Quien se precie, no sin cierta delicadeza audaz de mitómano, de higienizar las
plumas en los lavaderos editoriales del periodismo, no debe olvidar la máxima de Janet Malcolm: “Todo periodista que no sea demasiado estúpido o demasiado engreído para no advertir lo que entraña su actividad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno”. Si aún posemos algún sesgo de capacidad de análisis, entenderemos que lo que suelta Malcolm no es sino una crítica contundente al oficio, implacable porque ventila su verosimilitud implícita, íntima muchas veces, que en términos metafóricos aludiría a sacarle un ojo a nuestro interlocutor con finos versos de cirugía, a molerle el alma con los filos de la sospecha y otras cosas así. ¿Cómo profundizar en la ética, si cuando se inclina para alguno de sus lados la balanza nos exhibe la verdad periodística como un tumor o una perla? ¿Será que los periodistas asumen la roída toga del justiciero en los suburbios de la barriada, sólo para darle brillo a lo pusilánime? ¿O viceversa, suben con sus Kalashnikov de prosperidad a los atrios del poder sólo para recubrir los retretes con tinta de plata. En “El periodista y el asesino”, Janet Malcolm advierte que “los periodistas justifican la duplicidad de distintas maneras, según sus temperamentos. Los más pomposos hablan de libertad de expresión y del derecho del público a saber. Los menos talentosos hablan de arte. Los más correctos murmuran sobre ganarse la vida”. Y no está mal, si el asunto –la escritura y su repercusión– únicamente fuese tratado como un dilema moral. Al no ser así, gracias al candor provinciano de la credibilidad ciudadana y a la ñoñería oficialista de la institución –maquiavélica por abolengo, sangrada por orden divino–, el paradigma del periodismo se trastoca y se transforma: varía la pena espiritual de sus resultados. Lo que se lee en la prensa, la más de las veces es sólo el infortunio de una humillación concertada, la radicalidad burócrata pasada por “realidad”, el apunte del escarnio filtrado como boletín de pobreza, seguido de un largo etcétera, etcétera. (“No hay, para un periodista, ponzoña peor que el barro fofo donde chapotean el eufemismo y la corrección política y, sin embargo, ese barro abunda”, nos advierte Leila Guerriero.) ¿A esto llamamos periodismo? ¿Comunicadores que vienen de afilar sus instrumentos en los cursos exponenciales de Facebook? ¿Apuntadores diplomados en un santuario donde los criterios redundan sobre los males como un placer vergonzable en el hombre, seguidos de sus linchamientos en legión? Quizá, algo se deja ver en sus negras escamas de herencia instructiva. Aquí, en el hablar y escribir con propiedad y juicio literario (con su poética de champagne y su aterradora, lúdica y lúcida manera de decir), como instaba el periodista Albert Camus, es donde nuestra vieja generación intelectual, pletórica de experiencias artísticas y culturales, aprendió que “uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma, y que a veces el coraje no obtiene recompensa”. Lo que se dice o se calla, entiéndalo bien, está sujeto al criterio o interés del poder que manda. De nosotros dependerá leer lo que no se escribe, oír lo que no se dice, ver lo que no se muestra… Rehacer, en pocas palabras, el periódico a través de una obstinada lectura crítica.