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Cuando hablamos de valor, generalmente nos referimos a las cosas materiales, espirituales, instituciones,
profesiones, derechos civiles, etc., que permiten al hombre realizarse de alguna manera.
El valor es, entonces, una propiedad de las cosas o de las personas. Todo lo que es, por el simple hecho de
existir, vale. Un mismo objeto (persona o cosa) puede poseer varios tipos de valores, por ejemplo, un coche
puede ser útil además de bello.
El valor es pues captado como un bien, ya que se le identifica con lo bueno, con lo perfecto o con lo valioso.
Los valores valen por sí mismos, se les conozca o no. Van más allá de las personas, es decir, trascienden, por
lo que son y no por lo que se opine de ellos.
Todos los valores se refieren a las necesidades o aspiraciones humanas. Las personas buscamos satisfacer
dichas necesidades.
Desde la perspectiva ética, un objeto tiene mayor valor en la medida en que sirve mejor para
la supervivencia y mejora del ser humano, ayudándole a conseguir la armonía y la
independencia que necesita y a las que aspira.
Es por tanto esencial que los valores que se elijan y que se persigan en la propia vida se
correspondan con la realidad del hombre, es decir, sean verdaderos. Porque sólo los valores
verdaderos pueden conducir a las personas a un desarrollo pleno de sus capacidades
naturales. Puede afirmarse que, en el terreno moral, un valor será verdadero en función
de su capacidad para hacer más humano al hombre.
Puedo elegir como ideal el egoísmo, en la forma de búsqueda de la propia comodidad y del
propio bienestar, desestimando las exigencias de justicia y respeto que supone la
convivencia con otras personas y que exigen renuncias y esfuerzos. La personalidad se
volverá entonces insolidaria, ignorando los aspectos relacionales y comunicativos esenciales
en el ser humano. Hecha la elección, el crecimiento personal se detendrá e iniciará una
involución hacia etapas más primitivas del desarrollo psicológico y moral.
Por el contrario, si se elige como valor rector la generosidad, concretada en el esfuerzo por
trabajar con profesionalidad, con espíritu de servicio, y en la dedicación de tiempo a causas
altruistas y solidarias, entonces se favorecerá la apertura del propio yo a los demás,
primando la dimensión social del ser humano y estimulando el crecimiento personal.
Pero así como hay una escala de valores morales también la hay de valores inmorales o antivalores. La
deshonestidad, la injusticia, la intransigencia, la intolerancia, la traición, el egoísmo, la irresponsabilidad, la
indiferencia, son ejemplos de esto antivalores que rigen la conducta de las personas inmorales. Una persona
inmoral es aquella que se coloca frente a la tabla de los valores en actitud negativa, para rechazarlos o
violarlos. Es lo que llamamos una "persona sin escrúpulos", fría, calculadora, insensible al entorno social.
El camino de los antivalores es a todas luces equivocado porque no solo nos deshumaniza y nos degrada, sino
que nos hace merecedores del desprecio, la desconfianza y el rechazo por parte de nuestros semejantes,
cuando no del castigo por parte de la sociedad.
Las problemáticas juveniles, a pesar de no visibilizarlas, han estado presentes en la cotidianidad de la ciudad,
al punto de evidenciarse una constante de comisión de hechos delictivos y de los niveles de reincidencia en
los adolescentes en conflicto con la ley.
En general las categorías de conflictividades, objeto de estudio, no llegan a ser problemáticas, en las que sus
manifestaciones no escalan a estados de violencia a tal punto que no inciden en los índices de homicidio en la
ciudad.