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BUENOS PARA NADA: EL REALISMO

JUSTICIALISTA
Mark Fisher, teórico de la depresión, adaptado a la política argentina. Un nuevo capítulo
de la lucha de la militancia kirchnerista versus el arte del entristecimiento, la voluntad de
perder y –para poner un ejemplo– la entrecomillable “cumbre de Gualeguaychú”.

Mark Fisher se desafilia del PJ


La depresión es el tema de moda en la crítica cultural, y Mark Fisher debe ser su principal
teórico. Fisher ha publicado varios libros, y dos de ellos tienen edición argentina por el
sello Caja Negra: Realismo capitalista (celebrado por Slavoj Zizek como “un despiadado
retrato de nuestra miseria ideológica”) y Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre
depresión, hauntología y futuros perdidos (compilación de artículos sobre música y teoría
cultural). La idea básica de Fisher es que el neoliberalismo cancela lentamente la capacidad
de imaginar un futuro igualitario, de manera que el cuerpo social se sumerge en la
depresión, es decir, en la parálisis. Fisher escribe: “Esta depresión se manifiesta en la
aceptación de que las cosas empeorarán (para todos excepto para una pequeña élite), de que
tenemos suerte por el mero hecho de tener trabajo (así que no tenemos que esperar salarios
que le sigan el paso a la inflación)”. Y apenas más adelante: “La depresión colectiva es el
resultado de un proyecto de resubordinación de la clase dirigente. Desde hace un tiempo,
cada vez aceptamos más la idea de que no somos el tipo de personas que puedan actuar”.
Mark Fisher se suicidó en 2017, con 47 años; ese gesto cerró el dramático caso del crítico
cultural que se vio derrotado por su objeto.
Estas frases de Fisher, ¿a qué nos suenan? No caben dudas: a nuestra dirigencia
“dialoguista-justicialista”: no podemos ganar en 2019, nada puede cambiar, “a la gente le
entró la bala de la corrupción”, “es imposible enfrentar a Vidal”, “Macri gana cómodo un
balotaje”… Depresión, depresión, sí, pero legitimada: porque revolotean aún en el
firmamento intelectual los ensayistas de cuarta categoría, si bien “progresistas”, que nos
intiman a aceptar la superioridad de Cambiemos, incluso su “épica” –a contemplar su
inevitabilidad, y sobre todo nuestra culpa por ello… Libros y libros destinados a
explicarnos que era obvio que perdiéramos, siendo todo lo pésimos que éramos,
considerando todos los errores cometidos: culpa de Cristina y la militancia, el
hiperkirchnerismo, los ideologizados… Fisher escribió en primera persona: “Mi depresión
siempre estuvo atada a la convicción de que yo era literalmente un bueno para nada”. Los
ensayistas de cuarta, voceros del dialoguismo justicialista, modulan la frase en la segunda
persona del plural: “ustedes, kirchneristas, deprímanse: son buenos para nada”.
Por supuesto, el corolario político de esta depresión teorizada es que la táctica sólo puede
ser una: “moderarnos”, o sea, perder identidad para evitar la confrontación (o sea: “Cristina
no”). Ganar no es posible, no porque los argentinos sean macristas sino fundamentalmente
porque los kirchneristas son unos inútiles, así que todo lo que queda por hacer es negociar,
bajar las banderas, “esconderlas”, “2023”, etc. Retirarse, o al menos hacer una autocrítica,
sufrir bajo la convicción de que “tenemos que aprender de ellos”, “necesitamos un Durán
Barba”, “brutal eficacia de Macri”: estas sentencias tenebrosas se agolpan una tras otra y se
aplastan entre sí, como en una avalancha, sin producir ningún conocimiento –solamente
ataques de pánico, es decir, parálisis emocional: depresión. Lo que llamamos realismo
justicialista.

Realismo justicialista
Hace unos meses, Ricardo Aronskind publicó un artículo llamado “Sobre la depresión
kirchnerista”, que contextualizaba y discutía el clima de abatimiento post-electoral. Su
texto era agudo y útil. Sin embargo, es preciso variar el eje del problema: la depresión no
está en el kirchnerismo, está en el dialoguismo justicialista. Si entendemos la depresión en
el sentido de Fisher –no un problema psicológico individual, sino una estrategia neoliberal
de dominación–, no caben dudas que no hay nada más depresivo que Pichetto, Urtubey,
Bossio, Bertone… nada más angustiante que esa “cumbre de Gualeguaychú” que se prepara
para el 6 de abril, de la que el cronista ultraclarinista Pablo Ibáñez dice que “tendrá perfil
nacional y anti K, y que con los meses irá tomando un tono más crítico de la Casa
Rosada…” ¡Qué tristeza! ¡Cuánto desánimo junto! Es toda gente que parte de la premisa de
perder, que voluntariamente quiere perder (y que, además, ya perdió), gente que le quita
todo entusiasmo al hecho mismo de hacer política. Veamos: el realismo justicialista
consiste en decir que transformar la realidad es imposible, o sea, que el kirchnerismo no va
a volver nunca. Consiste en la destrucción de todo lineamiento ideológico (votar a los
buitres, votar la Reforma Previsional) y en la abolición de la esperanza. No es tanto la
eternización de Macri, sino sólo del no-kirchnerismo (“no vuelven más”): es una especie de
nueva teoría de los dos demonios, según la cual el kirchnerismo engendró al macrismo, y si
queremos liberarnos de uno tendremos que librarnos a la vez del otro. Por eso se puso de
moda reprimir el inocente cantito “vamos a volver”: no, no se debe cantar eso, porque la
gente quiere algo nuevo, nadie vota para atrás –y menos votaría a los inservibles
kirchneristas, cuya ideologización filo-soviética (la teoría es de Pichetto-Natanson) les
impidió ver lo que vio el realismo justicialista: que no se puede fundar un nuevo país, que
todo irá empeorando paulatinamente hasta la indignidad total, o como lo dice Fisher: sólo
podemos vivir en la “lenta cancelación del futuro”.
El realismo justicialista es, ante todo, anti-militante, y esto hay que entenderlo en sentido
global: no solamente está enemistado con la militancia, sino también con su premisa
“idealista” básica, según la cual la realidad se puede transformar de acuerdo a la propia
voluntad. La militancia es, en su propio concepto, optimista: como le dijo Cristina a David
Viñas en aquel programa de televisión del 2001, “yo tengo la obligación de ser optimista”.
El realismo justicialista tiene en cambio la obligación paradójica de militar el pesimismo
para deprimir a la sociedad; su tarea es la cancelación de las alternativas al macrismo, la
censura del porvenir, el “peronismo reciclado”. Es una estrategia de dominación:
obviamente, y solamente.
Cambiemos es un partido auténticamente de “realismo capitalista”: lo que ofrece a la
sociedad son mediocres sueños como poner una cervecería, “ser emprendedor”, viajar en
low cost a Córdoba –en resumen, la depresión misma. El kirchnerismo, en cambio, propone
grandes valores como la igualdad, la solidaridad, y también “Argentina potencia”: o sea, la
idea de que mediante el desarrollo podríamos llegar a ser un país importante, que
podríamos sentir orgullo por nosotros mismos. El realismo justicialista, mientras tanto, se
limita a decir que esto último es imposible: somos buenos para nada; somos, en realidad,
malos para nosotros mismos.
Quizá la definición más sintética del realismo justicialista deba buscarse en la tristísima
conclusión de Fisher: “cada vez aceptamos más la idea de que no somos el tipo de personas
que puedan actuar”. El realismo justicialista nos quiere obligar a aceptar la impotencia
porque es impotente (con todo respeto, se podría decir que los “buenos para nada” son
Bossio, etc…). Pero la militancia kirchnerista “fanática”, “ideologizada”, “filosoviética”,
“protomontonera”, “sunnita” (invención de Natanson) invierte esa idea: somos, cada uno de
nosotros, el tipo de personas que pueden actuar. Esto se llama también empoderamiento y
es una tendencia realmente existente en la política argentina, una posibilidad continuamente
abierta, la única que tiene algo digno de ser llamado “futuro”: el kirchnerismo.

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