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LA MISIÓN EVANGELIZADORA
A la luz de lo dicho, la misión se puede definir como: el modo de restituir el don de la Buena
Noticia que hemos recibido, yendo inter gentes para anunciar, con la palabra y la vida, el Evangelio
a los de cerca y a los de lejos (cf. Ef 2, 17), a los creyentes y a los no creyentes, bien porque han
abandonado la fe, bien porque nunca han sido evangelizados. El concepto de misión, además, esta
correlacionado con otros términos como: anuncio, evangelización, conversión, testimonio, diálogo,
inculturación.
La misión, de este modo, no es sólo una acción sino también contemplación y pasión. No es
un simple ir a sino un sumergirse en. La misión es algo más profundo, radical, extenso, va más allá
de una actividad apostólica, incluso de la misma misión ad gentes. La misión es también liturgia,
profecía, servicio, colaboración, diálogo permanente con Dios y el mundo. Desde esta visión
holística o global, la misión está llamada a abarcar y armonizar las diversas facetas de la vida.
Entre las principales exigencias de la misión evangelizadora podemos señalar las siguientes:
- Sentir la urgencia de evangelizar según la propia vocación.
- Avalar con el testimonio lo que se anuncia con la palabra.
- Ponerse en camino para ir al encuentro del otro. Esto implica dejar la propia tierra y cultura
y abrirse a nuevas experiencias, superar las fronteras culturales, geográficas y religiosas.
- Ir como menores, es decir, dispuestos a recibir y a dar, a aprender y a enseñar.
- Amar este mundo en el que vivimos. Sin una simpatía por nuestro mundo, no será posible
dialogar con los hombres y mujeres de este tiempo ni tampoco anunciar el evangelio.
Como Hermanos Menores, tanto clérigos como laicos, somos partícipes de la misión
evangelizadora de la Iglesia. La misión evangelizadora, tanto en su sentido amplio como específico
(misión ad gentes), por lo mismo, es una dimensión esencial de la identidad o de la razón de ser de
nuestra Fraternidad. Más aún, la misión evangelizadora es la clave y la meta para entender y
revitalizar la vida religiosa y franciscana en sus diversos aspectos: la vida de oración, las relaciones
fraternas, la minoridad, pobreza y solidaridad, la formación y estudios, las estructuras y la
economía. La misión evangelizadora infunde confianza en el futuro, da contenido a cada gesto,
palabra, actividad y obra. Sin la perspectiva de misión, se corre el riesgo de quedarnos mirando
demasiado a nosotros mismos, de perder nuestra relación con el mundo y de renunciar a ser luz y
sal de la tierra (cf. Mt 5, 13s). No podemos quedarnos en la auto-contemplación olvidándonos de
que sólo lo que se comparte se enriquece y enriquece. La misión, en sus diferentes acepciones, es la
que dinamiza y da sentido a todos los elementos de nuestra forma vitae. Si hemos sido elegidos y
llamados es para ser enviados al mundo. La misión, de este modo, se convierte en el principio
inspirador, articulador y animador de la vida personal y comunitaria.
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Ante las muchas necesidades pastorales, es necesario recordar que el Señor supo dar de
comer con siete panes y unos pocos peces a una gran multitud (cfr. Mt 15, 32-39); y que muchas
obras actuales son fruto del trabajo sacrificado y generoso de tantos hermanos que llegaron de otras
tierras. Todo esto nos lleva a la necesidad de pasar de una mentalidad de recibir y acoger a la de dar,
incluso desde la pobreza.
El ser misionero, por tanto, más que una necesidad pastoral es una vocación y una invitación
constante a salir de sí mismos para comunicar la Buena Noticia a todos, sean cristianos o no. Para
los Hermanos Menores, la misión ad gentes sigue siendo la expresión máxima de restitución a Dios
Padre que nos hace partícipes de la plenitud de la vida en Cristo (cf. Jn 10, 10).
Para los Hermanos Menores, además de los elementos indicados (experiencia de fe, vida
fraterna y misión), existe un cuarto elemento que también es esencial: la minoridad. Una dimensión
que orienta y caracteriza las relaciones con Dios, con los hermanos y con el mundo. No somos
simplemente una fraternidad en misión, ni siquiera una fraternidad contemplativa en misión. Desde
lo dicho anteriormente, bien podríamos definirnos como: Misioneros en el mundo, como hermanos
y menores, con el corazón vuelto al Señor. Veamos brevemente algunas características de estos
elementos.
Misioneros en el mundo
“Id por todo el mundo” (Mc 16, 15). Jesús, enviado por el Padre, nos envía también a
nosotros sus discípulos. El campo de misión de los Hermanos Menores es inter gentes, es decir, en
las plazas y los caminos, en los lugares en donde los hombres y mujeres se encuentran, viven,
trabajan, sufren y gozan. No podemos quedarnos simplemente esperando a los que llegan. Es
necesario ponernos en camino. Es necesario ir al encuentro de los hombres y mujeres para
anunciarles el Evangelio con creatividad y audacia. Esta exigencia, ser misioneros en el mundo, es
una misión que en muchos contextos no resulta nada fácil hoy en día. Hay situaciones que pueden
provocar desánimo, cansancio y frustración, entre otros sentimientos negativos. El Hermano Menor
está llamado a superar todas estas situaciones desde la profunda convicción de que no está solo (cf.
Mt 28, 20) y que el protagonista de la misión evangelizadora es Cristo y el Espíritu, y no
precisamente él.
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comprendió Francisco de Asís cuando puso en práctica la predicación del buen ejemplo. De hecho,
la desconfianza que muchas veces genera la vida consagrada y franciscana se debe a la falta de
coherencia entre lo que se propone y lo que se vive. Esta constatación nos debe llevar a reconocer
con humildad la necesidad y la urgencia de nacer de nuevo (Jn 3.3), tanto personal como
institucional (cf. Sdp 2).
Este testimonio comporta una profunda experiencia de Dios. “creí, por eso hablé”, dice
Pablo. No se puede anunciar la Palabra sin un encuentro real con la Palabra. No se puede
evangelizar sin un encuentro personal con Cristo y su Evangelio. El misionero y evangelizador tiene
que ser, como Pablo, una persona alcanzada, transformada y motivada por Cristo y por el
Evangelio. No basta predicar el Evangelio, hay que ser Evangelio viviente.
Nuestra cultura que parece haber apostado por la vida light, espera y exige de la vida
religiosa y franciscana una alternativa y un testimonio profético. Se trata de ofrecer una respuesta
no de acomodación ni de mediocridad, sino de una vida renovada y fortalecida en lo esencial, de tal
forma que reproduzca la audacia, la creatividad y la santidad de Francisco de Asís (cf. Sdp 2).
Ser misionero en el mundo significa, también, dialogar con la cultura del fragmento, revisar
el lenguaje que se utiliza, ir hacia la periferia y abrirse a los nuevos areópagos (cf. Cuarta prioridad:
misión-evangelización). Todo ello presupone una visión positiva del mundo y de las culturas que
nos rodean. Es cierto que en una cultura globalizada como la nuestra existe el riesgo de la
indiferencia religiosa (y no tanto el de la negación de Dios), sin embargo también en ella es posible
encontrar un espacio para que Dios entre en el corazón de todos. La cultura secularizada no ha de
verse como una amenaza, sino como una nueva y fascinante oportunidad para anunciar el
Evangelio, como un desafío teológico y pastoral. El mundo, de este modo, no es sólo un campo de
batalla, sino sobre todo un lugar preparado para sembrar la buena semilla.
El nuestro es el tiempo que Dios nos ofrece para anunciar la Buena Noticia. El Hermano
Menor no puede renunciar a proponer, con su vida y palabra, la fuerza liberadora del Evangelio. Es
posible detectar, en medio de las realidades negativas y de las crisis, los sueños emergentes de los
hombres y mujeres para abrirles cauces en su propia vida y anticipar el Reino proclamado y vivido
por Jesús.
Como hermanos
Es un dato: Jesús envía a sus discípulos de dos en dos. Lo mismo hará Francisco con los
hermanos que el Señor le va dando. La dimensión fraterna está, por tanto, en el corazón de la
misión evangelizadora de los Hermanos Menores. Más aún, la fraternidad es ya la primera y la
principal forma de la misión/evangelizadora. Evangelizada (cf. CCGG 86), la fraternidad se vuelve
evangelizadora. Esta es la razón por la que ningún hermano, clérigo o laico, puede sentirse exento
de esta tarea misionera y evangelizadora. Lógicamente, las formas y los medios son muy distintos
según la vocación particular de cada uno. Todo ello ha de llevarnos a comprender que ningún
hermano es enviado a evangelizar a título personal, sino que siempre va en nombre de la
fraternidad, de la Iglesia y, en última instancia, de Cristo.
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No podemos, por consiguiente, contentarnos con testimonios proféticos individuales. Es
necesario construir fraternidades proféticas, fraternidades signo, lugares de referencia evangélica:
de fe, de oración y de sentido de la vida; fraternidades que se sientan enviadas a anunciar la Buena
Noticia.
... y menores
No basta ser hermanos, es necesario ser también menores. La minoridad es el aspecto que
califica nuestra relación con Dios, con los hermanos, con el mundo; es una manera de ser y de obrar
dentro de la Iglesia y del mundo. Esta exigencia, cuyo paradigma es Cristo, hace que los hermanos,
cuando vayan por el mundo, no litiguen, ni juzguen ni condenen a nadie, sino que se muestren
mansos, humildes y pacíficos con todos. Igualmente, esta actitud les permite liberarse de toda forma
de prepotencia y dominación y ponerse al servicio de todos, especialmente de los más pequeños,
asumiendo diariamente su debilidad y vulnerabilidad. Por otra parte, por su condición de menores,
los hermanos han de dejarse seducir por los claustros olvidados e inhumanos, abrazando la
liminalidad de la vida religiosa y habitando la marginalidad como esencia de su identidad (cf. Shc
33), y, en su evangelización misionaria, sin excluir a nadie, deben privilegiar el mundo de los
pobres, tal como lo hizo Jesús (cf. Lc 4, 18). Somos llamados a ser menores entre los menores de la
tierra. Es la hora de ser menores, con lucidez y audacia, tanto dentro de la Fraternidad como en la
Iglesia y en el Mundo.
Jesús no dice nada que no haya previamente escuchado de su Padre. Del mismo modo, el
misionero podrá anunciar a Cristo sólo si diariamente lo escucha, lo contempla y hasta lo palpa
desde la fe (cf. 1Jn 1, 1-3). Ser discípulo y misionero son dos dimensiones constitutivas e
inseparables de los seguidores de Jesús. Así como no se puede hablar de discípulo sin misión,
tampoco se puede hablar de misión sin discipulado.
De esta manera, la misión evangelizadora no será una simple ideología ni una actividad más,
sino que será una parte integrante del seguimiento de Jesús, una dimensión que está presente en la
oración, en la vida fraterna y en el trabajo apostólico.
El amor de Cristo llevó a tantos hombres y mujeres a recorrer los pueblos anunciando la
Buena Noticia. Su actividad misionera no fue sino una respuesta de amor al amor gratuito de Dios.
También hoy es el mismo amor el que nos envía al mundo; un amor que nos invita a beber de la
fuente original que es Cristo y desde donde podemos sacar fuerza, comprensión, ternura,
disponibilidad y amor para dejar todo y dedicarnos completamente y sin condiciones a sembrar la
semilla de la Buena Noticia. Hoy como ayer son muchos los hombres y mujeres que esperan del
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Hermano Menor el anuncio del Evangelio, para lo cual, digámoslo una vez más, es necesario tener
el corazón vuelto hacia el Señor.
Creo poder decir que hemos dado cumplimiento a la casi totalidad de las propuestas y
mandatos que hacían referencia tanto al Definitorio general como a las Oficinas de la Curia. Sobre
el particular me remito a cuanto he escrito en el informe al Capítulo, enviado a todas las Entidades
de la Orden y a todos los capitulares para su estudio previo. En el diálogo estoy abierto a cualquier
pregunta que pueda clarificar dudas. Pido particular atención a ciertas propuestas que presento de
cara al futuro al dar cuenta de algunos mandatos y propuestas (cf. al final de los ns. 44, 45. 47. 48.
49. 54).
En cuanto a las propuestas y mandatos del Capítulo general a las Entidades de la Orden (cf.
ns. 16-17 20-22) el Definitorio general piensa que, además de la visita canónica, sería bueno buscar
otras formas de evaluarlos.
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Quiero manifestar, también aquí, mi sincero agradecimiento por su colaboración a todos los
que han ayudado al Ministro general y al Definitorio a poner en práctica los mandatos y propuestas
capitulares, empezando por las oficinas de la Curia general. Sin la colaboración generosa y eficiente
de tantos hermanos ello no hubiera sido posible.
Animación y gobierno
Creo poder decir en verdad que durante estos años, tanto yo como los hermanos del
Definitorio general, hemos puesto mucha atención y energías en la animación de la Fraternidad
universal y que, en todo momento, hemos intentado estar cercanos y compartir la vida de los
hermanos; escucharles, ofrecerle motivos de esperanza y hacer memoria de los valores
fundamentales de nuestra vida franciscana, tal y como manifestábamos al inicio de nuestro servicio.
El hilo conductor de toda la animación ha sido la llamada del Capítulo general 2003 de
volver a los esencial: “Reconocemos la urgencia de volver a lo esencial de nuestra experiencia de fe
y de nuestra espiritualidad” (Sdp 2). Ello nos llevó a insistir en la conversión y el discernimiento, o
en otras palabras, en la necesidad de centrarnos, concentrarnos y descentrarnos.
Come medios para esta animación nos hemos servido de: las Prioridades, el proyecto La
gracia de los orígenes, el Capítulo general extraordinario, las constantes Visitas a las entidades, el
Capítulo de las Esteras de los “under ten”, las Cartas circulares, los distintos encuentros nacionales
e internacionales, el trabajo de las Oficinas de la Curia general, y los distintos subsidios y
documentos publicados durante el sexenio.
A todos los que han colaborado tanto en la animación como en el gobierno de la Orden vaya
también mi personal agradecimiento y el agradecimiento de todo el Definitorio.
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ESPIRITU DE ORACIÓN Y DEVOCION
En una cultura secular como la nuestra, la vida religiosa y la vida franciscana están llamadas
a comunicar, con su vida y palabra, la experiencia del encuentro con Cristo. La dimensión
contemplativa constituye el eje central de nuestra vida y misión. Desde esta perspectiva, nuestra
primera tarea es la de tener “el corazón vuelto hacía el Señor” (1R 22, 19).
Principales actividades:
- Nombramiento de una Comisión internacional para la dimensión contemplativa.
- Elaboración de algunos subsidios para varios momentos celebrativos.
- La insistencia en el valor y la necesidad de: la oración personal y comunitaria, la celebración
eucarística, del Sacramento de la reconciliación, la práctica de la lectura orante de la
Palabra, del acompañamiento espiritual en las diversas etapas de la formación inicial y
permanente, del silencio y la soledad y la renovación de la profesión religiosa.
Signos de esperanza
Se constata el esfuerzo que realizan las Entidades y los hermanos para poner el espíritu de oración y
devoción en centro de la vida y misión de los hermanos. Cada día son más lo que están convencidos
que sin una vida de oración no es posible una respuesta en fidelidad creativa a la llamada del Señor,
como tampoco una vida apostólica fecunda.
Se trata de armonizar la vida de oración con las actividades apostólicas, dedicando más tiempo a la
oración y a su preparación. También se da un mayor espacio a los retiros mensuales, los ejercicios
espirituales anuales y a experiencias de vida eremítica Todo ello puede ser signo del paso del deber
de orar al gusto por la oración.
Un signo muy positivo es que la práctica de la Lectura orante de la Palabra cada vez es más
frecuente en las fraternidades. El encuentro con la Palabra forma a los discípulos e infunde audacia
y creatividad para la misión. Para muchos hermanos, la Liturgia de las Horas no sólo es un
momento importante para alabar a Dios, sino también un fermento de vida fraterna.
Llamadas a la conversión
La calidad de nuestras celebraciones, en muchos casos, deja mucho que desear. Muchas veces, nos
invade la rutina, el formalismo y la prisa. No nos olvidemos que toda celebración exige una buena
preparación y una cierta creatividad, sin que ello excluya la fidelidad a las normas litúrgicas.
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A pesar de las buenas declaraciones, se da poca importancia de los eremitorios, al moratorium y al
los tiempos de silencio. Es más, para algunos, todo ello es considerado un lujo, una pérdida de
tiempo o, simplemente, un medio para personas raras. Considero que es necesario revalorizar la
vida de soledad y los períodos largos de oración.
Pasar de la oración como obligación a la oración como encuentro, cuyos signos más claros son: el
gozo, la confianza, la gratitud y la entrega sin condiciones. Este encuentro nos permitirá
experimentar el amor, la acogida y el perdón, y mirar el mundo desde el pathos del corazón de Dios.
VIVIENDO EN OBEDIENCIA
SIN PROPIO Y EN CASTIDAD
Lo que da sentido a los votos religiosos es el primado de Dios en nuestras vidas. Los votos son
expresión de nuestra pertenencia total y definitiva a Él y una forma concreta de vivir el radicalismo
evangélico. Si bien los votos no son todo en el seguimiento de Cristo; sin embargo, constituyen el
modo de configurarnos por entero a Él tanto en su manera de existir ante Dios como también en el
modo de “mirar” al mundo y de situarse en él.
El voto de obediencia
En una cultura posmoderna que reconoce al individuo como valor central y que acentúa la libertad,
la autoafirmación y la autonomía, el voto de obediencia es un verdadero sin sentido, humanamente
hablando. Sin embargo, desde la concepción cristiana, la obediencia, en cuanto búsqueda de la
voluntad de Dios, es camino de liberación de toda forma de sometimiento y alienación. La
obediencia permite a quien la profesa, descentrarse de sí mismo, liberarse de su ego, y abrirse a la
donación de uno mismo en libertad y responsabilidad.
De este modo, no hay espacio ni para el autoritarismo ni para la anomía. La autoridad se pone al
servicio del crecimiento de los otros, y, con esta finalidad, exhorta, consuela, estimula, anima y
corrige. Igualmente, la obediencia se vive no como dependencia, sino como participación activa en
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la búsqueda de la voluntad de Dios. Vivido así, el voto de obediencia crea fraternidad, potencia el
sentido de pertenencia y unifica las vidas en una misma búsqueda de la voluntad del Padre.
La realidad nos muestra también que es fácil caer en dos extremos: el de la búsqueda despiadada
del bienestar personal, lo que dificultaría el servicio de la misión común, o el del colectivismo y
uniformismo, lo que dificultaría la realización de la persona en cuanto tal. Para superar estas
tentaciones, se hace necesario asumir que todos los hermanos, incluidos los que tienen el servicio de
la autoridad, estamos al servicio del proyecto de vida evangélico y que, por tanto, hemos de
obedecernos mutuamente. Esta conciencia nos llevará a crear relaciones armónicas entre las
personas y la fraternidad, evitando extremos como: el autoritarismo o el permisivismo, el
sometimiento o una vida al margen de la fraternidad.
El voto de castidad
El voto de castidad tiene que ver con la auto-trascendencia del amor, la afectividad y la sexualidad.
Un voto que se debe canalizar en tres direcciones: Dios, la fraternidad y la misión. Teniendo como
modelo a Jesús, la vivencia de la castidad nos permite vaciarnos de nosotros mismos y llenarnos
enteramente de Dios y de lo que es de Dios. Igualmente, nos ayuda a crear nuevas, sanas y
auténticas relaciones con los hermanos, y a calificar el estilo de nuestra misión.
En una sociedad tocada de hedonismo narcisista, constatamos con gozo la presencia de muchos
hermanos que, sabiéndose y sintiéndose amados por el Padre Dios, descubren que también han sido
llamados a amar a los demás, a amar su propia vocación y a amar según su propia vocación. Sin
embargo, percibimos también actitudes que llevan a un auto-envolvimiento o desplazamiento de la
afectividad a personas, cosas, ideas, trabajos, etc.; lo cual, a veces, es causa de escándalos.
En general, se hace necesario cuidar y formar nuestro potencial afectivo, de tal manera que seamos
capaces de amar y ser amados con “mente y corazón puros”. Esto, lógicamente, exige vigilancia y
autodisciplina, actitudes que nos permitirán vivir con mayor serenidad una soledad habitada por
Dios, propia de la vida que hemos abrazado, sin buscar ambiguas compensaciones afectivas.
En este camino de la vivencia del voto de castidad, la fraternidad ocupa un papel muy importante.
Unas relaciones fraternas sanas y auténticas siguen siendo de gran ayuda para ser fieles a este voto.
Ante las ideologías dominantes de consumo e insolidaridad y que han transformado el tener en
criterio de valoración de las personas, el vivir sin propio es una profecía cultural que nos lleva a
desarrollar nuevas relaciones con Dios, y a superar la lógica del mercado, mostrando a Dios como
nuestra única riqueza. Vivir sin propio nos conduce, también, a compartir con los pobres y excluidos
lo que somos y tenemos, nos libera de cualquier forma de posesión, y nos pone en una actitud de
gratuidad permanente.
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A la luz de lo que dicho, constatamos que aún nos falta mucho por hacer, que la lógica del
consumismo es muy fuerte y que nos separa de los pobres. Para superar esta situación, es necesario
abrirse a los pobres para ser solidarios con ellos; y, también, aprender a usar adecuadamente el
dinero (en total transparencia), los bienes y las estructuras físicas de que disponemos.
Los tres votos, estrechamente entre sí, tienen pleno sentido si son vividos desde la perspectiva de la
alianza con Aquel que nos amó primero y en clave de seguimiento de Cristo. Cada uno de ellos
exige vivir la auto-trascendencia y la desapropiación tal como Cristo lo hizo en su kénosis. Quien
los profesa, por tanto, ya no se pertenece más a sí mismo, sino tan sólo a Dios y a los demás.
Los votos, por otra parte, constituyen una alternativa evangélica a las necesidades fundamentales
del ser humano: el amor, la libertad y la seguridad. Un camino que está garantizado, por un lado,
por la presencia amorosa de Dios, de un modo especial en las dificultades; y, por otro, por la
fidelidad creativa de cada uno de los hermanos. Se hace necesaria una formación adecuada a la
vivencia de los votos como una propuesta alternativa desde la cultura del Evangelio.
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