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Por un orgullo crítico y una mirada

expandida
No nos engañemos, el sujeto de la bandera del arcoiris y del orgullo que pregonamos no es la trabajadora
sexual trans asesinada en un hotel de Tlalpan, no es la lesbiana migrante violentada en cada parada en su
camino hacia la promesa de un mundo mejor, no es el joto indígena que duerme en la esquina de la calle
Orizaba y Colima. El sujeto de la bandera del arco iris se ha blanqueado.

Instituto de Liderazgo Simone de Beauvoir


Organización feminista con 15 años en la formación de liderazgos con perspectiva de Género, Derechos
Humanos e Interculturalidad.
#ISBeauvoir junio 23 2017 08:37

Por: Jessica Marjane Durán Franco (@JessicaMarjane ) y Alba Pons Rabasa (@transfeminista)

Para Alessa Flores, activista trans* y trabajadora sexual asesinada el 13 de octubre del 2016.

El 28 de junio de 1969, en un contexto de gran efervescencia política en EU, donde las luchas por los
derechos civiles estaban intentando transformar una sociedad profundamente machista, racista y sexista, la
policía neoyorquina llevó a cabo una redada en el bar Stonewall Inn. Si bien no era la primera, las
repercusiones que tuvo la resistencia opuesta por las, los y les asistentes al establecimiento ha tenido eco hasta
nuestros días. Hoy ese día de rebelión de “los otros” sexuales, se conmemora en muchos países
occidentalizados con la Marcha del Orgullo LGTBI. De hecho, fue este evento en la latitud norte del mundo,
que se interpretó como el inicio de la lucha gay.

Si bien ya en Latinoamérica se estaban dando procesos de movilización social de los colectivos disidentes de
la norma heterosexual y de género binaria, colectivos posicionados en su mayoría con otros grupos de la
izquierda radical, estos sucesos tuvieron un impacto en las formas de movilización, las reivindicaciones y las
estrategias políticas de los colectivos locales. Entre los países a los que impactaron estaba México.

Nombrarnos a todxs: un arcoiris


La primera marcha del orgullo homosexual de la Ciudad de México fue convocada en 1978, a diez años del
movimiento estudiantil del 68. Pero no sería hasta 1999 que se ampliaría el sujeto político de la misma –GL-
al resto de identidades que hoy lo configuran. La penúltima T después de muchas batallas internas, y en los
últimos años, se ha añadido una tímida I que si bien está presente dentro del acrónimo, sigue siendo
sistemáticamente aislada e invisibilizada. La lógica identitaria en la que se basan las políticas sexuales
produce al interior del movimiento arcoiris fracturas y disputas de poder, normatividades, alteridades y
jerarquización de vidas y derechos. Efectivamente por muy disidentes sexogenéricos que seamos no estamos
exentas de la reproducción de violencias misóginas, clasistas, racistas, sexistas, capacitistas y adultocéntricas.
En estos días, además de salir a bailar, a visibilizar nuestros cuerpos y nuestros afectos, vale la pena recordar
algunas de estas cuestiones a modo de disparador para la autocrítica contextualizada. Esta fecha es una
oportunidad que nos convoca a repensar la ciudad donde habitamos y los contrastes que seguimos
enfrentando. Una ciudad donde nos siguen asesinando, nos excluyen y nos estigmatizan en los medios de
comunicación, entre otras violencias que se han normalizado.

Desde este espacio invitamos a la resistencia contra los discursos que buscan maquillar estas realidades, como
el pinkwashing, que en su traducción literal significa “lavado rosa”, y en un acercamiento a un significado
comprensible, denotaría el cinismo con el que empresas, gobiernos e instituciones se apropian de la bandera
del arcoiris sin cuestionar las violencias que las personas LGBTI enfrentamos de manera sistemática por la
trans, homo y lesbofobia imperantes en nuestro contexto, que ubican nuestros modos de ser, desear y vivir en
el lugar de lo desviado, lo enfermo, o incluso lo criminal.

En 2015, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en su informe “Violencia hacia personas


LGBTI”, mencionó que es necesario que los Estados parte de la OEA aborden las violencias de manera
interseccional, es decir que generen un diagnóstico que contemple además de la identidad de género y sexual,
otras condiciones como la pobreza, “discapacidad”, etnia, edad, raza y la condición migratoria.

Sin embargo en México, por mucho que el gobierno haya declarado a la capital como ciudad amigable
LGTBI desde el 2015, los marcos normativos siguen sin poder solucionar la violencia y la impunidad
cotidiana así como la violación sistemática de los derechos humanos, que acechan a las personas de estos
colectivos, que, además de ser gays, lesbianas, trans* o intersexuales, estamos constituidas por estas otras
características que también condicionan nuestras vidas y sobre todo, nuestro reconocimiento como sujetos de
derechos.

Actualmente la visibilidad y la mayor parte de los esfuerzos desde los activismos LGBTI se enfocan en el
derecho al matrimonio igualitario y el reconocimiento legal de la identidad de género (solo para mayores de
18 años), dejando atrás otros temas como la pobreza, salud, educación y sobre todo el acceso a la justicia
frente a la impunidad de los crímenes de odio y transfeminicidios. En este sentido es obvio que la consecución
de estas metas solo va a recaer en la vida de unas pocas de las miles de personas que conformamos el espectro
de identidades interseccionales que deberían tener lugar “entre” las G’s, las L’s, las T’s y las I’s.

En 2016, Enrique Peña Nieto lanzó una iniciativa a nivel federal para una serie de modificaciones legislativas
que tenían como punta de lanza otra vez el matrimonio igualitario. Posteriormente y frente a un panorama
desolador, la iniciativa se congeló y una ola reaccionaria dentro de los movimientos de fe conservadores se
organizó para crear el Frente Nacional por la Familia (sic), movimiento que promueve una serie de
argumentos violatorios de los derechos humanos de las personas LGTBI, impulsando la idea de que existe un
solo modelo de familia, formado por la madre, el padre y los hijos, bajo una normativa heterosexualizada.

Las voces ausentes y los cuerpos presentes

Este es el panorama en el cual vamos a celebrar la visibilidad de tan solo unas pocas, por ello, lo que nos
atrevemos hoy a preguntar ¿es quién tiene lugar en la bandera del arco iris? ¿a quién le beneficia el
matrimonio igualitario? ¿qué sujetos entran en las letras LGTBI? y un sinfín de cuestiones que apuntan a las
voces ausentes y los cuerpos presentes, las vidas que se fueron y las que resisten día a día a pesar de la
hostilidad generalizada y de la brecha entre lo que los marcos normativos prometen y el peligro que implica
caminar por la calle si es tu zona de trabajo y tienes que atender los servicios sexuales de los mismos papás
que cínicamente forman parte del Frente Nacional por la Familia.

No nos engañemos, el sujeto de la bandera del arcoiris y del orgullo que pregonamos no es la trabajadora
sexual trans* asesinada en un hotel de Tlalpan, no es la lesbiana migrante violentada en cada parada en su
camino hacia la promesa de un mundo mejor, no es el joto indígena que duerme en la esquina de la calle
Orizaba y Colima. El sujeto de la bandera del arco iris se ha blanqueado, tiene un estatus social y un nivel de
consumo determinado y seguramente una estructura familiar heteronormativa. ¿Qué pasa con las jotas, las
vestidas, las feministas, las trabajadoras sexuales, las poliamorosas, las estudiantes, las pobres, las
racializadas, las gordas, las encarceladas, las “discapacitadas”?

Las políticas públicas y el orgullo LGTBI no las contemplan, dan por supuesto que su sujeto de derechos es
ese sujeto neoliberal que puede consumir, que es autónomo, que es racional y coherente en su modo de vida,
de amar, de desear. Esa coherencia es normativa, por tanto, se alinea con la heterosexualidad y el capitalismo.
Un capitalismo que sonrojándose pero sin tener vergüenza alguna intenta apropiarse de modos de vida
diferentes, heterogéneos, plurales y convertirlos en identidades estáticas, coherentes y normativas. Identidades
que para “normalizarse” apelan a la heternormatividad productiva y capitalista que reproduce las estructuras
de desigualdad, exclusión y violencia que han minorizado históricamente a estos mismos colectivos.

Perdón señoras, señorxs y señores, la lucha no se reduce a ponerse una playera de Stonewall para ir a la
Marcha del Orgullo, recordemos que quienes hicieron la revolución, no eran blancas, ni gays, ni estaban
casadas, ni formaban familias heteronormadas, así como tampoco tenían capacidad de consumo. Ellas, elles,
ellos se enfrentaron al racismo, al clasismo, al sexismo y al capacitismo, que las ubicaba en la periferia del
neoliberalismo emergente. Solo ponernos la playera es invisibilizar una historia y unas heridas que todavía
hoy siguen abiertas: es momento de cuestionarnos, ser crític*s y de ampliar nuestra mirada mientras seguimos
bailando, riendo y reivindicando nuestras formas de vivir, sentir y desear.

En las revueltas de Stonewall hubo personas de carne y hueso, travestis, racializadas, pobres, estigmatizadas,
que buscaban un lugar habitable, un entorno donde sus modos de amar, desear, vivir su cuerpo, con los
recursos materiales que tenían, fueran, no solamente comprensibles, sino también validados, legítimos,
incluso admirados. En las calles de la Ciudad de México, también las hay y también buscan lo mismo,
conseguir modos de vida habitables.

En esta fecha de conmemoración es importante celebrar nuestra pluralidad y nuestra disidencia. Instamos a
reflexionar conjuntamente sobre quién puede salir a bailar y quién no, quién es considerado sujeto de
derechos y quien ni tan solo tiene derecho a la justicia después de ser asesinada a manos de un feminicida
tránsfobo y misógino.

Sí, es necesario abrir un espacio de lucha y visibilidad como la marcha del Orgullo LGTBI. También, que
después de tantos años de lucha, el matrimonio y la identidad de género en la edad adulta sean reconocidas.
Sin embargo esto ya no es suficiente. Es imprescindible que nos preguntemos cuál es el desafío que nos toca
enfrentar, hacia dónde queremos encaminar estas luchas y cómo dialogar con un Estado que es cómplice de
todas las violencias, exclusiones, desigualdades que imperan en nuestro contexto. Ampliar los imaginarios de
la ciudadanía sexual implica asumir los costes que han tenido las estrategias políticas del movimiento,
analizar la forma en que éste se ha relacionado con el Estado, cómo eso ha impactado en la forma de
relacionarnos entre nosotrxs y reconocer el nivel de complicidad que nuestra lucha tiene con los ideales
neoliberales.

Disminuir la brecha entre los marcos normativos e institucionales, y las condiciones de vida y la cotidianidad
de las personas que formamos parte de estos colectivos históricamente minorizados y violentados, implica que
el orgullo no sea un orgullo capitalista, sino un orgullo crítico que le apueste a la transgresión incluso de sus
mismas fronteras internas para expandir no solamente la visibilidad, sino también nuestra propia mirada.
* Jessica Marjane Durán Franco es Activista Red de juventudes Trans de la Ciudad de México. Alba Pons
Rabasa es investigadora, Coordinadora de Género Crítico ILSB-17 Instituto de Estudios Críticos.

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