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I. INTRODUCCIÓN 8
Metodología: el itinerario de investigación 9
La convivencia y el conflicto 11
El contexto: ciudades sede de violencia armada 11
II. LA RUTA HACIA LOS ACUERDOS DE CONVIVENCIA 16
El evento que marcó el cambio: el origen de las Comisiones de Convivencia 17
Los acuerdos de convivencia y el funcionamiento de las comisiones 21
III. CLAVES PARA INSPIRAR ACUERDOS DE CONVIVENCIA 24
¿Qué son las comisiones de convivencia? 24
¿En qué consiste un pacto de convivencia? 24
Las Comisiones como práctica y logro colectivo que fortalece la convivencia 25
Creatividad de urgencia y estrategias en acción. La experiencia de Catuche
para el sostenimiento de los acuerdos 26
Las estrategias entre mujeres en los encuentros cotidianos 27
Las estrategias de las mujeres frente a los varones: 33
Los recursos sociales, materiales y culturales 44
Las acciones entramadas en las redes de soporte y contención 55
Algunas reflexiones sobre Catuche y la experiencia de las Comisiones
Fernando Giulíani 58
IV. PISTAS PARA LA CONVIVENCIA COMUNITARIA 60
1. La necesidad de politizar la violencia: La violencia como asunto de
convivencia 60
2. La necesidad del mejoramiento urbano y una base social-material para el
encuentro 60
3. La importancia de un discurso transformador de diálogo y humanización
capaz de interrumpir el ciclo fatal de la violencia armada 60
4. El fortalecimiento de la comunidad 61
5. Un modelo de organización y control social informal emergente de las
comunidades 62
6. La importancia de los recursos materiales para sostener la organización
comunitaria 63
7. La importancia de un acompañamiento constante y confiable de figuras
clave para sostener el diálogo y la mediación 63
8. El papel fundamental del apoyo sostenido de las redes sociales internas y
externas para contener la violencia armada 63
9. La urgencia de reivindicar la centralidad del Estado para la garantía
de convivencia 64
Los desafíos y amenazas vislumbradas 66
I. INTRODUCCIÓN
Esta propuesta se origina a partir de una investigación etnográfica
que se centra en la inspiradora experiencia de coraje encarnada
por un grupo de mujeres de un barrio caraqueño que se organizaron
en Comisiones de Convivencia, para construir e implementar una
serie de acuerdos con los jóvenes armados, que favoreció la
instauración de una tregua y cese al fuego.
El propósito de este documento es difundir la experiencia de
este acuerdo de convivencia con la voluntad de evidenciar que las
salidas a la violencia pasan por constituirla en un asunto de la vida
pública: el modo como convivimos y las condiciones para tener
una vida en común; se empeña asimismo en remarcar que la
empatía, el diálogo, el reconocimiento y el conflicto alumbrador se
evidencian mucho más fructíferos que el repliegue, la represión
ilegítima, la venganza y el uso de armas.
Las Comisiones de Convivencia en Catuche, fundadas en el
2007 articularon estrategias que permitieron a dos sectores de la
comunidad (La Quinta y Portillo), enfrentados durante décadas
acumulando un saldo de más de cien jóvenes asesinados junto a
una vivencia crónica de zozobra, acordar una tregua que ha
mantenido a los dos sectores sin una sola muerte violenta entre
vecinos a lo largo de cinco años.
Estas páginas buscan asentar y dar cuenta de este proceso de
transformación. La emergencia y consolidación de las Comisiones
de Convivencia han implicado el paso del miedo del repliegue al
miedo que moviliza; la mutación de la indiferencia a la implicación
personal y colectiva; el giro de la resignación individual a la
resistencia colectiva frente a una zozobra que sometía la vida
cotidiana. Los acuerdos de convivencia y el cese del fuego han
implicado sobretodo el establecimiento de una cultura emergente
de convivencia pacífica. Esta cultura se expresa en unas prácticas
y vocabulario propio que se ha popularizado después de décadas
de enfrentamientos, no como expectativa, sino como logro
colectivo: “Estamos tranquilos”, “estamos en paz”, “vamos a
hablar”, “vamos a escuchar qué tiene que decir”.
Igualmente, estas páginas quieren constituirse en pistas para la
acción, claves que permitan vislumbrar maneras posibles de establecer
convivencia a partir del reconocimiento de aquello que nos hace
humanos: la capacidad de apalabrar para forjar acuerdos y conflictos
que funden modelos para el estar juntos, asumiendo nuestra interdependencia
por compartir este espacio y esta condición de ciudadanía
en la que nos reconocemos los venezolanos.
LA CONVIVENCIA Y EL CONFLICTO
Como punto de partida, advirtamos solamente que cuando decimos
convivir en este espacio, la convivencia no se entiende como
ausencia de conflicto. Se entiende como modo de reconocimiento
en el que se dirimen las tensiones propias de la vida en común,
eso sí, puestas en el juego de los diálogos e interpelaciones, no de
las armas y las aniquilaciones que impedirían el conflicto y la
relación, por la negación del otro.
Preocuparse sobre esta manera de convivir en el espacio
citadino, por parte de esta multiplicidad de nosotros y otros, nos
remite a la noción de ciudadanía. La definición que propone E.
Jelin (1996) nos parece sugerente para hilar este texto: “desde
una perspectiva analítica, el concepto de ciudadanía refiere a una
práctica conflictiva vinculada al poder, que refleja las luchas
acerca de quiénes podrán decir qué en el proceso de definir
cuáles son los problemas comunes y como serán abordados (…).
En suma, tanto la ciudadanía como los derechos están siempre en
proceso de construcción y cambio (Jelin, 1996: 104).
Así, el conflicto es intrínseco a la convivencia, entendiendo el
conflicto como relación donde algo está en juego entre actores que
en distintas posiciones y con diferentes recursos se reconocen y se
aprehenden como interdependientes por compartir un espacio y
una condición de ciudadanía.
EL CONTEXTO: CIUDADES SEDE DE VIOLENCIA ARMADA
La violencia que nos afecta a los venezolanos puede percibirse
en los datos asentados por las entidades oficiales. Se sabe que en
Venezuela la tasa de homicidios es de 50 por cien mil habitantes.
Esta magnitud nos ubica junto con El Salvador o Colombia, naciones
que han confrontado conflictos armados en el pasado reciente o
en la actualidad, entre los países con mayor violencia en el continente.
Adicionalmente, el conocimiento de que la gran mayoría de
estos asesinatos se cometen con armas de fuego1, revela que en
Venezuela vivimos una situación que se ha denominado en la
literatura como de violencia armada en contextos no bélicos
(Pinheiro, 2006). Es una violencia que puede caracterizarse
además como urbana y social, puesto que se conoce que la mayor
parte de los homicidios suceden en las urbes donde se concentran
mayor riqueza y movimiento económico y mayor desigualdad social (Zaluar, 1997), donde sectores de la
población, como los varones
jóvenes de sectores populares, experimentan una persistente
exclusión a pesar de esfuerzos de inclusión en programas sociales
(Zubillaga, 2010).
También se puede decir que es una violencia de carácter
difuso pues no se trata de un conflicto central sino que se
expresa en una conflictividad expandida en la que resalta por
un lado, una dimensión económica e instrumental expresada
en la orientación de actores hacia el control de los recursos o
actividades económicas clandestinas, como el tráfico de drogas,
de armas y el crimen organizado. Por otro lado, se destaca una
dimensión que podría denominarse infrapolítica, manifiesta en
el quiebre del vínculo social (Wieviorka, 2004), en el deterioro
de instancias fundamentales de la vida social como la policía y
el sistema de administración de justicia, en la incapacidad de
reconocer la humanidad del otro; en el exceso de la respuesta
frente a la inoperancia de las instituciones que se traduce en la
eliminación del otro y que por su letalidad en Venezuela ha
adquirido los saldos de un conflicto armado.
Podríamos decir muy rápidamente que una intrincación de
procesos se han entretejido en nuestra historia contemporánea
para configurar esta violencia, que no es menester abordar en
este sucinto texto. Quizás, sólo vale la pena mencionar que aún
cuándo se pueden rastrear los orígenes de esta violencia en la
urbanización acelerada y ciudadanías dilaceradas de la Venezuela
de la mitad de Siglo XX; en el deterioro sostenido de las condiciones
de vida y la ruptura de la esperanza de una mejor vida de los
años ochenta; en el debilitamiento del Estado y la extensión de
redes de tráficos ilegales a escala mundial en los años noventa;
con el inicio del nuevo siglo nuevas problemáticas se hicieron
evidentes en este país configurando esta inédita violencia. Aquí
sólo apuntemos: el auge de la tensión política que ha tenido
como hitos eventos de franca confrontación y que ha contribuido
todavía más al deterioro de la policía, del sistema de justicia y a
una marcada desinstitucionalización general; la conflictividad
expandida que ha coadyuvado a su vez a la multiplicación de
armas entre la población así como a la conformación de un
clima de intensa animosidad; la incapacidad del Estado para
controlar las armas; los excesos desde sus instancias policiales, la
persistente exclusión de los varones jóvenes de sectores populares
y por último, la conformación de un discurso que define como
la “solución” más expedita a la violencia, la “eliminación de los
Pistas para la Acción 15
delincuentes”, que no ha hecho sino expandir la incapacidad
de reconocernos como humanos y multiplicar las muertes.
Todos estos factores nos parece se vinculan de manera decisiva y
marcan la particular letalidad de la violencia actual en nuestro
país.
La vulnerabilidad frente a esta violencia no se distribuye al
azar; existe una distribución diferencial del riesgo de morir
violentamente: son los jóvenes varones de sectores populares
los que están muriendo de esta manera. De acuerdo a la
última Encuesta Nacional de Victimización (año 2009), el 81%
de las víctimas de homicidios son varones, y la gran mayoría
(83%) proviene de sectores en desventaja (INE, 2010). De
modo que en la Venezuela del Siglo XXI, ser hombre, joven,
habitante de sector popular, en una ciudad, implica la acumulación
de atributos que marca el vivir signado por una alta probabilidad
de morir violentamente.
Ahora bien, si los datos que hemos presentado nos ayudan
a caracterizar la violencia, nos dicen poco sobre las nuevas
prácticas de miedo extremo que se han instaurado en los
sectores populares. Igualmente, estos datos nos dicen poco
del dolor experimentado por las familias y los duelos que se
encadenan. Si jóvenes varones están muriendo de esta
manera, junto a ellos quedan las madres, abuelas, hermanas,
tías, tíos, hermanos, padres con el inefable dolor del duelo.
Los relatos que hemos recogido estos años refieren la
experiencia de vivir en contextos de conflictividad armada; el
vocabulario utilizado, es el de las víctimas de guerra: “los primeros
en caer”, nos dijo una mujer, quien al vivir en una de las casas
más externas, recibía cotidianamente disparos y en efecto,
niños de su familia fueron alcanzados: