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Sergio Andrés Vahos Pamplona

C.C. 1036956682

¿Por qué las prácticas científicas son convencionales?

Para saber por qué las prácticas científicas son convencionales, se debe averiguar qué significado
tiene aquí “convencional”. Una definición común que podemos encontrar es: “norma o práctica
aceptada socialmente por un acuerdo general o por la costumbre”. Esta definición sugiere que las
prácticas científicas se rigen por tradiciones. Por ende, es necesario conocer en qué consisten dichas
prácticas y por qué poseen el carácter de convencionales. El conocimiento científico se construye a
partir de la teorización. “Teorizar […] es una práctica que genera un cuerpo de saber explícitamente
formulado acerca de cierto ámbito” (pág. 16), sin embargo, encontramos dos acepciones de lo que
significa saber. Por un lado saber consiste en realizar satisfactoriamente una actividad, por otro,
consiste en conocer y formular explícitamente propiedades o características de la actividad. Por
ejemplo: un sujeto puede aprender a tocar un instrumento musical empíricamente, éste puede
establecer relaciones por medio de la experiencia sobre cómo operan las partes que hacen que el
instrumento funcione y hasta puede componer melodías y descubrir qué sucesiones de sonidos se
configuran mejor que otras. Pero todo esto, no es más que un saber implícito, puesto que al no
conocer los principios que lo hacen posible, no puede dar razón de sí mismo. Por tanto, teorizar
puede poseer cualquiera de estas dos acepciones de saber, porque, a pesar de generar un cuerpo
de saber explícitamente formulado, éste puede ser formulado bajo principios que aún se
encuentran implícitos, tal como lo plantean Diez y Moulines: “Teorizar, como hablar o argumentar,
también es una actividad que se puede realizar sin saber formular explícitamente los principios que
la guían” (pág. 16). Sin embargo, “si denominamos "saber" en sentido estricto a la formulación
explícita de cierto conocimiento, entonces teorizar produce saber en sentido estricto, mientras que
proferir oraciones gramaticales, argumentar o practicar un deporte, no”. (pág. 16). Al reconocer que
la función de las prácticas científicas es producir saber en sentido estricto, pasaremos a considerar
qué elementos le otorgan su convencionalidad, pero antes debemos responder a la siguiente
pregunta:

¿Qué diferencia hay entre los saberes de primer y segundo orden?

Las disciplinas que tienen como objeto de teorización objetos o fenómenos particulares de
determinado ámbito producen saberes de primer orden. Se podría pensar que reciben el nombre
de primer orden, precisamente porque este tipo de saberes tiene un contacto directo con el objeto
de estudio, y en la medida que lo ordena de acuerdo a las dimensiones descriptivo-normativa e
interpretativa (que analizaremos más adelante para explicar la convención) conforman un primer
saber. “Decimos que es un saber de segundo orden, un saber que tiene otro saber por objeto, saber-
objeto que se considera en ese contexto un saber de primer orden” (pág. 16). Se podría pensar
también que este tipo de saber recibe este nombre porque, está subordinado a los de primer orden
y constituye una segunda teorización a partir de una primera. Así pues, los de primer orden teorizan
sobre un objeto, mientras que los de segundo orden teorizan sobre la teorización misma. Pero, ¿qué
sentido tiene teorizar a partir de otra teorización? En este punto, entra el papel de la filosofía de la
ciencia, por eso, para responder esta pregunta, es necesario identificar brevemente la función y la
naturaleza de la filosofía de la ciencia.

La filosofía de la ciencia hace parte de los estudios metacientíficos, entendidos como “diversas
teorizaciones de segundo nivel sobre las teorizaciones científicas de primer nivel” (pág. 17). “La
filosofía de la ciencia tiene por objeto poner de manifiesto o hacer explícitos los aspectos filosófico-
conceptuales de la actividad científica” (pág. 19), por ende, lo que la diferencia de las demás
disciplinas es que “del resto de los estudios sobre la ciencia se distingue por su carácter filosófico, y
del resto de disciplinas filosóficas se distingue porque su objeto es la ciencia” (pág. 19). En cuanto a
la función de la filosofía de la ciencia, es ella un saber reflexivo, porque en cuanto análisis
conceptual, parte de las intuiciones sobre los conceptos, teoriza sobre ellos, y como resultado de
dicha teorización, conlleva a situaciones conceptuales, las cuales la mayoría de las veces conducen
a revisiones sobre las intuiciones conceptuales que constituyeron el punto de partida teórico de la
actividad científica. Dicho esto, podemos establecer que los saberes de primer orden corresponden
a estudios científicos que se encuentran enmarcados por un paradigma, lo cual supone aceptar
teorías dadas por la tradición; y los de segundo orden, corresponden a estudios metacientíficos que
se encargan de cuestionar y replantear el paradigma de investigación.

Ahora bien, podemos pasar a analizar qué elementos son los que otorgan convencionalidad a las
prácticas científicas. Diez y Moulines nos dicen: “no todo comportamiento guiado por reglas se
puede calificar de convencional, ni siquiera cualquier actividad regulada que requiera alguna
capacidad representacional. Sólo son convencionales las conductas reguladas cuya realización
supone el uso de representaciones de segundo orden específicas” (pág. 21). Como se señaló
anteriormente, la investigación de los principios de la ciencia comprende dos dimensiones que se
complementan entre sí: la descriptivo-normativa y la interpretativa. En el lenguaje de la ciencia que
supone teorizar, están presentes siempre la descripción y la “legislación”, algunas veces una ejerce
mayor relevancia que la otra, y en algunos casos también está presente la interpretación. Pero lo
que permiten evaluar las prácticas científicas son constitutivamente las dimensiones interpretativa
y descriptiva, según los autores “descripción y prescripción no siempre se oponen. En concreto, no
se oponen cuando son relativas a las prácticas convencionales: las prácticas convencionales se
atienen a convenciones o reglas, y la descripción de tales convenciones tiene implicaciones
normativas” (pág. 20). Entonces, el hecho de que “una actividad convencional es pues una actividad
que está regida por normas seguidas implícita o inconscientemente por los que llevan a cabo dicha
actividad” (pág. 21), expresa que las prácticas científicas son convencionales cuando a partir de una
concepción común se desarrolla toda una interpretación sobre algún fenómeno que solamente
permite calificar el desarrollo de la actividad como correcto o incorrecto (principio de identidad).

La filosofía de la ciencia es parcialmente convencional, ya que “una de las tareas de la filosofía de la


ciencia es el análisis y reconstrucción de las teorías científicas” (pág. 23), y esa tarea es
fundamentalmente interpretativa. Es importante resaltar que “la actividad científica no sólo
involucra prácticas convencionales, también involucra esencialmente entidades, constructos
científicos” (pág. 23) como conceptos, leyes y teorías que son construcciones de ciertas
comunidades que expresan una realidad cultural que debe ser interpretada. Si recordamos que
teorizar no sólo consiste en prescribir y describir, sino que también implica representaciones de
segundo orden; entonces, queda dicho que dentro de las “creencias sobre las creencias y deseos de
otros” (pág. 21) por medio del análisis conceptual-reflexivo, se deben reconstruir las intuiciones o
marcos conceptuales que representan teorías, puesto que “toda teoría es interpretación, y ello vale
naturalmente también, y muy especialmente, para las teorías que produce la filosofía de la ciencia”
(pág. 24)

Referencias
Diez, J. A., & Moulines, C. U. (1997). Fundamentos de la Filosofía de la Ciencia. Barcelona: Ariel.

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