenemos del paganismo en su declinación.”2 El babel de voces en
ese mundo moribundo y el clamor de sus religiones competitivas pudiera haber ahogado la voz
del Espíritu, pero Pablo, con su oído sobre la tierra, oía algo más profundo, algo apasionado, algo
casi patético en su pasión, el grito de las almas de los hombres por ese mismo Cristo por quien su
propia inquietud había encontrado un descanso perfecto en la gloria repentina del camino a
Damasco. Y con las religiones helenísticas este era su tercer y mejor punto de contacto.
Al conceder todo esto, es muy aconsejable que estimemos la deuda de Pablo con mucho
cuidado. Esto, por tres razones. Para comenzar, ¿podemos decir con absoluta certeza que Pablo
estaba bien versado en la literatura de las religiones helenísticas? Admitidamente él estaba
familiarizado con los términos de misterio que estaban en uso cuando escribía, y ocasionalmente
él echaba manos a éstos para sus propios fines. Pero afirmar que tenía un conocimiento profundo
de la literatura de misterio o que su uso de los términos religiosos en boga necesariamente
implica un pedir prestado de pensamiento e idea tanto como expresión, es otra cosa. Aquí
Reitzenstein y su escuela tienen todas las probabilidades en su contra, y han llegado a
conclusiones de una manera perfectamente arbitraria.
Sin embargo, más importante aun es una segunda consideración. Es innecesario y no
saludable trazar concepciones Paulinas a las religiones de misterio cuando su verdadero linaje
pudiera buscarse con más provecho en el Antiguo Testamento. Ahora bien, esto es crucial. Era
en el Judaísmo que el Cristianismo tenía sus raíces. Por esto la exégesis que busque en fuentes
helenísticas para encontrar el génesis de las ideas normativas de Pablo, sin haber en primera
instancia intentado, por lo menos, trazar el origen de estas ideas en el Antiguo Testamento, es
completamente no-científica. Se pueden mencionar dos ilustraciones. Como sabemos, la Iglesia
primitiva aplicaba a Jesús el título κύριοs, Señor. Ahora bien, Bousset, en su libro famoso Kyrios
Cristos, afirmaba dogmáticamente que esto se derivaba directamente del uso de las religiones de
misterio, y que llegó al Cristianismo por un paralelismo con frases tales como “nuestro Señor
Serapis.”3 Pero no se explica porqué Pablo debiera estar endeudado con las religiones de misterio
respecto a un término que su propia Biblia, la Septuaginta, usaba abundantemente. ¿Cuáles son
los hechos? A Jesús la comunidad primitiva daba el nombre Señor antes de que Pablo apareciera
en la escena siquiera.4 El gran Salmo que comienza diciendo, “El Señor dijo a mi señor,
“Siéntate a mi diestra.” Ya se interpretaba en un sentido mesiánico y cristiano.5 Yahvé en las
Escrituras hebreas ya había llegado a ser κύριοs en la traducción griega. La frase Χριστοs κυριοs
era la traducción griega en la Septuaginta de “el ungido del Señor.”6 Esta frase también aparece
en Los Salmos de Salomón, una obra farisaica del primer siglo A. de J. C.: “Todos ellos son
santos, y su rey es Χριστοs κυριοs.”7 El primitivo uso cristiano de la frase “los hermanos del
Señor”8 también es muy significativo. Sin duda la palabra “Señor”, tal y como Pablo y los demás

1
De Specialibus Lgibus, i, 319.
2
Wendland, Die hellenistisch-römische Kultur, p. 186.
3
Kyrios Cristos, 84ss. Compárese con C. Clemen, Primitive Christianity and its Non-Jewish Sources, 337.
4
Hechos 2:36.
5
Salmo 110; compárese con Hechos 2:34.
6
Lamentaciones 4:20.
7
Psalms of Solomon, 17:36.
8
Gálatas 1:19; 1 Corintios 9:5. Sobre este punto, véase Wernle, Jesus und Paulus, 20ss.

44
45

apóstoles la aplicaban a Jesús, tiene que haber sido de peso y fuerza para la mente pagana en
virtud de sus asociaciones a las sectas religiosas helenísticas con las que estaba familiarizada. No
obstante, sería absurdo derivar el uso cristiano de las religiones paganas, ignorando así por
completo al Antiguo Testamento. El lema primitivo “Maranata” solo sería suficiente para refutar
la postura de Bousset.1 O tomemos la palabra “misterio” misma. Si, como se dice a veces, Pablo
pidió prestada esta idea a los cultos paganos, naturalmente esperaríamos que su significado
dentro de las epístolas fuera un rito oculto, o una doctrina esotérica reservada para los pocos
privilegiados. En realidad, la idea en Pablo es totalmente diferente. La Septuaginta usaba la
palabra µυστηριον para significar el consejo escondido de Dios ya comunicado en la revelación.
Pablo, siguiendo este proceder, hace que la palabra lleve el sentido de “secreto abierto.” De
hecho, la paradoja del uso neotestamentario de la palabra, como bien Lightfoot ha señalado, es
que casi invariablemente se halla en conexión con términos que denotan revelación y
proclamación. El misterio es “una verdad que antes estaba oculta pero ahora está revelada, una
verdad que sin revelación especial hubiera sido desconocida.”2 De modo que Pablo la usa para
denotar el propósito divino de resumir todas las cosas en Cristo,3 para la consumación que
aguarda a los creyentes,4 pero principalmente para la verdad gloriosa de que la voluntad
salvadora de Dios incluye a los gentiles de igual forma que a los judíos.5 En todo esto está
manifiesta la independencia del apóstol de las religiones paganas. Tampoco debe olvidarse jamás
que toda la idea de un misterio esotérico, una doctrina oculta, era extraño para una religión cuyos
predicadores siempre y en todas partes eran caracterizados por su παρρησια, su “alegre
intrepidez del habla,” una religión cuya invitación, desde los días en Galilea en adelante, era
“ven a ver.”
La tercera consideración que nos debe hacer cautelosos en medir la deuda de Pablo a los
misterios es la más importante de todas. Este era un hombre en cuya personalidad una vital
conversión religiosa había desatado poderes creativos. El Pablo que nos presentarían Bousset y
otros es un mero prestatario meticuloso. Puede ser que se nos perdone por creer que la razón por
la que se apresuran a ver a Pablo como producto de su ambiente es simplemente el no dar justicia
al Espíritu Santo, que siempre es un Espíritu creativo. Vale la pena considerar una frase de
Wernle en respuesta a Bousset: “En cuanto a relaciones y experiencias religiosas tales como la
del misticismo cristiano, o se las experimenta o no; no pueden ser derivadas del ambiente.”6 Este
es el meollo del asunto, y Pablo mismo lo expresó al decir, “De modo que si alguno está en
Cristo, nueva criatura es.”7 Las Iglesias de Asia y Europa a las que el apóstol escribió habían
llegado a existir, no como instituciones hechas por los hombres, siguiendo así los patrones de las
asociaciones cúlticas existentes, sino hechas e inspiradas por Dios directamente. Pablo, con la
gloria de Cristo latiendo en su corazón que le llenaba cada pensamiento, no tenía necesidad de
una inspiración de segunda mano tomada de Demeter o Serapis o nadie. Los seguidores de
Marción hacían la pregunta: “¿Qué cosa nueva trajo Jesús?” La respuesta de Ireneo era: “El trajo

1
1 Corintios 16:22
2
Lightfoot, Colossians, 166ss.
3
Efesios 1:9.
4
1 Corintios 15:51.
5
Efesios 3:3ss.
6
Wernle, Jesus und Paulus, 44. Compárese con la página 92 de la misma obra: “ein Mann wie Paulus nicht von
ahusen, sondern von innen verstanden werden muss.” T. R. Glover, haciendo una comparación interesante, refuta la
idea de que Platón fuese simplemente “el producto de la democracia ateniense y la religión Órfica.” (Paul of Tarsus,
74).
7
2 Corintios 5:17.

45
46

todo lo nuevo al llegar él mismo.”1 Claramente el apóstol, escribiendo acerca de ese mismo
Señor: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí,” tenía dentro de sí el secreto de todo poder
creativo. Si este hecho fundamental hubiera recibido la prominencia merecida, las posturas
exageradas acerca de la deuda de Pablo a las religiones contemporáneas nunca habrían surgido.

Para concluir, dos sesgos decisivos del evangelio de Pablo, que una vez por todas lo
sacan de contacto con los cultos helenísticos, deben recalcarse—su insistencia ética y su énfasis
sobre la fe. En un pasaje bien conocido,2 William James cuenta de un comentario por un humilde
carpintero conocido por él: “Hay muy poca diferencia entre un hombre y otro, pero la poca
diferencia que hay es muy importante.” De manera que podemos decir que superficialmente
puede parecer que hay poca diferencia entre el uso cristiano y helenístico de términos, pero esa
poca diferencia es decisivamente importante. Al igual que Pablo, los misterios hablaban de la
salvación, pero ¡qué energía nueva dada por Cristo y qué dinámica moral marcaban el uso por
Pablo de la palabra! En las religiones de misterio σωτερια era redención de la ignorancia y del
hado; por ende, su método era puramente ritual, su naturaleza era no-ética. Glover dice sin
rodeos: “Ni Demeter ni Isis eran muy aprensivos.”3 De hecho, a veces se sugiere que cuando el
Cristianismo encaraba el mundo gentil, se acomodaba al subordinar los aspectos éticos de la
redención a los metafísicos; Jesús simplemente buscaba cambiar las voluntades de los hombres,
mientras que Pablo pensaba en términos de un cambio de esencia. Pero esto es sumamente
precario. Por un lado, ambas cosas, la renovación de la voluntad y el cambio de esencia, ya
estaban presentes en la enseñanza de Jesús. No tan sólo estaban presentes sino también estaban
inextricablemente ligados. Por otro lado, el evangelio de Pablo permanecía moral hasta el
tuétano. En realidad, la diferencia última entre las posturas helenísticas y Paulinas de la salvación
estriba justamente aquí, que el aquella las implicaciones éticas continuamente se perdían de
vista, mientras que en ésta se mantenían en primer plano constantemente. Jamás un sacerdote de
Cibeles le dio a un iniciado una obligación moral como ésta—“El amor de Cristo nos
impulsa...para que los que viven ya no vivan más para sí, sino para aquel que murió y resucitó
por ellos.”4 Labrada bajo la sombra de la Cruz, la doctrina apostólica de la salvación está sobre
un plano moral diferente que el del Helenismo, y de hecho, de todos los demás credos.
El otro rasgo, junto con esta insistencia ética, que destaca al evangelio de Pablo es su
énfasis sobre la fe. Aquí abordamos las comparaciones que se hacen a menudo entre los hechos
de la muerte y resurrección de Jesús en la predicación cristiana y el mito del morir y resucitar del
familiar dios de la leyenda de los misterios. Debe decirse explícitamente que todos estos intentos
por ver paralelismos están puestos sobre una falacia radical—la falacia de la que G. K.
Chesterton señaló al declarar: “No puede haber ningún paralelo entre lo que era admitidamente
un mito o misterio y lo que era admitidamente un hombre.”5 El Jesús de Pablo era un Ser
histórico que había muerto sobre una Cruz histórica: la Osiris y Attis de los misterios eran
“personificaciones mitológicas de los procesos de la vegetación.”6 Pero además de esto, hay otra
consideración que a menudo se ignora del todo, pero le parece al escritor presente que es
decisiva. Pablo mismo declara que la predicación de la muerte de Jesús era “para los gentiles

1
“Omnem novitatem attulit semet ipsum afferens.”
2
The Will to Believe, etc., 256.
3
Paul of Tarsus, 133.
4
2 Corintios 5:14ss.
5
G. K. Chesterton, The Thing, 215.
6
Kennedy, St. Paul and the Mystery-Religions, 213.

46
47

locura.”1 ¿Por qué habría sido locura si el mundo griego hubiera reconocido la historia de una
vez y hubiera tenido media docena de paralelos, tal y como se nos dice tajantemente? El hecho
claro es que no había tal reconocimiento. La muerte de Jesús le parecía “locura”, precisamente
porque no había paralelos, porque el mundo helenístico no tenía nada con qué compararla, no
pudiendo así comprenderla. De todo esto sigue, pues, que la concepción parecida del morir y
resucitar del dios-salvador, que se halla en los misterios, no tiene nada que ver con la doctrina
Paulina de la muerte del creyente y su resurrección con Cristo. En las religiones de misterio esta
concepción es sensual, externa y ritual; en Pablo es la fe es su corazón y alma. También, así
vemos que entre los Sacramentos cristianos y los de los paganos hay una gran diferencia—los de
los paganos son crasos y materialistas; los de los cristianos son espirituales de principio a fin.
Los Sacramentos paganos son ex opere operato, y los de los cristianos se basan únicamente en la
fe. Esta es la divergencia final e irreconciliable. El mundo religioso helenístico no tenía nada que
decir acerca de la fe, y el intento por Reitzenstein por mostrar que πιστιs tenía un lugar dentro de
los misterios fracasa completamente.2 El Cristianismo tenía mucho que decir al respecto. Osiris y
Cibeles nunca pensaron en incluir dentro de su vocabulario la palabra fe; Jesús de Nazaret la
hacía el alfa y la omega de su vocabulario, y Sus seguidores veían en El su autor y
perfeccionador.3 La iniciación en los misterios dejaba fuera la fe, pero el bautismo en Cristo la
entronizaba. Con una la fe no se hallaba en ninguna parte, con la otra la fe se hallaba
dondequiera. Esta es la última diferencia decisiva entre las religiones de misterio y el apóstol
Pablo, o sea, la brecha final sobre la cual no hay puente alguna.
En años recientes se ha hecho un esfuerzo, juntamente con un gran avance misionero
internacional, por evaluar las religiones no-cristianas de hoy y compararlas con la fe del Nuevo
Testamento. Las palabras impresionantes con las que el Dr. John R. Mott4 resumió los resultados
de la investigación bien pueden servir para cerrar nuestro estudio presente, dando así un
veredicto sobre la relación entre las religiones del mundo helenístico de hace mil novecientos
años y el mensaje que Pablo venía predicando. “Probó que mientras más abiertos, cumplidos y
honestos que fuéramos en nuestra consideración de estas religiones no-cristianas, mientras más
justos y generosos que fuéramos, más lucía Cristo Su absoluta unicidad, suficiencia y
supremacía—Uno sobre los muchos, el fuerte sobre los débiles, el erigido entre los caídos, el
creyente entre los sin fe, el limpio entre los profanados, el vivo entre los muertos—la Fuente de
vitalidad, el Redentor del mundo y el Señor de todos.”

1
1 Corintios 1:23.
2
Die hellenistischen Mysterienreligionen, 94ss.
3
Hebreos 12:2.
4
International Review of Missions, enero, 1931, 105.

47
48

CAPÍTULO III

DESILUSIÓN Y DESCUBRIMIENTO

Eckhardt dice: “Realmente no podemos hablar de Dios; cuando intentamos hablar de El,
sólo nos ponemos a tartamudear.” Lutero exclama: “Somos como niños que aprenden a hablar, y
sólo podemos usar palabras a medias.” Así sentía Pablo al tratar de poner en palabras la gran
experiencia decisiva de su vida. Todos los recursos de lenguaje no podían comunicarla. Por
mucho que se esforzara para expresarlo, el secreto más interior permanecía inexpresable. Una
vez recurre a la palabra “inefable,” “el don inefable de Dios,”1 y el adjetivo no era una mera
hipérbole vaga, como suele ser tan a menudo en nuestro uso moderno. Era, más bien, la
conclusión literal a la fue obligado a aceptar por fracasar en todos sus intentos por captar en
palabras toda la gloria del suceso. La cosa era indecible, y el apóstol, al igual que el poeta,
siempre estaba consciente de:

“Pensamientos que difícilmente quepan


en un solo acto,
Ilusiones que penetraron todo lenguaje para huir.”

Como los místicos solían decir: Secretum meum mihi.


Pero Pablo tiene una descripción de su conversación que sí sugiere algo del esplendor de
la nueva vida a la que esa experiencia lo dirigía. Al escribir a los corintios, él declara: “Porque el
Dios que dijo: ‘La luz resplandecerá de las tinieblas’ es el que ha resplandecido en nuestros
corazones.”2 En otras palabras, algo ha pasado que únicamente se puede comparar a la gran Fiat
Lux de la aurora de la creación. Parece indubitable que el pasaje sublime del prólogo de Génesis
estaba en la mente de Pablo.3 “La tierra estaba sin orden y vacía”--¿no había experimentado el
alma de Pablo ese caos? “Había tinieblas sobre la faz del océano”--¿no era este el mismo cuadro
de su experiencia antes de venir Cristo? “Y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las
aguas”—y mirando hacia atrás, Pablo podía ver la verdad de que desde su mismo nacimiento la
Providencia lo había apartado, y que, pese a su ceguera y rebelión, el Espíritu de Dios había
estado posando sobre él, guiando así su destino.4 “Entonces dijo Dios: ‘Sea la luz’, y fue la luz.”
En efecto, para mí, dice Pablo, fue exactamente así—un verdadero milagro, una palabra que
procedía de la boca de Dios, un acto creador de la omnipotencia. Para mí, fue el nacimiento de la
luz, orden, propósito y belleza, el fin del caos y la noche antigua. Y para mí, al igual que en esa
primera creación, las estrellas matinales cantaron juntas, y todos los hijos de Dios se regocijaron.
El Dios que dijo: “Sea la luz,” ha brillado en mi corazón; El me ha quemado con Su esplendor, y
me ha rehecho con Su fuerza; y ahora camino siempre dentro de una luz maravillosa—la luz del
conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo.
Esta experiencia de conversión fue por encima de todo la influencia más vital y formativa
de la vida de Pablo. En comparación con esto, todo lo demás—su linaje judío, su preparación
rabínica, sus contactos helenísticos—era completamente secundario. Sin embargo, para poder
ver correctamente el evento decisivo y comprender así las consecuencias que emanaban de ello,

1
2 Corintios 9:15.
2
2 Corintios 4:6.
3
Génesis 1:2-3.
4
Véase Gálatas 1:15.

48
49

debemos enfocarlo por ver la experiencia religiosa de sus días pre-cristianos. De inmediato,
topamos con el hecho impresionante de que por años antes de que el llamado le llegara, la nota
dominante en la vida interna de Pablo había sido la de fracaso completo, frustración y derrota.

Ya hemos visto anteriormente con cuanto celo Pablo había abrazado de todo corazón la
religión de sus padres. El Judaísmo jamás tuvo un paladín más grande. No tenía rival en su
entusiasmo por la herencia espiritual de su pueblo.1 El entró con ganas a la vida a la que la ley y
la tradición lo llamaban. El se entregó a la observancia de sus mandamientos con un ardor sin
rival. Pero ese entusiasmo ilimitado del devoto joven estaba destinado a restringirse. El
encontraba que mientras más perseguía su ideal, más retrocedía. La justicia que su corazón
buscaba quedaba a la distancia, mofándose así de sus esfuerzos. Sentimientos de duda y
desilusión empezaron a invadirle. ¿Al fin y al cabo, estaba en el camino correcto? ¿Se había
aceptado un reto que quedaba más allá de su alcance? El erraba el blanco, lo sabía, y estaba
infeliz. Pero era una infelicidad que emanaba de la grandeza del hombre, como bien sabía y
proclamaba Carlyle. Era una desilusión que viene siendo una de las pruebas más seguras de que
el barro humano tiene el fuego divino entremezclado. Ya, dentro de la mente secreta del fariseo
nacía el pensamiento que a la postre el apóstol cristiano gritaría desde las azoteas, que la religión
del Monte Sinaí, “Jerusalén que ya es,” era un yugo de esclavitud amarga: ya los leves anhelos
de libertad habían entrado al alma del hombre, la primera opaca visión lejana de la “Jerusalén de
arriba,” la que “es libre y la madre de todos.”2
Entonces, antes de proceder, debemos procurar llegar a una comprensión clara de las
reacciones de Pablo ante la religión de la ley. Hay una idea muy propagada de que todo este
aspecto de su experiencia y pensamiento es irrelevante hoy por hoy, y que los numerosos pasajes
en sus epístolas donde están reflejadas estas reacciones pueden ser más o menos ignorados por
ser productos de controversias que murieron hace mucho. ¡Más grande error no hay! Es verdad
que los pormenores de la Ley Judía tienen poca atracción para la mente del siglo veinte, y
cualquier interés que tuviéramos en ellos sería principalmente histórico; la religión tiene cosas
más importantes que hacer que revolver las cenizas frías de fuegos extinguidos. Pero el espíritu
del legalismo—la cosa que más le preocupaba a Pablo—de ninguna manera está muerto. La idea
que subyace las palabras “justicia por la ley” aún recibe el asentimiento tácito de multitudes, aun
dentro del Cristianismo. Con cada generación que pasa, el antiguo error cobra nueva vida. Aun
se engañan los mismos electos. Confrontados por las luchas continuas y enérgicas de Pablo con
este problema, su constante lucha con ello en pensamiento y experiencia, no podemos tener el
lujo de poner a un lado esta parte de su mensaje con desaire como si fuese obsoleta ahora. Este
mensaje conlleva una validez permanente. Va directamente a las raíces de nuestro problema
moderno, pone el dedo en la llaga de la necesidad más apremiante de la Iglesia, y concierne la
experiencia espiritual de cada alma. ¿Qué significa “el legalismo”? ¿Cuáles son las
características principales de esta forma de religión?
En primer lugar, es una religión de redención por el esfuerzo humano. El hombre se ve
obligado a recurrir a sus propios recursos. Delante de él está la ley que le reta a obrar su propia
salvación. El hombre es llamado a luchar incesantemente para lograr la vida moral con la
esperanza de ganar al fin la aceptación de Dios. Se ve obligado a conquistar al mundo, la carne y

1
Gálatas 1:14.
2
Gálatas 4:25ss.

49
50

al diablo por sus propias fuerzas. Tiene que construir su propia carretera al cielo. ¿Y qué sucede?
Comienza a construir, pero resulta en una torre de Babel. No alcanza ni un poquito a acercarse a
Dios, y termina en la vergüenza y confusión del alma. De modo que la sombra del
Pelagianismo—que viene siendo sólo el legalismo judío con forma distinta—se ha dado a través
de los siglos cristianos, y dondequiera que aparezca sofoca la esperanza y la paz. El alma del
hombre, que comienza galantemente la cruzada para conquistar el pecado y la debilidad para así
establecer la justicia personal, encuentra que el camino es demasiado duro y los enemigos
demasiado tercos. La galantería cede a la desilusión, la aspiración cede a un sentido de futilidad
humillante. Ningún hombre puede salvarse a sí mismo; este fue el gran descubrimiento de Pablo.
Un hombre que se ahoga no quiere una conferencia sobre el arte de la natación; quiere una soga a
qué asirse. Tampoco un cojo pide que se le dé un rótulo que le indique el camino; pide un brazo
en qué recostarse. Pero el mismo fastidio de aquellos esfuerzos por lograr su propia salvación
puede que prepare al alma del hombre a que oiga el grito: “Sosiégate para que veas la salvación
de Dios.” Y si el primer gran descubrimiento de Pablo fue que ningún hombre puede salvarse a sí
mismo, su segundo fue que la salvación es del Señor. En las palabras de Horatius Bonar:

“El amor tuyo para mí, oh Dios,


No el mío para Ti,
Puede librarme de este desosiego oscuro,
Y soltar libremente así a mi espíritu.”

Esta es la Gracia que aparece en el campo de batalla de la derrota humana. Se ha abierto un


mejor camino que el del legalismo. Hay aquí una persona mayor que Moisés.
Una segunda marca del espíritu legalista es su tendencia a importar el espíritu
mercenario a la religión. Esto es casi inevitable, ya que la justicia según esta postura es algo que
puede ganarse. El hombre que busca la salvación ha de estar ante Dios, señalando así a sus
propios logros amontonados y diciendo: “He aquí, lo que he hecho; ¡dame mi recompensa!” Por
haberla ganado, puede reclamarla como un derecho. Para citar las palabras de Browning en
Johannes Agrícola, el alma que guarda la ley de Dios podrá:

“Descubre y piensa en Sus caminos,


Y regatea por Su amor y párate,
Pagando un precio, a Su diestra.”

El legalismo siempre tiende a fomentar esta actitud mercenaria. Siempre busca aumentar su
reclamo sobre Dios por la multiplicación de las regulaciones y ordenanzas que se propone
obedecer. Los grandes requerimientos centrales de hacer justicia, amar misericordia y andar
humildemente con Dios no se cumplen fácilmente. Pero ¿qué importa que haya uno que otro
fracaso? Siempre se puede señalar toda una lista de acciones meritorias—oraciones, ayunos,
diezmos y por el estilo—realizadas fiel y rigurosamente. De modo que surge la facha extraña y
terrible de un hombre que regatea con su Creador. Lo que este espíritu se olvida es que si Dios
tomara en cuenta la iniquidad, no habría hombre que pudiera estar ante El ni siquiera por un
momento. Con respecto a la idea de que el hombre pueda hacer que Dios esté en deuda a él por
su obediencia, el hecho es que aun si él gastara totalmente sus dedos en servicio a Dios, aun si
fuera a quemar el cerebro y mendigar su alma en devoción absoluta, todavía no habría

50
51

comenzado siquiera a hacer que Dios le esté endeudado. Ningún hombre puede hacer que Dios le
deba; al contrario, de forma inmensurable el hombre está endeudado para con Dios.
Un tercer rasgo de la religión legalista, tanto en el siglo veinte como en el primero, es su
predilección por lo negativo. “No harás” es el fundamento sobre el cual está edificada. Exhorta a
los hombres a que mantengan la casa de la vida bien barrida, adornada y libre de toda intrusión
profanadora de parte de los espíritus depredadores al mantener herméticamente cerradas las
puertas y las ventanas con rejas fuertes. Esta actitud falla en no darse cuenta que ese método de
repeler las cosa malas es defectuosa de dos maneras. Por un lado, una religión negativa siempre
es propensa a derrotarse a sí misma; los espíritus malos que son reprimidos y negados la entrada
por la puerta principal, bien pueden, como todo psicólogo sabe, cavar por debajo y entrar por el
sótano. Mientras la casa esté sin inquilino, permanecerá el peligro. Por otro lado, aun si el alma
tuviera éxito en mantener fuera estas cosas, también repelería algo más—la buena luz, el aire y el
sol de Dios. El legalismo nunca puede aspirar la anchura, la libertad y la alegría que han sido las
grandes dádivas de Cristo a los hombres. Es un credo pesado que nunca canta ni exulta. Es un
peso muerto que el alma tiene que cargar, no (como una verdadera religión debe ser) es las alas
que eleven el alma. El secreto de todo poder y felicidad, tal y como Pablo descubriría más tarde,
descansa en tres palabras, “Cristo en mí.” Mientras que la religión legalista es una carga que
aplasta al hombre desde arriba, Cristo es un poder vivo que hace que progrese desde adentro.
Estar en unión con Cristo significa el gozo de poseer fuentes internas de orden sobrenatural, y
tener la sensación interna de una vida sin fin. Pero el legalismo no conoce ni tampoco puede
conocer nada de eso.
Este análisis breve sirve para demostrar que los problemas que le confrontaban a Pablo
mientras llevaba su vida bajo la religión de ley de ninguna manera pueden considerarse como de
meramente interés histórico. Tampoco podemos deshacernos de los pasajes en sus epístolas
donde estas cuestiones rigen como si no tuviesen relevancia para las necesidades más urgentes de
nuestra generación. Las palabras con las que Barth arrancó su famoso comentario sobre
Romanos deben repetirse: “Pablo, como hijo de su época, se dirigía a sus contemporáneos. Sin
embargo, es mucho más importante, como Profeta y Apóstol del Reino de Dios, que hable
verdaderamente a todos los hombres de toda época.”1 En su ataque sobre el espíritu legalista y en
su proclamación de un camino mejor, a saber, el camino de la entrega al Espíritu de Cristo—esto
es pre-eminentemente verdad. Decir que Pablo es simplemente ein antik denkender Mensch es
perder el blanco totalmente. Su problema es nuestro problema. La esperanza de nuestra
generación es lograr que su respuesta sea la nuestra.

Pero aquí inevitablemente surge la pregunta—¿Es el cuadro que Pablo pinta del
legalismo correcto históricamente? ¿Hasta qué punto hemos de tomar su experiencia de la ley
como típica? ¿Será posible que el lado oscuro—el elemento de esclavitud—haya sido recalcado
con demasía? Ciertos erudito judíos y otros han argumentado fuertemente que Pablo, consciente
o inconscientemente dio una versión distorsionada de los hechos, que su evidencia sobre toda la
cuestión es totalmente parcial, y que por temperamento tanto como por experiencia, no le
competía dar un cuadro justo de lo que el Judaísmo significaba para el judío promedio del
tiempo. Así, Kohler declara bruscamente que “aquellos que definen el Judaísmo como una
religión de ley mal-entienden completamente su naturaleza y sus fuerzas históricas.”2

1
The Epistle to the Romans (traducción inglesa), I.
2
Jewish Theology, 355.

51
52

Montefiore acusa a Pablo de un pesimismo poco característico del Judaísmo mejor.”1 Y


Schechter, con más que un toque de aspereza, se queja de que “con pocas excepciones nuestros
teólogos aún exageran ‘la Noche del Legalismo,’ desde cuyas tinieblas la religión sólo llega a
emerger por un milagro que supuestamente tuvo lugar cerca del año 30 de nuestra era.”2
Pero aquellos que retan a Pablo en cuanto a esto, alegando así que su representación del
Judaísmo era históricamente falaz, se las ven muy negras al tratar de justificar su afirmación. Al
fin y al cabo, se prueba poco aducir de la literatura rabínica, tal y como lo hace Schecter,3
expresiones rabínicas de gratitud por la ley y gozo en su servicio. Más bien, es el profundo matiz
de una religión que importa, y el matiz del Judaísmo no es el gozo. Tampoco tiene éxito el
intento de Kohler por refutar el cargo de legalismo. Simplemente no es posible evadir el
significado claro de declaraciones como las del Rabí Benaiah, “El mundo y todo lo que en él hay
fueron creados únicamente para la ley.”4 La veneración de la ley no dejó de hablar de una
doctrina de su pre-existencia. Ciertamente, el Judaísmo contenía otros elementos, pero
permanece el hecho de que fundamentalmente era en términos de la ley que se concebía la
relación del hombre con Dios. Y la sombra que siempre era, y siempre tiene que ser, inherente e
inseparable de esa concepción reposaba pesadamente sobre el alma del Judaísmo, como una gran
nube oscura sobre el sol. No se puede desechar el cuadro de Pablo. No es una distorsión, sino
una verdadera presentación de los hechos.
Es necesario recordar que la “Tora,” o Ley, incluía más que las indicaciones Mosaicas.
Algunas veces el uso del término se ampliaba para cubrir todo el Antiguo Testamento, o hasta la
totalidad de la revelación divina.5 Pero por regla general, denotaba la ley del Pentateuco más la
gran cantidad de interpretaciones, reglas y tradiciones que los escribas, siglos después, habían
hecho sobre ese fundamento. Es crucial este último agregado. Junto con la ley original se había
desarrollado un nuevo corpus de legislación, mucho más extensivo y más detallado, que, según
la mentalidad judía, poseía una autoridad tan vigente como la del mismo Moisés. Se agregaba
ahora todo aquello que la experiencia creciente de generaciones posteriores pensaba ser carente
en la dirección dada por Levítico y Deuteronomio respecto a la ley civil y ceremonial.
Prohibiciones que habían quedado vagas y generales, ahora eran elaboradas con cuidado
extraordinario y minucia en su aplicación a toda situación concebible de la vida. Al surgir nuevas
situaciones, exégesis jurídica daba nuevos fallos al trabajar sobre la ley revelada de Dios en la
Escritura. Y, a su vez, estos fallos llegaban a tenerse como parte del contenido de la revelación,
conteniendo así igual santidad.
Sin duda, la mira de todo esto era excelente. Tan severas eran las penas por la
desobediencia, enunciadas éstas por la ley de Moisés, que se creía que no se debía dejar nada al
azar. No era correcto, no era seguro pedir al hombre común que hiciera sus propias aplicaciones
particulares de la ley general. Dejado solo, éste bien pudiera equivocarse respecto a lo que era
permisible y lo que era prohibido. Ya que las penas por errores eran tan graves, había que
proteger al hombre. Había que resolverse todo para él hasta el detalle más pequeño. Y, sin duda,
en esa época como en la nuestra, había mentalidades de cierto tipo que encontraban que el
camino de la sumisión incondicional a una detallada dirección mecánica era un descanso
positivo. Dudas y dilemas se excluían automáticamente, y todo el deber del hombre le era

1
The Old Testament and After, 275, 575.
2
Some Aspects of Rabbinic Theology, 117.
3
Op. cit., 148ss.
4
Citado por G. F. Moore, Judaism, i. 268.
5
Ejemplos de este uso en Pablo se hallan en Romanos 3:19; 1 Corintios 14:21.

52
53

trazado de la cuna hasta el sepulcro. ¿Por qué habría que permitir que el hombre pasase por
nubes, tinieblas y sufrimiento del alma para dar con la voluntad de Dios para él en un momento
dado de su vida? Aquí todo se le daba con lujo de detalle—algo dado, autoritativo e infalible. Sin
duda, el motivo era excelente.
Lo que no se percibía era la carga destructiva que esta meticulosidad imponía sobre
generaciones futuras. Por pesada que hubiera sido la carga si la Halachah—las reglas aplicadas—
se hubiera limitado únicamente al campo de la moral, ella llegaría a ser bien intolerable al
exaltarse cada trivialidad ridícula de la observancia ceremonial a un lugar de importancia y
dignidad a la par de las cuestiones de más peso de la ley. Como G. F. Moore en su gran obra
Judaism lo expresara bien: “Los maestros judíos reconocían la distinción entre actos que la
conciencia común de la humanidad condena como moralmente reprehensible y los que son
reprehensibles únicamente porque lo son por estatuto. Con todo, aquéllos no son más
pecaminosos por su cualidad moral ni éstos menos, porque en sí mismos son moralmente
indiferentes. En cualquier caso el pecado es igual: es violación de la voluntad revelada de Dios.”1
El Rabí Johanan y el Rabí Simeón ben Lakish calcularon el número de regulaciones impuestas
por la ley respecto a la observación del Sábado, y llegaron a una suma total de 1521.2 Cuando se
recuerda que a cada una de éstas se les daba una autoridad y santidad de no menor rango que las
de grandes requisitos primarios como el honrar a los padres y dejar la idolatría, empieza a
evidenciarse porqué Pablo, nacido y criado para adorar a la ley y considerar la más mínima
crítica de ella una blasfemia peligrosa, al final la veía como esclavitud, vasallaje y maldición.

Dentro del mismo Judaísmo, cuando el alma de Pablo comenzaba su lucha, se distinguen
cuatro actitudes.
Primero, había las personas que eran francamente irreligiosas. No contaban ni con el
tiempo ni la inclinación para el estudio de la ley. Los escrúpulos de una conciencia piadosa y
sensible no eran para ellas; tampoco se preocupaban por metas demasiado elevadas para ellas.
Con gusto ellas dejaban todo eso para otros, y emprendían su propio camino sin preocupación
alguna. Muchos de los fariseos tenían sólo el desdén más obvio para esta chusma anárquica.
Decían: “Este pueblo que no conoce la ley es maldito,” ignorándoles al pasar. Sin embargo,
había algunos (y Pablo cuando sus días de fariseo era uno de ellos) que no podían deshacerse del
problema tan fácilmente. ¿No enseñaba claramente Deuteronomio que el favor de Dios para con
Su pueblo dependía de la obediencia nacional?3 Por consiguiente, ¿no pudiera ser que esta
multitud, que ignoraba la ley o de otra manera la desobedecía, fuera una amenaza para las
esperanzas más altas de Israel, o aun una amenaza para su propia existencia? Era un problema
atormentador con el cual la mente y el corazón del apóstol futuro tienen que haber luchado por
mucho tiempo.
Al otro extremo de aquellos para quienes la ley significaba poco o nada, había los santos
para quienes la ley significaba todo. Ottley dice: “Bajo la sombra de la ley, se desarrolló una rica
y profunda vida de religión personal cuyos carácter y tono son ilustrados más por el Salterio.”4
Algunas de las almas selectas de Israel, prefiriendo más el espíritu de la ley que la letra, veían en
ella un símbolo de una inflexible fidelidad divina. Al meditar sobre ella, estudiando y orando,

1
Judaism, i. 462.
2
Ibid., ii. 28.
3
Deuteronomio 27.
4
Religión of Israel, 166.

53
54

ellas encontraban que les daba la seguridad de un Dios confiable y el consuelo de un universo
racional.

“Tú proteges las estrellas del mal;


Y por Ti los cielos más antiguos son frescos y fuertes.”

Tampoco tuvieron dificultad insuperable tales almas selectas en mantener unidas en su mente las
dos ideas de ley y gracia. ¿Qué era la dádiva de la misma ley sino la muestra más clara de la
bondad graciosa de Dios para Su pueblo? De hecho, con el correr del tiempo, ellos veían y
reconocían que la gracia era prioritaria—un hecho sobre el cual posteriormente Pablo fundaría
un argumento famoso: eventos históricos sobresalientes tales como el llamamiento a Abraham y
el Éxodo hacían claro que había la gracia de Dios antes de que apareciera la ley. Pero la ley, al
aparecer, era el clímax de la gracia. No podía haber una división entre la misericordia de Dios y
su justicia. El era: “Dios justo y salvador.”1 Hay un Midrash interesante sobre Génesis 2:4 que
representa a Dios como deliberando así: “Si yo creo el mundo únicamente con mi carácter
misericordioso, el pecado abundará; si lo creo únicamente con mi carácter justo, ¿cómo puede
resistir el mundo? ¡Lo crearé con ambos, el carácter misericordioso y el justo, y podrá resistir!”2
Por ende, había corazones devotos en Israel que daban gracias a Dios día y noche por Su ley,
pudiendo decir en toda verdad juntamente con el escritor del Salmo 119, “Tus leyes han sido
cánticos para mí en el ámbito de mis peregrinaciones.”3 Sin embargo, debe entenderse
claramente que esta actitud de seguridad sosegada no era típica del Judaísmo como un todo.
Tales almas como niños, quedando imperturbados y agradecidos a la sombra de la ley, no eran la
norma en Israel sino la excepción, especialmente durante el tiempo de Pablo. Pero sería cierto
decir aun de ellas que era el espíritu y no la letra de la ley que ganaba su gratitud. Era el espíritu
interno—al cual estaba anclada su alma.
Entre estas dos clases en el Judaísmo, los santos y los pecadores, había una tercera clase
cuya actitud hacia la ley era de transigencia. Cuando Pablo, mirando hacia atrás a sus propios
días tempranos, declara: “Me destacaba en el judaísmo sobre muchos de mis contemporáneos en
mi nación, siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres,”4 él obviamente implica
que muchos judíos dignos, desesperándose por la perfección imposible que la ley exigía, habían
hecho alguna clase de arreglo por el cual se pudiera aceptar una conducta menos rigurosa sin que
la conciencia se ofendiera demasiado. La misma ley parecía ofrecer ciertas salidas de esta índole.
Así, por ejemplo, sucedía ocasionalmente que diferentes escuelas de Rabíes, tales como las de
Hillel y Shammai, interpretaba algún mandamiento de maneras muy distintas. Cuando los
doctores estaban en desacuerdo, el hombre común bien pudiera sentir que no se buscaba una
obediencia implícita. Otra salida se ofrecía en la distinción que siempre se hacía entre la
transgresión de la ley sin querer y el pecado desafiante o con alevosía. Aun otra se proveía por la
práctica de ciertos rabíes que, sosteniendo que la división de la humanidad en dos categorías—
los justos y los impíos—era demasiado simple como para cuadrar con los hechos, reconocían una

1
Isaías 45:21.
2
Citado por Moore, Judaism, i, 389. La exégesis judía interpreta el nombre “Yahvé” como Dios en su carácter
misericordioso, y “Elohim” como Dios en su carácter de juez: Génesis 2:4 contiene los dos.
3
Salmo 119:54.
4
Gálatas 1:14.

54
55

tercera categoría: la gente intermedia, que se entregaba ora a un lado y ora al otro, en quienes
estaban evidentes las obras de “los buenos impulsos” y de “los impulsos malos”. Además,
cualquier judío que quisiera transigir y aceptar menos que lo mejor, fácilmente podían calmar la
conciencia al presentar la doctrina rabínica del arrepentimiento. Por noble que fuera esta doctrina
originalmente, su efecto práctico muchas veces ministraba a una postura superficial del pecado.
La trampa de la transigencia siempre ha sido el enemigo más serio de la religión, y mientras más
alta sea la religión, más grande es el peligro. Los hombres siempre buscarán los medios para
eludir las demandas exigentes de la religión, llamándose a la vez sus seguidores, firmando sus
credos, llevando su nombre. ¡Siempre se podrán convencer, con todo y esa transigencia, que
tienen el derecho de llevar su nombre, y se indignan con cualquiera que les cuestione ese
derecho! Siempre ellos considerarán la media lealtad que están dispuestos a dar con una
maravillosa complacencia y satisfacción, creyendo así que cualquiera—aun Dios mismo—se
satisfaría con el interés mostrados por ellos y su patrocinio. No se dan cuenta que la actitud, que
parece ser tan razonable y respetable, golpea a la religión, haciéndole un daño con el cual no se
pueden comparar los ataques frontales y directos de sus enemigos, pues es peor. Así era la cosa
dentro del Judaísmo. La transigencia y la irrealidad religiosa abundaban. Discusiones
interminables en torno a la minucia de la ley eran una pantalla detrás de la cual los hombres se
escondían para eludir los reclamos inexorables de la conciencia. En aquel entonces tanto como
ahora, era mucho más fácil pasar horas discutiendo la religión que media hora en obediencia a
Dios.
Por encima de estas tres clases de personas cuya actitud respecto a la ley difería tanto—
los pecadores que la ignoraban, los santos que se glorificaban en ella, y los que transigían con
ella—existía una cuarta clase, cuya emoción era la de desilusión e insatisfacción profundas.
Pablo pertenecía a esta clase. El había heredado demasiado respeto y amor para la ley que
impedía que la ignorara. Pero no podía gloriarse y regocijarse en ella como algunas almas libres
y como niños; tampoco podía declarar con el salmista que las órdenes de marcha más duras de
Dios fueran la música de su vida. Esto no habría cuadrado con su experiencia. El camino medio,
el camino de la transigencia, le era imposible. Pudiera ser que otros encontraran allí alivio y
solución, pero para un hombre del temperamento vehemente de Pablo, se le bloqueaba ese
camino. En realidad, es una de las características de la inherente grandeza de espíritu de Pablo,
aun durante sus días pre-cristianos, que nada menos que lo mejor lo satisfaría. Un término medio
no lo podía tolerar. La misma idea de la neutralidad le era repugnante. Contentarse con una
moralidad indiferente y una religión de segunda clase le parecía a él como completamente
inmoral e irreligioso. Si desde el arranque se descarta la transigencia, y si no resultan sus
esfuerzos más heroicos por impulsarse con la fuerza de voluntad hacia el camino de la perfecta
conformidad a la mente y el mandato de Dios, ¿en dónde encontraría la paz? Parecía estar
destinado a vivir sus días en desilusión irremediable y frustración, y quedarse derrotado al final.
Es cierto que en un lugar Pablo afirma que como fariseo él había sido “en cuanto a la
justicia de la ley, irreprensible.”1 Estos sugiere (y bien lo podemos creer) que al observar las
demandas rituales de la ley, Pablo había alcanzado una norma extraordinariamente alta. Ninguno
lo pudiera acusar del más mínimo grado de negligencia o descuido. Su celo era sin par y único.
Pero detrás de los múltiples requerimientos de la ley rabínica permanecía el reto moral de Dios
Mismo. Ninguna cantidad de observancia ritual jamás traería la paz si esa demanda interna y
última no se cumplía.

1
Filipenses 3:6.

55
56

Era una situación imposible. Tampoco ayudaba la convicción, muy calada en la mente
judía, que el fallar en un punto era fallar en todos: “Porque cualquiera que guarda toda la ley
pero ofende en un solo punto se ha hecho culpable de todo.”1 Con todo lo máximo de su ser,
Pablo anhelaba cumplir con la demanda de Dios; sentía que había nacido para satisfacer la
voluntad santa de Dios. Y sin embargo, algo empezaba a decirle que ni en mil años la satisfaría
siempre que siguiera por el camino de su preparación. Una voz interna seguía diciéndole:

“Serás atado por tales votos, una vergüenza


Por la que ningún hombre debe ser atado, empero por los cuales
Ningún hombre puede cumplir.”

¿Qué haría? ¿Rechazar la ley totalmente? Pero eso significaría la pérdida de su primogenitura.
Porque seguía la voz interna:

“...de modo que no hagas votos,


No pases por esta puerta, sino permanece
Afuera, entre el ganado del campo.”
[Nota de traductor: estas son estrofas inglesas no identificadas por el autor.]

¿En que terminaría? Era un problema agudo.


Y sin embargo Pablo no podía convencerse de que la ley misma tuviera la culpa por esta
situación imposible. Si ese pensamiento pasó por su mente, lo desechó resueltamente. “¿Qué,
pues, diremos? ¿Qué la ley es pecado? ¡De ninguna manera!”2 Pero lo que sí llegó a estar claro
en su mente, mientras luchaba con el problema, era esto—que la culpa estaba en la naturaleza
humana. “Porque sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido a la sujeción del
pecado.”3 Esta era la raíz del problema, la debilidad radical dentro de la misma constitución de la
humanidad. “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo en mis
miembros una ley diferente que combate contra la ley de mi mente y me encadena con la ley del
pecado que está en mis miembros.”4 Una frase lo resume: “Porque Dios hizo lo que era
imposible para la ley, por cuanto ella era débil por la carne.”5 Aquí topamos con una de las
ideas normativas del apóstol. En todo punto su enseñanza en cuanto a la ley está condicionada
por su experiencia de lo que llama “la carne.” Ahora tenemos que examinar esto.

II

Desde luego, el locus classicus de esta parte del pensamiento de Pablo está en Romanos
7. Este pasaje famoso, tan crucial para una comprensión de la vida y religión del apóstol, ha
suscitado dos preguntas. ¿Es la lucha descrita aquí la de un alma inconversa, o entra ella también
en la experiencia del redimido? También, ¿es esta una declaración general o es autobiografía?
Respecto a la primera de estas preguntas, no tenemos que detenernos mucho. El mismo
hecho de que el nombre de Cristo no se oiga hasta el último versículo, que Jesús no está en todo

1
Santiago 2:10.
2
Romanos 7:7.
3
Romanos 7:14.
4
Romanos 7:22ss.
5
Romanos 8:3.

56
57

este capítulo hasta que llega repentinamente en la doxología que proclama el fin del conflicto y
la victoria ganada, es indicio claro que se trata de la experiencia de una vida que aún necesita el
renacimiento la que se describe aquí.1 Cualquiera que lea los dos capítulos 7 y 8
consecutivamente ciertamente sentirá que al pasar del uno al otro, entra en una atmósfera
totalmente diferente. Si se describe la experiencia del alma de uno, entonces sólo podemos decir
que entre los dos algo decisivo ha tenido lugar. Ha habido una rotura tajante de alguna especie.
Ha habido un renacimiento, una conversión. Frases, tales como “vendido a la sujeción al pecado”
(versículo 14), “¡Miserable hombre de mí!” (versículo 24), no son las notas normales de una vida
cambiada por Cristo. Johannes Weiss pregunta vehementemente: “¿De qué serviría el nuevo
nacimiento o la redención si no pudiera acabar con ese horrible estrés y la esclavitud?”2
De hecho, Deissmann se inclina a favorecer otra postura. El declara: “Es psicología muy
mala hacer que las palabras referentes a la depresión atañen exclusivamente al período pre-
cristiano de Pablo, haciendo así que sólo Pablo el cristiano hable las palabras de lo Alto. Aun
como cristiano Pablo era tragado por las profundidades.” “Aun en su período cristiano San Pablo
es capaz de tales gritos de socorro cuando la antigua perturbación despierta en él.” “Juntamente
con sus exhortaciones morales a los cristianos a que luchen contra el pecado, hay confesiones del
mismo Pablo cristiano que atestiguan que aun el recreado a veces siente el antiguo peso del
pecado.”3 Que haya bastante verdad en esto, no hay que negarlo. El cristiano que ha hecho las
paces con Dios no está exento de las luchas y los conflictos, y la historia atestigua que a menudo
son los santos más nobles que se percatan más de su indignidad. Pero lo que hay que notar es que
las luchas y los conflictos ahora son encarados por un espíritu totalmente diferente al anterior; el
tono de la vida está cambiado totalmente, y las sensaciones de tristeza, abandono, y futilidad que
se notan en Romanos 7 se van del hombre “en Cristo.” Si éste fuera a “caer de la gracia” o
experimentar una rotura con Cristo, aun momentáneamente, entonces el sufrimiento descrito allí
le regresaría. Bien puede ser que, al escribir el capítulo, Pablo estuviera diciendo, “He aquí, así
está la vida mía, la tuya, y la de todo el mundo—aparte de Jesucristo. Esto es lo que ocurre
cuando el hombre abandona a Cristo.” Denney seguramente está en lo cierto al sostener que
“nadie sino un cristiano pudiera haber escrito el pasaje,” y que la experiencia a la cual alude está
siendo “vista por ojos regenerados”4 Pero fundamentalmente es la vida pre-cristiana la que está
delineada aquí, una vida que cesa cuando Cristo hace nuevas todas las cosas.
Queda la otra pregunta suscitada por este capítulo en Romanos--¿Es autobiográfico o
puramente general? Weiss se presta a aceptar lo último; sostiene que la ausencia de matices
específicamente judíos y el uso del tiempo presente en lugar del pasado hacen que sea imposible
considerarlo como una transcripción de la experiencia del mismo Pablo: el uso del pronombre de
primera persona es sólo una convención literaria. “So ist das ‘Ich’ ein allgemeines.”5 Para el
escritor presente, esto parece poco convincente. C. H. Dodd dice: “Al examinarlo bien, se
descubrirá que Pablo raras veces dice “yo” a no ser que esté aludiendo a sí mismo, aunque
quisiera generalizar algo con base en esa instancia particular.”6 Pero aparte de esto, hay ciertos

1
Hay mucho a favor del arreglo de Moffatt: él coloca la segunda parte del versículo 25, que ciertamente parece estar
mal-ubicada en nuestra versión autorizada [inglesa], inmediatamente después del versículo 23; así, pues, el capítulo
termina con el clímax del versículo 24 y la primera parte del versículo 25. Razones por el desplazamiento del texto
son sugeridas por Dodd, Romans, 115.
2
Das Urchristentum, 399 nota 1.
3
St. Paul, 68, 95, 156.
4
EGT, ii, 639.
5
Das Urchristentum, 399, nota 1.
6
Romans, 107 (MNTC).

57
58

cánones que permiten a uno decidir con grado superlativo de precisión si una persona está dando
una confesión personal o si simplemente habla en términos generales. Si jamás palabras dieran
evidencia de haber salido de la angustia del alma de un hombre, ciertamente las de estas frases
conmovedoras sí. Ninguna convención literaria hace que un hombre hable como Pablo habla
aquí. Esta página fue escrita en la sangre de su propio corazón.
Desde luego, esto no quiere decir que se excluye una referencia más amplia, porque
dentro de su propio conflicto amargo Pablo contempla como reflejada la lucha de toda la
humanidad irredenta. Como Holtzmann bien ha comentado, en toda palabra se oye un crede
experto que no puede negarse.1 Esta era mi lucha, mi derrota, ¡y esta, gracias a Dios, mi
victoria!, dice Pablo.
Dicho sea de paso que no podemos agradecerle demasiado a Pablo por admitirnos al
santuario interno de su vida, compartiendo con nosotros así los secretos más profundos de su
alma. Denney ha señalado que el contraste entre un mensaje de esta índole y uno que sea general
e impersonal es ilustrado por una comparación de Las Confesiones de Agustín con los escritos de
Atanasio.2 Seguramente lo que daba al evangelio de Pablo su fuerza y atracción a toda época es
el hecho de que es experimental totalmente. Al igual que una vez el Maestro de Pablo retirara
con sus propias manos el velo que ocultaba los secretos de Su conflicto en el desierto con el
tentador, al igual que Jesús con su propia boca contara a Sus amigos la historia de esa lucha
titánica solitaria para ayudar y fortalecerlos cuando vinieran los días oscuros, así Pablo, dándose
cuenta que el hombre que quisiera guiar a otros a Dios tenía que “andar en la luz”3 y no guardar
cual secreto la experiencia redentora que lo había liberado del pecado, la vergüenza y la muerte,
nos ha abierto la totalidad de su vida sin reserva. Raven dice: “Ningún hombre jamás se dio tan
generosamente o para un mejor fin. Tal auto-entrega es la tarea más difícil y más fina del
discipulado.”4 En cuanto a Romanos 7 y 8, seguramente es cierto decir que en ninguna otra parte
de la literatura de confesión personal se encuentra un cumplimiento más noble que la del
interdicto del salmista: “Díganlo los redimidos de Jehovah, los que ha redimido del poder del
enemigo.”5 Díganlo los redimidos—y Pablo, por revelar la miseria y la desdicha en las que
Cristo lo había encontrado, y la gloria y el romance a los cuales Cristo lo había conducido,
atestigua a espíritus cargados y cansados dondequiera: “Esto, por la gracia de Dios, me pasó a
mí, y esto, bajo Dios, les puede pasar a vosotros.” En el servicio a Cristo y la humanidad, el
hombre ha abierto su mismo corazón, ha escrito con su sangre, llevándonos a la vergüenza y la
gloria de lo más recóndito de su alma; por esto, el mundo le está eternamente endeudado.

Ahora podemos llegar a la concepción a la cual nos introduce esta página de la vida del
apóstol, a saber, la concepción de “el pecado de la carne.” La prominencia de esta idea aquí y
en otras partes a veces les lleva a los lectores de sus escritos a concluir que su vida tiene que
haber sido agobiada por algún pecado sensual en particular, y que Pablo, más que otros, tenía
que lidiar con un problema dentro de la esfera moral. Pero esto malentiende los términos que
emplea. “No hay razón alguna para suponer, junto con Lagarde y otros, que alguna vez Pablo
llevara una vida de desenfreno.”6 Todo parece indicar lo contrario. Tampoco es necesario

1
Neutestamentliche Theologie, ii. 32 nota 2.
2
The Christian Doctrine of Reconciliation, 44.
3
1 Juan 1:7.
4
Jesus and dthe Gospel of Love, 293.
5
Salmo 107:2.
6
Inge, Christian Ethics and Modern Problems, 72. Compárese con Garvie, Expository Times, marzo, 1925. 250.

58
59

encontrar en este capítulo aludido alguna referencia a algún pecado en particular que cometiera
durante su juventud. Cuando Deissmann declara que “aun en su vejez se destacaba claramente
en su alma una experiencia de su niñez, tocante a la cual él da ciertos atisbos patéticos en su carta
a los romanos. Pudiéramos llamarla su caída”1—él va más allá de aquello indicado por la
evidencia. El punto esencial es esto: ¿qué quiere decir Pablo al hablar de “la carne”?
La palabra σαρξ en las cartas de Pablo tiene varios matices de significado, desde el uso
más estrictamente literal en tales frases como “carne y hueso”2 a la idea del pecado carnal.3 Pero
en la gran mayoría de pasajes la palabra representa la naturaleza humana material. Ésta incluye
“todo lo que es peculiar a la naturaleza humana en su sentido corporal.”4 En otras partes Pablo
usa el contraste entre ‘ο εσω y ‘ο εξω ανθρωποs—el hombre exterior y el interior5--y la carne
comprende todo (impulsos, pensamientos, deseos, y por el estilo) aquello que ataña al hombre.
“Carnem appellat quidquid est extra Christum,” dice Calvino.6 Viene siendo la naturaleza
humana en toda su flaqueza y debilidad con toda su necesidad de ayuda. Es el hombre lejos de
Dios. Barth exlama “¡En realidad, ¿qué significa carne? No significa otra cosa sino lo totalmente
inadecuado de la criatura al estar ante el Creador!”7 No es en sí algo vil; y es bueno recordarnos
que en Pablo no hay pizca de la noción que la materia en sí sea inherentemente malo, cosa
característica de la doctrina de los gnósticos. El dualismo de Pablo no es cósmico ni metafísico
sino práctico y moral. Pero aunque la carne no sea vil en sí misma, es esa parte de la naturaleza
humana que abre una oportunidad al mal. Es la cosa que es afectada por el pecado y a la que éste
se ata. La carne llega a ser “el órgano e instrumento obediente” del pecado.8 Pablo dice: “con la
carne sirvo a la ley del pecado.”9
Aquí nos aproximamos a otro elemento importante en el pensamiento del apóstol—su
concepto del pecado como algo personal. “La carne es una sustancia, pero el pecado es una
fuerza.”10 Es un poder vivo, el adversario sutil del alma humana. Pablo dice: “El pecado
revivió.”11 “Porque el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, me engañó; y me mató.”12
“Yo ya no lo hago, sino que es el pecado que mora en mí.”13 Debe notarse que todo esto va de
acuerdo con la enseñanza de Jesús. Allí también encontramos que se le personifica al pecado. Es
“el hombre fuerte” que tiene que ser atado.14 Es el Satanás que cae del cielo como un rayo.15
No es sino otro aspecto de la misma idea que Pablo usa al hablar de “principios
elementales.”16 Tal como él comprendía el mundo, éste estaba lleno de potencias espirituales
hostiles a Dios. Al hablar de los στοιχεια o “elementos,” probablemente se refiera a tales seres
sobrenaturales, o espíritus elementales. Esto también se remonta a la enseñanza de Jesús.

1
St. Paul, 93.
2
Efesios 5:30.
3
Romanos 13:14.
4
Cremer, Bíblico-Theological Lexicon of NT Greek, 519.
5
2 Corintios 4:16.
6
Citado por Michael, Epistle to the Philippians, 139 (MNTC).
7
The Epistle to the Romans (traducción inglesa), 89.
8
H. J. Holtzmann, neutestamentliche Theologie, ii. 43.
9
Romanos 7:25.
10
Holtzmann, ii. 44.
11
Romanos 7:9.
12
Romanos 7:11.
13
Romanos 7:17-20.
14
Mateo 12:29.
15
Lucas 10:18.
16
Gálatas 4:3, 9; Colosenses 2:8, 20.

59
60

Alrededor de las vidas de los hombres había una esfera llena de influencias malignas, emisarios
del Maligno; también, el sufrimiento, las enfermedades y el pecado eran atribuidos regularmente
a la agencia demoníaca. Por ende, Jesús podía afirmar que cuando la obra de la sanidad y la
salvación avanzaba en gran escala por medio de Su misión y la de Sus seguidores, era señal que
todo el reino de Satanás estaba siendo sacudido hasta los cimientos, de hecho, estaba
desintegrándose, y que el reino del bien y la luz de Dios al fin estaba realizándose. “Pero si por el
dedo de Dios yo echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios.”1
Aquí, pues, tenemos una de las hipótesis funcionales de Pablo: el pecado es una potencia
personal que primero existe fuera del hombre y luego viene para comenzar su ataque sobre él. Y
el lugar del ataque es sobre la carne.
Queda fuera del alcance de nuestro estudio presente examinar en detalle la postura de
Pablo en torno al origen del pecado. Ya nos ha tocado ver que al apóstol no le urgía unificar su
propio pensamiento acerca de esta cuestión. Junto con su creencia en la existencia de un mundo
de espíritus hostiles que engañaban al hombre a pecar, está la idea de la transgresión de Adán
como un vehículo de todos los males por haber: “así como el pecado entró en el mundo por
medio de un solo hombre...”2 Vestigios de la concepción judía de “los dos impulsos” también
pueden hallarse. Según esta doctrina, el pecado, visto subjetivamente, se origina en el yeser ha-
ra’, el impulso malo, o sea, el tentador interno.3 Pero la verdad es que a Pablo le importaba poco
discutir cómo el pecado hubiera nacido y de dónde hubiera venido: la cosa que más le interesaba
era el hecho de que el pecado estaba allí, haciendo la obra del diablo, y que solo el poder de Dios
lo podía destruir.
Pablo fue mucho más lejos que los rabíes en su postura de la seriedad del pecado. Moore
ha señalado que la definición de pecado en el Westminster Shorter Catechism—como “cualquier
falta de conformidad con o transgresión de la ley de Dios”—bien pudiera haber venido de los
mismos doctores de la ley judíos.4 Esto es cierto: la definición es idéntica a la postura rabínica, y
pudiera haberse hecho sin que Cristo muriese o que Pablo predicase. Pero también es muy cierto
que en el mismo punto donde los rabíes y el Catecismo concuerdan es el mismo donde éste falla
más conspicuamente. Ciertamente la postura de Pablo excedía cualquier definición de estas. El
pecado no era algo que el hombre hiciera: era algo que se posesionaba de él, algo que el mismo
hombre era, algo que lo convertía en enemigo abierto del Dios que lo amaba. El pecado
acarreaba penas externas: “Todo lo que el hombre siembre, eso mismo cosechará.”5 Pero mucho
más terrible que éstas eran los resultados internos. El pecado atormentaba la conciencia:
“¡Miserable hombre de mí!”6 Resultaba en que el hombre se esclavizara humillantemente:
“Porque no hago el bien que quiero; sino al contrario, el mal que no quiero, eso practico.”7 El
pecado destruía la comunión con Dios; los hombres eran “alienados,”8 “sin Dios en el mundo.”9
El pecado endurecía el corazón, cegaba el juicio y torcía el sentido moral: “los entregó Dios a

1
Lucas 11:20.
2
Romanos 5:12
3
G. F. Moore, Judaism, i. 479ss.
4
Ibid., i. 460.
5
Gálatas 6:7.
6
Romanos 7:24.
7
Romanos 7:19.
8
Colosenses 1:21.
9
Efesios 2:12.

60
61

una mente reprobada.”1 El pecado destruía a la vida misma: “ Porque la paga del pecado es
muerte.”2
Tal es la estimación del apóstol de la gravedad devastadora del pecado. Aun cuando se le
tiene al pecado como una fuerza externa que espera para aventajarse de la humanidad en su
flaqueza, el apóstol no admite que el hecho de la responsabilidad personal se disminuya. Puede
ser que los principios elementales acechen, pero a fin de cuentas la escogencia es del hombre, la
responsabilidad del hombre, y la perdición del hombre.
Jamás alguien describió con más atino que Pablo el tormento del yo dividido. Muchos
escritores se han ocupado de este estado de guerra civil interno—Epictetus, con su ‘o θελει οθ
ποιει και –ο µη θελει ποιει; Ovid, con su “video meliora proboque, deteriora sequor”; Platón con
su cuadro de los caballos y los jinetes; Shakespeare, en su delineación del conflicto del alma de
Hamlet, un conflicto del que Bradley nos dice,3 es la misma esencia de toda tragedia. Pero nadie
jamás sobrepasó la viveza y el sencillo patetismo de Pablo en el pasaje que es el De Profundis
Clamavi del Nuevo Testamento. Recuerdos de años de lucha, impotencia y desdicha que
desembocan en desesperación entran en este cuadro. Romanos 7 pinta a Pablo tal y como estaba
a vísperas del viaje a Damasco—destruido de espíritu, desintegrado de personalidad, hundido en
un abismo de odio a sí mismo y desesperación. “Desde las profundidades te he llamado, oh
Señor.”

III

Esta, pues, era la situación en medio de la cual Pablo contemplaba un hecho perenne,
severo y retador—la ley. Lo que tenemos que hacer ahora es observar cómo su propia
experiencia de derrota por el pecado (en la cual, que se enfatice de nuevo, él veía reflejado el
problema de la humanidad) impactaba su postura respecto a la misma ley. Antes de que viniera
la experiencia de Damasco, es prácticamente cierto que ya se formaba en su mente y corazón por
lo menos algunas de las críticas de la ley y de la religión legalista las cuales posteriormente, a la
luz de Cristo, él había de proclamar con toda la fuerza y energía de su ser. Aquí procuremos
evaluar su postura como un todo, y para máxima claridad, tomemos nota de los puntos
siguientes.
Primero, hasta el fin de su vida Pablo nunca dejaba de pensar que la ley tenía algo de
noble, pese a todos sus defectos y peligros. Este es un aspecto de la cuestión que nunca ha
recibido el énfasis que merece. Su actitud respecto a las Escrituras, la cual se ha mencionado
anteriormente, aseguraba que por lo menos la ley de Moisés siempre recibiría su respeto y honor.
El Antiguo Testamento era inspirado divinamente, y por lo tanto, completamente autoritativo, y
ya que para la mente del apóstol la ley se asociaba con esta revelación histórica de Dios, no era
posible su cancelación. El se daba cuenta que aun Jesús “no vino para abrogar la ley, sino para
cumplirla.”4 “Luego, ¿invalidamos la ley por la fe? ¡De ninguna manera! Más bien, confirmamos
la ley.”5 Por ende, Pablo se hallaba perfectamente capaz de reforzar sus argumentos por citas
tomadas de los libros de la ley, aun mientras atacaba la religión legalista; ejemplos de esto
pueden encontrarse en Romanos 9-11. Si este proceder pareciera arbitrario e inconsistente, debe

1
Romanos 1:28.
2
Romanos 6:23.
3
A. C. Bradley, Sharkespearean Tragedy, 18.
4
Mateo 5:17.
5
Romanos 3:31.

61
62

recordarse que no tan sólo en los salmos y profetas sino también en el mismo Pentateuco se
puede oír la nota profética. Pablo apela a esta corriente de su religión ancestral en lugar de a la
corriente legalista, cosa que había regido durante su tiempo.1
En este sentido, pues, su estimación de la ley nunca vacilaba. Pablo contesta su propia
pregunta, “¿Qué ventaja tiene, pues, el judío?”, de la siguiente manera: “Mucho, en todo sentido.
Primeramente, que las palabras de Dios les han sido confiadas.”2 Aun en el pasaje sobre el cual
las sombras de frustración y futilidad recaen más profundamente, él puede declarar “De manera
que la ley ciertamente es santa; y el mandamiento es santo, justo y bueno.”3 Todos los
mandamientos promulgados por Dios permanecen vigentes. Agustín dice: “La Ley se da para
que se busque la Gracia; la Gracia se da para que la Ley sea cumplida.”4 Tal y como Anderson
Scott lo expresa tan aptamente: “Pablo, como judío, pensaba que los hombres debían guardar la
Ley para que pudieran ser salvos. Como cristiano, él veía que los hombres debían ser salvos
para que pudieran guardar la Ley.”5 La idea de que la demanda de una obediencia absoluta a
Dios fuese abrogada jamás entró a su mente. Pablo nunca habría aceptado ni por un minuto la
clase de actitud, tan familiar para nosotros hoy, que se rebela contra la disciplina y resiente el
concepto de obligación, irritándose así por el interdicto apostólico “Humillaos, pues, bajo la
poderosa mano de Dios.”6 Contra tal actitud su evangelio permanece como un baluarte. Contra
ella él declara un desafío intransigente, anunciando así que Dios, desde el principio, ahora y
siempre, será el monarca absoluto en Su propio mundo, y que la disciplina de Dios, la demanda
moral de Dios, es la misma piedra angular del arco de la vida: removerla resultaría en colapso y
caos. La ley siempre ha sido noble, y permanecería noble en la dispensación cristiana. Nunca
llegaría un tiempo cuando la demanda sobre la naturaleza humana fuera menos que la entrega
directa, completa y absoluta de sí misma al Supremo Dios de su salvación.
Segundo, tenemos que comentar sobre la convicción creciente de Pablo respecto a la
impotencia de la ley para salvar. Fue su gran descubrimiento cristiano que lo que Dios había
logrado por enviar a Cristo al mundo era algo que la ley, “débil por la carne,” nunca pudiera
haber hecho.7 La ley misma era “espiritual,” πνευµατικοs,8 y, dada una circunstancia en la que
todos los hombres fueran también espirituales, pudiera haber logrado lo que se había propuesto.
Pablo dice algo por el estilo al escribir a los gálatas, “Porque si hubiera sido dada una ley capaz
de vivificar, entonces la justicia sería por la ley.”9 El problema estribaba en que la naturaleza
humana, contra la cual permanecía la ley, no era πνευµατικοs sino σαρκινοs, o sea, una criatura
carnal, y por consiguiente, no podía haber parentesco verdadero y cooperación. Pudiera ser que
el legalismo judío le indicase al hombre el camino qué tomar, pero no le era posible hacer que
fuera por ese camino ni que tuviera la fuerza para hacer el viaje. La ley sería noble, pero era
lastimeramente débil para poder lidiar con la condición práctica de una humanidad que sufría
bajo la servidumbre y las limitaciones inevitables impuestas por el pecado.

1
Respecto a este punto, véase a Dodd, Romans, 50 (MNTC).
2
Romanos 3:1, 2.
3
Romanos 7:12.
4
Citado en un artículo titulado Law en HDAC, i, 691.
5
Christianity according to St. Paul, 45.
6
1 Pedro 5:6.
7
Romanos 8:3.
8
Romanos 7:14. Holtzmann dice que la ley es espiritual, siendo así “Inbegriff dessen, was von Gott, dem Inhaber
des Geistes, gewollt und gefordert wird” (Neutest. Theol. ii. 29).
9
Gálatas 3:21.

62
63

No se puede ocultar que buena parte de la religión moderna, aun la que lleva el nombre
de cristiana, está en una condición similar, que no ofrece mucho más que el cuadro de un hombre
que procura levantarse en alto por el cabello de su propia cabeza o que hace ejercicios
gimnásticos para aumentar sus propios músculos. Como en el día de Pablo, la cuestión más vital
para la religión es la del poder. Mucho de lo que finge ser Cristianismo todavía está de aquel
lado, el del Judaísmo, de la línea que pasa por Damasco y la visión de Cristo. Tendremos que
volver a esta cuestión y a la respuesta que imparte el evangelio. Baste decir aquí que una vez era
el mismo quid del problema obsesionante; lo que hizo que la revelación cristiana, cuando por fin
le llegó, fuese un descubrimiento tan extremadamente maravilloso y gozoso era que al corazón
flamante y el centro de la nueva religión había la cosa que más necesitaba Pablo, la cosa cuya
falta hacía que la humanidad pereciera—un divino poder sobrenatural. “No me avergüenzo del
evangelio; pues es poder de Dios.”1 “Y a aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho
más abundantemente de lo que pedimos o pensamos, según el poder que actúa en nosotros, a él
sea la gloria.”2
En tercer lugar, observemos que una función de la ley, tal y como Pablo llegó a entender,
era la de revelar el pecado. El escribe: “Yo no habría conocido el pecado sino por medio de la
ley.”3 He aquí, una norma absoluta de moralidad por la cual cada hombre tenía que medir su
vida; y aquellos, que pudieran haberse contentado con darle la vista gorda a ciertas prácticas y
hábitos propios o de usar el argumento (cosa normal en la vida de las almas autocomplacientes
de toda época) de que aunque bien pudiera ser que no fuesen santos, eran por lo menos tan
buenos como la mayoría de sus prójimos y que no se requería más, serían sacudidos y su
argumento silenciado por la luz de la ley. Venía otro día cuando Pablo habría de encontrar otra
prueba de vida más exigente, otra norma por la que sus propios pecados y los de los demás
fuesen revelados por lo que eran, descubriéndose así sus verdaderos colores—a saber, la cruz de
Cristo. Pero, mientras tanto, esta era la función que la religión legalista cumplía. “...pues por
medio de la ley viene el reconocimiento del pecado.”4
En cuarto lugar, la ley no tan sólo revelaba el pecado: en realidad promovía el pecado.
Ella incitaba a la naturaleza humana a pecar. Como ilustración, Pablo cita el décimo
mandamiento del Decálogo para mostrar que la misma prohibición incitaba un deseo por la cosa
vedada dentro de su alma.5 Desde luego, aquí el apóstol ha topado simplemente con una verdad
con la cual todo el que sepa algo de la psicología moderna le es perfectamente familiar. Pero se
puede imaginar el horror con el que el judío ortodoxo vería esta aseveración. “Que la ley,
ceremonialmente dada a la nación por Moisés, el privilegio y el orgullo del pueblo escogido, no
tan sólo fuera impotente para promover la justicia sino que también sirviera para desatar el
pecado, cargando así con una culpa terrible—no hacía falta más nada para hacer que el nombre
de Pablo fuese infame para todo grupo judío....Esto solo explica ampliamente la oposición que le
llegó de parte de los judaizantes.”6 Pero respecto a esto, Pablo es muy claro. “Y descubrí que el
mismo mandamiento que era para vida me resultó en muerte.”7
En quinto lugar, Pablo llegó a ver que la ley, como sistema de la religión, no era sino un
recurso temporal. No era la última palabra de Dios al hombre, tampoco era la primera.
1
Romanos 1:16.
2
Efesios 3:20.
3
Romanos 7:7.
4
Romanos 3:20.
5
Romanos 7:7ss.
6
H. J. Holtzmann, Neutestamentliche Theologie, ii. 31ss.
7
Romanos 7:10.

63
64

Cuatrocientos treinta años antes de que comenzara la dispensación legal, la libre gracia de Dios
había prevalecido en el pacto que Dios había hecho con Abraham.1 En el caso del mismo
Abraham, la promesa era anterior a la circuncisión que lo ratificaba.2 De modo que no se podía
decir que el legalismo era la esencia de la religión. Habiendo aparecido en la tierra en un
momento dado por unas circunstancias especiales, sin duda estaba destinada a pasar, una vez que
hubiera cumplido con su propósito. “La ley entró,” dice Pablo; entró al escenario, pero otra cosa
había estado allí antes. La ley era una etapa intermedia,3 un intermezzo4 [Nota de traductor:
palabra inglesa que quiere decir una corta pieza musical que se toca entre las divisiones
principales de una obra musical extensa.] Para fortalecer este argumento, Pablo también señala
que la ley, según la doctrina judía, había sido trasmitida al hombre por un camino indirecto,
primero por la mediación de los ángeles, y luego por el gran dador de la ley, Moisés,5--cosa que
obviamente tiene que hacerla de menor rango que una revelación directa de Dios.
Todo este aspecto del pensamiento del apóstol puede que nos parezca muy remoto de la
óptica religiosa de nuestro propio día. Pero, en verdad, la cosa en que insiste Pablo es el
completamente relevante y extremadamente importante principio de que Dios no es preso de Sus
propias leyes: Dios está vivo, y por consiguiente, en cualquier momento una nueva verdad puede
irrumpirse. Una ceguera a este hecho capital de la religión fue mayormente responsable por el
fanatismo que clavó a Jesús a la cruz. Después del calvario, si hay una lección que debe
escribirse sobre la conciencia del mundo, como con pluma de hierro sobre la piedra, es ésta: que
la actitud oscurantista, la mente cerrada de toda clase, es una cosa fundamentalmente irreligiosa
y pagana. Pablo escribió: “No apaguéis el Espíritu.”6 En realidad, era este gran pensamiento de
un Dios vivo, que actuaba, que trabajaba, un Dios de recursos inagotables que llenaba la mente
del apóstol al contrarrestar la sobre-estimación de la ley que prevalecía entre sus
contemporáneos. Ellos no debían considerar como final y absoluto aquello que pudiera ser sólo
temporal y provisional. Qué no pensaran ellos que habían agotado la revelación divina, o que
había llegado la última palabra del Cielo. Qué abriesen ellos sus mentes y corazones cerrados a
las riquezas inmensurables de Dios. Tal era la apelación y el reto de Pablo; tras éstos yacía el
pensamiento que las palabras familiares de Whittier han expresado tan noblemente:

“Amor inmortal, siempre lleno,


Siempre fluyendo libremente,
Siempre compartido, siempre entero,
¡Un mar inagotable!”

En sexto lugar, la reflexión de Pablo sobre el curso de la historia y la Providencia le


convenció de que la principal función positiva de la ley era preparar el camino para la venida de
la revelación cristiana. Ella era una parte íntegra del praeparatio evangelica. “De manera que la
ley ha sido nuestro tutor para llevarnos a Cristo.”7 Lightfoot ha indicado que el παιδαγωγοs era el
tutor, “a menudo un esclavo de confianza a quien se le encargaba de la supervisión moral del

1
Gálatas 3:17.
2
Este es el punto que hace Romanos 4:9-12, que mira hacia atrás a Génesis 15:6; 17:10.
3
“Mittelstation.” Holtzmann, op. cit. ii. 35.
4
Wrede, Paulus, 75.
5
Gálatas 3:19.
6
1 Tesalonicenses 5:19.
7
Gálatas 3:24.

64
65

niño,” permaneciendo éste a su cargo hasta llegar a la mayoría de edad.1 Era una ilustración apta
para el propósito de Pablo, porque no tan sólo destacaba claramente el servicio positivo que se le
había dado a la ley que cumpliera en el mundo, sino que también enfatizaba el carácter temporal
del legalismo y su rango inferior. Es muy claro que la disciplina de vida y moralidad a la que la
ley sometía la nación judía en un sentido real preparaba el camino del Señor, enderezando una
carretera para el Señor en el desierto. Pero aun hoy hay almas para quienes los grilletes de un
código y la esclavitud de la letra crean un anhelo, un hambre y una inquietud que, bajo la
Providencia, conducen al final a la libertad del Espíritu de Cristo y la libertad de los hijos de
Dios.
En séptimo lugar, al explorar todo el asunto, la mente de Pablo llegó a descansar en la
siguiente convicción: que la ley, habiendo cumplido con su propósito, estaba destinada a
desvanecerse. Aferrarse a ella, habiéndose cumplido su propósito, sería hace un daño irreparable
a la causa de la religión vital. “Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que
cree.”2 Esta verdad es expresada con un vívido efecto pictórico por la carta a los Colosenses. Allí
Pablo pinta a Cristo, el paladín de las almas derrotadas, como irrumpiendo repentinamente en la
escena, habiendo sido pronunciado el veredicto de la condenación; él toma el documento en el
cual la sentencia de la muerte estaba escrito, y borra el decreto fatal, clavándolo a Su cruz.3
Sabemos que en aquellos tiempos era una costumbre común, al ser ejecutado un criminal,
escribir en una placa su crimen. Se escribía una descripción breve de la carga por la que el
hombre había sido condenado, clavándose ésta a la misma cruz. Es posible que Pablo se refiera a
esta práctica en su cuadro famoso en Colosenses. Con un pincelazo de genio imaginativo él
contempla arriba de la cabeza de Jesús, no las letras históricas “El rey de los judíos”, sino la
condenación pronunciada sobre la humanidad por la ley. La verdad que quiere dejar es que
Cristo, al morir, había acabado con el reclamo de la ley sobre el hombre, satisfaciendo así sus
últimas demandas, y acabó con su tiranía una vez para siempre.
Otra manera de expresar la misma verdad se halla en la carta a los Gálatas. “Cristo nos
redimió de la maldición de la ley al hacerse maldición por nosotros (porque está escrito: Maldito
todo el que es colgado en un madero). Aquí, pareciera que la línea seguida por el pensamiento
del apóstol es ésta: Jesús, por Su nacimiento como judío, resultó como “nacido bajo la ley.”4 Se
puso de lado de Sus hermanos. Se involucró en su angustia. Se sometió a la tiranía bajo la cual
ellos vivían Por Su muerte en la cruz, él tomó sobre Sí el pleno peso de la maldición bajo la cual
la ley les había traído. Por Su resurrección, que fue la derrota de la muerte, él declaró que la
maldición estaba acabada. En otras palabras, Jesús había permitido que la ley tiránica hiciera lo
suyo con él. En el acto del Calvario ésta se había gastado, y había agotado toda la maldición.
Cuando Cristo salió victorioso más allá de la tumba, significaba que la maligna esclavitud se
había quitado del corazón de la humanidad una vez por todas. La maldición estaba muerta. Se
había acabado la ley.
Una postura tan radical y revolucionaria tenía que resultar en la carga contra Pablo de ser
“anti-ley”. [Nota del traductor: el vocablo usado por el autor (“antinomianismo”) no tiene un
equivalente exacto en español.] En un estudio futuro veremos cómo él refutó esta acusación y
cómo su doctrina central de unión con Cristo salvaguardaba el evangelio que predicaba del
peligro de una mancha antinominiana. Baste aquí que registremos la convicción intensa del

1
Galatians, 147ss.
2
Romanos 10:4.
3
Colosenses 2:14.
4
Gálatas 4:4.

65
66

apóstol que el volver a la ley, después de lo que Cristo había hecho, sólo frustraría el propósito
de Dios en enviar a Cristo, es decir, para que ayudara a los hombres a alcanzar la justicia por un
nuevo camino mejor. Pudiera ser que los judíos y los cristianos judaizantes denunciaran a Pablo
por una actitud respecto a la ley que, según ellos, tenía que convertir la moralidad en caos, pero
estaban muy equivocados. Como bien lo expresa Moffatt: “Ellos habían hecho que la Ley fuese
su Cristo, pero Dios quería que Cristo fuese la Ley.”1
Una circunstancia que sin duda fortalecía a Pablo en esta actitud radical en torno al
legalismo era el descubrimiento de que, mientras se tolerase la ley, los conflictos entre el judío y
el cristiano seguirían. Entre ellos, la ley no era ni más ni menos sino “una barrera de división,”2 y
sería una insensatez, cuando menos, hacer algo para reconstruir la barrera que Cristo había
quitado. Pablo escribe: “Y abolió la ley de los mandamientos formulados en ordenanzas para
crear en sí mismo de los dos hombres un solo hombre nuevo, haciendo así la paz.”3 Por ende, la
política funcional de Pablo “no era primero un curso en la Ley y luego un curso del
Cristianismo—sino el Cristianismo de inmediato para todo hombre.”4 Nada podría ser más
explícito que las alternativas claras presentadas a los gálatas: o la ley o Cristo—no se puede tener
ambos. Un Cristianismo coartado en acción por los impedimentos del legalismo no servía más
para enfrentar el mundo que David en la armadura de Saúl para encarar a Goliat. Además,
cualquier Cristianismo que anhelara la ley virtualmente estaría negando la finalidad de Jesús.
¿Eran tardos los hombres en darse cuenta de esto? Frontalmente, Pablo les imponía la pregunta:
¿Ya hizo Jesús todo, o dejó algo sin hacer? Vosotros decís que ya lo hizo todo: seguid, pues, y
sacad la conclusión obvia—la ley no puede agregar nada. Vosotros no podéis decir “Todo es
gracia,” y a la vez afirmar (por ejemplo) la importancia religiosa de la circuncisión. “No desecho
la gracia de Dios; porque si la justicia fuese por medio de la ley, entonces por demás murió
Cristo.”5 “Vosotros que pretendéis ser justificados en la ley, ¡habéis quedado desligados de
Cristo y de la gracia habéis caído!”6
Esa es la palabra final de Pablo, y ¡qué palabra más drástica! Pero nuestro estudio de la
ley, de sus propósitos, sus limitaciones y sus peligros ha mostrado que, para Pablo, ninguna otra
palabra final era posible. Holtzmann dice: “De todas las estrellas que cayeron a tierra en la
potente experiencia de conversión de Pablo que sacudió el firmamento, la más grande era la
ley.”7 ¿Qué necesidad había de estrellas si ya había llegado la gloria del pleno mediodía?

IV

En dos de los tres relatos de la conversión de Pablo que se dan en el Libro de los Hechos,
hay esta frase: “dura cosa te es dar coces contra el aguijón.”8 El vívido cuadro pequeño del
animal recalcitrante que, al ser yugado al arado, intenta dar patadas al hombre detrás de él, pero
que sólo se lastima a sí mismo al hacerlo, sugiere muy poderosamente la condición de la mente y
el corazón de Pablo inmediatamente antes de su aprehensión por Cristo.

1
Grace in the New Testament, 266.
2
Efesios 2:14. Pudiera ser que aquí haya una alusión a la pared divisoria en el Templo de Jerusalén. Así piensa E.
F. Scott, Ephesians, 171 (MNTC).
3
Efesios 2:15.
4
L. P. Jacks, The Alchemy of Thought, 268.
5
Gálatas 2:21.
6
Gálatas 5:4.
7
Neutestamentliche Theologie, ii. 37.
8
Hechos 9:5; 26:14.

66
67

Uno de los aguijones más afilados y más lastimeros de Pablo era su percepción creciente
del fracaso del Judaísmo. Por mucho que su religión le hubiese servido, ciertamente no le había
traído la paz con Dios, y ya comenzaba a creer que jamás lo haría. Pablo luchaba con toda su
fuerza contra ese sentimiento. Jugar con él sería traición. Aceptarlo sería apagar la luz de la fe y
de la moralidad. Así se explica la furia de su ataque contra la nueva secta. Pudiera ser que el
activarse le aliviara el apesadumbrar. Pudiera ser que la campaña veloz disipara las sombras y los
cuestionamientos que llenaban su mente. Pero las sombras eran muy tercas en disiparse.
Persistían los cuestionamientos. Por mucho que coceara, seguía picando el aguijón.
También, había el hecho del Jesús histórico. Esto, también, era extrañamente
obsesionante. Aquí no discutiremos la cuestión de que si Pablo, como fariseo joven en Jerusalén,
hubiese visto en realidad a Jesús. Los líderes de los fariseos habían puesto constantemente su
mirada en Jesús durante todo su ministerio; habían enviado sus representantes por doquier para
espiarlo; lo habían seguido hasta el norte de Galilea; ellos habían interrogado a hombres y
mujeres que afirmaban haber sido sanados por Jesús; ellos habían sido los actores principales en
su juicio, su condenación y su muerte. Por consiguiente, puede haber poca duda de que cierto
conocimiento acerca de Jesús le llegara a Pablo por medio de sus compañeros farisaicos. Y
aunque su versión de los hechos fuese completamente parcial y desigual, eso no podría haber
evitado que algo de la nobleza y la majestad del Jesús verdadero brillara. Tampoco no es creíble
que un hombre, tal como el joven fariseo de Tarso con una mente tan lista y un alma tan
apasionadamente religiosa, permitiera que un movimiento contemporáneo o una tendencia
religiosa le escapara el escrutinio. El conocía la afirmación mesiánica de Jesús. Pablo había
llevado a cabo bastante investigación personal tocante a la herejía blasfema, tal y como la
consideraba, con la cual la nueva fe buscaba envenenar la misma vida del Judaísmo. Un contacto
con las víctimas de su persecución añadía a su conocimiento de sus creencias fundamentales, y
éste estimulaba su curiosidad acerca de un Hombre, aunque muerto (como ciertamente este
Hombre sí estaba), que podía provocar en sus seguidores tal devoción. Por amargamente que el
fariseo injuriara a Jesús y su memoria, por vehementemente que jurase una enemistad eterna, no
le era posible deshacerse de una impresión de otra clase que sus propias indagaciones tocantes a
la enseñanza y carácter de Jesús le habían ocasionado, ni tampoco podía callar la pequeña voz
queda que le daba otro mensaje. Era duro dar coces contra el aguijón.
Un tercer hecho con el cual Pablo tenía que tratar era la vida de los cristianos. Su valor
bajo persecución, su convicción absoluta de haber encontrado la verdad, su tranquila confianza y
paz de corazón que resistían toda prueba imaginable, su inconquistable felicidad y su alegre
intrepidez (citando así la expresión predilecta del Nuevo Testamento1)—todo esto sólo podía
dejar una profunda impresión en la mente de Pablo. Éste ciertamente no tenía intención alguna
de contaminarse con esta nueva herejía, pero, en palabras de Tertuliano,2 “le daba en su interior
un recelo,” sin que éste se confesase ni siquiera a sí mismo. Esto, sin duda alguna, sucedía al
observar la vida que sus protagonistas llevaban. ¿Habrían ellos descubierto algo—algún poder,
alguna paz, algún gozo—desconocido por él, pese a su búsqueda y lucha? “Entonces decían entre
las naciones: ‘Grandes cosas ha hecho Jehovah con nosotros’”3 –de este modo un salmista había
apercibido la impresión que el mundo tenía del pueblo elegido por Dios. Así Pablo, como no-
cristiano, empezaba a ver que los cristianos, con quienes su labor de perseguidor le ponía en

1
παρρησια
2
Ad Scapulam, 5.
3
Salmo 126:2.

67
68

contacto, le daban una impresión extrañamente similar que rehusaba desvanecerse por mucho
que su espíritu enojado diese coces vanamente. El Señor había hecho grandes cosas para ellos.
Finalmente, había la muerte de Esteban. Es posible que un remordimiento por su parte en
los sucesos de ese día loco le molestase, aunque los registros escriturarios no dicen nada al
respecto. Pero si hubiera una circunstancia del martirio a la que la mente de Pablo regresaba,
debe haber sido la manera extraña en que las últimas palabras del mártir parecían corroborar la
creencia cristiana central, que el Jesús que había muerto vivía y estaba exaltado en gloria. Tal
como era Pablo en ese tiempo, este era el credo más pestilente e imposible. Sin embargo, ¿no era
cierto que Esteban, con su último suspiro, declaraba: “¡He aquí, veo los cielos abiertos y al Hijo
del Hombre de pie a la diestra de Dios!”1 ¿No había él hablado a Aquel invisible, diciendo:
“¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!”2 Con vigor, Pablo repelía la deducción a la que sus preguntas
apuntaban; iracunda y desdeñosamente él reafirmaba su propia seguridad dogmática de que la
teoría cristiana de la resurrección era mentira. Empero, inquietaban al alma del fariseo el
recuerdo de los ojos de Esteban al morir cuando éstos miraban fijamente al cielo y el de la
conversación de Esteban con algún espíritu viviente a quien él llamaba Jesús. Era duro dar coces
contra el aguijón.

Hemos visto, pues, algo del conflicto interno que agitaba la mente de Pablo al dirigirse
hacia Damasco. Sin embargo, no debe imaginarse que por haber trazado el conflicto también se
ha explicado la conversión. Demasiado a menudo se ha interpretado el evento que revolucionó la
vida del hombre como si fuera producto de causas naturales o el clímax de conocidos procesos
psicológicos. Contra tal postura, es necesario recordar una protesta muy definida. Esto no quiere
decir que Dios no obra con los hombres según las líneas indicadas por la sicología. De hecho,
muy obviamente sí lo hace, y la idea que el descubrimiento de las leyes naturales y del
pensamiento que regula la vida humana signifique la eliminación progresiva de Dios y su acción
es falible y absurda. Todavía es Dios el que actúa, aunque el modo de su acción ahora pueda
trazarse. Pero lo que nos interesa mantener es que las explicaciones naturalistas, aun las mejores
y más completas, son una plomada impotentemente inadecuada para un evento como el de la
conversión de Pablo. Sin duda, su experiencia bajo la ley y los “aguijones” secretos mencionados
prepararon el camino. Pero no era una mera proyección de un estado interno que cambió
repentinamente y redimió su alma. Sin duda, era cuando “la plenitud del tiempo” que la gloria
celestial irrumpió en su visión, justo como (usando las mismas palabras de Pablo) era “en la
plenitud del tiempo,” cuando el mundo estaba listo, que Dios envió a Su Hijo.3 Y sin embargo,
ninguno de los dos eventos puede explicarse humanamente. La escuela de teología Barthiana
tiene sus puntos vulnerables, pero su servicio supremo a nuestra generación es la liberación que
proclama del cenagal del subjetivismo en el que mucho del pensamiento religioso reciente ha
revolcado. Las palabras de Cristo a Simón Pedro, al responder a la gran confesión en Cesarea
Filipos, pudieran haber sonado como trompeta a Pablo mientras estaba postrado sobre el camino
a Damasco: “...no te lo reveló carne ni sangre sino mi Padre que está en los cielos.”4 Como nos
recuerda atinadamente el Dr. W. R. Matthews, “Al final, el problema de lo sobrenatural se
resuelve en la cuestión de la existencia del Dios vivo.”5 Si alguien le hubiese sugerido al apóstol

1
Hechos 7:56.
2
Hechos 7:59.
3
Gálatas 4:4.
4
Mateo 16:17
5
Essays in Construction, 40.

68
69

que la verdad que lo envolvía en una ráfaga de luz era algo que, por la experiencia de los años
pasados y por sus propias reacciones a la vida, él mismo había merecido, casi ciertamente él
habría considerado que tal sugestión rayaba en la blasfemia. Su propio relato era muy diferente.
El declara: “Pero cuando Dios—quien me apartó desde el vientre de mi madre y me llamó por su
gracia—tuvo a bien revelar a su Hijo en mí...”1 Ninguna línea horizontal de causa y efecto lo
podría explicar; había venido verticalmente desde arriba. El Dios vivo, insondable en Su libertad
soberana, inescrutable en Su sabiduría absoluta, se había interpuesto allí y entonces. Y si el
pensamiento de la iniciativa divina corre como un hilo rojo por toda la religión subsecuente de
Pablo, si él nunca se cansa de reiterar la gran verdad evangélica que no hay nada que el hombre
pueda hacer para traer la paz y la victoria y que la salvación es del Señor, si toda su vida se da en
la proclamación de la gloriosa paradoja de un Dios que justifica a los impíos, será porque su
propia alma debía todo a una experiencia de la cual él podía decir con absoluta certeza que no era
resultado de meras fuerzas humanas y naturales, sino un acto directo y original de la gracia
sobrenatural.
En aquel singular momento de revelación, dos cosas vinieron a Pablo, aun como habían
venido a Jesús Mismo cuando el bautismo en el Jordán—una visión y una voz. Los esfuerzos
por vaciar toda realidad de esta parte de la experiencia de conversión no nos interesan ahora.
Algunos la han visto como producto de una imaginación sobrecalentada. Kohler la llama
tajantemente “una alucinación extraña.”2 Otros la asocian con una teoría particular “del aguijón
en la carne”—la teoría de la epilepsia. Otros hablan de los peligros de un temperamento
neurótico. Otros sugieren una insolación. Un conocimiento más profundo de la experiencia
espiritual desde su lado místico hubiera hecho improbables tales ideas estrafalarias. Las hubiera
hecho imposibles una convicción más sólida de lo que es seguramente una de las consecuencias
principales de la Resurrección—a saber, que en un mundo donde Cristo está vivo y presente, los
hombres pueden encontrarlo cara a cara.3 Muchos críticos no se han molestado en preguntar
siquiera por qué un Cristo viviente no pudiera revelarse a Pablo; pero es una pregunta crucial.
Cuando encontramos que las tres narrativas de Lucas son reforzadas por declaraciones explícitas
del mismo apóstol, es superfluo seguir buscando explicaciones, sean éstas patológicas u otras. El
hombre quiere decir exactamente lo que dice. Jesús se le reveló a él. Al escribir a los corintios,
Pablo enumera las varias apariciones del Señor resucitado a sus discípulos, y agrega “Y al último
de todos, como a un nacido fuera de tiempo, me apareció a mí también.”4 El verbo ωφθη que
Pablo usa a lo largo de este pasaje famoso es la expresión normal de la Septuaginta para la
revelación de la Deidad al hombre.5 Como atinadamente Weiss comenta aquí, “no es ninguna
‘visión’ subjetiva en el sentido psicológico moderno, sino una verdadera visión del Cristo
glorificado.”6 De modo que cuando Pablo alinea su propio encuentro con Cristo con las
experiencias de la Resurrección de los primeros discípulos, está enfatizando deliberadamente el

1
Gálatas 1:15ss.
2
Jewish Theology, 437.
3
El Profesor C. E. Raven en su libro noble, A Wanerer’s Way, capítulo iii, cuenta cómo en una etapa de su vida él
había aceptado la Resurrección intelectualmente y estaba convencido de la evidencia, sin darse cuenta de las
consecuencias plenas de la creencia. También, contó cómo pudo hacer las deducciones prácticas que eran implícitas
en la fe de la Resurrección por medio de una visión personal de Cristo que le vino.
4
1 Corintios 15:8.
5
Deissmann, St. Paul, 120.
6
J. Weiss, Erster Korintherbrief, 349 (en el Kommentar de Meyer): “Dass ωφθη bei ihm nicht eine subjektive
‘Vision’ im modern-psychologischen Sinne bedeutet, sondern ein wirkliches Sehen des Verklärten, ist
selbstverständlich.”

69
70

hecho que la revelación que él recibió fue en todo sentido tan real y objetiva que la de ellos.
Además, es significativo encontrar que en ocasiones cuando se cuestionaba su autoridad
apostólica y era atacado así, él recordaba a sus críticos que en la experiencia de Damasco estaba
la plena vindicación de su afirmación. La mentalidad de la Iglesia había decretado que nadie
podía llevar el nombre de apóstol a no ser que hubiese visto al Jesús resucitado. “Un apóstol
necesariamente tenía que ser un testigo ocular de la resurrección. Debía poder atestiguar por
conocimiento directo respecto a este hecho fundamental de la fe.”1 Pablo siempre insistía en
poder satisfacer este requisito esencial. “¿No soy libre? ¿No soy apóstol? ¿Acaso no he visto a
Jesús nuestro Señor?”2 Ante todo esto, hablar de la visión de Pablo como “ilusión,”
“proyección,” “alucinación,” etcétera sólo demuestra una falta de percepción espiritual y una
comprensión defectiva de los caminos de Dios. Lo que despedazó la carrera de persecución, hizo
que el fariseo terco se detuviera, mató al perseguidor y permitió que naciera el santo no fue nada
ilusorio: fue, más bien, la realidad más grande de la vida, tan real como la realidad de Dios, tan
real como el Cristo resucitado. Utilizando las palabras del mismo apóstol, fue un “arresto.”3 Fue
una “revelación.”4 Fue un nuevo pronunciamiento de “¡Qué sea la luz!”5 Y las gloriosas
palabras con las que el gran discípulo de Pablo de un tiempo posterior, San Agustín, describía su
propia experiencia redentora por Dios en Cristo bien pudieran haber procedido del apóstol
mismo: “Con tu llamar y tu gritar, tú acabaste con mi sordera; con tus destellos y brillantez, tú
acabaste con mi ceguera. Al sentir tu olor, respiré, y te deseo. He saboreado, y yo tengo hambre
y sed. Tú me has tocado, y me quemo por tu paz.”6

Johannes Weiss, en su libro Das Urchristentum, pregunta si la religión de Pablo, basada


ésta sobre este evento tremendo y determinada por él en todo, puede ser normativa para otros
cristianos. El punto esencial aquí es vital, y demanda mucho pensamiento. Es demás decir que la
experiencia personal de Pablo es la base de toda su teología. Para usar una frase familiar, es
“teología de conversión.”7 Por todo su pensamiento religioso se puede trazar su repentina
aprehensión por Cristo. Ahora bien, algunos piensan que esto provoca una dificultad seria.
¿Puede un hombre, cuya experiencia era de este tipo cataclísmico, ser el mejor guía religioso
para aquellos que entran al Reino de Dios por otro camino? ¿No será la misma individualidad de
su mensaje un impedimento en vez de una ayuda? ¿No es inevitable que mucho de su enseñanza
suene extraño y remoto? ¿No es natural que muchos cristianos de hoy no sientan ningún
parentesco con algunos de los elementos distintivos de su evangelio? Weiss cree que así es. La
cuestión asume una importancia tal que vale la pena citar sus palabras:

Al igual que fue por una rotura plena en su vida que Pablo mismo llegó a tener
sus convicciones, así las ideas fundamentales de su teología están dirigidas a las
personas que han pasado de una religión a otra. Esto constituye una seria
dificultad para épocas posteriores respecto a la teología de Pablo, y ha producido
interminable debate y confusión. En virtud del lugar autoritativo que ocupaba esa

1
Lightfoot, Galatians, 98.
2
1 Corintios 9:1.
3
Filipenses 3:12.
4
Efesios 3:3.
5
2 Corintios 4:6.
6
Confessions, x. 38.
7
H. J. Holtzmann, Neutestamentliche Theologie, ii. 238: “Die Explikation des Inhalts der Bekehrung, die
Systematisierung der Christophanie.”

70
71

teología en la Iglesia, su camino y el de sus convertidos llegó a considerarse


normativo para todo cristiano. Pablo mismo llegó a ser el tipo de pecador
convertido cuyas experiencias todos aquellos que querían ser conocidos como
“creyentes” y “convertidos” en el sentido verdadero necesitaban emular. Pero en
realidad, las condiciones necesarias para esto carecían en el caso de la
abrumadora mayoría de cristianos. La mayor parte de nosotros no nos hemos
convertido del Judaísmo o el paganismo al Cristianismo. No llegamos a conocer
el evangelio en nuestros años medianos, después de haber vivido en oscuridad.
Hemos crecido en la comunidad cristiana, siendo criados por padres cristianos,
habiendo recibido desde la niñez el mensaje del Padre Celestial y del Señor Jesús.
De una manea perfectamente normal hemos sido instruidos en las leyes básicas
del Cristianismo sin tener conocimiento personal de la espesa oscuridad del
paganismo pecaminoso. Por ende, surge la pregunta en muchas vidas, ¿Cómo
puedo experimentar ‘la justificación’ y ‘redención’? ¿Cuándo vendrá el momento
para yo ser un creyente convertido? Muchas veces han sido las almas más
sinceras las que han sentido una obligación sagrada de tener su propio “día de
Damasco”, buscando así provocar una crisis que no venía de por sí. ... Pero sin
duda hay muchos cuya naturaleza entera se rebela contra el experimentar tal
proceso de conversión—no porque sean impenitentes o autocráticos, sino porque
precisamente son sinceros y honestos. Ellos se creen hijos de Dios, al igual que
Jesús enseñaba a sus discípulos. No se creen obligados a viajar el largo y difícil
camino de la conversión por el valle de la desesperación para poder “recibir la
adopción de hijos”, tal como Pablo lo expresa, como si eso fuera algo nuevo y
fresco. Es por esto que encuentran gran dificultades con todas esas expresiones,
‘justificación,’ ‘redención’ y las demás que denotan un solo evento. No tienen
conciencia de haber experimentado jamás la justificación o el perdón de pecados
como un acto especial, percibiendo que desde sus primeros días han vivido en la
atmósfera de la gracia de Dios. El renacer como ‘nueva criatura’ les parece
orgánicamente imposible, porque están bien enterados de que la cuestión para
ellos no puede ser sino un progreso lento y gradual, sin que falten momentos de
tropiezos y retiradas. Tal es la postura del miembro normal de la Iglesia respecto a
la doctrina de la redención de Pablo, habiendo sido criado en la disciplina de una
familia cristiana. Desde luego, hay otros cristianos que, por ejemplo, han perdido
todo carácter cristiano y compañerismo con Dios por una caída seria y un
descuido extendido. Además, hay millones hoy que, a pesar de la Iglesia y la
escuela, nunca han sentido una simpatía interna para el evangelio. Hay un
paganismo moderno que nace dentro del seno de la Iglesia. Bien puede ser que,
tanto para esos cristianos caídos como para esta gran multitud indiferente, la
‘teología de conversión’ y la ‘teología misional’ sea el camino para la salvación;
no podemos excluir eso. Pero es muy cierto que hay muchos hombres hoy para
quienes el evangelio de Pablo con su forma intensa y dramática es simplemente
incomprensible y lejos de su propia experiencia vital.”1

Yo he citado este pasaje largo, porque involucra una cuestión práctica de primera
importancia. Podemos estar de acuerdo con Weiss cuando enfatiza el carácter intensamente
1
J. Weiss, Das Urchristentum, 337-339.

71
72

individual del evangelio de Pablo. Nadie se percataba de esto más que el mismo apóstol. Lo
llamaba “Mi evangelio,”1 y declaraba francamente su incapacidad de predicar otra cosa sino
aquello que se le había entregado, habiendo pasado esto por las llamas de su propia alma. En
realidad, ningún evangelio que carezca de un toque intensamente individual puede valer mucho.
Otra vez, está bien decir, tal como lo hace Weiss, que la verdad cristiana, la preparación y el
compañerismo de toda una vida dentro de la comunidad amada son factores de valor
incalculable. Un cambio cataclísmico del odio para Cristo a una devoción a Cristo (como en el
caso de Pablo), o de un pleno paganismo que niega a Dios a una religión espiritual (como en el
caso de muchos de sus convertidos), obviamente no es la única entrada al Reino. Tampoco es
necesario que un alma haya vivido desenfrenadamente para poder apreciar la paz de la
reconciliación. Pero Weiss está muy equivocado en asumir una antítesis radical entre las dos
clases de experiencias. No hay tal antítesis. Uno de los hechos más ciertos del mundo es que
ningún hombre—sea la fe que tenga o los errores que haya cometido—puede salvarse a sí
mismo. Solo este hecho haría que el evangelio de Pablo fuese universalmente razonable, porque
es el corazón de todo su mensaje. Todos por igual, aquellos que han sido criados en una
atmósfera cristiana tanto como aquellos que han sido rescatados del pecado más vil, tienen que
depender totalmente de Dios; en esto por lo menos no hay judío o griego, esclavo o libre. Por
ende, simplemente no es verdad decir que el mensaje de Pablo sea “ininteligible” para aquellos
cuyo camino ha sido otro. Históricamente no es cierto: como Denney señala, queda refutado por
el hecho que “ese mensaje ha sido incomparablemente la mayor fuente de avivamientos
espirituales en la Iglesia Cristiana por casi dos mil años.”2 Tampoco es verdad respecto a la
experiencia individual: grandes multitudes de hombres y mujeres, que no han tenido una
revolución tan violenta como la de Pablo, han oído en sus palabras la misma voz de Dios para
sus almas. En realidad, es precisamente la intensa individualidad de la experiencia de Pablo que
hace que su evangelio sea universal. Esa es la gran paradoja que tenemos que entender si hemos
de conocer a Pablo. Si la experiencia hubiera sido algo menos que la cosa individual, singular y
distintiva que era, el evangelio que resultaba hubiera sido algo menos que la cosa universal que
es.
El hecho es que la verdadera antítesis no está, como supone Weiss, entre aquellos que
han entrado al Reino por un camino y aquellos que lo han entrado por otro: está, más bien, entre
aquellos que, sea el camino de entrada que sea, han entregado personalmente su vida a Dios y
aquellos que no. Y si un hombre no puede leer la “teología de conversión” de Pablo sin un
sentido de irrealidad, si él “no está conciente de haber experimentado jamás el perdón de pecados
como un acto especial,” si al oír las palabras, “Jesucristo vino al mundo para salvar pecadores,”
no hay un impulso interno de agregar “de los cuales soy el principal,” si las apelaciones ardientes
del apóstol le parecen extrañamente irrelevantes, si lo único que puede decir acerca de la
transición de las tinieblas a la luz y de la muerte a la vida es que “no está en armonía con su
propia experiencia”—entonces convendría que tal hombre preguntase, no si Pablo estaba
limitado, desigual, y mayormente ininteligible por causa del modo particular en que el
Cristianismo se había apoderado de él, sino debe preguntarse a sí mismo si jamás realmente
entregó su alma a Dios, permitiendo así que Cristo y su religión se apoderasen de su vida. El
cristiano común de hoy, obrando su salvación con temor y temblor a sabiendas que es Dios que
obra en él, tiene mucho menos dificultades con Pablo que las palabras de Weiss nos llevarían a
suponer. El no cree que el apóstol esté hablando en un idioma desconocido. Éste no se queja de

1
Romanos 2:16.
2
The Christian Doctrine of Reconciliation, 179.

72
73

que entre la vida de este hombre y la suya haya un gran abismo. Si es siquiera un poquito
sensible, sentirá que hay una similitud. Se siente en parentesco con esta gran alma que conocía
tan bien los altos y los bajos de la vida. El piensa entenderlo. Y tiene razón. Porque la
experiencia de Damasco, lejos de hacer que Pablo se aleje de nosotros, hace que sea el hermano
de todos.

Ahora nos toca examinar las consecuencias inmediatas que trajo la revelación en el
camino a Damasco para el pensamiento, la vida y la religión. Desde luego, sería un error suponer
que las plenas implicaciones de su experiencia extraordinaria le fuesen evidentes al apóstol desde
el principio, o que todo lo que subsecuentemente encontró lugar en el evangelio de Pablo se
formase de inmediato en su mente. Los primeros discípulos, que experimentaron las primeras
apariciones después de la Resurrección, necesitaban tiempo para asimilar todo lo que el retorno
de su Maestro involucraba para ellos mismos y para el mundo. De rigor, la mayor parte de las
grandes experiencias espirituales de la vida son seguidas por un período de reconsideración y
reajuste. En el caso de Pablo, el retiro a Arabia, que San Crisóstomo y muchos de los padres
interpretaron curiosamente como una misión para la conversión de los árabes, sugiere, más bien,
un deseo de apartarse con el fin de tener una reflexión profunda y una comunión con Dios. El
contexto del pasaje—particularmente la declaración “no consulté de inmediato con ningún
hombre”—casi por seguro hace que así sea.1 El hombre convertido se daba cuenta que hacía falta
tiempo para la consolidación de su posición. Aunque eso sea cierto, queda el hecho que algunos
de los resultados de Damasco—y éstos son precisamente los más cruciales—acompañaron a la
conversión misma. No hubo ningún intervalo. Fueron cosas dadas. Fueron inmediatas y directas.
Fueron relámpagos de descubrimiento. Fueron las glorias de la certeza. Fueron hechos repentinos
que se asieron de la mente y el alma del hombre. Ahora, nuestra pregunta es: ¿Cuáles fueron
estos resultados, estos hechos que quedaron revelados inmediatamente así?

Antes que nada, Jesús estaba vivo. Aquí, es de suma importancia que reconozcamos que
lo que Pablo vio no era un efímero “Ser Celestial,” ningún Mesías impersonal: era a Jesús
Mismo, la Persona de quien había oído hablar tanto, cuyo carácter, vida y lineamientos habían
llegado a ser conocidos por él por medio de sus contactos con la nueva secta perseguida. Por sí
solo, la visión de un Mesías celestial nunca hubiera hecho que Pablo fuese cristiano. En realidad,
pudiera haber servido sólo para fortalecer su orgullo judío y para confirmarlo en su antagonismo
contra aquellos que se atrevían a afirmar divinidad para un nazareno crucificado. Por lo tanto, no
podemos enfatizar demasiado el hecho de que era Jesús, nadie más, que había sido crucificado,
que apareció a Pablo en el camino. Así llegó el gran descubrimiento que Jesús estaba vivo. ¡Sus
seguidores siempre habían tenido la razón! ¡La fe sobre la que habían arriesgado su vida era
realmente verdadera! La declaración de Esteban al morir de que veía a Jesús a la diestra de Dios
no había sido blasfemia sino un hecho literal. ¡Luego, todo lo que aquellos hombres y mujeres

1
Gálatas 1:16ss. Véase a Lightfoot, Galatians, 90. Sin embargo, es muy dudoso que Lightfoot tenga la razón al
afirmar que “Arabia” en este caso significa la península de Sinaí. Bien puede ser que el nombre aluda a las tierras
bajas desérticas al oriente de Damasco. Es “un término singularmente elusivo. Originalmente significaba ‘desierto’ o
‘desolación,’ y cuando llegó a ser un nombre propio etnográfico, tardó mucho en adquirir un significado fijo que
fuese entendido generalmente. ‘Arabia’ se movía como las nómadas, flotaba como la arena desértica.” (J. Strahan,
en HDAC, i. 88.)

73
74

perseguidos habían dicho acerca de tener a su Líder con ellos aún, acerca de tener comunión
íntima con El diariamente, no había sido una descabellada historia fabricada, como parecía, sino
que había sido estrictamente veraz y genuina.! Era un descubrimiento asombroso.
Además, significaba que todo lo que Jesús había sido y había hecho, todo título que El
había afirmado o que sus seguidores habían afirmado para él, ya quedaba confirmado por Dios
Mismo. Porque la victoria de Jesús sobre la muerte y la derrota no podría ser otra cosa sino la
acción de Dios, el brazo derecho de Dios con poder, el sello de Dios puesto convincentemente
sobre la afirmación mesiánica, la vindicación final de Dios sobre Su Hijo. Respecto a esto, debe
decirse cuán frecuentemente, al describir la resurrección, Pablo usa la voz pasiva en lugar de la
voz activa: ocasionalmente él dice “Jesús resucitó,” pero mucho más a menudo dice “Él fue
resucitado” o “Dios lo resucitó.”1 Esto es profundamente significativo. La resurrección fue acto
de Dios. Fue la autenticación por Dios de Jesús como Mesías e Hijo. Los siguientes pasajes son
típicos. “Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre.”2 “Y si el Espíritu de
aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos mora en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre
los muertos también dará vida a vuestros cuerpos mortales mediante su Espíritu que mora en
vosotros.”3 “...hemos atestiguado de Dios que resucitó a Cristo.”4 “...fuisteis resucitados
juntamente con él, por medio de la fe en el poder de Dios que lo levantó de entre los muertos.”5
“Para esperar de los cielos a su Hijo, a quien resucitó de entre los muertos.”6 El más llamativo de
todos es la gran declaración a los filipenses, “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta
la muerte, ¡y muerte de cruz! Por lo cual también Dios lo exaltó hasta lo sumo...”7 y las palabras
famosas en el prólogo de Romanos, “...y quien fue declarado Hijo de Dios con poder según el
Espíritu de santidad por su resurrección de entre los muertos...”8 Todo esto apunta hacia atrás a
la verdad asombrosa que irrumpió sobre Pablo en la hora de su conversión, a saber, que la nueva
religión se fundaba, no en alguna credulidad o invención humana, sino sobre la misma palabra y
la garantía de Dios. Como el apóstol mismo lo expresara alguna vez, en el viviente Jesús
resucitado, se había pronunciado el divino “Sí,” afirmando así todas las promesas más gloriosas
jamás dadas por Dios.9
Esta, pues, fue la primera consecuencia inmediata de la experiencia de conversión de
Pablo. El ya sabía que Jesús estaba vivo por el poder de Dios. Desde este momento en adelante
hasta el final de su vida, la resurrección era central en el pensamiento del apóstol. No podía ser
de otro modo. La teología Protestante, concentrándose en el sacrificio expiatorio de la cruz, no
siempre le ha hecho justicia a este énfasis apostólico sobre la vida resucitada. Ciertamente
estamos de acuerdo con Denney al decir lo siguiente: “difícilmente hubiera cosa más
curiosamente contraria al Nuevo Testamento que el usar la resurrección para menospreciar o
subestimar la muerte.10 Más bien, juntamente con Pablo se debe reconocer que sin la
resurrección la muerte (de Jesús) hubiera sido impotente para salvar. Sin un Cristo resucitado,

1
Los siguientes pasajes en Hechos muestran que Pablo estaba de acuerdo con la práctica de la Iglesia primitiva:
Hechos 2:24, 32, 36; 3:15, 26; 4:10; 5:30; 10:40.
2
Romanos 6:4.
3
Romanos 8:11.
4
Romanos 15:15.
5
Colosenses 2:12.
6
1 Tesalonicenses 1:10.
7
Filipenses 2:8ss.
8
Romanos 1:4.
9
2 Corintios 1:20.
10
The Christian Doctrine of Reconciliation, 287.

74
75

viviente y presente con quien todo creyente puede tener unión con él por la fe, todos los
beneficios de la muerte sacrificial permanecieran sin apropiarse para siempre. Era sobre el hecho
de la resurrección que la Iglesia fue construida. Era el evangelio de la resurrección que los
apóstoles predicaban. Era la experiencia de unión con el Cristo resucitado que hacía que fuesen
los hombres de poder que eran. El hecho es que, lejos de menospreciar la muerte sacrificial por
enfatizar demasiado la resurrección, hacemos lo que más probablemente interpreta la muerte en
su pleno valor redentor. Corremos más riesgo de menospreciarla si falta el énfasis sobre la
resurrección. En resumidas cuentas, ningún favor se le puede hacer a la religión o al estudio de
Pablo si separamos los dos eventos, poniendo el uno contra el otro. El versículo singular “quien
fue entregado por causa de nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación.”1
Debe advertirnos que cualquier aislamiento tal es innecesario e irreal. El punto que queremos
hacer aquí es que la teología Protestante, con algunos de sus énfasis, ha cambiado
inconscientemente el énfasis apostólico al aislar la cruz, sin ver al Calvario con la luz de la
resurrección que resplandece en su trasfondo.
En cuanto a la postura de Pablo no hay duda. Nadie que lea las epístolas querrá
minimizar el poder y la gloria de la cruz; ésta provocaba el amor del hombre, subyugando así su
terca voluntad. Pero frases tales como “Predicamos a Cristo crucificado,”2 y “Porque me propuse
no saber nada entre vosotros sino a Jesucristo, y a él crucificado”3 no cambian el hecho de que
por toda la religión de Pablo corre la experiencia abrumadora de un Cristo a su diestra, una
Presencia viva con quien él puede tener comunión, en quien puede confiar, del cual puede recibir
toda la dirección diaria necesaria. También por todo su evangelio se suena la nota de trompeta,
“Sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere.”4
Para Pablo, la resurrección era un evento histórico del pasado, pero era también mucho
más: era una realidad presente. El Dr. R. H. Strachan llamó la atención al hecho significante de
que mientras que los verbos “murió,” “fue sepultado,” “apareció,” están en el aoristo en los
primeros versículos de 1 Corintios 15, la palabra “resucitó” está en el tiempo perfecto. “El
tiempo perfecto εγηγερται resuena como el repique de una campana a lo largo del capítulo.”5
Pablo quería decir que no tan sólo ha resucitado, sino que está vivo—¡ahora! Porque lo he visto,
y lo sé. En un lugar Chesterton, al hablar de Platón y Sharkespeare, pide que “imaginemos cómo
sería vivir con tales hombres vivientes, saber que Platón pudiera comenzar una conferencia
mañana, o que en cualquier momento Shakespeare pudiera despedazar todo con un solo canto.”6
A Pablo no le hacía falta tal imaginación en el caso de Jesús. En cualquier momento Jesús
pudiera irrumpir con una nueva auto-revelación, o despedazar el Judaísmo tanto como el
paganismo por un nuevo canto de salvación. Tal era el primer mensaje directo de Damasco—
Jesús estaba vivo.

El segundo resultado inmediato de la experiencia de conversión era el revolucionar de


toda la actitud de Pablo respecto a la cruz. Como fariseo, siempre él había sostenido que la
muerte de Jesús descartaba cualquier afirmación mesiánica. ¿Cuál de los profetas de Israel o de
los rabíes jamás se atrevió a pensar en un Mesías que sufriera la muerte. La idea era monstruosa

1
Romanos 4:25.
2
1 Corintios 1:23
3
1 Corintios 2:2.
4
Romanos 6:9.
5
The Historic Jesus in the New Testament, 46.
6
G. K. Chesterton, Orthodoxy, 285.

75
76

e impensable. Acaba con las pretensiones de Jesús. Acaba con el credo insensato de sus
seguidores. Reducía su causa a una ridiculez. Pero aun más extraño que la delusión de que Aquel
que moría pudiera ser Mesías era la locura de seguir sosteniendo esa creencia ante el hecho de la
muerte que sufrió Jesús. Una crucifixión era el colmo de la ignominia. ¿No había declarado la
ley que “...porque el ahorcado es una maldición de Dios.”? ¿No había advertido al pueblo que un
cadáver dejado sobre el madero por demasiado tiempo contaminaría la tierra?1 El judío tanto
como el gentil concordaban en considerar la cruz como el símbolo de la condenación final y la
vergüenza más vil. “Servile supplicium” era la expresión romana; en las palabras de Cicerón
algo así casi como un estremecimiento puede percibirse—“crudelissimum taeterrimumque
supplicium.”2 Por ende, podemos estar seguros que cuando Pablo, al escribir a los corintios,
admite que “...Cristo crucificado: para los judíos tropezadero, y para los gentiles locura,”3 hace
algo más que reportar lo que presenciaba en su derredor. El está recurriendo a una experiencia de
primera mano. Está recordando sus propias reacciones pre-cristianas en cuanto a la historia de la
cruz. Nadie exclamó más recio contra el σκανδαλον de la cruz que Pablo el judío; Nadie
denunció con más vehemencia su µωρια que Pablo el ciudadano romano. De nuevo, al oírlo
declarar que “...nadie, hablando por el Espíritu de Dios, dice: ‘Anatema sea Jesús,”4 es otro eco
autobiográfico de la misma clase que oímos. Como cristiano, Pablo podía exclamar “Si alguno
no ama al Señor, ¡sea anatema!”5 Pero antes era sobre el mismo Cristo que Pablo había proferido
sus “anatemas”. ¿Cómo pudiera un aspirante al Mesiazgo cuya carrera había terminado en la
desgracia de una crucifixión ser otra cosa sino un engañador y charlatán? ¿Qué más se podía
decir excepto que la maldición de Dios estaba sobre él?
El destello de luz en el camino a Damasco cambió todo esto. Jesús había conquistado la
muerte. El había pasado por ellas y más allá de ella a la gloria eterna. Desde luego, sin duda sólo
después de una larga y profunda meditación en oración pudo Pablo comprender el pleno y
multifacético significado de la cruz, tal y como lo vemos en sus epístolas. Sin embargo, desde el
mismo momento en que el Cristo exaltado se le reveló, él sabía que la maldición se había ido.
Era imposible considerar como víctima de la denunciación divina a aquel que Dios había
vindicado tan triunfalmente. Se había quitado el σκανδαλον. La muerte de Cristo era la sabiduría
y la gloria de Dios. Jesús no había sido forzado a ir a ella, como si estuviera impotente,
quebrantado y derrotado: más bien, él la había aceptado dentro de la libertad de su propia alma
inconquistable. En la cruz estaba la redención del mundo. El Calvario era parte del plan divino
para sanar a una tierra quebrantada. Pablo empezó a comprender todo esto. Fue la hora de
Damasco que le enseñó las primeras notas de lo que algún día llegaría a ser un gran y jubiloso
canto de guerra de la fe—“Pero lejos esté de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo.”6

Esto nos lleva a la tercera consecuencia directa del encuentro con Jesús en el camino—la
entrega del hombre al amor divino que ahora quedaba revelado. Que Jesucristo, cuyo nombre él
había difamado, cuyos seguidores él había perseguido, cuya causa él había luchado para destruir,
que éste le viniese a encontrar para ponerle encima las manos, le era un concepto a la vez
1
Deuteronomio 21:23.
2
Cicerón, In Verme, v. 66. Compárese con Pro Rabirio, v. 10: “Aléjese el mismo nombre de la cruz, no tan sólo del
cuerpo, sino aun de los pensamientos, ojos y oídos de los ciudadanos romanos.”
3
1 Corintios 1:23.
4
1 Corintios 12:3.
5
1 Corintios 16:22.
6
Gálatas 6:14.

76
77

gloriosamente inspirador y terriblemente sojuzgante. ¡Jesús le había estado buscando a él, por
blasfemo y perseguidor que fuera! Para él, la gracia y la misericordia habían nacido. Para él, el
Señor había subido al Calvario. En esa hora de revelación, Pablo se daba cuenta que hasta el
final de su vida le sería deudor a Jesús. Con un maravillar interminable ya él podía hablar de “el
Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí.”1 Jamás dudó que el amor que había
venido en busca de él era el amor de Dios Mismo. El orden de las cláusulas de la gran bendición
Trinitaria, donde “la gracia del Señor Jesucristo” está primera, seguida después por “el amor de
Dios,” puede considerarse una transcripción de la experiencia de Pablo mismo.2 Fue por este
encuentro con Cristo, un Cristo de toda gracia, que él conoció el amor divino. Toda su febril
búsqueda por la paz, la justicia y la certeza ya se había acabado, por Dios en Cristo había tomado
la iniciativa. La pobre lámpara humeante del legalismo se había apagado en la gloria de la
aurora. Dios lo había reconciliado. Cristo había muerto por él a pesar de ser “pecador,”
“enemigo”—¡cuán profundamente están teñidas las palabras en la misma sangre de Pablo!3 Se
había ido el severo Dios inexorable del Judaísmo, que observaba a Sus criaturas que faenaban
por una justificación que El mismo sabía ser inalcanzables para ellas. Ahora quedaba revelado un
Padre que buscaba a su hijo. Estando cara a cara con esa gracia buscadora, ese amor
reconciliador, todo el ser de Pablo se rindió absolutamente. Con toda la pasión de su alma, él
respondió. Se entregó a Dios. El adoró a Cristo. La gracia de parte de Dios se había encontrado
con la fe de parte del hombre. Desde el crisol calentísimo de esa experiencia, emergió una vida
nueva. El cataclismo de esa hora introdujo a Pablo a una nueva esfera de existencia totalmente
diferente. Ahora era tan distinto del hombre que había partido de Jerusalén como el mediodía se
distingue de la medianoche, tan diferente como la diferencia entre la muerte y la vida. Su óptica,
su mundo, su naturaleza, su sentido moral, su misión—todos habían cambiado. Él era un hombre
“en Cristo.”

De esto surgió la última consecuencia directa de la conversión de la que tomaremos nota


aquí—la visión de un mundo que aguardaba. De repente Pablo se daba cuenta que él había
encontrado la verdad por la que todo hombre en todas partes buscaba, la verdad por cuya
carencia el judío tanto como el gentil perecía. Y Pablo sentía en su ser la demanda imperiosa a
que dedicase su vida de allí en adelante en la proclamación de esta verdad. Este era el llamado
profético de Pablo, la fuente de su conciencia apostólica, el origen de su doctrina de elección, y
el motor y motivo de su pasión evangelizadora que lo llevaría incansablemente sobre tierra y mar
como heraldo del Señor resucitado.
Es interesante comparar su llamado con el de su gran predecesor, Isaías.4 En un caso
tanto como en el otro, la experiencia decisiva vino con una rapidez alarmante: un día en el
templo, una hora en el camino, y dos vidas fueron cambiadas para siempre. Además, para ambos
hombres era una visión personal de Dios que llegó a ser un punto decisivo. “...vi yo al Señor
sentado sobre un trono...,” declaró Isaías. “¿Quién eres, Señor?” Pablo preguntó. Otra vez, en el
corazón de ambos, la primera reacción a la visión era un sentido sobrecogedor de indignidad
personal y pecado: “Soy un hombre de labios inmundos,” Isaías exclamó. Las palabras que
revelaron a Pablo su vergüenza eran “Soy Jesús, a quien tú persigues.” También, a ambos,
mientras se postraban en desesperación, les llegó una maravillosa sensación de limpieza y perdón

1
Gálatas 2:20.
2
2 Corintios 13:14.
3
Romanos 5:8, 10.
4
Isaías 6:1ss.

77
78

por el amor divino que tomaba la iniciativa. “He aquí, esto ha tocado tus labios; tu culpa ha sido
quitada.” Y finalmente, para el profeta tanto como para el apóstol, se agregó a estas visiones de
Dios, de sí mismos, y de la gracia redentora, la visión adicional de un mundo perdido que
esperaba su evangelio. “Heme aquí, envíame a mí,” dijo uno. El otro declaró: “¡ay de mí si no
anuncio el evangelio!”1 Isaías, al igual que Pablo, sabían lo que sabe todo aquel que alguna vez
se haya enfrentado cara a cara con lo eterno, que la visión de Dios nunca es un fin en sí misma,
sino que es la misma muerte para la religión cuando ésta retiene para sí todas sus glorias en vez
de esparcirlas. También, sabe que todo discípulo que ha visto la luz tiene que ser más que un
discípulo—tiene que ser un heraldo. De no ser así, falla al Dios de su salvación.

“Yo sabía que Cristo me había dado la vida,


Para hermanarme con todas las almas de la tierra.”

El antiguo refrán griego reza: “Los que tienen la antorcha tienen que pasar la luz a otros.”
Por consiguiente, Pablo nunca toleraba ningún minimizar de su oficio apostólico. Cristo
le había aparecido fuera del portón de la ciudad de Damasco para reclamarlo para la obra de
Dios. Pablo les dice a los corintios: “Soy embajador en nombre de Cristo.”2 “Pablo, siervo de
Cristo Jesús, llamado a ser apóstol: apartado para el evangelio de Dios” se halla en la
introducción a su carta a los romanos.3 Karl Barth comenta: “El hombre que habla es un
emisario, obligado a cumplir con su deber; el siervo del Rey; un siervo, no un amo.”4 En otra
parte él refuta las insinuaciones de aquellos que lo acusaban de aspirar a un oficio que no le
atañía al declarar que en realidad había sido destinado por Dios a ello. “Pero cuando Dios—
quien me apartó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia—tuvo a bien revelar a su
Hijo en mí para que yo lo anunciase entre los gentiles...”5
Aquí tocamos el mismo nervio del gran pensamiento de Pablo acerca de la elección.
Nunca entenderemos esta doctrina tal y como aparece en las epístolas a no ser que nos demos
cuenta que se remonta a la experiencia personal de un hombre que, por el hecho de su
conversión, se percató de que había sido elegido por Dios, señalado por el decreto divino para el
servicio y la embajada. “Asimismo, nos escogió en él antes de la fundación del mundo.”6 En este
sentido, la predestinación es sólo otro nombre para la gracia. Se puede decir con toda seguridad
que si los intérpretes de Pablo siempre hubieran tenido presente este trasfondo personal, muchos
de los disparates de interpretación que han dejado una sombra sobre toda idea de elección,
haciendo así que sea fuente de recelos y aun sufrimiento de parte de millares de almas piadosas,
nunca se habrían perpetrado. Lo que Pablo intenta hacer no es sugerir recelos sino removerlos. El
invita a las almas ansiosas a saber que en último análisis su religión no depende de su elección a
Cristo, sino que depende de la elección de Cristo a ellas. Parece estar diciendo: ¡qué nota de
confianza ese hecho debe ser para vuestra religión personal!
En resumidas cuentas, la doctrina Paulina de la elección se resume en las palabras de
Jesús en el Cuarto Evangelio: “Vosotros no me elegisteis a mí; más bien, yo os elegí a
vosotros.”7 Y si el apóstol seguía recalcando este pensamiento con todo su ser, era porque lo
1
1 Corintios 9:16.
2
2 Corintios 5:20.
3
Romanos 1:1.
4
The Epistle to the Romans (traducción inglesa), 27.
5
Gálatas 1:15ss.
6
Efesios 1:4.
7
Juan 15:16.

78
79

había encontrado como una poderosa ayuda, fuerza y sostén para las vicisitudes de su propia vida
y religión. Como dijera Pablo: “...porque los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables,” o
como lo tradujera el Dr. Moffatt, “Dios nunca defrauda respecto a su llamamiento.”1 Esta es una
frase que toda alma dudosa, sea del siglo veinte o del primero, haría bien en considerar. Pablo les
dice a sus convertidos “sois llamados a ser santos,”2 como si les dijera, “No dejéis que ninguna
duda desde adentro o ninguna crítica desde afuera destruya vuestra quieta seguridad o hacer que
vosotros dudéis de la realidad de la experiencia que habéis tenido. Son nada menos que la eterna
voluntad y el decreto de Dios sobre los que descansa vuestra nueva vida.” Es la misma confianza
magnífica, generada ésta por una experiencia personal con Cristo, que respira en sus palabras a
los corintios, “Por esto, teniendo nosotros este ministerio según la misericordia que nos fue dada,
no desmayamos.”3 Pudiera ser que su humor varíe, que sus sentimientos fluctúen, que
dificultadas jamás soñadas obstaculicen su sendero: pero detrás de todo esto estaba Dios, y su
palabra era roca. Por ende, Pablo no podía dudar la legitimidad de su apostolado, porque dudarla
sería dudar la verdad de Dios Mismo.
Y, sin embargo, por muy seguro que Pablo estuviera de ello, nunca lo daba por sentado,
ni tampoco dejaba de asombrarse de que, de todos los hombres del mundo, él fuera llamado a
proclamar al Cristo de Dios. ¿Por qué Dios habría elegido al principal de los pecadores? Este era
el pensamiento que llenaba su mente hasta el final de su vida, llenando así su alma de un
espantoso asombro. “A mí, que soy menos que el menor de todos los santos”—ελαχιστοτερω, un
superlativo reforzado—“me ha sido conferida esta gracia de anunciar entre los gentiles el
evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo.”4 En su tiempo Isaías pudiera haber
experimentado la misma emoción, porque ¿no le había mostrado su visión todos los serafines
destellantes alrededor del trono, listos éstos en cualquier momento para salir en obediencia al
mandato del Rey y para hacer su voluntad? ¿Por qué, pues, Dios lo llamaría a ser el mensajero de
redención—un ser no tan sólo mortal sino también sumido en pecado, que hacía poco gritaba
‘¡inmundo! ¡inmundo!” Tal vez, al meditar sobre estas cosas con gran asombro, se le ocurriera a
Isaías que las mismas bajuras por las que había transitado y en las que Dios lo había encontrado
explicaban su comisión. Es decir, que él conocía algo de la gracia perdonadora de Dios que los
serafines en el cielo jamás conocerían. Por lo tanto habría una pasión y una urgencia en su
proclamación del mensaje que permitiría que éste calase profundamente en el corazón y
conciencia del mundo. Por lo menos, tal era el sentir de Pablo. Que Dios en su gracia se fijara
siquiera en los hijos de los hombres era una cosa que debería hacer que cualquier hombre
brincara con aclamaciones de júbilo. Pero que Dios se fijara en él, el perseguidor de la causa de
Dios, el hombre que más que nadie había crucificado al Cristo de Dios de nuevo, era algo que
hacía que él se arrodillara con una gratitud adoradora. Era esto que se apoderó a Pablo, uniéndole
así a Cristo con grilletes de inmortal gratitud. De allí en adelante literalmente era el esclavo del
evangelio. Ahora una sola cosa se adueñaba de él con pasión: el llevar a todo hombre a la fuente
de la salvación y la fuente de aguas vivas, a ese arroyo en el desierto de Damasco del cual su
propia alma había bebido, cuyo nombre era la gracia de Dios y la eterna misericordia de Cristo.

1
Romanos 11:29.
2
Romanos 1:7, 1 Corintios 1:2.
3
2 Corintios 4:1.
4
Efesios 3:8.

79
80

CAPÍTULO IV

EL MISTICISMO Y LA MORALIDAD

El corazón de la religión de Pablo es la unión con Cristo. Más que cualquier otra
concepto—más que la justificación, más que la santificación, aun más que la reconciliación—
esta es la clave de los secretos de su alma. Dentro del Lugar Santísimo que quedó revelado al
romperse el velo en dos partes desde arriba hasta abajo cuando la experiencia en el camino a
Damasco, Pablo vio a Cristo llamándole y dándole una bienvenida con amor infinito a una
unidad vital con El. Si se quisiera encontrar las frases más características jamás escritas por el
apóstol, no se hallarían en la refutación de los legalistas, ni en la vindicación de su apostolado, ni
en la meditación sobre esperanzas escatológicas, ni en el dar dirección ética práctica a la Iglesia,
sino en expresar su intensa intimidad con Cristo. Todo el significado de la religión para Pablo
puede expresarse en palabras tales como las siguientes: “...ya no vivo yo, sino que Cristo vive en
mí.”1 “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.”2 “Pero el que
se une con el Señor, un solo espíritu es.”3

El reconocimiento creciente del hecho que la unión con Cristo es el centro de la religión
personal de Pablo y del evangelio proclamado por él representa un avance definido e importante
en la interpretación del Nuevo Testamento. En realidad, se dan personas que aún no otorgan a
esta realidad capital su lugar merecido, en parte por la influencia de un Paulinismo tradicional, y
en parte por un profundo desdén y desconfianza de cualquier cosa que huela a “misticismo.” A
través de gran parte de su historia, la teología protestante se ha concentrado en el concepto de la
justificación. Éste se ha considerado más típico de Pablo que cualquier otra cosa. Se creía que
para entender a Pablo lo único que había que hacer era elucidar las ideas tocantes a la
justificación. Esta era la primera máxima con la que generaciones de investigadores se pusieron a
trabajar. Ahora bien, nadie que se dé cuenta de los principios profundos que están entre juego en
todas las referencias del apóstol a esta cuestión querrá orillar la justificación ni siquiera
momentáneamente; tampoco querrá considerarla menos que crucial para un evangelismo
auténtico. Lo único en que quisiéramos insistir es que era un desarrollo desigual que hacía que
esta idea fuese central, viendo en ella la clave para la religión de Pablo. Al presentar una postura
más amplia, Ritschl habló del Cristianismo como “una elipse con dos focos”: Estos eran la
justificación y el reino de Dios.4 Pero la gran frase Paulina “en Cristo” recibió demasiado poco
atención de la escuela Ritschliana. Tal vez no exagere J. K. Mozley al declarar que “Ritschl es un
guía en que no se puede fiar de ninguna manera cuando se trata de la interpretación de cualquier
pasaje que hable de la unión mística.”5 Según Denney, “reconciliación” era la palabra clave. Éste
escribe: “Justo porque la experiencia de la reconciliación es la experiencia central y fundamental
de la religión cristiana, la doctrina de la reconciliación no es tanto doctrina sino la inspiración y
foco de todo...El principio y la piedra angular de toda doctrina cristiana genuina se hallan en la
experiencia de la reconciliación a Dios por Cristo.”6 La obra de Denney ha ocasionado que todos

1
Gálatas 2:20.
2
Romanos 8:1.
3
1 Corintios 6:17.
4
Justification and Reconciliation, 11.
5
Ritschlianism, 139.
6
The Christian Doctrine of Reconciliation. 6ss.

80
81

los estudiantes de Pablo estén en su deuda. Pero, nuevamente, la crítica puede hacerse
legítimamente que el concepto de la unión con Cristo ocupa un lugar menor que el dado por
Pablo. Justamente es en este punto donde la teología Barthiana se expone al ataque. Barth no
tolera el misticismo sentimental: para él, es la apoteosis de todo lo descaminado de la religión.
Pero existe un misticismo no-sentimental, y esta escuela está en peligro de rechazar lo verdadero
junto con lo erróneo. Al hablar de las grandes doctrinas de Pablo en cuanto al Espíritu que mora
en uno y el compañerismo de los creyentes con Cristo, Barth no tiene nada que compare a su
propia noble discusión de tales temas como la justicia de Dios. Si bien el sobrecogimiento del
alma humana, postrada a los pies de Dios, “el Totalmente Otro,” es esencial para la religión,
entonces el gozo del alma que es llevada a una plena comunión íntima con Dios en Cristo no es
menos religioso. Y los Barthianos, que han servido a su generación tan bien en su énfasis sobre
aquél, no podrán escaparse de la acusación de ser desiguales hasta que den lugar a éste. Sin duda,
las grandes palabras del himno conocido de Faber siempre encontrarán eco en el alma del
verdaderamente religioso:

“¡Oh, Dios vivo, cuánto te temo,


Con los más profundos temores tiernos,
Para así adorarte con una esperanza temblorosa
Y lágrimas penitenciales!”

Pero eso, como vio Faber, y algunos de los intérpretes contemporáneos del Cristianismo han
dejado de ver, no es todo en la religión. Lo que Pablo una vez describiera como “la abundancia
de la bendición de Cristo,”1 sólo es conocido por el alma que haya hecho otro descubrimiento:

“Oh, Señor, permite que yo te ame también,


Por lo Todopoderoso que eres,
Porque Tú te has dignado de pedirme a mí
El amor de mi pobre corazón.”

Esto es lo que la unión con Cristo quiere decir, y hasta que nos demos cuenta del lugar céntrico
que siempre ha tenido en el pensamiento y experiencia de Pablo, muchos de los tesoros más ricos
del evangelio se quedarán ocultos para nuestra vista.
Sin embargo, generalmente la tendencia del estudio Paulino en los últimos años ha sido la
de dar más atención a este elemento más vital de la religión del apóstol. Para ilustrar el consenso
de opinión creciente, pueden citarse los siguientes veredictos. Según Titius, “Al igual que el
concepto de la vida es decisivo para la religión en contraposición al de la justicia, y que el
concepto de la resurrección tiene precedencia sobre el del juicio en delinear el camino de la
salvación, así la idea de la vida espiritual en Cristo tiene precedencia sobre el concepto de la
justificación.”2 Garvie asevera: “Esta unión personal con Cristo es el constante factor dominante
en la experiencia religiosa y el carácter moral de Pablo.”3 Deismann, que siempre ha sido
partidario de este punto de vista, sostiene que “los varios testimonios de Pablo acerca de la
salvación son las refracciones de un solo destello, la fe de Cristo...De hecho, la religión de Pablo

1
Romanos 15:29.
2
Der Paulinismus, unter dem Gesichtspunkt del Seligkeit.¸270.
3
El artículo “Paul’s Personal Religión”en Expository Times, marzo de 1925.

81
82

es algo bien sencillo. Es la comunión con Cristo.”1 El Decano Inge es igualmente enfático: “Esta
relación íntima con el Espíritu-Cristo es incuestionablemente el núcleo de su religión...El crítico
de San Pablo tiene que darle bastante peso a las palabras repetidas constantemente ‘en Cristo.’ El
Cristo místico podía hacer lo que la idea de un Mesías jamás pudiera haber hecho. Esta
concepción, desarrollada en el Cuarto Evangelio, ha sido la misma vida del Cristianismo desde
entonces.”2 J. Weiss dice: “La fe en Cristo, la piedad en Cristo, la adoración a Cristo, el
misticismo en Cristo—este es el foco singular de la religión de Pablo; Esta es la forma especial
en la que él experimentó el Cristianismo.”3 El veredicto del Profesor H. A. A. Kennedy es
notable. “Esta relación supremamente íntima con Cristo constituye para Pablo la presuposición
de todo lo que cuenta en la salvación.”4 Según el Profesor H. R. Mackintosh, “Unión con Cristo
es un nombre corto para todo lo que los apóstoles querían decir por salvación. Para San Pablo y
San Juan la unión con Cristo es redención y ésta es la unión con Cristo....la clásica experiencia
cristiana, no una excentricidad periférica.”5 El libro reciente de Schweitzer, The Mysticism of
Paul the Apostle, aunque marcado por el mismo prejuicio escatológico algo exagerado que
caracterizaba su obra anterior, tiene este gran mérito, que se fija en la experiencia de la unión con
Cristo como el mismo núcleo del Cristianismo. La conclusión del Profesor C. E. Raven en
cuanto a Pablo es que “toda su filosofía multifacética está basada en la creencia de que tal unión
personal, lograda por la fe y consumada en el amor, es la esencia de la religión...Una vida “en
Cristo” no es peculiar a San Pablo, y en realidad es el elemento esencial y creativo del
Cristianismo.”6
Evidencia adicional de la misma clase pudiera citarse, pero estos pasajes servirán para
ilustrar lo que ha sido una de las tendencias más importantes y esperanzadoras en el estudio de
Pablo en años recientes.7 Si se preguntase ahora ¿Por qué será tan vital mantener la concepción
de la unión con Cristo en el centro?, la respuesta es clara. Por un lado, asignar a este hecho
cualquier otro lugar que no sea el centro es hacer peligrar toda la doctrina de la expiación. La
redención obrada por Cristo llega a ser algo que funciona mecánica o casi mágicamente, porque
es algo totalmente fuera de nosotros, independiente de nuestra actitud. Gore no hablaba
demasiado fuerte al decir que la tendencia a aislar la concepción de “Cristo por nosotros” del
otro concepto de “Cristo en nosotros” históricamente ha sido “una fuente rica para el
escándalo.”8 Ciertamente, una idea tal como la justificación, por ejemplo, sólo puede ser
gravemente engañadora si no se ve a la luz de una unión con Cristo en Su actitud respecto al
pecado. Similarmente, el concepto de la santificación, desligado de la unión, pierde toda
realidad. Se le deja como guindando en el aire. Llega a ser algo “extra.” No está relacionado
orgánicamente al resto de la redención. Sólo cuando la unión con Cristo se mantenga céntrica se
ve la santificación con su verdadera naturaleza, es decir, como el desenvolvimiento del carácter
de Cristo Mismo dentro de la vida del creyente. Sólo entonces puede comprenderse la relación

1
The Religión of Jesus and the Faith of Paul, 207, 223.
2
Christian Ethics and Modern Problems, 73.
3
Das Urchristentum, 341.
4
The Theology of the Epistles, 124.
5
The Person of Jesus Christ, 334.
6
Jesus and the Gospel of Love, 296, 301.
7
Se puede agregar un testimonio Católico Romano aquí: “la idea fundamental de la Iglesia” es “la idea de la
incorporación de los fieles en Cristo.” (Karl Adam, The Spirit of Catholicism, 22).
8
Belief in Christ, 299. Compárese con E. Brunner, The Mediator, 528: “Aquello que se expresa abiertamente y
aquéllo que se habla dentro del corazón, el Cristo por nosotros y el Cristo en nosotros, son uno y el mismo Dios.”

82
83

esencial entre la religión y la ética. En resumidas cuentas, todo el significado de la expiación está
en juego.
De todo esto Pablo estaba bien enterado. Hay un pasaje muy importante que resume su
pensamiento general en torno a ello, y también muestra en particular cuán definitivamente la
unión con Cristo tenía precedencia sobre todas las demás concepciones con las que trabajaba su
mente. El pasaje es éste: “Pero Dios demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros. Luego, siendo ya justificados por su sangre, cuánto más
por medio de él seremos salvos de la ira. Porque si cuando éramos enemigos, fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, cuánto más, ya reconciliados, seremos salvos
por su vida.”1 Aquí, por el repetido uso del argumento a fortiori, Pablo declara su convicción de
que en el Cristianismo el énfasis final siempre tiene que caer sobre una cosa, y sobre una cosa
nada más, la unión con Cristo, o sea, la vida en comunión con Cristo. Además, se debe notar que
en muchos pasajes donde la justificación es el tema (aunque no en todos), se puede palpar la
influencia de la controversia judaica—otro hecho que nos justificaría considerar tales pasajes
como siendo por lo menos un poquito más lejos del centro de la fe que aquellas cosas que hablan
de su propia experiencia más íntima con Cristo, esto aun excluyendo todo pensamiento de
controversia.2 También, tal vez vale la pena mencionar que, mientras que la justificación y la
reconciliación sin duda anticipan y contienen germinalmente toda la cosecha del Espíritu que aun
ha de venir, sin embargo—por la misma naturaleza de los mismos términos—contienen y nunca
pueden deshacerse de una memoria de la antigua vida que queda atrás. Lo positivo de ellos
implica un negativo. Hablan de una transición, un rompimiento, un fin y un principio, y su
brillantez tiene un trasfondo oscuro que la resalta. En cambio, la unión con Cristo significa la
constante gloria inquebrantable de una calidad de vida que brilla por su propia luz, porque es
esencialmente sobrenatural. No permite ningún atisbo de lo negativo, porque “la plenitud de
Dios” está en ella. No conoce nada de antes y después, porque ya es eterna.

Ahora nos fijamos en la breve pero más importante frase con la que la intimidad de Pablo
con el Cristo resucitado se expresa, “en Cristo.” Por su frecuente uso común en el vocabulario
del Cristianismo actual, es bien posible no captar su significado y así no reconocer lo
impresionante que es. Vale la pena recordarnos que palabras tales nunca se han usado, ni jamás
pudieran usarse, respecto a los hijos de los hombres. No decimos que estamos en San Francis, o
en Juan Wesley. En realidad, cuando decimos estar “en Cristo,” consciente o inconscientemente
hacemos una profesión de fe; estamos armando una Cristología. Aunque decimos algo acerca de
nosotros mismos, estamos diciendo algo mucho más tremendo acerca de Jesús. Estamos
declarando que Jesús no es un mero hecho de la historia, no es ninguna personalidad destacada
del pasado, sino que es un vivo Espíritu presente, cuya naturaleza es la de Dios Mismo. Así de
grande es esta frase apostólica predilecta.
Era un dicto de Lutero que toda la religión se encontraba en los pronombres. Que hay una
gran verdad en esto, tiene que darse cuenta todo aquel que puede hablar juntamente con Pablo
del “Hijo de Dios que me amó, que se entregó por mí.”3 Pero Deismann, yendo más lejos que
Lutero, virtualmente declara que la religión reside en las preposiciones, y en uno de ellos en
particular. La publicación en 1892 de Die neutestamentliche Formel “in Christo Jesu” voceaba
la aurora de una nueva era en los estudios Paulinos. Partiendo del hecho de que “en Cristo” (o

1
Romanos 5:8-10.
2
Sin embargo, la influencia de la controversia no debe exagerarse.
3
Gálatas 2:20.

83
84

alguna expresión similar, tal como “en el Señor,” “en El,” etcétera) tiene lugar 164 veces en
Pablo, pero nunca en los Sinópticos, Deissmann llevó a cabo un examen riguroso del uso de εν
con el dativo personal en la literatura griega en general y en la Septuaginta en particular. Llegó a
la conclusión de que Pablo “fue el que originó la fórmula, no que fuera el primero en usar εν con
un singular personal, sino en el sentido de que él usaba una expresión idiomática ya existente
para acuñar un nuevo término técnico religioso.”1 Es un ejemplo de cómo el poder creativo de la
experiencia cristiana se hace sentir aun en la esfera de lenguaje. El vino nuevo requiere de
nuevos odres. Los patrones de pensamiento antiguos a menudo son vehículos pobres de
expresión para un hombre que ha experimentado Damasco. Cuando los Sinópticos hablan del
compañerismo de los discípulos con Jesús, la preposición usada es µετα, nunca εν. En cambio,
Pablo siempre usa εν, nunca usa µετα. Véase, por ejemplo, la larga frase, típicamente Paulina, al
principio de la epístola a los efesios. En esa sola frase “en Cristo” (o algún derivado) ocurre una
docena de veces. De verdad, es la frase más característica de la terminología del apóstol.
¿Tiene razón Deissmann en afirmar que Pablo dio origen a la expresión? Es un punto
sobre el cual sería insensato ser dogmático. Ciertamente, la frase no está en los Sinópticos, pero
por lo menos es posible que la idea provenga de Jesús mismo. ¿No habrá, por ejemplo, un atisbo
de ella en la gran promesa, “Porque donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos.”2 Y aunque no podemos entrar aquí en una discusión de las bases
históricas de los discursos Juaninos, parece probable que la parábola de la vid y los pámpanos,
con su énfasis reiterado de “Permaneced en mí, y yo en vosotros,”3 represente un elemento
definido en la enseñanza de nuestro Señor. Pero no puede haber duda de que fue Pablo que hizo
que la frase fuese regulativa para el pensamiento y la experiencia cristianos. Hasta ahora, por lo
menos, la postura de Deissmann exige nuestro asentimiento.
Ahora bien, la pista obvia para una comprensión de todas estas ideas está en la frase “en
el Espíritu.” El concepto de Pablo del Cristo vivo está tan ligado a su pensamiento sobre el
Espíritu Santo que parece usar los dos nombres casi indistintamente a veces. Decir esto no quiere
decir que estamos de acuerdo con Weiss al declarar que Cristo y el Espíritu simplemente son
idénticos.4 La doctrina del Nuevo Testamento es que el Espíritu es el que hace que Cristo sea real
para nosotros, mediando así los dones de Cristo a nosotros. Esto no hace que sean idénticos. Aun
así, las ideas de Cristo y del Espíritu en la mente de Pablo están tan ligadas que él puede pasar
del uno al otro casi sin ninguna distinción. Por lo tanto, es natural y legítimo usar la frase “en el
Espíritu” para elucidar la frase más difícil “en Cristo.” Pongamos, por ejemplo, la declaración:
“Sin embargo, vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de
Dios mora en vosotros.”5 Aquí la idea de “en el Espíritu” y la contraria de “el Espíritu en
vosotros” son relacionadas de una forma muy iluminadora. Claramente, Pablo piensa que el
cristiano vive y se mueve y tiene su existencia en un elemento de πνευµα que viene siendo la
misma respiración de la vida. Al igual que pudiera decirse que el cuerpo humano está en la
atmósfera que lo rodea por todas partes, y que también esa atmósfera está en él, llenándolo,
vitalizándolo, así también puede decirse acerca del alma humana que existe en el Espíritu y tiene
el Espíritu adentro. He aquí, pues, la clave para la frase “en Cristo.” Cristo es el nuevo ambiente
del hombre redimido. Éste ha sido sacado de las restricciones de su suerte terrenal y colocado en

1
Di neutestamentliche Formel, 70.
2
Mateo 18:20.
3
Juan 15:4.
4
Das Urchristentum, 356.
5
Romanos 8:9.

84
85

una esfera totalmente diferente, la esfera de Cristo. El hombre ha sido transplantado a un suelo
nuevo con un nuevo clima; el suelo tanto como el clima son Cristo. Su espíritu respira algo
mejor. Se mueve en un plano más elevado. Tal y como el Rector W. M. Macgegor lo expresara:
“Justo como el ave vive en el aire y lo necesita para poder vivir, justo como el pez vive en el
agua y no puede vivir en otro lugar, así, para Pablo, el hombre cristiano requiere la presencia de
su Maestro. Si éste se le retira, ha de morirse rápidamente.”1 Como Deissmann lo expresa
vívidamente, “innerhalb des Christus.”2 O, usando la confesión sucinta de Pablo mismo, “...para
mí el vivir es Cristo.”3
Sin embargo, puede preguntarse—¿Está presente el pleno significado místico en todo uso
de la frase en las epístolas de Pablo? Probablemente no. Este es el error de Deissmann.
Habiendo hecho su descubrimiento, se inclina a aplicarlo dondequiera sin excepción. Obliga que
su llave sirva para todo candado. Les otorga a ciertos pasajes más peso de lo que las palabras en
sí realmente puede llevar.4 Por ejemplo, es posible que a veces εν tenga el sentido de δια, y que
la traducción “por Cristo” comunique mejor el significado. También, es más probable que
ocasionalmente “en Cristo” sea simplemente un sinónimo de “cristiano.” Durante el tiempo
cuando Pablo escribía, “cristiano” aún era un término de reproche, y por lo tanto, no era parte del
vocabulario de la Iglesia. Puede ser que el apóstol haya recurrido a su expresión predilecta,
mientras que nosotros usaríamos la palabra singular.5
Pero si es un error ver el pleno significado místico en todos los pasajes donde figura “en
Cristo,” es un error garrafal reducir la frase hasta no tener nada de tal significado. Deissmann
tiene razón en su argumento principal. Las palabras contienen lo que casi pudiera llamarse un
significado local. Con un carácter muy vívido comunican algo semejante a la verdad contenida
en la aclamación del salmista, “Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación,”6
o, tal vez, como en la gran expresión de Wordsworth “Dios es nuestro hogar.”7 A no ser que nos
demos cuenta de este hecho, dándole así su lugar debido, por seguro perderemos el significado
de Pablo una y otra vez. Pongamos un ejemplo. La Versión Autorizada [inglesa] reza así en un
pasaje famoso, “Haya en vosotros esta mente que también estaba en Cristo Jesús.”8 La Versión
Revisada reza prácticamente igual. Superficialmente, significa simplemente, “Qué la actitud de
Jesús sea la vuestra.” Así se han entendido las palabras a menudo. “Qué reflejéis en vuestra
propia mente la de Cristo Jesús,” es la traducción de Lightfoot.9 Sin embargo, para llegar a este
significado, se involucra el forzar el griego, poniendo así un verbo inusual en la cláusula relativa.
Ahora bien, lo único que hace falta, no tan sólo para superar la dificultad lingüística, sino
también para descubrir en las palabras un reto mucho más directo y hermoso, es interpretar la
frase “en Cristo Jesús” según su sentido estrictamente Paulino. El significado que resulta es este:
“Procurad aplicar entre vosotros, en la vida de vuestra comunidad, el espíritu que nació entre

1
Repentance unto Life, 231.
2
Die neutestamentliche Formel, 84.
3
Filipenses 1:21.
4
Véase Titius, Der Paulinismus, 260; Weiss, Das Urchristentum, 360; Morgan, The Religion and Theology of Paul,
118; Wernle, Jesus und Paulus, 69ss. Pero la crítica de Wernle es excesiva.
5
Filemón 16, “tanto en la carne como en el Señor” es traducido por Moffatt en “como hombre y como cristiano.”
6
Salmo 90:1.
7
Intimations of Immortality.
8
Filipenses 2:6.
9
Phillipians, 110.

85
86

vosotros por la unión con Cristo.”1 Claramente, lo que Pablo sugiere es el peligro—tan común
hoy que aquel entonces—de una brecha entre la religión personal y las relaciones sociales. El
recuerda a los filipenses que su propia experiencia “en Cristo” tiene que ser el factor gobernante
en todas sus relaciones los unos con los otros. Muy similar es el pasaje, que se halla en la
epístola más tarde, donde él ruega a Evodia y a Síntique a que “se pongan de acuerdo en el
Señor.”2 De nuevo, aquí “en Cristo” hay que darle su debida importancia. Es como si dijera a
aquellas dos cristianas que desdichadamente se habían enojado la una con la otra, “Recordad
vuestra común unión con Cristo. Recordad que vuestros espíritus no viven en esferas diferentes:
las dos esferas coinciden, hay solo una, y es Cristo. Daos cuenta de esto y actuad conforme a
ello, y vuestras diferencias actuales se desvanecerán. Vosotras estaréis de acuerdo en el Señor.”
Estos pasajes ilustran el hecho importante de que muy a menudo el verdadero sentido Paulino se
encontrará sólo cuando nos negamos a reducir su gran lema “en Cristo.” Para Pablo, siempre era
esta concepción el núcleo de la religión y reflejaba la experiencia más profunda de su alma.

II

En la discusión previa, hemos usado más de una vez la palabra “misticismo.” Es


necesario captar claramente lo que este término significa, tal y como se aplica a la experiencia
religiosa de Pablo. Periódicamente, se hacen intentos por quitar esta concepción del todo. Pero es
difícil destruir; tiene una manera de reafirmarse, y de volver a establecerse. En realidad, el tenaz
poder de sobrevivir de este término ante la crítica y el ataque, sugiere que representa algo bien
indispensable y esencial de la religión. Hace cien años, Schleiermacher dijo que era mejor evitar
una idea tan vaga.3 Hoy por hoy, muchos están de acuerdo con él. Ellos piensan que el
misticismo representa algo tan vago, tan poco definido y no-intelectual que usar el término
simplemente “oscurece la verdad por palabras carentes de conocimiento.” Otros van más lejos y
proclaman una aversión personal al místico y toda su obra. Se le acusa de absorción egoísta en su
propia experiencia individual. Se le tiene por culpablemente negligente en cuanto a las raíces
históricas de la religión. Se le critica por una supuesta indiferencia a los juicios morales. Aun se
sugiere que el místico no se ha escapado del pecado fatal de la persona superior.
Detrás de todo esto hay una confusión seria de pensamiento. Desgraciadamente, no deja
de conocerse la clase de persona que busca las emociones religiosas y éxtasis por sí mismas, que
disuelven la historia en especulación y son defectivas respecto al deber moral. La cosa es que a la
religión de esta clase nunca se le debiera de haber aplicado el noble nombre de misticismo. Aquí,
lingüísticamente no tenemos las ventajas que tienen los alemanes, porque ellos tienen dos
palabras, Mystik y Mysticismus (aquella significa la actitud verdaderamente religiosa y ésta
significa la imitación espurrea de ella), mientras que nosotros hacemos que una sola sirva para
los dos sentidos.4 Pero la confusión es aun más profunda. No es sólo cuestión de distinguir entre
lo genuino y lo falso. Tenemos que darnos cuenta que existen diferencias importantes aun dentro
de lo que puede llamarse correctamente una experiencia mística. Una ilustración llamativa está

1
El versículo reza: τουτο γαρ φρονεισθω εν υµιν ο και Χριστω Ιησου. Al poner un verbo para la cláusula relativa, es
más natural alguna forma del verbo en la cláusula principal que el que se encuentra en la Versión Autorizada,
“estaba,” y φρονειτε es más natural que εφρονειτο. En este caso la lectura natural es la correcta. Lo que hay que
notar es que ha sido el error de no dar a las palabras “en Cristo” su sentido estricto y pleno valor que ha resultado en
la confusión.
2
Filipenses 4:2.
3
The Christian Faith, 429.
4
Deissmann, The Religión of Jesus and the Faith of Paul, 194.

86
87

en una de las epístolas de Pablo.1 Al escribir a los corintios, él relata un evento extraordinario
que le había pasado a él en su propia vida espiritual. Fue arrebatado al tercer cielo. Le fue dada
una visión beatífica. Tuvo una experiencia directa de la presencia de Dios. Oyó secretos divinos
que ningún hombre podía repetir. Ahora bien, la precisión con la que fecha este evento es
sumamente significante. Sucedió catorce años antes de que se escribiera esta carta en particular.
Es decir, era algo bien excepcional aun en la propia carrera del apóstol. No vivía habitualmente
sobre este nivel. El arrobamiento y el éxtasis vinieron—y se fueron. Este trance marcó un hito en
su vida. Esa experiencia gloriosa de los cielos abiertos, de

“La presencia de Dios, y Su Mismo Ser


Y esencia completamente divina,

significaron para Pablo algo similar a lo que Betel significó para Jacob. Sin duda, éste fue un
aspecto del misticismo del apóstol. Pero sólo uno. El punto que se quiere recalcar aquí es que
Pablo mismo hubiera sido el primero en reconocer e insistir en que tales experiencias forman
sólo comparativamente una pequeña parte de la profunda comunión con Dios en Cristo del alma.
Toda su enseñanza tocante a los dones especiales del Espíritu, su valor y sus limitaciones, hace
perfectamente claro que, aunque daba gran importancia a estas “visiones y revelaciones” y
glorificaba a Dios por ellas, nunca se le ocurriría usarlas para denigrar las experiencias normales
de las almas “escondidas con Cristo en Dios.”2 Al contrario, La naturaleza más interna del
Cristianismo estaba en la comunión diaria, siempre renovada, más bien que en el arrobamiento
pasajero. Este era el verdadero misticismo. Esta era la religión esencial. Esta era la vida eterna.
De algún grado, pues, todo cristiano verdadero es un místico en el sentido Paulino.3 Es
aquí que Pablo difiere más notablemente de su gran contemporáneo, Filón. Para Filón tanto
como para Pablo, la meta de la religión era una aprehensión directa de lo eterno. Pero esta unión
con Dios sólo era el galardón sólo de una minoría privilegiada. La experiencia suprema no se
conocía fuera del círculo comparativamente pequeño de los elegidos, las almas iniciadas. Y aun
los pocos que eran llevados a un compañerismo íntimo con Dios no tenían sino atisbos rotos de
la gloria; Dios era una presencia intermitente, no permanente. Este era el misticismo de Filón—
bastante noble en lo que cabía, pero demasiado esotérico para ser un evangelio, demasiado
limitado y distante para ser buenas nuevas para un mundo que perecía. Lo que Pablo descubrió
por la gracia de Dios era que la experiencia gloriosa aguardaba a cualquier alma que se diera en
fe a Cristo. No sólo eso: él sabía que tal unión con lo divino no tenía que ser un esplendor
transitorio, destellándose por un momento en las tinieblas de la vida para luego desaparecer.
Podía ser el resplandor perenne de una luz que llenaba de dicha cada día los caminos más
comunes de la tierra. Tal unión jamás podría engendrar reacciones malsanas. El sentido
abrumador del cansancio mundial, que ha caracterizado muchas clases de misticismo, el desdén
por la vida, la absorción por la emoción no-productiva, eran extraños para ella. Su efecto sería el
contrario, tal como vio el apóstol, y tal como su propia carrera en Cristo comprobó
convincentemente. Haría que los hombres fuesen más eficientes para la vida, no menos. Los
vitalizaría, no tan sólo moral y espiritualmente, sino aun física y mentalmente. Les daría un
entusiasmo, una creatividad, un estímulo que ninguna otra experiencia en el mundo pudiera

1
2 Corintios 12:1ss.
2
Colosenses 3:3.
3
W. R. Inge, Vale, 38: “En verdad, la típica experiencia mística es sólo la oración. Cualquiera que haya orado de
verdad y sentido que sus oraciones son contestadas, sabe lo que significa el misticismo.”

87
88

impartir. Haría que la vida cobrase un nuevo nivel de entusiasmo, de felicidad, de poder. Este es
el misticismo de Pablo, y grandes multitudes que jamás usaron la palabra han conocido la
experiencia, encontrando así la vida de verdad.
Se debe hacer mención aquí de una distinción fructífera que Deissmann ha hecho entre
dos tipos de misticismo, llamándolos así respectivamente “accionar” y “reaccionar.” “Uno de los
tipos”—el reaccionar—“se da dondequiera que el místico considere su comunión con Dios como
una experiencia en la que la acción de Dios sobre él produce una reacción hacia Dios. El otro
tipo de misticismo”—el accionar—“es aquel en el que el místico considere su comunión con
Dios como su propia acción, de la cual sigue una reacción de parte de la Deidad.”1 Mucha
religión es del último tipo. La acción del hombre es considerada como la cosa primaria. El alma
ha procurado ascender hacia Dios. Los ejercicios espirituales son la escalera para ascender. Pero
todo esto sabe a la religión de obras que se contrasta con la religión de la gracia. La actitud de
Pablo era diferente. Su misticismo era esencialmente del tipo “reaccionar”. Cristo, no Pablo,
tomaba la iniciativa. La unión con lo eterno no era un logro humano; era la dádiva de Dios. No
vino por ejercicio espiritual alguno sino por la auto-revelación, el auto-dar de Dios. Las palabras
“Dios tuvo a bien revelar a su Hijo en mí...,”2 que nos recuerdan que la misma experiencia en
Damasco era el fundamento del misticismo del apóstol, son el modo enfático de Pablo para decir
que la acción de Dios siempre es prioritaria; Su siervo siempre reacciona a la acción de Dios.
Aquí, como en todas partes del pensamiento de Pablo, todo resulta de la gracia. Es bueno ser
recordado por el apóstol que la unión con Cristo no es nada que podamos lograr por el esfuerzo,
sino que es algo que tenemos que aceptar por la fe.

Por lo dicho hasta ahora, será aparente porqué no podemos coincidir en la idea de obviar
el término unión “mística,” para así hablar sólo de una unión “moral.” Por supuesto, no hay tal
cosa como una unión con Cristo que no tenga repercusiones en la esfera moral. El hombre que
llegue a estar “en Cristo” encuentra la dinámica ética suprema. Pero al igual que la religión es
algo más que un mero mecanismo para reforzar la conducta,3 así también la unión con Cristo, tal
y como Pablo la experimentaba, contiene más que algo que pueda ser descrito por la palabra
“moral.” En este sentido, es como el amor. El amor entre seres humanos es moralmente creativo.
Es la fuerza principal del carácter. Emite energías maravillosas para el bien. Produce logros
éticos magníficos. Pero aun así, a nadie se le ocurre que el describirlo de ese modo agota todo lo
que puede decirse. Como que el amor es un plus moral: hay toda una gama de gloria y sorpresa
que el término solo no puede comunicar realmente. También es así con la unión divina en la que
la religión de Pablo se centra. Es completamente ética sin que deje de ser ética ni por un
momento, sin embargo para hacer justicia a los hechos, nos vemos obligados a ir más allá de una
idea moral a la de una unión mística. Sólo así podemos describir la verdadera intimidad e
interioridad de esta unión y la perdurable maravilla de esas dádivas—tan generosas, inmerecidas,
graciosas y ricas en hermosura—procedentes de Dios para el hombre.
La analogía que acaba de usarse—la del amor de una persona para con otra—arroja gran
luz sobre todo el tema de la unión con Cristo. La noción que ciertas filosofías han dado por
sentada, que las personalidades humanas son mutuamente exclusivas e impermeables, es
desmentida al tomar en cuenta la experiencia del amor. En realidad, “lo separado” no es la
verdad final acerca de las almas vivientes. Cuando nosotros decimos de aquellos a quienes la

1
The Religión of Jesus and the Faith of Paul, 195.
2
Gálatas 1:15ss.
3
Respecto a esto, véase Oman, Grace and Personality, 107.

88
89

dádiva gloriosamente enriquecedora es dada que están “unidos” los unos a los otros, no estamos
usando una metáfora hueca, sino que damos una descripción precisa de lo que sucede con sus
almas. Se caen muros de división, y las dos almas se unen. Tampoco es la unión que resulta un
inferior estado de ser que la separación rígida del alma solitaria; al contrario, es un estado
definidamente más alto. Ahora bien, es esta potencial unión de una personalidad a otra que hace
que la religión espiritual sea posible. Es ésta la que promueve la unión mística. Pero ya que la
personalidad en Cristo tiene recursos mucho más abundantes, tanto del auto-impartir como de
receptividad, que se tiene sobre el nivel puramente humano, sigue que puede existir entre los
cristianos y su Señor un grado de intimidad y unidad absolutamente sin paralelo y único. Por
ende, la analogía. Aun pudiéramos decir que la unión de almas creyentes con Cristo va más allá
de cualquier unión puramente humana tanto como la unión de las tres Personas de la Deidad va
más allá de ambas.
Sin embargo, debemos evitar dar la impresión de que tal unión implique una absorción
virtual como en el panteísmo. ¡Nada más lejos del pensamiento de Pablo! De nuevo, su doctrina
se distingue del pensamiento de Filón. Éste dice: “Al brillar la luz divina, la luz humana se
opaca: Cuando aquella se opaca, ésta brilla. La razón dentro de nosotros abandona su morada al
llegar el Espíritu divino, pero al salir el Espíritu, la razón vuelve a su lugar.”1 Esto sugiere que lo
que hace la inmanencia divina es dañar o aun destruir lo distintivo de la personalidad humana.
Pero no hay nada de este pensamiento en Pablo. El nunca pensaba en Cristo como imponiéndose
sobre la individualidad de ningún hombre. Lejos de arrasar las cualidades personales y
características del creyente, la unión con Cristo, da realce a éstas. Las siguientes declaraciones
muestran cuán lejos la mente de Pablo estaba de cualquier pensamiento de absorción: “Porque
todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.” “El Espíritu mismo
da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios.”2 El pasaje que a
primera vista se aproxima más a proclamar el fin de toda identidad personal—“Ya no vivo yo
sino que Cristo vive en mí”—es seguido inmediatamente por las palabras significativas “Lo que
ahora vivo en la carne, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y se entregó a sí
mismo por mí.”3 Weiss asevera que con estas palabras Pablo deliberadamente vela contra una
posible interpretación panteísta por la reafirmación de la actitud religiosa en la que “tú” y “yo” se
contraponen.4 Claramente la postura de Pablo es que el hombre a quien Cristo empieza a poseer
no pierde su personalidad. Al contrario, al igual que el hijo menor en la historia contada por
Jesús, apenas ahora empieza a “volverse en sí” por primera vez.5 La experiencia cristiana no
despersonaliza a los hombres, reduciéndolos así a una uniformidad monótona, sino que da realce
a todo poder individual que tengan. “Ahora bien, hay diversidad de dones; pero el Espíritu es el
mismo. Hay también diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. También hay
diversidad de actividades, pero el mismo Dios es el que realiza todas las cosas en todos.”6 La
evidencia de su propia vida es más convincente que cualquier cosa que Pablo dijera. Estúdiese el
registro de toda esa carrera asombrosa, fíjese en el impacto que esta alma, llena de Dios y
controlada por Cristo, hiciera sobre la vida de los hombres, las Iglesias y las naciones, ¡y luego
dígase si a él le faltaba la individualidad! ¡No! Era cualquier cosa menos que un desdibujar y un

1
Quis Rerum Divinarum Heres sit, 249.
2
Romanos 8:14, 16.
3
Gálatas 2:20.
4
J. Weiss, Das Urchristentum, 361: “ganz im Geiste der Ich-un-Du-Religion.”
5
Lucas 15:17.
6
1 Corintios 12:4ss.

89
90

arrasar de la personalidad que resultó de la experiencia en Damasco. Toda cualidad de corazón,


cerebro y alma que el hombre poseía era trocada en una repentina distinción y vigor. Esto era lo
que la unión con Cristo significaba para Pablo, y era lo que él creía pudiera significar para todo
el mundo.
Conviene señalar ahora que el misticismo de Pablo, tal como lo hemos descrito,
constituye un reto muy decisivo para esa clase de religión moderna que se contenta en
considerar a Jesús como un mero ejemplo. Escritores como Harnack han ofrecido al mundo un
cuadro en el cual Jesús aparece principalmente como un maestro de ética, cuyo significado para
la humanidad está en la nobleza de Sus dichos proféticos, y en el patrón de su vida sacrificial y
obediencia hasta la muerte.1 Ahora bien, es muy verdad que la ética noble predicada por Jesús, y
Su propio cumplimiento de ella en vida y hecho, ha fijado las pautas a seguir para Sus amigos.
Tampoco puede dudarse que esta era una parte verdadera del plan divino por el cual el Verbo se
hizo carne y vivió entre nosotros—como de hecho el apóstol neotestamentario reconocía al
escribir, “...porque también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus
pisadas.”2 Pero lo que hace el misticismo de Pablo es recordarnos que el ejemplo de Cristo es
únicamente una parte, ni siquiera la más grande, del evangelio redentor. Si no hubiera más que
esto, la contemplación de la santidad perfecta de Jesús sólo infundiría desaliento. Ningún
refulgente ejemplo, tan frío y remoto como las estrellas, puede limpiar la conciencia que ha sido
corrompida o romper el dominio que el pecado tiene sobre el alma. El evangelio de un ejemplo
ético es cosa devastadora. Hace que la religión sea la carga más pesada. Tal vez esta sea la
verdadera razón por la que hay tantos rostros preocupados, corazones cansados y espíritus
cautivos. Ellos han escuchado a la enseñanza de Jesús, han meditado sobre el carácter de Jesús,
levantándose luego para intentar conducir sus vidas por la vía real de Jesús. El resultado ha sido
desilusión tras desilusión. El gran ejemplo ha sido un gran peso que les aplasta hasta la tierra,
haciendo que doblen sus almas impotentes en el polvo. Si el Cristo de Harnack es el único que
tenemos, estamos sin un Redentor. Sin embargo, desde el tiempo de Isaías,3 los hombres han
estado conscientes de que una de las distinciones vitales entre la religión verdadera y la falsa es
que, mientras que ésta es una carga pesada llevada por el alma, aquella es un poder vivo que
lleva al alma. Ahora bien, el misticismo de Pablo se pone lírico precisamente con este gran
descubrimiento. “Cristo en mí” significa algo muy diferente al peso de un ideal imposible, algo
mucho más glorioso que la opresión de un patrón que queda siempre más allá de toda imitación.
“Cristo en mí” significa que Cristo me guía desde adentro, Cristo es el poder motivador que me
lleva a continuar, Cristo me otorga una vida completa de serenidad y ascenso, convirtiendo así
cada carga en alas. Todo esto se incluye al hablar el apóstol de “Cristo en vosotros, la esperanza
de gloria.”4 Comparada con esto, la religión que basa todo en el ejemplo es patéticamente
rudimentaria. Esto, y solo esto, es la verdadera religión cristiana. Llámese el misticismo o no—
el nombre poco importa: la cosa, la experiencia, todo lo importa. Estar “en Cristo,” tener a Cristo
adentro, darse cuenta que su credo no es algo que tiene que soportar sino que es algo por el cual
uno es sostenido, este es el Cristianismo. Es más: es la liberación y la libertad, es vida con una
canción eterna en su corazón. Significa sentir dentro de uno, mientras dure la vida, que el poder
portador del Amor Todopoderoso, y, al morir, el sostén de sus brazos eternos.

1
El What is Christianity? De Harnack puede verse como típico de esta escuela de pensamiento.
2
1 Pedro 2:21.
3
Isaías 46:1-4.
4
Colosenses 1:27.

90
91

Otra cuestión se presenta antes de que dejemos esta parte de nuestro estudio. ¿Será esta
unión con Cristo, que Pablo hace cosa central, diferente de la unión con Dios? A menudo se ha
expresado la opinión de que el apóstol, en virtud de su pasión por Cristo, le ha dado al Hijo un
lugar que corresponde únicamente al Padre. Se dice que su entusiasmo por Cristo es tan grande
que Dios queda en el trasfondo. El modo particular de experimentar la redención ha tendido a
darle una perspectiva falsa, distorsionando así su religión personal. La meta de la religión
siempre debe ser, como lo expresan los teólogos de Westminster, “glorificar a Dios y disfrutarlo
para siempre.” Pero Pablo hubiera contestado el Catecismo de modo diferente: hubiera dicho
“glorificar a Dios y disfrutar a Cristo.”
Sin embargo, esta crítica es bien errónea. Tal como Pablo la concibe, la unión con Cristo
es unión con Dios. El apóstol no sabe nada de un misticismo que se detenga antes de llegar a la
meta final de la fe. Tras cada expresión de su intensa intimidad con Jesús está el gran hecho
último de Dios Mismo. En realidad, como ya vimos, la naturaleza que puede impartirse a las
almas creyentes por la manera en que la naturaleza de Cristo puede y de hecho se imparte, se
comprueba ser divina ipso facto, por el claro testimonio de la experiencia. Por ende, mientras
más el hombre esté “en Cristo,” más está “en Dios.” No hay dos experiencias sino una sola.
Evidencia abunda en las epístolas para respaldar esta postura. Todo en el evangelio de
Pablo, aun cuando su gratitud adoradora a Cristo parece desterrar cualquier otro pensamiento,
vuelve a Dios, el principio de la salvación y su fin. ¿Cómo se le pudiera olvidar a Dios, cuando
Cristo Mismo era la dádiva de Dios? “Pero cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su
Hijo...”1 Detrás de la figura del Hijo crucificado, Pablo siempre ve a Dios el Padre; y detrás del
amor que sangró y murió, contempla el amor que reinaba en el corazón de lo eterno. “Pero Dios
demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aun pecadores, Cristo murió por nosotros.”2
“Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo.”3 “El
que no eximió ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará
gratuitamente también con él todas las cosas?4 Así era también con la vida resucitada de Cristo.
Para Pablo, pensar en eso era pensar en Dios: unirse con el Cristo resucitado era unirse con el
Dios que lo resucitó.5 La imposibilidad de distinguir entre los dos tipos de unión es probada por
una declaración tal como: “Fuisteis sepultados juntamente con él en el bautismo, en el cual
también fuisteis resucitados juntamente con él, por medio de la fe en el poder de Dios que lo
levantó de entre los muertos.”6 En el corazón de la comunión de Pablo con Cristo estaba la
triunfante certeza—“Dios estaba en Cristo.”7 De modo que, él pudiera haber dicho “Amén” a la
gran declaración de Juan, “...nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.”8 No
había ninguna pausa, como si la comunión con Cristo fuese meramente una etapa en el camino
hacia comunión con Dios: más bien, formaban una experiencia indivisible. En uno de los pasajes
más profundamente místicos de las epístolas, Pablo habla de estar “escondido con Cristo”; pero
aquí, lo que siempre era implícito en su misticismo, se hace explícito al escribir “escondida con
Cristo en Dios.”9 El reconoce que para él no podía haber ninguna comunión con Cristo si no

1
Gálatas 4:4.
2
Romanos 5:8.
3
2 Corintios 5:18.
4
Romanos 8:32.
5
Romanos 8:11.
6
Colosenses 2:12.
7
2 Corintios 5:19.
8
1 Juan 1:3.
9
Colosenses 3:3.

91
92

hubiera sido por la gracia de Dios que lo eligió para este gran privilegio: “...Dios tuvo a bien
revelar a su Hijo en mí...”1 El Cristo que mora internamente obra en la Iglesia; sin embargo, el
apóstol escribe a los filipenses, “Porque es Dios que produce en vosotros...”2 La meta del
Cristianismo es que “toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor,” pero esta confesión es
“para gloria de Dios Padre.”3 Con la misma respiración que Pablo anuncia que “Cristo es la
cabeza de todo hombre,” también declara que “Dios es la cabeza de Cristo.”4 También, está el
gran pasaje que anticipa la consumación: “Después el fin, cuando él entregue el reino al Dios y
Padre ... Pero cuando aquel le ponga en sujeción todas las cosas, entonces el Hijo mismo también
será sujeto al que le sujetó todas las cosas, para que Dios sea el todo en todos.”5
No hace falta más evidencia. Se ha dicho lo suficiente para mostrar cuán totalmente sin
fundamento está la idea de que la pasión por Cristo del apóstol resultara en una pérdida de
perspectiva en su religión. No es cierto que Dios esté relegado al trasfondo. Dios está en todas
partes. El está en todo pensamiento del corazón del apóstol, y en cada movimiento hacia Cristo
de parte de la voluntad de Pablo. Cuando el apóstol habla de estar “en Cristo,” de tener a Cristo
“en mí,” no es otra cosa sino la unión con Dios que está experimentando. El título
“Cristocéntrico” describe correctamente su religión, pero no podría haber error más grande que
el de suponer que esto descarta lo “Teocéntrico.” El Cristianismo de Pablo era ambas cosas.
Tampoco será esto dificultad para nadie sino para aquellos que no tienen la experiencia de ser
aprehendidos por Cristo. Todos los que han sido posesionados saben indubitablemente que era
Dios que los estaba posesionando. Ellos saben que su experiencia con Cristo no era una mera
antesala del templo más allá de la cual había lugares más sacrosantos. La experiencia en sí es el
lugar santísimo. Esa comunión brilla con una luz auténticamente divina. Porque el alma que está
unida a Cristo por la fe, está unida al Dios vivo.

III

El próximo paso a dar en nuestro estudio es poner nuestra atención en el gran hecho
regulativo que siempre está presente en la mente de Pablo al tratarse de la unión con Cristo—el
hecho de la fe. Antes de que pueda darse la unión, dos cosas tienen que suceder. Por un lado,
tiene que haber un movimiento de Dios hacia el hombre. Esta es la iniciativa divina y se llama
“gracia.” Por otro lado, tiene que haber un movimiento del hombre hacia Dios. Esta es la
respuesta humana, y se llama “fe.” Pablo reúne llamativamente las dos palabras en una frase que
presente, en forma condensada, todo lo pertinente a la redención. “Porque por gracia sois salvos
por medio de la fe.”6 Examinemos este hecho de la fe la cual es el principio de la unión entre el
cristiano y su Señor.
El primer punto que notar es que Pablo no acuñó el término. Lo encontró fácilmente a la
mano. En la Versión Autorizada [inglesa] del Antiguo Testamento, es cierto que la palabra “fe”
sólo ocurre dos veces. En ninguno de estos lugares es una traducción estrictamente precisa del

1
Gálatas 1:15ss.
2
Filipenses 2:13.
3
Filipenses 2:11.
4
1 Corintios 11:3.
5
1 Corintios 15:24, 28.
6
Efesios 2:8.

92
93

original. El canto de Moisés en Deuteronomio contiene las palabras: “...porque son una
generación perversa, hijos en quienes no hay fidelidad.”1 Pero aquí la idea es que son “carentes
de fidelidad.” Y en la declaración famosa de Habacuc, “... el justo vivirá por la fe,”2 la mejor
traducción sería “fidelidad”. Lo que ocupa la mente del profeta es la terca fuerza de carácter por
la cual el pueblo de Dios resistiría la amenaza caldea. Claramente Pablo tiene un concepto
diferente y más profundo del término “fe” que el que se usa en ambos lugares donde el apóstol
cita las palabras de Habacuc.3 El término, pues, es singularmente raro en el Antiguo Testamento.
Pero, después de todo, no es de gran importancia, porque la cosa en sí puede trazarse desde
Génesis hasta Malaquías. Tal como el escritor de la epístola de Hebreos nos recuerda, en el gran
capítulo donde, con magistral discernimiento, él muestra el hilo rojo de la fe que atraviesa toda la
historia de Israel.4 Gunkel nos recuerda atinadamente que si es la doctrina de la fe que buscamos,
en balde la buscaremos en las Escrituras antiguotestamentarias.5 Pero en la historia de Abraham,
donde un alma sale de la noche oscura del paganismo y arriesga todo en la promesa de un solo
Dios, en el heroísmo de los profetas que optan por el desastre y la muerte en vez de la
desobediencia al llamado divino, en la confianza de los salmistas que reposan con confianza
infantil bajo la sombra de una omnipotencia defensora, en tales palabras inmortales que brillan
como joyas en el dedo del tiempo como éstas: “... en arrepentimiento y en reposo seréis salvos;
en la quietud y en la confianza estará vuestra fortaleza,”6 y “Pero los que esperan en Jehovah
renovarán sus fuerzas; levantarán las alas como águilas”7 –en todo esto surge el hecho de la fe,
preparando el camino del Señor, enderezando calzada en la soledad hacia la hora culminante de
la gloria del Calvario, cuando la fe habría de clamar: “¡Consumado es!” Schultz dice que “la fe
es la fundación de la salvación en todas partes.”8
La palabra tanto como la idea es frecuente en la literatura del Judaísmo tardío.9 Hay
evidencia que muestra que la declaración en Génesis acerca de Abraham, “El creyó a Jehovah, y
le fue contado por justicia,” la que fue el punto de partida para uno de los argumentos más
famosos de Pablo, había llegado a ser casi un texto estándar de las escuelas rabínicas.10 La
especulación sobre la cuestión de la fe y las obras no era desconocida por los teólogos judíos
tampoco. Bien pudiera ser que Pablo tuvo su primera introducción a la idea de la fe como un
término técnico de la religión sentado a los pies de Gamaliel. Tal como señala Baillie, a veces es
difícil en la literatura apocalíptica “saber si realmente sea fe en su sentido verdadero que se
quiere decir o simplemente fidelidad.” En tiempos de persecución, tales como las que
produjeron muchos de los Apocalipsis, las dos ideas naturalmente se acercan; cada una tiende a
amalgamarse con la otra, y “la fe y la fidelidad se funden en una.”11 Filón, que escribió entre
otras obras el De Migratione Abrahami, daba a la fe un lugar dominante en el corazón de la
religión. La llamaba “la reina de las virtudes.”12
1
Deuteronomio 32:20.
2
Habacuc 2:4.
3
Romanos 1:17; Gálatas 3:11.
4
Hebreos 11:1ss.
5
Su artículo “Glaube,” en RGG, ii. 1425.
6
Isaías 30:15.
7
Isaías 40:31.
8
Old Testament Theology, ii. 33.
9
Lietzmann hace referencia a ella en su comentario sobre Romanos 4:25 en HBNT, 54; D. M. Baillie, Faith in God,
31ss; Lightfoot, Galatians, 152ss; Sanday and Headlam, Romans, 33 (ICC).
10
Génesis 15:6; Romanos 4:3; Gálatas 3:6.
11
D. M. Baillie, Faith in God., 34.
12
DeAbrahamo, 268.

93
94

¿Podemos definir la concepción como se conocía en el pensamiento judío?1 Además del


sentido subsidiario de “fidelidad,” parecen haber estado presentes dos significados—uno general
y otro más particular. La idea general era una convicción de la realidad de cosas invisibles. Esta
era la idea que el escritor de Hebreos puso en palabras memorables: “La fe es la constancia de las
cosas que se esperan y la comprobación de los hechos que no se ven.”2 También reaparece en la
epístola de Santiago: “Tú crees que Dios es uno. Bien haces.”3 Más particularmente, la fe
significaba una confianza que Dios cumpliría con sus promesas. Esta era la idea básica de la
historia de Abraham. Y del concepto de la fe como algo dirigido a las promesas de Dios es sólo
un paso—un paso que en muchas partes de la literatura judía se puede ver mientras se está
dando—a la idea de la fe como una fuerza práctica para la vida, un acto y actitud de auto-entrega
a un Dios que es digno de toda confianza.
Desde el momento en que Jesús echa mano al significado de la palabra y la bautiza para
usarse en Su propio mensaje al mundo, su lugar estaba seguro en el Cristianismo. “Tened fe en
Dios”—era el tema de Su apelación.4 El hallar la fe en lugares improbables llenaba Su alma de
gozo.5 La fe, aun dentro de su debilidad, era un poder más grande que todas las fuerzas del
mundo.6 Si el hombre tenía fe, El podía hacer toda clase de prodigios.7 Al llamar a los hombres a
la fe en El, éste buscaba poner a los hombres en contacto con Dios.8 Aclaraba perfectamente que
el camino del auto-abandono era la única manera de entrar al reino. El retaba a los hombres a que
se rindiesen totalmente. No había lugar para el hombre que no se entregara.9 La misma esencia
del discipulado era la fe. En resumidas cuentas, el dictum de Lutero “Dios y la fe van juntos”
encapsula el espíritu de los Evangelios Sinópticos. Y aun la aserción atrevida de Haering puede
admitirse: “Dios produce la fe. ¿Nada más? No; porque la fe es todo.”10

Entonces, es sólo natural que Pablo, buscando alguna expresión corta y significativa que
describiera la intimidad más profunda de su alma con Dios en Cristo, escogiera la palabra fe.
Fuese el tema sobre el que escribiera, el sustantivo πιστιs o el verbo πιστευειν tenían que
aparecer antes de que redactara muchos renglones. El Rector Cairns dice: “Para él, la fe es la
gran virtud humana fundamental, la condición indispensable para toda salvación, vida y
bendición.”11 Denney asevera: “La fe llena el Nuevo Testamento de igual forma que Cristo. Es el
correlativo de Cristo cada vez que éste toca la vida de los hombres. ... Es verdaderamente la
totalidad del Cristianismo subjetivamente al igual que Cristo es la totalidad de ello
objetivamente.”12 Ahora bien, una palabra tan extraordinariamente rica no es fácil definir: y
Pablo no intenta ninguna definición. Pero algunos de los diferentes matices de significado que él
da deben notarse aquí.

1
Para la gran variedad de ideas que se incluyen en el término πιστιs, véase Titius, Der Paulinismus, 209ss, y Weiss,
Das Urchristentum, 322ss.
2
Hebreos 11:1.
3
Santiago 2:19.
4
Marcos 11:22.
5
Mateo 8:10.
6
Mateo 17:20.
7
Mateo 9:22; 15:28. Contrástese con Mateo 13:58.
8
Mateo 9:28; 18:6.
9
Lucas 9:57ss.
10
The Christian Faith, ii. 801.
11
The Faith That Rebels, 206.
12
The Christian Doctrine of Reconciliation, 287ss, 291. Compárese con Grafe, en RGG, ii. 1428: “Kern und Stern
seiner gesamten Verkündigung wie seiner persönlichen Frömmigkeit ist der Glaube.”

94
95

Podemos obviar los pasajes donde la idea de “fidelidad” reaparece. Es probable que este
es el sentido que la palabra tiene en el famoso catálogo de virtudes que son “los frutos del
espíritu.”1 También, “fidelidad,” no “fe,” es obviamente el pensamiento que lleva el adjetivo
πιστοs con relación a Dios: “Fiel es el que os llama, quien también lo logrará.”2
Tampoco necesitamos entretenernos con los pasajes en los que el uso por Pablo de “fe”
es simplemente paralelo al de la religión judía. Anteriormente vimos que, totalmente fuera del
Cristianismo, dos ideas prevalecían—la idea general de la convicción de lo invisible, y la idea
más especializada de confianza en las promesas de Dios. Las epístolas testifican del uso de
ambas. Para ilustrar aquella, hay el dicho “Porque andamos por fe, no por vista.”3 Para ilustrar
ésta, está todo el capítulo cuatro de Romanos con su gran cuadro del hombre que “... creyó
contra toda esperanza ... Sin debilitarse en la fe ... Pero no dudó de la promesa de Dios por falta
de fe. Al contrario, fue fortalecido en su fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que
Dios, quien había prometido, era poderoso para hacerlo.”4 Si esta idea de la fe como algo en
relación con las promesas de Dios es menos frecuente en Pablo que se pudiera esperar, no hay
que buscar mucho para encontrar la razón. Porque para Abraham y la religión judía en general, el
centro de la gravedad estaba en el futuro, y la esperanza se enfocaba en el cumplimiento de
profecías que aun no se cumplían, mientras que Pablo definitivamente había pasado más allá de
la esfera de la esperanza y la promesa a la de hechos ya realizados.5 Por ende, la fe no era tanto
una confianza en que algún día la palabra de Dios se cumpliría, sino un reconocimiento de que
ya había sido cumplida, habiéndose cumplido de tal modo que exigía la rendición de la vida de
un hombre en amor, gratitud y obediencia. “Porque todas las promesas de Dios son en él “sí”; y
por tanto, también por medio de él, decimos “amén” a Dios, para su gloria por medio nuestro.”6
Aquí vemos otro aspecto de la fe en las epístolas de Pablo, a saber, la fe como una
convicción en cuanto a los hechos evangélicos. Johannes Weiss lo llama “Tatsachenglauben.”7
Esta concepción ya se conocía en la primitiva comunidad cristiana. Una gran parte de la meta de
la misión de predicación primitiva era probar, por testimonio personal y referencia escrituraria,
los hechos de la resurrección y Mesiazgo de Jesús para así ganar para estos hechos un
consentimiento creyente. La predicación Damascena de Pablo mismo, inmediatamente después
de su conversión, parece haber seguido este patrón. “Y enseguida predicaba a Jesús en las
sinagogas, diciendo: ‘Este es el Hijo de Dios.’”8 “Pero Saulo se fortalecía aun más y confundía a
los judíos que habitaban en Damasco, demostrando que Jesús era el Cristo.”9 Entre los pasajes de
las epístolas donde esta idea de una aceptación creyente de los hechos evangélicos es
prominente, están los siguientes: “Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, de la misma
manera Dios traerá por medio de Jesús, y con él, a los que han dormido.”10 “... que si confiesas
con tu boca que Jesús es el Señor, y si crees en tu corazón que Dios le levantó de entre los
muertos, serás salvo.”11 “Por esto, la fe es por el oír, y el oír por la palabra de Cristo.”1 “Sólo

1
Gálatas 5:22. Véase Moffatt, Love in the New Testament, 170.
2
1 Tesalonicenses 5:24. Compárese con 1 Corintios 1:9; 2 Corintios 1:18; Romanos 3:3.
3
2 Corintios 5:7. Compárese con 1 Tesalonicenses 1:9; 2 Corintios 4:13.
4
Romanos 4:18ss.
5
Así reza Weiss, Das Urchristentum, 323.
6
2 Corintios 1:20.
7
Das Urchristentum, 324.
8
Hechos 9:20.
9
Hechos 9:22.
10
1 Tesalonicenses 4:14.
11
Romanos 10:9.

95
96

esto quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por haber oído con
fe?”2 Sin embargo, Pablo era demasiado perceptivo como para no reconocer que la idea de fe
como la aceptación de ciertos hechos históricos, a no ser que se manejase con cuidado, podía
poner a la Iglesia en peligro serio. El desarrollo subsecuente del Cristianismo Católico, con su
doctrina de “fe implícita”—es decir, creer lo que la Iglesia cree,—probó lo peligroso que era.3
Según esta postura, la fe salvadora ha dejado de ser la respuesta de la naturaleza entera del
hombre al Dios que se ha revelado en los hechos del evangelio. Más bien, se ha degenerado en
un asentimiento mecánico a proposiciones y dogmas. La fe misma se ha convertido en una
“obra” que gana mérito. No se puede culpar al apóstol de esto para nada. Porque aun cuando él
habla de la fe como la aceptación de ciertos hechos, es muy claro que lo que quiere decir no es
un mero asentimiento intelectual, sino una convicción radical que influye decisivamente y para
siempre sobre la tendencia y el rumbo de la vida del hombre. En cuanto a la fe como un logro
meritorio humano, tal idea queda despedazada una vez por todas por la gran declaración central
de Pablo de que Dios, y solo Dios, es el autor de la salvación. La misma fe, que es un alcanzar
vertical del alma del hombre, proviene de afuera, y es dádiva de Dios. Y si se pregunta ¿cómo
puede ser?, la respuesta de Pablo es que Dios, al revelarse en Cristo, y en la vida, muerte y
resurrección de Cristo, se ha comprobado ser completamente digno de toda confianza y
devoción—lo cual es equivalente a decir que Dios Mismo es el creador y el dador de la fe. El
corazón humano no la produce: Dios a otorga. Ningún hombre puede ser convencido de los
hechos evangélicos de manera salvadora aparte de la acción previa de Dios sobre su alma. Como
Pablo mismo lo dijera: “... nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor,’ sino por el Espíritu Santo.’”4
Hay otro grupo de pasajes donde Pablo usa “fe” casi como sinónimo de “Cristianismo.”
Otra vez, aquí está siguiendo en las pisadas de la comunidad primitiva, que había empezado a
hablar de la nueva religión simplemente como “la fe.” “... un gran número de sacerdotes
obedecía a la fe.”5 “... exhortándoles a perseverar fieles en la fe.”6 “Así las iglesias eran
fortalecidas en la fe, y su número aumentaba cada día.”7 Es en este sentido que Pablo ocupa la
palabra al hablar de “obediencia de la fe,”8 al urgir a los Gálatas a “Por lo tanto, mientras
tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, y en especial a los de la familia de la fe,”9 y al
enviar a la iglesia romana el consejo: “Recibid al débil en la fe, pero no para contender sobre
opiniones.”10 Así, también, los adherentes a la nueva religión a veces son llamados en las
epístolas simplemente “creyentes” (οι πιστευοντεs). “Vosotros los creyentes,” así Pablo llama a
los tesalonicenses.11 Cuando Pablo les dice a los corintios que “... las lenguas son señal, no para
los creyentes, sino para los no creyentes...,”12 o cuando habla del esposo incrédulo como siendo
santificado por la esposa creyente,”13 la distinción es virtualmente idéntica con la que hay entre

1
Romanos 10:17.
2
Gálatas 3:3.
3
Tal vez esto explica porqué Pablo, que apenas podía escribir una página sin alguna referencia a la fe, ocupa muy
poco la construcción πιστευειν οτι con una cláusula relativa.
4
1 Corintios 12:3.
5
Hechos 6:7.
6
Hechos 14:22.
7
Hechos 16:5.
8
Romanos 1:5; 16:26.
9
Gálatas 6:10.
10
Romanos 14:1.
11
1 Tesalonicenses 2:10, 13.
12
1 Corintios 14:22.
13
1 Corintios 7:12ss.

96
97

“cristiano” y “no cristiano.” Nada ilustra mejor con más fuerza el lugar vital que la fe ocupa en
el evangelio, tal y como Pablo lo concibe, que la manera en que él hace que esta palabra indique
la religión cristiana como un todo. Ese hecho solo habla poderosamente de la preeminencia de la
fe.
La fe como convicción de lo invisible, como confianza en las promesas de Dios, como
aceptación de los hechos históricos del evangelio, y como epítome de la religión cristiana—tales
son algunos de los distintos matices de significado que contiene la palabra en las epístolas de
Pablo. Pero la concepción característicamente Paulina llega a verse únicamente cuando a la fe se
le ve como una absoluta auto-entrega al Dios que se reveló en Jesucristo. Es la fe que engendra
esa experiencia más profunda y más íntima de todas—la unión mística entre el creyente y su
Señor.
En este sentido todos los grandes pasajes en que Pablo habla de “la fe en Cristo” han de
ser interpretados. “...Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios.”1 “...sin
pretender una justicia mía, derivada de la ley, sino la que es por la fe en Cristo.”2 “Pero sabiendo
que ningún hombre es justificado por las obras de la ley, sino por medio de la fe en Cristo
Jesús...”3 Es demás decir que el genitivo aquí no ha de tomarse subjetivamente, como en tal frase
como “la fe de Abraham,” que Pablo mismo usa.4 Claramente Pablo no pensaba en la fe poseída
por el Jesús de la historia, ni en el ejemplo dejado por esa fe para las generaciones futuras. Hay
buena base para el argumento de Deissmann de que todos los tales pasajes son ilustraciones de lo
que deben llamarse un “genitivo místico,”5 porque aluden a las relaciones más intensamente
personales de la vida. Deben leerse en unión con otros pasajes en los cuales el apóstol, hablando
de la fe, usa su expresión mística favorita “en Cristo.” “Así que, todos sois hijos de Dios por
medio de la fe en Cristo Jesús.”6 “Por esta razón, yo también, habiendo oído de la fe que tenéis
en el Señor Jesús... no ceso de dar gracias por vosotros.”7 Aquí, si le damos a la preposición su
debido peso y valor, llega a ser claro que para Pablo, Cristo no es tan sólo el objeto de la fe, en el
sentido de que la fe se dirige hacia Cristo como su meta: Cristo es mucho más que eso—El es la
esfera en la cual la fe vive, se mueve, crece y opera. Ocasionalmente, Pablo usa la preposición
ειs en lugar de εν, y en tales casos pudiera parecer que el significado sea simplemente “creer en
Cristo,” es decir, persuadirse de Su supremacía moral y espiritual. “Porque se os ha concedido a
vosotros, a causa de Cristo, no solamente el privilegio de creer en él (το εις αυτον πιστυειν), sino
también el de sufrir por su causa.”8 Pero esto no le hace justicia al idioma original. Porque aquí,
como en todos los demás pasajes, lo que el apóstol contempla no es nada menos que al espíritu
humano encontrando al Dios viviente, revelado en Cristo. También reconoce con un asombro
interminable que el amor santo, desde la fundación del mundo, lo ha estado anhelando, saliendo
así para encontrarlo. Este mismo espíritu humano se rinde ante ese amor buscador e implacable,
sin nada de reservas ni dudas sino deliberada y vehementemente para siempre.

No hay nada más llamativo en el St. Paul and Protestantism—una obra que aún merece
estudio—que su descripción del génesis de la fe. “Si jamás había un caso en que el maravilloso

1
Gálatas 2:20.
2
Filipenses 3:9; compárese con Romanos 3:22.
3
Gálatas 2:16.
4
Romanos 4:12, 16.
5
The Religión of Jesus and the Faith of Paul, 177ss.
6
Gálatas 3:26.
7
Efesios 1:15ss.
8
Filipenses 1:29; compárese con Gálatas 2:16.

97
98

poder del cariño pudiera demostrar sus maravillas en un hombre para quien las simpatías morales
y el deseo por la justicia eran todopoderosos, era éste. Pablo sentía que este poder lo llenaba, y
también se daba cuenta que por su perfecta identificación con Jesús por medio de ello, por
apropiarse de Jesús (y no por ninguna otra manera), él podía tener la confianza y la fuerza para
seguir a Jesús. De ese modo encontró un punto en que el mundo poderoso extra-humano y el
mundo débil de su interior, parecían combinarse para su salvación. La corriente tambaleante del
deber, que no tenía la fuerza suficiente para llevarlo a su meta, de repente era reforzada por el
inmenso maremoto de simpatía y emoción. Pablo bautizó a esta nueva y poderosa influencia con
el nombre fe.”1

Es importante reconocer que el concepto de Pablo de la fe como el principio de unión


entre los creyentes y Cristo—“el poder maravilloso del cariño”—está en los Evangelios en forma
germinal. Allí vemos a Jesús buscando ayudar a los hombres para que alcancen la vida superior
al unirlos a él en amor, gratitud y devoción. Aun mientras estaba con ellos en la carne, los
discípulos tenían un anticipo de esa bendita sensación de estar unidos a Cristo, cosa que se les
apoderaría plenamente en los días de Su exaltación. Tampoco Pedro, Jacobo y Juan pudieran
haber encontrado mejor resumen de lo que la relación a su Maestro significaba que en palabras
tales como éstas:

“¡Oh, a la gracia deudor cada día soy


Constreñido a ser!
Qué tu gracia, como grilletes,
Una mi corazón ambulante a ti.”

“Como grilletes”—así de fuerte era el lazo que los unía a Su persona, tan indisoluble y duradera
la unión interna de corazón a corazón. Era la semilla de esta idea, ya presente en la historia
evangélica, que tuvo una cosecha tan abundante en las epístolas. La lealtad que unía a los
primeros seguidores al Líder a quien amaban prefigura la fe que ahora establece una unión viva
entre los miembros de la Iglesia sobre la tierra y su Cabeza resucitado y exaltado.
Para Pablo, que aquí como en todas partes construye sobre su propia experiencia
personal, la unión por la fe no significa nada menos que el ser sobrepuesto por Cristo.2 Significa
la rendición incondicional del hombre completo—su pensamiento, sentimientos y voluntad—a
Cristo. Significa un acto, y luego una vida. Pablo escribe: “Y haced esto conociendo el tiempo,
que ya es hora de despertaros del sueño; porque ahora la salvación está más cercana de nosotros
que cuando creímos”3: hay la fe que es un acto, el acto original de auto-entrega por el cual se
llega a ser cristiano. “Lo que vivo en la carne ahora, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios”4: hay la
fe que es una vida, la condición duradera del alma consagrada. Por ende, la fe incluye todo
aquello que entra en una relación personal y vital con Jesús—confiando así en Su dirección,
obedeciendo Sus mandamientos, orando en Su nombre, dándole nuestro amor. A veces se
comenta que Pablo habla mucho más a menudo de “creer en Cristo” que “amar a Cristo.” Aun
se ha sugerido que esto hace que su religión sea más fría que la de San Juan. Tal concepto del
apóstol es muy superficial. El amor para Cristo brilla en cada palabra que escribe. Tal y como

1
St. Paul and Protestanism, 47.
2
Según E. Brunner, “la fe es obediencia—nada más—literalmente nada más” (The Mediator, 592).
3
Romanos 13:11.
4
Gálatas 2:20.

98
99

Pablo concibe la fe, ésta es el amor: es un abandono total del yo que únicamente un afecto
abrumador puede generar. Si Pablo prefiere hablar de “la fe en Cristo” en vez de “el amor para
Cristo,” es que únicamente está destacando el hecho de que mientras ama a Jesús con toda la
pasión ardiente de su corazón, aún reconoce que Jesús es el Señor y él es únicamente el siervo.1
Había santos en la historia cristiana que hablaban de su compañerismo con Jesús casi como si el
creyente y el Señor entrasen a esa unión como iguales. Pablo era un espíritu demasiado grande y
demasiado profundo como para entrar en esa familiaridad. En todo caso, el verdadero lenguaje
del amor no es palabras ni frases de cariño. No habla tanto de sí mismo; vive, más bien, en actos
de sacrificio, entrega, devoción y en el espíritu que está dispuesto a sufrir y callarse por el bien
del amado. Todo esto está incluido en la gran concepción capital de la fe por Pablo; habla de la
obediencia presta del esclavo a su Señor, y de la respuesta adoradora y abnegada del redimido a
su Redentor.

IV

Todo el concepto con el cual hemos estado trabajando aumenta en viveza y precisión
cuando Pablo procede a mostrar que involucra la unión con Cristo en Su muerte y resurrección.
El Salvador exaltado, que admite a los creyentes a un compañerismo con El, no es ningún “Ser
celestial” vago, sino es Aquel que lleva las mismas características del Jesús que vivió y murió.
Sigue que todos los que son incorporados a El por la fe deben, de alguna manera, identificarse
con los dos eventos abrumadores por los cuales El Mismo pasó al poder de Su vida sin fin,
reproduciéndose estos así en su propia historia espiritual. Deben compartir aquí y ahora la
experiencias de la muerte y la resurrección.
¿Qué, pues, significa—ser unido con un Cristo que muere? Ya vimos cómo Jesús, al
nacer “bajo la ley” y al tomar para Sí en la cruz el peso cabal de la maldición de la ley, había
acabado con su tiranía. Por ende, el hombre que estaba “en Cristo,” el hombre que por la fe se
identificaba con esa muerte victoriosa, podía sentir que para él también la maldición de la ley era
cosa del pasado. Ya no tenía control sobre él. Pablo les dice a los corintios: “... vosotros también
habéis muerto a la ley por medio del cuerpo de Cristo.”2 Del mismo modo, la esclavitud a la
carne estaba conquistada. Al tomar sobre Sí nuestra carne humana, que es la sede y la fuente del
pecado, Cristo deliberadamente se había puesto en la mayor proximidad al pecado con toda su
fuerza y despotismo. Por la muerte que sufrió, El había determinado el destino del déspota,
pronunciando así su perdición para siempre. Por ende, el hombre que estaba unido a Cristo en
esa muerte podía decir con denuedo que el dominio del pecado sobre él ya estaba roto. “El
pecado de la carne,” como un poder personal, se había atrevido a debatir con el Señor de la
gloria, pero había perdido, y en la cruz Dios Mismo había anunciado su derrota. “... Habiendo
enviado a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al
pecado en la carne.”3 Pablo dice, únanse, pues, a esa muerte de Cristo, y con todo lo que
significa; luego, el pecado ya no podrá señorear más sobre su carne mortal: “Ahora, pues,
ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.”4
El locus classicus de todo este aspecto del pensamiento del apóstol se halla en Romanos
6. Allí Pablo, con vigor y efecto magníficos, convence al corazón y a la conciencia que el ser

1
Respecto a esto, véase Moffatt, Love in the New Testament, 160ss.
2
Romanos 7:4.
3
Romanos 8:3.
4
Romanos 8:1.

99
100

unido a Jesús en Su muerte significa para el creyente una completa rotura drástica con el pecado.
El representa a la irredenta naturaleza humana como siendo clavada a la cruz con Jesús. Él ruega
a sus lectores a que recuerden que sus vidas deben reproducir la misma hostilidad implacable con
la que Jesús al morir le dio al pecado. Para los que aún están conscientes de algunos remanentes
de injusticia después de su conversión, Pablo usa palabras frontalmente enfáticas: “¡Morid al
pecado! ¡Cristo lo hizo!”1 Les amonesta a que reflexionen sobre la finalidad de la muerte. ¿No
significa la muerte el fin de todo enredo, cortando así el nudo de todos los problemas difíciles y
trayendo la liberación de toda obligación? ¿Puede la muerte al pecado ser diferente? ¿No debe
significar la desaparición total del dominio y control del pecado? Tal como Pablo lo describe
gráficamente, “... porque el que ha muerto ha sido justificado del pecado.”2 ¿Tuvo que morir dos
veces Jesús? ¿No es un hecho que Su muerte tuvo lugar “una vez por todas,” y por ende, de allí
en adelante, “ya no muere”? ¿No tiene que haber la misma finalidad respecto a la experiencia
del hombre que, en unión con Cristo, muere al pecado y a todos sus caminos? Pablo dice en
efecto: “Ustedes, que en su conversión tuvieron esta gran experiencia, ¡vivan sus vidas sobre esa
base!” Dense cuenta de lo que ha ocurrido. Háganse de cuenta que hay un abismo
infranqueable—un abismo tan ancho y tan profundo como la muerte—entre ustedes y lo que
alguna vez eran. “Considerad que estáis muertos para el pecado.”
Tal es la nota triunfal que da Romanos 6. Hace eco una y otra vez en las epístolas. “...
porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.”3 “Siendo que vuestra
muerte con Cristo os separó de los principios elementales del mundo, ¿por qué, como si aún
vivieseis en el mundo, os sometéis a ordenanzas...?”4 “... consideramos esto: que uno murió por
todos; por consiguiente, todos murieron.”5 “...porque los que son de Cristo han crucificado la
carne con sus pasiones y deseos.”6 Para Pablo, el creer en Cristo significa “...conocerle a él y el
poder de su resurrección, y participar en sus padecimientos, para ser semejante a él en su
muerte.”7 Esta aseveración nos recuerda que lo que Pablo discute en todos estos pasajes no es
meramente una doctrina de necrosis, sin habla de las experiencias más vívidas. He aquí, un
hombre que tenía el derecho de hablar de la unión con la muerte de Cristo. El había pagado por
ese derecho con una crucifixión personal. Él puede decir: “Con Cristo he sido juntamente
crucificado.”8 “Pero lejos esté de mí gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por
medio de quien el mundo me ha sido crucificado a mí y yo al mundo.”9 Bunner dice: “La fe es
un sufrimiento comparable a la chispa que resulta de la piedra al chocarse con el rastrillo.”10 Si
jamás algún hombre experimentó la muerte al pecado con todo su dolor y gloria, fue Pablo. Por
ende, la seguridad total con la que él testifica. Weinel dice atinadamente: “El no se pasó la vida
sepultando a ese hombre muerto que murió en el camino hacia Damasco, ni celebró la memoria
de él con lágrimas copiosas. Con denuedo le viró la espalda una vez por todas para que la nueva

1
Así reza Matthew Arnold en el pasaje donde trata lo que él llama “la doctrina de la necrosis, la doctrina central de
Pablo.” St. Paul and Protestantism, 51ss.
2
Romanos 6:7.
3
Colosenses 3:3.
4
Colosenses 2:20.
5
2 Corintios 5:14.
6
Gálatas 5:24.
7
Filipenses 3:10.
8
Gálatas 2:20.
9
Gálatas 6:14.
10
Emil Brunner, The Word and the World, 71.

100
101

vida que había venido a morar en él tuviese lugar para su crecimiento y gloria final.”1 Pablo dice
que si tú has muerto con Cristo, entonces ¡date cuente que estás muerto al pecado.! Werde das
was Du bist--¡Llega a ser lo que potencialmente eres.!2

Es muy probable que este concepto de la unión con un Salvador crucificado sea la clave
para poder entender el pasaje difícil en el cual Pablo dice: “...completo en mi carne lo que falta
de las tribulaciones de Cristo a favor de su cuerpo, que es la iglesia.”3 En realidad, esta frase bien
sugiere que lo que Jesús sufrió sobre el Calvario fue únicamente una parte del sufrimiento
necesario para la redención del mundo, y que se les ha dejado a Sus seguidores a que entren en la
obra sacrificial que comenzó así, llevándola a su terminación. Sin duda, hay una gran verdad en
este cuadro de los hijos de Dios que ayudan a Jesús a cargar con los pecados del mundo; pero no
es lo que Pablo quería decir. Ni por un momento permitiría un ofuscamiento de su convicción
central de que Cristo había terminado la obra que Dios le había dado que hiciese. Su vida y
muerte fueron completamente suficientes. No hacía falta más nada. La redención ya se había
logrado. La reconciliación era un hecho cumplido. A lo que Pablo se refiere como “faltando” o
“imperfecto,” no eran el sacrificio y el sufrimiento de Cristo, sino era su propia participación en
ese sacrificio y sufrimiento. Que esta sea la interpretación verdadera es atestiguado por el pasaje
llamativo en el que declara que su única meta, su único objetivo, su única ambición en su vida
era conocer a Cristo mejor, entrando así más plenamente en el “participar en sus padecimientos,
para ser semejante a él en su muerte.”4 Es como si hubiera dicho, “Con Cristo he muerto, con él
mi yo anterior ha sido crucificado; pero todos los días yo quisiera asemejarme más a Cristo.
Porque el ideal de una absoluta semejanza a Cristo me queda aún muy distante. No lo he
“logrado,” sino que sólo estoy “buscando dar con el blanco.” Aún queda mucho en mí que carece
de una identificación absoluta con Cristo en la muerte que él murió al pecado. Y lo que carece en
mí, debo luchar diariamente para suplirlo.” En pocas palabras, es la unión con Cristo el
crucificado el tema de nuevo. De nuevo, la nota de trompeta suena, “¡Morid al pecado! ¡Daos
por muertos!”
Volviendo al pasaje en Romanos 6, encontramos a Pablo hablando, no tan sólo de “morir
con Cristo,” sino también de ser “sepultado con él.”5 La introducción de esta idea adicional
claramente tiene la mira de presentar la naturaleza absoluta y final de la rotura que ocurre cuando
la conversión. Al igual que el Credo Apostólico emplea la frase “crucificado, muerto y
sepultado” para enfatizar la tremenda profundidad y lo completo del auto-sacrificio de Cristo, así
Pablo emplea la imagen de sepultura para que la realidad de muerte al pecado sea indisputable. Y
él ha ligado todo el concepto de una manera iluminadora con el sacramento cristiano del
bautismo. Para el convertido, el bajar al agua, el sumergirse, era como la sepultura del yo antiguo
que había renunciado en Cristo. No es que el bautismo creara una relación salvadora con Cristo.
Sólo haciendo violencia a la enseñaza de Pablo sobre la salvación, puede deducirse tal postura.
Pero el bautismo era el sello puesto sobre la realidad de la fe. Una vez, y sólo una vez, podía
suceder en la vida del creyente. No había manera de renunciarlo. Acá de este lado del bautismo,
había la esclavitud a la antigua lujuria y una vida sin Dios en el mundo; al otro lado del
bautismo, había gozo, paz y membresía en la comunidad de Cristo. No se puede imaginar un

1
St. Paul: the Man and his Work, 97.
2
Así reza Dodd, Romans, 93 (MNTC).
3
Colosenses 2:24.
4
Filipenses 3:10.
5
Romanos 6:4; compárese con Colosenses 2:12.

101
102

evento más definido o decisivo que el sacramento del bautismo: ser bautizado era estar entregado
públicamente para siempre. Pablo también afirma que no menos definido que el acto externo era
el cambio interno sellado por el bautismo. El apóstol insiste: “Considerad que no tan sólo estáis
muertos para el pecado, sino que estáis sepultados con él en el bautismo.” Por la unión con Jesús
significa un fin y un principio más absoluto, más definido y más radical que cualquier otra
transformación del mundo.

Más allá de la reproducción en la vida espiritual del creyente de la muerte de su Señor


está el hecho glorioso de la unión con Cristo en su resurrección. “...así como Cristo fue
resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad
de vida.”1 Cada cosa que Pablo asocia con la salvación—gozo, paz, poder, progreso y victoria
moral—se encierra en la palabra singular que emplea constantemente, “vida.” Solo los que por
medio de Cristo entran en una relación vital con Dios están realmente “vivos.” La existencia
fuera de Cristo no es siquiera digna de ese nombre, porque, comparado con el alma que ha visto
transfigurado todo en el cielo y la tierra por una experiencia personal de redención y que ha
comenzado a vivir diariamente en el romance, la maravilla y estímulo de la comunión con Jesús,
el hombre que viva para el mundo y la carne no tiene conocimiento de Dios, y está virtualmente
muerto. No lo sabe, piensa que “experimenta la vida.” No puede ni adivinar la gloria que está
perdiendo, no se da cuenta de la total bancarrota y la miseria de todo en que ha confiado. Pero
permanece el hecho. “Porque la intención de la carne es muerte, pero la intención del Espíritu es
vida y paz.”2
Jesús mismo había utilizado esta palabra “vida” así. Aparece en dichos tales como “Pero,
¡qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida.”3 “Mejor te es entrar
manco a la vida que teniendo dos manos, ir al infierno.”4 “Haz esto, y vivirás.”5 Pero lo que
Pablo veía ahora con suma claridad era que la vida a la que las almas entraban por la conversión
no era otra cosa sino la vida de Cristo Mismo. El compartía con ellos su mismo ser. “Y cuando
se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros seréis manifestados con él en
gloria.”6 El habla de “la vida de Jesús” como “manifestándose en nuestro cuerpo.”7 Contra “la
ley del pecado y la muerte” está “la ley del Espíritu,” que “trae la vida que es en Cristo Jesús.”8
Esta vida que fluye del Cristo al hombre es algo totalmente diferente que cualquier cosa
experimentada sobre el nivel meramente natural. Es diferente, no tan sólo de grado, sino también
de clase. Es καινοτηs ζωηs,9 una nueva cualidad de vida, una cualidad sobrenatural. Tal como
Pablo lo expresa en otra parte, “Hay una nueva creación,”—no tan sólo una intensificación de
fuerzas ya poseídas, sino la emergencia repentina de un elemento totalmente nuevo y original—
“cuando un hombre llega a estar “en Cristo.”10 Uno empieza a vivir en la esfera de la vida de
Jesús, la de después de la resurrección. La vida que lleva ahora muestra la cualidad de la
eternidad. McLeod Campbell, en su gran obra sobre la expiación, se queja de que “la religión

1
Romanos 6:4.
2
Romanos 8:6.
3
Mateo 7:14.
4
Marcos 9:43.
5
Lucas 10:28.
6
Colosenses 6:4.
7
2 Corintios 4:10.
8
Romanos 8:2.
9
Romanos 6:4.
10
2 Corintios 5:17.

102
103

ordinaria sea una lucha por asegurarse de una desconocida dicha futura en lugar de meditar sobre
la dádiva presente de la vida eterna, dándole así la bienvenida.”1 Esta es la gloria y gozo de
Pablo—la vida, con un sello de la eternidad sobre ella, ¡una posesión presente! La muerte tiene
tan poco poder sobre la verdadera vida interna del creyente que tiene sobre el Salvador
resucitado y exaltado. “Fuisteis sepultados juntamente con él en el bautismo, en el cual también
fuisteis resucitados juntamente con él, por medio de la fe en el poder de Dios que lo levantó de
entre los muertos.”2 Pablo quiere decir que la vida de él es vuestra. No tenéis que esperar “hasta
que se levante el sol y las tinieblas disipen” antes de empezar a vivir eternamente. En unión con
Cristo, ese privilegio glorioso es vuestro aquí y ahora. Resucitado con él, vosotros habéis dejado
vuestra relación con el pecado, habéis escapado de las limitaciones estorbadoras de este orden
actual, habéis dejado atrás el dominio del mundo y la carne para entrar a la esfera del Espíritu,
entrando así en la vida auténtica. En pocas palabras, aun aquí sobre la tierra vosotros sois “una
colonia del cielo.”3 Nunca os olvidéis dónde queda vuestra ciudadanía. “...considerad que estáis
muertos para el pecado, pero que estáis vivos para Dios en Cristo Jesús.”4

Ahora será aparente porqué podemos considerar que la doctrina de la unión con Cristo
sea la ancla de su ética, no tan sólo la piedra angular de su religión. Desde los días de los
judaizantes en adelante, los críticos del apóstol lo han atacado por las supuestas tendencias
antinominianas de su evangelio. Su pleito contra él podría expresarse de la siguiente manera: “Tú
predicas un evangelio de la gracia libre y el perdón inmerecido. Pero al hacerlo, ¿no condonas el
pecado y alientas la laxitud moral? Cuando tú dices que Cristo es nuestro substituto, que lleva la
pena de nuestros pecados para que nos liberemos, ¿no estás cortando el nervio de toda lucha
ética? Si cada pecado del hombre le provee a Dios de una nueva oportunidad para mostrar Su
gracia soberana en acción, ¿no podrá el pecador consolarse con el pensamiento de que sus
caminos malos en efecto promueven la gloria de Dios? No podrá decir él: ‘Hagamos el mal para
que venga el bien; continuemos en nuestro pecado para que la gracia pueda abundar?’”5 Pablo,
dándose cuenta que tales interpretaciones estaban siendo dadas a su mensaje, sin rodeos las
llaman calumnias,6 pero otros, aparte de los críticos capciosos, han hecho la pregunta. Es una
dificultad real. ¿Recalca el evangelio Paulino lo suficiente los deberes éticos primordiales? ¿No
era arriesgado, por lo menos, eliminar la ley para así confiar en el espíritu, tal como lo hacía el
apóstol? Los que originalmente lo retaban al respecto tenían evidencia práctica para respaldar su
caso: porque ciertamente había cristianos antinominianos en la iglesia, personas para quienes la
nueva religión era principalmente una emoción, un pequeño lujo sin poca relación con la vida y
con la conducta. Muy probablemente era contra tal grupo que estas palabras sorprendentes
fueron escritas: “Porque muchos andan por ahí, de quienes os hablaba muchas veces, y ahora
hasta lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo.”7 También, había miembros de la
comunidad cristiana en Corinto que creían que la participación en el sacramento de la Cena del
Señor les aportaba todas las bendiciones de la salvación tanto aquí como en el más allá,
eximiéndoles así de una escrupulosidad respecto al deber moral y la auto-disciplina.8 Las obras

1
The Nature of the Atonement, 13.
2
Colosenses 2:12.
3
Filipenses 3:20.
4
Romanos 6:11.
5
Romanos 3:8; 6:1.
6
Romanos 3:8.
7
Filipenses 3:18.
8
1 Corintios 10:14ss.

103
104

de esta clase de espíritu pueden trazarse a lo largo de la historia cristiana. Se les ha hecho fácil a
los hombres cobijar sus pecados debajo de palabras como “la justicia imputada de Cristo,” o han
usado una frase como “no estamos bajo la ley sino bajo la gracia”1 para tapar el hecho de que
Dios es santo y que hay tal cosa como la exigencia moral de Jesús. Éstos se han persuadido de
que por medio de una ortodoxia dogmática y una aclamación “Señor, Señor”, las puertas del
Reino se les abrirán. De modo que la fe cristiana ha sido herida en la casa de sus amigos, y el
terriblemente dañino divorcio entre la religión y la ética ha perjudicado el nombre de la iglesia.
Otto Kern dice muy fuertemente, “La religión sin moralidad queda vacía de su verdadero
contenido y valor. A no ser que la Deidad sea la fuente y la salvaguardia de la vida moral, no es
una realidad que debe ser reverenciada, sino sólo el objeto de una comedia mítica. La adoración
que ofrecen los hombres se degenera en un aplacamiento egoísta o en una magia supersticiosa.”2
O, con las palabras más fuertes del Obispo Barnes, “la religión sin moralidad es una maldición y
una trampa.”3
Además, de todo lo que el apóstol dice acerca de la redención y el Redentor, sigue que el
hombre que entre en comunión con Cristo está, desde ese momento, poseído por un motivo ético
del primer orden. Las transigencias y una moralidad inferior ya no le satisfacen. Esa bendita
intimidad con Cristo pone a prueba su honor cada día. Al igual que Zaqueo encontró que le era
imposible permanecer en compañía con Jesús ni sentirse feliz en esa nueva y noble sociedad a no
ser que tomara medidas de inmediato para desenredar su vida y restituir a aquellos a quienes él
había hecho mal,4 así el hombre que entra en una unión viva con Cristo, como la que describe
Pablo, encuentra que es absolutamente necesario hacer que todas sus demás relaciones
personales tengan una nueva base de realidad, sinceridad, y verdad moral, si es que esas
relaciones han de perdurar. Por consiguiente, Pablo apelaba a los motivos internos más fuertes al
escribir: “Siendo, pues, que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde
Cristo está sentado a la diestra de Dios.”5 Porque, como dice el Dr. Oman, “Llamar a Jesús
Salvador es llamarlo Señor a la vez.”6 Una gran salvación engendra un gran amor en el corazón
de los salvos, y la característica del amor es que preferiría andar por el camino estrecho del honor
que por cualquier sendero lleno de rosas. El amor hace que la disciplina en la vida se convierta
en romance, cambia la cruz en un esplendor refulgente, y promueve que la fuerza de la moralidad
de Cristo sea pura gloria y gozo. De modo que la unión con Cristo provee un motivo ético sin
par.
Pero, según Pablo, hace mucho más. Junto con el motivo, provee el poder. Estar “en
Cristo” significa que Cristo es el nuevo medio del hombre redimido. El cuerpo humano, por el
comer, el beber y el respirar, continuamente está recibiendo fuerza de los recursos de su medio
físico. De igual forma, el espíritu cristiano hace y mantiene contacto con su medio espiritual, que
es Cristo, por la oración, la adoración y la entrega. Así que el alma recibe su fuerza de las fuentes
de poder en Cristo que son bien inagotables. “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece.”7
Confrontado con la presión y el estrés de la lucha moral, rodeado por tercos enemigos
hereditarios, roto a veces por una tentación casi inaguantable, ella levanta la cabeza y aclama:

1
Romanos 6:15.
2
Grundriss der theologischen Ethik, 27.
3
Should Such a Faith Offend?, 176.
4
Lucas 19:8.
5
Colosenses 3:1.
6
J. Oman, Grace and Personality, 188.
7
Filipenses 4:13.

104
105

“Pero gracias a Dios, que hace que siempre triunfemos en Cristo...”1 ¡Qué raro que a tal
evangelio, basado en tal experiencia, jamás se le llamara indiferente a la moralidad o aun
subversivo para ella! Imposible que hubiera más grande parodia. El hecho es que el evangelio,
tal y como Pablo lo predicaba, tiene una dinámica moral que es la esperanza del mundo.
Sin embargo, debe agregarse que la posesión de este motivo y este poder en la unión con
Cristo no significa que el cristiano no tenga que luchar. Más bien, es un reto para un esfuerzo de
toda la vida. Pablo les dice a los corintios, vosotros estáis en Cristo, pero aún son únicamente
“niños en Cristo.”2 En virtud de su conversión, ellos habían entrado en la esfera de la vida eterna,
pero cosas materiales, especialmente el cuerpo de la carne, aún los tenían rodeados. Sólo cuando
este cuerpo de la carne hubiere sido cambiado por el cuerpo espiritual, esperando su realización
más allá de la muerte, se daría su plena libertad en Cristo. Por ende, la vida cristiana actual tiene
que caracterizarse por el velar, la lucha y el progreso. “Por lo tanto, haced morir lo terrenal en
vuestros miembros...”3 El apóstol no quería que ninguno de sus convertidos considerase que su
iniciación en la comunidad cristiana fuese cosa mecánica o una garantía automática de la
salvación. Tal idea sería más semejante a las paganas religiones de misterio que a la fe del
evangelio. Pablo hubiera dicho que el cristiano es aquel que lucha cada día que vive para que lo
que es ideal y potencial por su unión con Jesucristo sea más y más real, actual, visible y
convincente. El Dr. L. P. Jacks, al hablar de la religión en general, llama la atención al hecho
atractivo de que “cada verdad que ella (la religión) anuncia se convierte imperceptiblemente en
un mandato. Sus indicativos son imperativos velados.”4 Según Pablo, la posición del cristiano en
Cristo es un gran hecho glorioso. El hombre que ha entrado en esa unión sabe que lo que
experimenta queda más allá de toda duda o reto—es la verdad. Pero en el mismo instante de
experimentarla, la verdad se convierte en mandato. Su relación con Cristo lo constriñe. Es un
hecho, pero también es un deber. Es una realidad presente, pero también es un ideal llamativo. Es
una tierra que fluye con leche y miel, pero también es un desierto donde los hombres luchan
contra el tentador por Cristo. Su indicativo es: “Ha venido tu luz, y la gloria del Señor está sobre
ti”. Ese es un hecho glorioso que nadie puede sacudir o alterar. Pero el indicativo tiene en su
corazón un fuerte imperativo retador: “Tu luz ha venido. Entonces—¡levántate y brilla! Pablo le
dice al creyente: “¿Estás en Cristo?”. “¡Entonces sé un hombre en Cristo de verdad!”

Un punto más reclama nuestra atención. Tal como Pablo la describe, la experiencia de la
unión con Cristo mira más allá del presente al futuro. Hay una experiencia bendita y gloriosa
aquí, pero esa unión apunta a algo aun más maravilloso que va a venir. Nunca en este mundo
podrá el creyente saber todo lo que la comunión con Cristo pueda significar. Aun siendo “un
hombre en Cristo,” está consciente de un anhelo por una intimidad más profunda, de una
“Christus-Sehnsucht,” como dijera Weiss.5 Aun mientras disfruta la vida eterna como posesión
actual, sueña con la plenitud de la vida que será suya cuando los grilletes de la carne y su
fragilidad se hayan ido para siempre. Muy a menudo se dice que los místicos no tienen interés en
la escatología por estar absortos en lo que tienen, y no se interesan en ninguna consumación
futura. Que tales generalizaciones no son sabias sino engañadoras se hace claro por la
experiencia y la enseñanza de Pablo cuyo misticismo tiene matices escatológicos. Titius aclara

1
2 Corintios 2:14.
2
1 Corintios 3:1.
3
Colosenses 3:5.
4
The Alchemy of Thought, 315.
5
Das Urchristentum, 408.

105
106

esto muy bien. “El Espíritu no es sino el sello y la garantía de la gloria venidera; la calidad de
hijo aún aguarda su perfección, aun la comunión con Cristo es todavía una “ausencia del Señor.”
La justicia, la paz y el gozo, en los que consiste el Reino de Dios, llegan a ser el puro sufrimiento
si se quita la esperanza de la resurrección.”1
Aquí Pablo y el cuarto evangelista van de la mano. El lema de la literatura Juanina es la
vida eterna. Esta vida está en Jesús,2 que la comunica a los hombres.3 “El que cree en el Hijo
tiene vida eterna,”4 aquí y ahora. Pero esto no descarta los conceptos de la resurrección futura, el
juicio y la gloria. El Cristo Juanino dice: “Nadie puede venir a mí, a menos que el Padre que me
envió lo traiga, y yo lo resucitaré en el día final.”5 Ahora bien, según W. Bauer, estos pasajes
anticipadores en el Cuarto Evangelio son una mera concesión a las ideas populares.6 Heitmüller
lamenta que el evangelista dejara inconclusa su obra de la traducción de la escatología
tradicional en formas totalmente internas y espirituales,7 mientras que Bousset exagera en
adscribir todos tales pasajes a un redactor.8 Sin embargo, toda explicación de este tipo es
totalmente insatisfactoria. Se aproximaría más a la verdad si dijéramos que las referencias al
futuro están donde están, no a pesar de la idea dominante de la vida eterna en la actualidad, sino
justo porque esa idea encuentra en ellas su complemento y pleno significado. Tanto Pablo como
Juan estaban convencidos que una vida tan gloriosa, como la que ya disfrutaban en Cristo, algún
día tendría que liberarse, por la misericordia de la Providencia, de toda condición limitante y ser
coronada por Dios en el cielo. Tal como lo expresara Dobschütz: “El Cristianismo es—y siempre
será—la religión de una salvación segura, traída por Jesús, y experimentada por Sus creyentes
durante su vida actual. Esto no excluye la esperanza cristiana. Al contrario, mientras más la
salvación actual sea experimentada por la humanidad, más fuerte será la esperanza cristiana.”9
Lo que queremos recalcar es que la escatología no comienza donde termina el
misticismo, ni tampoco su presencia arguye por un defecto en la postura del místico. De hecho,
comprueba la vitalidad y la intensidad de su unión. No es por haber tenido tan poco de Cristo que
anhele más. Es precisamente por haber tenido tanto de Cristo que está seguro que Dios quiere
para él la experiencia más plena. Por ende, el mismo hombre cuya acción de gracias diaria era
que “Dios tuvo a bien revelar Su Hijo” en él,10 podía esperar un día “cuando se manifieste Cristo
nuestra vida.”11 El apóstol, cuya fe se centraba en un Salvador, resucitado, viviente y presente,
también expresar su deseo de “partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor.”12 En
realidad, no hay nada incongruente en esto: el Cristianismo vital, desde los días cuando Jesús
predicaba el evangelio de un Reino que era a la vez una realidad presente y una esperanza futura,
siempre ha combinado las dos posturas.13 Pablo sabía que lo que le había entrado en el día de su

1
Der Paulinismus, 21.
2
Juan 1:4; 14:6.
3
Juan 10:10.
4
Juan 3:36.
5
Juan 6:44.
6
Johannesevangelium, 38 (en HBNT): “Spricht Joh Gelegentlich von dem Gericht am jüngsten Tag, so ist das al
Anpassung an die volkstümlich Anschauung zu werten.”
7
Die Schriften des Neuen Testaments, iv. 83.
8
Kyrios Christos, 177.
9
Eschatology of the Gospels, 205.
10
Gálatas 1:15ss.
11
Colosenses 3:4.
12
Filipenses 1:23.
13
Es significante que la idea de la vida eterna en el Cuarto Evangelio y en Pablo tenga un lugar semejante a aquel
que el Reino tenía en los Sinópticos.

106
107

conversión era una vida de orden eternal. La poseía: estaba allí. Sin embargo, Holtzmann tiene
toda la razón al decir que “La religión bíblica en general, la Paulina en particular, es una sed para
la vida.”1 Por más consciente que estuviera el apóstol de la verdadera presencia de Cristo, no tan
sólo en los sacramentos, sino en todos los gozos, tristezas y vicisitudes del día, una presencia que
era un destello inconfundible de la gloria en su alma, aún podía declararse “dispuesto a estar
ausente del cuerpo y estar presente con el Señor.”2 Cuando él hablaba de la fe, el movimiento del
alma hacia Dios, y del amor, que era su movimiento hacia los hombres, él también hablaba—
para hacer completa la trinidad de experiencia religiosa—de esperanza, que era el movimiento
hacia la redención final.3 Pablo dice que viene un día cuando la unión, tan maravillosamente
establecida aquí, será sin mancha, sin obstáculos y completa, cuando el último vestigio del poder
de un mundo material para opacar la visión e interrumpir la armonía y echar a perder la santidad
será barrido por los vientos de la muerte, y cuando el último velo de la débil mortalidad, que
opaca el misterio último, será roto en dos por las manos de Dios Mismo desde arriba hasta abajo.
Entonces, del cataclismo de esa hora, ¡surgirá un alma “en Cristo”! “Así estaremos siempre con
el Señor.”4

1
H. J. Holtzmann, Neutestamentliche Theologie, ii. 54.
2
2 Corintios 5:8.s
3
E. F. Scott llama la atención a la frecuencia con la que Pablo reúne las tres actitudes. Véase Colossians, 15
(MNTC).
4
1 Tesalonicenses 4:17.

107
108

CAPÍTULO CINCO

LA RECONCILIACIÓN Y LA JUSTIFICACIÓN

El servicio más grande y más semejante al de Cristo que un hombre pueda hacer
para otro es ayudarle a que esté justo delante de Dios. Entre todas las bendiciones de esta vida, la
paz con Dios es suprema. Todas las demás posesiones son huecas e insatisfactorias, “vanidad de
vanidades,” si falta ésta. Por ende, el ministerio al cual Pablo se sentía llamado por su conversión
era, para usar una frase suya, “un ministerio de reconciliación.”1 La palabra que él sabía que
estaba comisionado a entregar, la palabra viva de Dios—en lenguaje del gran profeta Jeremías—
“...como un fuego ardiente, apresado en mis huesos,” era “la palabra de la reconciliación.”2
Como el embajador y vocero de Cristo, cargado de una comisión real y autoridad, con la vasta
responsabilidad de representar a su Maestro ante los hombres, él hacía su mensaje constante y su
apelación—“¡Reconciliaos con Dios!”3 Aquí, como en todas partes, su propia experiencia era
decisiva. El día en que Jesús lo encontró, la paz por la que había anhelado en balde durante años
de lucha, le llegó como una repentina bendición milagrosa. El hombre en Cristo ya sabía que
estaba en buena relación con Dios. Con la claridad de visión de un alma redimida, si bien para él
las barreras enajenantes habían caído, no había razón para que los demás éstas permanecieran
para los hijos de los hombres. Si su propio corazón inquieto y distraído había encontrado su
descanso perfecto, entonces en el mismo Dios debía haber descanso para el mundo entero. La
reconciliación llegó a ser su tema.
En el capítulo presente, pues, empezaremos discutiendo este gran concepto. Esto nos
llevará a examinar el lugar que ocupa la muerte de Cristo para el pensamiento del apóstol.
Después, hemos de relatar la reconciliación a la idea paralela, menos personal pero más forense,
de la justificación. Finalmente, debemos observar aquí, como en su doctrina central de la unión
con Cristo, cómo Pablo mira más allá de la experiencia presente hacia una consumación futura,
cuando la obra redentora de Dios en el hombre sea completa y la gracia se fusione con la gloria.

Siempre ha sido el postulado fundamental de la religión que el hombre está hecho para
comunión con Dios. La naturaleza y el mismo propósito de su existencia son tener comunión
con su Creador. El lleva la imagen de Dios. El tiene hambre y sed de justicia. La profundidad y
la eternidad dentro de su alma extienden las manos de fe y parentesco a la eternidad que hay en
Dios. Es la gloria del hombre vivir en este mundo como un hijo en la casa de su Padre. Es la
gloria de Dios que declara: “Cuando Israel era muchacho, yo lo amé; y de Egipto llamé a mi
hijo.”4 “¿Acaso se olvidará la mujer de su bebé, y dejará de compadecerse del hijo de su vientre?
Aunque ellas se olviden, yo no me olvidaré de ti.”5 El hombre cumple con su destino cuando está
unido a Dios y vive según la luz y el amor de ese compañerismo alto.

1
2 Corintios 5:18.
2
Jeremías 20:9; 2 Corintios 5:19.
3
2 Corintios 5:20.
4
Oseas 11:1.
5
Isaías 49:15.

108
109

Pero la religión siempre ha reconocido que hay un factor en la experiencia humana que
tiene el poder fatal de dañar este compañerismo. Ese factor es el pecado. De todas las
consecuencias del pecado—y son muchas y variadas, incluyendo penas externas, sufrimiento
respecto a sí mismo y otros, dolores de conciencia, corazones endurecidos, voluntades
esclavizadas, y “una horrenda expectativa de juicio...”1—pero la más seria es la pérdida de
compañerismo con Dios, producto del pecado. Hace que se nuble el sol. Interrumpe las
relaciones familiares. La pureza de corazón ve a Dios, y cualquier cosa que manche la pureza
necesariamente echa a perder la visión. Lo que hace que el pecado sea esencialmente una cosa
solitaria no es la separación del pecador de su prójimo o aun de su yo mejor: más bien, es su
aislamiento de Dios. Esto es lo que Pablo llama “alienación” “A vosotros también, aunque en
otro tiempo estabais apartados (απηλλοτριωµενουs) y erais enemigos por tener la mente ocupada
en las malas obras, ahora os ha reconciliado.”2 Pablo amonesta a sus convertidos a que no
caminen como los gentiles: “teniendo el entendimiento entenebrecido, alejados de la vida de
Dios por la ignorancia que hay en ellos, debido a la dureza de su corazón.”3
Esta condición de alienación tiene varias etapas y grados. Comienza con una sensación
vaga de extrañeza. El alma llega a estar consciente de una barrera que misteriosamente se ha
presentado entre sí y Dios. Se da cuenta que aunque en el pecado cometido no había ninguna
intención de herir a Dios, en realidad, no había ningún pensamiento consciente de Dios siquiera,
aun así, la relación ha cambiado sutilmente. “Contra ti, contra ti solo he pecado y he hecho lo
malo ante tus ojos.”4 A no ser que al mal se le remedie, el sentimiento de compañerismo va a ser
radicalmente dañado. En la parábola más grande de Jesús, el hogar, el amor y una feliz
bienvenida son del pródigo que regresa, pero la historia no intenta ocultar el hecho de que el
alma en la tierra lejana perdió el compañerismo del Padre, temporalmente por lo menos.5 El
profeta antiguotestamentario que declaró: “Vuestras iniquidades son las que hacen separación
entre vosotros y vuestro Dios,”6 y Pablo que pronunció sin rodeos su demanda: “¿qué
compañerismo tiene la rectitud con el desorden? ¿Qué comunión tiene la luz con las tinieblas?”7
proclaman la singular verdad enfática, que el pecado y Dios no pueden acompañarse.
Inevitablemente, se levanta una barrera, y se quebranta el compañerismo. El alma queda
enajenada.
En el caso mismo de Pablo, el sentimiento de alienación estaba relacionado con su
experiencia bajo la ley. El había fracasado en cumplir con los requisitos de la ley. La conciencia
le decía que nunca tendría éxito. Y, sin embargo, la ley era la voluntad de Dios. ¿Cómo, pues,
podría escaparse del desagrado divino? ¿No estaría Dios enojado con él? ¿No era este mismo
sentimiento doloroso de culpa una síntoma de la ira de Dios? ¿No le consumiría totalmente esa
ira cuando el gran día del juicio? ¿No había él pecado tan frecuente y profundamente para ser
perdonado? ¿No había desaparecido demasiado completamente la relación amistosa para poder
restaurarse? El compañerismo con Dios—¿no eran las mismas palabras una burla? Cuando Pablo
describía la experiencia amarga de la enajenación, describía algo conocido por él.

1
Hebreos 10:27.
2
Colosenses 1:21.
3
Efesios 4:18; compárese con Efesios 2:12 “...apartados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la
promesa, estando sin esperanza y sin Dios en el mundo.”
4
Salmo 51:4.
5
Lucas 15:18.
6
Isaías 59:2.
7
2 Corintios 6:14.

109
110

Ahora bien, a menudo sucede que la alienación de esta clase se endurece en


resentimiento. El alma en su amargura vuelve y le acusa a Dios. Echa la culpa por la barrera
enajenante a los pies de Dios. ¿Fracasó el alma en observar la ley? Entonces, la culpa es de Dios,
porque sus exigencias son demasiado rigurosas. ¿Es Dios todopoderoso y el alma misma tan
débil? Eso sólo sirve para fomentar el resentimiento. De modo que el fracaso engendra la
desesperación, y ésta engendra la temeridad, y ésta se convierte en hostilidad. El hombre, que
había sido hecho para el compañerismo más alto, ahora está ante su Creador como un enemigo.
Pablo dice que “...éramos enemigos...” (εχθροι), describiendo así la actitud general del hombre
antes de la conversión.1 Por la interrupción de esta relación más céntrica de la vida, todas las
demás relaciones están trastornadas y desequilibradas. Equivocarse en este punto singular es
equivocarse en todo. Porque, tal como lo expresa magistralmente el Dr. Oman, “la realidad no es
una cosa y Dios otra. Si estamos enemistados con Dios, estamos enemistados con la realidad
pasada, presente y futura... La enemistad con Dios es enemistad con las vidas que El crea.”2
Claramente, es aquí que debe ser probada cualquier redención que pretenda ser universal. ¿Puede
ésta resolver esta enajenación? ¿Puede quitar la enemistad? ¿Puede lograr la restauración de
comunión? Esta es la prueba decisiva. Pablo percibía que un evangelio que rompiera con el
legalismo, que acabara con la tiranía de los principios elementales, que quitara las penas temibles
del pecado, que proveyera refuerzos para las voluntades opacas y derrotadas de los hombres,
pero que se detuviera allí, no era un evangelio merecedor del nombre. Pudiera ser que estos
logros fuesen grandes y maravillosos, pero por encima de todos ellos, había una necesidad sin la
cual todas las demás glorias de la redención permanecerían estériles e inútiles—la restauración
del compañerismo perdido con Dios. El hombre desea más que la remisión de sus pecados, más
que un escape de las acusaciones internas, más que el cruzar del Mar Rojo con su visión de sus
“egipcios” muertos, más que un rescate de la ira venidera. Quiere estar en buena relación con
Dios. El quiere estar en la familia de nuevo. Quiere, por decirlo así, la reconciliación. Cualquier
evangelio que se ofrezca a un sufriente mundo pecador tiene que ser probado aquí. Esta es la
prueba verdadera. Muy literalmente, es la prueba “crucial,” porque su meollo es una cruz.

El vocablo que Pablo usa para describir la paz con Dios, a la que su unión con Cristo lo
llevó, es καταλλαγη. En su uso tardío por la iglesia, este término denota la admisión o la
readmisión de penitentes al compañerismo de la iglesia y la Santa Cena.3 Pero en el griego
clásico es simplemente un variante de los más frecuentes διαλλαγη y συναλλαγη, y significa el
establecimiento de relaciones amistosas entre personas involucradas en una rencilla. Ahora bien,
claramente hay más de una manera de lograr las paces. Mucho depende de la clase de
enajenación que sea. Si el resentimiento es mutuo, entonces el compañerismo puede ser
reestablecido sólo cuando las dos personas estén de acuerdo en acabar con los malos
sentimientos. Si la enemistad es de una sola persona, la armonía puede ser restaurada o por un
deliberado cambio de sentimiento en la mente hostil, o por un acercamiento amistoso de la otra
persona que desarme el antagonismo. La reconciliación, cuando sea entre dos hombres, puede
tener lugar así, y de hecho, así sucede. Es de suma importancia determinar cómo tiene lugar
cuando se trata de la reconciliación entre el hombre y Dios. Hay otras religiones, aparte del
Judaísmo y el Cristianismo, que hacen uso de esta idea; Es significativo que todas ellas dan por
sentado que Dios es el que necesita ser reconciliado. Se proponen actos rituales y ofrendas por

1
Romanos 5:10.
2
Grace and Personality, 115, 118.
3
Cremer, Bíblico-Theological Lexicon of NT Greek, 93.

110
111

los que la deidad ofendida puede ser aplacado. ¿Es ésta, pues, la concepción con la que Pablo
obra? Al hablar de la reconciliación, ¿piensa él en un cambio de actitud de parte de Dios? ¿O,
será un proceso mutuo en que piensa? ¿O, será el hombre—nunca Dios—el que necesita ser
reconciliado?
Qué no se imagine nadie que estas preguntas sean meramente académicas. Son cualquier
cosa menos. Asuntos sumamente prácticos son suscitados por ellas—nuestra creencia en la
expiación, nuestra actitud respecto a la obra de Cristo, nuestra misma idea de Dios. No es fácil
calcular el daño que ha sufrido la Iglesia de Cristo a lo largo de los siglos por algunas de las
teorías de salvación que la Iglesia misma ha patrocinado. Tampoco es fácil, aun hoy, limpiar
completamente la mente de los hombres de las suspicacias fomentadas por el largo reino, presión
y prestigio de doctrinas que ahora se reconocen, en el mejor de los casos, como repugnantemente
mecánicas, y, en el peor de los casos, flagrantemente inmorales. Hasta ahora el Cristianismo no
ha podido lograr hacer olvidar los malentendidos de parte del mundo exterior los cuales han sido
la inevitable némesis de algunos de sus desdichados pronunciamientos sobre las centralidades de
la fe. Ciertamente, un manejo más verdadero y más espiritual hubiera hecho imposibles algunas
de las interpretaciones más desastrosas. Por consiguiente, nuestras preguntas no son nada
irreales. Son decisivamente importantes. Para la reconciliación, ¿es el hombre el sujeto y Dios el
objeto? ¿O, viceversa? ¿O, es el proceso mutuo?
Si nosotros dejamos que el consenso de otras religiones nos influya, entonces hemos de
aceptar la primera postura. Pero si lo aceptamos, ciertamente estaremos equivocados. Este es uno
de los puntos en donde el peligro del paralelismo se destaca. El Cristianismo no ha de entenderse
analógicamente con ninguna otra fe; si pensamos entenderlo así, estamos destinados al fracaso.
Es demasiado independiente y original. Con una sola voz los credos paganos declaran que el
hombre tiene que tomar medidas para reconciliar a su dios para así restaurarse a su favor. El
Cristianismo declara exactamente el contrario. Dios es el Reconciliador. Dios, por Su inmutable
e incansable amor, ha tomado la iniciativa, ha roto la atmósfera de la hostilidad del hombre, y ha
derrumbado toda barrera enajenante que la culpa, la desesperación, y el resentimiento puedan
erigir. “Que el Dios anhelante busque traer a los hombres recalcitrantes a Su compañerismo
santo, es la enseñanza uniforme de las Escrituras y el meollo del evangelio.”1 La respuesta a
nuestra pregunta en cuanto a sujeto y objeto se sobresale claramente: Dios es el que reconcilia, el
hombre es el reconciliado.
Indubitablemente, esta es la postura de Pablo.2 Sus propias palabras son sencillas e
inequívocas. “Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió (του καταλλαξαντοs) consigo
mismo por medio de Cristo.”3 “...que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo
mismo...”4 “Porque si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de
su Hijo, cuánto más, ya reconciliados, seremos salvos por su vida.”5 Si hemos de aceptar el
lenguaje del apóstol literalmente, sólo podemos decir que no hay rastro de la idea que Dios tenga
que ser reconciliado. Si Pablo hubiera tenido tal creencia, es seguro que habría sentido el deber
de declararla continuamente para el bien de las almas de los hombres. Pero, en realidad, se
preocupaba mucho más por refutar tal idea que propagarla. Un Dios que necesite ser
reconciliado, que se ponga en contra del hombre ofensor hasta que éste produzca una

1
W. N. Clarke, An Outline of Christian Theology, 325.
2
Kaftan, Kogmatik, 494ss.
3
2 Corintios 5:18.
4
2 Corintios 5:19.
5
Romanos 5:10.

111
112

satisfacción para poder así aplacar Su hostilidad, no es el apostólico Dios de la gracia.


Ciertamente, El no es el Dios y Padre de Jesucristo.

Los que sostienen la postura contraria—que la reconciliación es mutua, y que Dios es el


objeto de ella tanto como el hombre—dependen mayormente de tres argumentos.
El primero tiene que ver con el uso por el apóstol de la palabra “enemigos” (εχθροι) y
cómo la aplica a los pecadores. Se hace referencia al pasaje en la epístola a los Romanos donde
Pablo declara—“Así que, en cuanto al evangelio, son enemigos por causa de vosotros, pero en
cuanto a la elección son amados por causa de los padres.”1 Aquí, se dice, la antítesis clara entre
“enemigos” y “amados” denota que εχθροι, como αγαπητοι, está siendo usado con un sentido
pasivo, y que no quiere decir “hostil,” sino “odiado” o “odioso”—es decir, odioso para con
Dios.2 Y, si Dios contempla al hombre así con hostilidad, tiene que haber un cambio de actitud
de parte de El tanto como de parte del hombre, antes de que la redención pueda lograrse. Pero
seguramente es poner sobre un solo pasaje más peso de lo que pueda resistir. Además, en la frase
bajo escrutinio, no es nada seguro, tal como generalmente se asume, que la interpretación pasiva
de εχθροs sea la correcta. Si la construcción requiere una antítesis, ¿no pudiéramos decir que
más fuerte y más vívida que la antítesis aceptada entre “odiados” y “amados” sería la que hay
entre “odiando” y “amados”—y que este contraste no tan sólo sería más radical sino que también
contendría mucho más del evangelio? En todo caso, los otros pasajes en donde Pablo habla de
“enemigos” aclaran sin duda su significado. “A vosotros también, aunque en otro tiempo estabais
apartados, erais enemigos por tener la mente ocupada en las malas obras, ahora os ha
reconciliado.”3 Eso expresa, tan claramente como posible, la verdad de que es la hostilidad del
hombre, no la de Dios, que viene siendo el problema con que lidia el evangelio. “Pero Dios
demuestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros,”
declara el apóstol, y luego expande su propia declaración al añadir—“Porque si, cuando éramos
enemigos, fuimos reconciliados...”4 Es claro que lo que Pablo tiene en mente es la rebelión del
hombre, esa oposición del yo a Dios la cual es la misma esencia del pecado. El hombre, no Dios,
es el rebelde; es la enemistad del hombre, no la de Dios. Las palabras de Acab dirigidas al
profeta, cuando fueron descubiertos sus pecados, son las mismas del hombre pecador al dirigirse
a Dios: “¿Así que me has encontrado, enemigo mío?”5 El espíritu atormentado, molestado por
una presencia de la que no hay escape, profiere a Dios el epíteto iracundo. Pero siempre se
equivoca. Jacob siempre descubre, al salir el sol, que ha estado luchando con el amador de su
alma.6 En determinado período de su vida, Pablo mismo había estado casi seguro que Dios
estaba implacablemente en su contra, pero llegó el día en que aprendió cuán equivocada estaba
esta noción tan profundamente arraigada de un Dios hostil. Desde la experiencia en Damasco en
adelante, “Tú me has encontrado, o amigo mío,” era el centro de sus pensamientos agradecidos.
Según las palabras del Dr. Oman: “Es sólo la sombra de nuestro malentendido que, como si al
huir de un amigo en la oscuridad encontráramos el desastre como un enemigo. Al igual que
nuestro amigo sólo necesita mostrarnos su cara, verdaderamente sólo necesitamos ver la cara de

1
Romanos 11:28.
2
Así rezan Sanday y Headlam, Romans, 130, 337 (ICC); Denney, EGT, ii. 684; Cremer, Biblico-Theological
Lexicon of NT Greek, 91; H. J. Holtzmann, Neutestamentliche Theologie, ii. 106.
3
Colosenses 1:21.
4
Romanos 5:8, 10.
5
1 Reyes 21:20.
6
Génesis 32:28.

112
113

Dios para ser socorridos.”1 Es el mismo núcleo del evangelio de Pablo que, mientras éramos aun
pecadores, “enemigos,” abiertamente hostiles y rebeldes, “Pero Dios demuestra su amor para con
nosotros,”2 comprueba Su amor al hacer lo que Aquel, animado por sentimientos de
antagonismo, nunca podría hacer, sacrificando así lo que un Aquel hostil nunca podría sacrificar.
El apóstol dice que la enemistad es nuestra, y por lo tanto la necesidad de ser reconciliados es la
nuestra, no de Dios.

El segundo hecho al cual apelan los que sostienen la postura contraria es el uso por Pablo
de la idea de “propiciación.” Sus palabras, traducidas así en la Versión Autorizada [inglesa], son:
“Siendo justificados libremente por Su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a
quien Dios puso como propiciación por la fe en Su sangre.”3 Ciertamente, esto parece dar
entrada al concepto contra el cual hemos venido argumentando. Pero, ¿qué significa el apóstol
por la palabra ιλαστηριον? La palabra sólo se encuentra una vez más en el Nuevo Testamento, a
saber, en la epístola a los Hebreos donde claramente el significado es “propiciatorio.”4 Esta
traducción sigue la lectura que hay en la Septuaginta.5 Sin embargo, en el pasaje de Romanos, la
palabra difícilmente pueda significar esto.6 El término relacionado ιλασµοs se encuentra dos
veces en la primera epístola de San Juan. “El es la expiación por nuestros pecados, y no
solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.”7 “En esto consiste el amor
de Dios: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a
su Hijo en expiación por nuestros pecados.”8 En la parábola del fariseo y el publicano, se halla la
forma verbal ιλασθητι—“Dios, sé propicio a mí.”9 En Hebreos 2:17 ειs το ιλασκεσθαι se traduce
en “hacer propiciación por los pecados del pueblo” [traducción del inglés empleado por el autor;
la traducción de la RVA es: “...para expiar los pecados del pueblo”] Se arroja poca luz sobre
estas ideas de parte del griego clásico. Desde Homero en adelante, se halla el verbo con el
acusativo y significa aplacar a un individuo ofendido o un dios airado, pero esta construcción no
se asemeja al uso bíblico.”10 Actualmente se acepta de forma general que ιλαστηριον, tal y como
Pablo la usa en Romanos 3:25, no es un sustantivo siquiera, sin un adjetivo masculino que
acompaña ον—“...a quien Dios ha puesto con poder propiciatorio.”11
Si esta es la rendición correcta, siguen unos resultados importantes. Uno de los más
importantes es que la postura tosca de la expiación, como un sacrificio por el cual un Dios
enojado sea aplacado (la postura ortodoxa por muchos años), pierde de inmediato lo que siempre
consideraba ser su base principal escrituraria. Dentro de todas las teorías divergentes de la
expiación, una línea de pensamiento dominante puede verse a lo largo de los siglos, como
remontándose desde los tiempos modernos por los reformadores a Anselmo y más allá aun a
Agustín. Según esta línea de pensamiento, el pecado del hombre ha ofendido la santidad y
1
Grace and Personality, 216ss.
2
Romanos 5:8.
3
Romanos 3:24ss.
4
Hebreos 9:5.
5
Éxodo 25:17.
6
Lutero conserva el significado literal en su traducción: “Gnaden-stuhl.” Así también Cremer, Bíblico-Theological
Lexicon of NT Greek, 305.
7
1 Juan 2:2.
8
1 Juan 4:10.
9
Lucas 18:13.
10
Sobre este punto, véase a F. Platt, artículo “Propitiation,” en HDAC, ii. 281.
11
Así reza Denney, EGT, ii 611; H. A. A. Kennedy, Theology of the Epistles, 130; Sanday and Headlam, Romans,
88 (ICC).

113
114

dignidad, mereciendo así un castigo infinito. La destrucción total de la raza humana no sería un
castigo demasiado grande. ¿Se puede inducir a Dios a que libere a los hombres de su castigo?
Esto no es posible hasta que se le haya dado una satisfacción y que la deuda haya sido pagada. El
ofrecer tal pago queda mucho más allá de las posibilidades del hombre. Y sin embargo, Dios
demanda—y por ser Dios tiene que demandar—un pago completo. Sólo cuando tal pago se haga
se le podrá pedir que se deshaga de su disgusto justo para así ejercer su clemencia hacia los
ofensores. ¿Dónde, pues, puede encontrarse la satisfacción necesaria? Según Anselmo, la
dificultad estriba en que es el hombre el que tiene que pagarla.1 Es para resolver esta dificultad
que el Dios-hombre apareció. Por su sacrificio, Cristo ofreció la compensación infinita por el mal
infinito. La cruz persuadió al Padre a que se ablandase para con el hombre para así darle el
perdón. Ella satisfizo y aplacó la dignidad ofendida del cielo. Ella aplacó el antagonismo divino.
Ella propició a Dios.
Tal era la postura ortodoxa. Su mérito mayor era la postura seria que asumió respecto al
pecado. Su defecto mayor era su postura desastrosa respecto a Dios. El adjetivo no es demasiado
fuerte. “Cuando la expiación es presentada de esa forma,” dice intencionadamente el Maestro
Balliol, “parece como si el amor redentor de Cristo pudiera salvar a los hombres, pero no a Dios,
como si Dios fuese la única persona más allá de la redención.”2 Eso es lo que muchos de nuestra
generación sienten al contemplar la teoría de la obra propiciatoria de Cristo que antes se daba por
sentado. La postura ortodoxa siempre ha afirmado tener la autoridad apostólica para respaldarla.
Sin embargo, hoy es cada vez más aparente que en muchos puntos esto no puede justificarse. No
se puede recalcar demasiado que toda la idea de propiciar a Dios es radicalmente no-escrituraria.
Causa estragos en el concepto más fundamental de la Biblia, es decir, la iniciativa divina.
Cuando Pablo afirma que Cristo posee “poder propiciatorio,” toma precaución en comentar que
es Dios Mismo que “envió a Cristo” de este modo. Sugerir (como hacen tantas teorías en torno a
la expiación) que hay una diferencia de actitud hacia los hombres de parte del Padre y el Hijo es
contradecir frontalmente tal afirmación. En realidad, convendría que se perdiese totalmente el
término “propiciación.” La palabra inglesa tiene un matiz de significado que Pablo, al usar
ιλαστηριον, no deseaba connotar. Lo que él está declarando aquí sencillamente es que Dios
estaba en Cristo, obrando para la remoción de la barrera enajenante interpuesta por el pecado del
hombre.3 Esto concuerda con lo que hemos visto ser la enseñanza principal de Pablo sobre la
reconciliación.

El tercer y final argumento a favor de la postura que oponemos—a saber, que Dios tanto
como el hombre necesita ser reconciliado—es tomado de ciertas declaraciones en la epístolas
acerca de “la ira de Dios.” “Pues la ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra toda impiedad
e injusticia de los hombres que con injusticia detienen la verdad.”4 “Nadie os engañe con vanas
palabras, porque a causa de estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia.”5
Se pregunta: ¿No quiere decir esto que Dios, habiendo sido ofendido, guarda resentimiento hacia
el malhechor? Entonces, seguramente a Dios hay que aplacársele antes de que el compañerismo
pueda ser restaurado. Nuestra respuesta es que esto es precisamente lo que no quería decir Pablo.
Veamos las palabras un poco más de cerca.

1
Cur Deus Homo, ii. Vi.
2
A. D. Lindsay, The Nature of Religious Truth, 80ss.
3
Así reza Westcott, The Epistle of St. John, 87.
4
Romanos 1:18.
5
Efesios 5:6; Colosenses 3:6.

114
115

Para comenzar, notamos que en la mayoría de los pasajes donde aparece η οργη του
Θεου, la expresión es escatológica. El concepto con el que trabaja el apóstol es “el día del
Señor”—familiar para oídos judíos y cristianos por igual. El habla de “Jesús, quien nos libra de
la ira venidera.”1 “Porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio
de nuestro Señor Jesucristo.”2 “Luego, siendo ya justificados por su sangre, cuánto más por
medio de él seremos salvos de la ira.”3 “Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido,
acumulas sobre ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios.”4 Es
el tenor profético en Pablo que escuchamos en todo esto. Amós, Malaquías y los apocalípticos
ponen el trasfondo. Ahora bien, en realidad esta es una corriente diferente de ideas que la que
mueve nuestra discusión ahora. Lo que nos ocupa ahora es la relación existente que Dios tiene
con los hombres. Los pasajes claramente escatológicos no son relevantes aquí. Al excluir éstos,
las referencias restantes de Pablo respecto a la ira de Dios son muy pocas. Cuando menos, es
altamente precario construir sobre ellas un argumento tocante a Dios como el objeto de la
reconciliación en vez del agente de ella.
Otra fuente fructífera del error ha sido la desmedida manera antropomórfica en la que el
concepto de la ira divina se ha sostenido. “A menudo se da por sentado sumariamente que aquí
Pablo contempla una actitud por la que Dios, provisionalmente, pone a un lado su amor y se
porta como un hombre enojado. Podemos estar bien seguros que el apóstol Pablo nunca pensaba
de Dios de esta manera.”5 “Ira” es una palabra que muy fácilmente sugiere airosos sentimientos
vindicativos. Pero seguramente debe ser tan claro como la luz del día, que el resentimiento que
un hombre siente para con otro por haberle ofendido, no tiene analogía alguna en Dios.
Desdichadamente, esta, la más obvia de todas las verdades, ha sido oscurecida con demasiada
frecuencia. Para algunos de los que han intentado elucidar el concepto de la ira divina, las
palabras de Jesús a Pedro vienen muy bien: “...no piensas en las cosas de Dios, sin en las de los
hombres”—“Tu actitud no es la de Dios sino la de los hombres.”6 No existe ningún paralelo
entre la ira de Dios y lo que generalmente este mundo llama la ira. Entre ellas no hay nexo, no
hay ni la menor semejanza siquiera. Cuidado, entonces, con las interpretaciones antropomórficas:
no pueden sino despistar a uno.
Lo que Pablo quiere decir por la ira de Dios—en su sentido actual, no-escatológico—es
la totalidad de la reacción divina al pecado. Todo cuanto acarrea la rebelión del hombre contra el
orden moral—sufrimiento físico, endurecimiento del corazón, ceguera espiritual—se incluye en
esa reacción. ¿Es esto castigo? Claro que sí, pero no es la retribución directa de la dignidad
ofendida de Dios por medio de un acto penal. Más bien, es el pecador que se castiga a sí mismo.
Charles Kingsley lo expresa vívidamente de esta manera: los hombres “se castigan a sí mismos
al ponerse en desarmonía con su propia constitución y la del universo, al igual que una rueda en
una máquina se castiga cuando se desengrana.” 7 Aunque esa imagen sea moderna, el espíritu es
plenamente Paulino. “El pecado es un intento por sacar de la vida lo que Dios no ha puesto en
ellas. De rigor es una guerra inútil en la que los golpes no son ligeros y las caídas no son
suaves... La experiencia de la ira de Dios es contundente, calamitosa, no enojoso, como algo

1
1 Tesalonicenses 1:10.
2
1 Tesalonicenses 5:9.
3
Romanos 5:9.
4
Romanos 2:5.
5
D. Lamont, The Creative Work of Jesus, 152.
6
Mateo 16:23.
7
Charles Kingsley: his Letters and Memories of his Life, 204.

115
116

fuera del orden moral, sino como su naturaleza esencial.”1 Pensar en Dios como enojándose e
inventando castigos para el ofensor es malentender la situación completamente. El pensamiento
de Pablo, al igual que el del Nuevo Testamento en general, es mucho más noble, más sencillo,
mucho más solemne. “Y esta es la condenación: que la luz ha venido al mundo...”2
En esta interpretación del significado que Pablo le da, no hay intención de minimizar la
seriedad de la actitud divina respecto al pecado, o de considerarlo como otra cosa sino la realidad
más seria del mundo. La voluntad de Dios se ha expresado en la misma constitución del
universo, y por lo tanto es inevitable que el mal, sea el lugar o la forma en que aparezca, ha de
sentir todo el peso de la reacción divina. Las estrellas en sus trayectorias pelean contra Sísera.
Pero esto no es “ira” como comúnmente la concebimos. Si alguien le hubiese sugerido a Pablo
que la ira de Dios alterna con Su amor, que donde comienza uno el otro termina, que a veces
Dios actúa fuera de carácter y necesita ser convencido para que deje el castigo y que aplique la
misericordia, ciertamente habría dicho que tal idea era una herejía fatal. Pablo hubiera dicho que
no se entiende la ira de Dios a no ser que se vea como la otra cara de la moneda que es su gracia.
“Es inevitable en el orden moral; es el aspecto negativo de un orden que contiene un bien
positivo en él.”3 “La voluntad de Dios ha de concebirse como la incorporación de un solo
principio—el deseo de hacer el Bien.”4 La ira de Dios es la gracia de Dios. Es su gracia que ha
sido afligida por una tremenda tristeza. Es su amor en agonía. Es la pasión de su corazón que sale
para redimir. Con Dios, no menos que con el hombre, es cierto que “El que va llorando, llevando
la bolsa de semilla, volverá con regocijo, trayendo sus gavillas.”5

De modo que nuestra investigación de las tres expresiones Paulinas—“enemigos,”


“propiciación,” “ira”—confirma nuestra convicción original de que no hay cuestión de
reconciliar a Dios. Pablo siempre habla del hombre como siendo reconciliado, no Dios. Sin duda,
cuando la reconciliación es aceptada y la barrera enajenante desaparece, surge una nueva
situación para Dios tanto como para el hombre. Si la experiencia afecta al perdonado, debe
también afectar al Perdonador. “Os digo que del mismo modo hay gozo delante de los ángeles de
Dios por un pecador que se arrepiente.”6 Es verdad que algo sucede a Dios no menos que al
hombre. También es verdad que la muerte redentora de Cristo, que significa gloriosamente tanto
para el hombre, significa para Dios más de lo que la mente del hombre puede comprender. Pero
no podemos estar de acuerdo con el argumento de Denney cuando afirma que en virtud de esta
situación cambiada para Dios, tanto como para el hombre, debiéramos ir más allá del Nuevo
Testamento y hablar así de Dios como siendo reconciliado. “El no es reconciliado en el sentido
que algo se logra a favor nuestro en contra de su voluntad, sino en el sentido que su voluntad de
bendecirnos se realiza como nunca antes.”7 ¿Pero no emplea esto el lenguaje de reconciliación de
dos maneras distintas? Seguramente, lo que ocurre de parte de Dios es tan esencialmente
diferente a lo que ocurre con el hombre que el aplicar un término a ambas cosas sólo puede
ocasionar la confusión. Es mucho más sabio seguir la dirección específica del Nuevo
Testamento, que reconocía el peligro y tomaba medidas para evitarlo. Cuando se trata de la

1
Oman, Grace and Personality, 216.
2
Juan 3:19.
3
W. F. Halliday, Reconciliation and Reality, 132.
4
B. H. Streeter, Reality, 229.
5
Salmo 126:6.
6
Lucas 15:10.
7
The Christian Doctrine of Reconciliation, 238.

116
117

reconciliación, Dios siempre es el sujeto, nunca el objeto. Esta es la gloria distintiva del
Cristianismo. Y “Reconciliaos con Dios” es su reto.
Para un hombre como Pablo, en cuyo pensamiento la gracia—es decir, la iniciativa
divina—era fundamental, ninguna otra postura era posible. Todo lo esencial en la religión
comienza con Dios. Aun la fe, la penitencia, y la oración—tres actitudes del alma que pudieran
parecer originarse en el hombre y ser virtudes humanas—no lo son si es que creemos a Pablo.
Más bien, son la creación de Dios, la dádiva de Dios—la fe, porque es evocada por la acción de
Dios en revelarse como digno de toda confianza, la penitencia, porque es producida por esa
reacción divina de la cual la cruz es la culminación, la oración, “...porque cómo debiéramos
orar, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos indecibles”1 Baron von Hügel
dice: “La pasión y hambre por Dios viene de Dios, y Dios las suple en Cristo.”2 La inteligencia,
la voluntas, el corazón y la conciencia del hombre nunca inician nada nuevo en la religión. Y
respecto a los mejores triunfos morales y espirituales de esta vida, los santos sólo pueden clamar:
“No a nosotros, oh Jehovah, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria.”3 En esto, por lo menos,
Schleiermacher tenía razón al definir la religión como una dependencia absoluta.4 No podemos
hacer nada nosotros mismos. No hay otro Creador sino Dios.

“Y cada virtud que poseamos,


Cada victoria que ganemos,
Y todo pensamiento de santidad,
Son sólo de El.”

Este es el significado de la gracia, y este es el secreto más íntimo de la reconciliación.5


Apenas es probable que un evangelio tan aniquilador para el orgullo humano sea popular para
una época que está consciente de su propia inteligencia y que confía en su propia iniciativa en la
redención del mundo y la edificación de la Nueva Jerusalén sobre la tierra. Tampoco Pablo jamás
será una persona grata para aquellos—y son muchos—que buscan, por medio de una
observancia puntillosa de ordenanzas religiosas, ocultar para sus propias almas y las de los
demás el hecho preocupante de que su primera necesidad es que Dios cambie radicalmente su
actitud hacia El. Si algo significa la doctrina Paulina de la reconciliación, entonces la religión
que está matizada de la auto-satisfacción es, aunque lleve el nombre cristiana, cosa patentemente
pagana. Y el hombre que piensa que sus propias acciones y su carácter le favorecen a Dios y que
éstos ameritan el favor de Dios, es víctima de una delusión desastrosa. No se puede concebir
nada más devastador que el evangelismo de Pablo para el orgullo espiritual. Para la religión que
camina vestida de las prendas de la irrealidad moral, su evangelio siempre será anatema. ¿Pero
qué importa? Es el evangelio de Dios, y no hay otro. Es el mismo evangelio del Jesús, que
siempre proclamaba la iniciativa de Dios, que era El mismo la iniciativa encarnada de Dios
cuyos ojos eran como llamas de fuego para los que le propiciaran a Dios por sus ofrendas y
carácter, cuyo rostro daba la bienvenida al cielo a aquellos que confesaban que no tenían ninguna
posición siquiera ante Dios, que no esperaba que los pecadores lo buscasen sino que salía en
busca de ellos primero, que vivía para llevar la dádiva de la reconciliación a los hombres, que

1
Romanos 8:26.
2
Greene, Letters from Baron von Hügel to a Niece, xxxi.
3
Salmo 115:1.
4
The Christian Faith, 12.
5
Moffatt dice que χαριs es “una de las palabras refulgentes que sirven al mundo.” (Grace in the New Testament, 21).

117
118

murió para entregársela. Nadie que sea demasiado orgulloso para ser infinitamente endeudado a
Dios jamás será cristiano. Dios siempre da, el hombre siempre recibe. ¿Será incomprensible que
el Dios Santo trate así al hombre indigno? Pero, tal como Barth comenta intencionadamente:
“sólo cuando la gracia es reconocida como algo incomprensible, es la gracia.”1 Pablo diría, para
mí la religión comenzó cuando dejé de luchar y afanarme por el favor del cielo, y me contentaba
con inclinar el rostro, aceptando así la dádiva que jamás pudiera ganar. “Y todo esto proviene de
Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo y nos ha dado el ministerio de la
reconciliación.”2

Resta agregar que dondequiera que se realice la experiencia primaria de la reconciliación


con Dios, dos experiencias secundarias siguen inmediatamente—la reconciliación con la vida y
la reconciliación con los hermanos. Ambos aspectos del evangelio son enfatizados por Pablo.
Ningún hombre puede estar enemistado con Dios sin estar enemistado con todo lo que hay en su
medio. Cuando hay desarmonía en el centro, no puede haber paz en la circunferencia. La vida y
sus condiciones lucen poco amistosas. Hay un sentimiento perpetuo de molestia, inadaptación, y
malestar. El mundo es “una porquería,” y el hombre sueña con poder

“Despedazarlo, para luego rehacerlo según el deseo del corazón.”

Mientras tanto, él es un rebelde. Puede que nunca se le ocurra que esta actitud hacia la vida y las
circunstancias externas es una síntoma infalible de una mala relación con Dios. Puede ser que
indignamente repudie tal idea. Pero aun así, es un hecho. Lo primero que hace la reconciliación
con Dios es ajustar el alma a la vida y sus vicisitudes. La rebelión y la lucha llegan a ser
aceptación y paz. Al hablar Pablo de esto, sus palabras reflejan el triunfo de un descubrimiento
personal: “Y sabemos que Dios hace que todas las cosas ayuden para bien a los que le aman...”3
“Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?”4 “Pues, he aprendido a contentarme con lo
que tengo.”5
La reconciliación con Dios también significa una reconciliación con los hermanos. Nada
le maravillaba más a Pablo que la manera en que la querella antigua entre el judío y el gentil
desapareció ante el nombre de Cristo. La barrera perenne siempre había parecido infranqueable,
pero los que entraban a la nueva vida encontraban que ya no existía, para ellos por lo menos.
“Porque él es nuestra paz, quien de ambos nos hizo uno. El derribó en su carne la barrera de
división, es decir, la hostilidad.”6 Por ende, Pablo hubiera dicho que el dejar de amar, no menos
que una actitud rebelde ante la vida, es una señal verídica de una defectiva religión espiritual.
Aunque acepte el evangelio, el hombre que es capaz de ser censorio, resentido y de poca caridad
anuncia a todo el mundo, como si lo dijera en voz alta, que anda mal con Dios por dentro. Por
eso, toda enajenación humana es seria. Invariablemente, es señal de alienación entre el hombre y
Dios. Ser reconciliado genuinamente con Dios es ver a toda la humanidad con ojos nuevos. Es
permitir que “el amor de Dios sea derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.”7 Es
tener al Cristo vivo adentro, cosa que significa que hemos de sentir hacia otros igual que Cristo.
1
Romans, 31.
2
2 Corintios 5:18.
3
Romanos 8:28.
4
Romanos 8:31.
5
Filipenses 4:11.
6
Efesios 2:14.
7
Romanos 5:5.

118
119

Es ser levantado por encima de toda barrera divisoria y toda pequeñez de espíritu irredento para
poder entrar a una esfera de horizontes más amplios y aire fresco donde “Ya no hay judío ni
griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo
Jesús.”1

II

Una de las características sobresalientes de la religión de Pablo es que al pensar él en la


reconciliación y la paz con Dios, nunca queda muy lejos el pensamiento de la cruz. El habla de
Jesús como “reconciliando los hombres a Dios por la cruz,”2 “haciendo la paz por la sangre de su
cruz.”3 ¿Por qué este énfasis continuo? ¿En dónde estribaba el poder reconciliador de la cruz?
¿Cuáles eran las convicciones principales de Pablo acerca de la muerte de Cristo? Estas son las
preguntas que nos avocamos a contestar ahora.
Sin embargo, al comenzar será bueno que nos recordemos de un hecho ya notado, a
saber, que aislar la muerte de Cristo de su resurrección, tal como algunas teologías hacen,
definitivamente no es Paulino. Demasiado a menudo ha habido una tendencia a pensar que la
cruz en sí sea la seguridad de la salvación independientemente aparte del ministerio terrenal que
la precedió y la resurrección que la siguió. Este no es el punto de vista del Nuevo Testamento.
Todo depende de la unión con un Cristo vivo y presente de parte del hombre. Sin esa unión, aun
el evangelio de la cruz pierde su eficacia salvadora. “...y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe es
inútil; todavía estáis en vuestros pecados.”4 Así la expiación permanece impersonal y
mayormente irrelevante hasta que hagamos contacto con Aquel que hace expiación; y el contacto
de una naturaleza vital es posible sólo si Jesús ha resucitado y vive ahora. Por lo tanto, los
escritores del Nuevo Testamento se niegan a tratar aisladamente la muerte o la resurrección.
Cuando hablan de la cruz, siempre la contemplan a la luz de la gloria del Día de Resurrección.
Cuando hablan de la resurrección, la ponen con el trasfondo oscuro de la cruz. Las palabras de
Pablo son típicas: “Porque si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la
muerte de su Hijo, cuánto más ya reconciliados, seremos salvos por su vida.”5 “¿Quién es él que
condenará? Cristo es el que murió; más aun, es el que también resucitó.”6
Se debe sonar otra nota de advertencia aquí. No intentemos reducir las interpretaciones
multifacéticas de la cruz por Pablo a una fórmula o coordinarlas en un solo sistema. Intentos de
esta índole han sido fatales para la teología. Aun si se pudiera encontrar tal fórmula o sistema,
sólo significaría que Pablo era menos un genio espiritual de lo que pensábamos. La grandeza
esencial del hombre permitía que viera ora un aspecto de la cruz, ora otro y ora otro. Tales
destellos de discernimiento no se pueden regimentar por fórmula cualquiera. La historia del
dogma ha demostrado terminantemente que, cualquiera sea la palabra o frase clave que se
busque para explicar el significado de la muerte de Cristo, la verdad corre el riesgo de
convertirse en herejía. La cruz es demasiado grande y gloriosa para tal intento. Todo ha
cambiado desde que el Hijo de Dios subió al Calvario. La vida ha sido diferente, la muerte ha
sido diferente, el pecado ha sido diferente, la fe, esperanza y amor han sido diferentes. Los

1
Gálatas 3:28.
2
Efesios 2:16.
3
Colosenses 1:20.
4
1 Corintios 15:17.
5
Romanos 5:10.
6
Romanos 8:34.

119
120

brazos de la cruz han envuelto todo el universo; su punto superior ha tocado al cielo; su punto
inferior penetró hasta el infierno. ¿Cómo pudiera todo esto reducirse a una fórmula? Pablo sabía
que no era posible intentarlo. Era mucho más que una palabra solitaria que Dios le habló en el
Calvario; era un mensaje de un significado bien inagotable. Por ende, las interpretaciones
variadas que encontramos en las epístolas. Cada una es parte de una verdad total. Cada una es un
intento por compartir con los demás algo de lo que Pablo mismo había visto al enfrentarse con el
Crucificado. Echando a un lado toda teoría, escuchemos sus propias palabras.
El pasaje importante en el que el apóstol ha resumido los temas principales de su
predicación misional comienza con la declaración, “Porque en primer lugar, os he enseñado lo
que también recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras.”1 Aquí
descubrimos la creencia básica que él compartía con la comunidad primitiva. He aquí, el mensaje
de la Iglesia desde el mismo día de su nacimiento. Cristo murió por nuestros pecados.
Las narrativas al principio del Libro de los Hechos sugieren que en el pensar y el predicar
cristianos respecto a la muerte de Cristo había tres ideas. Primero, la cruz era el crimen más
flagrante del hombre. Era el horror más escalofriante del pecado. “Tuvo sus orígenes en los
barrios bajos del corazón humano.”2 Pedro declaró al pueblo de Jerusalén, “Pero vosotros
negasteis al Santo y Justo; pedisteis que se os diese un hombre asesino y matasteis al Autor de la
vida...”3 Esteban preguntó: “¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? Y mataron
a los que de antemano anunciaron la venida del Justo. Y ahora habéis venido a ser sus traidores y
asesinos.”4 La Iglesia nunca podía olvidar que eran las mentes humanas que habían planeado la
cruz, y eran manos humanas que la habían puesto en el Calvario.
Pero había mucho más que esto en la concepción primitiva de la muerte de Cristo. Desde
el mismo comienzo, se veía la mano de Dios. Detrás de la aparente tragedia, había estado
interviniendo un propósito divino. Todo lo que había ocurrido había sido “por el predeterminado
consejo y el previo conocimiento de Dios.”5 Al explorar de nuevo sus escrituras
antiguotestamentarias, los cristianos encontraban pasaje tras pasaje en los que la cruz había sido
predicha. La gran descripción del Siervo Sufriente en Isaías53, sobre la cual Jesús en los días de
su carne había meditado mucho, ahora cobraba nueva vida y significado para las mentes de sus
seguidores. Felipe, en su conversación con el eunuco etíope, sólo hacía lo que cualquier otro
miembro de la comunidad primitiva hubiera hecho cuando él “...comenzando desde esta
Escritura, le anunció el evangelio de Jesús.”6 Resueltamente, ellos se asían de la convicción que
se había apoderado de ellos: la cruz no había sido la derrota de Dios, sino el propósito de Dios y
Su victoria. Sin duda, fuerzas humanas históricas habían jugado un papel. La ceguera e
intolerancia de los fariseos, la exclusividad y la imperial política egoísta de los sacerdotes, la
desilusión y resentimiento populares—todos habían tenido su parte en el Calvario. Pero ninguno
de estos había sido el último factor determinante. Jesús había ido a su muerte, no empujado como
un esclavo, sino marchando en la libertad de su propia alma invicta. Le urgía una gran
necesidad—“Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas...”7—pero había sido la
necesidad, no de una tiranía mortal y violencia, sino de su propio amor por las almas de los
hombres. En la cruz, los propósitos divinos no habían sido frustrados y rotos, sino que habían
1
1 Corintios 15:3.
2
D. S. Cairns, The Faith that Rebels, 199.
3
Hechos 3:14ss.
4
Hechos 7:53.
5
Hechos 2:23.
6
Hechos 8:35.
7
Lucas 9:22.

120
121

sido personificados y proclamados. Esta era la segunda nota de la predicación cristiana más
primitiva.
La tercera nota relacionaba la muerte de Cristo con el perdón de pecados. La manera en
que la cruz ocasionaba el perdón se dejó sin mayor definición, pero respecto al hecho mismo,
nunca había duda alguna. Pedro dijo que Jesús había muerto y resucitado “...para dar a Israel
arrepentimiento y perdón de pecados.”1 Para encontrar base para esta convicción, no era
necesario que la comunidad primitiva recurriese a la profecía antigua, aunque allí (muy
notablemente en el pasaje en Isaías ya aludido) había mucho respaldo. Había las palabras de
Jesús mismo que proveían todo el apoyo necesario. “Porque el Hijo del Hombre tampoco vino
para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos.”2 “Esto es mi sangre
del pacto, la cual es derramada a favor de muchos.”3 Por lo tanto, la proclamación cristiana más
primitiva, “El murió por nuestros pecados,” encerraba la misma autoridad del Maestro. Cómo la
muerte de Cristo media el perdón puede ser difícil de definir; que sí media el perdón es tan
seguro como la palabra de Cristo Mismo, tan inmovible como el instinto más profundo del
corazón humano.
Esta, pues, era la convicción fundamental con la que Pablo comenzaba: “Cristo murió por
los impíos.”4 El hombre, por su pecado, se había involucrado en el caos y la muerte. Cristo, en su
pasión de sacar al hombre de su propia ruina, hizo la única cosa que pudiera lidiar eficazmente
con el pecado y con la situación desesperada ocasionada por el pecado. El hizo que nuestra
perdición fuese la suya, dando su vida por nuestra redención. En todo esto, Pablo no decía otra
cosa sino lo que la conciencia humana había estado diciendo desde el Pentecostés. Pero fue aun
más lejos. El proponía nuevas conclusiones. Verdades que habían estado latentes, las hacía más
explícitas. A éstas nos toca ver ahora. ¿Cuáles eran los discernimientos más profundos que le
eran otorgados mientras sondeaba el misterio de la cruz?
Algunos de ellos ya nos han llamado la atención en relación con otros rasgos de la
religión de Pablo. No nos detendremos sobre éstos aquí. Así, por ejemplo, nuestro estudio de la
conversión nos mostró cómo la cruz dejó de ser una piedra de tropiezo y un “escándalo,”
llegando a ser mensajero de la gracia y la verdad. También hemos visto lo que Pablo quiere decir
cuando dice que la muerte de Cristo ha traído liberación de la maldición de la ley por un lado, y
escape del poder de la carne por otro. Por haber sido hecho “bajo la ley,” y por haber asumido la
carne humana, Cristo aceptaba deliberadamente las plenas consecuencias horrendas de ambas
condiciones. En su muerte él permitió que la doble tiranía hiciera lo suyo con él de tal modo que
ésta quedó extenuada y su dominio derrotado. De nuevo, negativamente, hemos señalado el
hecho de que Pablo nunca considera que la cruz sea una ofrenda por la que Cristo buscara
aplacar a un Dios enojado o que hiciera que su hostilidad se convirtiera en amor. Ya hemos visto
anteriormente estas ideas, y no hace falta que las volvamos a detallar. Pero hay otros senderos
por los que transitaba la mente de Pablo. En particular, hay tres grandes realidades que le
impresionan al contemplar la cruz—la condenación del pecado, la revelación del amor, y la
dádiva de la salvación. Examinemos brevemente su enseñanza sobre estos tres hechos capitales.

Una de las convicciones más radicales del apóstol era que en la cruz el pecado quedó
condenado una vez por todas. La ley había hecho que el pecado fuese bastante odioso, pero

1
Hechos 5:31.
2
Marcos 10:45.
3
Marcos 14:24.
4
Romanos 5:6.

121
122

¡cuán infinitamente más odioso parecía al ver revelada su verdadera obra! Y la conciencia le
decía a Pablo—de hecho, como la conciencia le dice a cada alma en la hora de su
despertamiento—que el pecado suyo había resultado en la muerte del Hijo de Dios, y que suya
era la culpa por esa terrible traición. Otros, además de Pilato, Caifás y los gobernantes de los
judíos, estaban involucrados; la cruz era un espejo que reflejaba los pecados de todo el mundo.
Parecía decir: “Esto es lo que significa el pecado siempre y en todo lugar.” Pablo, en sus días
pre-cristianos, había perseguido a los cristianos locamente, pero las primeras palabras que oyó su
alma temblorosa en la experiencia de Damasco eran: “...¿por qué me persigues?”1 Luego, se le
ocurrió una verdad que jamás olvidó después, una verdad que tarde o temprano se le ocurre a
toda alma que progresa hacia la salvación—“Mis manos infligieron las heridas de Jesús. Mis
acciones metieron los cruentos clavos.”

“¡He aquí! Cada alma es un Calvario,


Y cada pecado una Cruz.”

Pero la condenación del pecado en la cruz es más profunda que esto. Según Pablo, la
muerte de Cristo no tan sólo muestra lo que es el pecado; también muestra lo que Dios piensa
acerca de él. Jesús estaba absolutamente intransigente en cuanto al pecado. Se opuso a ella con
su vida. Hasta la última gota de su sangre lo resistió. Aquí, pues, la mente y el juicio de Dios
quedan revelados. No se puede tolerar el pecado. La justicia no puede llevarse con él. Si el amor
ha de acabar con el pecado, entonces tiene que hacerlo de manera que no se minimice su
gravedad. No puede haber una confusión respecto a la diferencia eterna entre el bien y el mal. El
perdón, si es que lo va a haber, tiene que vindicar la ley moral que ha sido rota. El mismito acto
que media el perdón también tiene que proclamar la justicia. La misericordia no puede
reemplazar la justicia; ella misma tiene que ser justicia. ¿Será posible esto? ¿Tendrá el problema
alguna solución? ¿Puede encontrarse tal perdón? Era la convicción ardiente de Pablo que lo
había encontrado en la cruz. Sí, había perdón, perdón pleno y libre, pero las realidades morales
estrictas de la vida también estaban allí, y el mismo modo de la gracia perdonadora de Dios era
la condenación tajante del pecado para siempre.
El pasaje difícil de Romanos 3:23ss normalmente se entiende en este sentido. La
traducción del Dr. Moffatt reza como sigue: “Todos han pecado, todos quedan cortos de la
Gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por Su gracia por medio del rescate provisto
en Cristo Jesús, a quien Dios puso como el medio de propiciación por su sangre, siendo recibido
esto por la fe. Esto era para demostrar la justicia de Dios en virtud del hecho de que los pecados
cometidos previamente, durante el tiempo de la paciencia de Dios, habían sido pasados por alto.
Era para demostrar Su justicia en la época actual, mostrando así que Dios Mismo es justo y que
El justifica al hombre por su fe en Jesús.”2 Pablo parece decir que después del Calvario nadie

1
Hechos 9:4.
2
Compárese con Denney, EGT, ii 612; Sanday and Headlam, Romans, 89ss; Dodd, Romans, 59ss; R. H. Strachan,
The Individuality of St. Paul, 159; Gore; Belief in Christ, 291, 302; Pfleiderer, Paulinism, 1. 93; Weinel, St. Paul,
305; Weizächer, Das Apostolische Zeitalter, 144. El Dr. Moffatt, cuya traducción del pasaje se ha dado, señala que
el griego admite otra interpretación. Si, como admite la posibilidad, se entiende παρεσιs como equivalente αφεσιs, y
si se interpreta δικαιοσυνη como “el favor salvador” de Dios, desaparece la idea de un malentendido respecto a la
actitud de Dios hacia el pecado, tal pecado siendo quitado por la cruz. (Grace in the New Testament, 217ss). El Dr.
Anderson Scott (Christianity according to St. Paul, 60ss) argumenta fuertemente contra la interpretación tradicional.
a saber. Pero la idea que subyace esa interpretación, a saber, que los hombres contemplan en la cruz cuán verdadero
y terrible es el problema que el pecado presenta a Dios, empapa el pensar de Pablo. Muy aparte de este pasaje, se

122
123

puede pensar que no le importa el pecado a Dios. Para algunos, el hecho de la paciencia divina y
su longanimidad pudiera hacer que algunos crean que los pecados de los hombres importan poco.
Antes, en esta epístola, se hace referencia a la actitud de aquellos que minimizan la importancia
del mal y abusan de la longanimidad de Dios.1 Vale la pena recordar cómo Pablo, en su discurso
a los atenienses tal y como se registra en Hechos, caracteriza a la historia pre-cristiana con las
palabras “...aunque antes Dios pasó por alto los tiempos de la ignorancia...”2 El Judaísmo
también se había percatado del hecho de que por causa de los defectivos valores morales del
hombre la justicia de Dios peligraba comprometerse seriamente. Esta era la situación que evocó
la advertencia significativa de la Mishna que declaraba: “Si alguien se dice a sí mismo, ‘Yo
pecaré, y el Día de la Expiación lo expiará,’ el Día de la Expiación no lo expía.”3 La misma
delusión desastrosa respecto al verdadero juicio de Dios del pecado está evidenciada en el
Cristianismo espurio que aclamaba: “¿Permaneceremos en el pecado para que abunde la
gracia?”4 El mandato de Pablo es: “Abrid vuestros ojos a la cruz.” “No penséis, ya que los
pecados en tiempos pasados han sido pasados por alto por la longanimidad de Dios, poder
concluir que Dios sea indulgente y laxo con el pecado. Si vosotros pensáis así del pecado, nunca
habéis estado junto al Calvario. Porque Dios Mismo disipó allí la sombra que el concepto
erróneo del hombre había puesto sobre la justicia de Dios. Allí queda finalmente despedazada la
idea que pudiera haber en Dios cualquier laxitud con las realidades morales. Allí queda
vindicada la pasión divina por la verdad y la santidad. Y allí, por el mismo acto de perdonar,
Dios juzgó al pecado con el juicio más severo.”

Más allá de esta suprema condenación del pecado, Pablo veía en la cruz una suprema
revelación del amor. La maravilla de ella era abrumadora, que Aquel impecable hubiera estado
presto y gozoso a sufrir tal vergüenza y agonía por los miserables pecadores. Las palabras eran
pobres cosas inadecuadas para describir un amor tan glorioso y cautivador. Pablo escribió a los
efesios que este amor “sobrepasa todo conocimiento.”5 “Soy controlado por el amor de Cristo,”
les dijo a los corintios.6 No es cuestión de teología; más bien, es la adoración de un maravillar sin
aliento que oímos en las palabras más grandes que él escribió a los Gálatas: “...Lo que ahora vivo
en la carne, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y se entregó a sí mismo por mí.”7
Habla allí el alma individual a solas con su Redentor crucificado. Pero Pablo también podía ver
los brazos que habían sido extendidos sobre el Calvario, alcanzando éstos mucho más allá de él
para abrazar a toda la comunidad amada. “...Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por
ella.”8 El ruega a los hermanos a que hagan que el espíritu del amor sacrificial de Cristo sea el
ideal y la inspiración de su propia vida colectiva. “...y andad en amor, como Cristo también nos
amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio en olor fragante a Dios.”9

hace presente cuando el apóstol habla de Cristo como siendo hecho “pecado por nosotros” (2 Corintios 5:21),
“hacerse maldición por nosotros” (Gálatas 3:13), y en realidad dondequiera que se recalque el gran costo de la
redención. (por ejemplo, 1 Corintios 6:20; 7:23; Romanos 8:32).
1
Romanos 2:3ss.
2
Hechos 17:30.
3
Yoma 8, 8: citado por Moore, Judaism, i, 508.
4
Romanos 6:1.
5
Efesios 3:19.
6
2 Corintios 5:14 (Moffatt).
7
Gálatas 2:20.
8
Efesios 5:25.
9
Efesios 5:2.

123
124

Amor y sacrificio—las dos ideas van de la mano. Ahora entendemos lo que Pablo quería
decir al hablar de la cruz como el acto de amor infinito. Pero, ¿Qué quería decir cuando hablaba
de él como sacrificio? Aquí hay que tener caución. Leer algunos de los comentarios más antiguos
es recibir la impresión de que el sacrificio, en el sentido Levítico de la palabra, era la concepción
regulativa del apóstol. En realidad, casi nunca emplea el lenguaje técnico del sacrificio con
referencia a la muerte de Cristo.1 Esto debe advertirnos que es exégesis precaria el procurar
encontrar una clave para la doctrina de la cruz por Pablo en una supuesta analogía con los
sacrificios antiguos, sean Levíticos u otros. Hay que tener cuidado en adscribir a Pablo posturas
y puntos de vista con los que la epístola a los Hebreos ha familiarizado la mente de generaciones
posteriores. Además, nuestro estudio de su enseñanza sobre la reconciliación descubrió el hecho
que era ajena al pensamiento de Pablo cualquier idea de una ofrenda hecha a Dios a fin de lograr
el favor divino. El, sí, habla a menudo de “la sangre de Cristo” (αιµα), y se ha sugerido que aquí,
por lo menos, el concepto de una ofrenda sacrificial de sangre tiene que estar en su mente. Los
pecadores “han sido acercados por la sangre de Cristo.”2 Para ellos, Jesús “hizo la paz mediante
la sangre de su cruz.”3 “Tenemos redención por medio de su sangre.”4 “Somos “justificados por
su sangre.”5 Para muchos, todo esto parecía apuntar a ideas de sacrificio similares a las que están
en el Antiguo Testamento. 6 Pero, ¿Es este el caso? Seguramente, tal interpretación se equivoca
por su mismo literalismo, y lee en el uso por Pablo de αιµα más que él quería comunicar. Es
mucho más probable que la frase “la sangre de Cristo” simplemente era un sinónimo de la
muerte de Cristo, un sinónimo que expresaba de una manera vívida y enfática el precio terrible
de la redención y lo absoluto de la devoción con la que el Redentor se dio a sí mismo por los
hombres. Desde luego, no argumentamos que conceptos de sacrificio fuesen ausentes de la
mente de Pablo al meditar sobre la muerte de Cristo; eso sería totalmente falso.7 El hecho que
Pablo consideraba la cruz como un sacrificio no es debatible. El sentido en que la consideraba
como tal es la cuestión vital. La conclusión a la que llegamos es esta, que por sacrificio Pablo
quiere decir el absoluto auto-abandono y la auto-consagración del amor. Pablo escribe a los
Romanos: “...os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como
sacrificio vivo...”8 El principio que se enuncia aquí servía para todos los hijos de los hombres,
pero solo en Cristo se había visto actuando en plena perfección. La obediencia de su vida,
coronada por la auto-oblación de su muerte—esta era la ofrenda de Cristo a Dios. Este era su
tributo de absoluta devoción. Este era su “sacrificio.” Y todos aquellos que se identificaban con
él, en fe y unión vital, tenían asegurada la bendición de la salvación.
Pero el amor del Calvario que había hechizado la mente y corazón de Pablo era más que
el amor de Jesús: era el amor de Dios el Padre. En el pasado había creído que Dios era remoto e
inexorablemente rígido, arremetiéndose contra el débil hombre pecador, administrando los

1
Cristo como sacrificio (θυσια) se menciona en Efesios 5:2, pero el uso aquí, como bien señala E. F. Scott
(Ephesians, 225 MNTC) es puramente metafórico. Cristo como la Pascua se ve en 1 Corintios 5:7. Como demuestra
el contexto, esto también es una metáfora (H. A. A. Kennedy, Theology of the Epistles, 130).
2
Efesios 2:13.
3
Colosenses 1:20.
4
Efesios 1:7.
5
Romanos 5:9.
6
Mackinnon, The Gospel in the Early Church, 92: “Por la frecuencia con la que ocupa la frase “la sangre de Cristo,”
evidentemente él tenía en mente la idea judía del sacrificio de sangre por el pecado.”
7
Deissmann definitivamente pasa de la raya cuando dice: “La idea de sacrificio en Pablo no tiene ni remotamente la
importancia que usualmente se le da” (St. Paul, 177).
8
Romanos 12:1.

124
125

galardones de su justicia retributiva, y castigando la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta
la tercera y cuarta generaciones. Ahora contemplaba a un Ser de gracia y misericordia infinitas,
que desde la fundación del mundo había estado anhelando el bien para los extraviados hijos de
los hombres, y ya había venido para buscar y salvar. “Pero Dios demuestra Su amor para con
nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.”1 “El que no eximió ni a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente también
con él todas las cosas?”2 Pablo hubiera encontrado sin sentido esa religión miope que a veces se
expresa en declaraciones como la siguiente: “La cruz prueba el amor de Cristo, pero no el de
Dios, que de hecho un Dios que pudiera observar sin hacer nada mientras tal tragedia ocurría
sería un Dios sin amor. Más bien, Pablo dijo: “Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo
consigo mismo...”3 Justo como la llama que destella de un volcán revela momentáneamente los
incesantes fuegos elementales que arden en el corazón de la tierra, así el amor que surgió un gran
día de la historia en la brillante llama de la cruz reveló para siempre la naturaleza más íntima de
Dios. Como ya vimos, Jesús se hizo a sí mismo un sacrificio al entregar su alma a la muerte, pero
en el sentido más profundo, el sacrificio era de Dios. Era Dios que hizo la ofrenda, era Dios que
pagó el precio, era Dios que “había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
fin.”4
El sobrecogimiento y la maravilla llenaban la mente de Pablo al pensar en el costo al
amor divino de la redención del hombre. Pablo dice, “Pues, habéis sido comprados por
precio...”5, y las palabras comunican mucho más del terror y la gloria del sacrificio, más de las
alturas majestuosas y profundidades terribles, que cualquier retórica pudiera haber hecho.
Bushnell no leía mal a Pablo cuando se fijaba en el hecho del precio del perdón para Dios como
el corazón de la expiación. Un Dios que resuelva el pecado por decreto divino, por un mero
anuncio del perdón, no es el Dios que el apóstol conoce y adora. Si el perdón se hubiese dado de
esa manera, ¡cuán menos conmovedor habría sido para los que lo recibían, cuán menos
moralmente creativo y espiritualmente vivificante habría sido en sus resultados! La vida del
mismo Pablo ejemplifica la verdad que el perdón logrado por el sacrificio del Padre y del Hijo es
el poder más grande de este mundo para evocar las más grandes profundidades de la gratitud y
devoción humanas. El saber que uno es perdonado por un costo tan terrible hace que uno doble
las rodillas en una penitencia absoluta, y después que uno se ponga de pie, listo para obedecer los
mandatos de Dios. La postura de Abelardo en el siglo doce sobre la muerte de Cristo
posiblemente no cubra todos los hechos, pero hasta donde llega, su concepto del sacrificio de la
cruz como el medio tomado por el amor divino para despertar una respuesta de amor en los
corazones de los hombres, influyéndoles así para el bien, haciendo que vuelvan los rostros hacia
el cielo, es completamente válida y acorde al espíritu del evangelio predicado por Pablo. El
apóstol declara: “Y él murió por todos para que los que viven, ya no vivan más para sí, sino para
aquel que murió y resucitó por ellos.”6 Después del Calvario, Dios tiene un derecho adicional
sobre ellos. Rehusar tal derecho es hacer que seamos carentes de sentimiento y honor. Habiendo
sido comprados nosotros por tal precio, ya no nos pertenecemos. Estamos amarrados a Aquel que
nos compró por sogas más fuertes que el acero. Jesús Mismo veía que su muerte tendría este

1
Romanos 5:8.
2
Romanos 8:32.
3
2 Corintios 5:19.
4
Juan 13:1.
5
1 Corintios 6:20; 7:23.
6
2 Corintios 5:15.

125
126

resultado. El lo veía, y también era su propósito. El sueño de su corazón se vio realizado en la


devoción perpetua de Pablo y un número incontable de otros. El “...murió por nosotros para que,
ya sea que velemos o sea que durmamos, vivamos juntamente con él.”1

“Amor tan asombroso, tan divino,


Demanda mi alma, mi vida, mi todo.”

Estas dos realidades grandes que confrontaron a Pablo en la cruz—la condenación del
pecado y la revelación del amor—conllevaban una tercera, la dádiva de la salvación. Cristo, al
morir, no tan sólo revelaba la culpa del pecador, no tan sólo revelaba el amor del Padre, sino que
también en realidad tomó el lugar del pecador. Esto significaba, ya que “Dios estaba en Cristo,”
que Dios había tomado ese lugar. Cuando la muerte y la destrucción se apresuraban para tomar al
pecador por presa, Cristo había entrado para aceptar todo el peso de la perdición inevitable en su
propio cuerpo y alma. De modo que la cruz “representa una verdadera transacción objetiva en la
que Dios en realidad hace algo, algo absolutamente necesario.”2 Pablo nunca podía pensar en la
cruz sin oír una voz interior que decía: “El murió en mi lugar.” Procurar, como algunas teologías
han pensado hacer, eliminar toda idea sustitutiva de la presentación de Pablo es muy arbitrario e
irreal. Pablo escribe: “...uno murió por nosotros...”3 A Jesús “le hizo pecado” por nosotros “para
que nosotros fuéramos hechos justicia de Dios en él.”4 Si palabras comunican algo siquiera, esto
significa que Cristo hizo algo por Pablo que éste mismo no podía hacer por sí mismo, algo que—
ya que Cristo lo había hecho—Pablo no necesitaba hacer. Como dijera Denney: “Al morir
Cristo, todo el legado del pecado en nosotros llegó a ser suyo, excepto la pecaminosidad.”5 Hay
estudiantes modernos del evangelio que profesan ser repugnados por el uso sin vacilar del
principio vicario de parte del Cristianismo, y quisieran hacer un credo en el cual no tuviera lugar
la idea que ellos consideran tan peligrosa e inmoral. Ellos no entienden que el eliminar esto es
acabar con el evangelio: si Dios en Cristo no cargó con nuestros pecados, no hay buenas nuevas
qué predicar.6 Tampoco ven que significa el perder el amor y la misma vida: porque la vida se
construye sobre esos fundamentos, y el día que el amor deje de ser vicario, dejará de ser el amor.
Es un instinto seguro del alma que contempla al Cristo crucificado como tomando el lugar del
pecador, asumiendo así toda la culpa, vergüenza y horror sobre su gran corazón amoroso,
permitiendo así que las consecuencias más horrendas del pecado hagan lo suyo en su congoja y
agonía—hasta que, en la muerte de Cristo sobre el Calvario, la maldición del pecado se acabe
una vez por todas. Este es el evangelio de Pablo. La experiencia cristiana en toda época repetirá,
humildemente, con maravilla y con una convicción incuestionable las palabras de la gran
confesión del apóstol: “El Hijo de Dios se entregó a sí mismo por mí.”7
Pero, para Pablo este concepto de Cristo como nuestro sustituto siempre iba de la mano
con otra idea que lo salvaguardaba y lo completaba—la idea de Cristo como nuestro
representante. Un aspecto de la salvación es “uno murió por todos,” y “todos murieron” es el

1
1 Tesalonicenses 5:10.
2
E. Brunner, The Mediator, 439.
3
2 Corintios 5:14.
4
2 Corintios 5:21.
5
The Death of Christ, 160.
6
El corolario esencial de la idea sustitutiva es que “Dios estaba en Cristo”; muchos críticos de la idea se han
olvidado de esto.
7
Gálatas 2:20.

126
127

otro.1 Según las palabras de Atanasio, “La muerte de todos fue cumplida en el cuerpo del
Señor.”2 Jesús, al viajar por el camino hacia la cruz en la grandeza de su amor sacrificial, llegó a
ser “el segundo Adán,” la cabeza de una nueva humanidad. “Porque como por la desobediencia
de un solo hombre, muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno,
muchos serán constituidos justos.”3 “Porque así como en Adán todos mueren, así también en
Cristo todos serán vivificados.”4 Es aquí donde aparece toda la fuerza de la gran concepción de
Pablo de la unión con Cristo. Cristo se une con nosotros, tomando nuestro lugar y llevando
nuestros pecados: entonces, nosotros nos identificamos con él al entregarle nuestra vida. Por
ende, su actitud respecto al pecado llega a ser nuestra actitud, su amor por el Padre llega a ser
nuestro amor, su pasión por la santidad llega a ser la nuestra. “Porque los que son de Cristo Jesús
han crucificado la carne con sus pasiones y deseos.”5 Unidos a Cristo en su muerte, ellos mueren
al pecado. Por la cruz, sobre la cual Jesús vertió su alma, para ellos el mundo queda crucificado
y ellos para el mundo también.6 Por su resurrección, ellos también resucitan, y de allí en
adelante viven con novedad de vida. Ahora su oración es ésta:

“Mira, oh Padre, sobre su cara ungida,


Y mira sobre nosotros sólo como nos encontramos en él.”

El es su representante. Ellos están “en Cristo.” Y en virtud de esa identificación, Dios los recibe.
Ellos son aceptos “por causa de Jesús.” Como dijera magistralmente Denney al contemplar desde
una nueva perspectiva las palabras familiares de Charles Wesley, “Es la voz de Dios, no menos
que la del pecador, que dice, ‘Tú, oh Cristo, eres todo lo que quiero; encuentro en ti más que
todo.’”7 El hombre que está en Cristo está en buena relación con Dios. Puede ser que esté lejos
de la perfección, pero esa unión es la semilla que contiene toda la promesa del futuro. En el
rostro y el alma de Cristo, Dios ve lo que el hombre aún pueda ser, y no pide más. El dice, “Este
es mi amado, y éste es mi amigo.” Nada de la vida ni de la muerte, ninguna voz de crítica
terrenal, ningún reto acusador de pecado, puede anular ese veredicto o “acusar a los escogidos de
Dios.”8 Es la palabra de la expiación. La boca del Señor la ha pronunciado.

III

La paradoja extraordinaria que está en el corazón de la experiencia cristiana de la


reconciliación nunca se expresó más sucinta o sorprendentemente que en la frase Paulina—“Dios
que justifica al impío”.9 Emil Brunner dice atinadamente: “La justificación es la cosa más
incomprensible que existe. Todas las demás maravillas son milagros que están en la
circunferencia del ser, pero este es el milagro que está en el centro del ser, del ser personal.”10

1
2 Corintios 5:14.
2
De Incarnatione, xx. 5.
3
Romanos 5:19.
4
1 Corintios 15:22.
5
Gálatas 5:24.
6
Gálatas 6:14.
7
The Christian Doctrine of Reconciliation, 162.
8
Romanos 8:33.
9
Romanos 4:5.
10
The Mediator, 524.

127
128

En realidad, hay una tendencia hoy, reaccionándose ésta contra las teologías que hacían
que la justificación fuese la quintaesencia del Paulinismo, que considera que todo este aspecto
del pensamiento y enseñanza del apóstol es puramente efímero, el producto de controversias que
hace mucho están muertas e irrelevantes. Deismann escribe: “La así llamada doctrina de la
justificación que es tan prominente en las cartas de Pablo tiene una causa externa más que
interna. La lucha tenaz contra los judaizantes y la ley obligó al apóstol a que la enseñara.”1
Según Titius, esta doctrina “tiene un carácter casi exclusivamente polémico.”2 Wernle va aun
más lejos al decir: “Quienquiera examine la doctrina de la justificación de Pablo, descartando
todo prejuicio Protestante, ha de considerarla una de sus creaciones más desastrosas.”3 Uno sólo
puede quedarse asombrado por la imprudencia de esa última aseveración. ¡Qué raro que esta
“creación desastrosa” poseyera un poder tan vital a lo largo de los siglos! El descubrimiento por
Lutero de la doctrina apostólica de la justificación fue como el descubrimiento del soneto por
Milton:

“En su mano la cosa se convirtió en una trompeta:


con la cual él tocaba las notas animadoras del alma.”

Y cada avivamiento de la religión ha evidenciado la influencia emocionante y energizante de este


gran artículo de la fe. Sin duda, el debate judaizante del primer siglo le daba un significado
especial en los escritos de Pablo. Sin duda, el matiz forense aún la caracteriza. Pero es totalmente
gratuito considerarla como una mera arma para satisfacer las exigencias de una controversia
pasajera. Sería mejor invertir el argumento para decir que la controversia no produjo la doctrina
de la justificación sino que la postura religiosa revolucionaria implícita en la doctrina produjo la
controversia.4 Simplificando un poco, esa postura es ésta: nadie puede salvarse a sí mismo,
porque “la salvación es del Señor.” Tiene que estar bien ciego el que niegue la relevancia de esto
a una época como la nuestra en la que tantos suplantadores del evangelio—el secularismo, el
humanitarismo, el moralismo y el legalismo—se han dado. Aun entre los cristianos no son
desconocidos los intentos por desarrollar las gracias cristianas (que están en la circunferencia de
la religión) sin haber encarado primero la cuestión de la auto-entrega y la justicia con Dios (que
es el meollo de la religión). Mientras sea así, la doctrina de la justificación por Pablo, lejos de ser
una supervivencia obsoleta de un interés meramente histórico, permanecerá como una palabra
viva de Dios, convincente, retadora, y poderosa para salvar.

Detrás de la doctrina de Pablo está la concepción antiguotestamentaria de la justicia. Esta


idea capital de la religión hebrea rehuye una definición. Ella incluye más que la justicia o la
santidad. “Se incluye el socorro, la liberación a los débiles de sus opresores y también la
corrección disciplinaria. Finalmente, ‘la justicia’ y ‘la gracia’ llegan a ser casi indistintas.”5 “Es
la cualidad de Dios, que reparte su poder entre la Deidad, algo intelectual tanto como moral, la
posesión de un propósito racional tanto como la fidelidad hacia él.”6 Barth la explica como “la

1
The Religión of Jesus and the Faith of Paul, 271.
2
Der Paulinismus, 270.
3
The Beginnings of Christianity, i. 309.
4
Moffatt sostiene que esto es cierto respecto a la enseñanza de Pablo sobre la gracia. Grace in the New Testament,
131.
5
A. Martín, The Finality of Jesus for Faith, 184.
6
G. A. Smith, Isaiah, ii. 227.

128
129

consistencia de Dios consigo mismo,”1 y tal vez éste sea lo más cercano a una definición
satisfactoria. Lo importante es que la justicia de Dios, tal y como el Antiguo Testamento la
concibe, es dinámica y no estática. Se manifiesta en la vindicación activa de los propósitos de
Dios para la humanidad de parte de Éste, particularmente sus propósitos para Israel. Durante
tiempos de angustia y derrota de su Pueblo, es el favor salvador que rescata su causa y la
retribución que cae sobre sus enemigos. Esto explica la frecuente colocación de las ideas de
“justicia” y “salvación.” “Mi justicia está cercana: la salvación ya se ha iniciado...”2 “...Pero mi
salvación permanecerá para siempre, y mi justicia no perecerá.”3 “...porque mi salvación está
próxima a venir, y mi justicia pronta a ser revelada.”4 “...No hay más Dios aparte de mí: Dios
justo y salvador.”5 Ahora bien, esta idea apunta más allá de sí a otra. Porque, cuando Dios, por su
capacidad de justo, vindica a la causa de su pueblo afligido, El prueba que ellos, no sus
enemigos, están en lo justo: en otras palabras, El demuestra la justicia de ellos tanto como la
suya. Este es el sentido de la palabra en un dicho tal como “Entonces las naciones verán tu
justicia; y todos los reyes, tu gloria.”6 Pero aquí surge un problema crucial para la fe hebrea. No
siempre se da la vindicación de Dios: algunas veces Israel ruega en balde. ¿Quiere decir esto que
Dios dejaba de ser justo? La respuesta dada por los profetas es, No: más bien, significa que Israel
mismo tiene que estar en lo injusto. Quiere decir que Dios no puede vindicar la impiedad. De
modo que vemos las dos ideas de la justicia en el sentido de un pronunciamiento divino y
también la justicia en el sentido de integridad de carácter como fusionándose.
El Judaísmo tardío, con su profundo énfasis en la ley, llevaba este proceso a otra etapa.
La justicia de Dios ahora llega a ser la consistencia entre el carácter y acción divinos con la ley
revelada. La justicia del hombre quiere decir su conformidad con la ley de Dios. El fariseísmo
encontraba su lema en tales dichos como éste de Deuteronomio—“Y será para nosotros justicia
si tenemos cuidado de poner por obra todos estos mandamientos delante de Jehovah nuestro
Dios, como él nos ha mandado.”7 Pero solo Dios mismo puede determinar si la conformidad del
hombre alcanza el estándar requerido. A Dios solo pertenece el veredicto final, y cada hombre
tiene que comparecer ante Dios para escuchar pronunciarse ese veredicto. Por lo tanto, en último
análisis, la justicia no es nada que el hombre mismo logre: es algo que Dios le da.8 La gran
pregunta que todo hombre tiene que contestar es--¿Seré contado por justo o injusto? ¿Cuál será
el veredicto de Dios—“culpable” o “inocente”? La fidelidad a la ley sin duda influiría sobre ese
veredicto: por ende la devoción meticulosa con la que toda la minucia de la ley tiene que ser
observada. El decreto de Dios sería absoluto, y nadie podía predecir el juicio de Dios, pero
siempre permanecía ese pensamiento de que una fidelidad perenne pudiera comprometer a Dios
y de que una obediencia inquebrantable influyera positivamente para que se diera un veredicto
favorable. Dios pronunciaría un sobreseimiento, o daría por justo, o “justificaría” al hombre
cuyas buenas obras ameritasen la salvación.

Tal era el trasfondo para el pensamiento apostólico respecto a la justicia. Tal como lo
ocupa Pablo, el término cubre toda una gama de significados. A la vez significa la naturaleza

1
Romans, 40.
2
Isaías 51:5.
3
Isaías 51:6.
4
Isaías 56:1.
5
Isaías 45:21.
6
Isaías 62:2.
7
Deuteronomio 6:25; compárese con Deuteronomio 24:13.
8
Véase Génesis 15:6: “...y le fue contado por justicia.”

129
130

divina misma y un estatus dado a los hombres. “Existe ya en Dios como un atributo y fuerza
activa; se le transfiere al hombre, realizándose ésta en él por la gracia divina.”1 Como atributo, se
usa ocasionalmente como un equivalente del aspecto más sombrío de la justicia, y recalca el
hecho de que no hay laxitud en Dios;2 pero generalmente denota aquella energía del carácter
divino por la que los hombres son liberados del poder del pecado, mientras que simultáneamente
se conservan las realidades morales. Un buen ejemplo de esto está en Romanos1:16ss donde las
frases “poder de Dios para salvación” y “la justicia de Dios” son virtualmente sinónimas. Así
que, no hay rotura entre la justicia de Dios y su amor. Es en el amor de Dios, que sale para salvar
a los hombres de la tiranía del mal, que la justicia divina se ve más claramente. Por otro lado,
Pablo habla de la justicia como pasando de Dios al hombre. Aquí, también, hay un sentido doble.
Ocasionalmente, es la justicia como una cualidad ética que está en la mente del apóstol como la
vemos en el dicho: “Ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado, como instrumentos de
injusticia; sino más bien presentaos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros
miembros a Dios como instrumentos de justicia.”3 Pero mayormente Pablo trata la justicia como
un estatus conferido sobre los hombres por Dios. Cuando Dios acepta al hombre “por Cristo,” lo
vindica: lo declara sobreseído. Lo declara justo. Brunner dice: “Al igual que el toque de la
espada real transforma al burgués en noble, así la declaración divina del perdón sube al pecador
al estado de la justicia.”4 La concepción antiguotestamentaria se destaca aquí. Esta es la idea
subyacente de las palabras, “Al que no conoció pecado, por nosotros Dios le hizo pecado, para
que fuéramos hechos justicia de Dios en él.”5 La gran ambición de Pablo—según informa a los
filipenses—se hallaba en Cristo, “...y ser hallado en él; sin pretender una justicia mía, derivada
de la ley, sino la que es por la fe en Cristo, la justicia que proviene de Dios por la fe.”6 La misma
forma de las palabras (την εκ θεου δικαιοσυνην) enfatiza el hecho que la aceptación de parte del
hombre tiene su origen, no en ningún logro humano, sino en el carácter de Dios. En pocas
palabras, la única justicia válida ante Dios es la que El mismo confiere. Ella resulta en una
relación radicalmente nueva con Dios y una participación consecuente de la vida que es vida de
verdad.
Pablo llama la dádiva de este nuevo estatus “justificación” (δικαιωσιs). Hay algunas
similitudes a la doctrina judía, pero la diferencia es grande y decisiva. Los judíos piadosos sólo
podían vislumbrar un futuro opaco y misterioso, esperando contra esperanza que Dios
pronunciara finalmente un sobreseimiento. Pero la certeza gloriosa para Pablo y para todo aquel
que había puesto su fe en Cristo era que esa sentencia libertadora ya había sido pronunciada.
¿Qué más podrían significar la paz y gozo que le habían llegado en Damasco? El Judaísmo
obraba duramente, esperaba, luchaba y dudaba, en cambio, Pablo ya poseía lo anhelado. La
nueva vida que surgía en su corazón podía significar una sola cosa—Dios lo había aceptado. El
veredicto había sido: “¡Inocente!”. ¿Qué, pues, había pasado con sus pecados, esa amarga carga
tan gravosa que le había sido un problema tan grande por tantos años? Dios, al aceptarle, los
había borrado. Quedaron anulados. De modo que la justificación y el perdón iban de la mano. El
perdón diario aún pudiera ser necesario por los pecados cotidianos, tal como Jesús implicaba en
la gran oración que había enseñado a sus discípulos,7 pero el acto inicial ya estaba completo. Al
1
A. Sabatier, The Apostle Paul, 298.
2
Romanos 3:5.
3
Romanos 6:13; compárese con Romanos 14:17.
4
The Mediator, 523.
5
2 Corintios 5:21.
6
Filipenses 3:9.
7
Mateo 6:12; compárese con 1 Juan 1:7, donde καθαριαξει connota “seguir limpiando.”

130
131

forastero se le había declarado miembro de la familia. Al devoto derrotado de una justicia elusiva
se le había vestido de una justicia de un divino orden más alto. El pecador había sido
“justificado.”
En lugar tras lugar en nuestro repaso del pensamiento del apóstol, hemos observado la
prominencia extraordinaria que él da al hecho de la iniciativa divina. En ningún otro lugar recibe
esto más énfasis que en su enseñanza sobre la justificación. Es el hecho capital de la religión, y
aquí se afirma en su forma más retadora y paradójica. Esto solo aseguraría que la doctrina de la
justificación jamás llegara a ser obsoleta. La naturaleza humana tiene una tendencia habitual de
trabajar con ideas de mérito, y la doctrina, más que cualquier otra, que niega tajantemente tales
nociones siempre tendrá un mensaje saludable e imprescindible para la humanidad. La excesiva
minuciosidad a menudo ha enterrado la doctrina de Pablo debajo de muchas palabras, perdiendo
así el alma de ella en una nube de argumentos, y muchos han sido repelidos. Pero al ser vista
verdaderamente, la justificación no es nada menos que el Cristianismo en su forma más grande y
más atrevida. Las palabras de Brunner van al grano: “Justamente de esta forma la fe cristiana se
distingue de toda religión. Ninguna religión jamás ha tenido la valentía de ir al extremo en
desesperarse del hombre tal como lo hace la fe cristiana. Todas las religiones se esfuerzan por
auto-justificar al hombre—por lo menos cuando el hombre es un objeto religioso. Es
exclusivamente la fe en la justificación por la sola gracia que no tan sólo sacrifica al hombre
racional, al hombre moral sino también al hombre religioso.”1 Eso está bien y verdaderamente
dicho. La “última enfermedad de la mente noble” es pensar que el alma virtuosa merezca algo de
Dios. En el Libro Egipcio de los Muertos, miles de años más antiguo que el Cristianismo, el alma
del fallecido entra al corredor de juicio de Osiris, recitando así sus propias buenas obras. Y el Sr.
Honesto de Bunyan hace arreglos con “el Sr. Buena Conciencia” para que se encuentre con él y
así ayudarlo a cruzar el río. Aparte de la teología romanista, el concepto de mérito aún persiste
tenazmente en la vida moral y espiritual de las multitudes. Pero cuando Pablo llegó predicando
su evangelio de la justificación por la fe solamente, ese concepto moralista fue desenmascarado
por la luz de Dios, y fue juzgado una mentira para siempre. El fariseísmo, tanto ahora como
entonces, puede hacer alarde de su devoción religiosa, su moralidad ejemplar, su visitar a los
huérfanos y viudas en su aflicción, su vivir sin mancharse del mundo. Pero cuando la
justificación logra su cometido, entonces—según Pablo—“la jactancia está excluida.”2 ¿Cómo
puede uno jactarse si se da cuenta que todo cuanto tiene—el perdón, un lugar en la familia de
Dios y la vida eterna—viene de la pura gracia inmerecida? Ese es el aspecto negativo de la
doctrina. Por el lado positivo, siempre la doctrina siempre proclama la verdad gloriosa de que la
bienvenida redentora de Dios aguarda a todo aquel que, cansado de la búsqueda fútil y esfuerzo
infructífero, se entrega con una fe sencilla en Cristo.

“Tal como soy, sin vacilar


Para deshacerme de la mancha negra en el alma.”

Este es el secreto de la aceptación. Esto es la justificación.


¿Es esto consonante con la enseñanza de Jesús? A menudo se oye la acusación de que
Pablo sobrecargó los conceptos sencillos de los Evangelios de complejidades doctrinales que no
tenían base en sus orígenes y que eran ruinosas en sus efectos. Se dice que en ningún lugar
ocurrió esto más desastrosamente que en su argumento sobre la justificación. Esta crítica es más

1
The Word and the World, 80ss.
2
Romanos 3:27.

131
132

plausible que profunda. Cuando de verdad se entiende la justificación, parece ser un


desenvolvimiento de las verdades centrales del mensaje de Jesús. Por ejemplo, es claro que el
propósito de nuestro Señor en contar la parábola de los obreros de la viña1 era comunicar a los
que tenían oídos para escuchar la verdad que el hombre que piense negociar respecto a su
recompensa final siempre estará equivocado y que la bondad soberana de Dios siempre tendrá la
incontestable palabra final. ¿No es esto lo que Pablo enseña al decir que Dios “justifica al
impío”? Otra parábola representa a un siervo como llegando del campo al cerrar el día. Le
prepara la cena para su maestro antes de pensar en prepararse algo para sí mismo.2 ¿Busca él
adquirir mérito? ¿Busca él agradecimiento? ¿Procura él que su maestro se comprometa? Jesús
declara que no; la cuestión de obligación nunca se presenta: simplemente cumple con su deber.
De nuevo, aquí el germen de la doctrina de Pablo está claro. El término “justificado”
(δεδικαιωµενοs) ocurre en la historia del fariseo y el publicano,3 una historia, como lo indica el
evangelista, fue dirigida específicamente contra ciertas personas que “confiaban en sí mismos
como que eran justos (δικαιοι) y menospreciaban a los demás.”4 En la más grande de todas las
parábolas, el padre le da al pródigo una gran bienvenida: no hay nada de un período de prueba,
no hay perdón por etapas, no hay énfasis sobre la vergüenza y la rebeldía del pasado.5 “Padre, he
pecado”—con eso basta. El rostro del pródigo mira hacia el hogar, y el padre lo restaura allí
mismo al pleno estatus de hijo. “El me lleva a la sala del banquete, y su bandera sobre mí es el
amor.”6 Es el hermano mayor que queda condenado por su filosofía de mérito que cala más
profundamente que el amor. Jesús hacía más que enseñar esto en palabras: lo expresaba por su
vida. Toda su actitud hacia los pecadores lo incorporaba. El los buscaba. El invertía todos los
veredictos humanos. El no aceptaba ningunos cánones de mérito. El hacía que el último fuese
primero. El era la iniciativa divina encarnada. De repente, los hombres, al mirar a Jesús, se daban
cuenta que Dios los había aceptado. El compañerismo de él les daba una nueva posición. Para
esto nació; para esto obraba por palabra y hecho; para esto entregó su vida. He aquí, la verdadera
fuente de la concepción de la justificación de Pablo. No es invención suya. No es un mero legado
del escolasticismo judío. Surge de la tierra del evangelio. Lleva el sello de la profunda
experiencia evangélica de Pablo. Refleja la vida, la muerte y la enseñanza de su Señor.

Lo que ocurre en la justificación, a veces Pablo lo describe por el término “adopción”


(υιοθεσια). El hombre justificado ya está consciente de que su relación con Dios es la de un hijo
a un padre. Ya no es un marginado ni un siervo asalariado: su lugar es con la familia. “Pues no
recibisteis el espíritu de esclavitud para estar otra vez bajo el temor, sino que recibisteis el
espíritu de adopción como hijos, en el cual clamamos: ‘¡Abba, Padre!”.7 Dios “en amor nos
predestinó por medio de Jesucristo para adopción como hijos suyos según el beneplácito de su
voluntad.”8 “Dios envió a su Hijo...a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.”9 Detrás de
tales declaraciones está la radicalmente cambiada actitud de Pablo, al dejar así a la amargura y el

1
Mateo 20:1-16.
2
Lucas 17:7-10.
3
Lucas 18:9-14.
4
“La reflexión de Cristo sobre los dos hombres es equivalente general a la doctrina de Pablo de la justificación por
gracia por medio de la fe.” (A. B. Bruce, The Parabolic Teaching of Christ., 314).
5
Lucas 15:11-32.
6
Cantares 2:4.
7
Romanos 8:15.
8
Efesios 1:5.
9
Gálatas 4:5.

132
133

temor esclavizante para entrar a la paz y la libertad. El patetismo vívido y el profundo gozo
agradecido que están presentes en la idea apostólica de la adopción tal vez nunca han sido
expresados mejor que en estas palabras de McLeod Campbell: “Pensemos en Cristo como el Hijo
que revela al Padre para que conozcamos al corazón del Padre contra el cual hemos pecado. Esto,
con el fin de que veamos cómo el pecado, al hacernos impíos, nos hizo huérfanos y
comprendamos que la gracia de Dios, que es a la vez la remisión de pecado pasado y la dádiva de
vida eterna, restaura nuestros espíritus huérfanos al Padre y al Padre sus hijos perdidos.”1 La
clave de la vida de adopción es la libertad. Al otro lado de la línea está la esclavitud, la
inconfesada servidumbre melancólica del hombre que no tiene ningún propósito fuerte y
controlador, cuya senda carece de luz más guiadora sino su propia razón y deseos, cuya vida
interior sólo es de derrota moral carente de gloria. Pero la adopción a la familia acarrea “la
libertad gloriosa de los hijos de Dios.”2 La personalidad, antes desintegrada, ahora queda
unificada; la represión cede ante la liberación; el tono de la vida moral se pone victorioso. Pablo
dice que es “vida en el Espíritu.” “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos
son hijos de Dios.”3 Y es una vida de maravillosa seguridad. No se pasa los días debatiendo
ansiosamente la cuestión: “¿Soy salvo o no? Su grito es—“herederos de Dios y coherederos con
Cristo.”4 Desde luego, esta confianza no se basa para nada en el hombre mismo. Tiene su fuente
en Dios, y en la promesa de Dios, que “nunca se retracta de su llamamiento.”5 Si Dios acepta a
un hombre para que entre a su familia, ¿quién lo rechazará? Tal como Pablo lo expresa sin
rodeos, “Cuando Dios sobresee, ¿quién condenará?”6 Aunque todo el universo esté en su contra,
el hombre que sabe que es hijo de Dios puede permanecer imperturbado e inconmovible. Una
sola palabra del Dios vivo significa más que mil voces mofadoras de esta tierra. “Fiel es el que
llama...”7—esa es la confianza alta del alma adoptada, y resiste al mundo.
Las críticas de Pablo a veces insisten en que su argumento principal sobre la justificación
y la adopción involucra una “ficción legal.” Se afirma que intereses morales no son
salvaguardados adecuadamente por una doctrina que hable de Dios como mirando a una alma
culpable para así pronunciarla “inocente.” Y si Dios “imputa” al pecador algo que el hombre no
posee—la justicia de Cristo--¿no es la irrealidad de toda la transacción aumentada y hecha así
aun más flagrante? ¿No existe un riesgo de que el énfasis absoluto sobre la gracia divina y la
desvalorización de toda idea de obra y mérito humano destruya todo incentivo a la ética y la
auto-disciplina?
Pero esta crítica, por razonable que parezca, realmente está fuera de base. No hay tal cosa
en las epístolas de Pablo como una imputación mecánica de la justicia de Cristo a los pecadores.
Todo gira en torno a la fe. La justificación no se da en un vacío. Se da en una atmósfera cargada
de fe. Ya vimos la concepción de fe de parte de Pablo en nuestra discusión acerca de la unión
con Cristo. El alma pecaminosa, confrontada con el maravilloso auto-descubrimiento de Dios en
Cristo, juntamente con el tremendo hecho sojuzgante de la cruz por la cual el pecado del mundo
fue llevado, responde a esa apelación divina y se entrega al amor que queda así revelado; a esa
respuesta, a esa entrega, Pablo llama fe. Esto es lo que Dios contempla cuando El justifica al
impío. Puede ser que el pecador esté lejos de la santidad, la verdad y todo lo que constituye un
1
The Nature of the Atonement, 147.
2
Romanos 8:21.
3
Romanos 8:14.
4
Romanos 8:17.
5
Romanos 11:29 (Moffatt).
6
Romanos 8:33 (Moffatt).
7
1 Tesalonicenses 5:24.

133
134

hijo de Dios, pero por lo menos ahora su rostro se fija en otro rumbo. Puede ser que aún, al igual
que Abraham, esté en medio del paganismo, pero su corazón está en la tierra prometida. Como
Daniel, puede ser que more en Babilonia, pero sus ventanas están “abiertas hacia Jerusalén.”
Esto es lo que Dios ve, y en virtud de esto, Dios actúa. Puede ser que el pecador esté
lastimeramente enredado en sus pecados; puede ser que aún quede un camino largo qué transitar
antes de poder escaparse finalmente de la tierra lejana que ha sido su hogar. Pero eso importa
relativamente poco. Lo que importa supremamente es que su vida haya dado con una nueva
orientación. Ahora está “en Cristo.” Tiene los ojos “puestos en Jesús.”1 Y eso significa tres
cosas. Primero, significa que el pecador ahora mira para afuera y no para adentro—no confía en
ningún mérito propio, pero sí confía en algo que está totalmente fuera de él, es decir, la gracia y
el amor de un Dios totalmente fidedigno. En segundo lugar, significa que él mira hacia arriba, no
hacia abajo, no hacia la vergüenza atrayente del pecado, sino hacia arriba a la hermosura y la
pureza de Cristo. Tercero, significa que no mira hacia atrás sino hacia delante, “olvidando lo que
queda atrás, y extendiéndome a lo que está por delante.”2 Es posible que su postura no haya
cambiado mucho, pero su rumbo ha cambiado completamente; no es por su postura que Dios
juzga al hombre sino por su rumbo. Antes el hombre le daba la espalda a Cristo, ahora encara a
Cristo. Esta es la fe, y tiene la potencial de un futuro glorioso. Esto es lo que Dios ve, y al verlo,
Dios declara al hombre justo. Dios lo “justifica.” ¿Es esto una “ficción legal”? La pregunta se
contesta a sí misma. En lo absoluto, no tiene nada de ficticio. Es la más profunda y la más
auténtica de todas las realidades.
Aparece el mismo resultado cuando examinamos la conexión entre la justificación y la
idea paralela de la santificación.3 Se puede decir con toda seguridad que si los comentaristas de
Pablo hubieran seguido el ejemplo del apóstol y hubieran ligado indisolublemente estas dos
grandes concepciones en vez de separarlas, buscando así tratarlas separadamente, entonces nunca
se hubiera oído hablar de “ficciones” o “antinomianismo.” Demasiado a menudo se habla de la
santificación como si fuera una obra secundaria del Espíritu de Dios, sobrepuesta ésta en el acto
original de la justificación como una especie de extra. Desde luego, no hay tal separación.
Cuando Pablo usa el verbo δικαιουν, quiere decir “declarar justo,” no “hacer justo.” Pero de
hecho el mismo pronunciamiento tiene el efecto de hacer que el hombre sea algo diferente a lo
que era antes. La justificación acarrea la vida. Pone vida en el hombre que la reciba. Es la vida.4
Pablo escribe a los gálatas: “...Porque si hubiera sido dada una ley capaz de vivificar, entonces la
justicia sería por la ley”5—una frase iluminadora que muestra que la justificación y el producir la
vida eran virtualmente sinónimos para la mente del apóstol.6 “La justificación no es la mera
precondición de la bendición: toda la bendición se da con ella.”7 Es un acto dinámico y creativo.
El Dr. Oman destaca este punto al enfatizar el hecho que “la justicia de Dios”, a la cual entra el
cristiano por la fe, no es meramente una justicia exigida o conferida por Dios, sino “una justicia
que Dios protege.”8 En otras palabras, la santificación no es cosa nueva, sino simplemente el
desenvolvimiento, por medio del Espíritu Santo, de algo ya existente. Es el mismo veredicto
justificante de Dios que santifica, porque produce una nueva criatura, de un corazón nuevo, en un

1
Hebreos 12:2.
2
Filipenses 3:13.
3
Romanos 15:16; 1 Corintios 1:30; 6:11; 1 Tesalonicenses 4::3; 2 Tesalonicenses 2:13.
4
Véase la frase “justificación de vida” (δικαιωσιs ξωηs) en Romanos 5:18.
5
Gálatas 3:21.
6
“Según la terminología de Pablo, δικαιωσιs es ξωποιησιs.” (Moffatt, Grace in the New Testament, 220).
7
Titius, Der Paulinismus, 166.
8
Grace and Personality, 230.

134
135

mundo nuevo. Traslada el alma del dominio de la carne y de todo espíritu maligno al control del
Espíritu de Cristo. Ser justificado quiere decir que el hombre se para y vive, erguido, limpio y en
sus cabales ante Dios, para por fin vivir realmente. Esta es la santificación.
Sin duda, el evangelio de la gracia justificadora y el perdón gratuito, tal y como Pablo los
predicaba, involucra no tan sólo la fe de parte del hombre sino también un riesgo de parte de
Dios. El pecador no puede dar ninguna clase de garantía; tampoco la exige Dios. El trata al
hombre pecador al igual que Jesús trataba a Zaqueo y muchos otros, aceptándoles así sin ninguna
seguridad de mérito acumulado o de ningún período de prueba, fuese largo o corto. ¿Habrá
mayor riesgo que el que toma Dios al perdonar con pura gracia? Tal vez la idea de una fe que
“crea su propia verificación” sea más profunda que lo imaginado por William James, el gran
exponente de la idea.1 Puede ser que haya en esa idea una verdad que se aprecia más en el nivel
divino que en el nivel humano. Tal vez la misma fe que Dios tiene en el futuro de un pobre
pecador derrotado, que no tiene nada que ofrecer sino un grito, la fe por la cual Dios acepta el
riesgo en virtud de la obra de Jesús, justificando así al impío, crea su propia verificación y hace
que ese futuro aparentemente imposible sea una realidad. Ciertamente, esto es lo que ocurría
cuando Jesús derramaba todo su amor y confianza sobre los publicanos y pecadores que creían
haber perdido todo amor y confianza para siempre: Su perdón no tan sólo cancelaba el pasado,
sino que los regeneraba en el presente, haciendo así que fuesen santos para el futuro. Y este es el
nexo Paulino entre la justificación y la santificación. El amor divino, que toma los riesgos más
grandes de la vida, crea los resultados más gloriosos de la vida. Precisamente porque Dios no
espera garantías sino que perdona libremente, porque se atreve a confiar en el hombre que no
tiene ninguna base para tal confianza—es por esto que el perdón regenera, y la justificación
santifica. No es principalmente que el hombre perdonado así se sienta compelido por su honor a
esforzarse moralmente más que antes, aunque, desde luego, esto (tal y como Pablo toma la
precaución de señalar)2 está involucrado en la experiencia redentora: el hecho determinante es
que el hombre perdonado ya es poseído por un poder mayor que el suyo. La levadura de Cristo
ya ha comenzado su labor de leudar toda la masa. Toda la atmósfera y el clima de su vida han
cambiado tanto que gracias, hasta ahora desconocidas, inauditas e imposibles, empiezan a crecer.
De allí en adelante, simplemente no es verdad decir que “el fracaso es nuestro destino.”3 Los
problemas morales con los cuales apenas podía lidiar asolas antes ahora pierden su terror al
morar Cristo adentro. La nueva relación con Dios produce resultados que antes hubieran
parecido imposibles; el nuevo estatus espiritual produce frutos en milagros cotidianos; la nueva
identificación con Cristo significa que “...somos transformados de gloria en gloria en la misma
imagen, como por el Espíritu del Señor.”4 Donde antes había las sombras del pecado, ahora brilla
la luz perenne de la santidad; donde antes había una desesperación cada vez más profunda, ahora
surge el grito del victorioso, “¡Todo lo puedo en Cristo que me fortalece!”5

1
The Will to Believe, 24ss.
2
Efesios 4:22ss; Filipenses 2:12; Colosenses 3:9ss.
3
“Sea el que fuere nuestro destino, no estamos destinados a tener éxito; el fracaso es nuestro destino.” (R. L.
Stevenson).
4
2 Corintios 3:18.
5
Filipenses 4:19.

135
136

IV

Es característico de Pablo que, mientras se regocija en la asegurada posesión de una real


salvación actual, también pueda mirar hacia el futuro para ver visiones y soñar sueños de un día
del Señor glorioso y culminante. Por su misma naturaleza, la fe es paradójica; y el Cristianismo
de Pablo se gloría en paradojas. “Aunque Cristo ya está presente, se espera aún su venida.
Aunque los cristianos ya son redimidos, aún han de aguardar su plena redención. La calidad de
hijos ya es suya, pero aún queda por obtenerse plenamente. Ya han sido glorificados, pero aún
esperan la gloria. Ya poseen la vida, pero aún la vida la han de recibir.”1 Según Pablo, la
justificación tiene un aspecto escatológico, y éste hemos de considerar ahora.
Sin embargo, cuidémonos de la exageración. Hay una escuela de pensadores que
sostienen que el interés religioso principal de Pablo estaba en lo escatológico. Ellos creen que
esto es clave para desencadenar todos los secretos de la mente del apóstol. Tal postura es
radicalmente errónea. Falla completamente en no hacerle justicia a la convicción dominante de
Pablo, que Cristo, el Redentor prometido, había aparecido y que la era mesiánica había llegado
del futuro al presente. La profecía y el apocalipsis judíos predecían un tiempo cuando el Espíritu
de Dios se derramaría con gran poder: pero la creencia revolucionaria que Pablo compartía con
la comunidad cristiana primitiva era que ese gran día ya había llegado. “...esto es lo que fue
dicho por medio del profeta Joel...”2 El nuevo orden de las cosas, la era del Espíritu, había
irrumpido sobre ellos. Ellos ya vivían en él todos los días. Y su compañerismo diario con el
Cristo resucitado lo probaba. “Por tanto, de la manera que habéis recibido a Cristo Jesús el
Señor, así andad en él.”3, así Pablo escribe para recordar a sus lectores que la dádiva indecible de
la gracia ya era un hecho realizado. Después de una recitación sombría de los vicios del
paganismo, Pablo les dice a los corintios: “Y esto erais algunos de vosotros, pero ya habéis sido
lavados, pero ya sois santificados, pero ya habéis sido justificados en el nombre del Señor
Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”4 La gran transacción se había dado. Ellos habían
entrado al Reino. Ellos habían “recibido la reconciliación.”5 Se habían trasladado a una nueva
esfera del ser. Las cosas que los profetas y los reyes de antaño habían anhelado ver y oír, ya
sucedían en su alrededor. La eternidad había irrumpido en el tiempo. Cristo estaba con ellos. El
Espíritu estaba en control. Sus propias vidas eran eternas. Ante todo esto, es absurdo sostener
que Pablo fuese primordialmente un apocalíptico, o que su preocupación principal con la religión
fuese escatológica.
Pero la esperanza sí ocupaba un lugar importante en su pensar. En nuestro estudio de su
doctrina fundamental de la unión con Cristo, vimos que la misma maravilla de la intimidad con
el Cristo resucitado que ya tenía le llevaba a anticipar una intimidad venidera aun más cercana.
Así mismo, su concepto de la justificación brillaba con la alegría de una expectación. El escribe:
“Porque fuimos salvos con esperanza.”6 “...y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de
Dios.”7 Su expresión a los gálatas es muy impresionante: “Porque nosotros por el Espíritu

1
J. Weiss, Das Urchristentum, 421.
2
Hechos 2:16.
3
Colosenses 2:6.
4
1 Corintios 6:11.
5
Romanos 5:11.
6
Romanos 8:24.
7
Romanos 5:2.

136
137

aguardamos por la fe la esperanza de la justicia.”1 Aquí, el decreto justificador de Dios, que ya se


oía en la hora de la conversión del hombre, se tiene como anticipando el veredicto del juicio
final: puesto que “ya no hay condenación”, así tampoco lo habrá en la última gran hora de
decisión. La era del Espíritu ya comenzó, y los creyentes habitan en un nuevo mundo de gozo y
libertad. Pero la dádiva del Espíritu es un “anticipo” (απαρχη),2 una garantía (αρραβων),3de un
gozo aun más profundo y una liberación aun más amplia. Esto sucederá cuando Cristo,
actualmente presente con ellos pero invisible, vuelva en la plenitud de su esplendor y poder. “Y
cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros seréis manifestados con él
en gloria.”4 “Porque nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos
ardientemente al Salvador, el Señor Jesucristo.”5 Ser cristiano significa “servir al Dios vivo y
verdadero...y esperar de los cielos a su Hijo.”6 Junto con toda la Iglesia primitiva, Pablo podía
clamar “Maranata,”7—¡ven, Señor!

Hay varias posibles causas de este rasgo del pensamiento del apóstol.
Primero, es importante observar que aquí Pablo está en línea directa con la enseñanza de
Jesús mismo. La tradición oral, durante los días antes de que se escribiesen los Evangelios tal y
como los tenemos hoy, preservó muchos dichos del Maestro en los cuales se consagró la idea de
una consumación que venía pronto. Sin duda, éstos formaban el trasfondo de Pablo cuando, al
estar de humor profético, escribía acerca del regreso de Cristo y la certeza de la victoria de Dios.
Segundo, la experiencia religiosa personal de Pablo apuntaba en la misma dirección. Esa
experiencia era enfáticamente una cosa creciente. No tenía nada de estático. Por grande que
hubiese sido la revolución de Damasco, era sino el preludio de una vida de un maravillarse cada
vez mayor y de un conocimiento cada vez más profundo de la gracia de Dios en Cristo.
Totalmente disimilar a la piedad de Pablo es la piedad cuya meta de toda ambición es “ser
salvo,” más allá de la cual no es necesario ni posible ir. Pablo encontraba que la conversión no
era un fin, sino sólo un comienzo. El se percataba de lo que Jesús quería para el mundo y para el
mismo apóstol al levantarse éste del polvo al cual la visión centelleante lo había arrojado. Al
hacerlo, clamó: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?8 –pero sabía mucho más, años después,
cuando escribía desde la prisión, “...para mí el vivir es Cristo.”9 Pero por más que descubriera,
siempre quedaba más que descubrir. Cuando la vida de Moisés estaba por terminar sobre esta
tierra, éste dijo: “Oh Señor Jehová, tú has comenzado a mostrar a tu siervo tu grandeza...”10 Y es
la misma nota que oímos en las palabras de Pablo a los filipenses: “No quiero decir que ya lo
haya alcanzado, ni que haya llegado a la perfección; sino que prosigo a ver si alcanzo aquello
para lo cual también fui alcanzado por Cristo Jesús.”11 Las riquezas de Dios eran incontables, y
aun al terminar el día, había tierra que poseerse. Por ende, la experiencia personal, no menos que

1
Gálatas 5:5.
2
Romanos 8:23
3
2 Corintios 1:22.
4
Colosenses 3:4.
5
Filipenses 3:20.
6
1 Tesalonicenses 1:9ss.
7
1 Corintios 16:23.
8
Hechos 9:6.
9
Filipenses 1:21.
10
Deuteronomio 3:24.
11
Filipenses 3:12.

137
138

la enseñanza de Jesús, añadía esperanza a la fe, y hacía que alzara sus ojos hacia el día de la
consumación.
Tercero, había el problema del cuerpo. Aun para un hombre en Cristo, la carga de la
carne permanecía terriblemente obstaculizadora. El espíritu tenía que luchar incesantemente
contra las limitaciones de la carne, y a veces tenía que reconocer la derrota. No se podía esperar
un logro perfecto hasta que hubiese sido cambiado y transformado radicalmente “el cuerpo de
humillación,” como lo describiera Pablo.1 Porque la carne, aunque no era pecaminosa en sí
misma, le daba al pecado tela que cortar, y por eso era un elemento de debilidad y una constante
amenaza para el alma. Pablo dice: “Y no sólo la creación, sino también nosotros, que tenemos las
primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, aguardando la adopción como hijos,
la redención de nuestro cuerpo.”2
En cuarto lugar, había el hecho de la muerte. Para la mentalidad del hebreo, la muerte era
más que un mero cambio físico: era un evento de profundo significado espiritual. Ocasionada en
el mundo por el pecado, ella significaba una separación de Dios. Por ende, el horror con el que
cada judío de una mente espiritual la veía. Pablo compartía ese horror. La muerte es “la paga del
pecado.”3 Es “el último enemigo que será destruido.”4 Pero eso sí, ha de ser destruido: de no ser
así, la obra de Cristo permanece incompleta. El mismo principio de la muerte, por el cual el
control terrible del pecado sobre la raza humana desde el comienzo del tiempo ha sido señalado,
será eliminado, y dejará de ser.
Finalmente, Pablo no podía sino anhelar el día cuando las luchas del mundo actual
fuesen coronadas con una victoria gloriosa. Ejército tras ejército de fuerzas hostiles estaba
confrontando a la Iglesia de Dios, y las fuerzas invisibles eran las más mortíferas. “Porque
nuestra lucha no es contra sangre ni carne, sino contra principados, contra autoridades, contra los
gobernantes de estas tinieblas, contra espíritus de maldad en los lugares celestiales.”5 ¿Habría de
durar indefinidamente este estado de cosas? ¿Estaba Cristo decidido a guerrear en una lucha
perpetuamente indecisiva? ¿Era una insegura tregua entre Cristo y el Anticristo lo mejor que se
pudiera esperar? Pablo no lo podía creer. Seguramente, el día venía cuando Dios irrumpiría
irresistiblemente, y reuniría a Su Reino para Sí. Luego, por fin, los espíritus tercos del mal serían
derrotados completamente. Luego, no quedaría ningún enemigo que molestase la paz
interminable o que retase el dominio de Jesús. Luego, el mismo universo sería rehecho, la
naturaleza tanto como la naturaleza humana sería redimida, y Dios “en Cristo reuniría todas las
cosas bajo una cabeza.”6

Tales eran algunos de los factores que inspiraban la religión de Pablo de una esperanza
eterna. Sin embargo, su intención no era forjar un esquema detallado de escatología. Sin duda,
los comentaristas que tienen una pasión para los esquemas cuidadosamente elaborados
continuarán “sistematizando” la doctrina de Pablo de las cosas que han de venir, pero es una
empresa equivocada. Los sueños del apóstol acerca del futuro, sus discernimientos repentinos,
sus destellos de visión, sus profundas meditaciones extendidas no simpatizan con tales esfuerzos.
Pero, por mera conveniencia, veamos tres grandes preocupaciones escatológicas del Cristianismo

1
Filipenses 3:21.
2
Romanos 8:23.
3
Romanos 6:23.
4
1 Corintios 15:26.
5
Efesios 6:12.
6
Efesios 1:10.

138
139

primitivo—la Resurrección, el Juicio, y la Parusía—para examinar brevemente su enseñanza


acerca de cada una.
Es claro que cuando Pablo habla de una resurrección venidera, mayormente está
pensando en el destino de los creyentes. Las palabras “Pero así como en Adán todos mueren, así
también en Cristo todos serán vivificados”1 a veces han sido interpretadas en un sentido
universalista, implicando así que todos serán resucitados, y que todos al fin y al cabo gozarán de
la salvación. Pero que este fuese el significado del apóstol no se puede probar irrebatiblemente.
Sería más correcto decir que sobre este tema él deliberadamente se negaba a ser dogmático, y
prefería un agnosticismo reverente. Eso sí, su creencia en un juicio futuro sugiere que, según su
modo de ver las cosas, no habría una resurrección futura para todos. Más bien, se interesa
primordialmente en el futuro del cristiano, y especulaciones sobre la perdición o la salvación de
los incrédulos brillan por su ausencia. El creyente ya ha sido resucitado con Cristo; ya pasó de la
muerte a la vida; aun ahora vive eternamente. Por ende, la resurrección en el más allá es
simplemente el sello que Dios pone sobre la vida en Cristo que ya posee el creyente. Aquí el
pensamiento de Pablo se aproxima mucho al del cuarto evangelista, para quien la posesión de la
vida eterna no es consecuencia de una resurrección futura, sino su presuposición.2
Ahora bien, para la mentalidad griega, todo el concepto de una resurrección era, extraño,
original y desconcertante. La primera reacción natural de un griego a la nueva idea sería
preguntar: “¿Con qué clase de cuerpo vienen?”3 La filosofía le había enseñado al griego a creer
en una inmortalidad puramente espiritual, sin cuerpo de ninguna clase. Hombres sabios creían
que el cuerpo era una tumba en la que el espíritu viviente quedaba sepultado: solían decir σωµα
σηµα.4 La muerte era el escape del alma encarcelada.5 Pero Pablo no podía concebir tal cosa
como espíritus incorpóreos. La idea le hubiera sido totalmente repugnante: véase su ardiente
deseo de que no se le hallase “desnudo” después de la muerte, sino que fuese “sobrevestido de
nuestra habitación celestial.”6 Desde luego, tal como Pablo veía claramente, el punto esencial era
la continuidad de la identidad personal. Tiene que haber alguna especie de cuerpo, si es que
habría de sobrevivir la individualidad esencial del alma. Pero si bien Pablo difería de la
concepción griega de la inmortalidad, igualmente difería del concepto judío. La resurrección era
un idea bastante familiar para el judío, pero se caracterizaba por un materialismo craso. Habría
de resucitarse el mismo cuerpo que había muerto. Aun si sus elementos hubiesen sido disueltos y
sus partículas esparcidas, serían reunidos y vivificados por un acto milagroso de Dios. Pablo
rechazaba esto también. Su propia postura era un término medio entre el concepto griego y el
judío. Parece haber sido consecuencia directa de la visión que le llegó cuando su conversión. Allí
Cristo le había aparecido con su cuerpo resucitado. Era el mismo Jesús que había muerto. No
podía haber duda alguna en cuanto a la cuestión de identidad. Había ocurrido un cambio. “El
cuerpo de humillación” había llegado a ser “el cuerpo de gloria.”7 En él se revelaba la misma
esencia de la naturaleza de Dios. De modo que cuando Pablo, después de hablar de la
resurrección de los creyentes, era confrontado por la pregunta inevitable “¿con qué cuerpo
vienen?”—no tuvo que buscar muy lejos para encontrar su respuesta, en realidad, sólo tuvo que
recurrir al camino hacia Damasco donde su Señor lo había encontrado. “Ellos vienen con un
1
1 Corintios 15:22.
2
Juan 6:40, 54.
3
1 Corintios 15:35.
4
Platón, Gorgias, 493A: το µεν σωµα εστιν ηµιν σηµα.
5
Platón, Phaedo, 64C: τηs ψυχηs απο του σωµατοs απαλλαγη.
6
2 Corintios 5:2ss.
7
Filipenses 3:21.

139
140

cuerpo espiritual como el de Cristo,” era su respuesta. Al igual que la ψυχη, el natural principio
vital, tiene un cuerpo que corresponde a sí misma, el σωµα ψυχικον, así también la πνευµα, la
vida divina de la “nueva creación,” tiene un cuerpo que corresponde a sí misma, el σωµα
πνευµατικον.1 La postura griega de la inmortalidad salvaguardaba la espiritualidad, pero hacía
peligrar la identidad personal. La postura de Pablo salvaguarda ambas, la espiritualidad y la
identidad personal. Y esto es lo que le da su tremenda influencia y apelación.

Un segundo factor que ocupaba un lugar en el pensar de Pablo referente al más allá era el
día del juicio. La mayor parte de los pasajes en los que habla de “la ira de Dios” tienen, como ya
se indicó, una referencia escatológica. Los pecadores impenitentes están “acumulando sobre sí
mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios.”2 La literatura
apocalíptica había pintado los terrores del juicio con colores espeluznantes y con excesivo lujo
de detalle. El trato por Pablo es muy diferente, caracterizado éste por una dignidad noble y
recato. Es digno de notarse que el juicio, según Pablo, es universal. Los cristianos, tanto como
los incrédulos, tienen que enfrentarlo. “Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos
ante el tribunal de Cristo.”3 Dios “...recompensará a cada uno conforme a sus obras.”4 Cuando
Pablo apela a los creyentes a que se abstengan de la censura y la crítica para con sus prójimos, se
basa en que “...no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, quien a la vez sacará
a luz las cosas ocultas de las tinieblas y hará evidentes las intenciones de los corazones...”5 La
predicación apostólica debía mucho de su urgencia y pasión a la convicción de que la vida
actual, para cada alma sin excepción, estaba cargada de cuestiones eternas, y que todo dependía
de la relación de los hombres con Dios aquí y ahora. Pero si el cristiano, no menos que el
incrédulo, tenía que comparecer ante el tribunal divino, él podía anticiparlo sin temor ni temblor.
Porque el veredicto justificador de Dios ya se había dado. La seguridad del creyente era el Cristo
presente que moraba en su ser. Unido a Cristo por la fe, él podía encarar el futuro con confianza
y valor. Las grandes palabras de Thomas a Kempis son completamente Paulinas en su tono y
significado: “La señal de la cruz aparecerá en el cielo cuando el Señor venga para juzgar.”6 No
podía haber terror en el juicio para aquellos que el Hijo de Dios había sellado. Habiendo muerto
con El en su muerte, y resucitado con El en su resurrección, compartiendo con El ahora su
actitud al pecado y a la santidad, perteneciendo a El en virtud de la gracia de Dios y su propia
entrega voluntaria, y asemejándose más a El diariamente por la operación de Su Espíritu en sus
corazones, ellos sabían que aun en la última crisis, ellos estarían inconmovibles. “Ahora, pues,
ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.”7

La tercera gran esperanza que ocupaba el pensar de Pablo al anticipar el futuro era la de
la Parusía. Según el tiempo de Dios, Jesús volvería. Nosotros estamos “para esperar de los cielos
a su Hijo...”8 “Porque el Señor mismo descenderá del cielo con aclamación, con voz de arcángel
y con trompeta de Dios.”9 A veces se argumenta que tales expresiones son características de una

1
1 Corintios 15:44.
2
Romanos 2:5.
3
2 Corintios 5:10.
4
Romanos 2:6.
5
1 Corintios 4:5.
6
The Imitation of Christ, II. xii.
7
Romanos 8:1.
8
1 Tesalonicenses 1:10.
9
1 Tesalonicenses 4:16.

140
141

etapa relativamente temprana del pensar cristiano del apóstol, y que, al pasar el tiempo, se
distanciaba de ellas, procurando así modificarlas. Si se estudia las epístolas según su orden
cronológico, se dice, fácilmente se puede trazar un proceso de desarrollo. Ahora bien,
ciertamente es posible que las posturas de Pablo referentes al regreso del Señor hayan estado
sujetas a cambio con el correr de los años. Más que esto, no podemos decir. Fue Bernhard Weiss
que fijó el patrón para descubrir los procesos sutiles de desarrollo teológico entre las epístolas
más tempranas y las más tardías.1 Desde luego, la mente de Pablo era viviente y su religión
creciente, pero con todo, la mayor parte de los esquemas de desarrollo son precarios y
artificiales.2 Aparte del hecho que la verdadera secuencia de las epístolas no está resuelta
definitivamente,3 hay dos consideraciones importantes que han sido ignoradas sorpresivamente
por los teóricos del desarrollo, a saber, que Pablo había estado predicando y meditando sobre el
evangelio cristiano por unos veinte años antes de escribir la primera epístola. También, todas las
epístolas, desde la más temprana hasta la más tardía, se hicieron en una sola década.4 Hablar
como si 1 Tesalonicenses representara una etapa temprana, y por lo tanto comparativamente
subdesarrollada del pensar religioso del apóstol, es bien injustificado. La expectación de la
Parusía, que es prominente en una epístola, ¿Retrocede en otra? Eso no significa que se haya
perdido. Tarde o temprano vuelve a aparecer. Pablo les dice a los romanos: “Y haced esto
conociendo el tiempo, que ya es hora de despertaros del sueño; porque ahora la salvación está
más cercana de nosotros que cuando creímos. La noche está muy avanzada, y el día está cerca.”5
A los filipenses les escribe: “Porque nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también
esperamos ardientemente al Salvador, el Señor Jesucristo.”6 Aquí el tema de sus epístolas más
tempranas se reproduce. Si ese tema se destaca más claramente en algunos puntos que en otros,
no debemos sorprendernos. Es natural que “en ciertos momentos de su carrera el panorama del
reino de Dios se le alargue y que en otros se le contraiga.”7 El punto importante es que Pablo,
dándose cuenta que la eternidad ya había irrumpido en el tiempo y que la era del Espíritu que
había sido profetizada por largo tiempo ya había comenzado, sentía—al igual que todos los
demás creyentes—la gran emoción de la esperanza y la expectación. Ahora nada podía derrotar a
Jesús ni ocasionar que su causa se confundiera. La consumación venidera era la más radiante
certeza de la fe.
En sus horas de visión, Pablo ya la veía cercana. El veía que el día de Dios se presentaba
como la aurora en el cielo oriental. El veía al mismo Señor poderoso, que en Damasco había
despertado su alma del sueño, despertando ahora al mundo entero. El retorno de Cristo traería
dos bendiciones grandes. Para el creyente individual habría la vida de gloria. “Porque es
necesario que esto corruptible sea vestido de incorrupción y que esto mortal sea vestido de

1
Por ejemplo en su Biblical Theology of the New Testament.
2
“Se le describe como sentándose, como filósofo, y produciendo así un “borrador” de su teoría en una de sus
epístolas para luego dar una versión considerablemente diferente de su teoría en otra.” (Gore, The Philosophy of the
Good Life., 293).
3
La postura aceptada generalmente respecto a las fechas y lugares de origen de “las epístolas de prisión” puede que
necesite cambiarse radicalmente según el libro del Profesor G. S. Duncan, St. Paul’s Ephesian Ministry.
4
Moffatt, Grace in the New Testament, 157; Inge, Christian Ethics and Modern Problems, 72.
5
Romanos 13:11ss.
6
Filipenses 3:20.
7
H. A. A. Kennedy, St. Paul’s Conceptions of the Last Things, 162.

141
142

inmortalidad.”1 Y para la causa de Dios, habría una victoria, final y completa. “Después el fin,
cuando él entregue el reino al Dios y Padre...”2
Esta fe altísima, concebida en el corazón de Pablo por el Espíritu Santo, nacida de su
experiencia de conversión, nutrida por una comunión cotidiana con Cristo, nunca lo dejó, nunca
vaciló. Es la fe de una alma reconciliada y justificada. El mundo, los ataques del enemigo y los
largos años de desilusión no tienen poder sobre ella. El valor, la confianza, brío y significado son
sus dádivas a la vida, mientras ésta permanezca, y saluda a la muerte como ganancia gloriosa.

1
1 Corintios 15:53.
2
1 Corintios 15:24.

142
143

CAPÍTULO VI

EL JESÚS HISTÓRICO Y EL CRISTO EXALTADO

Un hecho ha emergido predominantemente de nuestro estudio de la religión de Pablo—la


devoción absoluta del hombre a la persona de su Señor. Pablo sentía que no tenía nada que Cristo
no le hubiera dado. Todo era una dádiva del Redentor—el perdón, un nuevo comenzar, una
nueva relación con Dios, dirección para la necesidad de cada día, reservas de poder moral, una
intrepidez ante todas las vicisitudes de la vida, una esperanza eterna que dominaba la muerte.
Incalculablemente estaba endeudado a Cristo. Por ende, surge naturalmente la pregunta: ¿Cuál
era su estimación final en cuanto a Aquel a quien le debía todo? ¿Qué lugar le da a Cristo en
relación con Dios, con el hombre y con el universo? Y esta pregunta acarrea otra. ¿Qué relación
guarda el Cristo de su religión al Jesús histórico? ¿Es consonante con el cuadro que pintan los
Evangelios? Estas son preguntas que nos ocupan en este último capítulo.

Ha cogido auge la idea que Pablo era responsable por cambiar todo el carácter del
Cristianismo. Se dice que en el Cristo cósmico de Pablo casi no se reconoce al Jesús de los
Evangelios. La tradición de los Evangelios nos enseña a un carpintero villano que se hace
predicador y profeta. Éste se desplaza de un lugar a otro, predicando, enseñando y haciendo el
bien. Se hace amigo de un grupo de pescadores y otros. Vive en su compañía. Les lava los pies.
Les enseña a orar a Dios como el Padre. Se mete en líos con las autoridades. Es arrestado y
condenado como un peligro público. Se muere en el Calvario entre dos hurtadores. Es sepultado
en un sepulcro de hortaliza. Retorna de la muerte, y aparece ante sus seguidores. Este es un
aspecto del cuadro. Según el argumento, esto es contrapuesto por el Cristo de Pablo. El
carpintero-predicador ahora se ha hecho el Juez de toda la humanidad. La voz que antes
enseñaba lecciones sencillas con base en los lirios del campo y las aves del cielo, ahora despierta
al mundo como una trompeta. El que vagaba sin hogar por Galilea ahora está entronizado por
encima de los reyes de la tierra, toda la creación canta sus alabanzas, y el universo entero
encuentra en El su significado y meta.
Se pregunta: ¿A qué conclusión se puede llegar, sino que el mismo Nuevo Testamento
contiene, no un evangelio, sino dos? Y de estos dos, ¿Cuál hemos de aceptar? ¿Cuál de los dos
da con el clavo? ¿No hemos de concluir que Pablo es el culpable, que él ha llevado al
Cristianismo por un camino que su propio Fundador nunca tenía pensado? Las simplicidades de
Galilea han sido revestidas de ideas—teológicas, metafísicas y místicas—que no vienen al caso y
que están cargadas de especulaciones extrañas a su naturaleza. La religión de Jesús—un credo
de simple confianza en el Padre Celestial—ha sido convertida en una religión acerca de Jesús.
Aquel que era el patrón y ejemplo de la fe ha llegado a ser el objeto de la fe. ¡Seguramente,
Pablo se ha puesto supremamente indiferente a la historia! El simplemente ha ignorado la vida
humana de Jesús. No le interesaba. No se preocupó por enterarse de sus hechos. Las palabras de
Pablo en cuanto a “no conocer a Cristo según la carne,” ¿No sugieren éstas que se gloriaba en su
ignorancia? Entre el Jesús de la historia y el Cristo Paulino hay un gran abismo.
Tal es el argumento. En su Paulus, Wrede se hizo su paladín.1 Harnack, que subordinó
todo en el evangelio a la enseñanza ética de Jesús y su revelación de la Paternidad de Dios, dio
1
Paulus, 90-97.

143
144

un apoyo modificado al argumento. El dijo: “El evangelio, tal y como Jesús lo proclamaba, tiene
que ver únicamente con el Padre, y no con el Hijo.”1 La postura es expresada enfáticamente por
Morgan. “En Pablo damos con una doctrina de redención plenamente elaborada la cual apenas
Jesús pudiera conocer siquiera. .... Lejos de compartir la estimación pesimista de Pablo tocante al
hombre natural, Jesús apela a éste con una confianza que está arraigada en un espléndido
optimismo.... Jesús no tiene ninguna doctrina de adopción. .... No hay nada en la enseñanza de
Jesús que corresponda a la doctrina Paulina del Espíritu. La bondad humana no se remonta a las
operaciones sobrenaturales del Espíritu, sino al corazón y voluntad humanos.”2 “El Dios de los
judíos y Jesús,” según el Profesor Kirsopp Lake, “es una figura muy hermosa—mucho más
hermosa que el Dios de Pablo.” Esta es una aseveración cuyo efecto apenas será realzado por las
palabras que siguen de inmediato: “Pero, para nosotros, al igual que para los griegos del primer
siglo, es un cuadro hermoso que no podemos aceptar plenamente.”3 Para ver otro representante
de la postura que discutimos, Pfleiderer afirma respecto a Pablo que “la indiferencia dogmática a
la vida histórica de Jesús realmente presupone una falta de conocimiento histórico de esa vida, y
sólo se le explica de ese modo.”4 Sin embargo, el argumento por el cual Pfleiderer busca
respaldar esta aseveración no es nada convincente. El señala que cuando Pablo desea recalcar a
sus convertidos el deber de un mutuo amor abnegado, él aduce como ejemplo de esta virtud, no
uno de los eventos del ministerio público de Jesús, que seguramente debe de habérsele ocurrido,
sino menciona la encarnación o la muerte. Pfleiderer dice: “Es más que probable que uno que
tenía que rebuscar para encontrar un ejemplo del amor auto-sacrificante no tuviera ninguna
información precisa en cuanto a las circunstancias de la vida histórica de Jesús que estaban más a
la mano.”5 Este realmente es un razonamiento extraño. Si Pablo, deseando así poner delante de
los ojos de sus lectores un patrón de sacrificio y amor, se refiere a la encarnación y la muerte de
Cristo más bien que a cualquiera de los otros incidentes de sacrificio y amor con los que abunda
la narrativa evangélica, no es porque estos incidentes le fuesen desconocidos, sino simplemente
porque él desea, muy natural y correctamente, seleccionar las supremas ilustraciones disponibles.
Muchos de los supuestos, sobre los cuales descansa la teoría de la diferencia entre Jesús y Pablo,
sólo pueden llamarse precarios en lo extremo.
Pero, examinemos el asunto más de cerca. Ciertamente hay menos referencias en las
epístolas a los eventos de la vida terrenal de Jesús que pudieran esperarse. Además, el mismo
apóstol llama la atención a la independencia de su evangelio. Los que consideran a Pablo “un
segundo fundador” del Cristianismo hacen mucho énfasis en esto. E indudablemente es
importante. “Pero os hago saber, hermanos, que el evangelio que fue anunciado por mí no es
según hombre; porque yo no lo recibí, ni me fue enseñado de parte de ningún hombre, sino por
revelación de Jesucristo.”6 Pablo desdeña todo intermediario. “...no consulté de inmediato con
ningún hombre,” dice él.7 No va a predicar nada que no sea lo que él llama “mi evangelio.”8 La
revelación directa es su fuente. Cuando Pablo, escribiendo así de la plenitud de una experiencia
intensamente individual, declara a los corintios, “... nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’, sino

1
What is Christianity? 144. Para una crítica de la postura de Harnack, véase E. Brunner, The Mediator, 65ss.
2
The Religion and Theology of Paul, 252ss.
3
Paul: his Heritage and Legacy, 76.
4
Paulinism, i. 124.
5
Íbid., 123.
6
Gálatas 1:11ss.
7
Gálatas 1:16.
8
Romanos 2:16; 2 Corintios 4:3; Compárese 1 Tesalonicenses 1:5; 2 Tesalonicenses 2:14; Gálatas 2:2

144
145

por el Espíritu Santo,”1 virtualmente reproduce las grandes palabras del Maestro a Pedro, “...no
te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.”2 Pablo no tan sólo afirma la
independencia. Muy obviamente él es independiente. Las señales personales están dondequiera.
Jamás tuvo la Iglesia cristiana una mente más original o creativa. Para Pablo, un credo plagiado
hubiera sido intolerable. Una religión derivada humanamente le hubiera parecido poco mejor que
el agnosticismo. Los rumores e informes no eran base para una fe funcional. Solo Dios podía dar
eso. Pero reconocer todo esto no es decir que Pablo sacara al Cristianismo de la vertiente que
Jesús le había puesto. Ciertamente, esta no es una conclusión lógica. Porque, después de todo, la
independencia, tal como la que Pablo demostraba en su religión, es únicamente lo que todo
cristiano debe poder afirmar, si es que su Cristianismo va a ser real, vital y significativo. La
piedad de segunda mano siempre ha sido la ruina de la Iglesia, y una lamentable fuente de
debilidad para la causa cristiana. En realidad, pudiéramos ponerlo en forma de una paradoja y
decir que mientras más original sea el Cristianismo de uno, mientras más entren elementos
personales, más probable sea leal a Cristo. Esto es lo que vemos en Pablo. El dice, “Es mí
evangelio;” y justo a la medida que sea suyo, es más que suyo—es de Cristo. Separar a Pablo de
Cristo, explicar el evangelio de Pablo sin referencia a la vida que llevó Jesús y el mensaje que
Jesús enseñó, y el evangelio que trajo Jesús es, como dijera Raven, “tan absurdo como el
explicar los movimientos de los planetas sin referencia al sol.”3

En cuanto a la cuestión del conocimiento que Pablo tuviera sobre la vida del Jesús
histórico, se deben notar uno o dos puntos. Podemos estar seguros, como se señaló en nuestra
discusión del período antes de su conversión, Pablo ya se había preocupado por conocer las
creencias de los hombres y mujeres a quienes perseguía. ¿Quién era esta Jesús a quien ellos
estaban tan extraordinariamente devotos? ¿Cómo había vivido? ¿Qué había enseñado? ¿Qué
había en su carácter que explicara una influencia tan excepcional? Para información sobre estos
asuntos, Pablo obviamente tenía dos fuentes a su disposición—otros fariseos que fueran testigos
oculares del ministerio de Jesús y miembros de la Iglesia con quienes las actividades del
perseguidor hacían que contactara. Pero aquí surge la pregunta: ¿Habría posiblemente una
tercera fuente? ¿Sería posible que Pablo mismo hubiese visto a Jesús?
Esta es una de las cuestiones irresueltas del Nuevo Testamento. Por el lado negativo, hay
el hecho de que las epístolas no contienen ninguna referencia explícita de tal cosa. Puede
preguntarse: ¿No hay una gran probabilidad que, si Pablo se hubiera encontrado con Jesús o
hubiera escuchado su voz, hubiera alguna mención de ello? Por el lado positivo, hay la
posibilidad de que Pablo bien pudiera haber estado en Jerusalén durante el tiempo de los juicios
y la muerte de Jesús. Si es así, ¿no es probable que hubieran cruzado de caminos?
Muchos comentaristas afirman que 2 Corintios 5:16 resuelve el asunto, y por ende,
aceptan una respuesta positiva.4 Sin embargo, es dudoso que este pasaje pueda admitirse como
evidencia. Las palabras cruciales son estas: “De manera que nosotros, de aquí en adelante, a
nadie conocemos según la carne, y aun si hemos conocido a Cristo según la carne, ahora ya no le

1
1 Corintios 12:3.
2
Mateo 16:17.
3
Jesus and the Gospel of Love, 46. H. J. Holtzmann (Neutestamentlich Theologie, ii. 238.) dice que si Pablo fuera el
fundador de una religión, sería sólo en el sentido relativo que a Lutero también se le ha llamado el fundador de una
religión. (Religionsstifter).
4
W. Sanday, artículo “Paul,” en HDCG, ii. 887; J. Weiss Das Urchristentum, 137; J. H. Moulton, From Egyptian
Rubís Heaps, 72.

145
146

conocemos así.” Esta declaración presenta varias dificultades.1 Cuando Pablo usa la forma
plural, “nosotros,” ¿se refiere únicamente a sí mismo o a los apóstoles en general? ¿Es “Cristo”
aquí un título oficial, equivalente a Mesías, o es un nombre puramente personal? ¿Indica la frase
“según la carne” el método de “conocer,” o está ligada estrechamente a la palabra Cristo? Gore
sugiere que Pablo habla por los mensajeros cristianos de modo general, sin ninguna referencia
personal específica.2 Pero todo el contexto parece indicar definitivamente que habla en nombre
propio, y registra su propia experiencia.3 De nuevo, sólo raramente en las epístolas la palabra
“Cristo” connota el sentido oficial de Mesías.4 Si nos hemos de regir por el uso predominante de
Pablo, ciertamente debemos entender el término de manera personal aquí. En cuanto a las
palabras “según la carne,” hay que ir a la primera parte del versículo para dar con la clave
necesaria.5 Cuando Pablo dice, “a nadie conocemos según la carne,” él quiere decir que antes de
su conversión tales distinciones como aquellas entre judíos y gentiles, entre ricos y pobres, entre
sabios e iletrados, entre esclavos y libres le eran muy importantes, pero ahora prácticamente han
dejado de existir. Las únicas distinciones que reconoce ahora son las espirituales. De aquí en
adelante no va a dar por sentado a nadie. Aun el nacer como judío junto con su piedad no
garantiza nada. Toda diferencia tal entre los hombres es puramente fortuita y externa. Alguna vez
le habrían impresionado poderosamente; ahora, a la luz del evangelio, no son nada. “De manera
que nosotros, de aquí en adelante, a nadie conocemos según la carne. No permitimos que nuestra
estimación de los hombres nos sea determinada por lo externo.” Luego prosigue a decir, “aun si
hemos conocido a Cristo según la carne,” como diciendo, “Si mi estimación de Cristo alguna vez
era similarmente superficial, si como fariseo pensaba de Cristo en términos de Su actitud hacia la
ley, si como ciudadano romano yo lo consideraba únicamente un fenómeno extraño de la
historia, si mi concepto de El estaba oscurecido por el prejuicio, el malentendido, y todas las
críticas naturales de una voluntad rebelde, si yo lo conocía en cualquier manera salvo la manera
redentora y reconciliadora—todo eso se acabó. Ya no lo conozco así. De aquí en adelante y para
siempre, El es para mí el poder de Dios para la salvación. Así, y únicamente así, lo conozco.”
Es posible que Pablo presente esto como un regaño velado para los cristianos judaizantes.
Éstos parecían prestos a llevar al Cristianismo el mismo formalismo y exterioridad a los que la
nueva religión estaba dedicada a destruir. Ellos enfatizaban las cosas secundarias
desmedidamente. Su interés verdadero no estaba en Cristo como el salvador personal y universal
sino en Cristo como visto en la historia y piedad judías.6 Sea que esto estaba en el pensamiento
del apóstol o no al escribir las palabras, es claro que no pueden aducirse como evidencia de la
idea que él había visto a Jesús en realidad antes de la crucifixión.
Pero tampoco niegan de forma alguna esa posibilidad. Y en realidad, el alumno de
Gamaliel de Jerusalén, el testigo de la muerte de Esteban, difícilmente perdería la oportunidad, si

1
Aun H. J. Holtzmann confiesa: “Die Stelle 5:16 widerstrebt jeder sicheren Auslegung” (Neutestamentliche
Teologie, ii. 68, nota bibliográfica).
2
Belief in Christ, 105.
3
Así lo traduce Moffatt en todas partes.
4
Romanos 9:5 es una ocasión tal: posiblemente Romanos 10:6-7 sea otra.
5
Nótese que Pablo dice κατα σαρκα, no εν σαρκι, cosa que resultaría en un significado muy diferente.
6
Así reza J. Weiss, Das Urchristentum, 347. Las palabras en 2 Corintios 5:16 significan, según Weiss, “dass er auf
irgend welche natürlichmenschlichen Beziehungen zu ihm, deren die Judaisten sich rühmen, keinerlei Gewicht mehr
legen kann.” R. H. Stachan, The Historic Jesus in the New Testament, 28: “aimed at his legalistically-minded
Christian opponents, who quoted the example and teaching of Jesus regarding the Law and His general attgitude
towards Jewish institutional religion against Paul himself.” Lietzmann, 1 y 2 Korinther, 191 (HBNT): “Dass er eine
polemische Spitze hat, ist unverkenbar.”

146
147

ésta se presentase, de observar a Aquel cuyas palabras y acciones habían dado tanto en qué
pensar a los líderes religiosos de la tierra. El rector W. M. Macgregor dice: “No es ninguna
fantasía infundada que Pablo, aunque con ojos desencantados, hubiera visto a Jesús, viéndolo
únicamente como perturbador de la adoración a Dios, y que el recuerdo del encuentro quedase
con él, cual fragancia, influyendo sutilmente su pensamiento, su memoria y su sentimiento.”1

Si la respuesta al problema que hemos venido investigando ha de permanecer dudosa, no


puede haber ninguna inseguridad respecto a la cuestión mayor. Sea que Pablo hubiese visto con
sus propios ojos a Jesús o no, él estaba bien enterado de los hechos de la vida de Jesús. Aparte
de la información que pudiera conseguir durante sus días de perseguidor, sus contactos con los
apóstoles después de su conversión ciertamente le favorecerían. De la boca de Pedro y otros
aprendería toda la historia con toda su intimidad, su maravilla y su hermosura.2 Cuando los
críticos, argumentando desde la reticencia de las epístolas, se entregan a la aseveración que “a
Pablo no le interesaba el Jesús humano,” nada más se puede expresar asombro ante la psicología
subyacente. El “argumento del silencio” es proverbialmente arriesgado; aquí es totalmente falaz.
¿Será concebible que este incomparablemente leal y apasionadamente devoto siervo pudiera
haber sido indiferente a cualquier cosa que atañera a su Señor? ¿No encierra su propia refutación
la teoría de un interés puramente nominal de parte de Pablo respecto al Jesús de la historia?
De hecho, es improbable que esta acusación se le hubiera hecho al apóstol si se hubiera
enfatizado debidamente el hecho obvio que los escritos de Pablo en el Nuevo Testamento no son
sus predicaciones a los inconversos sino sus cartas a los hermanos creyentes. El escribía a
personas que ya habían sido instruidas en la historia evangélica y presumiblemente la conocían
bien. En sus predicaciones, las condiciones eran diferentes. Mientras la misión cristiana se
confinaba a la Palestina, los misioneros sin duda podían contar con cierto conocimiento de los
hechos de parte de sus oyentes, pero cuando encaraban el mundo gentil, tenían que construir
desde los cimientos. Porque aquí no existía ninguna base en común: el mismo nombre de Jesús
era desconocido. ¿Quién era este Jesús de quien se contaban cosas tan grandes? Alguna respuesta
a esta pregunta era esencial.3 Por lo tanto, la predicación apostólica involucraba más que una
proclamación de la muerte redentora y la resurrección. Más bien, consistía mayormente en un
relato de la vida, el carácter, los dichos y los milagros de Aquel que había muerto y había
resucitado. Era κηρυγµα, un pregonar a Jesús.4 La mejor evidencia de la importancia de la
historia del Jesús histórico para la Iglesia primitiva está en los Evangelios.5 Detrás de un
Evangelio como el de Marcos están los sermones de los predicadores cristianos, que se sentían
comisionados, dondequiera que fueran, a enaltecer a Cristo, a “pancartear” a Cristo, como lo
expresara Pablo.6 Era el juntar de los temas sobre los cuales discurrían y de la instrucción
subsecuente que daban a sus convertidos, que formaba la base de la tradición evangélica. Si las
epístolas de Pablo hablan poco sobre el ministerio terrenal de Jesús, se puede estar seguro que su
predicación estaba repleta de ello. Tal como Johannes Weiss ha demostrado, la sugestión de que
Pablo se limitase a proclamar al Cristo celestial, dejando así a sus subordinados, Bernabé y Silas,

1
Christian Freedom, 108. El Dr. Anderson Scott (Living Issues in the New Testament) dice que “no tan sólo es
possible sino probable.”
2
Gálatas 1:18.
3
J. Weiss, Das Urchristentum, 166.
4
Romanos 16:25; 1 Corintios 1:21, 2:4, 15:14.
5
Das Urchristentum, 544.
6
Gálatas 3:1.

147
148

la tarea de poner los detalles de la historia humana, es patentemente absurda.1 ¿Está dividido
Cristo? Ningún creyente, y menos un apóstol, puede separar los dos aspectos, como si hubiera
dos Redentores. El evangelio es una unidad o no es nada.
Aquí vislumbramos una consideración importante. Las epístolas fueron escritas a
hombres y mujeres que no tan sólo habían sido instruidos en los hechos sino que estaban
realmente en contacto con el Cristo vivo todos los días. Eso es lo que el Cristianismo significaba
para ellos. Si no estaban pensando siempre en el pasado o rememorando los días que Jesús pasó
en Galilea y Judea, no era porque el ministerio terrenal de Jesús significara poco para ellos: era
porque El había llegado a ser una vívida presencia duradera. No necesitaban volver
continuamente a las experiencias de los discípulos originales: ellos mismos ahora eran
discípulos, aprendiendo así del Señor a diario. Pudiera ser que su camino fuese plagado de
peligros, perplejidades, y sufrimientos, pero siempre El estaba allí, “más cerca que la respiración,
más cerca que las manos y los pies,” para guiarles, hablarles, inundarles de su propia vida
resucitada y su poder. Pero esto no quiere decir que el conocimiento de los hechos históricos
dejase de ser una posesión atesorada. Era con gozo y asombro que ellos se daban cuenta que el
Cristo exaltado con quien ellos tenían comunión diaria no era otro sino el Jesús que había
caminado sobre la tierra. Ellos no podían pensar en su Señor eterno sin pensar en la vida que El
había vivido y la muerte que había sufrido. Sobre este punto, el lenguaje de Pablo está lleno de
significado. Naturalmente nosotros esperamos que él use el nombre “Cristo” para aludir al Señor
exaltado, y que use “Jesús” cuando piensa en la historia terrenal; de hecho, esto es lo que
encontramos a menudo. Pero lo que es importante observar es que a veces esta regla se invierte.
Algunas veces Pablo usa “Jesús” para hablar del Señor celestial, y “Cristo” para hablar de la
figura humana.2 Este es otro testimonio a favor de la verdad que sostenemos, a saber, que para la
mente, corazón y conciencia de Pablo, no había ninguna separación entre el Cristo de la gloria y
el Jesús que “había sufrido el oprobio sobre la tierra.”3 Que el hombre que conocía a Aquel tan
bien haya ignorado deliberadamente a Éste es claramente increíble, tanto para la psicología como
para la religión.
Sin duda, ha habido algunos cristianos que abandonan la historia, pero Pablo no fue uno
de ellos. El tenía el genio para ver que en un mundo repleto de fantasías, mitos, sectas y
misterios, era precisamente en su base histórica que estaban la fuerza y la promesa de victoria de
la nueva religión. Cuestiones abstractas—tal como, por ejemplo, la famosa que Anselmo
plantearía después, ¿Cur Deus Homo?—nunca eran su preocupación principal: su verdadero
interés estaba en una Persona. Según él, la salvación no significaba iniciarse en una filosofía del
Logos. Más bien significaba, como él mismo dijera, “ser hecho conforme a la imagen de Hijo de
Dios.”4 No es una idea divina de la encarnación que redime, ni es un principio vago de expiación
que sea la esperanza del pecador. Es por medio de la persona de Jesús que los hombres han visto
al Padre durante diecinueve siglos. Simplemente no es cierto decir que la historia significaba
poco o nada para Pablo: significaba todo para él. Como lo expresara Denney: “En su obra de
evangelista Pablo no podía predicar la salvación por medio de la muerte y resurrección de una
persona desconocida. La historia, que era patrimonio de la Iglesia, y con la que sus catequistas en
todas partes adoctrinaban los nuevos discípulos, tiene que haber sido tan familiar para él que para

1
Das Urchristentum, 167.
2
Por ejemplo, “Jesús” en 1 Corintios 9:1; 2 Corintios 4:11; “Cristo” en Romanos 5::6; 2 Corintios 10:1.
3
Sobre esta cuestión, véase J. Weiss, Das Urchristentum, 349ss. “Dieselbe Persönlichkeit in zwei Phasen” es la
expresión de Weiss.
4
Romanos 8:29.

148
149

nosotros.”1 ¿Tan familiar? Muchísimo más. Dichos de nuestro Señor e incidentes de Su vida, que
ahora nos son desconocidos, bien pudieran haber sido conocidos por Su gran apóstol. El Cristo
terrenal y el celestial era uno. Y nunca, mientras Pablo se gloriaba en su compañerismo cotidiano
con el eterno Redentor viviente, dejaba de pensar sobre la vida, el caminar, y el carácter de
Aquel que cambió para siempre la historia por entrar a ella.

II

Comúnmente se asume y se dice que en los escritos de Pablo las reminiscencias acerca
del Jesús histórico son extremadamente reducidos. Pero, ¿será este el caso? Veamos a Jesús bajo
tres rubros: Su vida, Su carácter, y Sus enseñanzas. Veamos si las referencias de Pablo realmente
son tan limitadas como declaran los críticos de la escuela de Tübinga y otros.
Refiriéndose a la historia de la vida terrenal, Pablo discurre en uno de sus pasajes más
impresionantes sobre el hecho de que Jesús entró a la historia “haciéndose semejante a los
hombres.”2 El llegó “nacido de mujer y nacido bajo la ley.”3 Por ascendencia natural, era del
linaje directo de David.4 Su ministerio primario era entre los judíos de Su propia nación.5 El puso
un gran ejemplo del auto-sacrificio y la valentía bajo persecución.6 Antes de morir, El instituyó,
por sus propias palabras en el aposento alto, el gran Sacramento de la Cena del Señor.7 El fue
llevado preso por traición.8 Fue matado sobre la cruz—“crucificado en debilidad.”9 Fue
sepultado.10 Resucitó de entre los muertos.11 Después de su resurrección, El apareció a muchos
de los hermanos.12
Volviéndonos al carácter de Jesús, debemos dar peso debido al pasaje donde Pablo
declara que el propósito de los cristianos es que “sean hechos conformes a la imagen de Su Hijo;
a fin de que él sea el primogénito entre muchos hermanos,” o, como lo tradujera el Dr. Moffatt,
“el primogénito de una gran hermandad.”13 Tal como señaló el Profesor C. H. Dodd, esto
claramente presupone que tanto el escritor como los lectores tienen una comprensión bastante
precisa del carácter de Jesús.14 En otras partes, Pablo habla de “la mansedumbre y ternura de
Cristo,”15 recalcando así las mismas cualidades encontradas en las palabras de nuestro Señor:
“...soy manso y humilde de corazón...”16 Más de una vez él le da vueltas a la obediencia de Jesús
a la voluntad del Padre.17 El ora porque los corazones de sus lectores puedan fijarse en la

1
2 Corintios (Expositor’s Bible), 203.
2
Filipenses 2:7ss.
3
Gálatas 4:4.
4
Romanos 1:3.
5
Romanos 15:8
6
Romanos 15:3.
7
1 Corintios 11:23ss.
8
1 Corintios 11:23.
9
2 Corintios 13:4.
10
1 Corintios 15:4.
11
1 Corintios 15:4.
12
1 Corintios 15:5ss.
13
Romanos 8:29.
14
Romans, 142 (MNTC).
15
2 Corintios 10:1.
16
Mateo 11:29.
17
Romanos 5:19; Filipenses 2:8.

149
150

resistencia (υποµονη) paciente de Cristo.1 Probablemente no fuera una exageración decir que en
todas sus delineaciones de la vida y carácter cristianos, Pablo contempla a Jesús como la norma y
el ideal. El Profesor John Baillie ha dicho sugestivamente que lo que tenemos en la gran
descripción de la naturaleza del amor en 1 Corintios 13: “El amor tiene paciencia y es
bondadoso, el amor no es celoso. El amor no es ostentoso, ni se hace arrogante. No es
indecoroso, ni busca lo suyo propio. No se irrita, ni lleva cuentas del mal. No se goza de la
injusticia, sino que se regocija con la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo
soporta,”2 no es un filósofo que discurre sobre una virtud abstracta tanto como un santo cristiano
que medita sobre el carácter de Jesús. “¿Puede haber duda alguna en cuanto a quién estaba en el
estudio de la imaginación de Pablo al hacer ese pequeño cuadro famoso del hombre ideal?”3
Pero el verdadero alcance y extensión del conocimiento de Pablo quedan revelados al
volvernos a la enseñanza del Jesús histórico. Antes que nada, hay ciertos pasajes en los que
Pablo cita expresamente algunos dichos de Jesús. Por ejemplo, al tratar la cuestión del
matrimonio y el divorcio, tiene cuidado en distinguir entre reglas primarias que tienen la
autoridad directa de Cristo tras sí y las reglas secundarias que llevan sólo la sanción apostólica.
De aquellas él dice: “estas son las instrucciones del Señor, no las mías.” De éstas dice, “estas son
mis instrucciones, no las del Señor.”4 Posteriormente en el mismo capítulo, al tratar otro
problema de la ética social, él introduce su consejo con las palabras siguientes: “No tengo
órdenes del Señor, pero os daré la opinión de uno en quien pueden confiar, dado toda la
misericordia del Señor que se le ha dado.”5 Aquí tenemos un indicio claro de la importancia que
Pablo daba a las palabras auténticas de Jesús. Otra referencia directa a la enseñanza de Jesús está
en las palabras: “Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del
evangelio.”6 De nuevo, Pablo cita el cuadro de Jesús de la consumación venidera. “Pero os
decimos esto por palabra del Señor: Nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la
venida del Señor, de ninguna manera precederemos a los que ya durmieron. Porque el Señor
mismo descenderá del cielo con aclamación, con voz de arcángel y con trompeta de Dios.”7
También, está el “dicho no escrito” que se cita en el discurso de Pablo a los ancianos en Mileto:
“En todo os he demostrado que trabajando así es necesario apoyar a los débiles, y tener presente
las palabras del Señor Jesús, que dijo: ‘Más bienaventurado es dar que recibir.’”8
Además de estas citas directas, hay numerosos pasajes de Pablo en que reminiscencias
indirectas de la enseñanza de Jesús están muy aparentes.9 De modo que la instrucción a que
“Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto,
respeto; al que honra, honra,”10 claramente presupone la famosa declaración de Jesús acerca de
los derechos de César y los de Dios.11 Cuando Pablo, al hacer un resumen de los deberes éticos
de los creyentes, escribe “Bendecid a los que os persiguen; bendecid y no maldigáis. No paguéis
a nadie mal por mal. Procurad lo bueno delante de todos los hombres. Más bien, si tu enemigo

1
2 Tesalonicenses 3:5. Pero puede ser que esto signifique “la paciencia que Cristo inspira.”
2
1 Corintios 13:4-7.
3
The Place of Jesus Christ in Modern Christianity, 81.
4
1 Corintios 7:10-12. Compárese con Mateo 19:8-9.
5
1 Corintios 7:25 (Moffatt).
6
1 Corintios 9:14; Compárese con Lucas 10:7.
7
1 Tesalonicenses 4:15ss. Compárese con Mateo 24:30ss.
8
Hechos 20:35. No hay paralelo para esto en los Evangelios, pero el mismo pensamiento se da en Lucas 14:12-14.
9
A. Titius, Der Paulinismus, IIss contiene una investigación muy cuidadosa y elaborada de esta cuestión.
10
Romanos 13:7.
11
Mateo 22:21.

150
151

tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber...”1, de inmediato nos acordamos de las
palabras en el Sermón del Monte, “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, y orad por los
que os persiguen.”2 Pablo tomó de Jesús su cuadro dramático del ladrón en la noche.3 Jesús habló
de una fe que podía mover montañas, y Pablo reproduce la figura en su gran himno al amor.4 Las
advertencias repetidas del apóstol contra un uso no-cristiano de la crítica apuntan al pasaje
evangélico que principia diciendo: “No juzguéis para que no seáis juzgados.”5 “Por nada estéis
afanosos...” Pablo escribe a los filipenses, usando así la misma palabra (µεριµνατε) que está en el
mandato de Jesús, “Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida...”6 El verdadero aspecto
interno de la nueva religión fue recalcado por Jesús al afirmar que nada fuera del hombre podía
contaminarle: esto tiene un paralelo en la aseveración de Pablo, “Yo sé, y estoy persuadido en el
Señor Jesús, que nada hay inmundo en sí; pero para aquel que estima que algo es inmundo, para
él sí lo es.”7 Por la oración que El enseñó a sus discípulos y en las palabras que la explican, Jesús
revelaba la conexión esencial que existe entre el perdón humano y el divino. Pablo reproduce
esta idea de una manera que casi afirma que él conocía bien la Oración del Señor, aunque no hay
alusión explícita a ella en sus epístolas.8 Respecto al deber primario de amar al prójimo, Pablo
repite casi las mismas palabras de su Maestro.9 Cuando el apóstol, al abrir su himno al amor,
repudia ciertas formas de religión que hacen alarde y son elocuentes de palabra, pareciera que
estamos oyendo un eco de la advertencia de Jesús, “No todo el que me dice “Señor, Señor”
entrará en el reino de los cielos...”10 La declaración fuerte, “No podéis beber la copa del Señor y
la copa de los demonios...” refleja otra expresión igualmente fuerte, “Nadie puede servir a dos
señores. ... No podéis servir a Dios y a las riquezas.”11 Otras ilustraciones podrían darse, pero se
ha dicho lo suficiente para mostrar cuan amplio y preciso era el conocimiento de Pablo de los
dichos de Jesús.12 Resch argumenta que Pablo (cuyas epístolas, por supuesto, se escribieron antes
de que aparecieran nuestros Evangelios en su forma actual) tenía a su disposición algún
documento más primitivo, una colección de los dichos de Jesús de la que hicieron uso los
mismos evangelistas; ciertamente, esto no es imposible.13 Pero sea que el apóstol tuviera una
fuente escrita para su uso o no, queda abundantemente claro que dentro de su mente había una
gran multitud de las palabras memorables y decisivas que su Señor había dicho durante los días
de su carne.
Aún hay más. Aparte de las citas directas y las reminiscencias indirectas de dichos
específicos, las posturas fundamentales y todo el tono y tendencia de su enseñanza religiosa son

1
Romanos 12:14, 17, 20.
2
Mateo 5:44.
3
1 Tesalonicenses 5:2ss. Compárese con Mateo 24:36, 43ss..
4
1 Corintios 13:2. Compárese con Mateo 17:20.
5
Romanos 14:4, 10, 13. Compárese con Mateo 7:1ss.
6
Filipenses 4:6. Compárese con Mateo 6:25.
7
Romanos 14:14. Compárese con Marcos 7:15.
8
Colosenses 3:13. Compárese con Mateo 6:12, 14ss. E. F. Scott argumenta en pro de un conocimiento de la Oración
del Señor con base en este texto en Colosenses. Colossians, 72 (MNTC).
9
Romanos 13:9. Compárese con Mateo 22:39ss.
10
1 Corintios 13:1ss. Compárese con Mateo 7:21.
11
1 Corintios 10:21. Compárese con Mateo 6:24.
12
Por ejemplo, Romanos 2:9, Mateo 15:14 (el ciego que guía al ciego); Romanos 16:19, Mateo 10:16 (serpientes y
palomas); 1 Corintios 1:22, Marcos 8:11ss (buscando una señal); 1 Corintios 7:7, Mateo 19:12 (el matrimonio); 2
Corintios 5:10, Mateo 25:31 (Jesús como juez); Filipenses 3:8, Mateo 16:26 (el perder y el ganar); 1 Tesalonicenses
2:15, Mateo 23:31 (el matar a los profetas); 1 Tesalonicenses 5:6ss., Mateo 24:42 (el velar).
13
A. Resch, Agrapha, 28ss.

151
152

legados del Jesús histórico. “El concepto distintivamente cristiano de Dios se remonta de la
forma más completa a la mente que había en Cristo Jesús Mismo.”1 Varias veces en nuestro
estudio hemos observado la deuda de Pablo. Por ejemplo, encontramos que su doctrina de la
justificación tiene sus raíces en algunas de las parábolas más grandes de Jesús. Su enseñanza
sobre la adopción refleja los dichos profundos del Señor acerca de la Paternidad de Dios y la
bendición del corazón infantil dentro de la religión. Su concepto de fe está plenamente acorde a
la concepción evangélica. Su escatología reproduce muchos de los principales rasgos de los
cuadros de Jesús en torno a la consumación venidera. No necesitamos recapitular estos asuntos
aquí. Pero uno o dos puntos adicionales tocantes a la deuda de Pablo para con Jesús demandan
nuestra atención.

Tomemos, por ejemplo, la actitud radical del apóstol respecto a la ley. Algunas veces se
sostiene que en esto él era innovador. Pero esto no es verdad. Porque en las palabras y acciones
de Jesús la rotura con la ley ya estaba presagiada. ¿Qué quieren decir las parábolas cortas acerca
de la prenda remendada y del vino nuevo en odres viejos sino que el fin del legalismo era
inminente?2 Abiertamente y sin temor, Jesús atacaba el espíritu que exaltaba la minucia de la
tradición por encima de la palabra viva de Dios.3 La nueva moralidad que El enseñaba era
esencialmente demasiado interna como para ser compatible con el espíritu legalista. Su propio
modo de recibir pecadores involucraba una rotura tajante con las ideas más arraigadas del
fariseísmo. Bien pudiera decirse que el pasaje donde Jesús habla de venir “no para destruir la ley
sino para cumplirla” apunta hacia un rumbo contrario.4 Pero seguramente la intención de las
palabras no es rehabilitar el legalismo, sino recalcar el deber de la obediencia a la voluntad
revelada de Dios, a diferencia de una observancia formal de una mezquina legislación que no
llevaba sanción divina alguna. Además, a la encarnación se le podría llamar un “cumplir” de la
ley según el sentido de la aseveración de Pablo que “la ley ha sido nuestro tutor para llevarnos a
Cristo.”5 De todos modos, los Evangelios aclaran perfectamente que era el choque de Jesús con
la ley que condujo a Su rechazo por los líderes religiosos y finalmente a Su muerte. Así que, la
actitud radical de Pablo no era una innovación. De nuevo, aquí estaba siguiendo las pisadas del
Jesús de la historia. No hacía otra cosa sino llevar a su conclusión lógica e inevitable el
movimiento que su Señor había comenzado.
Otra vez, veamos la enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios. A primera vista, quizá sea
sorprendente que esta concepción, tan prominente en los Evangelios Sinópticos, no ocupe un
lugar tan grande en las epístolas. Pero Pablo, escribiendo así a los cristianos gentiles, sin duda se
sentiría obligado a poner en otros términos una idea cuyo trasfondo y asociaciones eran
predominantemente judíos. Es notable que cuando la frase sí aparece en las epístolas, se usa
conforme al espíritu de Jesús: hay el familiar aspecto doble del reino, es decir, una realidad
actual y una esperanza futura. Cuando Pablo escribe, “...porque el reino de Dios no es comida ni

1
J. Baillie, The Interpretation of Religion, 435.
2
Marcos 2:21ss.
3
Marcos 7:8.
4
Mateo 5:17ss.
5
Gálatas 3:24. Algunos eruditos consideran que Mateo 5:18-19 no es auténtico. A. S. Peake sugiere que estos
versículos reflejan una controversia posterior: Estos versículos serían de origen judío-cristiano, y como que aquí a
Jesús se le hace refutar la postura Paulina (artículo “Law,” en “HDCG, ii. 15). Así también piensa P. Feine, “Die
beiden Verse sind ein Einschub des Evangelisten, der die Stelle damit für seine eigene Zeit zurechtrückt” (Theologie
des Neuen Testaments, 43). E. F. Scott, en cambio, sostiene que “no hay razón fiable para cuestionar su
atutenticiad.” (The Ethical Teaching of Jesus). Esto está confirmado por el paralelo en Lucas 16:17.

152
153

bebida, sino justicia, paz, y gozo en el Espíritu Santo,”1 o “...y nos ha trasladado al reino de su
Hijo amado,”2 o “Porque el reino de Dios no consiste en palabras sino en poder,”3 claramente
ocupa su mente la idea de que el reino ya está establecido sobre la tierra. Por otro lado, cuando
escribe, “...la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción heredar la
incorrupción,” o “...los que hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios,”4 él mira más allá
del presente al día cuando el reino irrumpa como un acto directo de Dios. Pero la sustancia de la
predicación de Jesús sobre el reino se halla en Pablo aun cuando no aparece el mismo término.
Cuando el apóstol hable de la vida como el gran correlativo de la salvación, cuando él le dé
vueltas a lo bendecido que son los hijos de Dios, se pueden oír ecos de la proclamación del Señor
sobre el reino. Aquí, nuevamente, queda revelada su fidelidad al Jesús de la historia.
Sin embargo, más importante que todo es la cuestión de la Cristología de Pablo. Es en
cuanto a esto que las acusaciones de innovación y mala interpretación se han dado más
confiadamente. Se dice que la doctrina de Cristo por el apóstol y la auto-estimación de Jesús son
radicalmente diferentes. Es decir, no hay base en ésta para aquella.
¿Cuáles son los hechos? Es de importancia primordial el hecho de que nunca hubo
ningún desacuerdo entre la comunidad cristiana primitiva y Pablo en cuanto a Cristología.5 Este
hecho no ha tenido el énfasis merecido. El apóstol a los gentiles tenía que enfrentar críticas de
varios tipos de parte de los demás cristianos, y en más de una ocasión había choques serios de
opiniones. Pero el punto singular en donde parece que nunca fue retado era su doctrina de Cristo.
El nos dice que los líderes de la Iglesia Jerosolimitana lo examinaron cuidadosamente tocante al
evangelio que él predicaba.6 Pero la cuestión central—su enseñanza acerca de Cristo—nunca se
cuestionó. ¡Qué raro que el punto sobre el cual los críticos modernos se ponen más ruidosos al
acusar a Pablo de innovaciones sea uno de los pocos puntos en que sus críticos contemporáneos
no tenían queja alguna!
De hecho, aquellos que hablan como si Pablo fuera creador de la Cristología se olvidan
de que había una Iglesia, un evangelio y una misión cristiana mucho antes de que Pablo se
convirtiera. Vixere fortes ante Agamemnona multi. El apóstol dice que había hombres “en Cristo
antes que yo,” lamentando así los años perdidos de su vida.7 La historia de los primeros años del
Cristianismo hace suscitar abundantes problemas:8 pero algunas cosas están ciertas. Es cierto que
desde el principio, la Iglesia predicaba a Cristo como el Mesías, el Señor y el Juez.9 Es cierto que
los cristianos creían que su Señor había derramado Su Espíritu Santo sobre ellos.10 Es cierto que
por medio de El, ellos estaban conscientes del perdón y la plena salvación.11 Es cierto que ellos
se daban cuenta de Su presencia en la rotura del pan, y Lo adoraban con oraciones e himnos de

1
Romanos 14:17.
2
Colosenses 1:13.
3
1 Corintios 4:20.
4
Gálatas 5:21.
5
Wernle, Jesus und Paulus, 50.
6
Gálatas 2:2ss.
7
Romanos 16:7. Aun la misión gentil había sido comenzada antes de Pablo—un punto que a veces se ignora. Von
Dobschütz, Probleme des apostolischen Zeitalters, 57.
8
T. R. Glover, Paul of Tarsus, 198: “El más difícil de los períodos de la Historia Eclesiástica en ser recobrado y
comprendido por el historiador, es aquel intervalo breve, estimado entre uno a seis años, que está entre la
Crucifixión y el viaje de Pablo a Damasco.”
9
Hechos 2:36: 10:42.
10
Hechos 2:33. H. J. Holtzmann, Neutestamentliche Theologie, i. 446: “Die Urchristenheit war eine
Inspirationsgemeinde.”
11
Hechos 2:38; 4:12.

153
154

una manera que era una confesión implícita de Su divinidad.1 Todo esto era algo común en la
enseñanza cristiana antes de que Pablo hablara palabra alguna para Cristo. Hay pasajes en sus
epístolas donde él cita las mismas palabras de credos primitivos y confesiones de fe. El les dice a
los corintios, “Porque en primer lugar os he enseñado lo que también recibí,”—y luego sigue con
un resumen de una doctrina claramente de origen primitivo.2 En la primera parte de la epístola a
los Romanos se halla una declaración breve similar.3 Cuando Pablo usa la frase “Jesús es Señor,”
está citando lo que probablemente fuera el credo cristiano más antiguo: hay base como para
suponer que esta era la fórmula usada en la confesión bautismal.4 Durante un tiempo de una
reflexión larga y profunda sobre el misterio de Cristo, sin duda Pablo superaba estas posturas
comparativamente rudimentarias de la comunidad primitiva. Por ejemplo, lo ha hecho en su
doctrina de la preexistencia y del lugar que ocupaba Cristo como el agente en la obra de la
creación.5 Pero el hecho que su Cristología quedó sin refutaciones significa que no había nada en
ella que fuera extraña para las creencias fundamentales de la Iglesia. Simplemente él hacía
explícito lo que había estado presente en forma germinal en la actitud cristiana respecto a Jesús
desde el principio. Aun la preexistencia no era una importación arbitraria sino una inferencia de
un hecho reconocido.
Ahora bien, la importancia de todo esto para nuestro propósito actual se hará evidente al
recordar que detrás de la Cristología de la comunidad más primitiva (y por lo tanto antes de la
Cristología de Pablo) estaba la Cristología de Jesús Mismo. Recientemente, Lake ha hecho
revivir la noción de que el Jesús de los Evangelios nunca tuviera el propósito de afirmar para Sí
los derechos mesiánicos o la calidad de Hijo de Dios, y que fue el error de Sus seguidores
demasiado entusiastas y los apóstoles que lo revistieran de esa dignidad.6 Lo único que se puede
decir acerca de esta teoría es que cada página de los Evangelios la desacredita. Nuestra certeza
de que Jesús se creía haber procedido del mismo pecho de Dios está basada en algo más
fundamental que pasajes aislados.7 De hecho, tales pasajes abundan, y su efecto cumulativo es
grande. Hay la declaración famosa, “Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre. Nadie
conoce bien al Hijo sino el Padre. Nadie conoce bien al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo
lo quiera revelar.”8 Hay el manifiesto profético al principio de Su ministerio, afirmado por las
palabras: “Hoy se ha cumplido esta Escritura en vuestros oídos.”9 Hay la toma de poder para
perdonar los pecados.10 Hay la respuesta a la pregunta del Bautista acerca de “Aquel que ha de
venir.”11 Hay la exigencia para la confianza y obediencia implícitas de los hombres.12 Hay la
afirmación de ser “mayor que el templo,” “mayor que Salomón.”13 Hay la historia—de todas las
parábolas, la más autobiográfica—acerca de los labradores malvados con sus palabras centrales

1
Hechos 2:42; 7:59; Colosenses 3:16. E. F. Scott cree que hay en Efesios 5:14 una cita de uno de los himnos
primitivos. Ephesians, 231 (MNTC).
2
1 Corintios 15:3ss.
3
Romanos 1:2ss.
4
Romanos 10:9; 1 Corintios 12:3; Filipenses 2:11; compárense con Hechos 2:38, 19:5.
5
H. R. Mackintosh, The Person of Jesus Christ, 42, 74.
6
Paul: his Heritage and Legacy, 43.
7
La evidencia ha sido resumida admirablemente por el Rector Martín en sus Conferencias de Cunningham, The
Finality of Jesús for Faith, capítulo 3.
8
Mateo 11:27.
9
Lucas 4:21, Isaías 61:1.
10
Marcos 2:5ss.
11
Mateo 11:2ss.
12
Marcos 8:34.
13
Mateo 12:6, 42.

154
155

“Enviaré a mi hijo amado.”1 El Profesor J. A. Robertson dice, “Seguramente, la confianza


respecto a Su propia conciencia de calidad de Hijo es completa en Aquel que así se osa poner en
boca de Dios tales palabras acerca de Sí Mismo.”2 Pero por encima de estas referencias
específicas, los Evangelios nos presentan a Aquel cuya autoridad consciente es sin par, cuya
perfección moral no se mancha por lo más mínimo del pecado, cuya voluntad es la de Dios, cuya
misma presencia es la salvación. Esta es la tremenda afirmación que Jesús hace de Sí mismo.
Por lo tanto, no era por ninguna hipérbole pérfida o idolatría que Pablo hablaba de Jesús
como estando a la diestra de Dios, ni tampoco el apóstol cedía a una especulación injustificada al
encontrar en Cristo el mismo significado del universo. Porque Jesús nunca era nada sino lo
central para su religión. Sin duda, el crítico que considere la Cristología Paulina como una
instancia flagrante de afecto sin juicio siempre estará con nosotros, pero la ignorancia no está en
Pablo sino en él. El apóstol ciertamente era intrépido en su visión de la verdad última, pero no
excesivamente intrépido. Si él veía a Jesús entronizado en gloria, sólo veía lo que Jesús mismo
había profetizado. Si él soñaba con el universo entero como la posesión de Cristo, sólo
vislumbraba lo que Cristo Mismo había afirmado.
Por ende, nuestra conclusión es ésta. La acusación de que Pablo había cambiado el
carácter del evangelio original no tiene fundamento. En todos los puntos, no menos en su
Cristología, él estaba acorde a la mente de Jesús. Por la gracia de Dios en él, podía llegar a las
conclusiones abrumadoras a las que la vida y la enseñanza de Cristo habían apuntado. Pese
haber sido llamado tal, Pablo no era ningún corruptor de la fe una vez entregada a los santos. La
verdad es exactamente el contrario. Era Pablo, más que ningún otro, que conservaba a la nueva
religión pura, incontaminada y leal a su Objeto durante los días cuando el peligro y la corrupción
la amenazaban por todos lados. Ésta, y nada menos, es nuestra deuda para con el gran apóstol.
Suya era la mente leal que preservaba intacto para el mundo el evangelio esencial de Cristo.
Suyo es el genio espiritual que ha permitido que la Santa Iglesia Católica se dé cuenta de la
anchura, la largura, la profundidad y la altura de la gloria de su propio Señor eterno.

III

Una de las dos cuestiones que nos encaraban al abrir este capítulo—la cuestión de la
relación entre el Cristo Cósmico de Pablo y el Jesús de la historia—ha sido contestada. Ahora
volvemos a la otra: ¿Cuál era la estimación final del apóstol respecto a su Redentor?
No es necesario decir que él reconocía en Jesús al Mesías prometido de los siglos. La
experiencia en Damasco lo comprobó. La primera verdad fundamental que resplandeció en su
alma en esa hora tremenda era que Jesús estaba vivo. Esto quería decir únicamente que Dios
Mismo había confirmado la afirmación Mesiánica de Jesús. Jesús era el Mesías. Tal era el tema
de los primeros sermones predicados por Pablo.3
Pero por grandiosa y gloriosa que fuera la concepción de Mesiazgo, no era adecuada para
el propósito de Pablo. En Damasco se había encontrado con Aquel que vestía algo más grande
que cualquier dignidad de oficio: él había encontrado a un Salvador personal. De allí en adelante,
cuando Pablo hablaba de “Cristo,” el sentido oficial del término estaba bien sumergido debajo de
lo personal. Todas las ideas locales, nacionales y materiales que el Mesianismo judío había
desarrollado quedaban completamente superadas. Bendecido en su propia alma de una redención

1
Lucas 20:9ss.
2
The Spiritual Pilgrimage of Jesus, 185.
3
Hechos 9:22.

155
156

tan maravillosa, Pablo instintivamente sabía que ningunas limitaciones raciales y ningunas
categorías tradicionales podían contener al Redentor que ahora había descubierto. Su significado,
Su mensaje y Su misión eran universales. Su creación no había de ser un nuevo Israel sino una
nueva humanidad. “El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre es celestial.”1
Los judíos patrióticos, cuyos conceptos del Mesías no podían alcanzar sino los esplendores
desaparecidos, revivificando así los sueños muertos, quedaban infinitamente cortos de la gloriosa
verdad. Aquí estaba Aquel que había sido enviado por Dios para lidiar contra un enemigo mucho
más fuerte y más arraigado que las legiones extranjeras que ofendían el nacionalismo de Su
pueblo y profanaban la tierra que éste amaba, Aquel cuya campaña no era “contra sangre ni
carne, sino contra principados, contra autoridades,”2 contra las fuerzas espirituales invisibles de
la era que inundaban el mundo de pecado, de toda injusticia y ruina, contra las legiones del mal
que iban marchando por los santuarios de las almas de los hombres. Así que la misma
experiencia que reveló a Jesús a Pablo como Aquel Prometido de Israel estaba destinada a
romper todas tales categorías. Y la misma voz que sonaba las buenas nuevas en su corazón, “He
aquí, el Mesías,” habría de decir, casi antes de pasar los primos ecos, “Uno mayor que el Mesías
está aquí.”
Todo esto muestra nuevamente cuan radicalmente equivocada está la postura adoptada
por muchos eruditos desde Bauer a Lake, a saber, que toda, o casi toda, la Cristología de Pablo
puede trazarse a un heredado dogma Mesiánico pre-cristiano. Si Pablo y sus compañeros
cristianos hubiesen trabajado de esta forma, simplemente ajustando así a Jesús en un esquema ya
existente, habrían confesado implícitamente que el Cristianismo no era más que una secta judía.
Pero mientras que los comienzos de la historia eclesiástica hablan de dos fenómenos, un
Cristianismo judío tanto como otro gentil, permanece el hecho de que era Cristianismo, no
Judaísmo. Tal como von Dobschütz ha hecho bien en señalar, el Judaísmo cristiano hubiera sido
una entidad muy distinta a un Cristianismo judío3. Para ninguno de los apóstoles, menos a Pablo,
Jesús era un mero plus—algo agregado a un dogma tradicional y superimpuesto bien
precariamente sobre un edificio ya construido. Jesús significaba una nueva creación. El
Cristianismo no era una especie de Judaísmo que hábilmente hubiese hecho campo para Jesús.
Más bien, era una cosa nueva, hasta sus mismos cimientos.4 Al oír decir a Lake, “Puede haber
poca duda que cuando Pablo decía que Jesús era “el Señor,” procuraba exponer su propia
creencia de que Jesús era el ‘Mesías’ hebreo o “el Ungido,’” sólo podemos responder que esto es
precisamente lo que Pablo no hacía. Cualquier teoría que represente a Pablo como construyendo
su Cristología de esta manera artificial y mecánica, difícilmente necesita refutarse: está negada
en toda página de las epístolas. Esas confesiones entusiastas no nacieron así. Ellas brotaron de la
experiencia de un hombre que había visto a Cristo cara a cara, que se daba cuenta que Cristo
había hecho para él algo que solo el poder de Dios podía hacer, que conocía lo que significaba
ser guiado por el Espíritu de Cristo cada día que vivía. ¿Mesías? Sí, Jesús era el Mesías—no el
Mesías del dogma judío, sino el triunfante, sufriente y eterno Mesías de Dios. “Porque todas las
promesas de Dios son en él “sí”; y por tanto también por medio de él, decimos “amén.”5 Pero la
idea del Mesías, aun cuando redimida de prejuicios antiguos, se despedazaba ante la gloria del
hecho. Pablo no podía contentarse con ella. Aquí, como en muchas otras facetas de su

1
1 Corintios 15:47.
2
Efesios 6:12.
3
Probleme des apostolischen Zeitalters, 54.
4
Von Dobschütz, Probleme, 53: “Nicht bloss ein Plus ... es war tatsächlich doch ein Neues, vom Zentrum aus neu.”
5
2 Corintios 1:20.

156
157

experiencia, él se sentía constreñido a “olvidar las cosas pasadas,” y seguir avanzando hacia los
más amplios horizontes que llamaba la verdad de Dios en Cristo.

Su nombre más predilecto para Jesús no era Mesías sino Señor. Ya vimos que el
verdadero trasfondo para el uso de este término por Pablo no se busca en las religiones de
misterio, tal y como Bousset sugirió, sino en la Septuaginta, la versión griega del Antiguo
Testamento. El Cristianismo primitivo en tierra Palestina había aprendido a adorar a Jesús como
Señor antes de que se inaugurara la misión a los gentiles. La expresión litúrgica aramea
“Maranata” (“Ven, Señor”), lo comprueba. Los salmos, tales como el ciento diez—“Jehovah dijo
a mi señor: ‘Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos como estado a tus pies.’”—
eran interpretados regularmente por la Iglesia como referentes a Jesús. Pero el uso del título
“Señor” iba más lejos. En realidad, sería cierto decir que para él había dejado de ser un título.
Había llegado a ser la expresión más sagrada de una devoción personal más fuerte que la muerte.
El título encerraba el amor, la gratitud y la lealtad. La única forma de sondear el significado más
profundo para el apóstol es recordar que el hombre que lo usaba estaba consciente de una deuda
impagable. El relato de Lucas de la conversión representa más significativamente a Pablo como
usando esta palabra en la primerísima frase que jamás habló a Jesús—“¿Quién eres, Señor?”1 –y
es seguro que fue la experiencia en Damasco y la extraordinaria experiencia vitalmente
cambiadora que surgió de ella que daba al nombre su significado más profundo para Pablo de allí
en adelante. Todo aquel que haya experimentado un gran perdón, todo aquel que para quien el
amor de Cristo haya hecho la diferencia entre la victoria y la derrota, entre la felicidad radiante y
la desesperación, comprenderá el espíritu con el cual Pablo hablaba de sí mismo como el
“esclavo” de Cristo.2 El alma rescatada estaba fundida a su Rescatador. Ninguna demanda que
hiciera Jesús sería demasiado grande. El gozo coronador de la vida sería trabajar sin cesar para
Aquel que lo había salvado de la muerte y de algo peor que la muerte. Con corazón alegre, Pablo
reconocía a sí mismo como esclavo del más grande de todos los señores. El era esclavo: Jesús era
el Señor.
Pero, ¿connotaba este nombre divinidad, tal y como Pablo lo usaba? Pareciera imposible
resistir esa conclusión. En uno de los pasajes más grandes que él jamás escribió, Pablo lo
aclamaba como “el nombre que es sobre todo nombre.”3 Según este pasaje, es Dios mismo que lo
confiere, y es Jesús en su estado exaltado que lo lleva. En el día de Damasco, era el Jesús vestido
de gloria (δοξα) que se había revelado. Y desde esa hora en adelante el pensamiento de gloria y
exaltación nunca estaba lejos cuando Pablo lo llamaba a Jesús Señor. Su lugar era a la diestra de
Dios. No había fin alguno a su autoridad. Toda cosa creada se arrodillaría ante El. Toda voz del
universo declararía “El es Señor de todos.”

Que Pablo sostuviera y predicase la divinidad de Cristo llega a ser aun más claro cuando
su lenguaje adorador acerca del Señorío de Jesús se toma en conjunción con su uso del nombre
“Hijo de Dios.” De nuevo, los salmistas y los profetas habían preparado el camino, y la
conciencia filial de Jesús Mismo, que se había expresado en palabras atesoradas en la memoria
de la Iglesia desde el principio, había dado la orden. Para Pablo, Jesús era el Hijo de Dios en el
sentido de que por medio de El la misma naturaleza y el ser de Dios habían sido revelados

1
Hechos 9:5.
2
Romanos 1:1, δουλος.
3
Filipenses 2:9.

157
158

perfectamente. El era “la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación.”1
Además, El había hecho para los hombres pecaminosos lo que solo Dios podía hacer. Esta era la
propia convicción impregnable de Pablo. Nadie sino Dios podía justificar, y sin embargo, por
Jesús él estaba seguro de la justificación. Nadie sino Dios podía reconciliar a los que el pecado
había alienado, y sin embargo, para el mayor de los pecadores un encuentro con Jesús había
hecho que la reconciliación fuese una realidad. Nadie sino Dios podía exigir legítimamente la
entrega plena del alma del hombre, y sin embargo, Pablo se encontraba compelido y gozoso de
hacer esa entrega en la presencia de la cruz donde Jesús murió. ¿Qué podría todo esto significar
sino, en palabras del mismo apóstol, “Dios estaba en Cristo?”2 También, hay pasajes que
sugieren que algunas veces en la vida devocional de Pablo, en su práctica de la presencia de
Dios, era la visión de Jesús la que llenaba su visión, y difícilmente un hombre puede orar a Jesús
sin estar seguro de Su divinidad.3 También debe comentarse que el misticismo de Pablo apunta
hacia la misma dirección. La experiencia fundamental de la unión con Cristo, que era el mismo
corazón de su religión, no tiene un paralelo real en las relaciones humanas ordinarias. Solo
Aquel, cuyo lugar era al lado de Dios y cuya naturaleza era el Espíritu Divino, podía introducir
los hombres en tal compañerismo vital y unidad Consigo Mismo. Era éste el lugar, y ésta la
naturaleza los que Pablo adscribía a Jesús al llamarlo Hijo de Dios. Jesús “fue declarado Hijo de
Dios con poder.”4 “Porque Jesucristo, el Hijo de Dios ... no fue ‘sí y no’; más bien, fue ‘sí’ en
él.”5 Cada ocurrencia del nombre en las epístolas es una confesión adorante de fe, una confesión
basada finalmente en la experiencia personal directa. “...Lo que vivo ahora en la carne, lo vivo
por la fe en el Hijo de Dios...”6
Pero aunque Pablo hablaba claramente así del lugar que Jesús ocupaba en el lado divino
de la realidad, también podía hablar del Hijo como subordinado al Padre. Nosotros hicimos
resaltar, al tratar su concepto capital de la unión con Cristo, que nunca era la costumbre del
apóstol poner a Dios en lugar secundario o detenerse antes de llegar a la meta final de la fe. El
había sido criado con un monoteísmo intransigente, y hasta el día de su muerte, permaneció un
monoteísta. Por supuesto, la declaración más inequívoca de la postura de subordinación ocurre
en el gran cuadro de la meta hacia la cual toda la creación se mueve: “Después el fin, cuando él
entregue el reino al Dios y Padre, cuando ya haya anulado todo principado, autoridad y poder.
Porque es necesario que él reine hasta poner a todos sus enemigos debajo de sus pies. ... Pero
cuando aquel le ponga en sujeción todas las cosas, entonces el Hijo mismo también será sujeto al
que le sujetó todas las cosas, para que Dios sea el todo en todos.7 Se oyen ecos de la misma
concepción en todas las epístolas. La misma frase “el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”
contempla una relación de dependencia.8 El mismo pensamiento reaparece en los cuadros de
Cristo como “el primogénito de una gran fraternidad,”9 y como el Intercesor por los hombres
ante el trono de Dios.10 Si Jesús ha traído la salvación, la última base de salvación es la voluntad

1
Colosenses 1:15.
2
2 Corintios 5:19.
3
1 Corintios 2:1; 2 Corintios 12:8.
4
Romanos 1:4.
5
2 Corintios 1:19.
6
Gálatas 2:20.
7
1 Corintios 15:24ss.
8
Romanos 15:6; 2 Corintios 1:3; Colosenses 1:3; Efesios 3:14.
9
Romanos 8:29 (Moffatt).
10
Romanos 8:34.

158
159

de Dios: es “de Dios” que Cristo sea hecho nuestra justicia, santificación y redención.1 Si Cristo
vino en la plenitud del tiempo, es que Dios lo envió.2 Si Cristo nos ha traído la paz, es la paz con
Dios.3 Resumiendo el significado de la muerte expiatoria y la resurrección, Pablo puede decir:
“Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo...”4 La
declaración es muy clara y enfática: “...Cristo es la cabeza de todo hombre, y Dios es la cabeza
de Cristo.”5 Y el gran pasaje que describe la humillación, la exaltación, y la majestad final del
Hijo cierra con las palabras, que expresan el propósito de todo, “...para gloria de Dios Padre...”6
Aquí, pues, tenemos la evidencia inequívoca que en el pensamiento de Pablo, Cristo está
de algún modo subordinado a Dios. Tal vez tal idea es inherente en el mismo concepto de la
calidad de Hijo. En cualquier caso, es claro que la aprehensión de Pablo por Cristo nunca
destruyó ni hacía peligrar su fe monoteísta. Su reacción fue muy diferente. El monoteísmo
resoluto que era el fundamento de toda religión quedaba ahora inmensurablemente enriquecido.
Para Pablo, nunca había cuestión alguna de un δευτεροs Θεοs. Lo que había sucedido era que el
único Dios ahora, por primera vez, quedaba revelado. El amor eterno encarnándose se había
hecho visible y tangible. El poder creativo había entrado redimidamente al campo de la
experiencia del hombre pecaminoso. En otras palabras, mientras mantenía su monoteísmo, y
mientras hablaba del Hijo como subordinado al Padre tanto ahora como en la consumación
venidera, Pablo nunca concebía a Jesús como estando en ninguna otra parte sino del lado de Dios
de la raya que separa lo divino y lo humano.7 No era por ninguna fantasía de la imaginación que
él veía a Cristo ocupando un lugar dentro de la Deidad. El sabía, por la fuerza convincente de la
revelación y por la pura lógica de la experiencia espiritual, que ningún otro lugar era posible.
Esta convicción él la ha puesto en palabras demasiado claras y decisivas como para admitir
cualquier duda. “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad.”8 “...por
cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud.”9 Además, la yuxtaposición de los
nombres en un saludo tal como el que Pablo hace a los romanos: “...Gracia a vosotros y paz, de
parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo”10 implica una confesión de la divinidad de
Cristo.11 La Iglesia de los tesalonicenses es “...en Dios Padre y en el Señor Jesucristo.”12 Y luego
hay la bendición trinitaria, donde “la gracia del Señor Jesucristo” es correlativa de “el amor de
Dios, y la comunión del Espíritu Santo.”13 Para usar una frase de Denney, sólo “un virtuoso en la
evasión exegética,” podría deshacerse de la implicación obvia de dichos tan extraordinarios en su
significado individual, tan convincentes en su efecto cumulativo. Jamás Pablo podía pensar en
Dios sin ver el rostro de Jesús, y nunca podía tener comunión con Jesús sin sentir la presencia de
Dios. Pudiera ser que el Hijo sea subordinado al Padre, empero en el sentido más profundo, el
Padre y el Hijo son uno—no tan sólo uno en mente y voluntad, sino en naturaleza y ser eterno.

1
1 Corintios 1:30.
2
Gálatas 4:4.
3
Romanos 5:1.
4
2 Corintios 5:18.
5
1 Corintios 11:3.
6
Filipenses 2:11. Véase J. H. Michael, Phillipians, 97 (MNTC).
7
H. R. Mackintosh, The Person of Jesus Christ, 72: “It is certain that he held the deity of Christ.”
8
Colosenses 2:9.
9
Colosenses 1:19.
10
Romanos 1:7.
11
Así reza Sanday and Headlam, Romans, 16 (ICC).
12
1 Tesalonicenses 1:1.
13
2 Corintios 13:14.

159
160

Cristo era divino al igual que Dios. El era la plenitud de la sabiduría, el poder y el amor del cielo,
el Rey de gloria, el Hijo eterno del Padre.

No hay nada en la estimación por Pablo del Redentor que sea más iluminadora que el
modo en que correlaciona a Cristo y el Espíritu. De hecho, casi estaba obligado a dar ese paso
por la misma naturaleza de la experiencia por la que había pasado y la nueva vida a la que había
entrado. La marca característica de esa nueva vida era poder—el poder para vencer al mundo y
vivir diariamente con un sentido maravilloso de entusiasmo, libertad, victoria moral y poder para
lograr lo imposible. Inevitablemente, la vida en Cristo se conectaba con el concepto del Espíritu.
Desde el comienzo, el Espíritu de Dios se había asociado en la mente de los hombres con la
dádiva del poder. Esta era la idea que estaba presente en la palabra hebrea “Ruah,” que
literalmente quiere decir “respiración,” o “viento,” para luego llegar a significar lo invisible, lo
misterioso, la fuerza sobrehumana que a veces se apoderaba de los hombres en momentos
críticos de la vida, como en las historias de Gedeón, Sansón, y Saúl.1 Es decir, el poder del
Espíritu, como se concebía originalmente, era anormal de naturaleza, intermitente de acción y
no-ético de manifestación. Con la venida de los grandes profetas, toda la idea era levantada a
niveles más altos; se enfatizaban los aspectos morales de la obra del Espíritu; la inspiración
ahora consistía, no en milagros espasmódicos ni en acciones de fuerza de Hércules, sino en
conocimiento de la mente y el propósito de un Dios justo y en completa auto-dedicación a Su
voluntad.2 Aun así, el Espíritu de Dios permanecía un tanto distante y remoto de la vida ordinaria
de los hombres en el mundo. Una nueva orientación fue dada a la idea por su conjunción con la
esperanza Mesiánica de Israel. El Espíritu del Señor posaría sobre el Redentor venidero de una
manera gloriosa y única. Su aparición significaría el amanecer de la era del Espíritu. La dádiva
que había sido el privilegio y prerrogativa de los pocos sería derramada entonces sobre “toda
carne.”3 Esta era la gran esperanza que la Iglesia vio cumplida en Pentecostés. En la comunidad
cristiana primitiva había una tendencia al principio—tal vez muy natural dadas las
circunstancias—a revertir a las concepciones más vulgares del Espíritu, trazando así Su obra
principalmente a tales fenómenos como el hablar en lenguas. Era Pablo que rescató la fe naciente
de esa retrogresión peligrosa. Pablo insistía en que las verdaderas manifestaciones del Espíritu de
Dios no estaban en ningún fenómeno accidental o extraño, sino en la quieta, constante, y normal
vida de fe, realizándose ésta en poder que obraba sobre niveles morales, en la seguridad interna
más secreta del alma en cuanto a su calidad de hijo de Dios, en amor, gozo, paz, paciencia y un
carácter como el de Jesús.4 Las palabras de Schleiermacher expresan perfectamente la enseñanza
de Pablo: “Los frutos del Espíritu no son nada sino las virtudes de Cristo.”5

Pero si la antigua tradición Mesiánica y el reciente hecho histórico prepararon la mente


de Pablo para conectar las concepciones de Cristo y el Espíritu, su propia experiencia los hizo
virtualmente inseparables. En la visión de su conversión, era Cristo que vestía Su “cuerpo
glorioso”—το σωµα τηs δοξηs6--Su cuerpo espiritual, o sea, Cristo como Espíritu, a quien él vio.
Desde ese momento, su propia vida había sido inundada de un maravilloso poder espiritual. Por

1
Jueces 6:34, 13:25; 14:6, 19; 1 Samuel 19:9.
2
Isaías 61:1; Zacarías 4:6.
3
Joel 2:28.
4
Romanos 8:16; Gálatas 5:22.
5
The Christian Faith, 576.
6
Filipenses 3:21.

160
161

ende, él podía definir a Cristo a los corintios como “espíritu vivificante.”1 Luego, surge la
pregunta, ¿Hemos de ir más lejos que esto y sostener que Cristo y el Espíritu son idénticos en la
mente y la religión de Pablo?
Algunos han sostenido que las palabras en 2 Corintios 3:17 resuelven el problema
afirmativamente. “Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay
libertad.”2 Es un versículo difícil, pero cuando se lee en conjunción con lo que lo precede y lo
sigue, su significado es claro. Lietzmann sugiere que si Pablo hubiese dejado afuera las cláusulas
intermedias de su silogismo y hubiese dicho sencillamente “Ahora bien, el Señor es libertad,” él
hubiera comunicado la verdad que se proponía, evitando así una ambigüedad innecesaria, y sin
duda, esto es correcto.3 En todo caso, sería precario, con base en este pasaje singular, argumentar
de parte de Pablo a favor de una completa identificación de Cristo con el Espíritu. En otros
lugares él habla del Espíritu en relación con Cristo de una manera que aclara que él se refiere, no
tan sólo al Espíritu que Cristo posee, sino al Espíritu que Cristo otorga a los creyente, el Espíritu
que testifica a Cristo en los creyentes. Pablo advierte a los romanos, “...Si alguno no tiene el
Espíritu de Cristo, no es de él.”4 La misma idea reaparece al escribir él a los filipenses acerca de
“el apoyo del Espíritu de Jesucristo.”5 A los gálatas, les dice: “...Dios envió a nuestros corazones
el Espíritu de su Hijo...”6 Pero esto no es “identidad.” Al discutir la base histórica del
Cristianismo de Pablo, notamos que el Señor al que adoraba aún llevaba los lineamientos del
Jesús que había vivido y muerto, el Jesús, que en amor maravilloso para con los hombres, se
había abocado a la obra de la reconciliación, y con absoluto auto-sacrificio había acabado la obra
de reconciliación que Dios le había encomendado que hiciese sobre la tierra. Seguramente, nunca
se le habría ocurrido a Pablo que este Ser personal, este Cristo histórico, y el Espíritu de Dios
debieran simplemente identificarse. Esto se comprueba también por frases tales como “Y si el
Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos...”7 y “....quien nos ha dado la garantía
del Espíritu,”8 mientras que la misma frase “el Espíritu de Cristo,” que hace que los dos nombres
se acerquen, “implica un esfuerzo por distinguir.”9 Al mismo tiempo, no podemos sino reconocer
que las ideas han sido fundidas bastante. Para Pablo, continuamente están actuando y
reaccionando el uno con el otro. El Espíritu es otorgado como una dádiva divina sobre el hombre
que es unido a Cristo por la fe. A la vez, el Espíritu obra para fortalecer e intensificar esa unión.
Sólo a la luz de Cristo puede entenderse la verdadera naturaleza del Espíritu. Y sólo por la ayuda
del Espíritu puede el hombre confesar la divinidad de Cristo, diciendo así “Jesús es Señor.”10 La
comunión con Jesús fue hecha accesible para todo los creyentes por el hecho del Espíritu. Por
otro lado, como el Dr. Wheeler Robinson dijera tan atinadamente, por el hecho de Cristo “el
Espíritu de Dios fue personalizado como nunca antes, mientras que la santidad del Espíritu fue
hecha ética como nunca antes.” “Si el Señor daba personalidad al Espíritu, el Espíritu daba
1
1 Corintios 15:45.
2
Respecto a esto Holtzmann dice: “die ganze paulin. Christologie in nuce beschlossen liegt.” (Neutestamentliche
Theologie, ii. 90).
3
1 und II Korinther, 180 (HBNT). Gore, siguiendo a Hort, propone una alteración en el texto, pero esto no es
necesario (Belief in Christ, 254). La traducción de Moffatt, “El Señor significa el Espíritu,” resalta el verdadero
sentido del verbo.
4
Romanos 8:9.
5
Filipenses 1:19.
6
Gálatas 4:6.
7
Romanos 8:11.
8
2 Corintios 5:5.
9
E. F. Scott, The Spirit in the New Testament, 182.
10
1 Corintios 12:3.

161
162

ubicuidad al Señor.”1 Y siempre había la certeza emocionante que el Espíritu, tal y como se
experimenta ahora, sólo era las “primicias,” el “sello y garantía,”2 de una bendición venidera,
cuando todos los creyentes, liberados al fin y para siempre del cuerpo de humillación, llevarían
la misma imagen de Cristo, y serían vestidos de un cuerpo espiritual como el de su ya glorificado
Señor Espiritual.

Pero los pasajes donde el pensamiento de Pablo alcanza sus alturas más estupendas y
llega a un clímax son aquellos en los cuales habla de Jesús como el origen y la meta de toda la
creación. Según las palabras del Dr. R. H. Strachan, los hombres siempre han encontrado que “es
imposible para un cristiano que piensa tener a Cristo en el corazón sin que Lo tenga en el
universo.”3 Haber tenido un contacto vital y redentor con Jesús es saber a ciencia cierta que el
plan de Dios para el mundo es hecho conforme al alma de Jesús. El hombre, cuya propia vida de
repente ha cobrado significado por el toque de Jesús, que ha visto su propia experiencia
transformada de un caos en un cosmos por algún inolvidable encuentro de Damasco, tiene el
derecho a afirmar que ha encontrado la clave para el enigma de la vida y del destino. En este
sentido, por lo menos, las palabras valientes de Browning tienen razón, que “el reconocimiento a
Dios en Cristo contesta todas las preguntas de la tierra y fuera de ella.” Es una convicción básica
de la experiencia cristiana que un hombre que es unido a Cristo por la fe no tan sólo ha
encontrado un Salvador personal; él se ha puesto en contacto con la realidad última. Se ha
quitado el velo, y él puede ver profundamente en el corazón de las cosas. Por mirar fijamente
sobre el rostro de Cristo, se da cuenta que todo aquello que es irreconciliable con el Espíritu de
Cristo lleva dentro de sí la perdición, y al final tiene que fenecer. Y todo aquello que muestra un
verdadero parentesco con el Espíritu sobrevivirá a la muerte y a la influencia corrosiva del
tiempo. El hecho de Cristo es la clave del universo. La experiencia cristiana nunca permitirá que
se le robe de la convicción de que el Redentor, que se ha mostrado ser de valor final y absoluto
en la experiencia del alma individual, tiene que ser absoluto y final en toda la creación de Dios.

“Ese Rostro solitario, lejos de menguar, crece,


O se descompone sólo para recomponerse,
Qué llegue a ser mi universo que siente y conoce.”

Esta es la convicción que culmina el pensamiento de Pablo en torno a Jesús. El apóstol


les dice a los corintios, “... y un solo Señor, Jesucristo, mediante el cual existen todas las
cosas...”4 Una de las declaraciones más explícitas de esta elevada doctrina se da en la carta a los
Colosenses. Pablo dice que Jesús “...es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la
creación; porque en él fueron creadas todas las cosas que están en los cielos y en la tierra,
visibles e invisibles, sean tronos, dominios, principados o autoridades. Todo fue creado por
medio de él y para él. El antecede a todas las cosas, y en él todas las cosas subsisten.”5 La fuerza
total de este pasaje sólo puede apreciarse cuando recordamos la situación a la cual se dirigía. La
herejía había erguido su cabeza dentro de la iglesia en Colosas. La finalidad de Jesús estaba
siendo retada. Se estaba invocando la ayuda de los ángeles y otros poderes sobrenaturales. Se

1
The Christian Experience of the Holy Spirit, 136, 19.
2
Απαρχη, Romanos 8:23; αρραβων, 2 Corintios 1:22; 5:5.
3
The Historic Jesus in the New Testament, 72.
4
1 Corintios 8:6.
5
Colosenses 1:15ss.

162
163

decía que el hombre estaba bajo el control de fuerzas cósmicas y agencias espirituales con las
que Cristo Mismo jamás podría derrotar. El alma humana era una cosa débil e impotente dentro
de un universo hostil. Tenía que buscar alianzas protectoras. Tenía que solicitar mediadores
angelicales. Tenía que asegurarse por medio de ofrendas propiciatorias, y adoraciones. Jesús era
insuficiente. Esta era la situación con la que Pablo tenía que lidiar.
No hay mayor error que suponer que ésta es una historia antigua, remota de nuestro punto
de vista moderno, e irrelevante para nuestros problemas actuales. La forma del reto para la fe ha
cambiado desde los días de Pablo, pero su sustancia permanece igual. ¿Es Jesús la palabra final
de Dios? O, ¿Es su revelación sólo una etapa del proceso? ¿Habrá algo en Jesús que pueda
liberar al hombre, haciéndole victorioso en este mundo de leyes naturales rígidas y una ciencia
absoluta? O, ¿Será tal libertad un mito? ¿Tendrá el Cristianismo algo que decir a un hombre
convertido en un enano insignificante o aterrado tal vez por lo vasto del universo material que lo
rodea? Oigamos las palabras vívidas del Sir James Jean sobre esta cuestión: “Encontramos al
universo como aterrador debido a sus vastas distancias incalculables, aterrador en virtud de sus
períodos inconcebiblemente largos que reducen la historia humana al parpadear de un ojo,
aterrador por causa de nuestra extrema soledad, y debido a la insignificancia material de nuestro
hogar en el espacio—la millonésima parte de un granito de arena que se ha sacado de toda la
arena en los mares del mundo. Pero, más que nada, hallamos aterrador al universo, porque parece
ser indiferente hacia una vida como la nuestra: la emoción, la ambición y los logros, el arte y la
religión, todos parecen ser igualmente extraños para su plan. En realidad, tal vez debemos decir
que parece ser activamente hostil hacia una vida como la nuestra.”1 Nadie puede leer palabras
como éstas sin darse cuenta de cuán crucial es el problema que confronta la fe en la era moderna.
Y, esencialmente, es el mismo problema con el que el apóstol tenía que lidiar en Colosas otra
vez.
¿Cómo lo hizo? El lidió contra ello al resaltar la prioridad absoluta y la preeminencia de
Jesús. ¿Cómo podrían los seres angelicales poner algo que no estuviera presente ya en Cristo? El
estaba por encima de todos ellos. En realidad, El era el agente en la creación de todos ellos.
¿Cómo pudiera ser aterrador para un hombre o una Iglesia que pertenecía a Cristo? Era el ser “en
Cristo” que el universo mismo permanecía unido, sin despedazarse. Cristo era “el primogénito de
entre los muertos,”2 Su resurrección ya había proclamado la perdición de las fuerzas hostiles. El
había vencido al mundo. Satanás había caído como un rayo del cielo. La palabra final era del
Cristo de Dios. Al resucitarse Jesús, irrumpió la nueva era. Llegó a ser una nueva humanidad. Se
estableció una nueva orden moral y espiritual. La Iglesia, donde la reconciliación entre el hombre
y Dios, entre el judío y el gentil, ya era un hecho realizado, era un microcosmos, un presagio de
un desarrollo aun más glorioso en el cual todas las cosas—“...tanto sobre la tierra como en los
cielos”3—encontrarían su reconciliación en Cristo. Esta era la respuesta del apóstol, y aún está
vigente. En toda época se ha comprobado que hay en Cristo un poder para hacer que los hombres
sean independientes de toda fuerza hostil que hubiera. En Cristo, toda la bondad, la hermosura y
la verdad de la vida están enfocadas. En Cristo, convergen todas las líneas de los planes divinos
para la humanidad y para el universo. Y aunque hay nubes y tinieblas que rodean nuestro
sendero, y aunque podemos conocer sólo en parte, viendo así como por un espejo oscuramente,
en Cristo podemos levantarnos y resplandecer, felices, porque nuestra luz ha llegado, y que la
gloria del Señor ha resplandecido sobre nosotros.

1
The Mysterious Universe, 3.
2
Colosenses 1:18.
3
Colosenses 1:20.

163
164

El pasaje en Colosenses citado arriba implica claramente una doctrina de la preexistencia


de Cristo. Desde la fundación del mundo y antes, el Hijo tenía Su morada con el Padre. Este
pensamiento está presente también cuando Pablo usa la expresión “...Dios envió a su Hijo...”1 Al
hablar de Cristo como sacrificando Sus riquezas y haciéndose pobre, “...para que vosotros con su
pobreza fueseis enriquecidos,”2 él contempla la vida encarnada contra el trasfondo de una gloria
pre-temporal. El ejemplo más notable de este concepto, desde luego, está en la epístola a los
Filipenses, donde Pablo dice acerca de Cristo—“Existiendo en forma de Dios, él no consideró el
ser igual a Dios como algo a qué aferrarse.”3 La manera incidental en que estas palabras
llamativas son introducidas—en el curso de una exhortación a favor de la humildad y la
abnegación—indica que la doctrina de la preexistencia era, para Pablo, menos una elaborada
especulación metafísica que una inferencia auto-evidente de los hechos sencillos de la redención.
Se ha argumentado que toda esta noción llegó al Cristianismo por medio del Judaísmo, que Pablo
conocía los hábitos judíos de adscribir la preexistencia a objetos de devoción tales como la ley, el
templo, el sábado y el Mesías, y que simplemente transfirió la categoría al nuevo objeto de su
adoración, o sea, a Cristo. Pero en realidad, apenas es necesario buscar los orígenes de la
concepción en su heredad y preparación judías. Porque es claro que, una vez que dijera, “Dios
estaba en Cristo,” tan pronto como se asiera del principio de la encarnación, necesariamente esta
otra idea seguiría. A no ser que el Cristo exaltado que lo había encontrado fuese simplemente un
hombre deificado (y para tal postura no hay ni pizca de evidencia en Pablo—lo hubiera
considerado una idea repugnante), El tiene que haber poseído desde la eternidad la gloria que
actualmente poseía. La historia no comenzó en Belén. Cristo había estado activo en la historia
larga de Israel,4 había estado activo y creativo en la bruma opaca del día en que amaneció el
mundo.5 Puede que la mente humana se sienta inadecuada para asirse del misterio que se le
presenta, pero Pablo habría dicho atinadamente que las dificultades del concepto no eran nada en
comparación con la dificultad que hubiera en su negación. En las palabras de Deissmann, para
Pablo la preexistencia era “sólo el resultado de una sencilla inferencia contemplativa, basándose
ésta en la gloria espiritual del Cristo presente.”6 Y, en realidad, nadie contempla correctamente a
Cristo que no Lo vea como sub specie aeternitatis. Detrás de la doctrina bastante formidable de
la vida pre-encarnada de Cristo, hay una verdadera cuestión religiosa que está en juego. Porque,
como se ha expresado, “un Cristo que es eterno, y un Cristo de quien no se puede saber a ciencia
cierta si es eterno o no, son positiva y profundamente distintos, y la fe que evocan
respectivamente es distinta tanto en su horizonte espiritual como en su inspiración moral.”7 Pablo
estaba convencido que el amor de Cristo, que se había demostrado en un momento histórico
dado, realmente era un amor para el cual el tiempo era irrelevante. El amor que había sangrado y
muerto sobre la colina llamada el Calvario, el amor que para Esteban había convertido el martirio
en una llama de gloria, el amor que, cuando la medianoche de su propia alma, había gritado:
“¡Despiértate, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te alumbrará Cristo!”8—ese
amor había sido el instrumento de la creación divina, el principio sustentador del universo, y la

1
Gálatas 4:4; Compárese con Romanos 8:3.
2
2 Corintios 8:9.
3
Filipenses 2:6ss.
4
1 Corintios 10:4.
5
Colosenses 1:16.
6
St. Paul, 170.
7
H. R. Mackintosh, The Person of Jesus Christ, 460.
8
Efesios 5:14.

164
165

morada de los fieles de toda generación. Antes de que naciesen los montes, aun desde la
eternidad, todas las cosas eran del amor; y el amor era de Cristo, y Cristo era de Dios.
Si Pablo veía así en Cristo el Alfa del universo, también veía en El su Omega. El apóstol
declara que el propósito del orden providencial de Dios y la dirección de Su creación es que
“...en Cristo sean reunidas bajo una cabeza todas las cosas, tanto las que están en los cielos como
las que están en la tierra.”1 Bien pudiera ser que la Iglesia de los días apostólicos, conociendo la
fuerza del enemigo y viendo que su propia esperanza de la segunda venida menguaba mientras
pasaban los años, empezara a preguntarse si el sueño del reino jamás se cumpliese o si la nueva
creación de Cristo pereciese en el desierto lejos de la meta, y que el caos y la noche antigua
volverían. Para esta pregunta—que es tan obsesionante en el siglo veinte que en el primero—la
respuesta de Pablo es clara y definida. El mundo no avanza hacia el caos: avanza hacia Cristo.
En la persona de Jesús está la clave para todo el plan oculto para la humanidad y el mundo. Ya
las cosas oscuras y desconcertantes no quedan sin resolución. Aquellos que ignoran o rechazan a
Cristo, desde luego, no pueden compartir el secreto: pero todos los que tienen ojos para ver, ya es
un “secreto abierto.” A ellos les es dado el saber que en la misma constitución del universo hay
algo que favorece el evangelio, y que los valores últimos, que le dan significado a la vida, todos
convergen en Jesucristo, al igual que los senderos montañeros convergen al aproximarse a la
cima. Es por Cristo, como el poder creador y otorgador de vida, que ha brotado todo principio de
bondad, toda acción de hermosura y toda palabra de verdad. Es por Cristo que todas estas cosas
son sostenidas y tienen su verdadera existencia. Nunca se pierden, ni nunca muere su influencia,
porque es a Cristo, su meta, que prosiguen. Puede que el universo parezca un enigma y un caos,
pero el evangelio ha puesto en nuestras manos la clave. Este es el argumento de Pablo. Éste
agrega: “El nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad, según el beneplácito que se
propuso en Cristo, a manera de plan para el cumplimiento de los tiempos: que en Cristo sean
reunidas bajo una cabeza todas las cosas, tanto las que están en los cielos como las que están en
la tierra.”2
Esto explica la confianza impregnable y la esperanza inmortal que brilla en cada página
de sus epístolas. Si creemos a Pablo, desesperar del mundo es llanamente desesperar de Cristo.
Es proclamarse un ateo. Por toma bandos con las fuerzas del Anticristo. Porque si la muerte y la
resurrección redentoras revelan “un amor divino, superante de todo amor,” también revelan una
determinación divina que nada del mundo ni del infierno pueden detener, y a un Cristo que
marcha desde la colina verde donde murió al trono de todo el universo. La fe que nace de una
experiencia personal, en algún camino hacia Damasco del espíritu, no puede detenerse antes. Ella
sabe que en el nombre de Cristo toda rodilla se doblará. Ella sabe que la misma creación,
esclavizada por mucho tiempo en aflicción y grilletes, aún nacerá de nuevo y ser redimida. Ella
sabe que los portones eternos del universo alzarán sus cabezas para dejar entrar al Rey. Y
entonces la victoria del amor, que una vez agonizó y murió por la reconciliación, el amor que
aun ahora está intercediendo, será perfecto y completo, y Jesús, viendo el sufrimiento de su alma,
estará satisfecho.

1
Efesios 1:10.
2
Efesios 1:9ss.

165
166

166
167

167
168

168

Potrebbero piacerti anche