Estética. Juan Sebastián Camargo Cifuentes. Entregable 1: ¿Cuál es el trasfondo de la pregunta sobre el arte contemporáneo de A. Lésper y A. Caro? Un olvidado escoliasta decía que “los tres enemigos de la literatura son: el periodismo, la sociología, la ética” (Gómez 287). Quizá sea oportuno, a mi parecer, conservar del escolio su forma y trasponer dos términos, guardando así la agudeza y el tono que este expresa; «los tres enermigos del ‘arte’ –diría– son: ‘la publicidad’, la sociología, la ética». Sería menester preguntar ahora, a sabiendas de conocer sus adversarios, cuáles son los «amigos» del arte. La estética parece ser una buena opción, ni que decir de la filosofía del arte, la cuestión estriba en que estas tienden a confundirse, la mayor de las veces, con sus enemigos. ‘Sociología del arte’, ‘psicología del arte’, ‘sentimiento moral’ (sittliche Stimung) en el arte, son denominaciones que posibilitan la apertura de un saber dentro del arte y que suelen pasar por definiciones de la estética. Aun así, pienso que estos saberes suelen convertirse en un lugar común para críticos del arte y en un cliché discurvo para espectadores o testigos que se inmiscuyen en el arte ya sea para reflexionar sobre él o para obtener una descarga de experiencias. Basta con oir decir que “la capilla sixtina es la publicidad de la contrareforma” o que “el excéntrico Gauguin expresa el oficio de banquero en sus obras” para comprender que se recurre a la sociología o a la ética, la mayor de las veces, para expresar meros prejuicios de época u opiniones vanidosas, que versan menos sobre el «universo» de la obra de arte, y más en sus aspectos secundarios y en ocaciones superfluos como la vida del autor o el tipo de sociedad en la que se instauro la obra. Lo anterior se convierte en un aspecto positivo para la estética, al dirigir su estudio y reflexión sobre los aspectos formales y contitutivos popios del universo artístico. Pues como bien afirma Étinne Souriau, existe una independecia del mundo artístico con relación al mundo objetivo de los hechos: Al pintor le incumbe –nos dice– […] evocar una tonalidad azul por medio de una verde, o el negro por el rojo, y hasta unos aromas, o unos sonidos, por medio del rojo y del azul. En una palabra, aquí no hay ninguna ley de imitación. El mundo presentado en el plano existencial de la representación artística, no tiene en forma alguna obligación de corresponder, rojo por rojo, azul por azul, a lo que constituye la obra en el plano existencial de su fenomenología cualitativa directa. (Souriau 79) De manera que la enmancipación del universo artístico con respecto al mundo objetivo es lo que cuenta, prima facie, como parte esencial de la estética. La obra de arte se concede licencias o conveniencias que se instauran en su propio terreno. De ahí que sea una ingenuidad creer que una obra refleja o expresa el mundo objetivo tal cual es. En primer lugar, la obra es un efecto del arte: “El arte ha dirigido su crecimiento, su florecimiento; ha guiado su arquitectura. Tal como es, obedece a imperativos del arte” (Souriau 304). En segundo lugar, valga decir, que cuando el arte se complejiza, y con esto me refiero a movimientos en donde lo que prima es la expresión arquitectónica que la obra engloba, por ejemplo, un Cuadrado negro y rojo de Malévich o un cuadro de Pollock, lo que importa son más los medios de composición y un análisis detallado de su forma que una reflexión sociológica o ética. Dicho todo esto, es fácil ahora situar y comprender la discusión entre Avelina Lésper y Antonio Caro. A Lésper le intereza una reflexión crítica, propia quizas de la estética, sobre el arte. El segundo, no se sabe ni siquiera bien qué es lo que le intereza. O llamar la atención sobre un suceso histórico con tintes políticos y religiosos, o bien señalar, como hacen muchos, aspectos enigmáticos de la vida de un autor que ayudan a intensificar su misterio, más no a detallar y a reflexionar sobre su obra. Uno es amigo del arte, el otro su enemigo.