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Si examinamos las cifras económicas, Venezuela se parece a los países

azotados por las guerras civiles.

Se estima que su economía, que en el pasado fue una de las más ricas de
América Latina, se contrajo en un 10 por ciento en 2016, más que la de
Siria. Se estima que la inflación superará un 720 por ciento, casi el doble
que Sudán del Sur (que ocupa el segundo lugar en la lista de países con
mayor tasa), lo que ha convertido al bolívar en una divisa casi sin valor.

En Venezuela, que cuenta con las reservas probadas de petróleo más


grandes del mundo, la escasez de alimentos es tan aguda que tres de cada
cuatro ciudadanos han adelgazado de forma involuntaria, con una pérdida
de peso promedio de 8,5 kilos en 2016, según un sondeo.

En las calles de las ciudades abundan los mercados negros y la violencia.


La última tasa de homicidios reportada, en 2014, fue equivalente a la tasa
de víctimas civiles de la guerra de Irak en 2004.

Su democracia, durante mucho tiempo un motivo de orgullo, está cerca de


convertirse en la más antigua en colapsar debido a la implantación de un
modelo autoritario desde la Segunda Guerra Mundial. Las estrategias de
Nicolás Maduro para mantenerse en el poder, como la reciente
convocatoria a una constituyente, han desatado protestas y
una escalada represiva que ha provocado el fallecimiento de docenas de
personas en las últimas semanas.

Las democracias tradicionales no deberían hacer implosión de esta manera.


Steven Levitsky, un experto en ciencias políticas de la Universidad de
Harvard, dijo que Venezuela era uno de los “cuatro o cinco” casos. De esos
países, ninguno era tan rico ni colapsó de forma tan profunda. “En la
mayoría de los casos”, dijo, “el régimen renuncia antes de que empeore
tanto”.

La crisis venezolana se debe a una serie de medidas cuya progresión es


clara, en retrospectiva, y algunas de las cuales fueron muy populares
cuando se implementaron.

Un sistema bipartidista

Cuando se instauró la democracia en Venezuela en 1958, los tres partidos


más importantes del país —que luego se redujeron a dos— acordaron
alternarse en el poder y repartir los ingresos petroleros entre sus electores.

Ese pacto, concebido para preservar la democracia, terminó por dominarla.


Las élites de los partidos escogían a los candidatos y bloqueaban a las
figuras independientes, haciendo que la política respondiera menos a los
intereses colectivos. El acuerdo para compartir la riqueza que proviene de
los ingresos petroleros fomentó la corrupción.
La crisis económica de la década de 1980 hizo que muchos venezolanos
concluyera que el sistema estaba manipulado en su contra.

En 1992, unos militares liderados por el teniente coronel Hugo Chávez


Frías intentaron dar un golpe de Estado. Fracasaron y fueron encarcelados,
pero su mensaje antisistema resonó entre la población, catapultando a
Chávez a la fama.

El gobierno instituyó una serie de reformas destinadas a salvar el sistema


bipartidista, pero eso empeoró la situación y nuevos cambios en las reglas
electorales permitieron que otros partidos pudieran participar en los
procesos electorales. El presidente de ese momento, Rafael Caldera, liberó
a Chávez como un gesto de tolerancia.

Pero la economía empeoró. Cuando Chávez fue candidato a la presidencia


en 1998, su mensaje populista de devolverle el poder al pueblo lo llevó a la
victoria.

La eterna lucha del populismo contra el Estado

A pesar de la victoria de Chávez, los partidos tradicionales todavía


dominaban las instituciones gubernamentales que él veía como
antagonistas o incluso como amenazas potenciales.

Convocó una asamblea constituyente que aprobó una nueva constitución y


llevó a cabo purgas en los cargos gubernamentales. Algunas decisiones
fueron muy populares, como las reformas judiciales que redujeron la
corrupción. Otras, como la abolición del senado, parecían tener un objetivo
más amplio.

“Él estaba reduciendo los controles potenciales de su autoridad”, dijo John


Carey, un investigador en Ciencias Políticas del Dartmouth College. Carey
explica que debajo de su retórica revolucionaria, en realidad fue un
proceso de “ingeniería institucional bastante inteligente”.

La desconfianza hacia las instituciones a menudo lleva a los populistas,


que se ven a sí mismos como los verdaderos representantes del pueblo, a
consolidar su poder. Pero en muchas ocasiones las instituciones se resisten,
originando conflictos que pueden debilitar a ambos bandos.

“Incluso antes de la crisis económica, se ven dos cosas que los científicos
políticos identifican como las bases menos sostenibles para el poder: el
personalismo y el petróleo”, dijo Levitsky.

Cuando los miembros de los grupos empresariales y políticos se opusieron


a una serie de decretos ejecutivos en 2001, Chávez los declaró enemigos de
la Revolución.
Como el populismo describe a un mundo dividido entre las personas justas
y la élite corrupta, cada ronda de confrontación traza líneas entre diversos
puntos de vista calificándolos como legítimos e ilegítimos, lo que puede
polarizar a la sociedad.

Los partidarios y opositores de un líder como Chávez se encierran en una


lucha intensa con lo que justifican las acciones extremas.

Un golpe que lo cambió todo

En 2002, en medio de una recesión económica, la indignación contra las


políticas de Chávez se intensificó en protestas que amenazaron con
saquear el palacio presidencial.

Cuando el presidente le ordenó a los militares que restablecieran el orden,


fue arrestado y se instaló un presidente interino.

Chávez cambió la política exterior del país, alineándose con Cuba y con los
insurgentes armados colombianos, lo que enfureció a algunos líderes
militares. Los líderes golpistas se sobrepasaron en sus medidas al disolver
la constitución y la Asamblea Nacional, lo que desató las protestas que
rápidamente devolvieron a Chávez al poder.

En ese momento su mensaje de lucha revolucionaria contra los enemigos


internos dejó de parecer una metáfora para reducir la pobreza. Carey lo
define como un “momento enormemente polarizador” que le permitió
decir que la oposición “trataba de vender los intereses venezolanos”.

Él y sus partidarios empezaron a ver la política como una batalla radical


para su supervivencia. Las instituciones independientes eran vistas como
fuentes de peligro.

Las licencias de los medios críticos fueron suspendidas. Cuando los


sindicatos protestaron, fueron debilitados por listas negras o remplazados
completamente. Cuando los tribunales desafiaron a Chávez, suspendió a
los jueces hostiles y llenó al Tribunal Supremo de Justicia con sus
simpatizantes.

El resultado de todas esas medidas fue una intensa polarización entre dos
segmentos de la sociedad que ahora se veían como amenazas existenciales,
lo que destruyó cualquier posibilidad de negociación.

Apuesta por el caos urbano y los grupos armados

El golpe de 2002 le enseñó a Chávez que una alianza con los grupos
armados conocidos como colectivos podría ayudarle a controlar las calles
donde los manifestantes lo removieron del poder.
Los colectivos empezaron a recibir fondos gubernamentales y armas, por
lo que se convirtieron en agentes políticos. Los manifestantes aprendieron
a temerle a esos hombres que llegaban a dispersarlos, montados en
motocicletas de fabricación china, porque, a menudo, sus acciones
provocaban la muerte de algún manifestante.

El poder de los colectivos creció y llegaron a desafiar a la policía por el


control de diversas zonas. En 2005, expulsaron a la policía de una región
de Caracas, que tiene decenas de miles de residentes.

Aunque oficialmente el gobierno nunca aprobó esa violencia, elogió


públicamente a los colectivos, otorgándoles una impunidad tácita. Muchos
explotaron eso para participar en el crimen organizado.

Alejandro Velasco, profesor de la Universidad de Nueva York, estudia a los


colectivos y dijo que posteriormente esos grupos se unieron a criminales
“oportunistas” que aprendieron que “agregarle una pequeña dosis de
ideología a sus operaciones” podía garantizarles la impunidad.

La criminalidad y la anarquía florecieron, lo que aumentó las tasas de


homicidio.

La grave crisis económica

El presidente Nicolás Maduro, quien llegó al poder después de que Chávez


murió en 2013, heredó una economía desastrosa y poco apoyo entre
las élites y los sectores populares.

Desesperado ante esa situación, repartió el liderazgo. El Ejército, sector


con el que tiene menos influencia que su predecesor, se hizo con el control
de los lucrativos negocios de las drogas y los alimentos, así como de la
minería de oro.

Al no poder mantener los subsidios y programas de bienestar,


imprimió más dinero. Cuando eso impulsó la inflación y el aumento de los
precios de bienes básicos, también instituyó controles de precios y fijó el
tipo de cambio de la moneda.

Esto hizo que muchas importaciones fuesen extremadamente caras y


muchas empresas cerraron en consecuencia. La respuesta de Maduro fue
imprimir más dinero: la inflación volvió a crecer, por lo que la comida se
volvió muy escasa. Ese ciclo de medidas gubernamentales destruyó la
economía venezolana.

También empeoró la violencia callejera porque, al vaciarse las tiendas


estatales, se multiplicó el mercado negro. Los colectivos, al depender
menos del apoyo gubernamental, tomaron el mando de la economía
informal en algunas zonas y se volvieron más violentos y difíciles de
controlar.

Maduro trató de restablecer el orden en 2015, desplegando unidades


policiales y militares fuertemente armadas. Pero las operaciones se
convirtieron en “baños de sangre”, según Velasco, y muchos oficiales se
incorporaron en vez a las actividades delictivas.

Ni democracia ni dictadura

Después de años de erosión, el sistema político se ha convertido en un


híbrido de rasgos democráticos y autoritarios, una mezcla muy inestable,
según los expertos.

Sus reglas internas pueden cambiar día a día y los centros de poder
compiten ferozmente por el control. Esos sistemas han demostrado ser
mucho más susceptibles de experimentar un golpe o un colapso.

Maduro ha luchado para reafirmar su control, como suelen hacer los


líderes de esos sistemas.

Sin las relaciones personales de Chávez ni los grandes ingresos petroleros,


Maduro tiene poca influencia porque es sumamente impopular y su
control sobre las instituciones democráticas es muy débil.

Después de que la oposición ganó el control de la Asamblea Nacional en


2015, la tensión entre esos dos sistemas explotó en un conflicto directo. El
Tribunal Supremo de Justicia, lleno de magistrados leales al régimen, trató
de disolver los poderes de la legislatura. Maduro convocó una
asamblea constituyente a principios de mayo.

La paradoja de Venezuela, según Levitsky, es que el gobierno es demasiado


autoritario para coexistir con las instituciones democráticas, pero
demasiado débil para abolirlas sin correr el riesgo de colapsar.

Los manifestantes han tomado las calles, pero parece que las acciones de
las fuerzas de seguridad y los colectivos han logrado frenarlos. Francisco
Toro, un experto venezolano en Ciencias Políticas, dijo que no está claro
qué lado tomarán los militares si son llamados a intervenir.

Ninguno de los bandos parece ser capaz de ejercer el control. Ese sistema
político incapaz de acabar con el régimen o negociar ha alejado a
Venezuela de la riqueza y la democracia, llevándola al borde del colapso.

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