Sei sulla pagina 1di 4

Ver la escuela con ojos de niño: III

Encuentro Nacional: Asociación


Pedagógica Francesco Tonucci
Posted on 26 junio, 2012

Manuel Alberto Pérez Sánchez. En una hipotética (y poco probable)


visita de Pablo Ruiz Picasso a la Málaga del siglo XXI habría millones de cosas que le
sorprenderían: la fauna de chicos y chicas mandándose “guasáps” en la plaza de la
Marina, restaurantes de diseño que ya cambian el aceite, todo un museo dedicado a sus
obras… tendría que acudir a un colegio y toparse con los estajanovistas del
complemento directo para encontrar algo que prácticamente no hubiera cambiado nada
desde que él dejara de respirar el malacitano terral.

Para luchar contra esta hipérbole se creó hace años la Asociación Pedagógica Francesco
Tonucci, que los pasados días 1, 2 y 3 de junio celebró en Granada su tercer encuentro
nacional bajo el estimulante título de “La escuela y la educación que queremos”.

Unas trescientas personas acudimos al reclamo de unos conferenciantes de auténtico


lujo (caro, eso sí) y con el objetivo de conseguir ver la escuela con ojos de niño. Como
la canción de Dylan, cuando no tienes nada, no tienes nada que perder.

Ya la recepción y entrega de material mostraba que este no iba a ser un


encuentro al uso: un guante de colores (talla xs) y una bolsa de canicas reivindicaba el
nombre de James Matthew Barrie entre los pedagogos modernos. Además, se agradeció
que en la inauguración no apareciera ninguna de las autoridades invitadas, ni las
educativas ni las otras.

Abrió la presidenta de la asociación, Mª del Mar Romera, conocida por estas lides por
dar nombre a un pujante colegio de La Cala del Moral. Y expresó diversas pistas
aportadas por niños y niñas para mejorar la escuela, la mayoría tan sensatas como que lo
que se enseñe esté relacionado con lo que ya se sabe, que haya animales y plantas que se
puedan tocar y que el profesorado solo enseñe lo que le gusta, porque se le nota que
disfruta.

El programa indicaba que el siguiente ponente era Miguel Ángel Santos Guerra
pero éste, a modo de Marlon Brando en la ceremonia de entrega de los oscars de 1972,
envió a su amiga Elena, que leyó un precioso cuento, del que aprendimos que amar no
se puede conjugar en imperativo.

José María Toro, maestro y estudioso de la creatividad, expuso su metodología,


basada en amar a los niños y a la vez amarse a sí mismo. Abogó por una escuela con
menos burocracia y reivindicó el uso pedagógico del suelo en oposición a las estáticas
aulas TIC. Y ante la ola de apocalipsis en educación, hizo uso de un Ortega corregido y
aumentado, sosteniendo que somos yo y lo que hacemos con las circunstancias.

Llegó el turno de Jaume Carbonell, director de la revista Cuadernos de Pedagogía


y volvimos a aterrizar. En su estilo tosco, rechazó el tópico de la cultura del esfuerzo
(“si al alumnado le entusiasma algo, se esfuerza”). Explicó que los niños tienen cien
lenguas, pero que le solemos robar noventa y nueve y dio un principio metodológico
extraordinario: para saber cuándo hay que enseñar a un niño, basta con mirarle a los
ojos, mientras que para saber qué hay que enseñarle, hay que mirar alrededor.
Estableció unos ejes para la mejora de la educación: cohesión social del grupo,
eliminando individualismos (que no individualidades); oralidad, dialogo y comprensión
lectora; participación democrática en el grupo; conocimiento innovador; relación con el
entorno y globalización del conocimiento; reconvertir las escuelas, haciéndolas más
verdes, con más colores y con más aventura; y profesorado más formado, más humano
y más comprometido socialmente. Terminó con la deliciosa alocución de Federico
García Lorca al pueblo de Fuentevaqueros en la que rechazaba pedir solo pan y
reclamaba también un libro, ya que de lo contrario acabamos convirtiendo a las
personas en máquinas. Tremendo, Jaume.

Concluyó el turno el esperado Francesco Tonucci. Con hermosas historias de


partisanos que prefieren conquistar la escuela antes que bombardearla y de niños gitanos
que no se quieren sentar en su pupitre porque no están cansados, reconoció que, tal
como le preguntó un niño, tiene pocos amigos maestros. Por momentos estuvo irónico
afirmando que solo las drogas rentan más que la educación, pero los estados no pueden
fomentarlas y puso briznas de esperanzas al recordar que las épocas de crisis fomentan
la creatividad. Como colofón, instó a que los alumnos participen en la vida de la
escuela, ya que la democracia no se enseña, sino que se vive.

La jornada concluyó con la sorprendente actuación del mago Migue, auténtica estrella
local, que demostró que se encuentra igual de a gusto mostrando su arte con los niños
que con sus madres.

La mañana siguiente contó con la charla de Carmen Boqué, experta en mediación


escolar, que relacionó la paz con la justicia social y su fomento en la escuela, criticando
el que hoy en día ya no nazcan personas, sino alumnos, ya que la vida está programada
y concluyó, con Gandhi, que educar no es darle a alguien algo que no sabía sino hacer
una persona que no existía.
Nuestro José Antonio Binaburo optó por facilitar un manual de
instrucciones para la adolescencia, insistiendo en la necesidad de que la formación del
profesorado dé un giro de 180 grados, incluyendo en la misma a las familias y al
alumnado. Y no se resistió a contar una anécdota de su infancia, cuando se preguntaba
amargamente si su maestro le quería. Fue, por otra parte, el único de los ponentes que
nombró a profesionales de la orientación.

La cuota feminista la puso Amparo Tomé. Desmontó el tópico de que los niños son más
activos (¡cómo no van a serlo, si ocupan el 80 % del patio!), criticó que la transgresión
de niños que juegan a “cosas de niñas” esté más castigada que la transgresión de niñas
que juegan a “cosas de niños”. En la construcción de la identidad, sostuvo, no puede
eliminarse lo femenino, a no ser que se ampute la personalidad. Rechazó divinizar la
maternidad, manifestando que es igual de maravilloso ser mujer y madre, que ser mujer
y no serlo y criticó especialmente las presiones por la belleza con el fomento de la
cirugía.

El primer invitado no expresamente del ámbito educativo fue Javier Campos,


montañero y aventurero, que nos transmitió que las expectativas son lo que nos acaba
haciendo infeliz. Y es que a Javier, como a muchos de los que estuvimos allí, lo único
que le enferma es la palabra imposible.

Juan Vaello avisó del peligro de la queja como sistema de trabajo, que acaba
instalando la pasividad. Hizo apología del trabajo en equipo, compartiendo soluciones y
opuso la “o” de obligatoriedad, que genera pasividad, con el resto de vocales: atención,
empatía, interés y utilidad.

Por sorpresa apareció José Antonio Marina, que animó a aprovechar el momento
que un niño nos dice “mira lo que hago”, porque nos demuestra que ha mordido el
anzuelo pedagógico. Y nos avisó del peligro que tenemos los que trabajamos en
educación de hacer demasiadas preguntas al alumnado, so pena de que nos pase como a
aquel maestro que le preguntó a un niño qué eran los artrópodos y el discente le
contestó “ojalá yo tuviera las mismos problemas que tiene usted”.

La jornada del sábado terminó con una excelente sesión de gimnasia emocional a
cargo de José Luis Bombela. Comenzando por las tres “haches” de honestidad,
humildad (“el ego es un cabrón” –sic-), y hechos, abogó por utilizar el autorrefuerzo
frente al autolátigo. Una puesta al día de las teorías de Ellis, tan amena y útil como
histriónica.

Entremedias, merece la pena destacar a ponentes en su adolescencia, con nombres


y apellidos, que describieron la escuela por dentro, la que ellas ven. Sobrecogedor
testimonio el de una de ellas, que se consideró invisible hasta que un docente la hizo
visible.
La última jornada comenzó con Carlos Sampedro, profesor de instituto y
colaborador del Parque de las Ciencias que demostró que las ciencias (y la divulgación
de las mismas) pueden y deben ser divertidas. Reivindicó su importancia para actuar
con criterio en una sociedad inundada de pseudociencias con bata blanca y criticó que,
ante la falta de tiempo, siempre se mutilen de los kilométricos programas el diálogo, la
hipótesis y la discusión.

Siguiendo con ciencia, José Luis García Pérez, experto en células madre, explicó
de manera sencilla los últimos avances en el tema, aclarando que el establecimiento de
dogmas de fe es lo más peligroso que se puede hacer en ciencias, porque cierra las
puertas a investigaciones posteriores. A todos nos dejó dudas: la mía giraba en torno a
la posibilidad de crear orientadores y orientadoras para los mermados equipos de
orientación a partir de células madre.

Quedaba una mesa redonda con los expertos, pero el encuentro, aún habiendo sido
de un enorme nivel, había dejado de lado un aspecto importantísimo de la escuela: la
diversidad. No puede haber una escuela que queremos si no es para todos y todas. Ese
fin de semana era mágico, no cabe duda, porque de entre los presentes emergió un padre
que, de imprevisto, tomó sitio en la tribuna y fue la voz de su hija. Las hermosas
palabras de Lara, en boca de su padre, fueron un recorrido sintético por todo el
encuentro, enhebrando frases de unos y de otros, haciendo un resumen perfecto,
reclamando otra escuela, pero a la vez criticando el olvido de la organización de esos
niños y niñas que, como Lara, tienen necesidades educativas especiales.

Ahora sí, el encuentro estaba completo y las últimas palabras de todos estuvieran
mediatizadas por la subida de la tensión emocional y por el deseo de una escuela
inclusiva para todos y todas. Que ya está bien que todo cambie para que todo siga igual
(¿escribiría Lampedusa otra frase?).

Fue un encuentro sin otro lugar común que la mención a la película de Aristaráin.
Donde los ponentes fueron presentados por niños y niñas. Donde los asistentes fuimos
recibidos con flores. Donde los participantes eran agasajados con una bolsa de canicas,
para no perder jamás la ilusión. Donde no se habló del ambiente laboral, sino en cómo
hacerlo mejor.

La escuela con ojos de niño. En la divertida película “Sopa de Ganso”, Groucho


Marx exclamaba “esto lo entiende hasta un niño de cuatro años: ¡traigan a un niño de
cuatro años!”. Todos los días los tenemos a nuestro lado. No es tan difícil. Basta con ver
a través de sus ojos.

Potrebbero piacerti anche