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El Callejón del Beso

Se cuenta que Doña Carmen era hija única de su padre intransigente y violento, pero como
suele suceder, siempre triunfa el amor por infortunado que este sea. Doña Carmen era
acortejada por su galán Don Luis, en un templo cercano al hogar de la doncella, primero
ofreciendo de su mano a la de ella el agua bendita. Al ser descubierta sobrevivieron al
encierro, la amenaza de enviarla a un convento, y lo peor de todo, casarla en España con un
viejo y rico noble, con el que, además, acrecentaría el padre su mermada hacienda

La bella y sumisa criatura y su dama de compañía, Doña Brígida lloraron e imploraron juntas.
Así, antes de someterse al sacrificio, resolvieron que Doña Brígida llevaría una carta a Don
Luis con la nefasta nueva.

Mil conjeturas se hizo el joven enamorado, pero de ellas hubo una que le pareció la más
acertada. Una ventana de la casa de Doña Carmen daba hacia un angosto callejón, tan
estrecho, que era posible, asomado a la ventana, tocar con la mano la pared de enfrente.

Si lograra entrar a la casa frontera podría hablar con su amada, y entre los dos, encontrar una
solución a su problema. Preguntó quién era el dueño de aquella casa y la adquirió a precio de
oro.

Hay que imaginar cuál fue la sorpresa de Doña Carmen, cuando, asomada a su balcón, se
encontró a tan corta distancia con el hombre de sus sueños. Unos cuantos instantes habían
transcurrido de aquel inenarrable coloquio amoroso, y cuando más abstraídos se encontraban
los amantes, del fondo de la pieza se escucharon frases violentas. Era el padre de Doña
Carmen increpando a Brígida, quien se jugaba la misma vida por impedir que su amo entrara
a la alcoba de su señora.

El padre arrojó a la protectora de Doña Carmen, como era natural, y con una daga en la mano,
de un solo golpe la clavó en el pecho de su hija. Don Luis enmudeció de espanto…la mano de
Doña Carmen seguía entre las suyas, pero cada vez más fría. Ante lo inevitable, Don Luis dejó
un tierno beso sobre aquella mano tersa y pálida, ya sin vida.

El lugar existe y es sin duda uno de los más típicos de la ciudad de Guanajuato, y
precisamente se le llama El Callejón del Beso.
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La Calle de la Quemada

Muchas de las calles, puentes y callejones de la capital de la Nueva España tomaron sus
nombres debido a sucesos ocurridos en las mismas, a los templos o conventos que en ellas
se establecieron o por haber vivido y tenido sus casas personajes y caballeros famosos,
capitanes y gentes de alcurnia. La calle de La Quemada, que hoy lleva el nombre de 5a. Calle
de Jesús María y según nos cuenta esta dramática leyenda, tomó precisamente ese nombre
en virtud a lo que ocurrió a mediados del Siglo XVI.

Cuéntase que en esos días regía los destinos de la Nueva España don Luis de Velasco I.,
(después fue virrey su hijo del mismo nombre, 40 años más tarde), que vino a reemplazar al
virrey don Antonio de Mendoza enviado al Perú con el mismo cargo. Por esa misma fecha
vivían en una amplia y bien fabricada casona don Gonzalo Espinosa de Guevara con su hija
Beatriz, ambos españoles llegados de la Villa de Illescas, trayendo gran fortuna que el
caballero hispano acrecentó aquí con negocios, minas y encomiendas. Y dícese en viejas
crónicas desleídas por los siglos, que si grande era la riqueza de don Gonzalo, mucho mayor
era la hermosura de su hija. Veinte años de edad, cuerpo de graciosas formas, ojos glaucos,
rostro hermoso y de una blancura de azucena, enmarcado en abundante y sedosa cabellera
bruna que le caía por los hombros y formaba una cascada hasta la espalda de fina curvadura.

Asegurábase en ese entonces que su grandiosa hermosura corría pareja con su alma toda
bondad y toda dulzura, pues gustaba de amparar a los enfermos, curar a los apestados y
socorrer a los humildes por los cuales llegó a despojarse de sus valiosas joyas en plena calle,
para dejarlas en esas manos temblorosas y cloróticas.

Con todas estas cualidades, de belleza, alma generosa y noble cuna a lo cual se sumaba la
inmensa fortuna de su padre, lógico es pensar que no le faltaron galanes que comenzaron a
requerirla en amores para posteriormente solicitarla como esposa. Muchos caballeros y nobles
galanes desfilaron ante la casa de doña Beatríz, sin que esta aceptara a ninguno de ellos, por
más que todos ellos eran buenos partidos para efectuar un ventajoso matrimonio.

Por fin llegó aquel caballero a quien el destino le había deparado como esposo, en la persona
de don Martín de Scópoli, Marqués de Piamonte y Franteschelo, apuesto caballero italiano

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que se prendó de inmediato de la hispana y comenzó a amarla no con tiento y discreción, sino
con abierta locura.

Y fue tal el enamoramiento del marqués de Piamonte, que plantado en mitad de la calleja en
donde estaba la casa de doña Beatríz o cerca del convento de Jesús María, se oponía al paso
de cualquier caballero que tratara de transitar cerca de la casa de su amada. Por este motivo
no faltaron altivos caballeros que contestaron con hombría la impertinencia del italiano,
saliendo a relucir las espadas. Muchas veces bajo la luz de la luna y frente al balcón de doña
Beatriz, se cruzaron los aceros del Marqués de Piamonte y los demás enamorados, habiendo
resultado vencedor el italiano.

Al amanecer, cuando pasaba la ronda por esa calle, siempre hallaba a un caballero muerto,
herido o agonizante a causa de las heridas que produjera la hoja toledana del señor de
Piamonte. Así, uno tras otro iban cayendo los posibles esposos de la hermosa dama de la
Villa de Illescas.

Doña Beatriz, que amaba ya intensamente a don Martín, por su presencia y galanura, por las
frases ardientes de amor que le había dirigido y las esquelas respetuosas que le hizo llegar
por manos y conducto de su ama, supo lo de tanta sangre corrida por su culpa y se llenó de
pena y de angustia y de dolor por los hombres muertos y por la conducta celosa que
observaba el de Piamonte.

Una noche, después de rezar ante la imagen de Santa Lucía, vírgen mártir que se sacó los
ojos, tomó una terrible decisión tendiente a lograr que don Martín de Scúpoli marqués de
Piamonte y Franteschelo dejara de amarla para siempre.

Al dia siguiente, después de arreglar ciertos asuntos que no quiso dejar pendientes, como su
ayuda a los pobres y medicinas y alimentos que debían entregarse periódicamente a los
pobres y conventos, despidió a toda la servidumbre, después de ver que su padre salía con
rumbo a la Casa del Factor.

LLevó hasta su alcoba un brasero, colocó carbón y le puso fuego. Las brasas pronto
reverberaron en la estancia, el calor en el anafre se hizo intenso y entonces, sin dejar de
invocar a Santa Lucía y pronunciando entre lloros el nombre de don Martín, se puso de rodillas
y clavó con decisión, su hermoso rostro sobre el brasero.

Crepitaron las brasas, un olor a carne quemada se esparció por la alcoba antes olorosa a
jazmín y almendras y después de unos minutos, doña Beatriz pegó un grito espantoso y cayó
desmayada junto al anafre.

Quiso Dios y la suerte que acertara a pasar por allí el fraile mercedario Fray Marcos de Jesús
y Gracia, quien por ser confesor de doña Beatriz entró corriendo a la casona después de
escuchar el grito tan agudo y doloroso.

Encontró a doña Beatriz aún en el piso, la levantó con gran cuidado y quiso colocarle hierbas y
vinagre sobre el rostro quemado, al mismo tiempo que le preguntaba qué le había ocurrido.

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Y doña Beatriz que no mentía y menos a Fray Marcos de Jesús y Gracia que era su confesor,
le explicó los motivos que tuvo para llevar al cabo tan horrendo castigo. Terminando por
decirle al mercedario que esperaba que ya con el rostro horrible, don Martín el de Piamonte no
la celaría, dejar&iacuta; de amarla y los duelos en la calleja terminarían para siempre.

El religioso fue en busca de don Martín y le explicó lo sucedido, esperando también que la
reacción del italiano fuera en el sentido en que doña Beatriz había pensado, pero no fue así.
El caballero italiano se fue de prisa a la casa de doña Beatriz su amada, a quien halló sentada
en un sillón sobre un cojín de terciopelo carmesí, su rostro cubierto con un velo negro que ya
estaba manchado de sangre y carne negra.

Con sumo cuidado le descubrió el rostro a su amada y al hacerlo no retrocedió horrorizado, se


quedó atónito, apenado, mirando la cara hermosa y blanca de doña Beatriz, horriblemente
quemada. Bajo sus antes arqueadas y pobladas cejas, había dos agujeros con los párpados
chamuscados, sus mejillas sonrosadas, eran cráteres abiertos por donde escurría sanguaza y
los labios antes bellos, carnosos, dignos de un beso apasionado, eran una rendija que
formaban una mueca horrible.

Con este sacrificio, doña Beatriz pensó que don Martín iba a rechazarla, a despreciarla como
esposa, pero no fue así. El marqués de Piamonte se arrodilló ante ella y le dijo con frases en
las que campeaba la ternura:

-Ah, doña Beatriz, yo os amo no por vuestra belleza física, sino por vuestras cualidades
morales, sóis buena y generosa, sóis noble y vuestra alma es grande…

El llanto cortó estas palabras y ambos lloraron de amor y de ternura.

-En cuanto regrese vuestro padre, os pediré para esposa, si es que vos me amáis. Terminó
diciendo el caballero.

La boda de doña Beatriz y el marqués de Piamonte se celebró en el templo de La Profesa y


fue el acontecimiento más sensacional de aquellos tiempos. Don Gonzalo de Espinosa y
Guevara gastó gran fortuna en los festejos y por su parte el marqués de Piamonte regaló a la
novia vestidos, alhajas y mobiliario traídos desde Italia.

Claro está que doña Beatriz al llegar ante el altar se cubría el rostro con un tupido velo blanco,
para evitar la insana curiosidad de la gente y cada vez que salía a la calle, sola al cercano
templo a escuchar misa o acompañada del esposo, lo hacía con el rostro cubierto por un velo
negro.

A partir de entonces, la calle se llamó Calle de la Quemada, en memoria de este


acontecimiento que ya en cuento o en leyenda, han repetido varios autores, siendo estos
datos los auténticos y que obran en polvosos documentos.

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Las Costillas del Diablo

La gente de Tepotzotlán era muy afecta a la narración de leyendas; actualmente esta tradición
se ha ido perdiendo, probablemente, quizá debido a la existencia de la radio y la televisión.
Antiguamente se contaban leyendas de brujas, nahuales, duendes, lloronas, aparecidos y
demonios.

Cuenta una leyenda que el diablo se iba a llevar a su casa una piedra; después de que la
hubo atado con mecates, trató de arrancarla del suelo de lava Volcánica donde estaba, pero
fue tanto su esfuerzo que dejó marcadas las costillas, y al no poder cargarla antes de que el
gallo cantara, la abandonó.

Otra leyenda asegura que existen túneles que van desde el Colegio Jesuita hasta distintas
haciendas y parroquias de la periferia; Asimismo, se habla de una campana encantada; al
respecto, cuentan que cuando fueron colocadas las campanas en la torre grande, en 1762,
una de ellas cayó y se hundió en el suelo, quedando allí encantada. En 1914, cuando llegaron
al pueblo los carrancistas, se dice que trataron de sacarla pero que fue inútil, ya que entre más
escarbaban, aquella más se hundía.

Se habla también de que en los cerros hacen sus sesiones las brujas y que después salen a
chupar la sangre de los niños pequeños, principalmente de aquellos que no están bautizados.
También se cuenta de un jinete vestido de negro, con botonadura de oro, que se aparece en
algunos caminos, sobre un caballo negro, de cuyos cascos y cola salen chispas; aseguran que
seduce con su riqueza a la gente codiciosa.

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Milagro y Cataclismo

El Señor de las Ampollas

La imagen del Señor de las Misericordias, Santo Patrono de Tlalnepantla, fue regalada por el
rey Carlos V a Hernán Cortés, quien a su vez ‘la donó al convento de San Francisco, de
México. De allí fue traída provisionalmente a la iglesia de Tenayuca, y luego a la capilla abierta
del Convento de Corpus Christi, en Tlalnepantla. En 1666, al ocurrir un incendio en la iglesia,
el Cristo de las Misericordias se salvó milagrosamente, pues habiéndose quemado la cruz que
lo sostenía, la escultura sólo registró quemaduras en la espalda, semejantes a ámpulas en
carne viva, por lo que fue llamada el “Señor de las Ampollas”.

Las iglesias viejas

En el antiguo Teocalhueyacan, pueblo otomí situado a unos tres kilómetros al poniente de


Tlalnepantla, los frailes franciscanos edificaron un templo bajo la advocación de San Lorenzo,
tal vez sobre las ruinas y hasta con el mismo material de que estuviera construido el antiguo
teocalli.

A este nuevo templo acudía el pueblo a los servicios religiosos. Una noche, en medio de un
estruendo inexplicable, el templo se hundió y de él no amaneció ni rastro. La gente quedó
profundamente atemorizada.

Ante tal pérdida, los habitantes de San Lorenzo Teocalhueyacan tuvieron que acudir a sus
servicios religiosos a Corpus Christi, el templo de Tlalnepantla. Pero debido a la larga
distancia que tenían que recorrer diariamente, optaron por construir en su región un nuevo
templo.

Entonces surgió entre ellos una angustia interrogante: “¿no se hundirá nuevamente el templo
y acaso junto con todos nosotros?”. La solución fue sencilla: levantarlo en otro sitio. y fue en
Atenco (junto al río) , en la falda del cerro, donde se erigió el nuevo recinto, sólo que en esta
ocasión bajo la advocación de San Andrés Apóstol. Esta antigua leyenda aún corre de boca
en boca entre la gente “grande” del pueblo.

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Un Saludo al Tesoro del Nevado

Todo principió al finalizar el año escolar de 1942. Gilberto, amigo y compañero de estudios,
me invitó a pasar las vacaciones en un pequeño rancho próximo al Nevado de Toluca, acedí
gustoso y para hacer ejercicio, realizamos el viaje a pie. Aquel pequeño rancho había sido
propiedad de su padre, que a su vez lo había heredado de su abuelo y éste, de su
tatarabuelo. Todos los días nos levantábamos temprano para excursionar por los montes,
unas veces a caballo y otras a pie.Después tomábamos un baño en un manantial de agua
caliente.

Uno de tantos días amaneció lluvioso y resolvimos quedarnos en casa. Para distraernos
subimos a las galeras donde sus antepasados guardaban todo lo que ya no les era útil. Para
nosotros ese lugar fue muy atractivo, encontramos cosas de mucho interés y gran valor; pero
llamó poderosamente nuestra atención un cajón a manera de cofre de pirata que contenía
papeles; los leímos con avidez por tratarse de la historia de la familia de Gilberto. Entre estos
documentos encontramos un pliego escrito hace más de 150 años, en papel corriente, escrito
con lápiz; no obstante el paso de los años, se leía con claridad. El documento tenía
documento tenía el color amarillento de los papeles viejos, al desdoblarlo se separó en partes,
acomodadas por nosotros pudimos descifrar su contenido.

Iniciamos su lectura con gran sorpresa y encontramos lo siguiente.

“Año de 1760, yo, Bartolomé Juan del Castillo, en nombre de Dios Padre que me crió y me
conserva, hago la confesión siguiente:

Siendo el jefe de los ladrones que operaban en la Sierra del Nevado, yo como depositario de
grandes robos de conductas que llevaban grandes tesoros que se conducían a España y que
pasaban por estos campos y de varios puntos de los minerales.

Declaro en nombre de Dios Todopoderoso, ser cierto todo lo que voy a escribir.

Declaro que en la Cañada del Jicote que se halla en los Montes de los Estrada, de su lugar
donde se juntan dos aguas una chica y otra mayor, de allí por abajo donde hace un salto
chico, está un subterráneo, su puerta es pequeña, apenas puede caber el cuerpo de un
hombre, está al pie de una corta peñita, dicha puerta está cubierta con una losa que a su vez
está cubierta con tierra, aquí hay intereses muy grandes. Y del salto para arriba, en está
misma cañada está otra que no tiene peña, está en la loma o costado de la cañada, está
donde hay muchas hierbas de otatillo.

De allí mismo, subiendo rumbo al poniente, hasta llegar a la cumbre de la loma del Espinazo,
estando allí encima del sur, se tomará a la derecha para abajo hasta dar con un cerrito chico
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que tiene muchos árboles, allí mismo se buscará un encino con dos brazos que figuran codos,
uno está mirando a Zacualpan y otro al veladero, al pie están ocho botijas de dinero
enterradas. Se tomará rumbo abajo hasta dar con una aguita muy pequeña que sale del
mismo cerro y va dar un salto chico, a un lado está la puerta de la cueva, la mitad está en el
salto grande, si lo encuentras te harás rico, allí está el convoy que se le quitó al virrey O
Donojú en el paso del macho, este fue como un millón de dinero, al frente se encontrara un
altar hecho de mezcla donde está colocado el señor del hospital, que es el que veneraban
antes más.También se encontrarán los útiles de plata y oro con que se servía el virrey, en el
interior está la gran cantidad de barras de plata formando un camellón, tambien se encontrará
un gran depósito de ornamentos y a un lado otro altar con el Cristo de oro del Virrey, allí está
también el esqueleto de don Cristóbal de Nova, que murio atado por querer entregar a los
españoles este tesoro.

Hijo mío, pocos son los días que me restan de vida y mi alma está devorada por crueles
remordimientos. En este fatal estado pienso y recuerdo tu orfandad desde la muerte de tu
tierna madre, muerta de ti, la que te dio a luz; quiero recompensarte a ti y a Inés mi hermana,
por sus humanitarias acciones.

Hijo mío, sabes que tienes un padre que tú no conoces, vive todavía, pero que enviado en un
mar de crímenes, hace horribles memorias al título honroso de padre. Cometí varios crímenes,
unas veces empujado por venganza y otras por la defensa que debía hacer de mi persona.

En fin, querido Paulino, tú comprenderás que yo quiero hacerte el bien y pido a Dios te
conserve muchos años.

Los tesoros son muchos, puedes acompañarte de quienes gustes, no importa cuántos sean,
para todos alcanza; una sola condición te pido, que mandes decir muchas misas para que
Dios nos perdone, tanto a los malhechores que anduvieron conmigo, como a mí. Todos los
objetos sagrados que pertenecen a la Iglesia como cálices, custodias, vasos sagrados,
patenas y demás ornamentos religiosos, te ruego querido Paulino, hagan diligencia para que
sean entregados a la Iglesia y puedan ser utilizados para lo que fueron hechos; con todo lo
que sobre se remediarán; pues como te he dicho: hay tantos tesoros como para fincar otro
México nuevo.

Principia tu recorrido por el Cerro del Manzano, es un cerro que tiene un manzano silvestre,
está cerca de la Barranca del Muerto, en su tronco tiene una herradura clavada, al pie de ese
tronco hay seis botijas de monedas de oro.

Yo, tu padre, estuve en tantos peligros que ignoro por qué Dios me Conservó la vida. Sufrí
muchas heridas mortales, sin embargo pude Soportarlas porque uno de nuestros compañeros
era curandero y Conocía las propiedades curativas de muchas plantas de estos montes; así
gracias a Dios pude Conservar la existencia.

Todo lo que está ahí es de ustedes, remédiense en sus necesidades y sigue buscando y no te
olvides, querido Paulino, de ayudar a los pobres, te lo encargo como primera obligación y
manda decir muchas misas por el alma de tu padre y por todos los demás malhechores que
bien lo necesitan”.

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