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CARTOGRAFÍA DE LA EXPERIENCIA PERIODÍSTICA

Por Rael Salvador

Quien se precie, no sin cierta delicadeza audaz de mitómano, de higienizar las


plumas en los lavaderos editoriales del periodismo, no debe olvidar la máxima
de Janet Malcolm: “Todo periodista que no sea demasiado estúpido o
demasiado engreído para no advertir lo que entraña su actividad sabe que lo que
hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de
confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas,
que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento
alguno”.
Si aún posemos algún sesgo de capacidad de análisis, entenderemos que lo que
suelta Malcolm no es sino una crítica contundente al oficio, implacable porque
ventila su verosimilitud implícita, íntima muchas veces, que en términos
metafóricos aludiría a sacarle un ojo a nuestro interlocutor con finos versos de
cirugía, a molerle el alma con los filos de la sospecha y otras cosas así.
¿Cómo profundizar en la ética, si cuando se inclina para alguno de sus lados la
balanza nos exhibe la verdad periodística como un tumor o una perla?
¿Será que los periodistas asumen la roída toga del justiciero en los suburbios de
la barriada, sólo para darle brillo a lo pusilánime? ¿O viceversa, suben con sus
Kalashnikov de prosperidad a los atrios del poder sólo para recubrir los retretes
con tinta de plata.
En “El periodista y el asesino”, Janet Malcolm advierte que “los periodistas
justifican la duplicidad de distintas maneras, según sus temperamentos. Los más
pomposos hablan de libertad de expresión y del derecho del público a saber.
Los menos talentosos hablan de arte. Los más correctos murmuran sobre
ganarse la vida”.
Y no está mal, si el asunto –la escritura y su repercusión– únicamente fuese
tratado como un dilema moral.
Al no ser así, gracias al candor provinciano de la credibilidad ciudadana y a la
ñoñería oficialista de la institución –maquiavélica por abolengo, sangrada por
orden divino–, el paradigma del periodismo se trastoca y se transforma: varía la
pena espiritual de sus resultados.
Lo que se lee en la prensa, la más de las veces es sólo el infortunio de una
humillación concertada, la radicalidad burócrata pasada por “realidad”, el
apunte del escarnio filtrado como boletín de pobreza, seguido de un largo
etcétera, etcétera.
(“No hay, para un periodista, ponzoña peor que el barro fofo donde chapotean
el eufemismo y la corrección política y, sin embargo, ese barro abunda”, nos
advierte Leila Guerriero.)
¿A esto llamamos periodismo? ¿Comunicadores que vienen de afilar sus
instrumentos en los cursos exponenciales de Facebook? ¿Apuntadores
diplomados en un santuario donde los criterios redundan sobre los males como
un placer vergonzable en el hombre, seguidos de sus linchamientos en legión?
Quizá, algo se deja ver en sus negras escamas de herencia instructiva.
Aquí, en el hablar y escribir con propiedad y juicio literario (con su poética de
champagne y su aterradora, lúdica y lúcida manera de decir), como instaba el
periodista Albert Camus, es donde nuestra vieja generación intelectual,
pletórica de experiencias artísticas y culturales, aprendió que “uno puede tener
razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma, y que a veces el
coraje no obtiene recompensa”.
Lo que se dice o se calla, entiéndalo bien, está sujeto al criterio o interés del
poder que manda. De nosotros dependerá leer lo que no se escribe, oír lo que
no se dice, ver lo que no se muestra…
 Rehacer, en pocas palabras, el periódico
a través de una obstinada lectura crítica.

raelart@hotmail.com

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