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UNAM/Facultad de Arquitectura

Materia: Antropología Urbano Arquitectónica


Profesor: Ortega Chávez Germán
Osalde Ugalde Valeria
No. de cuenta 312010287

¿Es el juego un espacio-tiempo para crear comunidad? Algunas reflexiones

Cuando pensamos en el juego, en lo que implica estar en el juego (in-ludere), quizás una

de las primeras imágenes que pueden venirnos a la cabeza, desde cierta óptica de lo

familiar, sea la del sujeto que arroja los dados al tablero o bien la de aquél que toma una

carta, a la espera de que su estrategia, esa que quizás lleva ya orquestando desde

algunos turnos atrás, dé resultado. A primera vista, pues, podríamos decir que en el juego,

sin importar de cuál se trate, no hay más que el sujeto, con toda la omnipresencia y

omnipotencia de su yo, y de su plan para resultar vencedor, apuesta en la que lo entrega

todo. Sin embargo, si lo pensamos con mayor detenimiento (bajo una óptica, si se quiere,

más “desfamiliarizante”), no hay más verdad que ésta: en el juego, bajo sus reglas y

dentro del espacio-tiempo que inaugura —ese que no responde al tiempo cronológico ni a

los espacios de la cotidianidad— en realidad no hay sujeto alguno, no se trata de otra

cosa que del azar.

Ciertamente lo anterior puede resultar paradójico. Sin duda alguna quien entra en

el juego es un sujeto, una primera persona del singular: yo entro en el juego. Pero quien

está in ludere no soy más yo, sino una ausencia de mi mismo, una huella, un fragmento

de mi persona que ya no planifica nada, ya no orquesta nada, porque nada puede ser

orquestado por nadie en el juego; al contrario, lo único que se puede hacer —y esto

ocurre desde que se arrojan por primera vez los dados— es entregarse al puro

acontecimiento. Es el juego el que se va orquestando a sí mismo y nosotros no somos

más que sus componentes. He aquí la paradoja: entramos en el juego, en tanto sujetos,

para perder al sujeto.


En ese sentido cabría preguntarse ¿qué es entonces lo que se configura en el

juego si no se trata de un ego (como quizás lo querría Descartes) que traza su plan para

obtener la victoria? Extrapolando lo que Georges Bataille, escritor y filósofo francés, dice

acerca del erotismo y lo sagrado, podríamos decir que dentro del juego aquello que se

forma es la continuidad de los sujetos, un “estar en el mundo a la manera de una ola

perdida en al multiplicidad de las olas”1 . En el ludus no somos más que una ola en la

inmensidad del mar o que una hoja que se pierde entre la espesura del bosque. Pero hay

algo más, ya que cuando jugamos no lo hacemos solos; siempre contamos, ya sea para

competir o para formar equipo, con la presencia, o mejor dicho, con las huellas del otro.

Jugamos con el otro, con los otros. Incluso en el Solitario, juego pensado para hacerle

honor a su nombre, podemos ver los restos de ese otro que, parafraseando a Rimbaud,

soy yo2. Así, puede que haya algo más que se configura dentro del juego y que solo cierto

nivel perceptivo y sensible nos permitiría vislumbrar. A la vez que se pierde el sujeto en la

continuidad del ser, estar in-ludere implica siempre n devenir-otro.

¿Qué hay de oculto en el juego que nos permite desafiar la “lógica” y el sentido

común de esa manera? ¿Qué tiene de potente que puede deshacer sin más a lo que se

considera la unidad fundamental de la Modernidad? Si ya dijimos que el juego pertenece

al dominio del azar y del acontecimiento, podríamos decir también, recurriendo a su

definición, que compete al movimiento. El juego es sustancialmente una actividad, nada

hay de estático en él y es por eso que su temporalidad no puede ser la de Cronos, el

tiempo empírico, racional y, por lo tanto, del trabajo. Por el contrario, la temporalidad del

juego es la de Aión, el dios de la eternidad, del pasado-futuro, satisfecho en sí mismo (el

devenir, de cierta manera). Esto bien podría llevarnos a relacionar el juego con lo

dionisíaco: el ludus como espacio caótico, similar al carnaval. No obstante, hay algo que

nos impide formular dicha afirmación, la existencia de reglas que aceptamos antes de

1 Bataille, Georges. Introducción. El erotismo. Tusquets Editores, Ciudad de México: 2013. Pág. 20
2 “Je est un autre”, dice Rimbaud en una carta enviada a Paul Demeny.
vernos inmersos en él, las cuales no neutralizan al azar antes mencionado, sino que lo

hacen posible. Hay, pues, algo de apolíneo en el juego, una especie de formalidad que

compartirá espacio con lo dionisiaco del acontecimiento sin anularse mutuamente —de

nuevo la paradoja, nunca la síntesis hegeliana—. Si el juego desafía toda ley y todo orden

previo, si reta al sentido común es precisamente por sus cualidades aiónicas. El espacio-

tiempo que abre el juego es el de otra-cosa, el de la imaginación y lo imposible.

Así, en ese espacio y ese tiempo de libertad, diferentes de los de la fiesta y el

trabajo (juego, fiesta y trabajo son, según Bolivar Echeverría, los tres espacio-tiempos que

definen a la cultura y a humanidad), cualquier cosa podría ser creada. El juego y su

potencia aiónica no pertenecen ni al caos ni al orden, sino a la imaginación total, al

caosmosis: tal vez sólo de esta manera podemos entender esa misteriosa fuerza que nos

atrae al juego y nos sumerge completamente en el, la misma fuerza que destituye a

nuestro yo y nos hace devenir-con-el-otro. El espacio-tiempo de ludus es aquél en el que

en un chispazo podemos ver lo imposible, eso que aún no toma forma: la comunidad, por

ejemplo.

No es un secreto para nadie que el inicio de la Modernidad —y el individuo como

su piedra angular— estratificó la sociedades de tal modo que la idea de comunidad se

hizo impensable salvo en ciertos contextos generalmente marginados (comunidad negra,

comunidad indígena, comunidad gay, etc.). El tiempo cronológico, el tiempo de trabajo, es

a la vez el tiempo de los individuos: es un sujeto el que utiliza su fuerza de trabajo, el que

percibe un salario, el que es, incluso, explotado por los patrones y el sistema capitalista.

Cronos subyuga toda corporalidad y todo espacio a la utilidad y a la razón. De ese modo,

son los tiempos del caos los que restituyen al cuerpo un cierto peso ontológico. Y esto ha

sido así desde la Antigüedad: he ahí la importancia de las bacanales, por ejemplo. Pero al

mismo tiempo, en tanto corporales, dichos tiempos, en relación con los espacios en que

son “puestos en escena”, también posibilitarían la creación de una comunidad que no se


ajusta ya a los lógicas ni del comunismo, que piensa la comunidad a partir del espacio-

tiempo del trabajo, ni del capitalismo, en donde no hay comunidad sino masas de

individuos, sino que va produciendo su propia “lógica”. Ese es el sentido del devenir-otro

que quizás subyace en el juego: la creación de un nuevo pueblo, con nuevos valores que

le sean propios; un pueblo nómada, como querrían Nietzsche y Deleuze.

El juego, finalmente, con toda su carga azarosa y sus estrategias (y no debemos

entender estrategia como la apuesta de un yo persiguiendo una finalidad de la que

hablábamos al principio, mas como un proceso en el que el sujeto se desintegra en cierto

caos: una producción inmanente y contingente) tiene la capacidad de transformar

cualquier espacio, un salón de clases, una oficina, la casa, etc., en el espacio donde algo

no visto puede germinar, donde toda suerte de alianzas son posibles y deseables. No es

una comunidad la que se configura en el juego, es la posibilidad de imaginar mil

comunidades mutantes. Quizás es momento de que dejemos de pensar en el ludus como

algo inocente, como un mero ocio y veamos en él una línea de fuga o una heterotopía

latente: ese espacio que puede ser múltiples lugares que nunca están ahí y sin embargo,

tienen una gran fuerza performativa, creadora. El juego como un agenciamiento alegre

que puede transformar el mundo en que vivimos.

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