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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.

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MEMORIAS

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ALVADOR CAMACHO ROLDAN

MEMORIAS

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BOLSILIBROS BEDOUT

VOLUMEN 74
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Don Salvador Ozmacho Roldón, decfa Samper, es un ec:onomis-
ta insigne. Su inmensa ilustración en esta materia, ayud«la por una
memoria muy feliz de números, nombres, fechas y sueesos, no tiene
igual entre no~otros. Conoce a fondo la ertadfstica industrial, agrlco-
la, comercial y polltica del mundo entero. Ozmacho Roldón ha pa-
tentizado que tiene muy variiJdas actitudes. Como jurisconsulto,
añade a su saber muy notable la aplicación al estudio y kl penpica-
cia; como magistrado, nadie le supera en lntegridod y flnneZIJ, y en
todos los asuntos de gobierno manifiesta una moderación en los
medios y un espfritu de conciliación, que siempre armoniza con lo
riguroso de las convicciones. Es un orador parlamentario lleno de
mesura en su lenguaje, oportuno en sus alusiones, incisivo y nervio-
so, y elocuente cuando el asunto que se discute agita las fibnu de su
corazón. Su temperamento, dice Chaux, un tanto •ngufneo, era
ardiente y P~ervioso, pero lo reflexivo de · SU mente equHibrt~ba IU
acción, y ahondaba lo penetrante de su poderosa inteligencitl. En
1874 encabezó y dirigió una compaflfa en la que suscribieron acdo-
nes· los más respetables representantes del comercio de Bogotá y el
gobierno de Cundinamarca, que hizo un contrato aprobado por la
Ley 40 de 1874. La compañia tenúz por objeto construir un camino
de rieles entre Bogotá y el rfo Magdalena;. esa vfa, que con#ituyi
hoy la de Girardot, se habrfa abierto desde entonces con grandes
ventajas y economfas, sin la fUnesta guerra de 1876. Sus exposicio-
nes polfticas y económicas son estudios acabados: dfgalc la magis-
tral Memoria que presentó al congreso como secretario de hllciendll
en 1870 y 71; las que se hallan entre los tres tomos de Escritos
varios sobre algunos puntos constitucionales, otras de Derecho Pú-
blico, Derecho Civil y Derecho Penal, y la contenida en el discuno
que pronunció el 1 O de diciembre de 1882, en la sesión solemne ·d e
la Universidad Nacional para la distribución de premios. Hombre de
escuela, sirvió con celo y decisión los intereses de su CtlUSil. Tuvo
también esta condición de hombre de Estado: la facultad de descu-
brir las necesidades de su época y el tiTte de satisfacerlas. Por t80
puso sus actitudes al servicio del progreso patrio y trtltó de vigorizar
las tendencias de "justicia, de paz y de tolert~ncia que engrandecen el
orden sociológico, y reCillcó sobre la imperiom· necemad d~ diltltar

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el trabtfo llgT{co/Q, abrir vúu de comunictldón y difundir la enseñan
za primtlrlll, la rttcurfdtJrla y losupuior. En concordlmcitl con e#!
corrvicdonel, CUII1tdo ej~ció el poder ejecutivo nacio11ill y otro•
cmgoa superiores, en 1'Uida dirrrló dt: lo serenidild y amplitud de
crlkrlo de M11nuel Murlllo Toro, de la tolenmcil.l y grandeZil de
~de Mllllirrino, de lo aobriedild de &lgar, de 111 rrrmeZil y
leolt«l de Jos~ Hilario L.ópez y Camilo Tones.
Protllgoniml y testigo de loB suceso~ de su tiempo, llls pdgi
de emu "Memorita" de don Salwldor Camacho aon una importante
fuente de acorrtedmientoa y IZCtluldone• de penoruu que Uenaro
un ptrlodo del ayer colombiano, y en elllls se deltactt su apasionante
crónica 101m! 111 Corwención de Rionegro, de 111 CUill fue miembro, lo
que acreditll el rigor hutórlco con que reconstruye ese episodio y 1118
fl6unu que en~~ intervinieron, cuyu virtudes y defectos conoció y
cuy11actullclón IZ1ttlllza ~ la urdim/7e de su relato.
Nació don Salvado7 Cantllcho Roklán el 1o. de enero de 1828
en Nwachfll (Boyacti) y faUeció el 19 de junio de 1900 en El OCIISO,
dqJt/Ttllmento de OJndintz~n~UC~~.

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ADVERTENCIA

A LA EDIGON DE 1923

Lo. muerte no permitió al doctor CarruJcho Roldim ter-


minar estas memorias y ni aun siquiera revisar detenida~n­
te lo escrito, por lo cual aparecen allí aliunos vacíos que no
tuvo tiempo de llenar.
Comprendiendo, sin embargo, ·la importancia que para
un futuro historiador pueden tener los datos y hechos de la
época que alcanzó a relatar y de que fue actor muy princi-
pal, damos a la publicidad lo que dejó terminado, que com-
prende los años de 1846 a 1852, así como la historia de "la
Convención ·de Rionegro de 1863, la cual se anticipó a escri-
bir temeroso de que la enfermedad que.puso fin a su vida
no le diera tiempo· de llegar por orden cronológico a esa
época, como en efecto sucedió desgraciad:amente.

WS EDITORES

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Bogotá, 2 de bril de 1894.

CAPITULO 1

. Empiezan en 1848, año en que, concluídos mis estu-


dios de jurisprudencia, y nombrado juez parroquial de la
Catedral por un Cabildo abierto, numeroso y compuesto de
hombres notables en la política y en el foro, empecé a
tomar parte en la cosa pública.
Regía la Constitución reaccionaria de 1843. Había do-
minado en el país el partido conservador desde 1837. Era
presidente de la república el general Tomás C. de Mosquera,
y principiaba a notarse el movimiento de las ideas políticas
precursor de las grandes reformas llevadas a cabo en los
ocho años siguientes de 1849 a 1857.
Este movimiento tomó repentinamente fuerza inespera-
da con la noticia de la caída de la monarquía de los Orleáns
en Francia, el 24 de febrero de 1848; acontecimiento cuya
influencia en la mente de nuestro país puede juzgarse por el
hecho que paso a referir:
Paseaba en compañía de otros amigos una tarde a prin-
cipios del mes de mayo, en el atrio de la Catedral, cuando
notamos un movimiento extraordinario de corillos hacia el
extremo sur, en la galería que entonces se prolongaba desde
las ventanillas de la Casa de Correos; acababa de llegar y
empezaba a repartirse el del norte (1 ). Entre las personas
que paseaban en aquel lugar se encontraba el señor Mariano
Ospina acompañado de los señores Leopoldo Borda y Nepo-
muceno· Jiménez Mora, y al recibir ellos la noticia que cau-
saba esa agitación, el señor Ospina, fuera de sí, corrió hacia
la puerta de la torre del norte de la iglesia, diciendo que era

(1) La noticia de la revolución de febrero en Francia llegó a


Bogotá por ·la vía de Maracaibo. Tan demorado era entonces el
servicio del correo por la vía del Magdalena.

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necesario echar a vuelo las campanas en celebración de tan
fausto acontecimiento. El campanero no estaba allí, la puer-
ta estaba oorrada y el señor Ospina insistía en forzarla con
el intento expresado, lo que al fin no pudo lograr. Sin duda
se habían despertado en él súbitamente las ideas que veinte
.años antes habían dominado en su alma de adolescente.
...
La atmósfera política empezaba a· cargarse de electrici-
dad por otras causas que venían preparándose lentamente
desde años atrás, las cuales enumeraré rápidamente.
La primera ·de ellas era el exceso de reacción autoritaria
entronizada a consecuencia de la guerra civil de 1839 a
1842. Entonces habían entrado a dominar el país los restos
del partido boliviano vencido en 1831, y renacido las tradi-
ciones de la dictadura de 1828 a 1830. Aunque no de un
modo expreso en la Constitución de 1843, sí en los actos de
los Congresos de 1841 a 1843, habían aparecido deseos de
venganza y de retaliación, expresados en las leyes de "Medi-
das de seguridad,, satisfechos en los destierros, confina-
mientos y patíbulos de esa época luctuosa. Esos hechos
habían causado vivo desagrado en la juventud sostenedora
del gobierno y de la legitimidad, la cual empezaba a separar-
se de la organización política que administraba los intereses
públicos. ·
Como de ordinario sucede, los partidos exclusivistas y
perseguidores acaban por aplicar ese sistema a sus·propios
partidarios y con ello por dividirse en fracciones. Ese espec-
táculo presentaba el partido ministerial desde 1844. En la
elección presidencial de este año sólo figuraba éste, pero
con tres candidatos representantes de las mismas ideas, si
bien rodeados de partidarios que parecían pertenecientes a
partidos diversos a juzgar ·por la manera corno atacaban a
lo~ sustentantes de las otras candidaturas. Mosquera, Cuervo
y Barrero en este año; Pombo, Gómez (Diego Fernando) y
Cuervo, candidatos en la elección de vicepresidente en
1846, eran síntomas del fraccionamiento que existía en las
filas ministeriales.
En 1845 entró a la presidencia de la república el gene-
ral Tomás C. de Mosquera, personaje que hasta entonces
sólo se había hecho conocer por su espíritu inquieto, esen-
cialmente banderizo, por el principio que en 1826 había
dado en Guayaquil a la éra de pronunciamientos en favor de

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a dictadura del general Bolívar, sostenido con mal éxito
por las annas en 1828; héchose notable en 1835 y 1836 en
la Cámara de Representantes por ideas que entonres se
tenían por descabelladas sobre crédito público, y no menos
por sus intrigas en favor de la elección de su hem1ano, el
señor doctor Manuel José Mosquera, al puesto de arzobispo
de Santafé a quien (;U general Mosquera) una parte de la
opinión del país hacía responsable de haber soplado la
hoguera de la guerra civil en 1840 por sus procedinúentos
como secretario de guerra de la adnúnistración del doctor
Márquez, en especial por haber renovado impolíticamente,
en momentos delicados para la paz pública, el proceso por
el asesinato del Mariscal de Ayacucho, y distinguídose, lo
que antes no se esperara, como jefe hábil en la guerra duran-
te las campañas de 1841 y 1842, especialmente en la del
norte en 1841, por el triunfo de Tescua sobre el ejército
revolucionario del general Carmona, organizado en las pro-
vincias de Cartagena y Santa Marta, que se juzgaba irresisU.
ble en esos momentos. El prestigio alcanzado por este triun-
fo le había valido el alto puesto que entraba a ocupar.
La fanúlia Mosquera había llegado eu ese año a una
situación especial en la vida de este país republicano; fenó-
meno histórico digno de mención especial por su semejanza
con otros del mismo género que fueron el origen de dinas-
tías en el antiguo mundo y una causa incesante de distur-
bios en las repúblicas italianas de la edad media. Esta fami·
Ha, enlazada en España con otras de la aristocracia, no se
había distinguido durante la guerra de la independencia;
pero cuando el desenlace de ésta llegaba a su término con
las batallas de Boyacá, Tenerife, Pitayó y Carabobo, el gene-
ral Bolívar recibía, a su paso por Popayán en 1822, una
hospitalidad co.rdial en casa del jefe de la familia, el señor
José María Mosquera. Los dos hijos mayores de éste, don
Joaquín y don Tomás C., llenos de admiración y de simpa-
tía por el joven héroe que encabezaba la causa popular,
tomaron servicio en las huestes republicanas que se dirigían
al sur a completar la nacionalidad colombiana con la inde-
pendencia del Ecuador y afrrmarla contribuyendo a la del
Perú y Bolivia. Don Joaquín recibía el nombramiento de
enviado extraordinario cerca de los gobiernos recién consti-
tuídos de Chile, Perú y la Argentina, y don Tomás C., pri-
mero en calidad de edecán del Libertador, y después como

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jefe subalterno de las fuerzas encargadas de ocupar para
Colombia la provincia de Barbacoas; puestos en que uno y
otro prestaron importantes servicios a la república.

En 1830, don Joaquín alcanzaba el honor de ser nom-


brado presidente de Colombia por el Congreso Admirable,
en competencia con el ~ñor Eusebio María Canabal, a
quien el Libertador favorecía con su preferencia; mas, como
se sabe, sus funciones duraron poco más de dos meses, de-
rrocado como fue su gobierno por la insurrección del bata-
llón Callao y la dictadura ejercida luego hasta mayo de
1831 por el general Rafael Urdaneta.
Restablecido el imperio de la república, disuelta Co-
lombia y erigido lo que se llamó el "Estado de la Nueva
Granada" (1), en 1835 fue elevado el núsmo señor Mosque-
ra a la vicepresidencia de la república, cuyo destino sirvió
hasta 1837.
Además, esta fanúlia se había enlazado con la de
Herrán por medio de la hija del general Mosq uera, la señori-
ta Amalia, en 1841, con el que entonces era presidente de la
república, ge~eral Pedro Alcántara Herrán; de suerte que en
este tiempo aquella familia tenía un ex-presidente de Co-
lombia, un vicepresidente de la Nueva Granada, un arzobis-
po de Santafé, un ex-presidente de la núsma república, y le
sucedía en la primera magistratura el suegro y hermano de
los dos primeros.
Esta situación no dejaba de ser extraña en un país cuya
primera condición al constituírse en nación independiente
en 1821 había sido que "nunca sería el patrimonio de nin-
guna familia ni persona" (2), y en efecto causaba zozobra a
los sentimientos republicanos, que hacía poco, en 1843,
habían visto sostenida en las columnas del casi único perió-
dico que entonces veía la luz en la capital, la conveniencia

(1) Cuando por fraccionamiento de la antigua Colombia fueron


erigidos en república los departamentos centrales de ésta con el
nombre de Nueva Granada, se le dio el título de Estado con la
esperanza de que entraría a serlo reorganizándose federalmente la
antigua nacionalidad.
(2) Artículo 3o. de la Ley Fundamental de los pueblos de Co-
lombia, expedida en 12 de julio de 1821.

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de retroceder a la monarquía como medio de asegurar la
paz y el orden conmovidos recientemente.
Empero, la administración del general Mosquera no dio
fuerza a estas desconfianzas en sus tres primeros años. Este
personaje empezó aquí la carrera pública que después había
de hacerlo notable en la historia de la evolución política de
Colombia. Rodeándose primero de los hombres que habían
figurado en la oposición al general Santander, en 1832 a
1837 y después en la administración del doctor Márquez,
pronto se separó de ellos y constituyó su ministerio con
hombres nuevos dispuestos a entrar en un camino distinto
del de represión y estancamiento que había imperado en los
últimos años. Al período del general Mosquera debemos los
siguientes progresos:
La adopción del sistema metrico frances de pesos y
medidas, en reemplazo de la anarquía y confusión que nos
habían sido impuestas por la metrópoli española. Todavía
estamos lejos de ver los efectos de aquel sistema trascenden-
tal, pues aún subsiste la costumbre de contar por docenas y
por yardas, varas y libras, en lugar de decenas, metros y
kilos, el número y el peso de varios objetos; el empleo de la
hanega (que tiene diverso valor en cada región) y de la
fanegada en lugar de la hectárea en la medida superficial de
la tierra, y el de leguas y millas para expresar las distancias
en lugar de kilómetros y miriámetros; pero algún día llega-
remos a la unüormidad en esta materia.
El principio de arreglo de nuestra circulación moneta-
ria, una de las cosas más confusas y anárquicas que podían
verse en una nacionalidad que aspiraba a la civilización.
Nuestras monedas en ese tiempo se componían de la
siguiente mezcla incoherente:
El peso columnario español de 925 milésimos, en las de
plata, la moneda más perfecta de las empleadas en ese tiem-
po.
La peseta sevillana, moneda acuñada especialmente pa-
ra la circutació11 de .\mé.t~~, cuyo peso no era exactamente
equivalente aJ resto de las monedas españolas.
Las monedas emitidas fuera de Bogotá y Popayán por
el gobierno español y por los gobiernos republicanos duran-
te la guerra de la independencia, las principales de las cuales
eran las siguientes:

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La macuquina, acuñada por orden del virrey Montalvo
en Santa Marta desde 1812 hasta 1820·y por varios de los
gobiernos republicanos, como el del general Santander en
Casanare, en 1818 y 1819.
Las de 600, 666 y 700 milésimos, acuñadas en la casa
de moneda de Bogotá por orden del general Nariño, don
Manuel Bernardo Alvarez y el gobierno federal desde 1811
basta 1816. La acuñación de estas monedas subsistió hasta
1834 cuando la administración del general Santander volvió
al sistema español, que tenía por patrón el peso columnario
español y sus divisiones.
La moneda de 0,8 a la ley de 0,900 mandada sellar por
la ley de 1846.
Los cuartillos de león empleados durante el gobierno
español y que siguió emitiendo la república hasta 1846, si
no estamos equivocados.
Las diferencias en la finura y el peso de estas diversas
monedas se prestaban a la falsificación de suerte que el
mercado estaba lleno de monedas falsas de muy difícil co-
nocimiento por el pueblo ignorante. La macuquina se com-
ponía de piezas de forma irregular sin otra matea que rayas
cruzadas, sin cordón, de manera que con facilidad podían
ser roídas y alterado su peso. No se sabe cuál era su valor
real, pero indudablemente en la reacuñación que se efectuó
después dieron una pérdida notable al tesoro público.
Las monedas de oro, que nunca hasta este día han sido
entre nosotros medio circulante, excepto entre los jugado-
res Y. los galleros, eran menos complieadas y se reducían a:
Las onzas españolas a la ley de 0,916.
Las colombianas viejas, llamadas onzas patriotas.
Las granadinas, a la ley de 0\900.
Y sus divisiones en medias, cuartas, etc., de a $ 8, $ 4,
$2,50 y$ 2.
Estas mo edas eran recogidas por las personas que te-
nían hábitos de atesorar, por los jugadores o por los expor·
tadores al extranjero, pues la exportación de oro en polvo o
en barras está prohibida hasta 1850.
La administración del general Mosquera, por medio de
sus secretarios de hacienda, señores Lino de Pombo, prime-
ro, y F1orentino González, después, fue autora de las leyes
de 1846 y 1847 en que se restablecieron los siguientes prin-
cipios:

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Primero. - La ley de 0,900 tanto en las monedas de
lata como en las de oro.
Segundo.- La relación de 15 1/2 a 1 entre el valor del
oro y el de la plata.
Co,n anterioridad a esta reforma la relación era de 12 y
aún de 10 a 1, pues la onza·de oro de 26 3/4 gramos a la ley
de 0,916 se cambiaba por $ 16 de 8/10, o sea ·por
monedas que tenían 20 o 24 gramos de plata a las leyes de
0,600 hasta 0,900.
La mejora y conservación del camino de lbagué a Car-
tago, al través del paso del Quindío en la cordillera Central,
principiada en 1~ administración del general Herrán, y vigo-
rosamente continuada en la del general Mosquera, será otro ·
título de honor a la de éste.
No menos lo será la expedición de una ley sobre aper-
tura y conservación de caminos, definiendo las entidades
políticas a cuyo cargo quedaría este servicio en lo por venir.
En virtud de esta ley, que asignaba para esta tarea fondos
precisos, fueron mejorados. los de varias partes del país,
entre ellos el de Cali a Buenaventura, y acometida la apertu-
ra del de Siete-vueltas, o sea la que emprendió en 1827 el
señor Juan Bernardo Elbers de Guarumo a Bogotá y trazó
en 184 7 el ingeniero señor Poncet.
La contratación de hombres científicos como los seño-
res Lewy y Eboli para dirigir las operaciones de ensayo y
aleación de metales en las casas de moneda de Bogotá y
Popayán, al propio tiempo que para la enseñanza de quími-
ca en los colegios de estas dos ciudades; la de los señores
doctor Rampon y Bergeron para las de medicina y matemá-
ticas en la Universidad de Bogotá, y la de los ingenieros
Tracy, Poncet y Zavasky, el segundo destinado a explorar y
trazar la ruta comercial de la capital de la república con el
río Magdalena, y tercero la que debía unir a Cali en el valle
del Cauca con el puérto de Buenav~ntura en el mar Pacífi-
co.
La fundación del Colegio Militar bajo la dirección del
entonces coronel Codazzi. · ·
El fomento decidido de la ~avegación por vapor en el
río Magdalena, por medio de subsidios liberales a las empre-
sas que con este objeto se formaban en Cartagena y Santa
Marta; bien que la aclimatación de este gran progreso en las

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aguas de nuestra arteria principal se debió más que a esta
medida a la abolición del monopolio del tabaco, llevada a
cabo después en la administración del general López, en
1849.
En cambio, la enemistad personal que, probablemente
desde la adolescencia, existía entre los generales Mosquera y
Obando, la que tuvo mucha parte en la prolongación de la
guerra civil de 1840 a 1842, y que había subsistido en toda
su fuerza durante los años de 1842 a 1846, en los cuales la
misión diplomática del primero a las repúblicas del Pacífico
casi había tenido por objeto solicitar la extradición del se-
gundo y perseguirlo en su reputación y en la simpatía con
que había sido recibido en Lima, ejerció .infiuencia en sus
actos como presidente de la república. En 1846, uno de los
motivos alegados para la declaratoria de guerra al Ecuador
había sido la negativa del gobierno de este país a prohibir la
residencia del proscrito granadino, en el caso de que quisie-
se pasar en su territorio algún ·tiempo de su destierro. La
consideración de que ese enemigo pudiese continuar la lu·
cha volviendo al territorio granadino, obró sin duda en su
ánimo para mantener un pie de fuerza superior al que re-
quería el estado pacífico de las opiniones y el aniquilamien-
to en que había quedado el partido liberal; con lo cual el
tesoro público no había convalecido lo que era de desear.
En 1847 el general Obando, acusado en 1831 y 1841,
en momentos de fuerte lucha política, del asesinato del
general Sucre, había solicitado desde Lima, lugar de su des-
tierro, del Congreso de la Nueva Granada, permiso para
regresar al país, únicamente a someterse de nuevo a un
jUicio en que, con presencia suya, fuesen examinados sus
hechos con relllción a aquel suceso. Esta solicitud fue envia-
da al doctor Salvador Camacho, padre del autor de estas
líneas, entonces miembro del senado y persona notada por
la firmeza de sus opiniones liberales.' Apenas se tuvo noticia
de este hecho, el doctor Camacho fue asediado por. miem-
bros notables de la administración Mosquera para que no
presentase esta solicitud al congreso; no obstante que sus
opiniones lo mantenían alejado de los puestos públicos, le
fue ofrecida la dirección de la Casa de Moneda, y al que
esto escribe, que apenas había concluído sus estudios en los
colegios, se le hicieron por persona muy caracterizada, indi·
caciones en el sentido de que también obtendría una buena
colocación. Rechazadas estas proposiciones y presentada al_

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congreso de 1848 esta solicitud, fue negada por el senado a
solicitud del gobierno y por los votos de todos los amigos
del ministerio.
Este hecho tiene una importancia que no podrá negarse
cuando se considere la cuestión histórica relativa al autor
del crimen de Berruecos.
Probablemente, esa enemistad mortal fue causa de que
mirase con menos horror de lo que debía las maquinaciones
que el general Flores, ese renegado de la causa americana,
derrocado en 1845 de su dominación en el Ecuador, llevaba
a cabo en España para restablecer en el nuevo mundo la
dominación colonial que tántos esfuerzos había costado a
nuestros padres destruir. Flores había sido su compañero de
1826 a 1829 en la tarea de sostener la dictadura del Liberta-
dor en estas regiones, su aliado en los combates de 1841
para destruir la influencia del general Obando en el sur de la
Nueva Granada, y estos recuerdos, unidos a la frialdad con
que vio las empresas de la reina Cristina, secundada activa-
mente por Flores, para levantar un trono en el Ecuador al
duque de Rianzares, fueron causa de que la opinión republi-
cana se alarmase seriamente en 1848 y contribuyese a la
reorganización del partido liberal.
Detenida por el gobierno de la Gran Bretaña la expedi-
ción que en 1847 tocó en sus puertos para completar sus
preparativos, el general Flores vino a las Antillas y después a
Venezuela, en donde fue recibido con simpatía en lugar del
horror que debiera haber inspirado. Díjose entonces que el
objeto de su venida a ese país era formar un plan en que los
generales Páez y Mosquera unidos a él debían derrocar las
instituciones republicanas en los tres países que formaron la
antigua Colombia para traer un príncipe europeo que reem-
plazase oon la monarquía el gobierno d~ estas antiguas colo-
nias; es decir, se sospechó que podía existir la continuación
de los planes que en los últimos días de Bolívar habían
causado tánta inquietu~ en esta parte de la América. La
expedición española llamada científica del almirante Pinzón
a Chile y el Perú, y la expedición francesa sobre Méjico, que
catorce años más tarde pusieron en peligro las formas demo-
cráticas en toda la América española, no son acontecimien-
tos que quitan su fuerza a las sospechas· de que se viene
tratando. '
Dos periódicos liberales de Bogotá, El Aviso y lA Amé
nca, que reprodujeron estas sospechas emitidas por uno d
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_ Quito, fueron acusados como culpables del delito de calum-_
nia contra el primer magistrado de la nación: la sesión del
jurado de imprenta fue muy animada por la energía con que
se defendieron los acusados señores José María Vergara Te-
norio y Ricardo Vanegas, jóvenes talentosos, instruí.dos y
valientes, y por la elocuencia con que por primera vez se
presentó delante del público el señor Carlos Martín, recién
salido de los claustros de San Bartolomé. Aunque, con una
sola excepción, los jueces pertenecientes al partido ministe-
rial, los·acusados fueron absueltos. La abolición fue celebra-
da con vivas a la libertad de imprenta de un concurso nume-
roso reunido en la plaza principal de la ciudad que con
impaciencia esperaba el fallo. Acertó a pasar por la plaza de
regreso para el palacio el general Mosquera, quien en com-
pañía del secretario de hacienda, señor José Eusebio Caro,
había salido a pasear, oyó los vivas y supo el motivo de
ellos. Saliendo fuera de razón, llegó a su residencia, que
apenas distaba una cuadra del teatro de estos suceso , y
poniéndose al frente de la guardia que custodiaba el palacio,
bajó al cuartel de San Agustín con el designio de dispersar a
balazos la reunión de ciudadanos que festejaba pacíficamen-
te el triunfo obtenido, y según se dijo, con el designio d~
hacer fusilar a los redactores de los periódicos acusados.
Detenido en sus arrebatos por la interposición de varias
personas respetables, volvió a su residencia, al parecer tran-
quilo; mas a los tres días hizo prender a los oradores del
jurado y a algunos jóvenes que habían figurado conspicua-
mente en la celebración del fallo, haciéndolos acusar como
perturbadores de la paz pública. Sin embargo quince días
después mandó poner en libertad a todos los que pudieran
ser responsables y expidió un decreto de amnistía por los
últimos acontecimientos, decreto que generalmente fue in-
terpretado como una amnistía más para sus propios actos
que para los hechos inofensivos de los acusados.
Al propio tiempo que esto pasaba en Bogotá, el general
Flores residía en Panamá, adonde se le había permitido
desembarcar y permanecer por más de un mes y de donde
seguramente desengañado de la posibilidad de sus planes y
también. informado de la ley que discutía el congreso prohi·
biendo su residencia entre nosotros, se dirigió a Guatemala.
Todos estos sucesos unidos a ciertas corrientes de las
ideas, resultado probablemente de la impresión en que se las

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había querido mantener desde 1838 hasta entonces, produ-
cían un movimiento favorable a los cambios en el orden
político. La influencia de la Compañía de Jesús enconbaba
resistencias serias aun en las mismas personas afiliadas en el
partido conservador. La cámara de representantes, com-
puesta de ministeriales en sus tres cuartas partes, aprobaba
en tres debates en 184 ... un proyecto por el cual se priva-
ba a los jesuítas de la, dirección de los colegios oficiales y se
ordenába al Poder Ejecutivo no reconocerlos en su carácter ·
de corporación. En la discusión de este proyecto dio a co·
nocer Julio Arboleda sus grandes dotes de orador' en un
discurso en contra de esa institución, con una elocuencia tal
como nunca después volvimos a oírla en el curso de su
brillante carrera. En 1848 el lieñor general José María Man-
tilla presentaba en la cámara de representantes un proyecto
por el cual se señalaba renta fija a los miembros del clero
católico, pagada del Tesoro Nacional, en reemplazo de los
derechos de estola y la participación en la renta de diezmos
y primicias, lo cuales se declaraban abolidos, y e6e proyec-
to, que hoy acaso suscitaría escándalo, era ardorosamente
defendido por el señor Mariano Ospina. El monopolio del
tabaco, en fin, que en ese período formaba la renta mh
pingüe del Tesoro, era rigurosamente atacado, y en 1848
caía a impulsos de la opinión popular en un proyecto de ley
aprobado por ambas cámaras, que el Poder Ejecutivo, aun-
que contrario en ideas, no se atrevió a objetar, temeroso del
efecto que sus objeciones pudieran producir en la votación
para presidente de la república que debía tener lugar en
agosto próximo.

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CAPITULO 11

Las elecciones de 1848. - Las diversas fracciones del partido


conservador. - Orígenes de los partidos políticos en Colombia. -
Los candidatos conservadores a la presidencia de la república.

El partido ministerial o retrógrado, como entonces era


llamado, caminaba a su disolución según se veía en el gran
número de candidatos que de su seno surgían, representan-
tes de otros tantos matices de la opinión en que estaba
dividido.
Los principales enm:
Doctor José Joaquín Gori doctor Rufino Cuervo, doc-
tor Mariano Ospina, general Joaquín María Barriga, .doctor
Florentino González, general Eusebio Borrero.
Acerca de ellos daré una breve idea de la manera como
entonces se apreciaba su carácter político.
Como es sabido, nuestros partidos políticos tienen su
origen en grandes sucesos de nuestra historia nacional que
han seguido ejerciendo influencia después en la evolución
de las formas y de los intereses públicos. Estos grandes
acontecimientos son:
Primero. - La revolución de la Independencia.
Segundo. - La división que inmediatamente surgió, en-
tre los partidarios de la revolución, acerca de la forma con
que debiera . organizarse el gobierno republicano, entre la
federación y el centralismo.
Tercero. - La reacción contra la república que, desde
ese grupo compacto de población de conservar la suprema-
cía que había tenido durante el período colonial, las ambi-
ciones que inmediatamente surgieron entre las personas que
se reputaban capaces de dirigir el movimiento revoluciona-
rio, y la costumbre que en todas partes existía de dirigir las
·miradas al centro directivo de la capital en todas las crisis
importantes, fueron agentes que ·determinaron inmediata-

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mente el combate de las ideas entre la fonna central y la
federal, entre lo que había existido y existía y lo que se
aspiraba para lo futuro. La muerte en los patíbulos de todos
los hombres prominentes que de 1810 a 1816 habían dirigi-
do los primeros pasos de la independencia, federalistas en su
inmensa mayoría; el predominio que con ello adquirió la
clase militar, educada en principios de subordinación y de
obediencia a un jefe superior, y la desaparición de las insti-
tuciones, que apenas tenían seis años de ensayos vacilantes,
por la reconquista española efectuada por Morillo en 1816,
fueron ·causa de que por lo pronto prevaleciese la forma
central.
Nuestras guerras civiles, principiadas con ese motivo
desde 1811, han tenido de entonces acá esa funesta división
de opiniones.
La reacción contra las instituciones republicanas y de-
mocráticas, iniciada por el .general Bolívár en 1819 y 1825,
dejó muy pocos adeptos en vista de la indignación con que
fue recibida y de las dificultades que esa empresa presenta-
ba, tanto en éste como en el antiguo mundo, de donde
únicamente se juzgaba posible traer ell)()berano y la dinas-
tía que nos gobernase. A este respecto recuerdo haber visto
una carta original del general Bolívar al general Santander,
escrita en Pativilca (costa del Perú), en noviembre de 1824,
en que se manifiesta desalentado con el ejemplo de la impo-
pularidad del general San Martín en el Plata y de lturbide
de 1819 en el Congreso de Angostura, en 1825 en el Perú y
Bolivia, y en 1828 en Colombia, encabezó el general Bolí·
var.
Cuarto. - La lucha sorda entre el catolicismo como
poder dominador de los intereses temporales y las ideas
modernas que combaten esa intervención de las religiones
en el gobierno político de los pueblos. Esa lucha que princi·
pió en 1825 con motivo de las discusiones sobre el ejercicio
del derecho de patronato por el gobierno republicano, se ha ·
acentuado de 1853 para acá con motivo de la ley que en ese
año declaró separados el Estado de la Iglesia.
Quinto. - Las nuevas ideas económicas que necesaria-
mente han empezado a aparecer al verificar la transforma·
ción de la colonia feudal en república democrática.
La influencia crónica de estos sucesos en las ideas polí-
ticas había y ha tenido diversa fuerza en el país.

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Los enemigos de la independencia fueron muy pocos;
los más emigraron a España o a las colonias españolas de las
Antillas, y los que aún subsistían en 1848 o subsisten en la
actualidad, están en número muy escaso. De suerte que ese
elemento de división y perturbación en nuestra vida pública
no merece contarse entre los peligros que han rodeado nues-
tra nacionalidad.
El segundo de los orígenes de nuestros partidos sí ha
subsistido y ha sido la causa más fecunda de los trastornos
que nos han conmovido. Las ideas federales 'primaban en los
primeros días de la independencia, de suerte que aun en
Bogotá mismo -ciudad que ha sido naturalmente el fooo
del pensamiento centralista- en los primeros días que suce-
dieron al 20 de julio de 1810, sólo se habló de federación.
Mas el deseo en Méjico, y emite el temor de que su estrel1a
empieza a eclipsarse (1). Sin embargo, parece que sus espe-
ranzas se reanimaron con las adulaciones de que fue objeto
en el Perú después de la victoria de Ayacucho. En 1843 se
formó en Bogotá una junta, que con publicaciones en El
Día trató de revivir esa idea; pero fue combatida con ener-
gía, principalmente por el entonces coronel Joaquín Acos-
ta. En 1886 vi en un periódico de este país, apelüdado
Imperator, al general Guzmán Blanco, con cierto énfasis
semejante a un Ballon d'essai.
Las pretensiones del catolicismo a revivir su influencia
en los gobiernos temporales, que ha sido el blanco de los
pontificados de Pío IX y de León Xlll, forma en el día el
rasgo quizá más notable de divergencia entre los dos parti-
dos políticos en nuestro país. Sin embargo en 1848 e~
motivo de separación en las opiniones,, estaba lejos de haber
asumido la importapcia que tiene hoy. El ejercicio del pa-
tronato eclesiástico por el gobierno republicano no era dis-
putado, y con él no era tan fácil al clero católico suscitar las
dificultades de que hoy es causa eficiente, ni los espíritus
respetuosos de la autoridad de las leyes civiles y de la con-
ciencia de los demás hombres, parecían no tener nada que
pedir ea las relaciones de sus creencias políticas y religiosas.
El ronfiicto actual empezó en 1853, y una vez princi-

(1) Esta carta fue comprada en Bogotá por M. Glenard, nego-


eiante·fr-aneés, y quizás existe publicada en Europa.

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piado no cesará hasta que esta religión renuncie a mantener
las tradiciones de la edad media y se ponga a la altura de las·
ideas modernas; de lo cual se ven ya algunos síntomas en la
política misma del pontificado.
Las ideas económicas que la independencia trajo consi-
go, .se referían a puntos que apenas han empezado a estu-
diarse.
Las fundaciones y vinculaciones feudales; la esclavitud;
la forma de distribución de las contribuciones públicas,
principalmente en lo relativo a los monopolios ejercidos por
el gobierno; la manera como en lo sucesivo podía adquirirse
la propiedad territon.I; el fomento de la educación popular,
y la partiéipación de las clases pobres e ignorantes en la vida
pública, eran en 1848, como lo son en la actualidad, cues-
tiones que todavía no agitan de una manera profunda las
aspiraciones populares. Sin embargO en 1848 habían adq ul-
rido cierto interés las que se referían a la extinción defmiti-
va de la esclavitud de la raza negra y al monopolio del
tabaco.
Las opiniones de los candidatos con relación a estos
pun.t os de programa pol(tico no eran bien conocidas, mas
eran sospechadas por los antecedentes de su vida pública y
por sus presentes relaciones -personales.
El doctor José Joaquín Gori, natural de Cartagena,
había sido un partidario decidido de la independencia; pero
su admiración excesiva por el Libertador, sus relaciones per-
sonales con el general Montilla en Cartagena, ciudad que,
por su importancia estratégica y comercial, aquél había
siempre procurado mantener sujeta a su influjo, le habían
lanzado en el número de los diputados a la convención de
Ocaña en quienes, más fuerte su simpatía por el general
Bolívar que el sentimiento del deber, habían desertado y
disuelto ese cuerpo legislativo y frustrado las esperanzas del
sufragio popular. Una vez en este camino su oposición a la
política general del general Santander durante la presidencia
de éste de 1832 a 1837, había sido natural Vicepresidente
de la república desde 1843 hasta 184 7 por el voto conserva-
dor en los días de sus más exaltadas pasiones, parecía que
ninguno podía representar más fielmente las tradiciones de
ese partido. No obstante estos precedentes, había estado en
desavenencia CQn algunos actos de la_administración del ge-
-neral Mosquera, principalmente en lo relativo a la manera-·

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de tratar las pretensiones del traidor Flores, las cuales había
mirado el doctor Gori con todo el horror que conespondía
a sus sentimientos de amor por la independencia. Esto des-
pertó simpatías en el partido liberal, pero no las suficientes
para adoptarlo como candidato.
Era de mediana estatura, delgado, de constitución san-
guínea muy pronunciada, ágil en sus movimientos; aunque
naturalmente serio, era en extremo cortés en sus modales,
de suerte que era proverbial la atención con que devolvía el
saludo en la calle a toda persona, rica o pobre; muy aseado
y cuidadoso en su vestido: las exterioridades hacían formar
de él una alta idea de su persona. No era escritor notable, y
sus trabajos intelectuales casi se habían limitado a negocios
forenses. Se dice que era fácilmente irritable en las discusio-
nes, y no gozó de reputación de orador. En cambio, sí la
tenía de probidad acendrada, y aunque colocado en altas
posiciones vivió en suma medianía, decente pero estrecha, y
murió pobre. En sus últimos días, de 1849 en adelante, se
reincorporó en el partido liberal, en cuyas filas terminó su
vida. No se le reputaba persona de vastos talentos ni de
ilustración superior, pero se le creía dotado de buen senti-
do, rectitud y firmeza de carácter.
El doctor Rufino Cuervo, natural de Boyacá, persona a
quien conocí más de cerca, pues fuí su discípulo en las
clases de economía política y derecho internacional en la
Universidad de Bogotá, era un personaje quizás menos res-
petado en el público, pero se tenía de él más alta idea de sus
talentos e ilustración. Por su edad temprana probablemente
no figura su nombre en la guerra de la independencia y
aparece sirviendo puestos subalternos durante la administra-
ción del general Santander, de 1824 a 1827, tiempo en el
cual llegó a magistrado del tribunal del Cauca. Allí se mos-
tró adicto a las ideas de que aquél era jefe en esos tiempos,
hizo oposición a la dictadura del general Bolívar y se ligó en
amistad, estrecha al parecer, con el entonces presbítero Ma-
nuel José Mosquera, después arzobispo de Santafé, quien
entonces también pertenecía al partido santandereano y vi-
vía ligado en amistad política con los coroneles Obando y
López, que eran reputados entonces como jefes de la resis-
tencia a los planes del general Bolívar.
Durante la administración Santander, de 1832 a 1835,
fue gobernador de la provincia de Bogotá, puesto en el cual
desplegó gran inteligencia, actividad e ideas de progreso.

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Desempeñó también una comisión diplomática en la repú-
blica del Ecuador en 1841 y 1842, y es indudable que a su
energía y fidelidad, a pesar de la ligereza con que otros
hombres públicos de nuestro país quisieron ceder partes
importantes de nuestro territorio (los cantones de Túque-
rres e Ipiales), somos deudores de la integridad de nuestras
fronteras del sur. También sirvió hasta 1839 como miembro
de la comisión de los tres estados en que se dividió la ant¡..
gua Q>lombia, en la adjudicación de las deudas de esa anti-
gua nacionalidad a las que le sucedieron. En 1843, durante
la administración del general Herrán, desempeñó por algu-
nos meses la secretaría de hacienda. Después de un viaje a
Europa, fue elegido vicepresidente de la república en 1847,
y adoptado como candidato a la presidencia en 1848.
Estaba en la vecindad de los cincuenta años, en la pleni-
tud de sus talentos, y en lo que puede llamarse el cenit de la
vida; de la vida intelectual a lo menos, pues a esa edad ya ha
empezado la decadencia en la vida física. Era alto, delgado,
de airo~K> continente, de una fisonomía más compuesta que
natural, maneras más artificiales que sencillas y trato más
fácil y agradable al aire libre que en la intimidad. La diplo-
macia parecía ser, entre todas las faces de su carrera, la que
más se había acomodado a las dotes generales de su organi-
zación, lo cual se revelaba en los actos, opiniones y forma
general de su carácter público.
Sus talentos, más brillantes que sólidos, lo hacían siem-
pre aparecer en las primeras filas., cualquiera que fuese el
campo en que los emplease; su instrucción, más ancha que
profunda, lo ponía en actitud de discurrir sobre objetos más
variados que los hombres en cuya con.currencia política vi-
vía: condición que es obligada en los países nuevos y esca-
sos en educación general, pues en ellos es preciso saber de
todo un poco sin ser especiales ni superiores en nada, ser
orador, escritor, administrador, economista, jurisconsulto y
hasta poeta, sin poseer a fondo las cualidades y cono-
cimientos que requieren estas profesiones. Con todo, era de
notar en el doctor Cuervo la tendencia que estaban llama-
dos a producir en la mente los métodos escolásticos de
nuestra educación antigua, y todavía en gran parte de la
moderna, la tendencia a mirar hacia atrás ·mucho más que
hacia adelante, a buscar la luz en el poniente, mejor que en
la aurora, en la investigación de _la verdad y en la solució~
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de los problemas sociales. La preferencia dada al latín y a
las ciencias de la antigüedad, a la teolOgía, la metafísica, la
historia antigua, sobre las ciencias modernas de observación
y -experiencia, los idiomas vivos y la h~ria contemporá-
nea, producía, y produce aún en las clases educadas, una
especie de miopía poco a propósito para juzgar con claridad
de las dificultades que presenta el gobierno de las socieda-
des modernas. El doctor Cuervo nacido en los albores del
siglo XIX, criado en medio de las convulsiones de nuestra
transformación política, lanzado en la carrera pública en los
momentos en que se trataba de organizar un mundo nuevo,
debió de recibir en su primera educación esa impulsión; fue
un liberal en su exaltada juventud, un moderado en la edad
media de su vida, y llegaba a ser un conservador cerrado en
sus últimos años.
Era muy animado en su conversación, muy espiritual
en sus réplicas y abundante en las anécdotas con que ilustra-
ba su manera de pensar. En la clase de economía política
dividía él en una ocasión las industrias únicamente en agrí-
cola y manufacturera: como un estudiante preguntase si las
de acarreo, extractiva y comercial no eran industrias propia-
mente hablando: oh! contestó con rapidez, ·aucede con
ellas lo que con los diez mandamientos que se encierran·en
dos, en servir y amar a Dios y al prójimo como a sí mismo.
Para mostrar en otra ocasión cómo las cuestiones deben
mirarse por diversos lados a rm de evitar errores en la ·con-
clusión rmal, nos .refería que en una ciudad de España un
yendedor de vinos en una tienda de esquina tenía en un
lado de la caiJe un letrero que decía '~Vino de Valde" y en
el otro lado "Peñas"; lo que inducía a algunos a pensar que
allí se daba vino de balde cuando sólo se anunciaba "Vino
de Valdepeñas".
Cortejaba la pOpularidad asiduamente en. las relaciones
aociales, en las que era un modelo de corrección. Era suya la
primer visita que .recibía el viajero de las provincias a la
capital; los miembros del congreso quedaban muy compla·
ci4os del rato de conversación agradable que les proporcio-
naba inmediatamente este cumplido caballero; el enfermo o
el triste en la ciudad sentía alivio o ..consuelo· al saber los
buenos recuerdos que el doctor Cuervo les había dejado.
Empero, la popularidad es una coqueta caprichosa que se
p.renda del ruido más que de las delicadas atenciones. El

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doctor Cuervo no era popular. Los partidos extremos
bían que no podían rwse de él; los hombres que toma
participación en la cosa pública en las mismas filas, miraban
con desconfianza la superioridad orgullosa que en ocasiones
no podía ocultar; los intereses personales no se atrevían a
buscar medros en un personaje cuya probidad estaba fuera
de toda sospecha.
El doctor Mariano Ospina, natural de Cundinamarca,
tuvo su cuna en la vida pública, en la conspiración del 25 de
septiembre de 1828 en la compañía de Vargas Tejada, Pe-
dro Celestino Azuero, Florentino González y Ezequiel Ro-
jas. Allí aparece por vez primera delante de sus conciudada-
nos. En seguida lo vemos uniéndose en 1829 al movimiento
del general José María Córdoba, en Antioquia, contra la
dictadura del genenl Bolívar; en 1831 con el coronel Salva-
dor Córdoba en el restablecimiento del gobierno constitu·
cional derrocado por la insurrección del Santuario y susti-
tuido por la dictadura del general Rafael Urdueta. En los
diez años que siguieron hasta 1841, sus horizontes se redu-
jeron a los trabajos rutinarios de la secretaría y después de
la gobernación de la provincia de Antioquia y a los de la
cámara de la misma provincia, a la que concurtió tres o
cuatro veces; corporación que entonces carecía de la impor·
tancia qué desde 1848 le dio la extensión de facultades
decretada en la ley de régimen municipal, en 1850 la des-
centralización y en 1867 la constitución federal. Aquí ad·
quirió sin duda ese espíritu reglamentario que después le
fue tan censurado oon· motivo del decreto sobre rentas de
fábrica, que llegó a hacerse proverbial en la prensa periódi-
ca. En 1841. empieza, propiamente hablando, su carrera co-
mo hombre de estado, orador parlamentario y escritor pú-
blico, desempeñando la secretaría de lo interior y relaciones
exteriores en las administraciones del general Caicedo y del
general Herrán hasta 1845. Los tiempos no eran propios al
ejercicio· de sus talentos y menos a la fonnación de su carác-
ter públioo. lA guerra civil de 1840 a 1842, que él se rehusó
siempre a reconocer como tal, reduciéndola en su mente a
las proporciones de rebelión miserable merecedora de repre-
sión despiadada, había despertado las cóleras y rencores
intransigentes heredados del pueblo que durante ocho siglos
mantuvo una guerra incesante con los moros, y a quienes
persiguió d~ués de su triunfo hasta la exterminación total;
del pueblo formado por Felipe TI y el tribunal de la Inquisi-

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na la creencia de que todo disentimiento de opiniones es
~n crimen merecedor de los más tremendos castigos. La
grita destemplada de esas pasiones, aunque en parte desoída
por el carácter naturalmente benévolo y conciliador de los
generales Caicedo y Herrán, fue la atmósfera que .pudo res-
pirar durante esos cuatro años, y probablemente ejerció una
influencia dañosa después para su reputación y aún para sus
ideas. Preocupado con la idea de mantener la represión so-
bre los vencidos, poco o nada puede citarse como obra suya
en esos años. El plan de estudios dictado por él que se dice.
formó la generación inteligente que estuvo a la cabeza de
los negocios públicos de 1860 a 1880, probablemente fue
uno de esos fenómenos físicos que, como las buenas cose-
chas en años de sucesión regular de las estaciones, favorecen
a las veces la rutina del cultivador. En ese plan no había
nada notable, si se exceptúa el rigor excesivo dentro de los
claustros, cuyas consecuencias fueron de un orden muy dis-
tinto del que se esperaba. En vez de obtenerse con él una
juventud enseñada a la obediencia pasiva y adicta a las ideas
dominantes, los estudiantes de ese tiempo formaban la ba-
rra oposicionista en los congresos, apoyaban con ardor las
candidaturas contrarias al gobierno, y en sus cuatro quintas
partes se afiliaron en el bando que representaba las ideas
liberales más avanzadas. ·
Miembro de los congresos en los años de 1845 a 1848,
conquistó por sus talentos, su carácter austero, su honradez
nunca desmentida, su vida sencilla y su ardor en el estudio,
el respeto de los que lo rodeaban y lo conocían más a
fondo. Sin embargo, estaba lejos en 1848 de tener sobre sus
conciudadanos la influencia que más tarde adquirió, y aun-
que su nombre figuró entre los favorecidos por el sufragio
de los electores no representaba aún el de un jefe de parti-
do. Era tan sólo una evocación poco numerosa todavía de
las pasiones de otros tiempos: su importancia política·debía
mostrarse después.
El general Joaquín María Barriga era el candidato ver-
dadero del general Mosquera, según afrrmó éste, y co.mo tal
obtuvo los votos de la clase militar adicta al presidente y los
de algunos ciudadanos que veían en él a un patriota, mode-
rado en sus opiniones y en su carácter, que no participaba
de los odios que ~ían la huella de los demás candidatos,
ni tampoco, como es ley de la física, del amor de las multi-

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tudes. El general Barriga había principiado su carrera en
1819, muy joven aún; había ganado todos sus grados por
rigurosa escala y como premio de servicios reales: aunque
perteneciente al partido liberal, había defendido aJ gobierno
legítimo en 1840; figurado con honor en las batallas princi-
pales de esa guerra civil y ganado la última, la de La Chauca
en 1842, que puso el sello definitivo, a la victoria del parti-
do conservador. Imitando a Bolívar, que en 1824 no había
querido ser responsable del éxito de la última campaña en la
guerra magna, y _la había confiado a su teniente más distin-
guido, el general Sucre, el general Mosquera, por causas que
nos son desconocidas, tampoco había querido medirse per-
sonalmente con Obando en el desenlace final de las opera-
ciones del sur y había confiado esa tarea a Barriga. La vict<>
ria obtenida por éste le había conquistado gran simpatía en
Mosquera, y tal vez ese fue el sentimiento que lo impulsó a
recomendarlo como sucesor suyo en el mando de la nación
en 1848.
El general Barriga era candidato de conciliación, no de
lucha, entre los partidos, y como tal, en una época encona-
da, tenía pocas probabilidades de buen éxito.
Con la candidatura del doctor Florentino González se
aspiraba a formar un partido nuevo destinado a romper las
tradiciones de los que habían dividido los ánimos de nues-
.tros compatriotas desde 1810.
Nacido a principios de este siglo en la antigua provincia
del Socorro, había respirado en su infancia el hálito de la
insurrección de los comuneros en 1781, había pasado su
primera juventud en medio de la lucha encarnizada de la
independencia, y educádose en los colegios de Bogotá a
tiempo que principiaba la reacción contra la república y el
esfuerzo indomable de la nueva generación por conservar las
instituciones republicanas adquiridas en quince años de
combates. González desde luego, se afilió entre los más en-
tusiastas defensores de la libertad, hizo parte de los conjura-
dos que penetraron a palacio el dí~ 26 de septiembre de
1828, y condenado a muerte por un consejo de guerra,
debió su vida a la generosidad con que defendió de ultrajes
· y desprecios a la célebre doña Manuela Sáen~, la escandalo-
sa e indigna compañera del. Libertador (1). Sufrió con valor

(1) En carta escrita veinte años después al general O'Leary, que·

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las persecuciones y destierro que cayeron sobre los que,
directa o indirectamente, fueron considerados cómplices de
ese acto resonante, y en 1832 se encuentra ya en el puesto
de secretario de la convención que constituyó la nueva n•
cio~dad granadina con los departamentos centrales de la
Gran Colombia.
Desempeñó destinos importantes durante la administra-
ción del general Santander, entre ellos el de gobernador de
Bogotá, de 1836 a 1837. Retirado a la oposición en el
período del doctor Márquez, fue vigoroso atleta en la pren-
sa y en la tribuna, y cuando vencida la revolución popular
de 1840, que por algunos meses pareció ser irresistible, no
le fue ~able continuar viviendo en su patria, ae retiró
voluntariamente a viajar a Europa, en donde permaneció
basta 1847. A su regreso, modificado profundamente en sus
ideas con la vista de esos países pJ,'ÓSperos, en donde una
civilización mú adelantada llama la mente a objetos dlstin~
tos de las tristes rencillas en que vivían los pueblos de la
América española, continuó su carrera de escritor, no ya
haciendo una oposición estéril al gobierno, sl~o llamando la
atención pública hacia la creación de bancos, reforma mo-
netaria, desarrollo de las vías de comunicación y reforma
del sistema tributario, principalmente por medio de la aboli-
ción del monopolio del tabaco.
Los tiempos eran propicios para.esas empresas. El gene-
ral Mosquera, que también había viajado por Europa y
embebídose en ese nuevo orden de ideas, había empezado a
ponerlas en planta, con la eficaz colaboración del señor
Lino de Pombo, su secretario de hacienda. En 1846 había
sido establecido, rebajándolo considerablemente, un porte
uniforme para las cartas confiadas al servicio del correo,
adoptado el sistema decimal francés de pesas y medidas, la
ley de 0,900 en las monedas, medidas fuertemente comba-
tidas por el espíritu conservador reinante; y cuando, fati-
gado por esas resistencias, renunció el portafolio a causa de

recientemente ha visto la luz, doña Manuela asegura que esta defensa


la debió al coronel Ramón Guerra ; pero que entonces por salvar la
vida al joven Florentino González, la atribuyó a éste. Poco crédito se
ha dado a esta rectificación tardía, en vista del asentimiento que a la
primera versión dieron durante su vida todos· los testigos presenciales
de los acontecimientos.

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una cuestión baladí, el general Mosquera reemplazó al señor
Pombo con el doctor Florentino González.
Fue éste uno .de los cambios teatrales frecuentes en la
vida del general Mosquera. El doctor González había sido
no solamente su adversario en política, sino como general-
mente ·sucede en el juego de nuestros partidos, su enemigo
personal: era uno de los personajes más odiados por los
conservadores, y su llamamiento a tin puesto elevado en el
gobierno causó sorpresa general. Aceptado el nombramien-
to, el doctor González creyó también que era de su deber o
de su conveniencia cambiar la dirección de sus convicciones
en política, y acercarse a la manera de pensar del círculo
político en que entraba. Siempre es cierto que son difíciles
y aún peligro~ estas entradas en caminos de travesía.
En esta nueva posición, el secretario de hacienda inició
mejoras muy notables en nuestro sistema fiscal. La adop-
ción de la contabilidad por partida doble; el sistema francés
en la formación del presupuesto de rentas y gastos; la reden-
ción voluntaria de los censos en el tesoro nacional; la desa-
mortización volunun-ia de los bienes de manos muertas (1);
la relación de 15 1/2 a 1 entre el valor de las monedas de
oro y las de plata; la rebaja de la tarifa de aduanas; la
creación de un banco nacional; la abolición de los diezmos
y la creación de una contribución directa destinada al soste.
nimiento del culto católico; la abolición de derechos dife-
renciales en las aduanas; la modificación del monopolio del
tabaco por medio de ventas por mayor en las factorías y la
libertad del comercio por menor; la circulación autorizada
de las monedas de Francia, Bélgica y Cerdeña, iguales a las
mandadas acuñar en nuestras oficinas de acuñación, y el
acometimiento de vías de comunicación subvencionadas
por las rentas públicas, fueron medidas sugeridas o propues-
tas directamente por él durante los pocos meses de su per-
manencia en la secretaría, combatidas por ese espíritu de

(1) Digo voluntaria en contraposición a la manera decretada


después en 1861, por el general ~osquera, que fue forzosa. El doc-
. tor González proponía autorizar a las corporaciones religiosas la
venta de sus proptedades en pública subasta, percibiendo el !:asco el
valor en dinero. que se diera por ellas y reconociendo el tesoro
nacional una renta perpetua a favor de dichas corporaciones. Otro
tanto sucedía respecto de los censos cuya redención no proponía él
obligatoria para los censualistas sino v<;>luntaria.

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contra<iJcción que forma uno de los lados débiles de nuestro
carác:er nacional, adoptadas en parte por el congreso y re-
chazadas en su mayoría por la ignorancia ciega o por el
terror a las innovaciones, faz característica de los pueblos
que han pasado largos siglos en estancamiento intelectual y
material como el nuestro.
No completó dos años el doctor González en 1a· secre- ·
tarMi de hacien~; su retirada de ese puesto durante las
sesiones del congreso de 1848, fue explicada por un perió-
dico como el resultado de una desavenencia con el secre-
tario de gobierno por unas palabras pronunciadas por éste
en la cámara <Je representantes con motivo de un proyecto
sobre la expulsión de los jesuítas, medida a la cual era favo-
rable el secretario de hacienda y fuertemente adverso el de
gobierno (doctor Alejandro Osorio ).
Entonces surgió la candidatura presidencial del doctor
González, presentada en un periódico fundado en esos días
por los señores Julio Arboleda y Lino Pombo, pero este
periódico, que sostenía la candidatura de un liberal avan-
zado en todo el curso de su carrera pública de más de veinte .
años, era conservador en su tradición y en la apreciación de
los sucesos contemporáneos. El candidato mismo colabo-
raba en él, dando muestras de que ya no era el mismo
hombre y de que se separaba abiertamente de la comunidad
política a que había pertenecido.
Era un hombre de cuarenta y cuatro años de edad, alto,
delgado, de facciones finas, serio, poco insinuante, de mo-
dales sencillos, y en toda su actitud revelaba las agitaciones
de su vida con un aire de melancolía en la mirada y un
aspecto decidido y firme. Sus talentos eran grandes, más
dirigidos a las cuestiones prácticas, que a investigaciones
filosóficas, a estudios eruditos o aficiones literarias. Aunque
consagrado a la política y lleno de ambición, de fama y de
poder, nunca tuvo ese tacto, esa destreza ni ese dón de
gentes que son necesarios para realizar altos propósitos.
Bajo el aspecto moral, su cualidad dominante era el valor
personal y el carácter decidido. Acusáb~le de egoísmo, de
algo de fatuidad y de amor al dinero. Sus amistades princi-
pales se encontraban entre los capitalistas y hombres de
negocios. Corito . escritor, su estilo era claro, sencillo y sin
afectación alguna. Gomo orador era pesado, no abundante
en la dicción, y excepto en algunos raros momentos en que,

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movido por la pasión, se levantaba a esferas más elevadas,
era en lo general escuchado con poco placer. En sus ambi-
ciones, que er~ grandes, fue desgraciado.
El general Eusebio Borrero era una figura de una sola
p1eza. Desde muy temprano, a la edad de diez y oc o años,
tomó las armas en servicio de la independencia, luchó con
furor en esas campañas del sur, en donde los pastusos -en-
tre quienes no había penetrado, o sólo muy débilmente, la
idea de patria- defendían, respetuosamente primero, con
encarn ·zamiento después, la causa real. La obstinación de
esta resistencia suscitó procederes en extremo r(gidos en
varios de los jefes patriotas, uno de ellos Borrero. Formado
1
en esa escuela de combates a muerte, que se prolongó por
quince o diez y seis años casi sin intermisión alguna, su
carácter adquirió un temple duro y agresivo. No secundó,
aunque tampoco combatió decididamente, las ideas reaccio-
narias de 1827 a 1831, y tampoco representó un papel
notable en los sucesos políticos de 1832 a 1840. En la
guerra civil de este año a 1842 defendió con calor, si bien
fue desgraciado en las campañas que le tocó conducir en
época luctuosa, la causa del gobierno del doctor Márquez.
Se dice que la acritud de sus palabras en •ma dh.cusión ~a
1840, en la cámara d., 1.epresentantes, ocasionó la conmo-
ción violenta que produjo la enfermedad y muerte del gene-
ral Santander. En 1845, en su calidad de secretario de lo
interior y relaciones exteriores de la administración del ge-
neral Mosquera, sostuvo apasionadamente la idea de decla-
rar la guerra al Ecuador si el gobierno de ese país admitiese
en su territorio al proscrito granadino general Obando, y
1 este hecho le enajenó laS simpatías del partido liberal. Así el
número de &us partidarios, pequeño entre los conservadores,
fue ninguno entre los del partido opuesto.
Con todo, él reunía otras cualidades destinadas a con-
servarle amigos y popularidad. Era de estatura mediana, for-
nido y los rasgos de su fisonomía revelaban un carácter
firme, tenaz y resuelto a todo. Su cabellera abundante, ras-
tros de viruelas en la cara, ojos llenos de fuego y voz reso-
nante, clara y argentina, recordaban algo las facciones de
Mirabeau. Esta semejanza física se completaba con faculta-
. des oratorias de primer orden: en tales términos que, des-
pués del general Santander, no recuerdo haber oído jamás
acentos mas elocuentes y apasionados en la tribuna de este
país. ·

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CAPITULO III

EL 7 DE MARZO

Las aspiraciones liberales. --El candidato liberal.- Minoría evidente


de las opiniones conservadoras.-La reunión del congreso. - Los pre-
parativos del gobierno para el caso de un conflicto.-Los escrutinios
en el congreso. - La elección del general López.

Las c}Jestiones que agitaban los ánimos, y cuya solu-


ción se buscaba en el sufragio popular, eran las siguientes:
En primer lugar, relativas a reformas eclesiásticas. Una
gran masa de opinión quería luchar contra la influencia y
los abusos del clero católico. La supresión del diezmo, la
abolición del fuero eclesiástico y la expulsión de los jesuítas
eran ideas que ciÍ'culaban en la atmósfera: la primera y
última, formuladas en proyectos de ley, venían discutiéndo-
se en las cámaras desde 1846. ·
La extinción definitiva de la esclavitud empezaba a ser
deseada con impaciencia; y esa· promesa de los primeros
próceres de la independencia en 1811, realizada apenas a
medias en 1821, se quería ver llevada a su término, a pesar
de las resistencias que a ello oponían los grandes propieta-
rios del Cauca y los mineros de las regiones montañosas de
Antioquia y la costa del Chocó. ·
El monopolio del tabaco era mirado ya con horror. En
general, era mirada esa renta como un obstáculo inmenso al
desarrollo de la agricultura y del comercio del país; pero
ella . constituía la principal entrada del tesoro público, y la
gente tímida, los que vivían de sueldos y pensiones, los
pocos favorecidos con los contratos de producción y trans-
porte de este artículo, veían con temor la aproximación del
momento en que las dificultades fiscales podían privarles de
las rentas de que estaban en posesión.

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El espíritu de las libertades municipales, nulo en tiem-
po de la Colonia, despertado con el ejemplo de los Estados
Unidos, vivificado con el movimiento federal de 1810, ani-
mado por las concesiones sucesivaS que en 1824, 1832,
1834 y 1848 había obte,Udo, deseaba con avidez una li-
bertad de acción mayor todavía, principalmente en las pro-
vincias del norte, en Antioquia y en las ciudades de la Co~r
ta.
En último lugar, se deseaba un cambio en el grupo de
hombres que disponían del poder y de la influencia del
gobierno desde 1837 hasta entonces y reducido a los que en
1828 habían favorecido los planes del gobierno militar, en
1832 a 1837 hecho oposición al general Santander, y en
1841 a 1846 perseguido implacablemente al general Oban-
do, figura que, como luego veremos, gozaba de una simpa·
tía especial y a quien se consideraba víctima de los odios de
la familia dominante en el país.
Con relación a estos puntos, el doctor Gori no había
manifestado opiniones decididamente contrarias al deseo
popular; el doctor Cuervo sí, y era reputado como la perso-
nificación más completa del sistema que aspiraba a conser-
var ·sin cambio el actual orden de cosas; el doctor Ospina
había dejado recuerdos dolorosos de la época de 1842 a
1846 en que el espíritu de partido se había exhibido con
más dureza; el general Borrero no suscitaba grandes descon-
fianzas, pero tampoco despertaba simpatías notables; la re-
putación del doctor González no se había extendido aún lo
suficiente para ponerlo al frente del gobierno, y era reputa-
do más bien como un personaje del porvenir que como el
hombre de la situación; el general Barriga, en fin, no desper-
. taba antipatías, mas tampoco esas simpatías generales que
constituyen la pop1,1laridad. Así, los votos de los novecien-
tos sesenta y siete electores, de entre mil setecientos dos
(1), representantes de dos millones de habitantes de la Nue-
va Grana4a, según el censo de 184'3, que habían votado por
, candidatos co~rvadores o no representantes del partido
' liberal, se habían dividido así:

i Doctor José Joaquín Gori . . . . . . . . . . . . . . . 384


Doctor Rufmo Cuervo . . . . . . . . . . . . . . . . . 304

(1) A razón de uno por cada mil habitantes.

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Doctor Mariano Ospina . . .. . . . . . . . . . . . . . . 81
General Joaquín M. Barriga . . . . . . . . . . . . . . 74
Doctor Florentino González . . • . . . . . . . . . . . 72
General Eusebio Borrero . . . • . . . • . . . . . . . . 52
Estos votos procedían de los siguientes centros de po-
blación:
GOri Cuervo Ospina Barriga González Bonero
Antioquia 19 o 70 o 7 45
Bolívar ..•.•. 85 18 o 7 29 o
Boyacá . 1 • • • • 63 110 o 13 3 o.
Cauca ..... . 48 74 2 1 5 7
Cundlnamarca .. 95 27 8 4 6 o
Magdalena . . .. 13 20 o o 2 o
Panamá ..... . 15 22 o 44 2 o
Santander ... . 20 31 o 4 18 o
Tolima ..... . 26 2 1 1 o o
De este cuadro puede deducirse que ninguno de los
candidatos conservadores tenía popularidad en todo el
país sino tan sólo" en los lugares de su nacimiento o en
aquellos en .que había vivido largos años. Es decir, nihguno
de ellos contaba con la opinión y el respeto de una masa
considerable de sus conciudadanos.
El general José Hilarlo López había sido adoptado co-
mo único candidato del partido libe1-al.
Su vida toda, desde la edad de trece años en que sentó
plaza como soldado en la causa independiente, había sido la
de un héroe de la antigüedad. Sentenciado a muerte por los
españoles, levantado del banquillo y devuelto a las prisio-
nes, habiendo tomado parte en todos los hechos gloriosos
de la epopeya colombiana, desde la batalla de Palacé-bajo,
la primera de todas, hasta la rendición de Puerto Olbello, la
última. En 1823 regresó a la provincia de su nacimiento
(Popayán), y como segundo jefe del invicto Córdoba hizo
sobre Pasto una campaña que éste, competente como nadie
en materia de milicia y serenidad juzgaba la más difícil y
peligrosa de toda su vida militar. Defensor de la Constitu-
ción de Cúcuta, conculcada en Bogotá por un motín militar
el 13 de junio de 1828, batió, en unión del general José
María Obando, al general Tomás C. de Mosquera que sos-
tenía la dictadura del general Bolívar, en las provincias del

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Sur. En unión del mismo jefe derrotó en Palmira, en 1831,
a Muguerza, sostenedor de la dictadura de Urdaneta.
Ocupando una posición prominente entre los restaura·
dores d~ la causa constitucional en 1831 y 1832, en mo-
mentos de fuerte exacerbación política entre los vencedo-
res, él había impedido las persecuciones y medidas violentas
tan comunes en estos momentos, e inspirado por su mode-
ración, la más ventajosa idea de su carácter. __
Resto venerable de los grandes lidiadores de la indepen-
dencia otros igualmente beneméritos bajo este aspecto, po-
dían e~contrarse para colocar en el alto puesto de la presi-
dencia, en señal de agradecimiento a sus sacrificios, como
Vélez, Ortega, 1\rís, Antonio Obando, José María Mantilla,
ninguno sin embargo como López en la eminencia de sus
servicios a la causa republicana y en su fidelidad a la defensa..
de las libertades públicas. El había servido en puestos en-
cumbrados durante las administraciones de Santander y de
Márquez; merecido el hon r de ser enviado a defender nues-
tras costas cuando los conflictos ocasionados por los cónsu-
les inglés y francés Rusell y Harrot pusieron en peligro la
seguridad de nuestras ciudades del Atlántico. Cuando se
temió que la expedición española llamada por Flores el trai-
dor pudiese atacar el Istmo de Panamá, López fue el escogi-
do por la administración Mosquera para ese puesto de ho-
nor y peligro. El había arreglado de un modo decoroso las
amenazantes reclamaCiones francesas conducidas en 1834
por el almirante Mackau y en 1835 puesto ténnino a las
reclamaciones inglesas. Había establecido nuestras relacio-
nes con la Santa Sede en 1841 y 1842, y era quizás el único
de nuestros jefes militares que no había participado de la
efusión inútil de sangre granadina durante el vértigo infaus-
to de esos tres años. Vivía traRquilo, retirado de la política,
en faenas campestres en un rincón del . departamento del
Tolima, cuando fue a buscarlo la voz de un gran partido;
unísono en esta vez pues sus antiguos jefes habían desapare-
cido ya de la escena del mundo: José Félix Restrepo en
1832, Santander en 1840, Miguel Uribe Restrepo en 1842,
Vicente Azuero en 1843 y Francisco Soto en 1846 . Diego
Fernando Gómez tenía en la Corte Suprema un asiento en
que era difícil reemplazarlo.
Sus virtudes privadas no eran inferioreS. Sencillo en sus
costumbres y sus maneras, afectuoso en sus relaciones do-
mésticas, desinteresado y probo siempre, era una figura dig-

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na de representar la idea republicana. Sus talentos no eran a
la verdad de primer orden ni su instrucción tan esmerada
como fuera de desear en un hombre de estado, pero si lo
suficientes para el cumplimiento de sus deberes con el auxi-
lio de sus secretarios y el consejo de sus amigos. El general
López había obtenido en las asambleas electorales un núme-
ro de votos casi igual al de todos sus competidores reunidos,
mas no la mayoría absoluta requerida por la constitución
para formar elección popular. Tocaba, pues, al congreso
perfeccionarla, y esta circunstancia determinaba una crisis
peligrosa para la paz pública. La elección de senadores y
representantes podía no haber sido consecuente con las opi-
niones del candidato presidencial en mayoría, y en este caso
el veredicto del sufragio popular pudiera ser anulado. Un
sentimiento de angustiosa desconfianza se extendió por to-
do el país. . ·
Cada uno de los partidos creía tener mayoría en el seno
de las cámaras: el fiel de la balanza, sin embargo, estaba en
manos de diputados favorables al nombre del doctor Gori.
Se sabía o se calculaba que los votos de los miembros del
congreso que habían favorecido con sus simpatías a los se-
ñores Cuervo, Ospina, González, Barriga y Horrero, votarían
unidos por el primero de éstos; pero los liberales esperaban
el concurso de los partidarios del doctor Gori, y los conser-
vadores juzgaban que algunos de éstos se unirían al doctor
Cuervo. La ansiedad general había atraído mucha gente a
presenciar el desenlace de la elección, principalmente de las
provincias inmediatas a la capital.
Las fuerzas contendientes en el orden moral y en el
físico eran muy diferentes. La idea conservadora estaba
apoyada en primer lugar por las autoridades civiles, desem-
peñadas por personas adictas al doctor Cuervo; por la in-
fluencia eclesiástica, de la que su representante principal, el
señor arzobispo Mosquera, era amigo muy adicto de aquél;
y últimamente por la guarnición de Bogotá, compuesta del
batallón 5o, mandado por el coronel Rafael Mendoza (1) y
el comandante José D. Ucrós (?),y el regimiento de caba-
llería~ a órdenes del coronel Pedro P. Frías, y un cuerpo de
artillería de cuyo jefe no hago recuerdo. El total de esta
fuerza pasaba de ochocientos hombres.
(1) Desde 1850 en adelante este jefe verteneció a las flla.s libe-
rales; pero desde 1840 hasta entonces habta servido con decisión a
los gobiernos conservadores.

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El elemento liberal se componía de la opinión general
que, en sus ocho décimas partes por lo menos, deseaba un
cambio de las ideas políticas del gobierno; de los estudian·
tes de los ~olegios casi unánimemente favorables a la candi·
datura del general López , y de la Sociedad democrática de
artesanos, fundada en 1846, cuyo personal no pasaba de
doscientos miembros y tenían sus sesiones públicas en una
casa pequeña de la calle 12, tres cuadras arriba de la calle
del Comercio. A ella pertenecía yo y concurría con frecuen-
cia a sus sesiones, a las que no asistían ordinariamente más
de cincuenta o sesenta personas. Esta sociedad resolvió or-
ganizarse en un batallón, aunque sin armas algunas; y al
efecto nombró, como primero y segundo jefes a los coman-
dantes Antonio Echeverría y Valerio Andrade. Yo era capi·
tán de una de las cuatro compañías, y no recuerdo haber
ejecutado nunca ninguna función militar. Esa organización
fue un acto inconsciente, en previsión de acontecimientos
que se juzgaban distantes.
El congreso se reunió el día lo de marzo, y eligió presi·
dente del senado al señor Juan Clímaco Ordóñez, a quien se
juzgaba decidido por la candidatura Gori; la cámara de re-
presentantes nombró para presidirla al doctor Mariano Ospi·
na, adicto partidario del doctor Cuervo; nombl8Dlientos
que no mostraban con claridad cuál sería el éxito de la
elección de presidente de la repúbliCa. En esta duda, la
mayoría cuervista de la cámara de representantes expulsó
de su seno, el día 2, a uno de los lopistas conocidos, al
doctor Camilo Manrique. No sé que razones se alegaran para
este acto; pocos días después de la elección la cámara volvió
sobre sus pasos y, revocando esa resolución, tomó a admi·
tirio. Esa expulsión, que se consideró obra' de mero espíritu ·
de partido, irritó las pasiones, más no tuvo consecuencia
alguna. El 6 empezaron los escrutinios de los registros elec-
torales, en medio de una concurrencia que no bajaba de tres
mil personas, las nueve décimas de las cuales pertenecían a
la opinión liberal.
En el centro de la nave principal de la ·iglesia de Santo
Domingo, en donde estas escenas tenían lugar, los ochenta
y cuatro miembros del congreso formaban dos círculos con-
céntricos, fuera de los cuales, dejando un grande espacio ·
vacío, se habían levantado unas barreras de tablas que no
permitían a los concurrentes ver ni oír lo que pasaba en la
sesión. Los de fuera empujaban ·a los más inmediatos a las·

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tablas, y a este empuje una de ellas cedió y cayó con estré-
pito sobre el suelo: por el hueco empezó a introducirse el
concurso exterior hasta rodear completamente a los miem-
bros del congreso.. En este momento el doctor Mariano Os-
pina, juzgando esta interrupción involuntaria como un ata·
que al congreso, saltó exaltado de su asiento pidiendo al
presidente de la corporación que llamase en su auxilio la
fuerza armada. El Señor Ordóñez contestó con serenidad
que si el pueblo respetaba la representación nacional se reti-
raría voluntariamente del local, y ordenó a las barras que
despejasen el salón. El numeroso concurso obedeció sin va-
cilar, y la tranquilidad quedó restablecida. Después de una
corta discusión el congreso dispuso que las barreras de ta-
blas fuesen quitadas y se permitiese la entrada al público,
con lo cual la sesión terminó en calma sin haberse concluí-
do el escrutinio.
Continuó éste el día 7 a las diez y media de la mañana
en medio de la misma concurrencia; pero entretanto se ha·
bí~ tomado medidas de precaución para inspirar confianza
a los más tímidos. A sesenta varas del convento de Santo
Domingo estaba situado el cuartel de artillería, y en la pla-
zoleta que entonces había al frente de la puerta del cuartel
estaban colocados los artilleros con seis u ocho cañones car-
gados y mechas encendidas: a doscientas varas de distancia
estaba formado el regimiento de caballería en la plaza de
San Francisco, y en la plazuela de San Agustín estaba listo
el batallón 5o. El gobernador de la provincia de Bogotá,
señor Urbano Pradilla, persona conocida por su energía y la
fmneza de sus opiniones conservadoras y el jefe político del
cantón, capitán Pedro Gu~érrez Lee, seguidos de cometas
de órdenes, recorrían incesantemente todos los ámbitos de
la iglesia. Se dijo entonces que en el patio principal del con-
Tento, comunicado por una gran puerta con la nave del cos-
·tado norte, había dos compañías de infantería; pero yo no
pued l aseverado, porque ni las vi ni recuerdo haber habla·
do con personas que las vieran.
Concluído el escrutinio de los registros, iba a proceder-
se a la votación, cuando un representante anunció que en la
barra se encontraba el señor José Gregorio Piedrahíta·, re-
presentante suplente por la provincia del Cauca, que venía a
ocupar su puesto por excusa del doctor Francisco F. Martí-
nez, diputado principal. El señor Manuel Vélez Barrientos,
diputado cuervista, se anticipó a otro liberal con la proposi-
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ión de que suspendiera la sesión del congreso mientras se
eunía la cámara de representantes a dar posesión al señor
'edrahíta. Este señor prestó la promesa reglamentaria y
tomó asiento en el congreso: era un voto más para el gene-
López.
. La votación empezó entonces, dando el resultado de
inta y siete votos por cada uno de los señores López y
Cuervo, y diez por el doctor Gori. La segunda votación
debía contraerse a los dos primeros y el elemento gorista
Iba a decidir la elección. El presidente del congreso, señor
Ordóñez, anunció entonces que no habría elección sino
cuando uno de los candidatos obtuviese cuarenta y tres
votos, mayoría absoluta de los miembros presentes y que
no se agregarían votos en blanco al que tuviese mayor nú-
mero hasta la tercera votación, pues habían tenido igUal
úmero de votos los dos candidatos a quienes debía con-
traerse.
A pesar de esta advertencia, cuando · el segundo acto
electoral dio cuarenta y dos al doctor Cuervo, sólo cuarenta
al general López, dos en blanco, la mayoría de la barra
liberal, que seguramente no había alcanzado a oír las pala-
bras del presidente del congreso, creyó elegido al doctor
Cuervo y se retiraba despechada. Esa salida brusca introdujo
alguna confusión, y voces ''al orden", "al orden'\ el cual, al
efecto, pronto se restableció. En la tercera. prueba ocurrió
uno de esos cambios que sólo puede atribuirse a esas atrac-
ciones morales que indudablemente tienen lugar en las gran-
des reuniones de hombres cuando la comunicación de unas
con otras voluntades forman al fin una sola corriente gober-
nada por el impulso del sentimiento de la mayoría. El parti-
do gorista, que sólo dio tres votos al general López en la
segunda votación, le dio cinco en la tercera y redujo de
cinco votos al doctor Cuervo a sólo tres, quedando dos en
blanco . Así pues, en esta tercera votación los números que-
daron así:

General López . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42
Doctor Cuervo . . . . . . . . . . . . . • . . . . . . . . . 40
En blanco . . . . . . ~ . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2

Este resultado produjo una reacción del desaliento a la


esperanza entre los liberales, que se expresó por ruidosos
aplausos y bravos. El ~residente del congreso ordenó enton·

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ces despejar las barras, lo que fue obedecido inmediatame
te sin oposición alguna.
Un furioso aguacero reinaba en esos momentos; pe
no fue obstáculo para que la multitud se mantuviese, com
se mantuvo, en la segunda calle del comercio, ansiosa d
saber el éxito final y expresando su agitación natural e
vivas a la libertad, al general López y al general Obando.
gobernador de la provincia aconsejaba prescindir de eso
gritos, y. algunos diputados liberales le secundaban en est
intento, excepto el general Mantilla, antiguo lidiador de
independencia, muy popular en esta ciudad, quien recomen
dando también a sus amigos mucha moderación, agrega
en voz baja: "Pero que no falte el gritico,.
Las puertas del templo de Santo Domingo estab
abiertas, y al través de ellas llegaban a la multitud los eco
de una agitada discusión en el recinto del congreso: nadie
sin embargo, penetró al interior. Se sabe que allí habí
llegado la violencia del debate hasta el extremo de que u
diputado conservador, en medi~ de su discurso , puso un p
de pistolas sobre el pupitre anunciando que en caso de
atacado el congreso llevaría compañeros liberales al otro
mundo.
Un año antes ~1 24 de enero de 1848- había ocurrido
en Caracas una colisión entre la guardia organizada por la
cámara de representantes para su defensa durante la acusa-
ción que se discutía contra el presidente de la república,
general Monagas (José Tadeo), por una parte, y los partida-
rios de éste, por la otra, en la cual la cámara fue atacada,
dos diputados muertos y algunos heridos. A pesar de la
diferencia de circunstancias -pues aquí el presidente, las
autoridades locales y la fuerza armada, lejos de ser una
amenaza, como en Caracas, eran una garantía para los dipu-
tados conservadores- éstos estaban evidentémente bajo la
obsesión de ese recuerdo. Además, el espíritu de partido,
aunque susceptible en ocasiones de mostrar una violencia
exagerada -por una ley de reacción, como todos los movi-
mientos del alma no sostenidos por una convicción verdade-
ra- están sujetos a desfallecimientos súbitos. Eso parece
haber ocurrido en ese día memorable. La cuarta votación,
sin barras alrededor, sin presión inmediata, apareció así:
.General López . . . . . . . . 45 votos, mayoría absoluta.
Doctor Cqervo . . . . . . . · . 37 votos.
-En blanco . . . . . . . . . . . 2 votos.

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Entre los ocho votantes agregados ahora al nombre del
general López, sólo son conocidos los siguientes:
El señor Mariano Ospina, jefe del partido conservador,
quien arrastrado por el ímpetu singular de su pasión, y no
por un sentimiento de debilidad, a que nunca fue propenso,
escribía su papeleta en, estos términos: "Voto por López
para que no sea asesinado el congreso".
El senador por Casanare, señor Antonio Benítez, quien
lo dio a entender claramente en la sesión del congreso del
12 de marzo.
Los diputados doctor Jorge Gutiérrez de Lara, por An·
tioquia, doctor Senén Benedetti, por Cartagena, y Pablo
Arosemena, incorporados casi inmediatamente en las filas
liberales.
Los tres restantes se juzgó haber sido: el coronel Brau-
lio Henao, el doctor Juan Clímaco Ord9ñez y el señor ...
bien que respecto de este último no hay seguridad en la
conjetura.
Casi todos los votos dados al doctor Cllervo en el últi-
mo acto fueron firmados.
A las cinco de la tarde salió el gobernador de la provin-
cia, señor Pradilla (Urbano), anunciando que ya se podía
entrar en el recinto del congreso: la tpultitud se precipitó
ansiosa, y al saber el resultado se produjo un alborozo gene-
ral, como nunca he vuelto a verlo en el curso de mi vida.
Los diputados liberales y aun no pocos conservadores eran
abrazados por la multitud: las disposiciones que se juzgaban
de odio homicida, se habían tomado en sentimientos de
benevolencia y de paz. Muchos conservadores fueron acom-
pañados a sus casas por los artesanos liberales, y de allí salió
una procesión de más de dos mil personas a dar parte de la
elección al presidente de la república.
El general Mosquera no estaba en la residencia presi-
dencial. Al saber el resultado de la segunda votación, inter-
pretada como un triunfo de la candidatura de Cuervo, había
salido a felicitar a éste , cuya casa distaba apenas poco más
de cien metros, y permaneció con él largo rato ignorante de
lo que seguía ocurriendo en Santo Domingo. Cuando a las
cinco de la tarde regresaba solo al palacio de San Carlos, lo
sorprendió la multitud que viniendo por las calles de San
Bartolomé y de la espalda de la Catedral se formaba en la
esquina: al verlo la gente que formaba la agrupación, dando

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vivas al general López, al congreso y al general Mosquera,
corrió hacia él y le anunció lo que acababa de pasar.
-Cómo -exclamó con sorpresa-, me habían dicho que
el doctor Cuervo era el elegido .
Habiéndole explicado lo ocurrido uno de los presentes,
que, si no me engañan mis recuerdos, fue el doctor Rafael
Eliseo Santander, viéndose solo en medio de una multitud
inmensa, ejecutó una de las evoluciones propias de su carác-
ter.
- ¡Viva el presidente elegido por el congreso! ¡Viva el
general López, presidente de la república! -exclamó en voz
llena y mojando su sombrero a lo alto.
El gentío contestó con aplausos y vivas al general Mos-
queta, quien entonces ya no fue dueño de su emoción. En
lugar de entrar a palacio cruzó hacia el norte, y de la esqui-
na de la Catedral subió a la casa que había tomado para su
residencia particular, frente a la iglesia de La Enseñanza,
casa que acababa de reedificar el señor José María. Calvo.
Una vez allí, seguido siempre por el gentío,salió al balcón y
peroró al público diciendo que sus sentimientos siempre
habían sido republicanos y liberales y que la aristocracia era
para él una cosa sucia. Desde entonces se 'comprendió que la
elección del general López era un hecho consumado y que
no debería temerse acdón alguna oficial que la pusiese en
peligro.
¿Fue esta ausencia del general Mosquera de la casa pre-
sidencial y la sorpresa con que recibió la noticia de la elec-
ción del cal)didato liberal, una de las causas que contribu-
yeron a la manera pacífica con que se efectuó la evolución
del 7 de marzo? . . . ·
En publicaciones conservadoras posteriores a este día,
se dijo co 1 insistencia que sobre los diputados se había
obrado con intimidación producida por una barra armada
de puñales. "Los puñales del 7 de marzo" llegaron a ser una
frase proverbial; pero ninguna de las personas que se supo-
nían así intimadas llegó a afinn&r que hubiese sido amena-
zada, y antes, al co~trario, el señor :Mariano Ospina declaró
.públicamente, en la sesión del congreso tenida cinco días
después, que los que en un momento de confiicto habían
rodeado el dosel de la presidencia del congreso eran amigos
suyos, movidos por el deseo de protegerlo • Por lo demás,

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esta aserción es del todo inverosímil en un acto vigilado
directamente por el gobernador y el jefe político, acompa-
ñados índudablemente de policía secreta, que no hubieran
vacilado en reprimir, llamando en caso necesario la fuerza
armada en su auxilio, cualquiera manifestaci~n de esta cla-
se.
El señor José Eusebio caro, en un artículo publicado
en LD Civilización, más de un año después, explica los suce-
sos de aquel. día como el resultado de una conspiración
preparada con el objeto de producir intimidación sobre el
congreso. En apoyo de esa teoría no alega prueba alguna ni
dice, ni aun siquiera da a entender, quiénes fueron los auto-
res o ejecutores del plan. Los que en esos días aparecían
como jefes del partido liberal eran los señores doctores
Ezequiel Rojas y Francisco J. Zaldúa, el general José María
Mantilla y los señores Ricardo Vanegas y José María Verga-
ra Tenorio, redactores de LD América y el Aviso, únicos
periódicos liberales de esos días. El señor Alfonso Acevedo,
que en el Libertad y Orden había hecho una oposición
vigorosa a la administración del general Mosquera, era parti-
dario de la candidatura del doctor Gori, parecía retirado de
toda participación en los sucesos políticos algunos meses
hacía, y por lo demás, el recuerdo todavía fresco de sus
actos de persecución contra los liberales en los años de
1841 a 1844, no lo autorizaban para entrar en e~ mani-
obras. Los doctores Rojas y Zaldúa, consagrados a asiduas
tareas forenses, nunca mostraron carácter a propósito para
jefes revolucionarios, y los señores Vanegas y Vergara no
cesaban de predicar ideas de moderación y de paz en sus
periódicos. El general Mantilla era un anciano sexagenario,
todavía fuerte en las luchas parlamentarias con sus armas
poderosas de burla e ironía, pero los años habían gastado ya
la actividad .militar que treinta o cuarenta años antes había
desplegado en la guerra de la Independencia. El general An-
tonio Obando, otro resto venerable de los grandes días,
estaba ocupado únicamente en faenas campestres en un
campo que poseía cerca de La Mesa, y nunca se le veía en
Bogotá. No había en esos momentos un hombre de guerra
ni capaz de entrar en el juego de las conspiraciones. Yo fuí
testigo de esos sucesos ocurridos ahora cuarenta y ocho
años; aunque muy joven, el nombre de mi padre me había
dado alguna introducción en la política, era amigo personal
de los redactores de periódicos, pertenecía a la sociedad

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democrática y nunca tuve la más pequeña noticia de Wes
conspiraciones. En el acta de la sesión del congreso del 7 de
marzo, escrita por el secretario del senado, señor Ignacio
Gutiérrez Vergara, se habían introducido algunas frases diri-
gidas a inspirar ideas de tumulto y amenazas; pero interpela-
do el autor de ella para que dijese cuáles eran los hechos a
que hacía alusión, tuvo que confesar que todo se había
reducjdo a un "trueno de voces" sin significado alguno es-
pecial, y se vio obligado, en consecuencia, a reformar los
términos del acta. En la discusión de ella, el señor Lino de
Pombo, amigo íntimo y adicto partidario del doctor Cuer-
vo, dijo con su habitual buena fe, que por su parte no había
sentido coacción alguna y que había flllnado en libertad
todos sus votos. El senador Benítez expresó coh candor que
su voto era uno de los que en los tres últimos escrutinios
había formado la mayoría, no porque hubiera sentido te-
mor alguno, sino porque había comprendido que la opinión
pública deseaba con ansia un cambio en los principios del
gobierno. El mismo señor Caro (José Eusebio) da en la
publicación arriba mencionada la clave de los sucesos del 7
de mBlZo. Después de referir los hechos que durante las dos
últimas administraciones conservadoras, pero principalmen-
te en la del general Mosquera, habían producido despresti-
gio por una parte y división intestina por otra en las bande-
ras conservadoras, concluye: "Fraccionado así el partido
conservador, por culpa de sus prohombres, quedó debilita-
do y casi disuelto. Sus fracciones se combatían entre sí en
algunas partes con un ardor casi igual al que animaba contra
ellas a los rojos". ¿Qué firmeza podía esperarse, en un mo-
mento que veían de peligro, de hombres dominados por el
desaliento y faltos de fe?

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CAPITULO IV

Preludios de guerra civil. - Furor del partido en minoría. - Publica-


.ones incendiarias. - Llegada del general Obando .

El general Mosquera había dictado el lo. de enero un


decreto de amnistía general para todos los delitos políticos
cometidos en épocas anteriores y para los delitos comunes
anteriores a 1840, el cual favorecía a algunos desterrados
por los hechos de 1840 a 1842: Entre ellos se contaba el
general Obando (José María), quien desesperado con una
expatriación de siete años, voló desde Lima, lugar en que
había hecho su residencia, hasta Bogotá, adonde llegó por
caminos extraviados el 10 de marzo -probablemente sin
saber de la elección presidencial- y sin que aquí se tuviese
noticia anticipada de aquella resolución audaz. A las dos de
tarde, hora en que se supo la aproximación del proscrito,
empezaron a salir a encontrarlo los primeros grupos de sus
amigos políticos, y a las siete de la noche, cuando penetró
en las calles de la ciudad, más de cuatrocientos jinetes y de
dos a tres mil personas a pie lo acompañaban. Alojóse en
una pobre casa del barrio de Las Nieves, en donde vivía una
parienta suya, y al siguiente día, a las doce, la sala y los
corredores estaban llenos de visitantes de todas las clases de
la sociedad. Entre · ellos vi, no sin alguna extrañeza, a los
secretarios de gobierno y de guerra, señores doctor Alejan-
dro Osorio y General Joaquín María Barriga. Durante tres
días siguieron estas visitas a toda hora del día y . aun parte
de la noche. ·¿A qué se debía esa extraordinaria populari-
dad?
Desde 1831, en que el general Obando había hecho un
papel distinguido en la restauración del régimen constitucio-
nal conculcado por la usurpación del general Urdaneta, sólo
. una vez había venido a la capital: en 1836 había ocupado el
,puesto poco envidiable de candidato oficial a la presidencia
de la república, en competen~ia con otro candidato liberal,

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el doctor Vicente Azuero, y esta división en bu; mas libera-
les había . ·do causa de que ambos fuesen derrotados por
una candidatura de reacción: la del doctor José Ignacio
· Márquez. Desde 1832 hasta 1840 había vivido tranquilo'en
Popayán, consagrado a trabajos agrícolas. Su participación
en la guerra civil de 1841 y 1842, había ido desgraciada,
pues en 1841 fue vencido en Huilquipamba por las uerzas
combinadas, eso sí, de Nueva Granada y el Ecuador, manda-
das por 1 s tres generales Herrán, Mosquera y Flores, y en
1842 p r el er cito granadino a órdenes del general Joa-
quín María Barriga, en a Chanca. La persecución enconada
de . ue fue objeto e los siete años de su e atriación en el
Pe· ' , fue sin duda na de las causas que le atrajo la simpatía
especial de una gran parte de us conciudad s.
F..ra de alta y erecta estatura, blanco, de ojos azules,
bigote y cabellos castaños, fisonomía seria de ordinario,
pero muy afable y cortés en la conversación, especialmente
·con los pobres, los niños y los ancianos. Tenía dotes espe-
ciales para captarse facilmente el afecto popular. Al siguien-
te día de su llegada, estando llena de personas conocidas la
sala de la casa, entró un zapatero pobre y viejo, que a la
vista de tánta gente se sintió muy azorado, preguntando en
dónde estaba su general Obando. Evidentemente éste no lo
conocía, pero notando su cortedad se levantó de su asiento,
y dirigiéndose a él con un abrazo estrecho:
-¡Ah! mi viejo amigo, venga siéntese aquí a mi lado,
le dijo, y en efecto le dio asiento en el mismo canapé.
No eran notables sus talentos y muy poca su ilustra-
ción, pero tenía aires de persona distinguida y su conversa-
ción era alegre y discreta. Sus enemigos, especialmente el
general Mosquera y el señor Julio Arboleda, lo acusaban de
actos de ferocidad durante las guerras civiles de 1838 y
1841 a 1842; pero su conducta posterior en 1860 y 1861,
época en que mostró mucha generosidad y benevolencia
con los vencidos, a la vez que la popularidad, casi el amor,
de que gozó siempre entre las poblaciones del sur, parecen
desmentir esa imputación. Los hijos son un testimonio ine-
quívoco del carácte de los pa es; y las hijas del general a
juzgar por 1 opinión iforme, que he oído e resar acerca
de ellas, fueron un dechado de virtud& y gozaron de la
estimación de todos os que las conocieron. Los hijos varo-
'les, tres de los cuales onocí y traté, fueron jóvenes dota-

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dos de un genio dulce y benévolo, ~ecialmente el mayo~
de ellos. Si, queriendo agotar este asunto, buscáramos tam-
bién el concepto de su esposa, me bastará decir q~e esta
distinguida señora le fue adicta sin rese"·va durante la vida, y
profesó luégo culto a su memoria hasta el último dí .
Me he etenido en estos pormenores po que la vida del
general Obando, tan enlazada con los sucesos de nuestra
historia desde 1828 hasta 1861, lo está igu lrnente con un
problema histórico relativo a uno de los grandes crímenes
políticos de nuestr siglo.
Decía, pues, que ha ía llegado este personaje, víctima
dtmmte siete años de persecución encam'zada en lo· países
extl'anjeros, y, co o era natural, animado. de p9cos eseos
de conciliación entre los partidos. En tales circunstancias
estaba llamado a ser el jefe del liberal, el sucesor inevitable
del general López en la presidencia de la república y un
elemento de modificación en la marcha política del país. Su
primera manüestación fue la de que el objeto de su venida
era someterse a juicio por el asesinato del general Sucre,
ocurrido diez y nueve años antes, del cual se le había acusa-
do, por el que se le había querido juzgar en 1840, en medio
de la guerra civil suscitada en ese año por la insurrección de
Pasto, y había servido de pretexto para solicitar su extradi-
ción del gobierno del Perú durante la legación del general
Mosquera en ese país en 1843 y 1844. En este sentido
dirigió, pues, en los primeros días de su llegada, una repre-
sentación al congreso, en la discusión de la cual precisamen-
te tenían que exhumarse todas las pasiones que en 1830 y
1840 habían agitado el espíritu público, agregándose esos
· nuews combustibles a los que ahora hervían en los ánimos
con motivo de los sucesos de la última elección presidencial.
La justicia exige, sin embargo, confesar que el general
Obando no podía proceder de otro modo, después que esa
acusación había amargado toda su vida, en 1831, 1840,
1843 y 1844, lo bía obligado a precipitarse en la guerra
civil de 1841, y ha ía embargado todo su pensamiento du-
rante el destierro en la tarea de contestar los libros que el
general Mosquera, e señor Irisarri, agente pagado por aquél,
y otros, habían regado por todo el continente para propagar
esa verdad o esa calumnia. Dado el puesto que ocupaba en
la consideración de sus conciudadanos, su silencio enfrente

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de ese cargo podía servir como una ·prueba más de su res-
ponsabilidad. Vindicándose, a todo podía aspirar: sin vindi-
carse, todo lo podía perder.
No era esto solamente lo que creaba düicultades a su
posición. Seis años de residencia en Lima, en medio de las
conspiraciones militares, que tan frecuentes fueron en el
Perú en esa época luctuosa, habían formado en su mente
ideas políticas distintas de las que prevalecían en su patria.
Aquí una juventud briosa se levantaba con aspiraciones a
gobierno civil, reformas sociales y a desarrollos prácticos en
la república y en la democracia. De allá podían venir ejenr
plos de presidentes fastuosos, sin limitaciones en el presu-
puesto ni en libertades públicas bien consagradas y de con-
gresos sumisos al poder ejecutivo; en una palabra de gobier-
nos presidenciales, pero no de república verdadera. A pocos
días de su permanencia en Bogotá empezó a notarse distan-
cia entre sus sentimientos personales y el programa de la
juventud liberal; al mismo tiempo pudo observarse que lo
rodeaban, más que los hombres nuevos, los que en 1830 y
1840 habían estado de acuerdo con él.
Su deseo de qu~ nuevamente fuese abierto el pro-
ceso por el asesinato de Sucre, no tuvo efecto. Fue general
el concepto de que el esclarecimiento de ese enigma se de-
jase al tiempo y no se en wnenase con esos recuerdos la ya
peligrosa situación del país. Los dos lados de las cámaras
estuvieron de acuerdo en que la amnistía de lo. de enero
cerraba la puerta a nuevas indagaciones sobre ese oscuro
problema en que todavía hoy vacila la historia.
El primer acto de los hombres triunfantes en el congre-
so fue abolir el cadalso político. Se veía claro que el enojo
del partido separado del poder conduciría a la guerra civil y
se quiso renunciar al camino de las venganzas sangrientaS
que en diversas épocas habían deshonrado al país. Ambos
partidos estuvieron desde luego, acordes en este sentimien-
to. ¡Qué de horrores no se hubieran visto en 1851, 1852 y
1864, en 1860 a 1864, en 1885 y 1895! El autor del
*
proyecto fue el .señor * *, nombre que debe conservarse
en la historia de nuestra civilización, porque esa idea de
benevolencia ha sido el principio de una conducta distinta,
en nuestras guerras civiles, de la ferocidad característica de
nuestros padres en sus disturbios domésticos, principalmen-
te en sus coloniaS de este lado del océano. Rota mornentá-

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neamente esa tradición de respeto a la vida humana, por los
señores Mosquera y Arboleda, durante la guerra civil de
1861, ha sido respetada después en nuestras, por desgracia,
frecuentes disensiones posteriores. Con excepción de algu-
nos hechos aislados en 1895, es de esperar que en lo suce-
sivo sea una realidad.

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CAPITULO V

La administración del 7 de marzo. - Preludios. - Ministerio. -


Periodismo.

La elección del general López iniciaba una era de refor-


mas traída por el viento de los progresos realizados en los
últimos veinte años en los países que van a la vanguardia del
mundo. La refonna electoral en Inglaterra, en 1830, y el
triunfo de la Liga de los cereales, en 1846, medidas que
constituyen una gran brecha en los privilegios de la aristo·
cracia de sangre; el establecimiento de un régimen parla·
mentario en España en reemplazo del corrompido gobierno
absoluto asumido por Fernando VII desde 1814 hasta
1833, y la desamortización de bienes de manos muertas
realizada en 1837; la caída de la rama mayor de los Borbo-
nes en Francia, en 1830, y de la rama de Orleáns en 1848,
seguida por la proclamación de la república: esos y otros
sucesos habían despertado en el pensamiento de los pueblos
libres la aspiración a renovaciones políticas y sociales más
profundas. Entre nosotros no podía dejar de suceder así.
La revolución de la independencia h~bía dejado en pie
muchas de las instituciones del régimen colonial. La centra-
lización administrativa; el sistema opresor de las contribu-
done~ públicas con sus monopolios, sus prohibiciones y sus
trabas de todo género al movimiento industrial; la compre-
sión al pensamiento en las leyes sobre represión al uso de la
imprenta; !a intolerancia religiosa y la influencia irregular
del clero católico en la vida de los hombres y el interior de
las familias; la mala distribución de la propiedad territorial;
oostumbres crueles y estúpidas, como la prisión por deudas,
la pena de muerte, los procedimientos arbitrarios con el
pretexto .de vagancia; el reclutamiento brutal en las clases
desvalidas, y a veces en las superiores; el abandono de la
tarea indispensable de la educación pública; la prescindencia
del gobierno en las ejecuciones de las vías comerciales lla-

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madas a desarrollar la idea social de la cooperación de todos
en favor de todos; la embrollada legislación española com-
puesta de una serie de códigos inmensos para cuyo estudio
no bastaba la vida de un hombre, unida a procedimientos
judiciales llenos de formalidadés inútiles y encerrados en el
recinto estrecho de unos pocos procuradores, abogados, ase-
sores y jueces privilegiados: todo eso llamaba la atención de
la nueva generación que entraba a manejar los negocios del
país.
Con excepción de los doctores Ezequiel Rojas, Francis-
co Javier Zaldúa y Victoriano de D. Paredes, que habían
concurrido algunas veces al congreso e iniciádose en el
manejo de los negocios públicos, el partido liberal carecía
de hombres formados en la escuela de la administración;
pues el espíritu dominante en los consejos del gobierno en
los doce años anteriores había excluído de toda participa-
ción a los que profesaban ideas liberales. La prensa conser-
vadora repetía constantemente que la ineptitud del círculo
dueño del poder produciría la anarquía, la demagogia y la
ruina del país. Con efecto, retirados los señores Ospina,
Ordóñez, Pombo, Mallarino, Osorio, Pradilla (Urbano), Ca-
ro (José Eusebio), Márquez, Borda (Leopoldo), Acevedo
(José), Cárdenas (Vicente), Gutiérrez (Ignacio), Martínez
(José Vicente), Qu.ijanos (Manuel de J. y Miguel), y otros
no menos notables, debía sentirse un vacío difícil de llenar
en las fuerzas intelectuales del país. No era, sin embargo,
tan escasa la lista de hombres distinguidos en la vida pública
que podía presentar la administración del general López.
Aparte de los ya nombrados debían entrar a figurar los
'señores Murillo (Manuel), el general Tomás Herrera, José de
Obaldía, Lleras (Lorenzo), Arosemena (Justo), Fernández
Madrid (1) Herrera (Bernardo), Cuenca (Domingo C.), Ca-
ballero (tucas), Plata (José María), Cuéllar (Patroeinio),
Gómez (Juan Nepomuceno), Rivas (Medardo), Martín (Car-
los), Vanegas (Ricardo), Vergara Tenorio (José María), ·
Samper (Miguel y José María), Rojas Garrido, Pradilla (An·
tonio María), Salgar (Januario), Palau (Emigdio), Alvarez
(Francisco E.), Gutiérrez (Santos, Milcíades y Marcelino),
Cerón, Trujillo, Largacha, Pereira (Nicolás, Próspero y

(1) El señor Femández Madrid formó en el partido h'beral hasta


1851, año en que -no sabemos por cuáles causas- cesó de honrar a
éste con su participación.

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Guillermo), Restrepo (Juan de D.) y otros muchos. Tam-
bién vinieron de las filas conservadoras a formar en las de la
administración algunos hombres notables: Entre ellos los
doctores Ricardo de la Parra, Rafael Rivas, Alfonso Ace-
vedo, Senén .Benedetti y Jorge Gutiérrez de Lara.
Entre estos nombres figuraban en primera línea y eran
llamados a las secretarías de Estado los señores Ezequiel
Rojas, Francisco J. Zaldúa, Manuel Murillo y Tomás He-·
rrera.
El primero de éstos, natural de Boyacá, nacido en el
primero o segundo año de este siglo, había empezado su
carrera política en la Convención de Ocaña, a la cual, aun-
que elegido, no pudo concurrir por haberle faltado algunos
meses de edad al tiempo de la elección: había formado
parte de los jóvenes entusiastas que el 25 de ~ptiembre
quisieron castigar sumariamente el crimen de dictadura del
primero y más famoso de los libertadores de Colombia.
Durante el destierro a que fue condenado entonces, oyó en
París las lecciones de economía política de Juan Bautista
Say, y en Londres tuvo ocasión de tratar a Jeremías Ben-
than, célebre entonces por sus obras sobre legislación, cien-
cia que formó su estudio favorito, en el resto de su vida. En
el ejercicio de la abogacía, que por cerca de veinte años fue
su profesión principal, llegó a la más distinguida reputación
disputando con el doctor Francisco J. Zaldúa el puesto de
honor. Concurrió a algunos congresos, en los que se distin-
guió siempre como orador, por la claridad y lógica de sus
razonamientos. Su carácter principal consistía en una expo-
sición lúcida de los hechos y habilidad singular para presen-
tar las cuestiones, arte en que no ha sido igualado por nin-
guno de los oradores parlamentarios que he conocido. Te-
nía poca imaginaCión: el análisis y la lógica eran sus armas,
y nunca se levantó a las regiones de la elocuencia. Su voz
era clara y resonante, sus actitudes reservadas y dignas, su
expresión moderada y culta: convencía a la razón, no arras-
traba las pasiones. Era de estatura mediana, de coloración
blanca y pálida, manos pequeñas y finas que protegía siem-
pre con guantes. Su superioridad y atractivo eran tan evi-
dentes, que en asambleas dominadas por ideas opuestas a las
suyas fue llamado con frecuencia a presidirlas por el voto de
sus adversarios. Era un talento especulativo y teórico: le
faltaba energía de convicción y carácter decidido para ser
hombre de Estado. En los pocos días de su ejercicio en la

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secretaría de hacienda expresó el concepto de que sin la
renta del monopolio del tabaco sería imposible gobernar;
previsión desmentida por la realidad, pues el aumento de las
exportaciones y el consiguiente de las importaciones colmó
en el acto en el producto de las aduanas el vacío de la renta
suprimida. A los pocos meses de su ingreso en el ministerio
se separó en viaje a Europa con su familia, con cuya ocasión
se le encargó de la legación de la república en Francia. No
volvió a figurar en la política sino hasta 1870 como miem-
bro del senado. '
El doctor Zaldúa era menor cinco o seis años que el
doctor Rojas; había desempeñado con lucimiento la gober-
nación de la provincia del Socorro en 1843 y 1844, ejercido
la abogacía con gran éxito después, y tenía reputación de
ser el más profundo conocedor de la jurisprudencia patria.
Se había educado en el Colegio de San Bartolomé, en el que
fue sucesivamente portero, pasante, catedrático de física y
geografía, vicerrector y catedrático de derecho civil, de de-
recho penal y a veces de legislación. Había contraído en
esta tarea de la enseñanza aires de magisterio, así en sus
escritos como en su estilo hablado, y aun en su fisonomía
habitualmente seria y austera. No era orador: faltábanle
facilidad para expresarse y cierta elasticidad de actitudes y
de procedimiento mental que exige el uso de la tribuna;
pero su palabra era siempre respetada por la extensión de
sus conocimientos y la respetabilidad de su carácter. Tam·
poco era escritor: el estudio solitario· era su pasión, y tenía
así pocas relaciones con la corriente intelectual de la socie-
dad civil y del periodismo.
El doctor Manuel Murillo, Humado primero a la secreta-
ría de relaciones exteriores, y dos o tres meses después, a la
separación del doctor Rojas, a la de hacienda, era el perso-
naje que llamaba más la atención pública y en quien la
juventud depositaba todas sus esperanzas. Nacido en el Toli-
ma en 1816, tenía apenas treinta y tres años, "la edad del
descamisado Jesús cuando murió", repetía él con un célebre
girondino en el tribunal revolucionario al entrar de lleno en
la vida pública. Su equcación empezada al lado de su tío, el
doctor Nicolás Ramírez, continuada en el Colegio de San
Simón, de !bagué, había terminado en el Convento de San-
to Domingo, en Bogotá, muy inferiores los dos últimos.
Así, puede decirse que el doctor Murillo se había edu-
cado a sí mismo, Su estreno como escritor: Un juicio sobre

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los primeros catorce meses de la administración del doctor
Márquez, publicado en 1839, favorablemente acogido en
esos días; sus trabajos como secretario del coronel Anselmo
Pineda en la gobernación de Panamá, en 1843 y 1844; sus
escritos en la Gaceta Mercantil, de Santa Marta, en 1846 a
1848, y sus primeros discursos en los congresos de 1847 y
1848, aunque· no muy afortunados, habían despertado en-
tre sus copartidarios la idea de que ese joven tenía las con-
diciones de un hombre superior. Su~ primeros ensayos ora-
torios no fueron felices: era tímido delante de los grandes
concursos, su palabra era embar&Z!lda, su elocución escasa
en libertad y abundancia, y todo esto, unido a que las cor-
poraciones políticas en que hacía sus primeras annas esta-
ban compuestas de oradores notables, como Juan Clímaco
Ordóñez, Julio Arboleda, Mallarino, Antonio Olano, los dos
Ospinas, todos afiliados en partido opuesto, creaba para él
una diflcul~d mayor. Después, cuando adquirió confianza
• en sus fuerzas, llegó a ser orador elocuente en ocasiones. En
sus escritos, al contrario, desplegaba una limpieza de expre-
sión, una concisión vigorosa, una abundancia de idea senci-
lla bien meditada, que ya desde entonces se le reputaba
como el primer paladín de la prensa. Aunque joven y sin
experiencia de los negocios que iba a manejar, era el alma
de la administración López.
De algo más que mediana. estatura, ojos negros vivaces,
maneras francas y agradables, voz argentina y simpática,
nada petulante en un principio, aunque luego en su afortu-
nada carrera sí (.'Ontrajo ~n tanto este vicio; pronto se
hizo el hombre de la popularidad y de la fama.
El general Tomás Herrera, entonces coronel, no era co-
nocido en el interior de la república, pues, sólo había veni-
do a las cárceles de Bogotá perseguido durante la dictadura
del general Bolívar, en 1828, por sus opiniones liberales.
Compañero del general Fábrega en el movimiento del istmo
de ·Panamá en favor de la independencia, había seguido al
general Sucre en su campaña sobre el Ecuador, en 1822,
ganado sus charreteras de capitán en el campo de Ayacu-
cho, restablecido en el Estado de su nacimiento el gobierno
constitucional, conculcado por Alzuru y Luis Urdaneta,
cooperadores de la insurrección del Callao en 1830, y en
1846 -durante los temores que ocasionaron los proyectos
de la reina Cristina y del traidor Flores contra la indepen-

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dtmcia del Ecuador- merecido la confianza del presidente
general Mosquera con el puest.o importante de gobernador
de Panamá. Delgado, de estatura más que mediana, de fiso-
nomía simpática en que se revelaban el honor y la lealtad,
modesto y valiente como pocos, pronto se comprendió que
en él se reunían cualidades a propósito para llegar a posicio-
nes mucho más distinguidas..
Las primeras palabras de la nueva ·administración fue-
ron de paz y de conciliación, a cuya conducta eran inclina-
dos el presidente y sus secretarios; pero no encontraron eco
en el sentimiento del partido caído del poder, en donde
desde los primeros días se levantó un viento de oposición
furiosa y de apelación a las armas. Los hombres que más se
· hacían notar por su pasión en este sentido, eran los señores
Manuel J. Quijano, Juan Nepomuceno Neira, los hermanos
Ospina y, aunque no de una manera pública, el señor José
Eusebio Caro, entonces jefe de la oficina de contabilidad
general. A los dos primeros se atribuyó una boja violenta en
que se apeiaba al pueblo, es decir, a la rebelión contra las
supuestas amenazas de puñal por ~yo medio se decía había
sido hecha la elección del general L6pez. Partido rojo, partí·
do salvaje, eran las denominaciones que se dabap en los
periódicos conservadores a los sostenedores de la adminis-
tración.
El periodismo, casi concentrado en esos días a la capi~
tal de la nación, consistía aquí de: El Neogranadino, funda-
do un año antes por el doctor Manuel Ancízar;recién llega-
do entonces de Venezuela, en donde había residido muchos
años, hasta que el general Mosquera lo llamó a esta ciudad;
periódico moderado, defensor de la poütica de éste más
bien que de las ideas conservadoras, muy bien servido, con
tipos y prensas nuevas y cajistas traídos de Caracas, y admi-
nistrado por los hennanos Echeverrías, Jos mejores opera-
rios de imprenta que se habían conocido en esta ciudad; El
Día, publicación antigua sostenida por el señor José Anto-
nio Cualla, dueño de la imprenta, decano de los impresores
y amigo y protector de los escritores noveles. Aunque con-
servadora en su origen, esta hoja no tenía color político
bien marcado, pues admitía en sus columnas escritos perte-
necientes a diversas escuelas, ~ta que, en 1849, se hizo
cargo de su redacción el doctor Mariano Ospina, quien le
dio un carácter decidido de oposición a todo trance; El
Progreso, redactado por el joven José María Torres Caice-

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do, antiguo familiar del señor arzobispo Mosquera, periódi-
co rabioso que, por la circunstancia de vivir su redactor en
el palacio arzobispal, atrajo no pocas desconfianzas y anti-
patías sobre la cabeza de su protector; La Epoca, publica-
ción bien escrita que se atribuyó a los miembros del gobier-
no, señores Mallarino y Ancízar, y en que se decía colabora-
ban los señores Arosemena (Justo) , Fernimdez Madrid y
otros personajes.
Estos eran periódicos ministeriales. Los de ·Oposición
habían sido: el Libertad y Orden, redactado por el señor
Alfonso Acevedo, quien, después de haber sido furioso per-
seguidor de los liberales desde 1842 hasta 1845, en el pués-
to de Jefe político del cantón de Bogotá, era ahora, desde
1846 hasta 1848, igualmente oposicionista del generctl Mos-
quera y de su adminiistración.
Este periódico contribuyó al despertamiento y reorga-
nización del partido liberal, y su redactor merece un recuer-
' do especial. Pertenecía el señor Acevedo a una familia nota-
ble por su inteligencia y energía durante la lucha por la
independencia. El señor José Acevedo Gómez, llamado en
1810 "el tribuno del pueblo", había tomado una parte muy
importante en el movimiento del 20 de julio, y perecido en
1816 en las montañas de los Andaquíes, adonde huía de la
ferocidad de Morillo; el señor Pedro Acevedo figuró nota-
blemente en la guerra de la independencia y en la lucha
contra la dictadura del general Bolívar, el general José Ace-
vedo, después de una carrera militar y administrativa muy
honrosa, había llegado a una posición respetable en la opi-
nión pública; el señor Juan Acevedo había sido uno de los
jóvenes que el 25 de septiembre de 1828 entraron al palacio
del dictador con el intento de poner término a sus dema-
sías. El señor Alfonso Acevedo había subido por rigurosa
escala -como era costumbre en esos días- al grado de te-
niente coronel, y, aparte de su rigor con los liberales venci-
dos en 1841 y 1842, se había hecho notar durante su jefa-
tura política de 1842 a 1844, por su actividad en el desem-
peño de sus deberes oficiales, principalmente en la provisión
de agua en las fuentes públicas, el aseo de las calles, la
persecución de las bandas de ladrones que siguen siempre en
pos de las guerras civiles. Era de mediana estatura, cuerpo
bien proporcionado, facciones finas, ojo negro penetrante y
amenazador, modales corteses y carácter decidido, colérico
y quizá. vengativo. En 1849 se incorporó decididamente en

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1as filas del partido liberal, se distinguió en 1850 como pre-
sidente de la Junta de Salubridad, organizada durante la cor-
ta invasión del cólera en Bogotá, y enviado como encarga-
do de negocios ante la Santa Sede en el mismo año, murió
enRoma.
Entre 1844 y 1847 salieron a luz algunaS publicaciones
efímeras, y de alguna duración sólo recuerdo La Noche,
redactada por el antiguo e incontrastable liberal doctor
Juan Nepomuceno Vargas, escritor incansable desde los
tiempos de la lucha contra la dictadura boliviana, a quien ni
la pobreza ni la persecución pudieron enmudecer. Recuerdo
que en este periódico vieron por primera vez la luz, las
producciones de un joveh que debería después llegar a ser
uno de los más fecundos adalides de la prensa: el señor José
María Samper, entonces a los diez y seis o diez y siete años
de edad.
En 1847 empezó su carrera periodística y a formar su
reputación como hombre de primera línea el doctor Manuel
Murillo en la Gaceta Mercantil, de Santamarta. Pronto lla-
mó vivamente la atención pública la facilidad de su estilo y
el espíritu sensato de sus discusiones en los asuntos de inte-
rés general. Recuerdo que entre ellas causó impresión una
relativa a los proyectos de fomento decidido a la inmigra-
ción extranjera del doctor Florentino González, sostenidos
con mucho entusiasmo por la administración Mosquera y
los escritores que le rodeaban. El señor Murillo desarrolló la
tesis de que todos esos esfuerzos y gastos impedidos con ese
objeto serían perdidos mientras este país no pudiese ofrecer
a los inmigrantes altos sa•arios en las industrias y medios
económicos de transporte al trav~s del océano; elementos
de que carecíamos, pues en el interior no había produccio-
nes en prosperidad ni en nuestros puertos la exportación
suficiente de frutos que, pagando fletes abundantes al regre-
so, pudiesen proporcionar buques numerosos en nuestras
costas ni pasajes baratos a los inmigrantes. Entonces tam-
poco existían las numerosas líneas de vapores que después
de 1870 se han establecido entre Europa y las costas de Sur
América. La Gaceta Mercantil alcanzó pronto una reputa-
ción semejante a la que El Espectador de Medellín ha adqui-
rido en nuestros días.
En 1848 aparecieron en Bogotá dos periódicos que
ejercieron notable influencia en la lid eleccionaria y en el
vigor que adquirió la reaparición del partido liberal: La

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América, redactada por el doctor RicardoVanegas, y El
Aviso, por el doctor José María Vergara Tenorio. Ambos
redactores eran muy jóvenes y acababan de tenninar sus
estudios universitarios: llenos de talento y entusiasmo, de
moderación y .cultura, su ejemplo fue seguido después por
la juventud que salía de los colegios y con ellos tuvo princi-
pio ese movimiento político que tánta influencia tuvo des-
pués en las refonnas acometidas en 1850 y 1851.
Ricardo Vanegas era natural de Vélez; hacía uno o dos
años apenas había recibido el título de abogado, después de
estudios serios; había heredado una fortuna considerable
que le daba posición independiente y realzaba un carácter
generoso lleno de caballerosidad. Moderado eu sus creencias
políticas, culto en su lenguaje, recto y justo en sus aprecia-
ciones, su periódico ganó en breves días una justa populari-
dad. •r
José María Vergara Tenorio, natural de Bogotá, era hijo
del doctor Estanislao Vergara, el hombre de estado que
acompañó, en el puesto de secretario de relaciones exterio-
res, al general Santander desde 1819. hasta 1827. Tenía un
gran talento que su padre, uno de los hombres más lns~í­
dos de su tiempo, a quien sus amigos solían llamar "una
enciclopedia ambulante", había cultivado esmeradamente,
de manera que se le reputaba como el joven más distinguido
de la ciudad y tal vez de toda la república. Era una grande
esperanza y hubiera -si la muerte no hubiese cortado pre-
maturamente sus días- tenido una carrera pública digna de
la de su progenitor. La historia era su estudio favorito, y en
la de Colombia estaba especialmente versado, a lo que con-
. tribuía poderosamente la sin igual memoria del doctor Ver-
gara, su padre. Era pequeño de cuerpo, de ojos grandes,
fisonomía expresiva y simpática y conversación en extremo
agradable. Enviado con el carácter de agente confidencial al
Ecuador, regresó enfermo del mal que lo llevó al sepulcro
en 1850.
Eran los periódicos de ese tiempo (1848) de pequeño
formato -todos semanales-, apenas contenían de tiempo
en tiempo muy ·escasas noticias extranjeras; casi no publica-
ban avisos; no pasaba el tiraje de los más acreditados de mil
ejemplares, pero la venta ordinaria, en una tienda o en la
suscripción, no pasaba de quiniento.s ejemplares, de suerte
que al precio común de diez centavos apenas pagaba el
gasto de impresión, por lo cual eran casi siempre empresa de

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imprenta, y no tenían redactor fijo. Con excepción de El
Día, que subsistió por más de diez años, los demás no pasa-
ban de seis meses o un año, y con frecuencia daban saldo en
oontra del fundador. La sección de Remitidos era quizá la
más productiva: en ocasiones el periódico no tenía otra
lectura, y en ella no se ahorraba las invectivas, injurias y
calumnias, a las veces en forma de acrósticos y en lo general
con estilo chocarrero muy poco distante df(! la vulgaridad.
Quizá no pasaban d~ cuatro las imprentas de Bogotá: la del
señor José Antonio Cualla; la del señor Espinosa de los
Monteros; Sánchez Caicedo, quien vive aún (1898).
La reacción conservadora de 1837 a 1849 había sido
muy poco favorable para el uso de la prensa.
La publicación de libros era tan escasa, que tal vez no
alcanzaba a un valor de dos o tres mil pesos al año. Las
imprentas vivían de la impresión de novenas, almanaques,
. libros de doctrina y cartillas para las escuelas. Sin embargo,
unos pocos años antes de 1848 y quizá antes de 1840 ha-
bían sido impresas aquí dos obras originales ·que merecen
mención: Una Ciencia Constitucional del doctor Cerbeleón
Pinzón y una Ciencia Administrativa del doctor Florentino
González, ambas notables por la seriedad de pensamiento y
espíritu patriótico que las dictó. La primera fue impresa en
papel de una fábrica que sostenía en Bogotá el señor Bene-
dicto Domínguez; de la cual no ha quedado más que el
proverbio de que "en Bogotá no hace papel ni don Benedic-
to Domínguez con privilegio exclusivo". Ambos libros sir-
vieron de texto durante algunos años en el Colegio de San
Bartolomé, hasta que habiéndose agotado la edición fue
preciso apelar a textos franceses poco adaptados a nuestras
instituciones y costumbres.

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CAPITULO VI

Movimiento de las ideas. - Abolición de la pena de muerte en los


delitos políticos. - Libertad de esclavos. - Libertad de imprenta.

La nueva administración no tenía programa formado


del camino que pensaba seguir. Así pues, sus primeros actos
se redujeron a generalidades sin objeto determinado . Sus
ideas en materia de hacienda, marcadas con el espíritu tí-
mido del secretario doctor Ezequiel Rojas, se reducían a
quejas del estado exhausto del Tesoro público, y a recomen-
daciones de que no se redujera ninguna contribución ni se
entrara en gastos que no fuesen estrictamente necesarios.
En materias eclesiásticas, se preludió tímidamente a la se-
paración de los vínculos entre el Estado y la Iglesia, pro-
poniéndose la renuncia al derecho de patronato por parte
de aquél y retirando a ésta el privilegio del fuero de sus
ministros; pero conservando la dotación del · Estado y la
jurisdicción eclesiástica en asuntos civiles conexionados con
el servicio religioso, como la provisión de las capellanías y
fundaciones eclesWticas. Estas ideas incompletas no tuvie-
ron éxito alguno por lo pronto. Más tarde, a :ta separación
del doctor Rojas de la cartera de hacienda, el doctor Muri-
llo, a quien animaba vivamente, lo mismo que al general
López, el deseo de dar satisfacción al anhelo del país por
obtener la libertad del cultivo del tabaco, lo expuso así a las
cámaras: así, en esta materia no se hizo modificación alguna
a la ley aprobada en 1848. Según ella, la libertad del cultivo
debía empezar el lo. de enero de 1850 y la del comercio
interior del artículo ello. de septiembre.
Luégo, a petición de l()s diputados de Antioquia, fue-
ron rebajados los derechos de quintos y fundición de oros, a
1 1/2 por 100 el que se destinase a la amonedación en las
casas de moneda de . la república, y a 4 por 100 el que se
destinase a la exportación. La cantidad de oro que se pre-

62

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sentaba entonces b las oficinas de fundición oscilaba anual-
mente entre 8:000 y 9.000 libras de baja ley, de las cuales
se destinaba un 40 por 100 (poco más o menos), a la amo-
nedación y 60 por 100 a la·exportación. Los dos tercios, o
sea 66 por 100 de estas 8.500 libras, eran extraídos de las
minas de la provincia de Antioquia; 18 por 100 pertenecía a
la provincia del Chocó; 9 por 100 a la de Popayán, y sólo 7
por 100 al resto de la república. Esta renta producía cerca
de $ 100.000 anuales al Tesoro nacional, antes de la rebaja
decretada en 1849.
Como la libra de oro vale $ 300, a la ley de 0.900,
la producción en Antioquia no representaba más de
$ 1.600.000 anuales, o sea las dos terceras partes poco más
o menos que en la actualidad. El contrabando que se hacía
expot1;ando el oro en polvo en las barras huecas de las gran-
des jaulas con tigres o culebras, o en los cinturones de los
viajeros, no podía ser de mucha consideración: probable-
mente no ex~día del 5 por 100 o 6 por 100 de la cantidad
declarada en las oficinas de fundición.
Como se ve, la producción del Chocó (sin contar el
contrabando, que aquí se juzgaba mucho mayor que en
Antioquia) no excedía de 1550 libras, o sea $ 460.000;
menos de la mitad de lo que recuerdo haber leído en los
datos de las oficinas de fundición de ahora un siglo, era la
cantidad producida en esta ~:egión: se puede observar, pues,
que la explotación de las minas había disminuido considera-
blemente. A esta disminución debió 'de contribuir no poco
la guerra de la independencia, encarnizada y sin tregua en
esa provincia a causa de su vecindad con Pasto, el susten-
táculo principal de la causa del rey de España.
En el period~mo y en las aspiraciones de la mente
liberal principió también a hablarse de dos asuntos impor-
tantes: la abolición definitiva de la esclavitud y la libertad
de la prensa.
El primero fue especialmente promo'Vido por una carta
que los redactores de El Siglo, señores Antonio María Pra~
dilla, Medardo Rivas ·y el autor de estas memorias, didgie·
ron a varias personas de la capital pidiendo una suscripción
para celebrar el próximo 20 de julio con la manumisión de
algunos esclavos. Acogida esta idea con alguna aprobación,
se obtuvieron fondos suficientes para manumitir treinta y

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un esclavos, fondos ·que, unidos a los que existían en la
tesorería de manumisión , alcanzaron para dar libertad en
ese día memorable a cuarenta y cuatro ilotas, elevados 8$Í a
la categoría de ciudadanos. El general López, presidente de
la república, contribuyó con la suma necesaria para dar li-
bertad a cuatro seres humanos. Los señores general Joaquín
París y Lino de Pombo emanciparon cada uno una antigua
esclava de la familia, y los señores . . . adquirieron esclavos
para b cerlos libres. Este ejemplo fue seguido después en
toda la República, no sólo en la celebración del20 de julio,
sino en las oomidas y bailes, en los casamientos, en el bau-
tismo de niños y en otras funciones semejantes. Y se desea-
ba ver terminada de una vez esa institución inicua.
La libertad de prensa fue motivo de varios proyectos de
ley desde 1849: el secretario de gobierno, doctor Zaldúa,
presentó uno reduciendo los casos de responsabilidad a la
injuria, la calumnia y la publicación de documentos oficia-
les reservados o la alteración malicio de ellos; pero ningu -
no llegó a ser ley. La opinión no estaba suficientemente
educada. Los proyectos sobre estas dos reformas eran ar-
dientemente combatidos por el espíritu conservador, tanto
en las cámaras como en la prensa, con argumentos que en·
tonces se reputaban de mucho valor. Los esclavos,se decía,
son una propiedad de los amos, y el legislador no tiene
derecho para suprimirla, porque el derecho de propiedad es
anterior y superior a la ley,: la propiedad es un dogma de las
sociedades civilizadas. Si la raza negra no está sometida al
trabajo forzado, se entregará a la ociosidad y a los crímenes.
No se podrán cultivar las haciendas por falta de trabaja·
dores. La suerte de esa raza será mucho más desgraciada en
la libertad, porque no tendrá quien los vista y los mantenga:
será una crueldad emanciparlos.
Contra la libertad de imprenta se hacían argumentos
semejantes . Hay pensamientos buenos y pensamientos
malos: estos últimos deben reprimirse. La libertad de la
prensa conduce al libertinaje. El hombre tiene tendencia a
exagerar todas las libertades. Con la prensa libre vendrá la
corrupción de las costumbres. Será atacada la religión, des-
prestigiada la autoridad, destruídas Jas buenas reputaciones,
etc. Libertad de imprenta, überiau ae garroie, etc. Los prin-
cipales oradores contrarios a la libertad de emisión del pen-
samiento eran los señores Manuel María Mallarino, Antonio

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Olano, Juan A. Pardo, Juan Nepomuceno Nelra. Los favora-
bles a la libertad eran el doctor Murillo, el doctor Victoria-
no Paredes, el doctor Zaldúa, el doctor Lombana (Vicente).
No se había formado aún educación verdadera de la
opinión sobre estas cuestiones; pero la tendencia hacia su
solución final era ya evidente.
Empero, la idea liberal sí empezó a mostrarse en diversas
manifestaciones entre los miembros del congreso . La prime-
ra fue la abolición de títulos a los servidores de la nación,
copiados de las costumbres monárquicas. lA excelencia del
presidente de la república; la señoría ilustrísima de los ma-
gistrados de los tribunales; el Usía honorable de otros. El
presidente quedó reducido al título de ciudllckmo, y los
demás empleados al de señor. Nadie podrá creer en la exce-
lencia de una ineptitud suprema, excepto el que recibe dia-
riamente aquella apelación, con lo cual en lugar de creerse lo
que verdaderamente es, un servidor de sus conciudadanos,
se imagina ser el amo de todos ellos. Nada perderá en res-
peto y estimación públicas quien ha sabido ganarlos con su
conducta, aunque colocado en un alto puesto no se le tribu-
ten a cada paso respetos extravagantes.
La dulcificación del sistema penal fue la segunda mani-
festación del cambio político inaugurado. La pena de muer-
te por delitos políticos fue suprimida, del miSlllQ modo que
un ·a ño antes el primer acto del pueblo de París al proclamar
la república en Francia fue el de quemar la guillotina en la
laza de la Revolución. Entre nosotros fue reemplazado el
dalso político con la pena de destierro por algunos años.
Esta reforma fue propuesta por dos diputados conser-
adores a quienes se juzgaba revolucionarios en embrión ,y
ue inmediatamente aceptada por el partido liberal. Con el
escuento natural de no haberse presentado durante la
ominación conservadora, sino en los momentos en que
'lo podía favorecer a revolucionarios conservadores, esta
eliz iniciativa de los señores Manuel J. Quijano y Juan
epomuceno Neira ha sido fecunda simiente de moralidad
lítica. Salvó la vida de muchos hombres, no criminales
ino extraviados, ·suavizó los odios de partido y ha sido uno
e los puntos notables en que nuestras costumbres se se-
aran de la tradición española de venganza y de lucha sin
isericordia entre los hijos de un mismo país.
La misma ley suprimió también las penas de vergüenza

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pública, y la declaratoria expresa de infamia: la primera,
espectáculo cruel engendrado por el espíritu de venganza y
no de justicia; la segunda, negación evidente de la posibi-
lidad de rehabilitación, es decir, negación de la esencia mi~
ma del cristianismo, que ve en la muerte del Redentor el
pensamiento de la nueva religión predicada en Galilea: he-
. rencia de la moral de la Inquisición ambas penas.
El pensamiento de la descentralización empezó a mani-
festarse en proyectos de división de las grandes provincias,
con el objeto de acercar el gobierno al pueblo para fomen-
tar con decisión los intereses locales; pero esa medida, que
en 1849 se limitó a la creación de las provincias de Chiriquí,
Tundama y Ocaña, no llegó a toda su extensión hasta 1850
y 1851. La administración p~blica de los cantones, aunque
provistos entonces de jefe político y consejo cantonal, care-
cía de las facultades suficientes para imponer contribucio-
nes y proveer con el- producto de ellas a sus n cesidades
especiales más p~emiosas; es decir, a sus escuelas, caminos,
provisión de agua potable y administración de justicia. En
punto de relaciones exteriores, la administración Mosquera
no dejaba en buen pie las de este país con sus vecinos del
Ecuador y Venezuela, dirigidas entonces por gobiernos li-
berales, y para establecer la cordialidad que se deseaba fue-
ron enviados meros agentes confidenciales con mezquinos
sueldos. Para esta misión se escogió a dos jóvenes liberales
muy inteligentes: los señores José María Vergara Tenorio y
Medardo Rivas. No se consideraba entonces necesaria más
legación que la de los Estados Unidos, y eri Europa, si bien
las administraciones Herrán y Mosquera habían mantenido
· a don Manuel María Mosquera como ministro en Londres y
París, más se consideraba ése puesto como una sinecura que
como un servicio público interesante.

66- .

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CAPITULO VII

La provisión de destinos. - Remociones. - El general Herrán. - El


señor José Eusebio Caro.- El doctor Márquez.

El asunto que, según mis recuerdos, dio no poco en qué


pensar a la administración López, fue la provisión de las ,
gobernaciones de las provincias. En un país extenso y varia-
do como el nuestro, es difícil el conocimiento de los inte-
reses peculiares de cada localidad, y más difícil el de los
hombres a propósito para administrarlos. Las relaciones de
los departamentos con la capital, muy escasas hoy, a pesar
del telégrafo, de un periodismo abundante en aquéllos y de
la frecuencia de los correos, lo eran mucho más ahora cin-
cuenta años. ~ el general López ni sus secretarios tenían
relaciones suficientes para hacer elecciones acertadas, y la
prescripción legal que en otro tiempo ordenaba elegir los
gobernadores a propuesta en terna o senaria de las cámaras
de provincia, había sido suprimida hacía algunos años para
dar más libertad al presidente en sus nombramientos . Lo
cierto es que más de la mitad de los hechos por primera vez
fueron rehusados, principalmente por haber recaído en per-
sonas que no podían trasladarse con sus familias a lugares
distantes de su residencia habitual. ·
Las gobernaciones principales fueron provistas así: An-
tioquia, el doctor Jorge Gutiérrez de Lara; Cartagena, ...;
Tunja, el doctor Pedro Cortés y en seguida el doctor Patro-
cinio Cuéllar; Qmca, . : .; Bogotá, el doctor Vicente Lom.
bana; Santa Marta; el doctor Manuel Cañarete; Panamá, ...;
Socorro, el doctor Salvador Camacho, y por excusa de éste,
el coronel Pablo Durán; Mariquita, ...; Neiva, ...; Popa-
yán, ...
El asalto de los destinos públicos en los diversos ramos
de la administración, el número de los solicitantes y las
intrigas puestas en juego para obtenerlos, fue en seguida una
de las grandes dificultades. Hacía doce años que los liberales

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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
no participaban de este patrimonio: no había precepto al·
guno legal que diese una regla de conducta en su provisión,
como la hay hoy en los Estados Unidos, en donde desde
1882 se creó una comisión encargada de examinar las apti-
tudes de los solicitantes, someter a éstos a un examen pre-
ciso, se sujetaron a reglas fijas los nombramientos, y se
quitó al presidente el derecho para remover lib~mente, an-
tes de la expiración del período para que fueron nombrados
los titulares. Ese es un asunto grave en el que las restric-
ciones que se impongan al presidente en el nombramiento y
remoción de los empleados, lejos de ser un inconveniente
para éste, son un grande alivio en el ejercicio de esta fun-
ción delicada. .En las universidades y aun en los colegios
_ privados debieran darse algunos cursos relativos a las funcio-
nes de los empleados públicos que habilitasen para desem-
peñarlos y facilitasen así la tarea de la administración públi-
ca; pero entre nosotros todavía este es asunto de favoritis-
mo y de explotación por los más intrigantes y más audaces
en sus pretensiones.
La presión de los solicitantes de destinos, por una par-
te, y el deseo natural de tener amigos a su rededor, por otra,
forzaron al gobierno a empezar la tarea de las remociones
de los puestos públicos a personas que habíán estado sir-
viéndolos durante largos períodos y para quienes esa separa-
ción debía ser un· trance muy duro . Las rerooJciones fueron
entonces la señal de una reagravación terrible de los senti-
mientos oposicionistas. Los más notables entre los así sepa-
rados de sus puestos fueron: el señor general Herrán, de la
legación ~e los Estados Unidos; el doctor José Ignacio Már-
quez, del rectorado del Colegio de San Bartolomé; el señor
José Eusebio Caro, jefe de la oficina de contabilidad gene-
ral; los doctores Ignacio Gutiérrez y Venancio Restrepo, de
la dirección y subdirección de ventas; el señor Lino de Pom-
bo, de la presidencia del tribunal de cuentas; el señor Anto-
nio González Manrique, de la administración de salinas de
Zipaquirá, Nemocón y Tausa; el señor Antonio Rodríguez
Torices, de la administración de la aduana de Cartagena; los
señores José de D. Ucrós y Pedro P. Prías, del mando de un
batallón el primero, y del regimiento de caballería el segun-
·- do, de la guarnición de Bogotá. Los removidos eran perso-
nas honorables, inteligentes y buenos servidores del país;
esto no puede negarse, pero tampoco puede decirse ·que
mereciese improbación indignada el hecho de separarlos,

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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
porque evidentemente el veredicto eleccionario había mos-
trado que el país deseaba un cambio en las instituciones y
en la manera de gobernar, cosa inconciliable con la existen-
cia de esos señores en los principales puestos de la admini&-
tración: se veía claramente venir una revolución y no era
prudente conservar en los puestos de más confianza, como
la guarnición de la capital, a los jefes militares que simpatiza-
ban más con la causa revoluciqnaria que con la del gobier-
no. Era difícil sí, reemplazar dignamente a estos distingui-
dos personajes; pero lo fueron, a pesar de la creencia que
reinaba en las mentes conservadoras de que en las fiJas libe-
rales no había hombres instruidos y capaces de servir al
país. El concepto que a cada paso repetía su periodismo. El
general Herrán, en particular, que por su carácter sereno, su
conocimiento de los negocios y sus buenas relaciones en
Washington con los miembros del gobierno, especialmente'
con el general Cass, entonces secretario de relaciones exte-
riores de la Unión Americana, parecía necesario para llevar
a buen término la negociación del ferrocarril de Panamá.
Afortunadamente las vacilaciones en que por esos días se
vio detenida la compañía empresaria entre la construcción
de un camino provisional de tablones y el de rieles de hierro
servido por vapor y las dificultades que en un principio
suscitó la competencia de otra empresa que se proponía
establecer el tránsito interoceánico por la vía de Nicaragua,
hicieron menos importante la presencia del general Herrán
en la legación, la cual fue desempeñada satisfactoriamente
en 1849 y 1850 por el señor Rafael Rivl\8. El contrato
defmitivo para la ejecución de esta obra fue al fin celebrado
en Bogotá en 1850 entre el señor Victoriano de D. Paredes,
secretario entonces de relaciones exteriores y mejons inter-
nas y el señor John L. Stephens, vicepresidente de la com-
pañía americana, y en él fueron allanadas todas las dificulta-
des que por parte de esta república se oponí~ a la rápida
ejecución de las obras; pero una gran parte del honor de
este contrato, probablemente el mejor que ha celebrado
nuestro país para la ejecución de una obra grandiosa, corres-
ponde al señor general Herrán, que fue quien lo inició.
La remoción, ·o más bien el reemplazo del doctor Már-
quez del rectorado del Colegio de San Bartolomé -pues
hacía tres años que lo desempeñaba- fue ocasionada por
quejas de la mayoría de los estudiantes contra la real o
supuesta falta de imparcialidad de aquél en relación con las

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opmxmes políticas de los alumnos. Se quejaban éstos de
que en los exámenes solía poner bolas negras a los que
mostraban opiniones políticas distintas de las suyas, aunque
fuesen buenos estudiantes. (1) La mayoría, casi la totalidad
de éstos eran liberales, lo que daba lugar con frecuencia a
manifestaciones deplorables de severidad por una parte y de
algo de insubordinación por la otra. Fue reemplazado por el
doctor Vicente Lombana, médico y abogado muy distin-
guido, célebre por su espíritu chistoso y sarcástico, y po-
pular entre los jóvenes; pero la separación de aquél ocupó
por algún tiempo, con censuras apasionadas, las columnas
de los periódicos de oposición.
La del señor José Eusebio 'Caro llamó más la atención,
tanto por la labor delicada que en esos momentos tenía el
puesto de jefe de la oficina de contabilidad -hasta el punto
de creerse de buena fe entre. sus copartidarios que nadie
podría desempeñar esas funciones sino él -como porque
esa medida lo lanzó a hacer una oposición ciega al gobierno
en La Civilización, periódico que inmediatamente fundó y
en el que con el doctor Mariano Ospina, que tomó a su
cargo El Día, fueron los más violentos artesanos de lapa-
sión revolucionarla que al fin estalló.
En 1847, a la entrada del doctor Florentino González a
la secretaría de hacienda, se dio una ley reorganizando la
administración de la hacienda nacional. Allí se dividió la
república en grandes distritos, semejantes a los departamen-
tos militares de la antigua Colombia, y en cada uno de ellos
se estableció un intendente y una administración general
comprensiva de varias provincias. ~ esta suerte, el mecanis-
mo de la recaudación de las rentas, el pago de los gastos y la
contabilidad de estas operaciones debía pasar por las si-
guientes ruedas: en los distritos parroquiales los administra-
dores de correos, expendedores de tabacos y de papel sella-
do, estanqueros de aguardiente, y en ocasiones, cobradores
de diezmos; en la capital de las provincias una administra-

(1) Un caso ru1aoso ae esta aebwaaa ocurnó, entre otros, en


los exámenes de grado de doctor presentados por el joven Ricardo
Vanegas, en el cual la calificación resultó con cuatro bolas negras,
que se descubrió ser obra del doctor Márquez. El joven Vanegas era
no sólo muy inteligente, sino muy estudioso y de muy buena con·
ducta.

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ción de hacienda encargada de vigilar las operaciones de las
panoquias y de centralizar sus cuentas; en las capitales de
departamentos de hacienda una administración general y
una intendencia; en la capital de la república, en fin, la
secretaría general, dividida en dirección general de rentas
(tabacos,salinas, aguardientes, papel sellado y correos). Di-
rección general de impuestos (aduanas, diezmos, quintos de
oro,.amonedación, hipotecas, registros y peajes, etc.) direc-
ción general del tesoro (encargada del ramo de pagos, distri-
bución de fondos, etc.) tesorería general y dirección general
de correos y administración de la casa de moneda. Esto
aparte de oficinas especiales, como administraciones de sali-
nas, factorías de tabaco, almacenes de depósito y distribu-
ción de· este artículo, casas de moneda, oficinas de quintos
y fundición de oros, oficinas de registro y anotación de
hipotecas, etc. Esta .organización, copiada de la complicadí-
sima de la monarquía francesa, comprendía además la intro-
ducción del sistema de partida doble en la contabilidad, y la
del admirable sistema de los presupuestos de rentas y gastos
fundado por la Revolución Francesa en 1789, que, a la
verdad, parece ser lo más peñecto que se conoce en los
grandes países constitucionales modernos.
Se creía, pues, que el señor Caro era el único hombre
en la república capaz de llevar adelante estas reformas, para
cuyo trabajo se había creado el auxilio de otro contador
general. Pronto se vio que sí había otro hombre de Inteli-
gencia más sencilla y clara que resolvió con facilidad los
complicados problemas de la administración de hacienda
nacional: el señor José María Plata.
El señor Caro, según nos parece, descendía de una anti-
gua familia española radicada en La Habana, que a fines del
siglo XVlll o a principios del XIX había venido a estable-
l!erse entre nosotros y había tomado parte notable en los
comienzos de nuestra revolución. Si no estoy equivocado en
mis recuerdos de lecturas, el abuelo del señor José Eusebio
Caro fue uno de los primeros agentes enviados a Europa por
la Junta Revolucionaria de Bogotá en busca de apoyos para
la independencia. Nació ~n Ocaña, estado de Santander, en
1817; se educó en Bogotá e hizo sus estudios de jurispru-
dencia en el Colegio de San Bartolomé. Como la mayor
parte de los hombres que sobresalen en la política tanto en
América como en España, fueron poéticos sus primeros en-

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sayos en que dio a conocer sus talentos. En 1840 tomó
servicio en los ejércitos en defensa del gobierno del doctor
Márquez, y en 1841 y 1842 fundó y sostuvo El Granadino,
periódico destinado a defender las ideas conservadoras que
primaban en esos años al vencimiento de la revolución libe-
ral. De 1843 a 1846 fue miembro de la cámara de represen-
tantes por elección de la provincia de Bogotá, y en los años
siguientes, hasta 1849, sirvió varios destinos de hacienda, en
los que mostró talentos y conocimientos superiores, princi-
palmente en desarrollo de las reformas sobre introducción
del sistema francés de administración de hacienda e intro-
ducción del método de partida doble en la contabilidad de
las rentas y gastos nacionales en ~1 tiempo en que el doctor
Florentino González desempeñó la secretaría del ramo. Se-
parado de este puesto, se consagró a hacer oposición violen-
ta, sin tasa ni medida, a la administración y a los hombres
que la defendían sin ahorrar en esta tarea la injuria y la
calumnia, en términos que un jurado conservador admitió la
acusación de calumnia que contra él dirigió un tal Camilo
Rodríguez, hombre de mala fama por cierto. El señor Caro
. no quiso someterse a las consecuencias del juicio y huyó al
extranjero. En los Estados Unidos hizo su residencia hasta
1853, año en que regresando al país murió de fiebre amari-
lla en Santa Marta, a la temprana edad de treinta y seis
años.
Era de más que mediana estatura, formas robustas, cara
llena, cabello negro abundante, algo encorvado, aire pensati-
vo y fisonomía dura, con poca expresión, a lo que contri-
buía un defecto en uno de sus ojos. No era orador: faltábale
facilidad para dar salida a sus pensamientos, y sus ademanes
eran poco elegantes. Era pensador y escritor antes que todo;
pero su temprana muerte le impidió producir obras que
indudablemente habrían realzado su reputación y sido úti-
les al país. Sus escritos de polémica política le harán poco
honor cuando haya pasado el recuerdo de las pasiones que
los inspiraron. Deja su colección de poesías, en una de las
cuales se puede observar que sus convicciones verdaderas
eran de mejor ley que sus arranques de cólera de partido.
Dice así:
"¡Oh prenda de mi amor, d_ulce hijo mío!
Cuando en edad y para el bien crecieres,
(Y en el gran Padre Universal confío
Vivirás paro el bien lo que vivieres),
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Serio entonces quizá, meditabundo,
'De ardor de ciencia y juventud llevado,
Quieras curioso, visitando el mundo
Juzgar lo que los hombres han lurulado.

Do puedas admirar instituciones


Que abrigan al inválido, al desnudo,
Que amansan al demente sin prisiones
Que hacen al ciego ver y hablar al mudo:
Do vieres protegido al inocente,
Castigado al perverso con cariño,
Respetado al anciano inteligente,
Asegurado el porvenir del niño:
Allí do hallares libertad y ciencia,
Misericordia, caridad, justicia,
Dominando del pueblo la conciencia,
De la industria calmando la codicia.
Allí do respetándose a sí mismo
Vieres al hombre amar a sus herm.anos,
Podrás clamar: "¡Honor al cristianismo,
Que estos no pueden ser sino cristianos! "

El señor José María Plata, que le sucedió en la direc-


ción de la contabilidad general, era desconocido en la políti·
ca hasta entonces. Había sido un comerciante muy inteli-
gente y allegado en esta profesión un caudal que se decía
muy considerable, perdido todo en la gran catástrofe de la
quiebra de Landínez en diciembre de 1841. Perseguido por
acreedores desapiadados, había tenido que emigrar a Vene-
zuela para escapar a la pdsión por deudas, vigente entonces
en todo su vigor. A su regreso en 1848 -o 1849- fue llama-'
do por el doctor Murillo al puesto que ocupaba el señor
Caro. El nuevo secretario de hacienda tenía muy pocos co-
nocimientos en ese ramo de negocios, y sobre todo ninguna
práctica; pero la cooperación del señor Plata fue decisiva.
En primer lugar se propuso al congreso un proyecto que fue
aceptado y convertido en ley (2 de junio de 1849), por el
cual fueron .suprimidas las intendencias y las administra-

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clones departamentales de hacienda, poniendo las funciones
de las primeras a cargo de los gobernadores de provincia y
las de las segundas a las de los administradores de correos de
la capital de éstas. Se conservó, por supuesto, la introduc-
ción de la partida doble en las cuentas, y al efecto en ese
mismo año fueron expedidos los reglamentos, instrucciones
detalladas y modelos de la fonna en que debieran extender-
se todas las operaciones; tanto por parte de los recaudado-
!es de rentas y pagadores de gastos, como por la de los
ordenadores, es decir', de los secretarios de estado, de los
• gobernadores y demás agentes delegatarios del Poder Ejecu.-
. tivo nacional.
Esto, sin embargo, fue solamente el principio de la re-
fonna: la obra radical y permanente en esta inateria se llevó
a cabo, como luégo veremos, en 1850. Los regl~entos e
instrucciones en estos negocios fueron tan sencillos y claros
que las dificultades desaparecieron, y lo que se creía privile-
gio exclusivo de un solo hombre fue convertido en una
noción popular. Tales fueron los principios de una carrera
pública que hubiera llegado a los más altos puestos si no la
hubiese cortado la muerte de una manera prematura en los
momentos en que estaba llamado a .prestar servicios más
importantes. Baste decir, por ahora, que de la contaduría
general pasó el señor Plata a la gobernación de la provincia
de Bogotá, luégo a la secretaría de lo interior y relaciones
exteriores, más tarde a la de hacienda, y no se sabe en cuál
de ellos desplegó más talentos y espíritu más sereno en
medio de las dificultades como después veremos.
Era de mediana estatura, fornido de miembros, expre-
sión simpática, siempre moderada y serena, algo miope, jo-
.,.¡al y chistoso en su conversación, finne en sus conviccio-
nes, valiente en los peligros y tan moderado y culto siempre
en sus palabras, que nunca llegó a tener una discusión ligera-
mente apasionada con nadie, excepto con el doctor Manuel
Murillo, con quien al cabo llegaron a pasar de una amistad
estrecha a relaciones menos que cordiales. En medio de las
violentas pasiones de esos días, siempre se mantuvo sereno
y frío en las cámaras y en las discusiones del periodismo, de
suerte que por este aspecto era la antítesis más completa del
señor Caro (José Eusebio). ·
La remoCión del señor Pombo de la presidencia de la
corte general de cuentas fue la más ~olorosa y probable-

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mente la .menos justificada de todas. La distinguida inteli-
gencia de este patriota, su moderación y espíritu de justicia
eran notorios. Ignoro las causas de esa medida. No así la del
señor Ignacio Gutiérrez, quien teniendo talentos, conoci-
mientos en el ramo de hacienda y práctica de largos años,
tenía convicciones muy arraigadas en contra de las reformas
que dominaban el pensamiento de la administración. En vez
de ser un auxiliar útil hubiera sido.un o)?stáculo para llevar-
las a cabo.
Las remociones no fueron tan generales como se decía.
En la secretaría de hacienda quedaron en sus puestos los
señores Telésforo Sánchez Rendón, director general de im-
puestos; el señor José María Franco Pinzón, administrador
general del tesoro; el doctor Francisco P. López Aldana,
director del crédito público, y el subsecretario de hacienda,
señor Rafael de Porras. En la de gobierno fueron conserva-
dos el doctor Isidro Arroyo y el señor Domingo Maldonado,
jefes de sección, y así en otras varias oficinas.
Para allanar la düicultad que presentaban las remocio-
nes, el congreso de 1849 dictó una ley 1.gualando el período __
de todos los empleados de libre nombramiento y remoción
del Poder Ejecutivo con el presidente mismo; de manera
que en el mes de junio siguiente a la posesión de éste,
debían hacerse nombramientos sin necesidad de causar
ofensa a los que los habían desempeñado. El sistema de
exámenes y aprobación necesaria en los aspirantes a des-
tinos públicos, y la prohibición de remover (excepto por
causas justas examinadas por el Poder Judicial) durante el
período· legal, a los titulares, daría a la vez que condiciones
de mejor servicio público, una garantía contra los abúsos
del espíritu de partido en los magistrados superiores.

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CAPITULO VIII

Primeros trabajos de la nueva administración. - Venta por mayor de


las existencia de tabaco de Ambalema. - Contrato de almacenes de
sal con el señor Miguel S. Uribe. - Pago de intereses de la deuda
exterior.-Discusión sobre el estado del tesoro público al principiar.
la nueva administración.

El fin del monopolio del tabaco trajo consigo una ope-


ración ocasionada a fuertes censuras en la prensa en 1849 y
a discusión en la cámara de representantes en 1850. Confor-
me a la ley de desestanco la siembra de tabaco debería ser
libre desde el lo de enero de 1850 y el comercio del artícu-
lo, es decir, la venta por mayor y por menor, desde ello de
septiembre del mismo año. En 31 de diciembre de 1849
quedaría en los estancos de todos los pueblos de la repúbli-
ca una existencia que, aumentada con el producto de las
siembras hechas por cuenta del gobierno hasta esta última
fecha, se calculaba que pasaría de doscientas mil arrobas: de
ellas algo mas de ciento cincuenta mil en Ambalema y en
los pueblos que surtían del de esta procedencia. Vendida
esa cantidad en competencia con el producto de las siem-
bras libres, sin poderse calcular el precio a que se pudiera
realizar en los distintos lugares, se daría origen a fraudes por
parte de los empleados, y en todo caso a pérdidas considera-
bles para el tesoro público, que ya había avanzado el costo
de producción y los de empaque y transporte a los pueblos
consumidores. En el mismo caso se encontraban los contra-
tistas de producción, dueños de casi todas las tierras de la
vecindad de Ambalema, en donde se cultivaba el artículo,
. pues, o no podrían hacer siembras en 1850, o tendrían que
vender las que hiciesen en ese año bajo la competencia de
las del gobierno: para salir de esta dificultad propusieron
comprar las existencias sobrantes del estanco en dondequie-
ra que estuvieren a principal y gastos más 50 por 100 sobre
el principal; proposición que juzgando la dirección de ven-

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tas equitativa y conveniente para ambas partes, acepfi> con
aprobación del poder ejecutivo. Así se salvaba un valor de
más de $300.000, se evitaba confusión en el manejo de la
renta, desmoralización de empleados y pérdidas para los
cosecheros; pero la oposición ciega que en esos días encon-
traba cualquier acto del gobierno interpretó las cosas de un
modo distinto. Se dijo que con esa venta se trasfería el
monopolio del gobierno a la poderosa casa de Montoya,
· Sá.enz & Cía; que los precios del tabaco subirían enonne-
mente, con perjuicio de los consumidores; que el poder Eje-
cutivo no tenía facultades para celebrar esa clase de contra-
tos; que con esta venta se imposibilitaba el poder ejecutivo
para pagar las deudas en especie que gravaban a la factoría
de Ambalema a favor de los señores Wilson, Schloss, de
Francisco Martín y Powlls, Illingworth y Co.
Afortunadamente, la buena reputación del presidente,
sus secretarios y los empleados de la dirección de rentas (el
. doctor Manuel Ancízar desempeñaba entonces esas funcio-
nes), que intervinieron en el contrato, no permitía la más
ligera duda acerca de la pureza de su conducta, contra la
cual no se hizo acusación alguna directa ni embozada.
El contrato, sin embargo, prestó materia para una acu-
sación contra ellos en la cámara de representantes de 1850;
pero con los datos que se suministraron sobre los pormeno-
res de la operación -entre ellos el de que todos los acreedo-
res en especie de la factoría habían sido previamente paga-
dos con las existencias mismas, a pesar de ser el monto de
esas deudas una suma de$ 130.000 y sólo$ 7-50 el precio
de cada quintal de la. mejor calidad, con que debían pagar-
se- la defensa del contrato fue tan clara y concluyente que,
el mismo general Joaquín Posada, el primero que había
denunciado como onerosa e ilegal la negociación fue tam-
bién el primero en declararse satisfecho de ella. Por una
gran mayoría, casi unanimidad, fue desechada la acusación.
Otro asunto que dio abundante materia a publicaciones
y a un reñido pleito ante los tribunales, fue el contrato
sobre "almacenes de sal de Zipaquirá en varias provincias de
la república", celebrado por el doctor Florentino González
durante su ministerio en la administración Mosquera, con el
señor Miguel Saturnino Uribe. Allí se ha,bía concedido privi-
legio a este señor para ser el único que pudiese llevar sal de
Zipaquirá a las expresadas provincias, se le otorgaba dere-

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cho para intervenir en la administración de los almacenes de
sal que deber(an establecerse en Cartago y Manizales y una
participación de cuarenta por 100 en las utilidades que se
obtuviesen de esta operación. No encontró el nuevo gobier·
no compatibles esas concesiones con la libertad de comercio
interior ni justificada la participación que en los productos
de la renta de salinas se concedían a un particular. Movido
por reclamos de la opinión pública, y principalmente de los
vecinos de !bagué y Ambalema a ...quienes se priv~ba de una
industria de que habían estado en posesión, el poder ejecu-
tivo mandó someter la legalidad de esos contratos al juicio
de la Corte Suprema, tribunal que en dos instancias los
declaró nulos.
La parte de la renta de salinas así cedida a un particular
no debía ser de poca consideración. Según los datos publi-
cados en la memoria de hacienda de 1850, las utilidades del
contratista tm sólo tres almacenes, en Honda, Popayán y
Piedecuesta, en los primeros ocho meses del año económico
de 1848 a 1849, faltando los datos relativos a los de Carta-
go y Manizales, ascendieron a $ 4.523. El señor Uribe de-
fendió lo que creía ser su derecho con un tesón y actividad
admirables; pero todavía "haf1ía jueces en Berlín".
Merece mención este incidente como la iniciación de
abusos cometidos en época reciente en la que las contribu-
ciones públicas, y principalmente las que recaen sobre un
artículo de primera necesidad, como la sal, son materia de
vergonzosas especulaciones en los Estados de la costa. No se
miraba entonces esa explotación de los impuestos públicos
con la frialdad con qúe en el día se le lleva a cabo.
Tampoco se miraba el crédito exterior de la repúbli<:a
con el desprecio en que desde .1880 ha caído entre noso-
tros. La administración Mosquera se había encontrado en
imposibilidad para satisfacer cumplidamente los dividendos
vencidos durante su período, probablemente a causa de los
gastos impend~dos en el fomento de la navegación a vapor
en el río Magdalena, la construcción proyectada de caminos
carreteros de Guarumo, sobre el río Magdalena, a Bogotá, y
de Cali al Pacífico, y la desgraciada obra del Capitolio Na·
cional, principiada en 1846 con tan vastas proporciones que
sólo Dios sabe cuándo podrá verse terminada.
En 1849 tampoco había medios de satisfacer al conta-
do los dividendos vencidos y no pagados; pero el secretario

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de hacienda propuso al congreso y éste aprobó, la emisión
de billetes admisible en 14 3/4 unidades de los derechos de
importación; forma de pago que nuestros acreedores acepta-
ron. En esta virtud se pagaron cerca de $ 460.000 corres-
pondientes a los intereses de cinco semestres de la deuda
exterior, que entonces sólo ganaba 1 .1/4 y 1 1/2 por 100
anual, incluyendo, por supuesto, los del año de 49 en curso
y los de febrero de 1850.
A pesar de las notorias circunstancias aflictivas del teso-
ro público fue este asunto de mucha discusión. Una muy
respetable comisión conservadora del congreso, compuesta
de los señores Juan de Francisco· Martín, Ignacio Gutiérrez
Vergara y José Ignacio de Márque~, ensayó, en repetidos
informes y publicaciones, probar que en lo de abril de
184~ había un superávit considerable en las cajas naciona-
les. Por más que esta pretensión haya de parecer absurda en
la historia de un país pobre; sin contribuciones bien organi-
zadas; nacido en medio de los despilfarros de la guerra de
independencia; abrumado siempre con una deuda interior y
exterior inmensa; deseoso de mejorar rápidamente su condi-
ción por medio de obras, raras veces bien meditadas, y las
más producto de ilusiones de la ignorancia; en gu~rra civil
casi permanente; el hecho es 'que esa pretensión del superá-
vit ha sido muy frecuente en nuestras administraciones, y es
uno de los síntomas de ese espíritu de partido furioso, in-
transigente, que entre nosotros llega hasta la demencia y
aun al idiotismo en ocasiones.
En 1849, en una época en que las rentas nacionales no
llegaban a tres millones de pesos, cuando acababa de hacer-
se una rebaja de casi veinticinco por ciento en la tarifa de
aduanas y de declararse libres de derechos de importactón
los efectos extranjeros que se importasen en el Istmo de
Panamá, de gastarse sumas considerables en la reacuñación
de moneda~ de baja ley, y en otros objetos, bien meditados
. unos, muy poco meditados otros (como el Capitolio y el
camino de Siete Vueltas del Magdalena hacia Bogotá), era
casi risible que se quisiera sostener la·existencia de un supe-
rávit, y esto por personas respetables, dos de las cuales ha-
bían ocupado altos puestos en el gobierno del país ·y el otro
debía ser en breve candidato a la vicepresidencia. Ese supe-
rávit se fundaba en puras suposiciones, pues la cuenta del
presupuesto y del tesoro correspondiente al año de 1847 a
1848 aún no estaba formada, y la de 1848 a 1849 se encon-
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traba en el primer año de la vigencia. Al formarse la cuenta
de 1847 a 1848, cuenta formada por empleados conserva-
dores, los señores Juan de Ujueta y Francisco Javier Caro, .
se encontró que arrojaba un saldo de gastos reconocidos y
no pagados de $ 409.027,87, y en la de 1848 a 1849 se
halló también que los recaudos efectivos apenas habían su-
bido a$ 2.528.845,60, en tanto que el presupuesto de ren-
tas del mismo año montaba a $ 3.378.193,80; es decir,
que en esa sola comparación se notaba un déficit de
$ 849.348.20.
Estas diferencias o apreciaciones equivocadas nada sig-
nifican, pero revelan un sentimiento hostil que no se detie-
ne en la falta de respeto a la verdad; sentimiento que, si así
domina a hombres eminentes, descubre cuáles serían las
pasiones de la masa del partido. No significa esta aprecia-
ción que la otra parte de la nación, los liberales, estuviesen
exentos de esa enfermedad, pues viviendo en la misma at-
mósfera y sometidos a iguales influencias, debían estar ani-
mados también de poca buena voluntad para sus adversa-
rios; la hago para mostrar en uno de sus desagradables y
perniciosos aspectos esa aspereza del espíritu de partido,
que no dulcifica en nada las ideas religiosas ni la educación
ni la convicción de solidaridad entre todos los hijos de una
misma patria; aspereza que, a mi ver, es uno de los más
fecundos orígenes de nuestros males, que se muestra en
todas las clases sociales, principalmente quizá en el clero
católico.

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CAPITULO IX

Las sociedades Democráticas. - La Sociedad de Artesanos de Bo-


gotá. -Disturbios en Venezuela.

La violencia del espíritu de partido empezó a mostrarse


con otras manifestaciones. Desde 1846 se había formado en
Bogotá una asociación de la clase de los artesanos sin carác-
ter alguno político en un principio, pero poco a poco fue
adquiriéndolo y en 1849 ya llegó a ser una fuerza respetable
en el movimiento d los partidos. En un principio tenía por
objeto prestarse auxilio recíproco en casos de enfermedad o
de muerte, establecer escuelas nocturnas en que se enseñase
a leer y escribir y dibujo lineal. El presidente de la sociedad
en 1848 era un zapatero, padre de familia, modesto, honra-
do, trabajador: llamábase Francisco Vásquez Guevara, y los
socios más notables, que podían ejercer y ejercíari influen-
cias sobre sus compañeros, eran los señores Ambrosio Ló-
pez Londoño (sastre, que fue también presidente de la So-
ciedad en 1849), Rudesindo Zuñer (sastre) Emeterio Here-
dia (herrero) y otros dos o tres cuyos nombres no recuerdo.
Más tarde se hicieron notables los señores .Miguel León
(herrero) orador fogoso, que en 1853 y 1854 mostró ideas
poco pacíficas, sobre todo de antipatía por la clase llamada
de los cachacos; José María Vega y N. Saavedra (zapateros).
También se habían enrolado en la sociedad y con el tiempo
adquirieron influencia notable dos militares, retirados en-
tonces, pero que desde 1849 volvieron a servicio activo, los
señores Valerio . Andrade y Antonio Echeverría, capitanes o
sargentos mayores.
En 1848, la Sociedad de Artesanos no se ocupaba de
política; en sus sesiones nocturnas se daba enseñanza de
lectura, escritura, aritmética y dibujo lineal. Atraídos por el
objeto simpf..,Ico de la institución, nos incorporamos en ella
varios jóvenes recién salidos de los colegios, que después
debíamos figurar en las luchas políticas: recuerdo los nom-

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bres de los señores José María Samper, Medardo Rivas, Car-
los Martín, Antonio María Pradilla, Januario Salgar, Prós-
pero Pereira Gamba y Narciso Gómez. Enseñábamos a leer
y escribir, y concurríamos con este objeto dos o tres veces a
la semana a las escuelas nocturnas. En 1849, después de la
inauguración de Jos nuevos mandatarios, la Sociedad se pu-
so de moda y era raro el liberal que no quisiese. inscribirse
en sus filas, principalmente los de las clases militar y de
empleados públicos. Empezaron a asistir a las sesiones per-
sonas que deseaban hacer notorias sus opiniones liberales,
para lo cual las llevaban hasta la exageración. Ya se había
olvidado el primitivo programa de la Sociedad; sólo se ha-
blaba de política y se hacían proposiciones extraordinarias
discutidas con calor como si ese fuese un cuerpo deliberan-
te. Pronto empezamos a notar que ya no se miraba con
simpatía a los miembros que habían recibido educación de
oolegio y usaban vestidos de mejor clase que la ruana y la
chaqueta, con lo cual cesó la concurrencia de estas perso-
nas.
En competencia con la Sociedad de Artesanos fue fun-
dada en 1849 la Sociedad Popular, compuesta en su princi-
pio de una reunión que, con pretextos religiosos, había for-
mado la Compañía de Jesús. Esta Sociedad mostró desde un
principio sentimientos fuertes de animadversión al gobierno
y a los liberales, con lo cual quedaron frente a frente dos
sociedades enemigas y dispuestas a irse a las manos en el
primer momento. Los señores Simón J. Cárdenas, Juan Ma-
lo, Juan Esteban Zamarra y otros, eran los inspiradores
principales de la asociación conservadora.
Había, pues, dos clubes antagonistas, dos hornos en
donde se levantaban hasta el rojo-blanco las pasiones del
odio y del combate, que pronto habían de encontrarse en el
campo de batalla.
La revolución de febrero en Francia había inaugurado
el régimen de los clubes políticos compuestos de la el~
popular, conocida allá con el nombre de Cuarto Estado, y
por imitación, como sucede con todos los grandes movi-
mientos del espíritu humano, se había iniciado entre noso-
tros. En Francia dieron por resultado el segundo imperio
napoleónico. Entre nosotros, como adelante se verá, se co-
rría el peligro de llegar, no al imperio, pero sí a una dictadu-
ra militar, que es lo mismo. Inmediatamente se pobló el
país entero de sociedades democráticas y populares; en Po-

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payán, Cali, Buga, Cartago, en el Cauca; en Cartagena, en
Santa Marta, Mompós, Panamá y otros lugares de las oostas
Atlántica y del Pacífico; en el Socorro, Pamplona, Cúcuta y
Ocaña, en Santander; en Tunja, Sogamoso y otros lugares
de Boyacá. Antioquia fue la sección de la república en que
hizo menos estragos esta epidemia, pero también se sintie-
ron. En todas partes tomó el clero católico, si no la inicia·
tiva, por lo menos participación más o menos descarada en
la formación de las sociedades conservadoras, dándole en
algunos lugares el nombre de Sociedad Católica.
Si no estoy equivocado, fue un delegado apostólico,
monseñor Baluffi, quien inspiró en Bogotá, en 1839, la
creación de la primera Sociedad Católica, que aunque oon
esta denominación quiere decir "Sociedad esencialmente
consagrada a los intereses políticos oonservadores", casi
como Sociedad democrática quiere decir "asociación desti-
nada a ex~tar el espíritu de resistencia a la autoridad y de
protesta contra J s de igualdades naturales o artificiales en-
tre los hómbres" .
Sin embargo, según mi impresión personal no son dañi- ·
nas todas las consecuencias de estas sociedades políticas; el
peligro en ellas consiste en la ignorancia de los que las rom-
ponen que por esta causa pueden ser fácilmente extravia-
dos a sentimientos coléricos y antisociales, pues es sabido
que la cólera y la desconfianza o la suspicacia son las ten-
dencias generales de los espíritus incultos, así como el do-
minio sobre las pasiones la primera muestra de lo que se
llama civilización. El otro peligro viene de la existencia de
un estado social de carencia de facilidades para vivir del tra-
bajo y proveer a las necesidades imprescindibles del hom-
bre. Así, en un pueblo en donde imperan los monopolios,
en el que una legislación viciosa crea obstáculos para el
ejercicio de las facultades humanas, como por ejemplo, los
altos derechos de aduana que restringen el comercio exte-
rior, los peajes excesivos en los caminos públicos, que son
obstáculos para el cambio en el interior; el abandono de los
caminos necesarios para facilitar este cambio; la mala distri-
bución de La propiedad territorial; la falta de seguridad para
los bienes de fortuna; en una palabra, todo lo que tiende a
despertar el descontento y a agriar los caracteres, es causa
de que en las reuniones numerosas fermenten esos gérmenes
y conduzcan a explosiones más o menos serias. En los tiem-
~p<>s de pérdida de las cosechas, de encarecimiento y escasez

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de los víveres, esas reuniones se producen espontáneamente
y dan frutos de actos de locura popular. Empero, la reunión
de los hombres en sociedad da resultados benéficos en mu-
chos casos. Da ocasión a sentimientos de benevolencia y
fraternidad; es un medio de difusión rápida de las ideas
nuevas y de los sentimientos sociales; corrige el egoísmo
estéril de los que huyen de la sociedad de sus semejantes, y
crea grandes fuerzas que, así como pueden emplearse en el
mal, convenientemente dirigidas conducen por lo general al
bien. Así, no se consideran funestas las grandes reuniones
que tienen por objeto la predicación religiosa (aunque a
veces sí lo son cuando no es sano el espíritu del predica-
dor), las de los teatros, las de las fiestas cívicas, las de las
escuelas y colegios, las de los mercados públicos, y en fin, la
aglomeración de las grandes ciudades que, en resumen, si
bien se considera, es una sociedad inconsciente de la cual se
derivan muchos bienes, con alguna mezcla de males, eso sí.
Quizá, más que causa de perturbaciones del orden público ,
los desórdenes que se atribuyen a las sociedades permanen-
tes son meras manifestaciones de una afección peligrosa del
orden social. El derecho de reunión es una de las condicio-
nes de la conservación de las libertades humanas y del buen
funcionamiento de las leyes, y el legislador debe mirarse
mucho al de~retar restricciones contra él. Odiado y temido
por ·los gobiérnos despóticos fundados en la usurpación vio-
lenta y encaminados a expropiación constante del trabajo
de .los hombres, el derecho de reunión funciona en paz y
con utilidad general en los países bien organizados. En In-
glaterra, Cobden obtuvo resultados admirables con la Liga
de los cereales, y los mítines numerosos son frecuentes para
objetos determinados en los casos de peligro para la buena
marcha de los intereses generales. Las logias masónicas exis-
ten en gran número en toda Europa y en los Estados Unidos
sin que se observe necesidad de reprimirlas: las enormes
asociaciones de obreros, cuyo número se cuenta por millo-
nes en los Estados U nidos, los Caballeros del Trabajo, los
Grangers o campesinos, no han producido basta ahora peli-
gros notables para el orden y sí resultados de benevolencia,
fraternidad y auxilios recíprocos.
Los desórdenes que resultaron en 1850 y 1851 de la
fundación contrapuesta de sociedades democráticas y socie-
dades populares y el despr~stigio qt•e sobrevino a ellas fue
resultado de la exager~.ción del espíritu de partido que, en

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parte por herencia del pueblo español, en parte por el furor
de la larga y sangrienta lucha de la independencia que presi-
dió a la formación de estas nacionalidades, ha quedado ino-
culado en nuestra sangre y en nuestros huesos; enfermedad
que es un deber de las generaciones venideras combatir sin
descanso. Para juzgar del estado de las pasiones en esos días,
basta leer los periódicos de ese tiempo. El Progreso, El Día,
La Civilización y El Misó foro, por una parte, El Suramerica-
no, el 7 de Marzo, por otra. Sobre todo el furor de los tres
primeros, redactados por personas de buena educación y de
talentos distinguidos, causa asombro. Eran hombres honra-
dos, excelentes esposos y padres de familia; pero parecían
preocupados con la idea de combatir, desacreditar tode lo
que partiese del gobierno, lo malo como lo bueno, buscan-
do en un trastorno del orden la vuelta al poder de que
habían sido desposeídos por el sufragio popular.
Como era natural, esos ataques dieron por resultado un
sentimiento semejante en el partido liberal y, por desgracia,
el de que alguno de los miembros del gobierno, el más
influyente de todos, el señor Murillo, diese protección y
considerase como uno de los medios de defensa la conserva-
ción y el aliento de la sociedad Democrática en Bogotá y en
los pueblos principales de la república. Esta era un campa-
mento en que los dos partidos esperaban con impaciencia la
hora de lanzarse en los combates a mano armada.
Los trastornos políticos en Venezuela fueron otro de
los motivos de discusión ardiente por medio de la prensa. Se
sabe que los sucesos ocurridos en Caracas el 24 de enero de
1848 -en donde una guardia organizada por el partido de
oposición al presidente Monagas en la cámara de represen-
tantes se trabó en lucha annada con el pueblo de las barras,
de lo cual resultó la muerte de dos o más miembros del
congreso-, fueron el origen de una guerra civil encarnizada.
Allí como aquí había pasado el poder público, después de
diez y seis años de posesión, de las manos del partido llama-
do oligarca a otro que se decía partido liberal. Vencida la
facción revolucionaria, los jefes de ella, los generales Páez,
Soublette y otros, se asilaron en Nueva Granada, acaso con
el intento de rehacerse e invadir a Venezuela por las ronte-
ras de Casanare y por las de Cúcuta. La administración, por
el órgano del señor Paredes, secretario de relaciones exterio-
res, atendiendo a los deseos del gobierno de Venezuela,

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ordenó la internación de los asilados·a una distancia pruden-
te de las fronteras y encargó a las autoridades de Cúcuta y
Arauca la vigilancia conveniente. Los internados, el señor
general Páez y el señor general Soutllette, próceres de la
independencia, fueron tratados con el respeto que mere-
cían, y a este último, que vino a Bogotá, el congreso le
concedió la pensión de su grado como militar colombiano
durante el tiempo que residiese en nuestro territorio.
A pesar de esta conducta moderada, los periódicos· de
oposición, que simpatizaban vivamente con los revoluciona-
rios vencidos, acusaban de inicuas y crueles las medidas que
el derecho de gentes imponía a nuestro gobierno. El triunfo
completo del de Venezuela y la prisión del general Páez,
hecho prisionero por las tropas del general Monagas, pusie-
ron término a estas censuras.

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CAPITULO X

Mejoras internas acometidas. - La 'carretera de occidente. - La


comisión corográfica.

La secretaría de mejoras internas inició por este tiempo


una que, aunque combatida también por los periódicos opo-
sicionistas, merece un recuerdo de gratitud especial: la cons-
trucción de la primera carretera, a la Mac-Adams, en la
sabana de Bogotá, entre esta ciudad y el término de la
explanada hacia el occidente, en una extensión de nueve
leguas: era también la primera en la república.
Aunque esta línea es toda horizontal, el suelo es flojo y
anegadizo, como que era el fondo de un antiguo lago, no
enteramente desecado· en el día, a causa de los derrames del
río Bogotá en los inviernos. El camino era, pues, un profun-
do lodazal durante las lluvias, y una sabana cubierta de
polvo en verano, de tan difícil tránsito, que, durante el
invierno, se empleaban hasta tres días -en recorrer las ocho
leguas que median entre Facatativá y Bogotá. El precio de
los víveres subía y bajaba con frecuencia de una manera
increfble; el tráfico se hacía todo a espalda de mulas; no
había un solo coche; apenas se arriesgaba uno que otro carro
en los veranos;· y las tierras de mejor éalidad no valían a más
de $ 100 la fanegada, y quizá no llegaba a $ 20 la de
terrenos inferiores en los lugares retirados del camino prin-
cipal.
La agricultura de la sabana era,.pues, muy incómoda y
difícil para los habitantes de la ciudad, por cuyo motivo
éstos tenían muy poca disposición a fundar allí establ~ci­
mientos mejor servidos; mas apenas se vieron nuevas facili-
dades de locomoción, los carros se multiplicaron rápida-
mente, coches cómodos empezaron a aparecer~ los pueblos
situados a lo largo de la vía experimentaron transformación
notable de un caserío de bahareque y paja con calles sucias
y estrechas a cómodas habitaciones de teja de dos pisos,

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principalmente en Serrezuela (hoy Madrid) y Facatativá.
Empezó la mejora de las razas de ganado con la introduc-
ción de reproductores ingleses de Durham y Hertford; la de
mejores semillas de papas y trigos con otras traídas de Tú-
querres y Europa, y aun la calidad de los pastos mejoró con
la propagación del carretón, del triguillo y algunas otras
variedades traídas del extranjero. En el término occidental
de la sabana fue fundado un hotel cómodo y bien servido
(el de los Manzanos); y un servicio de ómnibus dio allí un
descanso confortable a los pasajeros procedentes del Magda-
lena; ambas mejoras, debidas a! progresista espíritu del se-
ñor Guillermo París. El ejemplo cundió en todas direccio-
nes. Zipaquirá quiso comunicarse con Bogotá por otro ca-
mino igual; Soacha y Bosa no quisieron quedarse atrás, y a
la vuelta de diez y seis años Bogotá contaba con más de
treinta leguas de caminos carreteros a la Mac-Adams a su
rededor, que hubieran podido ser más del doble si las per-
turbaciones del orden en 1851 y 1854 no hubieran opuesto
obstáculo para ellos.
El camino de occidente fue contratado al precio de $ 4
vara, de suerte que las nueve leguas de su extensión ocasio-
naron un desembolso de cerca de $ 300.000, gasto que fue
censurado por los escritores de oposición como un derroche
imponderable. Es sin embargo una de las obras que han
subsistido, desarrollado un gran progreso e iniciado los tra-
bajos de vías de comunicación cómodas en toda la repúbli-
ca. El nombre del señor Victoriano de D. Paredes, secretario
de mejoras internas, a cuya tenacidad se debe esa iniciación,
quedará unido al recuerdo de ese beneficio duradero. Tam-
poco deberá olvidarse que esos trabajos fueron inteligente y
activamente dirigidos por los señores Alejo, Eustacio y prin-
cipalmente Evaristo de Latorre. Ellos emplearon constan-
temente cosa de mil obreros, a quienes, pagando un salario
superior al mezquino que era corriente en la sabana, deter-
minaron un alza de jornales (1) que mejoró algo la suerte de
los proletarios en la antigua provincia de Bogotá. Como al
propio tiempo empezaban a las orillas del Magdalena las
siembras libres de tabaco y las de pastos de pará y de guinea
para el engorde de los ganados, el alza de los jornales se
extendió pronto a toda la república; resultado enorme y
punto de partida de transformación social.
(1) De$ 0,05 a$ 0.10 diarios a$ 0,20 y$ 0,25.

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***
El mismo secretario, señor Paredes, contrató también,
en diciembre de 1849, con el entonces coronel Agustín
Codazzi y el doctor Manuel Ancízar, la exploración del país
y el levantamiento de cartas corográficas de las provincias y
de toda la república. El señor Ancízar debía además escribir
un viaje descriptivo del estado de civilización, riqueza, pro-
ducciones, costumbres e ideas dominantes en los diversos
pueblos que recorriera; trabajos de utilidad suma que, prin-
cipiados en enero de 1850 y continuados hasta 1853,. pare-
ce que han quedado paralizados. Hasta 1854, año en que el
motín militar de Melo interrumpió las exploraciones del
general Codazzi, los trabajos de la comisión corográfica ha·
bían tenido por teatro ~1 norte de la república, en las pro-
vincias de Bogotá, Tunja, Tundama, Vélez, Socorro, Pam-
plona, García Rovira, Santander (Cúcuta) y Ocaña. El doc-
tor Ancízar Uamado a tareas diplomáticas en 1852, alcanzó
a escribir un volumen que, con el nombre de Peregrinación
de Alpha, publicó la imprenta d~ Echeverría Hermanos; pre-
cioso libro ya agotado, en el que se encuentran descripcio-
nes de estado social y costumbres utilísimas para el hombre
de Estado. El jefe de la expedición corográfica, ocupado en
1854 en servicio militar, como jefe de estado mayor del
ejército del norte, en la campaña que el general Mosquera
dirigió desde Ocaña hasta Bogotá, continuó sus trabajos en
los Estados del sur y de la costa, y cuando se ocupaba del
estado del Magdalena, en 1860, la muerte le sorprendió casj
solo y sin recursos en el pueblo del Valle, perteneciente al
cantón de Valledupar. Con la misma suerte que su compa-
triota Colón, a quien un colaborador oscuro arrebató el
derecho de dar su nombre al continente recién descubierto,
sus trabajos geográficos y estadísticos salieron a luz con el
nombre de otras personas que no tuvieron en ellos más
intervención sino la de llevarlos ·a Europa para publicarlos
allí.
Esos utilísimos trabajos hubieran debido ser prosegui-
dos con constancia antes de lanzarse en la construcción de
caminos de hierro por líneas no exploradas, en' las que,
después de gastos enormes para nuestros recursos, se obtuvo
el resultado de no ser a propósito para el objeto, como la
del famoso ferrocarril del Carare. El general Codazzi estaba
dotado de una perspicacia singular para descubrir las rela-

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ciones de las diversas cuchillas de nuestras cordilleras aun a
través de bosques espesos. A él se debe, entre otros, el
descubrimiento del eslabón que· une, por medio de la mese·
ta de El Trigo, la cordillera secundaria de Quipile con la del
Sargento, eslabón que permitió trazar la trocha carretera del
Aserradero a Cambao sobre el Magdalena, que luego sirvió
para el transporte de los materiales del ferrocarril de la
sabana de Bogotá y d~l de Zipaquirá, y redimió de la inco-
municación en que estaban las poblaciones de Vianí y San
Juan de Río Seco con Facatativá, su mercado natural. La
actividad, resistencia física y valor a toda prueba dé que dio
muestra en las exploraciones de Venezuela y en las de este
país no tienen igual. Muy grande fue la pérdida que la
temprana muerte del general Codazzi ocasionó a núestra
patria. Después de Humboldt ningún viajero ha hecho des-
cubrimientos tan notables como él.

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CAPITULO XI

El cólera.

El año de 1849 fue cruel para las poblaciones de nues-


tra costa atlántica por la visita de un viajero despiadado: el
cólera asiático.
Procedente de Europa a los Estados Unidos, de Nueva
York vino a Colón en donde hizo -estragos entre los pasaje-
ros de California y la ciudad de Panamá. Luego pasó a
Cartagena y a Barranquilla, en donde el fiagelo se encarnizó
en los meses de junio y julio. Se dijo que en Cartagena
pasaron sus víctimas de 2.400, o sea la cuarta parte de la
población, que entonces no pasaría de 10.000 habitantes.
Según he visto en un número de El Día, de 1849, con
referencia a carta de Barranquilla de principios de agosto,
las víctimas en los diez y ocho primeros días de su aparición
pasaron de 600, o sea un término medio de más de 30 por
día, habiéndolo habido de más de 50. ¡Esto en una pobla-
ción que no pasaba de 6.000 habitantes! En general, se
calculó que entre las ciudades del litoral y las márgenes del
Magdalena hasta Honda, el azote había causado la muerte,
en tres meses, de más de ·20.000 personas. .
Según las noticias que publicó El Neogranadino de 28
~e septiembre de 1849, la mortalidad de algunas poblacio-
nes del bajo Magdalena, hasta el 30 de agosto del mismo
año, había sido la siguiente:

Barranquilla . . . . . . . . . . . . . . .
1.300 . . . . . . .
Mompós . . . . . . . . . . . . . . . . .
790 . . . . . . . .
San Estanislao . . . . . . . . . . . . . .
550 · . . . . . . . .
Cerro de San Antonio . . . . . . . . .
505 . . . . . . . .
Sitio Nuevo . . . . . . . . . . . . . . .
470 . . . . . . . .
Ciénaga . . . . . . . . . . . . . . . . . .
404 . . . . . . . .
Santa Marta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 320

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Remolino 200
Barranca Nueva 150
Tenerife 130
Piñón . . . . . . . . . 120.

Entre Honda y Ambalema la mortalidad fue muy gran-


de en los meses de enero y abril de 1850. Puede juzgarse del
terror despertado por una enfennedad desconocida en me-
dio de poblaciones esparcidas en los campos, sin recurso
alguno, en los momentos de esperanza que traía consigo la
libertad de las siembras de tabaco.
La reacción de alegría y contento de vivir después de
estos días de terror, a los quince de haber cesado la epide-
mia, parecería increíble. Yo desempeñaba en esos días la
subdirección de ventas y en cumplimiento de mi deber fui a
mediados de mayo a tomar razón del tabaco que existía en
los almacenes de la factoría de Ambalema, en los caneyes
del circuito de siembras y en el almacén de depósito de
Honda. El día de mi llegada a Ambalema se presentaron
otra vez dos o tres casos de cólera y al siguiente día debía
celebrarse la fiesta del Corpus. Con este motivo sugerimos
algunas personas al jefe político del cantón, señor Juan An-
tonio Samper, que prohibiese la procesión por calles públi-
cas con acompañamiento de matachines llamados allí cu-
cambas, y otros espectáculos que, como mesas de licores y
juegos de azar, se acostumbraban en esa población en los
días festivos. El jefe político dictó al efecto la prohibición,
publicándola por bando; pero a despecho de ella el cura
sacó la procesión fuera de la iglesia por las calles más ooncu-
rridas, los matachines se presentaron en gran número atra-
yendo una gran concurrencia, y las mesas de licores apare-
cieron en todas partes. La autoridad quiso hacerse respetar
con un pequeño número de auxiliares desarmados, pero fue
despreciada y atacada a pedradas y a palos. Al fin, sólo la
presencia del factor, coronel Antonio Rubio, con 'el resguar-
do de tabacos, y sobre todo de un hombre esforzadísimo y
de mucho influjo en la población, el señor Antonio Santos,
empleado en la casa contratista de Montoya Sáenz & Cía.,
pudieron hacer entrar en razón a la multitud empeñada en
convertir la celebración religiosa en escenas de licencia y de
alegría tumultuosa. Afortunadamente, la recrudescencia
que se temía de la enfermedad no pasó de diez o doce casos

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en ese día y el siguiente: el sábado y el domingo fue impo-
sible contener los bailes de candil y garrote ni las mesas de
licores y juegos de azar.
En Guaduas y Villeta, a 900 y 800 metros de altura
sobre el nivel del mar, fue ya menor la propagación de la
epidemia; pero si mis recuerdos no me engañan, en la prime-
ra de estas poblaciones no bajó de doscientos el número de
los atacados y no fue despreciable en la segunda. En Bogotá
empezó en los primeros días de marzo, luego que se supo la
muerte ocasionada por el cólera en Botello (ocho leguas
distante de la capital) del general Juan María Gómez, quien
venía de Antioquia a ocupar un puesto en el congreso. Se
ha negado por algunos médicos que esta epidemia hubiese
subido a Bogotá a la altura de 2.640 metros sobre el nivel
· del mar, y sostenídose que fue un mero colerín la afección
que reinó. Yo era inspector del Hospital de San Juan de
Dios, y además miembro de la Comisión de A~o y Salubri-
dad organizada por la Sociedad Filantrópica; visitaba todos
los días la sala de coléricos establecida en el hospital men-
cionado, y puedo dar testimonio completo sobre el asunto.
En mi concepto, es indudable que reinó la perturbación
atmosférica de la epidemia: las afecciones intestinales se
sintieron a un tiempo en toda la población, y pronto empe-
zaron los casos fatales: la primera persona conocida a quien
causó la muerte fue una señorita Beriñas, hija del coronel
Ramón del mismo apellido. No habiendo un local estableci-
do fuera de la ciudad para atender a los enfermos, fue pre-
ciso abrir una sala especial en San Juan de Dios, y allí
fueron tratados cosa de ciento cincuenta casos por el médi-
co de servicio, que lo era el doctor Ramón Morales Monte-
negro, y auxiliados por el padre García, sacerdote jesuíta.
Los síntomas observados fueron los siguientes: vómito
constante, deyecciones frecuentes de aspecto de agua de
arroz, calambres violentos, sed devorante, frío en las extre-
midades, color lívido en un principio, después azulado, hun-
dimiento de los ojos, demacración rápida, pérdida de las
fuerzas, y muerte a las veinticuatro horas y a veces a los tres
o cuatro días. En un principio no se salvó ninguno de los
atacados: a medida que principio el invierno, la enfermedad
pareció empezar a ceder de su violencia; al fin se salvaron
casi todos los atacados. El método curativo era sumamente
raro en los últimos días: los vómítos se contenían por apli-
caciones sucesivas de tártaro emético hasta una dosis de tres

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o cuatro granos en el día. Detenido el vómito empezaban
las señales de reacción favorable, seguidas de una convale-
cencia muy lenta.
Al fin fui atacado yo de los primeros síntomas, los que
logré dominar con tazas de agua de manzanilla y cinco gotas
de láudano cada hora, ejercicio constante en tres piezas
cerradas hasta que después de cerca de tres horas volvió el
calor y sobrevino una transpiración abundante. Entonces
tomé la cama; pero la debilidad que me acometió fue tan
grande que quince días después no pude levantarme y cami·
nar sino apoyado en el brazo de alguna persona. Evidente-
mente la epidemia estaba ya en declinación y el ataque
había sido benigno. No tengo duda alguna de que el cólera
subió a la altura de la explanada de Bogotá con todos los
caracteres que asume a la orilla del mar.
La población de la ciudad se había conmovido profun-
damente. Con el temor de la aparición de este huésped
terrible, la Sociedad Filantrópica, organizada el año ante-
rior, promovió mítines numerosos para obtener el concurso
del mayor número posible de personas en los trabajos que
se creían necesarios, como aseo de los muladares inmediatos
a los ríos y el de las calles ·e interior de las casas, prepara-
ción de hospitales y de asistencia a domiciUo. En estas reu-
niones se obtuvo promesa de contribuciones desde peque-
ñas cuotas basta $ 600 u 800 de los señores Montoya Sáenz
& Cía., el señor Ráimundo Santamaría $ 300, el general
López y otros menos. El coronel Alfonso Acevedo fue nom-
brado jefe de la Comisión de Aseo y Vigilancia, compuesta
de unas veinticinco personas, jóvenes casi todas, que bajo la
dirección de aquél acometieron la empresa de limpiar las
infectas orillas de los ríos de San Francisco y San Agustín,
las -de las calles, plazas e interior de las casas, saneamiento
de los caños y desagües y desecación de los pantanos inme-
diatos a la ciudad. A pesar de todo, juzgo que se gastó más
en fiestas de iglesia, rogativas, procesiones y arcos de flores; .
las comunidades de regulares y párrocos de las iglesias ofre-
cieron vender los ornamentos y vasos sagrados, si era nece-
sario, pero debo decir, en obsequio de la verdad, que con
excepción del ya mencionado sacerdote jesuíta García, no
vi en el Hospital a otro miembro del clero.
Merece mención el hecho de que el auxilio efectivo más
notable para asistir a los coléricos, fue el de la logia masó-

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nica de Bogotá, que envió a Cartagena todas sus colectas del
tesoro de los pobres, por una suma de cuatro ·o cinco mil
pesos. De la suscripción de la capital, que alcanzó a poco
más de $ 11.000, sólo fueron gastados en el aseo de las
.calles y otros preparativos sumas que no llegaron a$ 1.500.
En esos días predominaba entre las autoridades cientí-
ficas la idea de que tanto el cólera como otras enfermedades
epidémicas se transmitían por la atmósfera, mucho más que
por el contacto de cuerpo a cuerpo. En consecuencia, se
juzgaba inútil el empleo de las cuarentenas y de los cordo-
nes sanitarios, los cuales, se decía, son un embarazo para el
comercio y una causa de encarecimiento de los víveres, más
a propósito para reagravar los sufrimientos de las clases po-
bres que para prevenir la propagación de la enfermedad.
Esta opinión, sostenida por un extenso y luminoso informe
de la Junta General dt Sanidad de Londres, circulada con
profusión por el gobierno británico a todos los países del
mundo, sirvió de base a una ley expedida por el congreso de
1850 sobre abolición de las cuarentenas, ley que estuvo
vige~te en nuestro país durante muchos años. No parece
haberse confirmado esta teoría en la experiencia del último
medio siglo, y el hecho es que las cuarentenas subsisten en
muchos paí~s no sólo para c~mbatir la propagación de las
enfermedades humanas sino también para las que sólo son
propias de los ganados. Sea lo que fuere, lo que sí parece
indudable es la mayor eficacia del aseo ·en las oostumbres
individuales y en las aglomeraciones de población oomo me-
dio preventivo de las grandes epidemias: la viruela, la fiebre
amarilla, el tifus, el cólera y últimamente la elefantiasis y la
peste negra o peste bubónica que, afortunadamente, no ha
hecho todavía su primera aparición en las oostas de Améri-
ca.
La salubridad pública es evidentemente una necesidad
ro lectiva que no puede satisfacerse por los esfuerzos indivi-
duales ni por la acción de un gobierno centralizador en los
países de extensión considerable. Pertenece esencialmente
al orden municipal este servicio público, y para ello debiera
darse a las corporaciones locales más libertad y más derecho
para imponer contríbuciones de las que han tenidO hasta
ahora. Provisión abundante de agua para los pueblos, la
potable de buena calidad y pureza; medios de destrucción
de las basuras; aseo en las calles, plazas y alrededores; alum-

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brado público; escuelas; policía de seguridad; asistencia a los
menesterosos incapacitados para trabajar; todo esto debiera
ser materia de atención más detenida en casi todos los paí-
ses del mundo. Sin embargo, ésta es la parte en que la
organización política de los países, aun los más adelantados,
está más atrasada. Inútil es decir que entre nosotros lo está
de la menera más lamentable, principalmente por las preo-
cupaciones de centralismo que nos legó la metrópoli, contra
las cuales ha sido hasta ahora ineficaz la obra de la indepen-
dencia. El distrito parroquial, la primera unidad, la primera
piedra del edificio llamado nación, no es todavía un cuerpo
viviente cuya existencia esté reconocida y protegida como
debiera estarlo, con la intuición de que su crecimiento y la
oomodidad de la vida entre sus habitantes dependen del
concurso de todos para pr;oporcionarse los bienes que la
asociación promete. Una vez fijados los límites de un distri-
to debieran ser inviolables para que se oomprenda bien la
comunidad de intereses. Los negocios adscritos a su admi-
nistración, deben ser permanentes y bien definidos. La aso-
ciación de dos o más distritos entre sí, llamados entre noso-
tros en otro tiempo cantones, debiera ser igualmente inalte-
rable y sus atribuciones fijas y bien conocidas; pero entre
nosotros han sido siempre más respetados los intereses o los
caprichos de un gamonal que los de todo un pueblo: los
límites de los distritos han estado sometidos a las necesida-
des eleccionarias, no de un partido siquiera, sino de algún
ambicioso vulgar, y las decisiones de los cabildos, a la volun-
tad caprichosa de un alcalde o de un gobernador. Por eso se
observa que en las inmediaciones mismas de Bogotá son
raras las poblaciones provistas "de agua potable, calles asea-
das, comodidad en los mercados y locales de escuelas higié-
nicos, aseados y cómodos. Lejos de las ciudades, las costum-
bres de las poblaciones rurales son más descuidadas aún. El
principio de la división del trabajo, de la separación de ocu-
paciones, que da resultados tan admirables en los trabajos
industriales, es el que debe aplicarse a las corporaciones
políticas y en general al ejercicio del poder público. Esa es
la descentralización, que aplicada a la organización nacio-
nal, se llama la federación.

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CAPITULO XII

Estado social. - Costumbres.

Antes de engolfarnos en el movimiento político inicia-


do el 7 de marzo de 1849, es conveniente recordar algo de
lo que eran el estado social y las costumbres privadas de la
capital de la república. No era Bogotá, como es hoy, el
centro principal de cultura de nuestro país. Cartagena y
Popayán parece que eran entonces las ciudades más adelan-
tadas. La primera por haber sido, durante la colonia, el foco
comercial y político más importante, adonde afluían los
galeones que transportaban ·a la Península los tesoros del
Nuevo Mundo; y la segunda por haberse establecido en ella
desde tiempos remotos la8 pocas familias aristocráticas que
hicieron residencia ~n el Virreinato. Con excepción de la
familia Lozano, hoy extinguida, en quien estaba vinculado,
con grandes extensiones de fincas ·territoriales en la sabana,
el marquesado de San Jorge, y de la de Caycedo, que era
dueña de una posesión inmensa en el Tolima, aunque sin
título nobiliario, todas o casi todas las que hoy son grandes
·haciendas en la sabana de Bogotá y en las faldas de la cordi·
llera que la rodea, pertenecían o habían pertenecido a las
comunidades religiosas de los jesuítas y de los conventos de
monjas y de frailes. En la ciudad sólo la calle de la Carrera
daba testimonio, por algunas casas de gran estilo, de que en
ella habían vivido familias acomodadas. Así, el caserío, en
los años de 1840 a 1848, era muy inferior a lo que es hoy, y
talvez no había diez casas cuyo arrendamiento pasase de
cincuenta pesos mensuales. Entre las de diez y veinticinco
pesos vivían las nueve décimas partes de las familias bogo-
tanas, y el servicio que bastaba en esos tiempos se compo-
nía de las siguientes piezas: una sala de recibo, tres o cuatro
alcobas estrechas, comedor casi siempre oscuro, cuarto para
criadas, cocina, despensa y a lo más una carbonera; dos
patios y un gran solar. No eran frecuentes las habitaciones

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provistas de alberca con agua corriente, e~cusados y caballe-
riza. El valor de las casas ordinarias oscilaba entre mil y diez
pesos, y este último se refería a casas de un piso alto en las
calles más frecuentadas de la ciudad, que eran entonces la
de San Juan de Dios desde la del Comercio y dos cuadras
hacia 'el oriente, hasta el puente de ~an Victorino, y las tres
del comercio llamadas calles reales.
Las doscientas hectáreas ocupadas por el caserÍQ, que
hoy representan más de treinta millones en oro, probable-
mente no valían en 1847 la décima parte. Hoy vale desde
dos hasta doscientos cincuenta pesos el metro cuadrado en
el área edificada y un precio de veinte pesos cada metro en
término medio; .entonces no se computaba siquiera por me-
tros el valot: de la tierra edificable.
· Los señores Juan Manuel y Manuel Antonio Arrubla
fueron los primeros que iniciaron de un modo serio la cons-
trucción de casas cómodas y elegantes, movimiento que to-
mó algún vuelo con la veJiida del arquitecto inglés, señor
Tomás Reed, en 1845, quien desgraciadamente se trasladó a
Quito de~e 1855 o 1856.
El mueblaje guardaba proporción con el aspecto y co-
modidad de la casa. Canapés forrados en zaraza, a veces en
una fuerte tela de lana verde o roja, llamada filipichín, en
muy raras ocasiones en damasco de' lana y seda; taburetes
de asiento de vaqu~ta con espaldar pintado de colores, o sea
guadamesí; mesas fuertes de cedro, redondas, en la mitad de
la sala; camas forradas en cuero sin curtir; grandes sillas de
brazos con espaldar de vaqueta múy labrada, representando
las armas de España, sombreros de cardenal o de rey; espe-
jos pequeños y el indefectible biombo en la alcoba prin-
cipal: estos muebles, digo, constituían el adorno de una
casa~ En lo generai, el servicio era de ·toza cocida en la
fábrica del doctor Nicolás Leyva; pero en cambio todavía
quedaba abundancia de plato.s, jarros, cucharas, tenedores y
bandejas de plata, escapados en los conventos de monjas a
las requisiciones españolas o patriotas de los tiempos de la
guerra de la independencia; artículos que en los tiempos
modernos han ido a parar a la Casa de Moneda para su
acuñación. ·
Los capitáles de los personajes más acaudalados nunCa
llegaban al guarismo de medio millón de pesos, suma que.
sólo se achacaba al. señor FranCisco Montoya, a don J9a-

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quín Escobar, al señor R~desindo Galvis, de Cúcuta; a don
Joaquín Mier, de Santa Marta; a don Pedro Vásquez, de
Medellín, y talvez a don Rain;mndo Santamaría. Cincuenta
o sesenta mil pesos era el desiderátum supremo de los traba·
jadores; suma despreciable en el día, a pesar de los malos
tiempos de demagogia y anarquí,a, que, se dice, y en ocasio-
nes es verdad, hemos atravesado en los últimos cincuenta
años. Doscientos o trescientos mil pesos .elevaba!l a la con-
dición de potentado. La quiebr~ del afamado negociante
doctor Judas Tadeo Landínez en 1841, cuyo pasivo subía a
más de tres ~iliones de pesos, debió de ser una espantosa
catástrofe, semejante a la Low en Francia, ahora dos siglos:
pero es verdad que en esos días había reinado una epidemia
de negociaciones y contrataciones, originadas en su princi-
pio por contratos con el gobierno, como no ha tornado a
verse en este país, ni aun en los últimos quince años.
Las propiedades agrícolas eran todavía de grande ex-
tensión. Las de la sabana, algo divididas en el día, asumían
extensiones de mil, dos mil y aun tres mil fanegadas. Toda-
vía ~ntonces se acostumbraba poco hacer medir y levantar
el plano de las tierras. La grande hacienda de' Las Monjas,
perteneciente a las de Santa Inés, todavía estaba arrendada
en 1861 por cuatro mil pesos anuales; dividida hoy entre
unos diez y seis propietarios, sería preciso pagar más de
cuarenta mil pesos de arriendo anual por todas sus partes.
Conozco una hacienda vendida en .1855 por veinticuatro
mil pesos, que representa en la actualidad más de medio
millón con mejoras de muy poca consideración:
Empero, el producto del trabajo agrícola debía de ser
miserable. Hasta 1847 o 1848 no pasaba de ochenta centa-
vos el valor de la arroba de carne, otro tanto el de la carga
de papas, cinco o seis pesos la carga de trigo, dos a tres
pesos la de miel (en el mercado de La Mesa) y un peso más
en Bogotá, dos o tres pesos la carga de maíz, un peso la
arroba de mantec.a (que antes de la introducción de laman-
teca americana valía veinte pesos en esta ciudad), .ochenta
centavos la arroba de queso, y así lo demás. Se exportaba el
azúcar de· Guaduas a Europa, prueba de que su precio debía
ser muy ruin, y en efecto no llegaba a un peso la arroba en
la altiplanicie. Un novillo gordo valía de veinticinco a trein-
ta pesos, y flaco, traído de los llanos de Ca.sanare y del
Apure, no más de diez o doce. Las mulas de carga no se

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pagaban a más de treinta pesos, por lo cual podía exportár-
selas a Venezuela, y hasta las Antillas. El cacao valía de ·
cinco a seis reales el millar (cuatro libras), y en las jamoas
de una tienda pequeña contigua a la Librería Colombiana,
pude leer ahora pocos años un aviso manuscrito que decía:
"¡Cacao de Cúcuta superior a tres reales millar! " Y creo
tener recuerdo de que por los años de 1835, se compraba
por dos y medio centavos una docena de huevos; prueba de
que el proverbio vulgar para expresar un deseo de imposible
realización: "Pollo gordo y de a cuartillo", tuvo su origen
en la realidad de otros tiempos.
Los salarios, tanto los agrícolas como los de trabajos
domésticos, eran insignificantes. En las haciendas de la saba-
na no era raro el caso de que se Jimitara a la mera alimenta-
ción del peón; cinco centavos diarios era lo más común, y
en los casos de escasez de brazos en tiempo de cosecha, diez
centavos. La alimentación no comprendí~ carne, pues no
pasaba de mazamorra con tallos y habas y chicha. Se puede
creer, sin embargo, que esta remuneración tan escasa se
refería a los agregados o peones que disfrutaban de la con-
cesión de cultivar por su cuenta un pedazo pequeño de
tierra sin pagar arriendo. En el servicio doméstico no se
pagaba más de cincuenta o sesenta centavos mensuales a
una sirvienta común, un peso veinte centavos a una coci-
nera, un peso sesenta centavos a un sirviente, ochenta centa-
vos a un peso a una costurera, y así lo demás. Subsistía aún
la esclavitud, y esto explica la ruindad de los salarios. En las
tierras frías no se trabajaba la tierra con esclavos, pero sí en
las calientes, principalmente en los trapiches. Una cocinera
valía de cien a doscientos pesos, y cien pesos el precio
ordinario de un esclavo sano y robusto, que en los tiempos
a que .me refiero - 1840 a 185o- no debía tener menos de
veinte a treinta años, pues desde 1821 eran libres los partos
de las esclavas. Los viejos o enfermos inútiles eran presenta-
dos a la manumisión.
Las costumbres privadas debían de ser, pues, más que
modestas, a juzgar por la medida actual. Trajes de zaraza en
las señoras y ·en las señoritas; de muselina de lana para los
bailes, zarcillos grandes de oro, zapatos de eordobán y pa-
ñuelo de algodón en el pecho. Uno de seda pasaba de gene-
ración en generación, quizás hasta la tercera. Los trajes de
los hombres no eran más fastuosos: sombrero jipijapa de
Bucaramanga o Zapatoca, capote de calamaco de colores

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subidos, a·las veces forrado en bayeta, gran chaqueta amplia
de cerinza, chaleco muy largo, pantalón de cerinza o de
paño ordinario, botines o zapatos de cuero de venado o de
soche. El traje invariable de las señoras para salir a la calle
era: enagua de alepín, tela negra de lana; mantilla de paño,
sombrero de huevo frito, de armazón de cartón, forrado en
felpa negra de algodón o de seda, que imitaba la figura de
aquél, y zapatos de paño o de cordobán. Los botines ex-
tranjeros, usados universalmente hoy, eran enteramente des-
conocidos. Ninguna señora se hubiera atrevido a usar me-
dias de color, cosa exclusivamente reservada para el arzobis-
po. Por supuesto, en las familias que se llamaban ricas la
vestimenta podía ser mejor, y la iniciación a las modas ex-
tranjeras, que principió con la llegada de madame Gautron,
modista francesa , consistía principalmente en unos grandes
globos almidonados en la parte superior de las mangas; mo-
da que censuraba mucho en sus sermones el doctor Marga-
no, pero encontrándoles siquiera la ventaja de que con ellos
no podían dar el brazo las señoras a los cachacos. La cos-
tumbre de dar el brazo a las señoras era muy general, y por
lo común se le daba a dos. una a cada lado, con lo cual, en
nuestras calles estrechas, era preciso retirarse hasta el caño
para darles el paso.
Los alumnos de las escuelas y colegios eran muy poco
favorecidos en este aspecto. Chaqueta y calzones de tela
fuerte de algodón;· zapatos sogamosos, llamados así por ser
fabricados en el lugar de este nombre, sin horma y sin aten-
ción al pie derecho· o izquierdo, qu~ se vendían en cajetas
de medir granos, de las cuales se escogían los que más se
acercaban a la proporción de pares para cada persona; som-
breros de paja cuyas alas comparaba un escritor de costum-
bres de esos tiempos a las banderas de Pizarro, y nada de
medias, calzoncillos y corbata.
Las comidas no eran a propósito para despertar apeti-
tos golosos. Una sopa de arroz muy clara al almuerzo, cono-
cida por los estudiantes con el nombre de macho rucio, o
un ajiaco de plátano guineo verde, algo de carne y papas
fritas: huevo frito y empanadas el domingo, agua de panela
y vaya usted con Dios, formaban el almuerzo. Constituían
las once una gran taza de leche y un gran bizcochuelo de
sagú, que costaban dos y medio centavos. Puchero, arroz
seco adornado con grandes ristras de ajos, caldo de la olla,

BANCO DE lA REPUBLICP.. 101


1 LIOTECA LUIS·ANGtl ARANGO
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panela raspada y ·pare usted de contar, llenaban el menu de
la comida de las diez y nueve vigésimas de los hogares. En
cambio, eran interminables los platos que se servían en las
comidas de ceremonia o en los ambigús, palabra que ha sido
reemplazada por la de lunch, si bien muy poco usado en la
actualidad el objeto a que se referían. ¡Cómo salían a relu-
cir la cazuela del chupe, las bandejas de cangrejos rellenos,
los solomos de puerco anegados en manteca, cebollas y to-
mates, las gallinas, patos, conejos y pavos mechados o en
otras preparaciones! Sobre todo la interminable lista de
postres, desde la leche cierna, los huevos chimbos y la sopa
borracha, hasta el famoso mergido y el postre de don Anto-
nio Castr<:>; de 'todos los <:uales era necesario agotar el plato
que con agasajo especial enviaba la señora que presidía la
mesa y repartía las viandas! Los actuales vinos de ocho y
diez pesos la botella eran desconocidos del todo. Se acos-
tumbraba apenas una pequeña copa de Jerez c;>rdinario de-
nominado vino seco para los hombres y vino dulce para las
señoras. Alguno que otro ricachón usaba ya el Burdeos con
el nombre de vino tinto, si era de calidad ordinaria; si con
pretensiones a calidad fina, entonces se llamaba tapa larga,
por las dimensiones del corcho que cerraba la botella. El
uso más general del vino era en fricciones sobr~ las sienes y
detrás de las o~jas, a las personas débiles o anémicas, pues
se reputaba demasiado fuerte para el estómago de una per-
sona sana. Empezaba a introducirse el brandy, del que dos o
tres botellas eran suficientes en un baile de veinte parejas, y
el precio del reputado superior no excedía de un peso sesen-
ta centavos. Horchata, naranjada, agua de mora y aloja, eran
las bebidas refrescantes repartidas en los bailes. La aloja,
bebida fermentada de maíz tostado y panela, con clavo y
nuez moscada, preparada por las monjas, era reputada bebi-
da de gran tono.
Según mis recuerdos, no se ofreció cerveza al público
en establecimiento permanente hasta 1841 o 1842, por el
señor Francisco Stevenel, fundador de la fonda de La Rosa
Blanca. Los campesinos acudían a pedir un vaso de espumi-
ta, nombre popular de la bebida, y para los estudiantes eran
una diversión los visajes del que la tomaba por primera vez,
llevándose la mano . a la nariz como para impedir que se
arrancara, sensación que casi todos experimentaban. Entre
la clase campesina tuvo pocos prosélitos en un principio, La
chicha del judío, la de la niña María-chiquita, la corcovada,

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la del soldado y otras, tenían una reputación muy estableci-
da contra la cuar tardó muchos años la cerveza en luchar
con buen éxito, pues un vaso de cerveza no podía venderse
por menos de medio real, mientras que en ocasiones cuatro
bo.tellas de chicha sólo valían dos y medio centavos· o un
cuartillo, como se decía entonces.
Las chicherías abundaban en la Plaza de Bolívar o de la
Constitución (como se la llamó hasta 1846, cuando fue
inaugurada la estatua del Libertador), en la tercera calle del
comercio, en la de Florián, en donde en lugar del almacén
del Gallo se ostentaba uno de los más famosos lugares de
expendio del vino amarillo: El uso de él era tan general, que
no era tranquilo el espectáculo de las calles en las tardes del
viernes, pues las riñas pululaban por todas partes. Las chi-
cherías eran sucias, oscuras, y en ellas sólo se expendía,
además de la chicha, manteca en grandes sartas, piezas de
carne de marrano crudas o ya cocidas, manteca, pan negro y
mogollas, leña y carbón. Se expendía la bebida popular en
totumas coloradas y no en vasos limpios como hoy. A ese
gran consumo contribuía la abundancia de indígenas due-
ños de resguardos que venían a expender sus víveres a la
capital, la concurrencia de los cuales envilecía el precio de
"los víveres y anulaba la recompensa de su trabajo personal.
Autorizados para enajenar sus resguardos en 1838, inmedia-
tamente los vendieron a vil precio a los gamonales de sus
pueblos, los indígenas se convirtieron en peones de jornal,
con un salario de cinco a diez centavos por día, escasearon
y encarecieron los víveres, las tierras de labor fueron con-
vertidas en dehesas de ganado, y los restos de la raza posee-.
dora siglos atrás de estas regiones se dispersaron en busca de
mejor: salario a las tierras calientes, en donde tampoco ha
mejorado su triste condición. Al menos, sin embargo, ha
oontribuído a la fundación de esas haciendas notables que
pueden observarse en todo el descenso de · las cordilleras
hacia el sur y el suroeste, hasta Ambalema, en donde grJn
parte de ellos fue víctima del cólera en 1850 y de la fiebre
amarilla desde 1856 hasta 1865.
Volviendo a la ciudad de Bogotá, recordaremos que el
servicio municipal era casi nulo en los años de 1840 a·1848.
No había enlosado en las aceras de las calles, excepto en las
tres del comercio; faltaba empedrado en muchas; el agua de
los caños, que corría por la mitad de ellas, encargada de
arrastrar a los ríos de Sari Francisco y San Agustín las basu-

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ras de las casas, se regaba a uno y otro lado formando pozos
pestilentes que embarazaban el paso; no había alumbrado
sino en las tres del comercio, y eso de tal naturaleza que
solo servía, como en España, para hacer visibles las tinie-
blas, y esto a tiempo que las ventanas salientes de las casas
creaban un tropezadero peligroso en las noches oscuras. El
Pecado Mortal, hombre cubierto con bayetón, montera,
sombrero disforme y con un farol de vidrios encarnados,
recorría las calles, haciendo sonar una campana de manera
tan triste y desacompasada que a los muchachos y mujeres.
ponía pavor, como un fantasma o vestiglo de esos que asus-
taran al mismo Don Quijote. Centenares de burros recorrían
las calles buscando los restos de las cocinas detenidos en los
caños, y hacían su mansión principal en la Plaza de Bolívar,
que era la del mercado. El servicio de aseo y agua potable se
hacía por centenares de aguadoras sucias y abrumadas por
la tarea d.e cargar incesantemente múcuras de barro medio
cocido a las casas, pues muy pocas de éstas eran servidas por
las cañerías. Los acued.uctos, en gran parte descubiertos,
dejaban mezclar con el agua que se consideraba potable
todas las suciedades de los solares y calles que atravesaban,
de suerte que la que se bebía era de la peor calidad posible.
El descubrimiento del "chorro de Padilla'' s'e hizo en 1862,
y sólo desde ese año hay una agua siquiera clara. En esta
materia es universal en nuestro país el abandono de las
poblaciones, de suerte que, siendo hereditario este descui-
do, se puede creer que en España no ,se bebía agua en los
tres siglos de duración de la colonia, pues creo que hoy sí se
bebe, en. Madrid a lo menos..
El desaseo de las calles y la enormidad de los muladares
no dejaban nada qué desear. Cuando en 1850 invadió el
cólera a Bogotá, y con ese motivo se pensó en algo de
limpieza, en pocos días fueron extraídas 160.000 carretadas
de basura para abono de los potreros de. la Estanzuela y
Aranda. No había carros ni otro medio de transportar mate-
riales de construcción, muebles y víveres sino por medio de
mozos de cordel que, por estar estacionados en gran núme-
ro en los atrios de las iglesias, eran conocidos con el nombre
de altozaneros. Estos y las aguadoras, o ~guateras, como se
las llamaba vulgarmente, formaban un gremio tempestuoso,
que en las chicherías: alrededor de las fuentes públicas y en
la plaza de mercado levantaban grescas terribles en que al
lado de las pedradas volaban los tiestos de múcuras rotas y

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vocerías tales, que más valiera no tener orejas, así como el
paso de los caños hacía desear a los bogotanos no tener
narices.
Cuando merced a los trabajos de los Mac Allister,
Thonson y Moncreafs, los primeros fabricantes de carros
(en el lado noroeste del Puente Nuevo), empezaron a em-
plearse éstos en las calles, quedaron sin empleo los mozos
de cordel, una parte de ellos se tornó en pordioseros y el
resto tomó el oficio de carreteros o de peones a jornal en las
haciendas. Otro tanto sucedió con las aguadoras. Luego,
que con la introducción de tubos de hierro, en 1887, pudie-
ron proveerse de agua un poco menos sucia algunas casas de
esta ciudad. El número de pordioseros que en 1868 y 1870,
casi había desaparecido, a esfuerzos de la Junta de Benefi-
cencia, presidida por el señor Juan Obregón, con el asilo de
San Diego, tomó a aumentarse con estos nuevos brazos sin
ocupación.
A este respecto debe recordarse que la mendicidad, ras-
go distintivo de todas las poblaciones españolas, y sus des-
cendientes en América, era, como aún es, eminente en Bo-
gotá; pero en los años de 1840 a 1850 había llegado a ser
insoportable. De día, golpeando en las puertas y llamando
en las tiendas de comercio; de noche pidiendo en las calles,
y principalmente los sábados, día señalado por algunos
hombres compasivos para repartir sus limosnas, era un es-
pectáculo triste el de las bandadas de pobres, cojos, mancos,
ciegos, tullidos, que imploraban la caridad pública, procu-
rando excitarla con los olores más espantosos de úlceras y
suciedad cultivadas, en ocasiones, exprofeso.
Algo mejoró esta situación con tres acontecimientos
felices que reanimaron algún tanto las industrias y principal·
mente la agrícola. La construcción de la carretera de occi-
dente, que repartía salarios, subiendo al doble la tasa de
éstos, a cosa de mil jornaleros; la introducción de semilla
tuquerreña, más productiva y libre de la enfermedad de la
mancha, en el cultivo de la papa; y la propagación del trigo
barcino, menos expuesto que las semillas antiguas al polvi·
llo. Estas tres cosas comunicaron actividad a los negocios y
fueron el origen de algunas fortunas.
La prostitución descarada y el contagio de las enferme·
dades venéreas, era otro lunar triste de la poblacióQ bogo-
tana. Debía ser muy grave esta epidemia cuando un gober-

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nador, notable por su actividad y energía mandó recogerlas
y expulsarlas a los·llanos de oriente, despoblados entonces y
erigidos luego en "Territorio de San Martín". Recuerdo con
este motivo una frase espiritual y filoSófica del doctor Mi-
guel Tovar, abuelo materno del actual vicepresidente de la
república: "Esa medid·a tiene un inconveniente, entre otros,
y es que cuando falta el ejército permanente se llama al
servicio la guardia nacional". El presidente de la república,
general Mosquera, mandó crear un hospital de enfermeda-
des venéreas en Tocaima, destinado a la guarnición de la
capital.
La gente parecía más alegre ahora medio siglo que en la
actualidad. Entre las diversiones populares figuraban en pri-
mera línea las fiestas que anualmente se celebraban en to-
dos los pueblos en recuerdo del Santo Patrón. No se reducía
esa celebración a fiesta religiosa, como en la actualidad,
diversificada apenas con algunos cohetes en el atrio de las
iglesias. Empezaba por vísperas de fuegos artificiales, y des-
pués de la ceremonia o procesión religiosa, seguían anima-
dos encierros, preliminar de las corridas de toros en la plaza
pública, en los que tomaba parte toda la población. Estas
fiestas duraban ordinariamente tres días, con no poca fre-
cuencia ocho. Para el efecto se levantaba cerca de palcos
alrededor de la plaza, se construían tablados sobre la cerca,
y debajo de éstos se establecían cocinas y ventas de comidas
preparadas, principalmente de cenas compuestas de ajiaco,
de papas, pescado frito, rostros de cordero, ensalada de
lechuga. y cerveza o chicha; cenas de que participaban todas
las clases de la sociedad. Mesas de juego de lotería, cachi-
mona, primera, veintiuna, etc. Juegos de bolo y turmequé
se establecían en las afueras de las poblaciones, acompa-
ñados de toldos en que se ofrecía guarruz, masato, cola-
ciones diversas y también bebidas menos inofensivas. Bailes
populares en las plazas y lugares públicos; bailes privados en
las casas, divididos en tres categorías: de señoras, de cintu-
reras y de candil y garrote; éstas demasiado expresivas en su
solo nombre; pero las segundas eran reuniones en que pre-
sidía la decencia y solían ser frecuentadas por los jóvenes de
la primera clase, lo que concurría a mantener buenas rela-
ciones entre las clases de ta sociedad. Bandas de matachines
salían a recorrer las calles y eran la delicia de los mucha-
chos. Bosques·se levantaban en las esquinas de la plaza, en
algunas de las cuales se exhibían animales salvajes, plantas

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raras, flores no cultivadas de las montañas vecinas; y en
otras, mesas de títeres, con representación de las costum-
bres y a veces con una crítica de los caracteres raros del
pueblo en que no faltaba chispa y observación verdadera.
Los presos de la cárcel, entonces no poco numerosos, pues
aún existía la prisión por deudas y los procedimientos con-
tra los 'vagos -empleados en no pocas ocasiones, contra los
que, sin serlo, incurrían en la animadversión del alcalde-,
eran objeto de un recuerdo simpático del público, pues se
les llevaba de comer y de beber y en ocasiones se les rega-
laba algunas prendas de vestido. La vara de premio no fal-
taba y daba ocupación a los muchachos de las escuelas y a
los del campo, generalmente vencedores en esa lucha de
agilidad y destreza. Tiples y bandolas recorrían las calles
despertando en todas las casas la alegría y la sociabilidad.
Hasta los viajeros eran detenidos en las poblaciones campes-
tres unas· veces en el cepo cuando respondían con sem-
blante adusto a las invitaciones de los fiesteros, y en lo
general a tomar parte en los bailes y comidas populares.
Estas diversiones, sencillas, amables, han sido reem-
plazadas, de diez años a esta parte (1897), por las abomi-
nables: brutales y sangrientas corridas de toros a la españo-
la ...
Aparte de las fiestas generales era costumbre en todas
las familias, hacer de vez en cuando comidas en las orillas
del Fucha, del Arzobispo, del Boquerón en busca ~el placer
del baño, del aire puro y de la expansión del espíritu en los
paisajes campestres; lo cual ha desaparecido por el predo-
minio de ideas menos democráticas importadas de Europa.
Declaro que para mí es muy sensible la desaparición de esas
costumbres republicanas en que se mezclaban y confun-
dían, aunque fuese por pocas horas, todos los niveles socia-
les. Recuerdo haber visto en unos encierros at general San-
tander -que era presidente de la república, y el hombre de
presencia más imponente al propio tiempo que el más res-
petado- disfrazado de llanero, con calzón de uña de pavo,
estribos de palo cogidos con el dedo mayor del pie, capisa-
yo corto, sombrero de ramo, cantando galerón en compañía
de algunos militares y cachacos, dando ejemplo de la más
cordial expansión a sus conciudadanos. También recuerdo
haber visto, aunque no disfrazado, en unos encierros, en
1848, al general Mosquera, quien mezclándose a los dife-

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rentes grupos, llegó a uno de estudiantes a quienes se dirigió
con mucha familiaridad invitándolos a tomar con él una
copa de vino. Volviéndose al general Vicente Piñeres que lo
acompañaba, le instó para que brindase en verso: éste en-
tonces con voz lenta y campanuda dijo:

Desde .hoy puede contarse una nueva era


todos debemos ser republicanos
tratémonos todos como hermanos
y contemos entre ellos a Mosquera.

-¿Y por qué desde hoy? -dijo éste enojado al pare-


cer.- Yo siempre he sido republicano.
-Pero, mi general -respondió aquél-, ¿no ve usted
que para darle consonante a Mosquera era preciso traer a
colación la nueva era, la cual tiene que ser nueva?
Una risa general puso término al incidente.
-Ya verán ustedes, continuó en voz baja el general
Piñeres dirigiéndose al grupo de jóvenes, "que desde hoy
van a cambiar las cosas". Alusión a las escenas de dos meses
antes con motivo del Jurado de la América y El Aviso, y a
la conducta que después mostró el 7 de marzo del siguiente
año.
Estos actos de familiaridad del primer magistrado con
el pueblo pobre parecían inspirados por el recuerdo de la
guerra de )a independencia, en .la que fue clara y sencilla
para todos la idea que presidía los -combates. Era, por parte
de los patriotas, la de emancipar las masas populares del
envilecimiento y degradación a que las condenaba el colo-
niaje español: había un ~incipio de amor hacia ese pueblo
desgraciado a quien se deseaba levantar al banquete univer-
sal de la democracia, de la igualdad. Y ese sentimiento se
despertaba a la vista de los combatientes de esa grande épo-
ca que aún sobrevivían. En esas celebraciones del 20 de
julio, del 7 de agosto, del 9 de diciembre, se veían las caras
alegres del general Santander, los generales Obando (Anto-
nio), Maza, París, Ortega, Mantilla, López; y no eran menos
festejados con la simpatía popular otros guerreros oscuros
como los comandantes Millán, Castellanos, Molano, que en
ese día sacaban a relucir sus charreteras y ceñían la espada
que había presenciado grandes batallas. Molano que había

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combatido en la de Caroní, en 1817, entrado con Piar a
Angostura y venido con Santander a Casanare en 1818;
Castellanos, que había bajado con Serviez a los llanos en
1816, servido a las órdenes de Santander, Ramón Nonato
Pérez y Páez hasta 1819 y regresado oon Bolívar a Boyacá;
Millán, que había combatido en Carabobo, en el sitio de
Puerto Cabello en 1821 y 1822. Al lado de éstos figuraron
hombres civiles como Ignacio Herrera y José María Domín-
guez Roche, del cabildo del 20 de julio de 1810; Juan
Nepomuceno y Vicente Azuero, patriotas de la misma fe-
cha; Diego Fernando Gómez, sentenciado a muerte por Mo-
rillo y Sámano en 1816; Francisco Soto, emigrado a Casana-
re en 1816 con su joven esposa, casi en luna de miel, que
dio a luz su primer renuevo (1) en el grande estero que se
prolonga a las orillas del Arauca, cerca de la población del
mismo nombre; Casimiro Calvo, que así mismo había emi-
grado con su bella esposa y dos niñas de menos de tres años
a los llanos de Casanare, en ese mismo año terrible; Miguel
Tovar, a quien el pueblo de Bogotá, el 10 de agosto de
1819, en vista de la fuga de los oidores, había proclamado
magistrado de la Corte Suprema, en compañía de José Igna-
cio de Márquez y Salvador Camacho; Inocencia Vargas, re-
clutado por los españoles en la expedición de Barreiro a los
llanos, antes de Boyacá y pasado a los patriotas a servir
como secretario de Bolívar; el comandante Mariano Posee,
resto de los prisioneros de la Cuchilla del Tambo en 1816,
condenados a ser quintados y milagrosamente salido libre
del banquillo con José Hilario López, Pedro Alcántara He-
rrán y otros. El 20 de julio fue siempre un gran día.

(1) La que fue esposa del señor José María Plata.

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CAPITULO XIII

Costumbres políticas. - Hombres que figuraba)'l en la política.


-Oradores elocuentes. - Oradores razonadores.

Las costumbres religiosas eran mucho más severas que


en la actualidad. La concurrencia en las iglesias más nume-
rosas, a pesar de ser entonces (1845) la población de Bogotá
apenas una tercera parte de la de 1897, era independiente
de las evoluciones políticas, y da testimonio de que las
creencias sencillas y sin afectación son más poderosas para
evocar en el espíritu ideas trascendentales que cuando están
mezcladas con pasiones e intereses políticos. Era presidente
de la república el general Mosquera, entonces conservador,
mas no tan devoto como han podido serlo después otros
mandatarios: era arZobispo el señor Mosquera, quien tam-
poco creía necesario hacer alarde de un fervor muy ruidoso.
Pertenecía la corona de la elocuencia de la cátedra al dulcí-
simo Motta. sacerdote distinguido por la suavidad de 8us
maneras: concurría a veces al senado en representación del
Socorro, su provincia natal, el doctor Amaya (El Chivo),
canónigo respetado por sus virtudes sencillas sin ostenta-
ción, a pesar ~e sus puntas y collares de liberalismo. Empe- .
zaba a calmarse el ardor antirrepublicano que ~ atribuía al
doctor Saavedra, el cual empezaba a ganar fama de elocuen-
cia pa~a predicar el viernes santo en la catedral el sermón de
Soledad., y sus estudios incesantes lo separa.ban insensible-
mente del camino de Damasco hasta llegar a ser al fin de sus
días, no un defensor decidido, pero sí un conciliador, entre
lás do.ctrinas de absoluta independencia de todo lo que es
eclesiástico con los decretos de tuición y desamortización
del general Mosquera. En el senado se discutía, en 1846, un
proyecto por el cual se pennitía el. matrimonio de los clé-
rigos, y esa idea era sostenida con vehemencia por el presbí-
tero doctor Juan Nepomuceno Azuero, y tal vez, aunque no
estoy bien seguro de ello, por el señor Gómez Plata, obispo

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de Antioquia. El señor Julio Arboleda fundaba su fama de
elocuencia en dos vehementes ataques contra la Compañía
de Jesús, a la cual se quería privar de toda protección oficial
y de participación en la enseñanza costeada por el gobierno;
proyecto aprobado en la cámara de representantes, en la
que predominaba entonces (1847 y 1848) una mayoría
considerable de conservadores. Don Mariano Ospina apoya-
ba en la cámara de representantes, un proyecto presentado
por el general Mantilla sobre supresión de derechos de esto-
la y señalamiento de sueldo fijo pagado por el Tesoro Pú-
blico a los curas de las parroquias. Pío IX, ~n fin, inaugura-
ba su pontificado con una serie de medidas liberales en
religión y en política, entre ellas la disolución y expulsión
de Roma de los miembros de la Compañía de Jesús.
Soplaba pues en la atmósfera una grande corriente de
liberalismo tanto en la región política como en la eclesiás-
tica; pero pronto había de iniciarse una contracorriente de-
terminada por la reacción que indujeron en Francia las ideas
comunistas, y por la iniciación en Italia del pensamiento de
reunir en un solo cuerpo de nacionalidad lo~ diversos trozos
de la península, con un gobierno civil imposi~le de conciliar
con la soberanía temporal del Papa. La elección de Luis
Napoleón como presidente de Francia en 1848, y el apoyo
prestado por éste {1849) al restablecimiento de Pío IX en
su soberanía temporal con destrucción de la república ro-
mana dio principio a un furioso despertamiento del espíritu
dominador del catolicismo, el cual llegó a su apogeo en las
declaraciones del Syllabus (1864).
Tengo la idea de que la representación nacional en los.
congresos, era mucho más r~spetable entre 1840 y 1850
que en nuestros días; fuese porque en esa época figuraban
todavía hombres pertenecientes a la grande epopeya, o ya
porque en estos días más prosaicos ha degenerado, con el
lodo pestilencial de nuestras guerras civiles, el carácter de
nuestros hombres públicos. En los diez años anteriores al
que da principio a estos recuerdos tomaban asiento en las
curules del senado o en los bancos de la cámara de represen-
tantes, Santander, Vicente Azuero, Francisco Soto, Anto-
nio· Obando, Manuel . María Quijano, Joaquín Mosquera,
José Ignacio Márquez, Rafael .Mosquera, Eusebio Horrero,
Lino de Pombo, Cornelio Valencia, Florentino González,
Ezequiel Rojas, Fr~ncisco J. Zaldúa, _Juan Clímaco -Ordó-

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ñez, José Joaquín Gori, José María Ortega, Antonio Olano,
Manuel María Mallarino, José María Mantilla, Alejandro
Osorio, Pedro A. Herrán, el obispo de Antioquia doctor
Juan de la Cruz Gómez Plata, Julio Arboleda, Manuel de J.
Quijano, Admualdo Liévano, Vicente Cárdenas, José de
Obaldía, Tomás Herrera, Mariano Ospina, Victoriano de D.
Paredes, Cerbeleón Pinzón, José Eusebio Caro y el presbí-
tero José Pascual Afanador.
Distinguíanse entre éstos como oradores, en primera
línea, el general Santander; el general Eusebio Horrero y los
señores Julio Arboleda, Antonio Olano y Manuel María
Mallarino, entre los conservadores; el señor José de Obald ía,
entre los liberales. Como se ve, los primeros llevaban la
palma de la elocuencia; pero los últimos se distinguían por
dotes de buena argumentación y dilucidación de las cuestio-
nes: los primeros sabían apelar al sentimiento, a las pasio-
nes; los segundos a la razón, a la verdad. Entre estos orado-
res razonadores deben contarse en primera línea a los doc-
tores Ezequiel Rojas, Francisco Soto, Florentino González,
Cerbeleón Pinzón, Manuel María Quijano. Entre los conser-
vadores se contaba a los señores Juan Clímaco Ordóñez,
Mariano Ospina,_Joaquín y Rafael Mosquera y Vicente Cár-
denas.
Incontestablemente, el general Santander era y ha sido
el primer orador colombiano. Presencia arrogante, aire de
mando, voz clara y sonora, ademán lleno de dignidad, pro-
funda versación en los negocios y conocimiento de las nece-
sidades, recursos y aspiraciones del país; su palabra era oída
siempre con profunda atención. Su entonación era en lo
general grave y solemne, sus conceptos mesurados, y tan
sólo en ocasiones de viva emoción y contestando a ultrajes
inmerecidos salían de sus labios palabras apasionadas. En
una de las últimas veces que le oí, tal vez el último de sus
discursos, en 1840, contestaba al general Barrero inculpa-
ciones de crueldad que se le hacían con motivo del fusila-
miento de los treinta y nueve jefes y oficiales españoles
prisioneros en Boyacá. Después de recordar que en los años
de 1816 a 1818 habían sido, por decretos de Morillo, Sáma-
no y Enrile, fusilados y despedazados los cuerpos de los
padres de la patria y expuestos sus miembros en escarpias, y
asesinados millares de hombres inofensivos sin más delito
que sus opiniones en favor de la independencia; después de

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recordar que Bogotá había quedado desguarnecida y que los
prisioneros trataban de fomentar una reacción favorable al
gobierno español, agregó con voz terrible: " ¡Se me echa en
cara haber fusilado treinta y nueve españoles! . . . ¡pues
sólo me queda el sentimiento de que no hubieran sido trein-
ta y nueve mil! ". La cámara y las barras permanecieron
mudas de emoción por un momento, convertida después en
un trueno de aplausos universales. Pareció que las sombras
de los mártires habían aparecido repentinamente en el salón
y sacudido sus ensangrentados sudarios pidiendo venganza.
Era de estatura más que mediana, de complexión ro-
busta, con alguna tendencia a la gordura, por lo cual algunas
personas lo llamaban el buchón; sus facciones regulares y
bien proporcionadas; su porte y manera de caminar desem-
barazado, de suerte que se le reputaba lo que irregularmente
se llama un buen mozo. Tenía el cabello y los ojos negros;
el bigote, que en su juventud había sido castaño, según un
retrato de 1821 que debe existir en el Museo Nacional, era
negro ya; la coloración algo morena, como si en su familia
hubiese habido alguna mezcla de sangre indígena; sus mane-
ras eran muy corteses, con esa dignidad que comunica el
ejercicio del poder supremo durante largos años. Gustábale
familiarizarse con la gente y conocer la corriente de la opi-
nión pública, ya fuese paseando todas las tardes en el atrio
de la Catedral, ya concurriendo a algunas de las tertulias de
las tiendas de las calles del comercio. Se le profesaba gran
respeto, de suerte que los corrillos de cachacos se abrían en
dos hileras a su paso. Entre semana usaba una gran capa, en
la cual se embozaba con elegancia. Concurría infaliblemente
a los certámenes de las escuelas y colegios públicos y repar-
tía premios a los alumnos más aprovechados. Asistía el jue-
ves de Corpus y el jueves y viernes santos a las funciones
religiosas vestido de grande uniforme. En los días de trabajo
gustaba dar ejemplo de sencillez, y recuerdo haberlo visto
alguna vez con pantalón de manta del Socorro, muy fina,
eso sí.
El doctor Azuero (Vicente) pasaba en esos tiempos por
el hombre más versado en materias de legislación civil y
administrativa. Se le reputaba, como autor de las leyes so-
bre organización judicial y municipal, como el abogado más
conocedor de la . jurisprudencia, si bien ya no ejercía su
profesión ante los tribunales; pero había sido miembro de la

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Suprema Corte en los tiempos de la Gran Colombia, en
compañía de los doctores Félix Restrepo y Diego Fernando
Gómez, había sido miembro del Consejo de Estado, y el
doctor Joaquín Mosquera lo había llamado como secreta-
rio de lo interior y de relaciones exteriores cuando el con..
greso Admirable lo eligió presidente de la república en los
momentos solemnes de la disolución de la gran naciona-
lidad. No era orador: faltábale facilidad para expresar sus
pensamientos, no era agradable el sonido de su voz ni muy
simpáticos sus ademanes. Vestía muy bien, era en extremo
aseado, se le reputaba orgulloso, pero en su casa, mantenida
con mucha decencia, era muy atento con todos los que le
visitaban. Habíase consagrado a trabajos agrícolas en los
últimos años y fundado sobre la orilla izquierda del río
Bogotá abajo del Tequendama, una hacienda de cañas ser-
vida por un trapiche de agua en el sitio llamado La Esperan-
za, y se decía que era una de las mejores explotaciones
conocidas en esa sección del suroeste, la más rica del depar-
tamento de Cundinamarca. Patriota desde 1810, perseguido
a muerte pot: los españoles, deseoso de que la república
cambiase las instituciones opresoras de la metrópoli, sobre
todo en materias fiscales, a sus esfuerzos se debió la aboli-
ción de la alcabala, en 1836, una de las contribuciones más
opresoras del sistema español, y fue uno de los más constan-
tes abogados de la supresión del monopolio del tabaco, idea
que no triunfó sino cinco años después de su muerte.
El general Santander, mandatario lleno de experiencia
de que la primera condición de regularidad en el gobierno es
un tesoro suficiente para todas las erogaciones ordenadas
por el congreso, muy poco inclinado a las teorías que des-
pués. se denominaron golgóticas, no fue favorable a la candi-
datura presidencial del doctor Azuero en 1836, y .cometió
el error, en mi concepto, de proponer públicamente la del
general José María Obando. Esta maniobra, poco estraté-
gica, dividió al partido liberal y permitió el triunfo de la
candidatura de reacción del doctor José Ignacio Márquez.
El doctor Azuero recibió los votos de la parte teórica o
principista del partido, y el general Obando los de la prác-
tica u oficial, y éste fue el principio de ese fraccionamiento
entre gólgotas y draconianos, melistas y constitucionales,
radicales e independientes, reinante hasta 1880, y el de
principistas y oportunistas que empieza a dibujarse hoy
·(1897).
114 .

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El doctor Azuero fue un hombre muy importante en el
período de 1820 a 1840, como magistrado judicial, como
legislador y como escritor público. Un estudio serio de sus
trabajos y de su vida sería muy útil para la historia de ese
período.
El doctor Francisco Soto empieza a ser conocido en los
primeros años de la revolución; en .1816 emigra a Casanare
y Apure, en donde laS Memorias del general Páez lo nom-
bran como uno de los combatientes en el combate de Ya-
gual, primer triunfo notable obtenido por aquel jefe sobre
las fuerzas españolas, que dio un refugio permanente a la
causa independiente, perdida en todo el resto del territorio
colombiano, venezolano y ecuatoriano. Postrado por las fie-
bres fue descubierto, en la casa en que tomaba alojamiento
en la población de Amparo el brigadier español Miguel La-
torre; pero este jefe, que, así como el de igual graduación
Ramón Correa, fue uno de los muy pocos que dejaron prue-
bas de la antigua generosidad española, en vez de descubrir-
lo lo protegió y partió con él la última botella de vino que
le quedaba; acto que Soto recordaba siempre con el más
profundo agradecimiento.
Llamado a destino de hacienda de 1819 en adelante,
dio muestras de esa probidad austera, espíritu de orden y de
economía que brilla y brillará el) nuestra historia como un
alto ejemplo de lo que debe ser la honradez republicana.
Cuando en 1826 principiaron las disensiones entre .los que
pedían para el genenl Bolívar autoridad sin límites, y los
que defendían el reinado de las leyes, Soto fue uno de los
más esforzados defensores de la república, principalmente
en la convención de Ocaña. La administración del general
Santander, de 1832 a 1837, en la cual desempeñó la cartera
de hacienda, es el período más notable de su vida; pues el
caos en que el genio impetuoso y desarreglado del Liberta-
dor había mantenido el Tesoro desde 1827, hizo suceder
una administración regular, contabilidad medianamente es-
tablecida y examen de las cuentas de los responsables, soste-
nido con severidad. Por primera vez produjeron las rentas lo
necesario para los gastos nacionales (excepto el de los inte-
reses de la. deuda exterior, no dividida aún entre las tres
rep(lblicas), recibieron los empleados sus sueldos ·y los pen-
sionados sus pensiones en tiempo oportuno, los soldados su
pre; por primera vez se supo el producto anual de cada
fuente de entrada; se repartió oportunamente el monto de
115 .

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éstas entre las diversas pagadurías y, hechos todos los de-
sembolsos se contó con un pequeño sobrante para las opera-
ciones futuras. Parece pequeño este trabajo, pero ¡cuán di-
fícil era realizarlo en un país nuevo, sin tradiciones, acos-
tumbrado al desorden de la guerra y de la arbitrariedad!
Era el doctor Soto un tipo del romano estoico. Serio
siempre aunque adusto, no le vi reir nunca ni perder la
compostura de su fisonomía. Era de regular estatura, color
moreno, pálido, facciones regulares, peinado y aspecto se-
mejante al de Baylli, el célebre alcalde de París en la revo-
lución francesa. Vestía con mucha sencillez, pero siempre
con un aseo esmerado. Tomándole un sastre las medidas
para una pieza de ropa le preguntó si deseaba ésta o la otra
moda: "Haga usted una levita en que quepa desahogada-
mente Francisco Soto, lo demás no me importa nada" -le
contestó.
Decía arriba que, en la acepción común de la palabra,
no era orador, sí un razonador poderoso, siempre lleno de
sencillez, sin nada acerbo ni irónico en sus p~labras, cuyas
ideas eran recibidas con respeto, y de quien podía decirse lo
que Plutarco acerca de la elocuencia de Foción: "Una pala-
bra sola, o una seña de un hombre de bien, tiene una fuerza
y un crédito que equivale a millares de argumentos". Aun-
que había manejado el Tesoro de la república por muchos
años, vivió siempre pobre y murió pobre, muy pobre en
1846.
Entre los oradores de las filas opuestas merece el pri-
mer lugar el doctor José Ignacio de Márquez. Su período
brillante debió de ser el de su juventud, de 1821 a 1831,
entre los treinta y los cuarenta años de edad·, época en que
mereció el honor de ser elegido presidente del congreso
constituyente de Cúcuta, y luégo el de ser candidato a la
vicepresidencia de la Nueva Granada, en el congreso reunido
después del vencimiento de la dictadura de Urdaneta en
1831,. en competencia con el general José María Obando,
jefe militar vencedor en la guerra, y después en 1835 y
1837, vicepresidente y presidente de la república. Yo no le
conocí en su carácter de orador sino en 1846, durante las
discusiones a que dio origen la solicitud del Poder Ejecutivo
al congreso para declarar la guerra al Ecuador, en el caso de
que el gobierno de ese país diese asilo al general Obando,
entonces proscrito. Bien fuese por la injusticia que, en mi

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concepto, encerraba la tesis sostenida por el orador, mini~
tro de gobierno entonces de la administración del general
Mosquera, o porque en realidad sus discursos en esa ocasión
no fuesen de los más felices de su carrera, no formé gran
concepto de sus facultades oratorias. Parecióme hinchado
su estilo y declamador con exceso, poco simpáticos sus ade-
manes y nada o muy poco musical el timbre de su voz.
Indudablemente tenía gran talento y habilidad, más bien
forense que parlamentaria en el arte de discurrir; pero pro-
bablemente en los diez o más años transcurridos desde que
subió a la vicepresidencia y después a la presidencia de la
república, en los cuales no había frecuentado la tribuna,
había perdido esa facilidad, esa agilidad de pensamientos,
entonaciones y actitud que hacen simpático su discurso.
Vivió hasta edad muy avanzada (más de noventa años) y
conservó hasta el último día la plenitud de sus facultades.
Montaba a caballo con frecuencia y su andar preferido era
el trote largo. En 1879 a 1880 tuvo una diferencia en nego-
cios con el doctor Carlos Holguín, que sometieron al arbi-
tramento del doctor Teodoro Valenzuela y yo. Dejóme
admirado la lucidez de su exposición y la claridad y preci-
sión con que sustentó sus derechos: parecía conservar todo
el vigor de su inteligencia y la afluencia de su lenguaje, a
pesar de ser ya un nonagenario. Sus modales y conversación
eran tan corteses y correctos como los de un joven.
El general Eusebio Borrero era el orador más notable
en el círculo conservador, y probablemente, el que reunía
más dotes naturhles y más sobresalientes al efecto. Cuerpo
macizo, facciones de león, cabellera abundante, voz clara,
distinta, que sin esfuerzo podía hacerse oír de todo el audi·
torio de un gran salón, verbosidad abundante, sarcasmo hi·
riente, talento despejado y vehementes pasiones. Pude oírlo
en 1840 en las grandes discusiones del congreso de ese año,
en los momentos en que ya alcanzaban a oírse los truenos
de la tempestad política amenazante; en 1845 en los deba-
tes sobre autorizaciones al Poder Ejecutivo para declarar la
guerra al Ecuador, y en diciembre de ese mismo año me
tocó ser examinado por él en derecho internacional en el
certamen general del Colegio de San Bartolomé.
Fue voz general en 1840 que, las injurias parlamenta-
rias proferidas por él en respuesta al general Santander,
cuando éste proponía una amnistía como medio de calmar

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la insurrección de Pasto ocasionada por la clausura de un
convento de frailes, determinaron el accidente que causó la ·
muerte de aquél. Era atacado el ministerio, que sólo quería
represión sangrienta y buscaba ocasión para levantar el pie
de fuerza, por el general Santan<;ler, Vicente Azuero, doctor
Soto, Florentino González, Ezequiel Rojas y otros. El gene-
ral Borrero, que no había figurado mucho en las luchas
tribunicias de la Gran Colombia ni en las de los diez prime-
ros años de la Nueva Granada, hacía frente a todo sin desa-
lentarse ni perder un palmo de terreno, llamando en su
auxilio a griegos y romanos, en cuyas tradiciones estaba al
parecer muy empapado. Al examinarme en derecho de gen-
tes en 1845 me preguntó algo relacionado con las cuestio-
nes ventiladas en el congreso en ese mismo año, y observan-
do en mis respuestas opiniones que no coincidían con las
que él había sostenido, no se enojó, antes bien con benevo-
lencia puso término a las preguntas expresando que ese no
era su concepto, pero que yo había sostenido el mío con
tánta habilidad como si estuviéramos en la cámara de repre-
sentantes. Lanzóse desgraciadamente en la revolución de
Antioquia, en 1851, proclamando "Federación y Conven-
ción", fue vencido y murió en el destierro en la isla de
Jamaica un año· después.
Julio Arboleda hizo sus primeras armas en la liza parla-
mentaria en 1846 de una manera brillante en la cuestión de
los jesuítas, como lo llevo indicado ya en estas Memorias.
Su primer discurso causó sensación extraordinaria, pues
nunca tal vez se había oído en la tribuna de este país ese
género de elocuencia literaria y compuesta, tanto en el fon-
do como en la fonna. La forma sobre todo: los ademanes, .
las inflexiones de ia voz, clara, resonante, la pronunciación
española de la e y la z, denotaban estudios teóricos del arte
y buenos ejemplos de los países europeos, en donde aquél
había recibido su primera educación. Aquí no se habían
visto más que improvisaciones más o menos felices en que
lucían las dotes naturales del orador: lecciones de declama-
ción no había habido nunca, si se exceptúan los pequeños
consejos dados por los maestros de escuela al alumno que
debía pronunciar la resunta en el certamen, reducidos a
levantar y bajar los brazos y a recitar un poco más despacio
las frases banales de una composición reducida siempre a
pedir excusas por los escasos adelantamientos de los discí-
pulos. Tampoco era costumbre en los miembros de las

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asambleas preparar sus discursos con alguna anticipación
para saber siquiera lo que iban a decir, el orden en que· de-
bían emitir sus pensamientos y la clase de ideas o pasiones
del auditorio que debían tratar de excitar en relación con el
estado de los espíritus y las diversas situaciones del país. Se
creía -y me figuro que se cree aún- que sólo las improvisa-
ciones merecen aprecio. Recuerdo a este respecto, que
cuando en 1850, se fundó la célebre Escuela Republicana y
se propuso dar temas con ocho días de anticipación pata
pronunciar discursos en sesión púbijca, el mismo presidente
de la sociedad ~ opuso a la idea de dar tiempo, pues la
gracia, decía, no consistía en hablar sobre puntos estudia-
dos, sino en improvisar opiniones sobre asuntos desconoci-
dos. Y eso lo decía con toda seriedad. Se ignoraba que los
más célebres discursos de los oradores griegos y romanos
fueron preparados y escritos de antemano, por lo cual pu-
dieron transmitirse a la posteridad y que Cicerón mismo
tenía una colección de exordios para escoger en el momen-
to preciso el más adecuado a la situación. En los tiempos
actuales se escriben entre nosotros los discursos después de
pronunciaqos, cuando debía ser lo contrario, pronunciados
después de escritos. Cuando, pues, se oyó ~1 primer discurso
bien meditado, en buen ·orden y pronunciado con perfecta
inteligencia del efecto que se quería producir, en armonía
los ademanes y las inflexiones de voz con las ideas, el efecto
fue inmenso, y la reputación del orador subió de un golpe a
las más altas regiones. Sus talentos y su educación parecie-
ron inclinarse por algfln tiempo al partido liberal, todavía
no repuesto de la desorganización a que lo redujo su derrota
en la guerra civil de 1840 a 1842, y se unió ~n estrecha
amistad con el señor Florentino González, que acababa de
salir de la secretaría- de hacienda. Desgraciadamente, él pro-
cedía de una de las familias aristocráticas y ricas del sur;
tenía haciendas en el Valle del Cauca, minas en la costa del
Chocó, trabajaba con esclavos unas y otras, y todas esas
atenciones lo distraían de sus estudios, comprometiéndole
en caminos ajenos a la carrera parlamentaria. Previendo el
término de la esclavitud, exportó al Perú una gran parte de
sus esclavos, hecho que dio lugar a un incidente muy desa-
gradable para él. Durante una discusión muy acalorada en la
cámara de representantes en que el señor José Eusebio Caro
era su contrincante, quiso poner a éste en rid(culo como
dependiente sumiso del doctor Mariano Ospina, y al efecto

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recitaba una parte de la fábula de Iriarte entre la ardilla y el
caballo. En el momento en.que decía.

Tantas idas y venidas


Tantas vueltas y revueltas,
Quiero amiga que me digas
¿Son de alguna utilidad?

··-"Calle el vendedor de carne humana", gritó con voz


estentórea el señor Caro.
Calló ciertamente, y no sé cómo los amigos comunes de
ambos contendores pudieron arreglar este caso de honor
que parecía inevitable, dado el carácter conocido de los
actores. Pero este suceso explica bien las vallas que se pre-
sentaron en el camino de sus tendencias quizá b¡conscientes
hacia el liberalismo.
Después, hombre de acción tanto o más que de palabra,
entró violentamente en la oposición periodística al gobierno
del general López; no fue reelegido a la cámara y se lanzó
en la guerra civil en 1850. Derrotado muy pronto en Anga-
noi, tuvo que expatriarse y no regresó al país hasta que,
triunfante de nuevo el partido conservador en las elecciones
de 1853, entró al senado en 1854. Pronto volveremos a
encontrarlo.
El señor Juan Climaco Ordóñez era uno de los hombres
más eminentes del partido conservador de ese tiempo. Se-
cretario de hacienda en los dos últimos años de la adminis-
tración del general Herrán, puso término a los empréstitos
que al 2 por 100 mensual gravaban al Tesoro; con un au-
mento a la tarifa de aduanas y vigilancia eficaz en la recau-
dación de las rentas, puso al corriente los desembolsos de la
tesorería y despejó el campo para los trabajos de la primera
administración del general Mosquera. Era un hombre de alta
estatura, bien proporcionado, facciones hermosas, · talento
claro, en el que predominaba el buen sentido, voz clara y
sonora y maneras llenas de compostura. Como orador senci-
llo, que los ingleses llaman debater (palabra que no tiene
equivalente exacto en español, quizás por no ser cosa muy
conocida en los países que hablan esta lengua) no he oído
tal vez ninguno que le igualase: tal era su claridad, concisión
y conocimiento perfecto de las materias sobre que discu-
rría. Hombre de fortuna independiente, sin ambiciones, la

120
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política no lo atraía a su torbellino, campo en que mostró
siempre mucha moderación y tendencias conciliadoras. Estas
últimas cualidades lo hicieron popular en las tradiciones del
espíritu de partido, de suerte que su nombre casi no se
menciona en el día en la lista de los que dan honor a la
organización conservadora, pero fue uno de los más distin-
guidos.
El señor Manuel María Mallarino apareció por primera
vez en la escena política en 1846, si no estamos engañados.
Pronto se hizo conocer por la abundancia de su palabra, su
manera de decir culta y simpática, su talento despejado y
una educación literaria notable. El general Mosquera que
nunca se pudo avenir con sus secretarios, y cuyo ministerio,
formado en 1845 con hombres de primera línea (Márquez,
Borrero, Pombo y Barriga (Joaquín), se había disuelto en
pocos meses, lo llamó a la secretaría de relaciones exteriores
y mejoras internas. Allí se ocupó en proyectos de vías de
comunicación, inmigración de @Xtr njeros, cajas de ahorros
y otros asuntos de utilidad pública. Como más tarde habre-
mos de encontrarnos con él en posiciones más notables se-
guiremos ahora hablando de otro p rsonaje que en esos días
surgió en la arena política como compañero de Mallarino: el
doctor Manuel Ancízar.
Nacido en Bogotá en 1812, de padres españoles que, a
causa de la guerra a muerte, -iniciada por Bolívar en 1813,
y aceptada con entusiasmo por los jefes peninsulares, Boves,
Anto.ñanza, Zuazola, Morales, Remigio Ramos y otros en
Venezuela; por Morillo, Sámano, Enrile, Lucas González y
otros en Nueva Granada- tuvieron que emigrar a la isla de
Cuba después de Boyacá; se había formado allí en la carrera
de la jurisprudencia y recibido una instrucción notable que
pronto lo incorporó en las filas revolucionarias contra la
metrópoli española. Perseguido por sus opiniones republi-
canas emigró a los Estados Unidos en 1839, y de allí a
Venezuela en 1840, en donde pronto encontró colocación
como profesor en los establecimientos de instrucción públi-
ca. Allí lo conoció y tuvo ocasión de apreciar sus talentos el
señor Lino Pombo, representante de este país desde 1842, y
por recomendaciones de éste el general Mosquera le dio
encargo de continuar las gestiones de límites entre los dos
países, iniciadas pero no concluídas por el señor Pombo. No
habiendo podido tampoco llegar a un avenimiento en esta
materia vino a Bogotá .en los últimos meses de 1846 a encar-

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garse de la subsecretaría de relaciones exteriores y mejoras
internas. Nunca había visto yo un hombre de maneras tan
cultas e insinuantes: a pesar de que esta ciudad no se distin-
gue por falta de cortesía ni de suavidad en los modales, los
del señor Ancízar causaron una impresión muy favorable en
todas las clases de la sociedad. Por sus relaciones sociales y
por el puesto oficial que ocupaba se le juzgó de pronto
incorporado en el partido conservador.

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C~ITULO XIV

Comercio exterior e interior. - Artículos principales. - Oro. -


Plata. - Tejidos de lana y algodón fabricados en el país. - Carnes. -
Sombreros de nacuma. - Dulces. - Tabaco. - Café. - Huevos y
aves de corral. - Pescado.

También es bueno hacer alguna reminiscencia del esta-


do en que se encontraba ahora medio siglo ,la industria en
general, el comercio interior y exterior y las rentas públicas,
para lo cual debe recordarse que la población total de la
república apenas llegaba a 2.000.000, distribuídos entre las
\'einte provincias en que las había dejado el régimen colo-
nial, a saber:
Antioquia, formaba una sola provincia.
Bolívar, comprendía las dos de Cartagena y Mompós.
Boyacá, las dos de Tunja y Casanare.
Cauca, las cinco de Cauca, Buenaventura, Popayán,
Chocó y Pasto.
Cundinamarca, era la provincia de Bogotá.
Magdalena, las dos de Santa Marta y Riohacha .
. Panamá, las dos de Panamá y Veraguas.
Santander, las tres de Vélez, Socorro y Pamplona.
Tolima, las dos de Mariquita y Neiva.
Las produccion~s principales, aparte de los artículos
alimenticios que cada cual producía limitada a su propio
consumo, eran:
Oro. - En la provincia de Antioquia en cantidad de un
millón a millón y cuarto de pesos anuales.
En las de Popayán, Pasto (el distrito aurífero de Barba-
coas) y Chocó, llegaba a seiscientos o setecientos mil pesos.
En la de Pamplona se extraía de Bucaramanga y Girón
por valor de sesenta a ochenta mil pesos anuales.
En las de Mariquita y Neiva de los distritos de Coyaima

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y Chaparral, y algo del de Aipe que no alcanzaba a sesenta
mil pesos.
El total, pues, de la república no pasaba de dos millo-
nei.
La producción de plata, que hasta 1885 llegaba a más
de un millón de pesos en Antioquia, Cauca (Marmato) y
Mariquita (Santana), era poco menos que nula en 1848.
Tejidos de algodón y de lana. -Alcanzaban a un guaris-
mo de más de seis y quizá de siete millones de pesos en las
provincias de Tunja, el Socorro y algo en las de Bogotá y
Pasto. Se fabricaban telas de algodón para camisa, pantalón,
sábanas, colchas, ruanas, cortinas, toldos, hamacas y vestido
interior de hombres y mujeres, desde calidades ordinarias
hasta tejidos bastante finos y de bonita apariencia.
Frazadas, ruanas, telas para enaguas (frisa), monteras,
medias, guantes, chumbes y sombreros de fieltro de lana.
Con estas telas se vestían las dos terceras partes de la
población a lo menos, y se exportaba a Venezuela y el
Ecuador en cantidades de dos a trescientos mil pesos anua-
les. Sólo la gente acomodada usaba telas europeas. Hoy esa
producción no es mayor que cincuenta años atrás. Las telas
extranjeras están reemplazando a las nacionales. ·
Carnes. - Se comía muy poca, pues no se les daba a los
trabajadores a salario, como hoy: no se empezó a introducir
ganado de Venezuela hasta 1846; y el que hoy se mueve ·de
Bolívar y el Magdalena hacia Santander y Panamá se expor-
taba a las Antillas, aunque no en números considerables. A
la sabana de Bogotá se le traía en cantidades pequeñas y
flaco, a engordarlo en sus buenas dehesas, del Chaparral y
Ortega. Juzgo que no pasaba de ciento veinticinco mil reses
el ganado vacuno que se llevaba a las carnicerías en toda la
república, y era de una tercera parte menos peso, mejorada
como ha sido con el cruzámiento, la raza de los departa-
mentos de Tolima, Cundinamarca, Boyacá, Santander y
Antioquia. El valor actual del ganado vacuno que se consu-
me, no baja quizá de veinticinco millones de pesos (oro)~
(1) sea veinticinco veces más que ahora medio siglo. Este es,

(1) El precio medio de un novillo gordo de doce arrobas de


carne y una y media de sebo no baja de$ 75 en papel moneda, o sea
$ 30 en oro: sobre 800.000 esto representa la suma que damos
arriba.

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pues, uno de los artículos en cuyo consumo ha mejorado
notablemente la condición de nuestro pueblo. Para rectifi-
car estas aserciones téngase presente que la introducción de
los pastos de guinea y pará data de 1845 y 1850, y que con
ellos está cubierta una extensión de cerca de dos millones
de hectáreas (320 leguas cuadradas) en todos los departa-
mentos.
Sombreros de nacuma. - Se fabricaban en más abun-
dancia. que en la actualidad en varios pueblos de las antiguas
. provincias del Socorro y Soto en Bucaramanga, Piedecuesta,
Zapatoca y Barichara; en los de Antioquia y Aguadas de la
de Antioquia y en los de Timaná, Suaza y otros en la de
Neiva. La fabricación pasaba de un millón de sombreros, de
los cuales más de la mitad se exportaba a las Antillas. El
valor total excedía de millón y medio de pesos. Hoy redu-
cida casi ·a las provincias de Antioquia y Neiva, quizá no
llega a los dos tercios: el sombrero de fieltro, más ligero y
durable le ha hecho una competencia temible.
Dulce. - Sospecho que la producción y consumo de
este artículo no ha guardado proporción con el aumento de
población. Muchas de las tierras antes destinadas al cultivo
de la caña dulce han sido transformadas en dehesas de pasto
de guinea o aplicadas al cultivo del café. El hecho es, que el
precio del azúcar ha subido de ochenta centavos a siete y
ocho pesos la arroba, y la panela de dos y medio centavos a
quince y veinte la libra; de suerte que de cinco o seis años a
esta parte se consume en Bogotá azúcar refinada americana
o europea de seis a siete pesos la arroba. En 1848 se expor-
taba azúcar de Guaduas a Inglaterra. En esta industria no se
ha introducido progreso alguno desde que en 1837 y 1838
estableció el señor Guillermo Wills el primer trapiche mevi-
do por fuerza de agua. Y sin embargo, ésta es una de las más
grandes producciones con que contamos, pues representa
más de veinticinco millones de pesos oro anuales en miel,
panela y azúcar, y más de treinta si se agrega la destilación
de aguardiente.
Tabaco. - Este artículo tenía un precio abatido duran-
te el monopolio. Los compradores por cuenta de las facto-
rías lo pagaban de cincuenta a sesenta centavos la arroba, y
se consideró un gran progreso para el pueblo cultivador
cuando la casa de Montoya Sáenz & Cía., contratista de
producción en Ambalema, ofreció subir el precio a noventa
centavos. Cigarros hechos, delgados y de mala calidad, por

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supuesto, se vendían en uuataqUI, uno de los centros prin-
cipales del contrabando, de cinco a siete y medio centavos
el ciento. De mejor tabaco comprado en el estanco y mejor
factura, recuerdo que vendía un señor Urrego en la Plaza de
Bolívar, de veinticinco a treinta centavos. El precio medio
de ellos no baja ~n el día de un peso sesenta centavos; desde
ochenta centavos a que se encuentran los inferiores, hasta
cuatro pesos el ciento, los de superior calidad.
La oosecha comprada en las tres factorías de toda la
república no pasó de ciento cuarenta mil arrobas en los años
de 1846 a 1849. Con la abolición del monopolio el precio
de la hoja en rama, como se decía, es decir, sih, ninguna
preparación, subió a tres, cuatro y cinco pesos la arroba; la
producción pasó de ochocientas mil arrobas y la. exporta-
ción llegó a ser hasta de quinientas mil en un solo año. El
valor producido por este artículo, que nunca había llegado
-a pesar de los altos precios a que el estanco lo ofrecía al
público - , a un millón de pesos, subió a cerca de seis millo-
nes por año.
En la actualidad ha caído otra vez. Aunque sólo hay
datos relativos a la exportación por·el río Magdalena, refe-
rentes al año de 1892, se puede creer que ésta ha sido
reducida en la actualidad a menos de cincuenta mil quinta-
les, y a no más de treinta mil el consumo interior, pues noto
que se· fuma mucho menos tabaco ahora. En efecto, por
regla general las mujeres ya no fuman ni los niños y los
jóvenes de menos de diez y ocho años; que eran los más
furiosos fumadores de otros tiempos. Ya casi no se fuma en
la calle, y es el cigarrillo, hecho de tabaco de Cuba o de
Francia, el que ha usurpado los privilegios del cigarro de
otros días. Recuerdo que era uno de los negocios de los
vendedores de víveres en los pueblos pobres de los alrede-
dores de Bogota. recoger los cabos de cigarros (chicotes),
que se encontraban en las calles y atrios de las iglesias, para
venderlos por libras en el mercado de su parroquia: hoy no
se tiene idea de esa escala descendente del vicio. Sería de
temer que si se restableciese, como algunos pensaron, el
monopolio de este artículo, no diera el resultado que se
esperaba: •. ·.'
En resumen: la industria del cultivo de esta hoja que,
en los años de 1850 a 1865, era considerada como una de
las principales del país; que hizo subir de cinco y diez pesos

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a más de ciento el valor de la fanegada de las tierras aptas
para producirlo; que triplicó la tasa de los jornales en las
tierras calientes y la duplicó a lo menos· en las frías; que
introdujo el consumo de carne en la clase jornalera, y creó
con ello una fuente de riqueza y.de prosperidad; que deter-
mi~ó la formación de. d~hesas de pastos ~tificiales en una
cantidad inapreciable; que resolvió el problema de la nave-
gación a vapor en el río Magdalena, la industria del tabaco,
digo, no es ya una fuente de progreso. Hanla secado: la
competencia d~ las grandes islas asiáticas, principalmente de
las colonias holandesas, y el espíritu fiscal que, la necesidad
de . sostener grandes ejércitos permanentes, ha aguzado en
Europa y establecido derechos de importación casi prohibi-
tivos sobre este artículo. También ha concurrido a la ruina
de muchas esperanzas la ignorancia de las más triviales no-
Ciones de agricultura, empeñados todos los agricultores en
obtener tabaco· de la misma calidad en la misma tierra du-
rante veinte o treinta anos seguidos, sin abonos, sin el em-
pleo de instrumentos aratorios perfeccionados, para pulve-
rizar la capa vegetal y sacar a la superficie el subsuelo vir-
gen.
Café. - La exportación de este artículo apenas alcanzó
en 1848, a varios quintales. En la actualidad (1897), puede
ser de 600.000 a 700.000. No hay estadísticas publicadas
por el gobierno posteriores a 1892, en cuyo año sumaron
404.00_0 quintales; pero puede calcularse que entre 1887 y
hoy se· han sembrado más de treinta millones de árboles
(que sólo requieren poco más de veinte mil fanegadas, .o sea
a razón de dos mil fanegadas por año). Estas nuevas planta-
ciones pueden producir, a razón de una libra por árbol,
300.000 quintales más.
Este movimiento no se ha reducido a sólo las siembras
de árboles de café: ha sido acompañado por el estableci-
miento de potreros, el de plantaciones de caña dulce y tra-
piches, y el de sementeras de maíz, yuca, plátanos y otros
artículos alimenticios para sostener los peones. En todo él
se ha requerido la inversión de doce millones de pesos, poco
más o menos, en los últimos diez años. Esto ·sobre la hipó-
tesis de que los trabajos equivalen a los de cuatrocientos
establecimientos con setenta y cinco mil árboles y un gasto
de treinta mil pesos en cada uno. En unas partes se ha
trabajado con más economía, como en los sembrados de
cinco a diez mil árboles, ejecutados casi tan sólo por peque-

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ños propietarios y sus familias: en otras con despilfarro,
cuando el empresario era novicio en trabajos agrícolas o no
estaba presente en la ejecución de las obras. Este último
caso ha sido muy común. En algunas partes se ha montado
una maquinaria costosa, en lo general con muy poca habili-
dad, en otras se ha prescindido de aparatos para despergami-
nar el grano, y la exportación se hace en esta forma primi-
tiva, pero más económica de capital de primer estableci-
miento y más adecuada para preservar el fruto de las diver-
sas influencias dañosas de un largo viaje. Este sistema ha
prevalecido últimamente en las nueve décimas partes de las
empresas de exportación. ·
Como el desembolso se ha hecho en papel moneda, el
cual ha tenido descuentos variados en relación con el oro ,
desde treinta y cincuenta por ciento de 1886 a 18~0 , y de
cincuenta a sesenta y seis por ciento en los últimos siete
años, puede reducirse a siete millones en oro la suma que
representan los cafetales montados en los últimos diez años,
o sea un poco menos de veinte mil pesos en oro cada uno ,
lo que no se juzgará muy distante de la verdad.
Aplicando estas bases de avalúo a las demás empresas
de cultivo de café existentes en Colombia, y calculando en
mil establecimientos de setenta y cinco mil árboles cada
uno los de toda la república, tendremos que este ramo de
riqueza colombiana vale veinte millones de pesos oro, diez y
nueve vigésimos de los cuales han sido fundados en el medio
siglo que acaba de pasar; pero ocho vigésimos en los últimos
diez años.

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CAPITULO XV

Otras inversiones del capital. - Construcción de edificios. - Bancos.


- Vías de comunicación. - Vapores en el Magdalena.

Construcción de edificios. - En este capítulo en el cual


se han invertido sumas de gran consideración en los cin-
cuenta años de mis recuerdos, por el influjo de cuatro cau-
sas. Es la primera el aumento de la población, que ha exigi-
do, como es natural, nuevas habitaciones. La población de
Bogotá no pasaba de treinta mil habitantes, por más que
digan, y en el día se acerca, si no pasa, de cien mil.
Es la segunda, la evolución natural del gusto en materia
de habitaciones, auxiliada por el aumento paulatino de la
riqueza pública. La tercera viene de la redención de censos
en el Tesoro público y la desamortización de bienes de
manos muertas, en virtud de las cuales entraron a la libre
circulación, es decir, a la posibilidad de mejorarlas y conver-
tirlas en fincas capaces de producir una renta segura, más de
treinta millones de pesos en bienes raíces no pertenecientes
a la propiedad individual. La cuarta ha sido la influencia del
papel moneda sobre los espíritus para determinar a todo el
mundo a convertir los guarismos de valores expuestos a
desaparecer por el descrédito, en bienes reales, tangibles y
con seguridad de conservar su valor. Como puede juzgarse,
estas últimas han sido empresas forzadas, que no siempre
han correspondido a los cálculos de los constructores, ni
puede considerárseles ·como empresas lucrativas er.. que ha
tenido aumento la riqueza pública Al verificarse la transfor-
mación de los valores.
Las casas antiguas eran por lo general incómodas, nada
higiénicas y de triste aspecto. Piezas pequeñas, oscuras y de
techos cuya altura nunca excedía de dos metros cuarenta
centímetros, alrededor de un patio estrecho, formaban el
primer tramo; divididas en zaguán, sala, alcobas, comedor y
cuarto de estudio u oficina del dueño. Alrededor de un

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~ndo patio, provisto de un aljibe servido por una olleta
colgando de un lazo de ·fique, cocina, despensa, cuarto de
criadas y otro destinado a guardar trastos viejos; en seguida
un gran corral cubierto de ortigas y malvas. Las habitacio-
nes de artesanos y de personas de raza indígena se distin-
guían por la carencia completa de ventanas, las puertas más
bajas siempre que la estatura de un hombre y en lo general
reducidas a un solo tramo. Eran muy raras las casas de
· ricachones o empleados peninsulares en que se ostentaba
más comodidad y mejor gusto. El rasgo distintivo de éstas
consistía en un gran corredor de tres o más metros de ancho
y una gran sala algo escueta, frecúentemente oratorio y una
pieza debajo de la escalera .llamada cuarto de San Alejo, en
donde hacía su habitación el criado principal de la casa.
Sólo en estas viviendas se encontraba alberca con agua co-
rriente; caballeriza y algunas plantas de adorno, generalmen-
te rosales y novios, y a veces algún frutal.
Ex.cusado es decir que las casas pertenecientes a manos
muertas o gravadas con censos co~iderables nunca habían
tenido , una reparación después de construídas, y en todas
ellas se osten~ba el sello· colonial reagravado con las arrugas
de la vejez. La desamortización, recibida en un principio
con timidez y falta de confianza, empezó a· cambiar el as.
pecto de ellas con algunas reformas, reparación de· las que
amenazaban ruina y en todas ellas blanqueo. Cuando, pasa·
dos diez años, empezó a creerse en la imposibilidad de vol-
ver atrás en esa reforni~, principió la construcción de casas
nuevas, tarea detenida por el alto precio a que subieron los
materiales. El ladrillo de tolete, comprimido en máquina,
subió de diez a cuarenta pesos·el mil; las tejas, de diez y seis
a cuarenta pesos; las vigas y las tablas en proporción, pues
las vigás de ocho a nueve metros de largo pasaron de tres a
diez y doce pesos, y las tablas de seis, a doce y quince pesos
docena. Afortunadamente en esos días (1870 a 1880) el
buen éxito del Banco de Bogotá animó la fundación de
otros, y fm breve hubo diez en la ciudad capital y cuarenta
y cinco en toda la república. Afluyeron a esos estableci-
mientos los capitales ocultos, los depósitos no requeridos en
los negocios del día; la emisión de ·billetes les proporcionó
nuevos recursos y el interés de los capitales bajó del 18 y
.del 24 por 100, én ocasiones a menos del 10. Sobre todo
hubo crédito personal, facilidad de encontrar quién diese
dinero prestado, y esa cir~unstancia reanimó lo's negocios y

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aceleró las reconstrucciones, facilitadas ya con la ejecución
de las carreteras de occidente, Soacha, y del norte y noro-
este, que permitieron traer con menos gastos las maderas de
bosques más lejanos.
Vino luégo, en 1833, el papel moneda, cuyo descuento
llegó al 90 por 100 durante la guerra civil de 1885; a la
conclusión de ésta reaccionó en 1886, y su descuento bajó
rápidamente al 33, 36 y 40 por 100; pero todo el mundo
comprendió el abuso que iba a cometerse de ese recurso
violento, la baja rápida de su valor comparado con el del
oro y aün con el de la plata, la que también principiaba a
descender; y no fue difícil la previsión de que algún día
sería una imposibilidad darle fondos de amortización. Con
ese orden de ideas tomó nueva fuerza el furor de construc-
ciones, y mucho más al notarse que la población de la ciu-
dad había aumentado más de lo que se sospechaba, en tér-
minos que el alquiler de las casas subía todos los años de
una manera inesperada. En 1885 fue introducido entre Bo-
gotá y Chapinero el primer tranvía conocido en el país, y a
· su introducción vino la idea de aprovechar para mansiones
más higiénicas la mayor baratura de los lotes para edificar,
tanto en aquella aldea como en el tránsito desde Bogotá, y
eso dio o~igen a quintas, hermosas y cómodas algunas, de
simple apariencia las más, casuchas tristes para chicherías
unas.y para abrigo de gente muy pobre otras.
Todas estas causas han determinado la inverSión de un
capital de gran consideración en este rama:
Desde 1865 hasta 1880, en Bogotá, de cinco a seis
millones de pesos.
En Chapinero, y a lo largo del tranvía, talvez más de
dos millones.
En Bogotá, desde 1.880 hasta 1897, de diez a doce
millones.
Total, de diez y ocho a veinte millones. Como en los
últimos diez años los gastos se han hecho en papel moneda,
los ocho o diez millones invertidos pueden reducirse a cinco
en C?'fO, y a catorce o quince en esta moneda el total. Con-
tando desde 1847, el valor de las construcciones en Bogotá
y en Chapinero, .se aproxima otra vez a veinte millones en
oro.
Bancos y circulación monetaria. - En 1847 no había

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un solo banco; la relación entre los metales de oro y plata
era de 15 1/2 unidades de plata por una de oro, a virtud de
reforma introducida en el año de 1846, pues como he dicho
antes, la relación anterior era de 12 a l. La circulación se
hacía únicamente con moneda de plata, y la cantidad circu-
lante era de ocho a nueve millones de pesos. Este guarismo
se comprueba con los datos de los correos y de las aduanas
por donde pasaron al Istmo de Panamá, entre 1880 y 1890,
todas las monedas de plata, hasta agotarse completamente
como se ha observado. La exportación de esas monedas se
hizo para completar el valor de las importaciones, superior
durante algunos años al de las exportaciones, y también
porque una vez introducido el papel moneda con circula-
ción obligatoria siendo una moneda más barata, desalojó a
la otra. De esta moneda se hablará luego ron más detención.
Vías de comunicación. - Este ramo de servicios había
sido asunto perteneciente al gobierno y no a la industria
privada, con excepción de caminos nuevos de poca impor-
tancia relativamente, acometidos en los departamentos de
Antioquia y Santander, que en realidad eran meras trochas
para pasajeros a pie. En 1825 había acometido el señor
Juan Bernardo Elbers la grande empresa de poner en comu-
nicación la capital de la república con el río Magdalena en
un punto libre ya de las fuertes corrientes que embarazan la
navegación abajo de Honda; pero como era de esperarse,
habida consideración a la magnitud de la obra oomparada
con los escasos recursos de que disponía, ese atrevido pensa-
miento fracasó. El mismo señor Elbers había introducido
entonces los primeros vapores que navegaron el río, empre-
sa que asimi~o tuvo un éxito desgraciado. Continuada en
1839 por el señor Francisco Montoya, el turbión revolucio-
nario de 1840 a 1843 se llevó ésa como otras muchas espe-
ranzas. En 1846 se insistió en la idea, por una compañía
formada en Santa Marta, con muy poco capital de los accio-
nistas, pero sostenida por una subvención de ochenta mil
pesos que les ofreció la administración del general Mosque-
ra, aumentada luego con otros ochenta mil p.esos. Esa suma
bastó para la introducción de los tres vapores Magdalena ,
Nueva Granada y Vencedor. Esa compañía con diversas
reorganizaciones, ha subsistido hasta el día.
Al mismo tiempo se formaba otra en Cartágena para
franquear la navegación del caño llamado El Dique que,

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desprendiéndose en Calamar del c:añón principal del río
Magdalena, va a desaguar en el mar diez leguas al sur de la
bahía de Cartagena, y ésa recibió también de la administra-
ción Mosquera una subvención de ochenta mil pesos. Es
raro, pero con diversas denominaciones, diversos accionis-
tas, y no ya con el objeto principal de navegar el Dique,
sino de Calamar a Honda, en relación con un ferrocarril -ya
concluído entre la primera de estas poblaciones y Cartage-
na-, esa compañía y algunos vapores subsisten.
Entre las diversas empresas de navegación se sostienen
hoy talvez más de treinta vapores en el río, y entre Barran-
quilla y Honda se hace en la actualidad un viaje cada día.
Los fletes de esos vapores han subido inconsideradamente
en los últimos años: a la competencia tenaz que sostuvo
contra las demás compañías el señor Alejandro Wecbecker,
empresario de vapores desde 1858 hasta 1880, ha sucedido,
como es costumbre introducida hace pocos años en los Es-
tados Unidos, la coligación de las empresas rivales; y entre
tanto los comerciantes de Medellín, Honda, Neiva y Bogotá
que debieran interesarse en ese tráfic.o como accionistas de
alguna nueva compañía, no han dado el primer paso serio
para defender sus intereses.
Las líneas de vapores y sus talleres de reparación repre-
sentan hoy un capital de más de tres millones de pesos,
perciben muy cerca de millón y medio por año en fletes, y
si se ha de juzgar por los sueldos que reparten entre sus
directores y por la constante introducción de nuevos vehí-
, culos, están en plena prosperidad, a pesar de las quejas que
de vez en cuando levantan en los periódicos cada vez que
los introductores hacen oír su voz desalentada para pedir
alguna débil rebaja.
La na\<egación a vapor del Magdalena es pues el único
esfuerzo de alguna consideración a que han concurrido la
industria y los capitales del país en materia de vías de co-
municación. Como luego veremos, desde 1870 ha empezado
a despertarse entre los nacionales la idea de formar grandes
asociaciones para introducir ferrocarriles en las grandes vías
comerciales del interior; pero hasta 1875 ni una sola con
carácter de seriedad. Entre nuestros capitalistas parecía
existir la creencia de que esas empresas debían ser acometi-
das por extranjeros, fuese porque ellas exigían conocimien-
tos científicos, que nuestros nacionales no poseían, ya por-
que el capital necesario para ellas superaba las fuerzas de la

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riqueza del país. En asociaciones anónimas no se pensó nun-
ca antes d~ 1870. En una palabra, ni el gobierno podía ni la
industria particular pensaba en hacer caminos.
Esa situación es causa de que no existan vías de comu-
nicación, ni comercio interior de alguna importancia en to-
da la república. El precio de los fletes sube a tasas increíbles
luego que aumenta se~siblemente la cantidad de artículos
qu~ transportar, y eso mantiene sumamente caro el precio
de las subsistencias. Ahora veinticinco años calculaba yo en
diez centavos por carga (de ocho a nueve arrobas de peso) y
por legua el flete ordinario de nuestros caminos. Hoy no
baja de cincuenta centavos el pre~io medio, y con frecuen-
cia pasa de ut:t peso, como se. ve en el ·camino de Honda a
Bogotá, en el que las quince leguas de Pescaderías a Agua-
larga (en donde principia el camino de carro) cuestan a
veces más de veinte pesos, o ~a un peso treinta centavos
por carga y por legua.

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CAPITULO XVI

Consumos alimenticios interiores. - Mercancías extranjeras. -Café.


- Azúcar. - Tejidos del país. - Sal. - Tabaco.- Cacao.- Maíz.-
Plátanos. - Papas. - Trigo. - Arroz. - Raíces y tubérculos. -
Arracacha. - Yuca. - Leguminosas. - Frutas.

Los artículos más notables del comercio interior, es


decir ,)os que viajan a más de diez leguas en donde se produ-
cen, son:
Las mercancías extranjeras.
Los artículos exportables, como son el café, el tabaco,
los cueros, el algodón y las maderas de tinta.
El azúcar, que ya no es mercancía explotable, sino al
contrario.
Los tejidos de algodón, de lana y de fique trabajados en
el país.
El ganado vacuno y los cerdos gordos.
La sal.
El tabaco.
El cacao.
Las mercancías extranjeras pagan cincuenta y cinco pe-
sos por tonelada o veinticinco por metro cúbico, según la
conveniencia de los porteadores, en las doscientas leguas
que med.ian entre Barranquilla y Honda; por término medio
doce pesos por carga de diez arrobas de Honda a Facatativá
~ (catorce leguas) y unos centavos por carga, en ferrocarril, de
Facatativá a Bogotá (ocho leguas). Este comercio da un
movimiento de cien mil cargas, más o menos~ en el río
Magdalena y los caminos de tierra que de Puerto Berrío a
Honda conducen a Medellín y a Bogotá. ·
Los artículos exportables cuestan lo mismo que las
mercancías extranjeras, excepto lc;>s que se recogen a las
orillas del Magdalena, como el algodón, a veces el tabaco, y
las maderas de tinte. El café, que paga por término medio

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en su transporte de las plantaciones de los Estados de An-
tioquia y Cundinamarca hasta ponerse a bordo del buque de
mar, diez y seis pesos por carga, que equivalen a seis centa-
vos en oro por libra. Es decir, la tercera parte del precio
americano o europeo cuando se le cotiza a diez y ocho
centavos, y el cincuenta por ciento, cuando como ahora
(1897) se vende por término medio a sólo doce.
La provisión de azúcar en los departamentos de Boyacá
y Cundinamarca procede de dos centros: Zapatoca, en San-
tander, a sesenta leguas de Bogotá, y Chaguaní, a la orilla
del Magdalena, en Cundinamarca mismo, a veinte leguas de
la capital, su centro más notable de consumo. Estas distan-
cias explican el alto precio de treinta a cuarenta centavos .
por libra a que se le paga en la actualidad, cuando ahora
medio siglo sólo valía tres o cuatro centavos. El flete debía
ser insignificante al favor del bajo precio de las dehesas en
que se mantenían las mulas, así como del valor de veinticin-
co a treinta pesos cada una de éstas, en vez de ocho veces
mayor que cuesta hoy. Entonces el cantón de Vélez era el
lugar preferido para la cría de mulas. La producción de
azúcar está sentenciada a desaparecer entre nosotros por
efecto de los progresos realizados por la mecánica y la quí-
mica en Europa y por la agricultura en las islas de las Anti-
llas, en Cuba principalmente, a no ser que estos progresos
sean introducidos también entre nosotros.
Los tejidos del país están igualmente expuestos a la
competencia irresistible de las manufacturas europeas. El
algodón se vende a más bajo precio en Liverpool, llevado de
mil y dos mil leguas de distancia, que en los lugares en que
aquí se le produce, sin tener aún recargo alguno de trans-
porte. La maquinaria con que se le trabaja, sale recargada
entre nosotros con más de un 100 por 100 de gastos de
traslación. La mano de obra es allá más inteligente, más
educada, lo que significa que es más barata que la nuestra.
Sin embargo, se puede confiar en ·la conservación de nues-
tras industrias de tejidos, al favor de la inclinación que hacia
ellas tienen nuestras poblaciones indígenas del centro de la
república, entre quienes tiene muchos siglos la tradición de
esa clase de trabajos. Déseles un poco de protección, no en
altos derechos de aduana, sino en instrucción manual en las
escuelas, en la introducción de aparatos más adelantados
que los rústicos telares de nuestros conciudadanos chibchas
y guanes, y se verán en poco tiempo progresos notables.

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Sobre todo, favorézcanse entre ellos costumbres de asocia-
ción.
Los lugares en que estas producciones existen en San-
tander, Boyacá y Cundinamarca, son diversos; pero en el
primero de estos departamentos la ciudad del Socorro es e!
mercado y centro principal. En el segundo, el Cocuy, Soatá,
Sogamoso, Duitama, Ramiriquí y el valle de Tensa. En el
tercero, Guatavita, Guachetá, Guasca, y otros. Los merca-
dos de distribución en Cundinamarca son Zipaquirá, Bogo-
tá, Facatativá y La Mesa. De Bogotá se llevan al Tolima, al
Cauca, Antioquia y aun a la Costa. De La Mesa, Zipaquirá y
Facatativá, a la orilla del Magdalena y Tolima. Muy dismi-
nuído como está este ramo de trabajo, por la preferencia
injusta que la bonita exterioridad de las extranjeras hace dar
a nuestros labriegos sobre las sólidas y durables telas del
país, todavía representan, a mi juicio, algo como ocho o
diez millones de pesos anuales, si se incluyen las manufac-
turas de fique, que en sacos, alpargatas, lazos y otros obje-
tos, representan una suma de consideración.
En pago de estas manufacturas sale de Zipaquirá, Chita
y Recetor una corriente de cargas de sal que va por el norte
hasta el Cbicamocha, recorriendo los departamentos de
Boyacá y Santander por sesenta leguas, y por el sur hasta
Neiva, al través del Tolima, en una distancia igual. De Zipa-
quirá y las salinas de su dependencia salen unas setenta mil
cargas (de 8 a 9 arrobas cada una), cuarenta mil hacia el
norte y treinta mil al sur y occidente. De Chita y Recetor
parten otras cuarenta mil a distribuirse entre Boyacá y San-
tander. El resto de sal, hasta completar la producida, se
consume en Cundinamarca. De Maracaibo viene a Cúcuta y
de allí se interna hasta Bucaramanga una cantidad de ...
cargas al año. De las salinas de la Costa Atlántica y de la isla
de Curazao se distribuyen entre Bolívar, Magdalena, Antio-
quia y parte del Tolima, ... cargas anualmente. De la costa
del Perú, en fin, vienen al departamento del Cauca, por los
puertos de Tumaco y Buenaventura, cargamentos de este
artículo que alcanzan a ... cargas. La sal representa, pues,
en nuestra economía interior, más de doscientas mil cargas,
que caminan hasta sesenta leguas de distancia por las vías
terrestres, y hasta doscientas cincuenta por las fluviales.
Hasta 1880 el movimiento de sal era más considerable que
hoy, a favor del bajo precio a que se mantenía el artículo en
los almacenes del gobierno; pero la regeneración, o más bien

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los sistemas del señor Núñez, subieron a más del doble el
precio de monopolio y establecieron en los departamentos
de la Costa Atlántica una política de contratos tan pronto
celebrados como rescindidos con indemnizaciones a los con-
tratistas, que no produjeron entradas al tesoro, pero sí al
bolsillo de algunos especuladores, y una duplicación o más
del precio de este artículo de primera necesidad en las po-
blaciones ribereñas del mar.
El tabaco era, durante el monopolio, un artículo que
recorría todos los caminos de la república desde las facto-
rías de Ambalema, Palmira y Girón, pues el estanco se en-
cargaba de proveer a todas las poblaciones. No era grande
esta circulación; el consumo no pasaba de cien o ciento
veinte mil · arrobas por año, lo que no daba más de doce a
quince mil cargas de mula. Cori todo, al lado del tabaco
viajaban otros artículos, y ocasionaba retorno de otros efec-
tos para aprovechar el viaje de regreso de las mulas. floy
.cada sección de la república se provee de su propio tabaco,
y este artículo no viaja, en el consumo interior, exclusiva-
mente en hojas o tangos, sino ya en la forma de cigarros.
El cacao es un artículo alimenticio considerado como
de primera necesidad entre nosotros, cuyo cultivo no sólo
no ha dado un solo paso de progreso, sino más bien algunos
hacia atrás, en el curso de este siglo. En 1848, el precio
medio no excedía de treinta y dos pesos la carga de diez
arrobas en el mercado de Bogotá. En la actualidad es seis u
ocho veces mayor, es decir, oscila entre ciento sesenta y
doscientos cuarenta pesos. Este grano se produce en el sur
del Tolima, en el Valle del Cauca y en los distritos de Cúcu-
ta y Girón. También se produce, y se dice que de muy
buena calidad, en las orillas del Magdalena, abajo de Honda,
y en las orillas del mar, en la Ciénaga· de Santá Marta;. pero
sólo en el Valle del Cauca se recogen anualmente ~ás de
veinte mil cargas. En Neiva no pasa la cosecha de siete u
ocho mil cargas, y en Cúcuta y Girón se dice que están
medio abandonadas las plantaciones. ¿A qué causas se debe
esta situación? El cultivo del cacao sería más productivo
que el del café, puesto que sq. precio actual en el mercado
interior, y sin grandes gastos de transporte, es más que do-
ble que el del otro en sus mejores años. Sospecho que el
cultivo del cacao requiere más inteligencia y más consagra- ·
ción por parte del propietario, y aquí está la dificultad; no

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hay en el país un solo establecimiento de educación agríco-
la, y nuestros agricultores son enteramente ignorantes de las
nociones científicas; sólo pueden seguir la rutina de sus
antepasados, y en cualquiera eventualidad no conocidas an-
tes, la indecisión y el no hacer nada es su único camino. Es
cosa singular que el único colegio de agricultura, establecido
con grandes. dificultades en Bogotá, fue convertido por el
señor Núñez en cuarteL
El cacao recorre las sesenta u ochenta leguas que me-
dian entre el sur del Tolima y Bogotá, en cantidad de seis u
ocho mil cargas al año. Otro tanto o quizás más camina
desde Cartago y Buga hasta el interior de Antioquia, y de
seis a ocho mil cargas salen por el puerto de Buenaventura a
buscar mercado en los Estados Unidos y Francia.
El cacao se producía ahora cincuenta o sesenta años en
las vegas del Cauca, cerca de la ciudad de Antioquia; en las
del río de Girón, en la ciudad de este nombre, y en las de
Pamplonita y del Zulin, en los valles de Cúeüta; pero ep
todos estos lugares ha desaparecido casi por entero: en An-
tioquia, por la aparición de la enfermedad de la mancha; en
Girón y Cúcuta, acaso por la vejez de los árboles que, como
en la de todos los seres que nacen, es una causa de muerte;
pero no se han hecho esfuerzos serios ni para combatir la
enfermedad , ni para reponer las plantaciones en otros luga-
res. Se dice que en el sur del Tolima está sucediendo igual
cosa, y ella se atribuye al alto precio de este grano en el
interior de la república. La introducción de cacao de Cara-
cas y de Guayaquil se ha inténtado ya por algunos comer-
ciantes.
El maíz es el cereal de más extenso consumo entre
nosotros. Probablemente alcanza la producción a tres o cua-
. tro millones de cargas al año; pero no puede hacerse cálculo
alguno positivo, porque ni se recogen estadísticas ni el artí-
culo viaja más de diez leguas del sitio en que se le cosecha.
Se emplea como alimento universal en la mazamorra, la
arepa y la chicha; sirve para la ceba de tres o cuatrocientos
mil marranos, cada uno de los cuales consume dé dos a
cuatro cargas de g¡:ano; en la alimentación de algtinos millo-
mes de aves caseras, y muy poco en la de bestias cabállares
o mulares y de las vacas de leche. Se produce en todos los
climas desde la orilla del mar hasta tres mil metros de altu-
ra; no necesita· tierras de profunda capa vegetal, pues le
bastan veinte centímetros y se alimenta mucho más de los

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elementos atmosféricos como lo indican sus grandes y largas
hojas. Si hubiese medios de transportes económicos podría
producirse en cantidades dobles y triples que hoy y a mu-
cho más bajo precio para transformarse en carne, leche,
huevos y fuerza animal. Su producción ordinaria alcanza.
hasta treinta cargas o trescientas arrobas por fanegada y por
año en las tierras calientes en donde admite dos y hasta tres
cosechas por año y de diez y seis a veinte cargas en las frías.
Su sabor es preferido entre nosotros al del trigo y se presta
mucho más que éste para ser preparado en muy diferentes
formas y condimentación. Juzgo que no baja de diez millo-
nes de pesos oro su producción anual.
La langosta ha reducido mucho su cultivo en los últi-
mos veinte años, pues ha atacado los cultivos de las tierras
calientes y templadas en toda la república, desde la orilla
del mar hasta mil metros de altura: de este nivel no ha
pasado a las tierras frías.
El plátano es a mi ver el más rico presente de la madre
tierra a la humanidad americana. En sus diversas variedades
se produce desde la orilla del mar hasta 1.200 metros -sobre
este nivel: el hartón necesita una temperatura media de
veintitrés a veinticuatro grados centígrados y tierras húme-
das abundantes en humus para llegar a toda su riqueza y
sabor; pero el dominico le es muy poco inferior, se produce
hasta en los climas de veinte grados, en las faldas de los
cerros o en las llanuras, y da racimos más grandes que aquél.
El primero los da de 25 a 30 frutas a lo más, mientras que el
domini~ da 50 a 70, y a veces más. Esta variedad semeja
mucho a la primera; mas no llega a la suavidad y el dulce de
la otra, la cual preparada al sol como fruta pasa, es una de
las más agradables que se pueden comer, superior al higo y a
la ciruela pasa. No sé por qué no se le prepara así en gran
cantidad. La tercera variedad es la del guineo cambure, que
asimismo como las dos anteriores, puede consumirse verde
o madura, preparado con sal y cocido en el ajiaco popular
llamado colí, o como fruta de postre. Estas tres variedades
pueden emplearse verdes, pintones, o maduros, en prepara-
ciones de sal o crudos cuando maduros: cocidos, asados o
fritos. El guineo verde, cortado en tajadas muy delgadas y
secado al sol o al horno, puede conservarse por meses y aun
años en un lugar seco, y constituye, reducido a harina, un
alimento más agradable que la tapioca, principalmente útil

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para los niños, en quienes reemplaza perfectamente el pe-
cho de la madre. Las demás variedades: Manzanos, habanos,
bocadillos, pacíficos, resplandor, de miniatura solo se usan
como fruta de postre. Es extraño que en los Estados Unidos
en donde de algunos años a esta parte se ha despertado el
gusto por este fruto, sólo se consuma el habano, plátano
·casi del tamaño del hartón, de un color plateado, mucho
aroma y sabor delicado, es verdad, pero de muy difícil con-
servación para su transporte, mientras que las tres primeras
clases son más alimenticias, igualmente agradables y resisten
mejor la transportación a largas distancias.
La importación de ellos en la gran república representa
en la actualidad un valor anual de cerca de diez millones de
pesos, en cuya suma figura Colombia por poco menos de la
décima parte.
El consumo interior de él, principalmente del hartón, el
dominico y el guineo alcanza a un guarismo düícil de apre-
ciar, no menor, eso sí, de ocho millones de pesos anuales.
Las vegas de los ríos en donde se produce el hartón, cada
día· reducidas por la propagación del pasto de pará, rinden
un producto de doscientas a trescientas cargas al año por
fanegada; y cuando la construcción de vías férreas permita
la conducción económica a largas distancias, adquirirán un
valor de quinientos o mil pesos por fanegada. En 1850 no
valía el racimo de plátanos hartones más de diez centavos;
en la actualidad, según la mayor o menor inmediación de
los mercados, no baja de un peso a un peso cincuenta centa-
vos, pues en La Mesa se venden a razón de tres o cuatro por
diez centavos, y en Bogotá, de siete a diez centavos cada
fruta.
Como artículo alimenticio, el hartón representa en las
tierras calientes la mitad de la ración diaria de los peones: es
de muy fácil digestión, de muy fácil preparación, ya sea
cocido o asado, y los peones que se alimentan con él no
ceden y quizá sobrepujan en fuerza y agilidad a los de tierra
fría; se presta a mucha variedad de preparaciones sabrosas;
su plantación tupida y hojosa defiende la tierra de los ardo-
res del sol de los trópicos mejor que ninguna otra planta; su
cultivo es fácil y sencillo: el tronco o vástago, después de
cortado el racimo, es un buen alimento para los bueyes,
bestias mulares y aun para los marranos; las cáscaras del
vástago se aplican en Filipinas y otras islas de Oceanía para

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la fabricación de papel y la de sacos y lazos, pues la fibra
tiene bastante resistencia, y cuando ya, por la vejez, es poco
productiva la plantación, queda el terreno naturalmente
limpio y preparado para o'tros cultivos, como el de la caña
de azúcar, árboles frutales, maíz o pastos.
Es una cuestión difícil entre los agrónomos la de saber
si el plátano es originario de América o si fue introducido
de Africa después del primer viaje de Colón. De Candolle se
inclina en su libro sobre el Origen de·las plantas cultiva.das,
al concepto de que fue introducida de las Canarias o las islas
de Cabo Verde o Santo Domingo, de donde rápidamente se
propagó a todas las Antillas y el Continente de América. A
la verdad, los escritos que nos quedan de los primeros con-
quistadores no mencionan como alimento de las tribus ame-
ricanas sino las pap,as, el maíz y algunas raíces corno el
ñame, la yuca, el malangay, el bore y la batata, sin mención
alguna del plátano, sino cuarenta o cincuenta años después
del descubrimiento, y esto solamente en las costas del Pací-
fico; pero también es muy 9ifícil admitir que su propaga-
ción hubiese sido tan simultánea y tan rápida desde el golfo
de México hasta los tributarios meridionales del Amazonas,
entre tribus salvajes o semisalvajes que procuraban evitar
todo contacto con los europeos, hasta el punto de consti-
tuír en· breve el casi único alimento de esas tribu.s en las
regiones del alto y del bajo Orinoco, por ejemplo, adonde
casi no penetró la colonización española.
Aunque la papa es indígena de las altas mesas de los
Andes, ·en la zona tórrida, su aclimatación en la zona tem-
plada, en la cual fructifica y sazona durante los calores del
estío, ha sido más afortunada que en su cuna primitiva. En
los Estados U nidos, en Irlanda, en Alemania, su reproduc-
Ción es abundante, de suerte que puede calcularse en 20 por
1 ·de semilla a lo menos; entre nosotros no pasa hoy de 5
por 1, lo cual explica por qué allá vale de$ 1,50 a ·$ 2,00 la
·carga, o de $ 0,60 a $ 0,80 el quintal, mientras que aquí
tiene ya un precio medio de $ 10,00 por carga o $ 4,00 el
quintal.
Hasta 1850 y aun 1860 era frecuente oír ~ablar de
cosechas de 30 y aun de 40 por l. Entre otras recuerdo una
de 35 por 1 récogida por el señor Aquilino Quijano en su
hacienda de Potrero Grande y otra de más de 30 por 1
obtenida por el señor Ricardo Gaitán en las inmediacione~

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de Bogotá. Entonces había variedades superiores como la
llamada Caiceda, distinguida por su sabor exquisito, que
hoy ha desaparecido por entero. Recuerdo que en 1868 y
1869, en las sesiones de la Sociedad Agrícola Cundinamar-
quesa, de la que fui uno de los fundadores, oí hablar de las
siguientes variedades: Caiceda, Ojona, Arrayana, Tuquerre-
ña, Pastusa, Huamatanga, Rodilla de Indio, Quiteña, Hueva,
Pepina y quizá de otras más, de las que apenas se mencio-
nan hoy dos o tres.
En 1864, si no me engaña el recuerdo, principió la
enfermedad de la mancha a hacer sus estragos, a la que sólo
resistió, según se decía, la tuquerreña. La zona de cultivo de
este tubérculo, que antes se extendía a tierras templadas,
como Ubaque, Fómeque y hasta las inmediaciones de Tena,
es decir, a terrenos de 1.800 metros sobre el nivel del mar,
ha ido estrechándose hasta las alturas de 3.000, en donde se
cultiva hoy la del Hato, la mejor que se encuentra en Bogo-
tá.
Esta planta, que puede producirse en tierras de 1.000
metros de altura (pues la he visto prosperar a las orillas del
Algodonal en las inmediaciones de Ocaña, aliado del pláta-
no y de la caña de azúcar) , sólo se cultiva en Colombia en
las mesas interandinas de Pasto y Túquerres, en Sonsón y
otros climas fríos de Antioquia, en las tierras altas de Cun-
dinamarca y Boyacá y en Pamplona y la antigua provincia
de García Rovira, en Santander. La cosecha de la sabana de
Bogotá propiamente dicha (desde el Salto de Tequendama
hasta Tausa) se calcula en ochocientas mil a un millón de
cargas de 10 arrobas al año, y la del resto de la república no
puede estimarse en menos de dos y medio a tres millones,
con un valor que no puede computarse en menos de doce a
catorce millones de pesos oro.
Actualmente se empiezan a preparar mejor los terrenos
en que se quiere sembrar este tubérculo, con el empleo de
mejores azadas y el de abonos químicos importados de
Europa con gasto considerable, q.ue hasta ahora no han da-
do resultado de consideración; pero es indudable que ese
movimiento, en que ha tomado la vanguardia el doctor Ma-
nuel Antonio Angel en su hacienda de El Corzo, conducirá
a experiencias y restablecimiento de este cultivo tan impor-
tante. Probablemente esos abonos costosos podrán prepa-
rarse aquí mismo con más economía, para lo cual el gobier-

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no de Cundinamarca debiera sostener un laboratorio de quí-
mica agrícola, como con resultados espléndidos han estable-
cido las ciudades principales en Alemania.
La producción de trigo no ha sido afortunada en nues-
tras tierras altas, a pesar de que en algunos casos ha dado
resultados brillantes en la sabana de Bogotá. Ahora años oí
al señor Agustín Carrizosa Pardo que en su hacienda de
Terreros había obtenido en un barbecho de papas de poco
más de tres fanegadas de extensión, una cosecha de setenta
u ochenta cargas de trigo, o sea a razón de cincuenta a
sesenta por una de sembradura. El hecho general es que este
grano no produce en Cundimimarca más de 3 o 4 por 1, y
que su precio se sostiene de $ 20 para arriba la carga de 10
arrobas, que en los Estados Unidos no vale más de$ 3 o$ 4
(de$ 0,60 a$ 1 el bushel de 58 libras de peso). En conse-
cuencia, estamos consumiendo harina americana en casi to-
da la república, además de azúcar y manteca de la misma
procedencia. Esta situación vergonzosa y humillante de
nuestra agricultura sólo denota ignorancia en el pueblo y
abandono total. en el gobierno de su tarea de fomentar el
desarrollo industrial del país. De esto último hay tres prue-
bas en el período de los diez y seis años que acaban de
pasar: la supresión de la Oficina de Agricultura fundada en
1878; la clausura del Colegio Agrícola abierto en 1879, y el
abandono total de la Quinta Modelo establecida durante la
gobernación del general Salgar, en las inmediaciones deBo-
gotá, en 1874.
Hoy no se puede calcular la producción de trigo entre
nosotros, porque no se publican estadísticas de la importa-
ción americana, muy notable ya, ni se las recoge tampoco
en los departamentos. En esta materia sólo el señor Villami-
zar Gallardo, durante su gobernación en Santander y los
señores Pedro J. Berrío, Pedro Restrepo Uribe y Luciano
Restrepo en Antioquia, se procuraban algunos datos.
Tomando, sin embargo, la base de que el consumo ac-
tual represente un centavo por persona y por día, o sea
sobre nuestra población de cinco millones de habitantes,
$18.000.000 por año, y como en el consumo de pan, en el
tamaño actual de Cundinamarca, cada carga de harina pro-
duce, poco más o menos $36 de pan, $ 18.000.000 equival-
drían a 500.000 cargas de harina, guarismo que encuentro
muy bajo de acuerdo con lo que parece sugerir mi observa-
ción diaria en las ciudades y en los campos de este departa-

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mento. Juzgo, pues, que el consumo no bajará de centavo y
medio por cabeza al día, o sean 750 u 800.000 cargas de
trigo, que a $ 8 oro, suman un valor de $ 6.000.000, la
décima parte del cual será importación extranjera. En esta
hipótesis, sólo una mitad de los colombianos comerá pan de
trigo; pero es probable que las dos terceras partes lo coman.
La gran ventaja de este cereal sobre el maíz consiste en
dos cosas: la primera, que es de mucho más fácil conserva-
ción, pues al maíz, lo persigue mucho el gorgojo; y la segun-
da, que el principio aromático y gustoso del maíz se evapo-
ra rápidamente, de suerte que el pan y aun el bizcocho
hecho con él no resiste de un día para otro.
El 'arroz es de uso muy general, pero no sé por qué
causa es muy limitado su cultivo. Se le introduce de Bengala
y quizá del producido en el sur de la Unión Americana
hasta Bogotá y Neiva, en los departamentos interiores de
Cundinamarca y Tolima. No puedo calcular cuál sea el valor
del arroz nacional. Actualmente se vende en estos departa-
mentos a veinte centavos la libra. Ahora cincuenta años
recuerdo que no excedía de sesenta a ochenta centavos la
arroba, es decir: de dos o tres centavos libra.
Aparte de las papas, nuestras cordilleras producen otras
raíces más alimenticias y sabrosas. La arracacha, la yuca, la
batata (boníato en la isla de Cuba), el r1ame, el malangai, el
bore, el nabo de indio o in vio, las h ibias, de las cuales sólo
se hace gran consumo de las dos primeras.
La arracacha es una planta en extremo rica que se pro-
duce en una zona angosta de los Andes, entre 1.500 y 2.000
metros de altura, bien que alguna variedad ha logrado acli-
matación en la sabana de Bogotá a 2.500 metros. Se com-
pone de cuatro partes útiles; la raíz propiamente dicha,
llamada el grano; la coya, o cuello grueso entre la raíz y la
corona, de donde se desprenden los tallos: estas dos partes
son comestibles, pero la primera es la más sabrosa y sucu-
lenta; la parte de cuello que sale a flor de tierra y de donde
empiezan las hojas, se llama troncho, sirve para la repro-
ducción de la planta y es buen alimento para el ganado
vacuno y el caballar, y en fin, las hojas, que son buen forra-
je para las bestias de servicio, principalmente para Jos b':le-
yes.
Ocupa la tierra desde ochenta días hasta seis meses,
según la temperatura y la variedad que se siembre, y rinde

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en término medio, por fanegada, tres cargas de grano, o
cuatro o seis de coya y una de troncho. Es más alimenticia
y de más fácil digestión que la papa, en términos que se
puede dar a los convalecientes y a las personas de estómago
delicado. Se emplea como la papa, en ajiaco, naco, cocida
en el puchero, en pasteles y tortas, y se hace también -a ro
que la papa no se presta-- bocadillos y jaleas muy agrada-
bles. Conozco tres o cuatro variedades de esta raíz.
El consumo de la yuca es mucho más extenso, pues se
la cultiva desde la orilla del mar hasta 1.500 metros de
altura. En el Alto Magdalena se conocen estas variedades de
ella: canoa, Playera, algodona, chicora, veleña, cundayuna,
yema de huevo y dos o tres más, que ocupan la tierra desde
tres meses hasta un año y aun catorce meses, y dan sus
raíces de gran tamaño, como la primera mencionada, con
frecuencia de dos arrobas de peso, hasta raíces pequeñas
muy delicadas y sabro$8S. Tiene la ventaja de .que las raíces
penetran en la tierra hasta sesenta y setenta centímetros,
dando paso a la luz, la humedad y demás agentes atmosféri-
cos, lo que equivale al trabajo de un arado inmenso. Estas
raíces se conservan muy bien debajo de la tierra hasta por
seis meses, y se dice que hasta por un año, de suerte que no
hay necesidad de sacar a luz toda la cosecha después de
sazonada. Juzgo que pasa de dos millones de cargas el pro-
ducto anual, cantidad que representa un valor de cuatro a
seis millones de pesos. De ella se extrae el almidón, que se
emplea en la preparación de la ropa blanca; de una de sus
variedades, el casabe, especie de tortilla o arepa que reem-
plaza el pan de trigo entre las poblaciones de las llanuras
orientales y en las márgenes medio desiertas de las orillas
del Magdalena y del Atra'to, y en el Brasil se prepara con
ella la tapioca, especie de pasta granulosa que puede conser-
varse por mucho tiempo. En algunos cantones de B~yacá,
en las provincias del Socorro y Soto, en las tierras calientes
de Cundinamarca y Antioquia, y en todas las del Bajo Mag-·
dalena, es quizá el elemento principal de la alimentación.
Con ella se hace un pan muy agradable al sacarlo del horno,
pero que pierde pronto su sabor y su aroma.
La familia de las leguminosas, habas, arvejas; garbanzos,
fríjoles, lentejas, no es muy frecuente entre nosotros. Los
fríjoles en Antioquia y algo en Santander, las habas·y arve-
jas en Cundinamarca y Boyacá, los garbanzos muy poco,
autorizan para decir, al contrario de lo que en España, que

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"ésta no es tierra de garbanzos", lo que es de sentir porque
esta familia es muy alimenticia, sabrosa, de buena conserva-
ción y tiene la ventaja de mantener su fertilid.ad a la tierra
en que se siembra, más aún, la de servir como un abono,
principalmente cuando entierra la planta recién nacida. No
puedo formar cálculo alguno de la producción de este artí-
culo.
El de frutas es muy variado y abundante en todas par-
tes. Las tierras templadas entre 20 -y 24 grados centígrados
parecen ser las preferidas de la naturaleza para este efecto.
Aguacates, chirimoyas, plátanos de postre, naranjas, ·limas
granadillas, zapotes, guayabas, papayas, caimitos, piñas
pitahayas, pomarrosas, badeas, guamas, pepinos, y varias de
los climas fríos que aclimatadas, son mejores que en su
temperatura de origen, como los duraznos, melocotones,
albaricoques y moras. Las frutas en que sobresalen los cli-
It:Ias cálidos son los mangos, el plátano hartón, la patilla o
sandía, el meló n, el almendrón, el níspero, las uvas de pos-
tre, el coco, la ciruela americana, y a veces el aguacate. En
las tierras frías, la cereza, la curuba, la manzana, la pera, la
ciruela europea, la fresa, y cultivado con mucho esmero, el
durazno. De todas ellas se encuentra una variedad y una
abundancia extrema en Bog<_>tá.
La producción de frutas, todavía poco atendida en
nuestro país, y deduciendo el valor del plátar;10, no puede
estimarse en menos de ocho millones de pesos anuales. Hay
muchas frutas silvestres que pudieran dar lugar a cultivos
interesantes, como las uvas camaronas que se producen en
tierras de 12 a 14 grados de temperatura, las gulupas, las
uvas de playa, el me recure y la leche-miel, de los territorios
orientales, los frutos dé diversas variedades de palmas y
cactus, el algarrobo antioqueño, etc.
Juzgo, pues, que se puede estimar en ciento cincuenta
millones de pes'JS oro la alimentación anual de los cinco
millones de habitantes de Colombia. Y como este gasto
forma las dos terceras partes, a lo menos, de t'odos los con-
sumos, quizá no excede el monto de éstos de doscientos
cuarenta millones anuales.
El resumen de nuestros consumos anuales es el si-
guiente:

147

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Carne de res vacuna (700.000 reses) . . . $ 25.000.000
Marranos (600.000) a $ 8.00 . . . . . . . . 4.800.000
Huevos, gallinas y demás aves de corral . . . 8.000.000
Papas (4.000.000 de cargas) . . . . . . . . . 10.000.000
Maíz (6.000.000 de cargas) . . . . . . . . . 14.200.000
Trigo (1.000.000 de cargas) . . . . . . . . . 6.000.000
Cacao (40.000 cargas) . . . . . . . . . . . . 3.000.000
Plátano (12.000.000 de cargas) . . . . . . . 13.000.000
Azúcar, panela y miel . . . . . . . . . . . . . 15.000.000
Leche, queso y mantequilla . . . . . . . . .
Yucas (2.000.000 de cargas) . . . . . . . . . 5.000.000
Cerveza y cebada . . . . . . . . . . . . . . .
Arracacha (500.000 cargas) . . . . . . . . . . 1.000.000
Licores y vinos extranjeros (1) . . . . . . .
Frutas (sin comprender los plátanos) . . . . . 6.000.000
Sal (400.000 cargas) . . . . . . . . . . . . . . 4.000.000
Arroz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Pescado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Leguminosas . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Vinagre, aceite y especias varias . . . . . . .
Artículos varios (combustibles y una gran
variedad de pequeños artículos como toma-
tes, cebollas, repollos, etc.) . . . . . . . . . . 20.000.000

Total, oro . . . . . . . . $ 135.000.000

(1) La chicha, el guarapo y el aguardiente, que son bebidas


nacionales, están comprendidas en el cálculo de maíz, panela y miel.

148

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CAPITULO XVII

RENTAS Y GASTOS NACIONALES

Este asunto representa una parte importante de la evo-


lución sociológica del sistema colonial, al de independencia
y gobierno propio. En el primero, el régimen de los impues-
tos y su inversión tenía por objeto principal favorecer los
intereses de la metrópoli y mantener su dominación sobre
estos países; en el segundo, se trataba de reparar las injusti-
cias de que éramos víctimas, de quitar las trabas que emba-
razaban nuestro desarrollo industrial y de aplicar el produc-
to de las contribuciones exclusivamente a la protección de
nuestros intereses y a la conservación de nuestra nacionali-
dad. Puede juzgarse del camino recorrido en 1849 por este
solo hecho. La riqueza y la industria del país en este año,
eran el doble a lo menos, como lo era la población que las
de fines del siglo pasado, y con todo, el producto de los
impuestos era en 1797 un cincuenta por ciento mayor. El
congreso constituyente de Cúcuta había dado grandes pasos
hacia la redención de las clases populares, con la declarato-
ria de la libertad de los partos de las esclavas, la abolición
del tribunal del Santo Oficio, la apertura de nuestros puer-
tos a la bandera de todas las naciones, la supresión del
tributo de indios, la de las aduanas interiores de provincia a
provincia, la del impuesto sobre .los trabajadores de oro
corrido, llamados también mazamorreros, y sobre todo, con
el reconocimiento de los derechos del hombre y la sustitu-
ción de la voluntad caprichosa de los mandatarios, con las
leyes iguales para todos. La primera idea de los constitu-
yentes fue reemplazar los monopolios y contribuciones
odiosas de la colonia con la contribución directa y propor-
cional; empero, esta institución que en teoría parece tan
sencilla, debía encontrar la resistencia obstinada de las cla-
ses superiores, hasta entonces libres de toda obligación di·
recta en favor de la colectividad, y las dificultades que la

149
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
ignorancia absoluta de la estadística, por u:ria parte, y las
tendencias a la injusticia y la exageración, por otra, debían
suscitar en poblaciones atrasadas sin noción alguna acerca
del modo de distribuirla. El Libertador Bolívar ordenó la
suspensión de la ley que la creaba, y olvidada su ejecución
durante algunos años, fue ésta una qe las ideas madres que
surgieron en pos del cambio del 7 de marzo. La alcabala
había sido suprimida en 1834, el monopolio de tabaco en
1848 y 1849; el diezmo, el monopolio de aguardiente, los
quintos de oro y el alto precio de la saJ iban a recibir los
primeros ataques del "espíritu nuevo".
El presupuesto de rentas de 1849 a 1850 formado por
la administración Mosquera para presentar al congreso de
1849, fue el siguiente:

Ramo de rentas.

Tabaco . . . . . . . . . . . . . . . . .. $ 1.032.710
Salinas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 568.840
Monedas . . . . . . . . 100.000"
Correos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50.000
Papel sellado . . . . . . . . . . . . . . . . . 100.000
Bienes nacionales . . . . . . . . . . 99.516
Aduanas . . . . . . . . . . 820.000
Diezmos . . . . . . . . . . . . . 217.500
Aguardientes . . . . . . . . . . 153.500
Quintos y fundición de oros . 120.000
Peajes y pontazgos . • . . . . 52.675
Censos, alquileres y premios . 18.100
Hipo tecas y registros .. . , . . . . . . 17.000
Descuentos de sueldos para pensiones c1v1·
les . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8.900
Manumisión (impuesto sobre las herencias) 8.000 ·
Sello y derechos de títulos 4.000
Internación de mercancías (en el Magdalena) 3.700
Exportación de mineral concentrado . . . . . 2.000
Internación de sales . . . . . . . . . . . . . 460
Multas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 440
Impuestos varios . . . . . . . . . . 6.560

Total general. $ 3.383.901

150

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Este presupuesto daba idea de un estado muy .desaho-
gado de las rentas públicas. Se fundaba, más que en la ex-
periencia de años anteriores, en la expectativa de aumentos
repentinos; el producto efectivo fue el siguiente:

Ramo de impuesto$.
Tabaco (1) . . . . . . . . . . . . . . . . $ 826.644
Salinas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 468.458
Monedas . . . . . . . . . . . . : . . . . . . 27.831
Correos . : . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124.082
Papel sellado . . . . . . . . . . . . . . . . . 80.252
Bienes nacionales . . . . . . . . . . . . . . 56.370
Diezmos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 236.427
Aduanas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 687.950
Aguardientes . . . .. . . . . . . . . . . . . 170.141
Quintos y fundición de oros . . . . : . . 75.379
Peajes y pontazgos . . . . . . . . . . . . 22.367
Censos, alquileres y premios . . . . . . . . 18.868
Internación de sales y mercancías . . . . . 4.200
Impuestos de rentas varias (pensione·s ci-
viles, manumisión, sello y derecho de tí-
tulos, exportación de mineral, multas ,
etc.) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . , 132.206

Total general. $ 2.931.175

Los productos efectivos de e.stas contribuciones en los


dos años anteriore~ habían sido:

(1) En pago de empréstitos antiguos se dio .en este año mucho


tabaco; pero el valor de éste no entró a las cajas nacionales como
recurso.

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Año de 1847 Año de 1848

a 1848 a 1849
Rentas Productos Productos

Tabacos . . . . . . . . . . $ 827.352 826.706


Salinas . . . . . . . . . . . . . 467.352 477.116
Monedas . . . . . . . . . . . . 37.540 49.903
COrreos . . . . . . . . . . . . 43.364 64.309
Papel sellado . . . . . . . . . 77 ,370 51.770
Bienes nacionales . . . . . . . 7.457 74.575
Aduanas . . . . . . . . . . . 562.474 555.367
Diezmos . . . . . . . . . . . . 223.011 215.246
Aguardientes . . . . . . . . . . 146.924 154.725
Quintos y fundiciones de oros 100.349 94.430
Hipotecas y registros . . . . . 17.542 17.812
Peajes y pontazgos . . . . . . 25.010 23.380
Censos, alquileres y premios 2.105 1.936
Internación de sales y mer-
cancías . . . . . . . . . . . . . 2.892 4.090
Impuestos y rentas varias
(pensiones civiles, sello y de-
recho de títulos) . . . . . . . . 4.253 2.428
Manumisión . . . . . . . . . . 7.395 9.232
Multas . . . . . . . . . .. . . 481 712

Totales . . . . . . . . . . . $ 2.552.871 2.623.737

Como se ve, esta era una lista de más de veinte contri-


buciones que, con excepción del tabaco, las aduanas, las
salinas y los diezmos, no producían casi lo necesario para
pagar los gastos de recaudación, exigían un tren de emplea-
dos numerosos e imponían para muchas operaciones de la
vida estorbos y formalidades insoportables.
Los gastos de recaudación de este sistema complicado
alcanzaban exactamente al 50 por 100 del producto bruto
de las entradas, como puede verse.
Los del estanco de tabaco, com-
pras a cosecheros, factorías, almacenes

152
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
de depósito, empaques, conducciones
a los lugares de consumo, vendedores
del artículo, locales, etc., sin contar
resguardo, ascendían a . . . . . . . $ 548.517
Los de estanco de sales- en pro-
ducción del artículo, locales, adminis-
traciones especiales . . . . . . . . . . . 206.060
Los gastos generales -como ad-
ministraciones de hacienda, adminis-
traciones de aduanas, corte de cuentas,
locales, resguardo, etc. . . . . . . . . . 570.094

Total . . . . . . . . .. . . . . . . .. $ 1.324.671

Sobre $ 2.600.000, producto medio, más de 50 por


100.
Lo.s gastos por su parte, es decir, los objetos de servicio
público a que estaban destinados estos recursos, eran tam-
bién multiplicados, y tanto que, una sola organización de
gobierno no podía hacerles frente sin descuidar quizá inte-
reses esenciales a la vida nacional. Se descomponían pí, se-
gún el presupuesto presentado al congreso en 1849, para el
servicio económico de lo de septiembre de 1849 a 31 de
agosto de 1850.

Deuda nacional.

Deuda extranjera (intereses all Y4 por 100) 207.040


Deuda interior consolidada (intereses 6 y
al 3 por 100) . . . . . . . . . . . . . . ... 134.159
Censos sobre fincas de propiedad nacional 6.448
Nueva deuda interior (de 1840, intereses). 42.000
Deuda flotante (intereses) . . . . . .. . . 785
Censos trasladados al Tesoro (en 184 7 a
1848) intereses . . . . . . . . . . . . . . . . 12.025
Empréstitos forzosos (saldo capital) ... 4.302
Empréstitos especiales (pagaderos en taba-
co, intereses) . . . . . . . . . . . . . . . . . 18.400
Servicio de caja de amortización . . . . . 88.000

Pasan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . $ 513.159

153
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Vienen $ 513.159

Congreso.
Dietas, viáticos y secretarios de las cáma-
ras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74.338

. Poder ejecutivo.

Sueldos del presidente y sus secretarios,


g<,>bernaciones, jefaturas políticas de los .
cantones, alcaldías y material . . . . . 141.079

Relaciones exteriores.
Legaciones, empleados de la secretaría y
consulados . . . . . . . . . . . . . . 52.714

Policía.
Sueldos de empleados 1.862
Justicia.
Corte Suprema, Tribunales, juzgados de
circuito, Ministerio público y material . 127.080
Guerra.
Ejército, armamento, municiones, vestua-
rio y oficinas . . . . . . . . . . . . . . . 547.569
Marina. (?)
Comandancia de marina y 'un pailebot . . 7.700

Obras públicas.

Establecimientos de casti-
go (cárceles) . . . . . . . $ 64.435
Vías de comunicación . . . 182. 696 1

· Construcción de edificios . 36.000 283.131

Pasan . 1.748.632

154
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Vienen ... .$ 1.748.632
Instrucción pública.

Universidades de Bogotá,
Popayán y Cartagena 29.757
Escuelas primarias . 6.691 36.448
Culto.

Episcopado, catedrales, curatos, semina-


rios, fábrica, m~iones . . . . . . . . . . . 154.945
Beneficencias y recompensas.

Pensiones . . . . . . . . . . 148.577
Lazaretos . . . . . . . . . . 22.149
Hospitales (militares) . . . 11.237
Manumisión de esclavos . . 16.500
Gastos varios . . . . . . . 27.075 225.538

Gastos de hacienda y del tesoro.

Secretaría, corte de cuen-


tas, intendencias, adminis-
traciones generales de ha-
cienda, tesorería general
(es decir, servicio general) . . 197.095
Administraciones de adua-.
nas . . . . . . . . . . .. . . . . 65.58'4
Servicio de correos . . . . . 77.894
Estanco de tabacos, com-
pras, sueldos, empaques,
transportes, etc. . . . . . . 548.517
Salinas, producción de sa-
les, sueldos de administra-
ciones·locales, etc. . . . . . 206.060
Gastos generales, sueldos,
resguardos, material .... 225.083 1.320.233
'
Total general de presupuestos . . . . . . $ 3.485.796

155
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
A primera vista se nota la exigüidad de la suma aplicada
a ciertos servicios importantes, como por ejemplo:
Escuelas primarias . . . . . . . . . . . . . . $ ¡ ¡ ¡6.691! ! !
Polic.ía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . $¡1.862!
Y la suma, gruesa ya, consagrada al ejército,$ 547.569;
es decir, más del 20 por 100 de la totalidad de las rentas.
Este guarismo pudo reducirse seis años después, sin incon-
veniente alguno y con aplauso universal, en la administra-
ción del señor Mallarino, y, ¡contradicción notable! a es-
fuerzo principal del señor Rafael Núñez! entonces secre-
tario de guerra, a sólo$ 147.469.
Los sueldos, en lo general, eran mezquinos, el servicio
de correos caro y muy tardío, pues $ 77.000 que gastaban
entonces no son la quinta parte de lo que cuesta hoy: mu-
rllos edificios de la nación, abandonados y casi en ruinas,
fueron cedidos a las provincias para evitar su completa des-
trucción. El crédito exterior había llegado a una postración
inexplicable, pues sólo el general Santander había pagado
los intereses de la deuda extranjera en poco más de dos
años, y el general Mosquera otro .tanto. El resto de los
períodos administrativos, nada. Baste decir que el servicio
del gob~erno nacional podía compendiarse en las siguientes
cifras:

Gastos de recaudación de las contribucio-


nes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . $ 1.300.000
Ejército . . . . . . . . . . . . 600.000
Todo lo demás . . . . . . . . . . . . 700.000

Igual al producto de las rentas . . . . . $ 2.600.000

Este era el estado a que el centralismo riguroso había


conducido.
Agréguense ahora las dificultades que perseguían a los
trabajadores en todas sus empresas: el diezmo y la primicia,
fuese la cosecha buena o mala; la prohibición de sembrar
tabaco, excepto con la obligación de venderlo al estanco a
precio vil; la prohibición de cultivar la oliva y la viña, indus-
trias populares entre los colonos españoles; la imposibilidad
de aprovechar en la destilación las mieles incristalizables, a
causa del estanco de aguardiente; la obligación de vender los
frutos exportables a una sola compañía privilegiada, la de
Sevilla y la vascongada; la ausencia de vías de comunicación

156
Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
para buscar el mejor mercado; la alcabala en todas sus com-
pras y ventas, ya fuese de fincas raíces o de artículos fungi-
bles; la obligación de someterse a los precios de los efectos
extranjeros que introducía la compañía privilegiada; la falta
absoluta de escuelas, salvo en los conventos de frailes, do-
minados por el principio de que "la letra con sangre entra".
Principalmente, y esta dificultad superaba a todas las otras:
la tierra cultivable en la vecindad de las poblaciones -y la
que lejos de éstas prometía esperanzas, ya fuese por su
buena situación o por su fertilidad- había sido distribuída
en grandes extensiones, por vía de merced a los conquista-
dores feudales o a título de encomienda, cuando en ella
había p9blación indígena que reducir a la esclavitud; de
suerte que cuando el crecimiento de los habitantes aumen-
taba el número de los trabajadores nuevos, éstos no podían
ejercitar su actividad sino en calidad de peones a jornal o de
.arrendatarios sometidos a todos los caprichos y a toda la
avaricia del dueño de tierra . Esta circunstancia es la que, a
mi ver, explica el estado de atraso en que los españoles
dejaron sus colonias, y el estorbo más invencible que han
tenido después para mejorar la condición de las masas po-
pulares, los que tanto esperaban de las instituciones repu-
blicanas. Adelante veremos cuáles eran las ideas que, con
relación a todos esos estorbos animaban a los hombres que
encabezaban el movimiento del 7 de marzo.
Hasta aquí hemos hablado de las rentas nacionales: fál-
tanos decir algo sobre lo que eran las rentas municipales, la
savia original de los pueblos democráticos. Es una cosa
asombrosa la rapidez con que acabaron en España las cos-
tumbres municipales fundadas durante la lucha con los mo-
ros, combatidas por sus reyes a medida que la monarquía
fue extendiendo su poder a toda la Península. Entre noso-
tros no aparece nada de esa idea tan fácilmente vencida en
Villalar, a tiempo que empezaban a fundarse aquí las pri-
meras colonias españolas. No había casas municipales, ni
escuelas, ni acueducto que merezca el nombre de tal en
Bogotá, ni en Panamá, Santa Marta y Cartagena, ni en po-
blación alguna. Uno que otro puente, como el del Común, a
seis leguas de Bogotá, hecho a esfuerzos de un virrey, con el
trabajo de comunidades enteras de indios, reclutados por la
fuerza y sin pagarles salario alguno; murallas y fortifica-
ciones enormes, que con un gasto inmenso defendían, con-
tra sus moradores mismos, las ciudades del litoral. Y digo

157

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
que contra sus moradores mismos, porque ellas fueron im-
potentes para protegerlas contra las expediciones de los fi-
libusteros en los siglos XVI, XVII y aun hasta principios del
XVIII. Las murallas de Cartagena costaban ya, ahora siglo y
medio, ochenta millones de pesos, suma que, habida consi-
deración al mayor valor que entonces tenían los metales
preciosos, equivale a cerca de trescientos millones en la ac-
tualidad. Y, sin embargo, Cartagena carece aún hoy de agua
potable que pudiera traérsele de tres o cuatro leguas de
distancia. La idea católica, desprovista de autoridad tem-
poral y frecuentemente en lucha con ella, pudo llenar de
iglesias, algunas monumentales, todas nuestras poblaciones:
en Bogotá, que a fines del siglo pasado sólo contaba 17.000
habitantes, había treinta iglesias, con capacidad para más de
40.000 personas, y no habfa acueducto, ni casa municipal,
ni escuelas, y sólo un hospital, debido al trabajo de una
pobre comunidad de frailes. En Cartagena y Santa Marta,
ciudades tropicales de clima ardiente, no había un solo ár-
bol que mitigase de los rigores del sol sus calles y sus plazas;
ni en ellas, ni en Panamá había una sola cloaca que mantu-
viese el aseo y la salubridad del aire respirable, mucho me-.
nos un solo baño público, pero ni privado.
No había una sola corporación que pudiese establecer
contribuciones, si se exceptúa el consulado de Cartagena
que las cobraba sobre la navegación del brazo del Magda-
lena, que desembocando en una extensa bahía, era el único
vehículo para el comercio con el interior; pero que nunca
acertó a tenerlo navegable sino por pequeñas canoas, y eso
no siempre.
La institución de las cámaras provinciales, con las que
empezó a funcionar algo de vida municipal, fueron iniciadas
entre 1820 y 1822 por la primera administración del gene-
ral Santander, quien les dio el carácter de meros cuerpos
consultivos, sin atribuciones ni facultades propias. Los Con-
sejos comunales y cantonales se debieron luego a los traba-
jos d,el dootor Vicente Azuero, autor de las leyes orgánicas
del servicio municipal de 1824 y 1835, en que por primera
vez se les dieron, así como a las cámaras de provincia, tími-
das facultades para establecer algunos impuestos. En 1850,
éuando por primera vez se preocupó el gobierno general con
la idea de averiguar cuáles eran las rentas con que las pro-
vincias podían nacer frente a una participación activa en el
manejo de los intereses públicos, a virtud de la ley de des-
158

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Con tribu-
ción directa Contri-
Rentas acabada de Rentas bución
Provincias. en 1850 establecer. en 1851 directa.

Antioquia . $ 66.630 $ $ $
Azuero. ·...
Bogotá .... 11.149 80.000 80.004 57.600
Barbacoas .. · 13.000 8.243
Buenaventura
.Cartagena .. 106.168 7.471
Casanare ... 4.486 ., 9.665
Cauca . ·.... 45.028 36.677 36.433
Chocó ...... 37.620 3.200 19.400 .}5.000
Fábrega (Chi-
riqu í) . .. ... 7.829 6.560 8.507 6.560
Mariquita .. 20.151 5.600 28.786 . 20.076
Mcdellín ... 46.372
Mompós ... 10.144 2.145 13.556 2.500
Neiva ..... 19.600 13.760 17.575 12.000
Ocaña ..... 16.180 3.200 21.592 4.000
Pamplo.na . .' 17.092 3.551 24.740 10.000
Panamá .... 68.353 22.368
Popayán ... 20.748 24.961
Pasto ...... 9.425
Riohacha ... 6.646 12.785
Santa Marta : 29.240 1.440
Santander
(Cúcuta) ... 24.631 5.000 .
Socorro .... 32.893 3.320 54.335 30.000
Soto (Girón,
Bucara.manga,
etc.) ......
Túquerres .. 7.249
Tunja .....
Tundama .. 22.138 33.343
Vélez ..... 23.427 13.672
Veraguas.: 11.976 8.400 14.546 9'.617
Valle Dupar 9.774 8.000 14.560 14.400

Totales .. $ 518.998 139.176 692.226 266.697

159

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centralización expedida en ese mismo año, se encontró el
resultado siguiente. Contando ya con las rentas descentrali-
zadas, que producían entonces por lo menos$ 500.000, los
presupuestos de rentas provinciales eran como en el gráfico
anterior.
Faltaban en este cuadro, que publicó la Memoria de
Hacienda de ~851, los datos relativ,os a las provincias de
Azuero, Buenaventura, Cartagena, Panamá, (Cúcuta), Soto
y Tunja, cuyas rentas, en 1850, pueden calcularse en
$ 160.000 más, y el producto probable de gr~ndes peajes
sobre los efectos comerciales procedentes de otras provin-
cias que estableció la de Antioquia, que debían producir
$ 40.000. en reemplazo de los quintos de oro suprimidos.
Con estas dos partidas, se puede calcular que el presupuesto
de rentas de todas reunidas alcanzaba a $ 700.000 dedu-
cidas de los cuales las rentas nacionales cedidas, las rentas
propias de las provincias no llegaban a $ 300.000 anuales.
Como puede verse en la tercera columna del anterior
cuadro, completando el producto total de las rentas
($ 692.226) con los presupuestos que faltan de las provin-
cias de Antioquia, Azuero, Buenaventura, Pasto, Santa-
marta, Soto,' Túquerres y Tunja, que podemos calcular en
$ 180.000 tendremos, que un año después de la expedición
de la celebre ley de descentralización, los recursos de las
provincias se acercaban ya a$ 900.000, o sea que en año y
medio los habían triplicado. Las contribuciones directas
también excedían ya de $ 345.000.
De r.entas comunales no tengo datos que poder consig-
nar: pero indudablemente los 800 distritos parroquiales
existentes en 1848, no reunían más de$ 250.000 para sus
rentas. Desde tiempos remotos estaba establecido el impues-
to de trabajo personal subsidiario para la composición de
los caminos, a razón de tres días de trabajo a todo varón
mayor de diez y seis años y a toda mujer independiente,
pagadero en dinero por los que puedan hacerlo. En dos
millones y medio de habitantes en 1848 este impuesto re-
caía sobre seiscientas mil personas a lo menos y su producto ·
no podía ser menor de$ 600.000; pero parece que nunca se
ha llevado cuenta de su empleo, y aunque exigido con rigor
por los alcaldes, jamás se ha sabido en cuáles obras o mejo-
ras útiles para los que lo pagan se invierte. Este es un resto
de la esclavitud colonial inapercibido por los hombres que
se han ocupado de la cosa pública.

160

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CAPITULO XVIII

Año de 1850.

Las mayoría en el congreso. - Abolición de los derechos sobre la


siembra de tabaco. - El cólera en Bogotá. - Descentralización de
rentas y gastos. - Discusiones sobre libertad de imprenta, abolición
de la esclavitud, reforma de la Constitución. - Desafuero eclesiás--
tico y renta fija a los curas.

En el congreso de 1849 tuvo mayoría el partido conser-


vador en ambas cámaras, como lo revela el hecho de haber
sido presidente de la de representantes, el doctor Mariano
Ospina, y los señores Juan Clímaco Ordóñez y José Ignacio
de Márquez en la del senado. Esta situación explica la
ausencia de legislación liberal en aquel año. En 1850 ya
tuvo may">ría el partido de la administración en la cámara;
pero en el senado las fuerzas estaban equilibradas. El nom-
bramiento del general José María Mantilla para presidir esta
última corporación, procedió de haber votado éste por sí
mismo, mientras que el general Herrán, candidato de los
conservadores, lo hizo en favor del doctor Márquez. El ge-
neral Mantilla profP.saba una antipatía especial al general
Herrán, por haber sido éste, en 1819, entonces al servicio de
la causa realista, oficial de eapilla· del otro, condenado a
muerte como prisioner_o repu~licano. Como se sabe, el gene-
ral Mantilla logró fugarse de la capilla y encabezar un mo-
vimiento independiente en la provincia de Pamplona, a
tiempo que la expedición libertadora salida de Casanare es-
taba próxima a librar la batalla de Boyacá.
La lucha entre los dos partidos principió en el congreso
con el proyecto de ley sobre "Descentralización de rentas y
astos".
Como he iniciado en otro capítulo, las entradas del
soro a duras penas alcanzaban a tres millones d ~ pesos

161
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prOCiucto oe más de veinte contribuciones cuyos gastos de
recaudación absorbían la mitad del importe de ellas; el sos-
tenimiento de un fuerte ejército permanente consumía la
quinta parte, y el resto, suma ya insignificante, era lo único
que podía destinarse al servicio de los intereses nacionales.
Un gobierno central abrumado con sus atenciones propias y
además con el trabajo de atender a los intereses municipa-
les, descuidaba el cumplimiento de unos y otros deberes y
el resultado general era inercia, desgreño, en el movimiento
social. A corregir esta situación iba dirigido el pensamiento
descentralizador del gobierno con el doble objeto de dar
vida a las municipalidades proveyéndolas de rentas y de
facultades para crearlas, y descargar al gobierno general de
atenciones de imposible desempeño.
Al efecto, la Nación se reservaba, en el proyecto, las
rentas de aduanas, correos, papel sellado, amonedación, la
quinta parte de las rentas municipales, los descuentos para
cubrir las pensiones civiles, el producto de venta o arren-
damiento de bienes nacionales, y los intereses de demora,
multas, y aprovechamientos que por razón de contratos ce-
lebrados por el gobierno general se causasen a su favor.
Todas las demás rentas: salinas, diezmos, aguardientes,
hipotecas y registro, peajes. quintos y fundición de oros,
sello y derecho de títulos y rentas varias, quedarían cedidas
a las provincias para ser manejadas por sus respectivas cáma-
ras con entera libertad.
En cambio, los gastos correspondientes al servicio mu-
nicipal de las provincias, como eran los sueldos de goberna-
dores, jefes políticos, alcaldes y cámaras provinciales; los de
tribunales, juzgados, y establecimientos de castigo; los de
recaudación y contabilidad de las rentas provinciales; los de
vías de comunicación, escuelas, colegios, lazaretos, hospita-
les; y los de servicio del culto católico, como sueldos del
obispado, catedrales, curatos, misiones, fábrica de las igle-
sias y seminarios, debían hacerse por las provincias, de un
modo obligatorio y según las reglas que para estos últimos
estableciese la ley nacional.
El gobierno nacional reducía pues sus atribuciones a los
siguientes negociados:
El gobierno; o sea la estructura de las formas políticas
para la expedición y cumplimiento de las leyes, y manteni-
miento de la unidad nacional.

162
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La deuda nacional; para el efecto de pagarla, satisfacer
sus intereses y mantener el crédito de la nación.
La justicia; reducida al sos~nimiento de una corte su-
prema llamada a decidir las controversias internacionales o
entre los diversos poderes públicos.
La guerra y marina; que implica el sostenimiento de un
ejército para defender la independencia nacional, y asegurar
el orden público.
Las relaciones exteriores; es decir, todo lo referente a
asuntos con otras naciones.
Las obras públicas; la construcción y conservación de
edificios nacionales, las vías de comunicación entre las pro-
vincias, ríos navegables y puertos o bahías marítimas o flu-
viales.
La beneficencia y recompensas; que abrazan lo relativo
a higiene pública, la caridad nacional con relación a males
d~ carácter general, como lazaretos, cuarentenas, y la grati-
tud debida a los hombres que prestan a la nación grandes e
importantes servicios.
Los gastos de hacienda y del tesoro; todo lo relativo a
la recaudación, inversión y contabilidad de las rentas nacio-
nales.
Como el proyecto definía los objetos en que únicamen-
te se podían hacer gastos nacionales, es decir, invertir los
recursos del tesoro, en cierto modo limitaba también la
extensión del campo en que podía emplearse la acción del
gobierno general; y así lo decía con clar~dad un artículo del
proyecto, declarando que, fuera de los objetos expresados,
todo lo demás debería hacerse a expensas de las rentas mu-
nicipales y conforme a las ordenanzas y reglamento de las
cámaras de provincia. Esta era, pues, la federación estable-
cida inconscientemente, en el primer paso que se daba hacia
ella.
Este proyecto fue preparado en reuniones nocturnas a
que concurrían el doctor Murillo, secretario de haciénda; el
doctor Zaldúa, secretario de gobierno; el señor José María
Plata, contador general; y el que esto escribe, entonces sub-
director de ventas, pero encargado provisoriamente de la
dirección por ausencia del doctor Ancízar, ya en trabajos de
otra naturaleza en la Comisión Corográfica. La idea madre
de la descentralización partía del doctor Murillo; pero sus
desarrollos, conforme a la organización de la hacienda, y al

163

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sistema general ·adoptado en los presupuestos nacionales,
fue principalmente obra del señor Plata, la persona más
versada en la estructura interior de la maquinaria guberna-
tiva. Por lo demás, el pensamiento descentralizador domina-
ba en la atmósfera política, tanto en el periodismo como en
el programa del general López al encargarse de la presiden-
cia y en los primeros mensajes presentados al congreso.
A mi modo de ver (por supuesto ahora, pues entonces
las ideas eran muy vagas) el proyecto entrañaba dos defec-
tos graves. El primero, proponer el abandono de la renta de
salinas a las provincias en que estaban situadas éstas, lo cual
a la .vez que hubiera sido una desigual distribución de las
rentas, hubiera llegado a ser una manzana de discordia entre
las provincias. El segundo, trasladar ~oda la vida municipal a
la entidad provincial, ahogando así la vitalidad de los distri-
tos o comunes, primer foco de la vida municipal y por
donde debía principiar la descentralización que se buscaba.
El primero de estos vicios fue corregido en la discusión
de las cámaras, las cuales dejaron al gobierno nacional la
renta de salinas y suprimieron el subsidio de la quinta parte
de l~s rentas municipales que se les pedía; pero el segundo
defecto quedó subsistente, de suerte que para los distritos
sólo hubo un cambio de centralización: en vez de la del
gobierno nacional, la de los gobiernos provinciales, quizá
más dura y egoísta. Esta falta de vigor en la administración
comunal puede observarse en la ciudad de Bogotá, que
siendo la residencia de los altos poderes nacionales y del
cuerpo diplomático y la población más rica y civilizada de
Colombia, no tiene rentas ni facultades para atender a la
construcción y conservación de las obras que la provean de
agua potable y de aseo, ni para darse alumbrado nocturno,
ni para el establecimiento de cloacas, ni para el sosteni-
miento de sus eScuelas y establecimientos de caridad, ni
para la conservación de los caminos por donde llegan los
víveres que consume. Puede decirse que en Bogotá no hay
vida municipal; todavía es una ciudad española de la época
colonial.
Empero, la ley de descentralización dio vida propia a
las provincias. Las rentas que les fueron cedidas montaban a
$ 531.351, en esta forma:
164

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Aguardientes (producto de esta renta en 1848
a 1849) . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . $154.725
Diezmos (producto de esta renta en 1848 a
1849) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215.546
Quintos de oro (producto de esta renta en
1848 a 1849) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 94.930
Hipotecas y registros (producto de esta renta
eh 1848 a 1849) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17.542
Peajes (producto de esta renta en 1848 a
1849) ... ·. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23.380
Sello y derecho de títulos (producto de esta
renta en 1848 a 1849) . . . . . . . . . . . . . . . . 4.228
Multas y rentas varias (producto de esta renta
en 1848 a 18~9) . . . . . . . . . . . . . . . . .' . . 21.000

Total . . . . . . . . . . . . . . . . . $ 531.351

Los gastos puestos a su cargo, según la ley de presu-


puestos, son los &iguientes:

Gobernaciones, jefaturas políticas y alcaldías $ 93.155


Tribunales (gasto de personal y material de 22
tribunales) ... .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57.088
Ministerio público (fiscales) . . . . . . . . . . 17.043
Judicaturas de circuito . . . . . . . . . . . . . 94.653
Vías de comunicación . . . . . . . . .... . 32.454
Instrucción pública . . . . . . . . . . . . . . . 12.372
Culto .. .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92.109
Beneficencia (lazaretos, hospitales, etc.) · . . . 13.339
Adm.inistraciones especiales de hacienda
(aguardientes, diezmos, hipotecas, etc.) . . . . . . 12.626
Oficina de quintos de oro . . . . . . . . . . . 9.626

434.465

Diferencia a favor de las rentas de las provincias $ 96.886

Los efectos de esta ley fueron muy notables y se sintie-


ron inmediatamente.
En materia de rentas, la de diezmos fue inmediatamen-
te abolida en las provincias de Azuero (parte de Panamá),

165
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Bogotá, Chocó, Fábrega (hoy Chiriquí), Ocaña, Mariquita,
Panamá, Neiva, Riohacha, Santa Marta, Socono, Valledupar
y Veraguas; en Antioquia lo fue la de quintos de oro, así
como en Bogotá y Mariquita. La renta de aguardientes sólo
fue suprimida en Popayán.
En reemplazo de estas contribuciones fue establecida la
directa en las provincias que abolieron los diezmos. En Bo-
gotá y el Socorro se gravó con uno por ciento la renta
calculada a los contribuyentes; en las demás se impuso a los
distritos una contribución que debía repartirse por los cabil-
dos o por quintas especiales en cuotas muy pequeñas, por
ejemplo en las del Chocó, 0cai1a y Valledupar, desde diez
centavos hasta dos pesos al año por persona. Se comprende
que se quería proceder con mucha moderación para no
asustar a las clases acomodadas, sobre quien~ se había es-
parcido por los enemigos del impuesto, el temor de que con
ella se quería anuinar a los ricos. En el primer año, sin
embargo, se propuso el producto en $ 133.480, en esta
proporción:

Bogotá . . . . . . . . . . . . . . . . $ 80.000
Chocó .. . . . . . . . . ·3.200
Fábrega (Chiriquí) . . . . . . . . . 6.560
Mariquita . . ..... . . 5.600
Neiva . . . . . . . . . . . . . . .... ... . 13.760
Ocaña . ... . ... . ... . . . . . .. . 3.200
Riohacha . . . . . . . . . . . . . . . ... . 1.440
Santander (Cúcuta) . . . . . . . . . . . . 3.320
Veraguas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8.400
Valledupar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8.000

$ 133.480

En 1851 ya fueron suprimidos los diezmos en las pro-


vincias de Barbacoas, Buenaventura, Cartagena, Casanare,
Cauca, Mompós, Pamplona, Santander (Cúcuta), Soto, Tun-
ja y Vélez, quedando subsistente tan sólo en las de Antio-
quia, Popayán, Pasto, Túquenes y Tundama, últimos ba-
luartes de la antigua idea del origen divino de esa contribu-
ción. En 1853, a la separación del Estado y de la Iglesia,
debieron cesar en todas partes.

166
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La contribución directa se había extendido, por su par-
te, a las siguientes secciones, con las sumas que a continua-
ción se expresan:

Cartagena $ 74.717
Cauca 36.433
Mompós 2.500
Pamploma 10.000
Panamá 22.368
Socorro 30.000
Soto 9.600
Vélez 13.672

Y por todo había subido de $ 133.000 a 343.545.


Las rentas municipales de las provincias que en 1848
no pasaban de $ 300.000 anuales, subían ya a más de
$ 800 ..000.
El monopolio de aguardientes fue también suprimido
en 1851, en las provincias de Buenaventura, Cauca, Chiri-
quí, Chocó, Mariquita, Panamá, Santander, Valledupar y
Veraguas.
La inversión de estas rentas es lo que mejor idea sumi-
nistra del progreso realizado.
La administración de justicia era, al parecer, el servicio
público más descuidado por la centralización, y la primera
necesidad a que dieron atención los gobiernos municipales.
Inmediatamente fueron establecidas judicaturas de circuito
en todos los cantones, y de diez tribunales en toda la repú-
blica, se pasó en el primer año de la descentralización a
veintidós. Dos o tres años era la duración ordinaria de un
pleito civil, y un año al menos la de una causa criminal: los
derechos curiales recargaban enormemente el gasto de los ·
pleitos, y el número de presos en las cárceles era, a causa de
las demoras en la secuela de los procesos, doble o triple del
que debiera ser. Los derechos curiales fueron suprimidos en
todas partes y aumentado el sueldo de los jueces de circui-
to, que hasta entonces había oscilado entre treinta pesos
mensuales hasta ochenta los mejor retribuidos. Se atendió
mejor a la construcción y conservación de las cárceles, y se
calculó que los procesos criminales cuya duración era fre-
cuente de dos a tres años podía reducirse a tres o cuatro
meses, y lo mismo los pleitos civiles. La supresión en éstos
de los derechos curiales, una de las dificultades más graves

167

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en otro tiempo para .obtener justicia, fue una mejora inmen-
sa. El gasto de cárceles, reducido antes a $ 19.916, subió
inmediatamente, en el primer año de la descentralización, a
$63.224.
Las vías de conmnicación y las escuelas públicas fueron
los dos objetos que llamaron también de preferencia la aten-
ción de las cámaras provinciales. Las de Bogotá, Socorro,
Soto y Ocaña, pensaron inmediatamente en abrirse caminos
al Magdalena: la primera, ofreciendo además de un privile-
gio por treinta años, un auxilio de ciento sesenta mil pesos
al que emprendiera un camino carretero. Socorro empren-
dió sin demora el camino a Barrancabermeja, de cuya pri-
mera exploración oficial fue víctima cuatro años después el
distinguido joven Lucas Caballero, gobernador de la provin-
e~ .
Soto inició sus vías por el Lebrija y el Sogamoso hacia
el gran río, y Ocaña empezó sus exploraciones en busca de
una vía carretera a Puerto Nacional o La Gloria; empresas,
por desgracia, muy superiores a sus primeros débiles recur-
sos, y en las que aún luchan esas provincias a pesar de
tantos tristes desengaños.
Las escuelas públicas merecieron una protección prefe-
rente: de $ 12.000 anuales a que ascendía el gasto nacional
en este ramo en 1849 ya había subido quizá a más de
$ 50.000 en los presupuestos municipales de 1851.
De $ 300.000 anuales, total de las rentas provinciales
en 1849, llegaban a$ 900.000 en 1851, pues en un cuadro
del movimiento de éstas, que se puede ver en la Memoria de
Hacienda de 1852, ya sube a $ 720.642 el monto de ellas,
faltando los cómputos de las provincias de Antioquia, Azue-
ro, Buenaventura, Córdoba, Pasto, Santa Marta, Túquerres
y Tunja, cuyas rentas no podían bajar de $ 250.000 más.
Hoy monta a$ 5 o $ 6.000.000 este guarismo; es decir, a
diez y nueve o veinte veces m4s que ahora cincuenta años.
¡Puede, pues, juzgarse del adelanto que ha tenido la vida
municipal! Un departamento, que en 1848 formaba una
sola provincia, el de Antioquia, gasta de $ 600.000 a
$ 800,000 anuales en adelantar su ferrocarril al Magdalena.
Aunque combatido el proyecto de descentralización
por las voces conservadoras de las cámaras y principalmente
por el periodismo de este partido, pasó rápidamente, y el 25
de abril ya era ley de la república. El gobierno general que-
daba descargado de un peso inmenso en el manejo de inte-

168

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reses locales; la administración de la hacienda pública redu-
cida a mucha sencillez con el manejo de las grandes contri-
buciones: aduanas y salinas, y el servicio de los corr.eos en
capacidad de recibir una fuerte impulsión. Los otros ramos
de entrada, el papel sellado y la amonedación. poco impor-
tantes y de fácil administración, hacían ya innecesario el
gran tren de empleados introducidos en 184 7.
Entre las diversas reformas introducidas por la idea li-
beral, puede ser de más magnitud filosófica la de abolición
de la esclavitud; fundada en más amplios principios de res-
peto a la mente humana, la libertad absoluta de imprenta;
más fecunda en paz y fraternidad de los hombres, la liber-
tad religiosa; pero ninguna tan esencial al desenvolvimiento
del sistema republicano como la descentralización de rentas
y gastos. Puede decirse que no hay república verdadera en
donde no estén distribuídos los poderes públicos entre to-
dos los grupos de población e intereses homogéneos. y en
donde por consiguiente la libertad y la dignidad del hombre
no están confiados al esfuerzo del hombre mismo. Esa gran
reforma ha iniciado en nuestras poblaciones la idea de que
la mejora social debe buscarse en el esfuerzo, en el trabajo
personal de los mismos que la desean y no en la benevolen-
cia de un gobierno incapaz de apreciar las necesidades de los
pueblos distantes; de que es necesario salir de la atonía en
que por tres siglos vivieron nuestros padres y procurarse por
sí mismos, por medio de la asociación de las voluntades, la
felicidad a que se aspira. Por desgracia nuestra apatía here-
ditaria, por una parte , y nuestra ignorancia, por otra, han
sido obstáculo para aprovechar en el medio siglo que acaba
de pasar todas las ventajas que esa gran reforma nos ofrecía.
Tan sólo la ciudad de Cúcuta ha sabido abrirse paso por
medio de un ferrocarril a la parte ya navegable del Zulia, y
Antioquia está realizando actualmente con sus propios bra-
zos y sus propias rentas, la obra gigantesca de construirse
cuarenta leguas de vía férrea hacia el Magdalena. Todas las
demás obras ejecutadas, el ferrocarril del Cauca al Pacífico,
el de Girardot, el de Santa Marta al Magdalena, y el de La
Dorada, el de Cartagena a Calamar han sido obtenidos con
las rentas nacionales y por medio de contratos, en lo gene-
ral, ruinosos y mal o nada estudiados.
La obra de la transformación del sistema tributario,
fundado en los monopolios y en las trabas a la industria,
hacia el régimen nacional, sencillo y equitativo de la contri-

169
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bución directa, ha encallado en el espíritu de aferramiento
en lo pasado, en la ignorancia de las más elementales nocio·
nes de administración pública y principalmente, en la tira-
nía del espíritu de partido que busca servilismo ciego con
preferencia a dotes intelectuales en los encargados del ma-
nejo de los asuntos de interés general. La contribución di·
recta existe sobre la riqueza territorial, en Cundinamarca,
sobre la riqueza general, en Boyacá y Santander, y no sé de
los demás departamentos, porque hace algunos años que ni
las gobernaciones ni las secretarías de Estado recogen datos
sobre estos asuntos; pero existen, restablecidos unos, crea-
dos los demás, los monopolios de aguardientes, cigarrillos,
fósforos, sales de mar, y el espíritu de monopolio ha pene-
trado de tal manera en nuestras costumbres que no se piensa
ya en el ejercicio de ninguna industria nueva que no esté
sostenida por ellos. Recientemente se propuso al gobierno
nacional la explotación de las fuentes de petróleos, siempre
que se concediese al explotador privilegio para trabajar las
de toda la república. Como puede calcularse ésta ha sido
materia de acciones y reacciones constantes, siguiendo la
alternación de los partidos en el poder público; pero los
diez y ocho últimos años de la Regeneración han sido la
época más fecunda en reacción contra las instituciones re-
publicanas y de restablecimiento de las antiguas nociones
del régimen colonial en materia de rentas.

170

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CAPITULO XIX

AÑO PE 1850. (Continuación).

A la descentralización de rentas y gastos siguió la supre-


sión de los impuestos sobre la siembra del tabaco estableci-
dos en la Ley de 1848 que abolió el estanco, de suerte que
la industria de cultivo de esta hoja quedó totalmente libre.
El monopolio establecido por el gobierno español, de-
sorganizado por la guerra de independencia, reorganizado
por la admini t ción del general Santander, de 1821 a
1828, daba ya productos considerables en el período de
1830 a 1840. En este año (1839 a 1840) fueron vendidas en
los estancos 102.771 arrobas. (Quintales 25.693). Sólo era
pennitido sembrar en cuatro lugares: Ambalema, Girón,
Palmira y Casanare, en donde estaba demarcado el territorio
designado para las siembras y cada uno de ellos constituía
una "factoría". El tabaco producido por cosecheros matri-
culados se dividía, según la calidad de la hoja, en las clases
primera, segunda y tercera; clasificación que, al tiempo de
recibirlo, hacía un empleado de la factoría, la cual lo paga-
ba a los cosecheros a razón de$ 2.40 el de primera,$ 1.60
el de segunda y $ 1.20 el de tercera. Componía la primera
clase el de la copa de la mata, cuya hoja era más robusta y
daba el 20 por 100; la segunda el del cuerpo del vegetal, un
50 por 100 poco más o menos, y la del pie, ordinariamente
rotas y secas, la tercera que producía un 30 por 100. El
gobierno vendía luego en sus estancos este tabaco, a cuaren·
ta centavos la libra el de primera, a veinte centavos el de
segunda y a diez centavos el de tercera.
Así obtenía una utilidad de$ 30.40 en la venta de cada
quintal de primera. $ 13.60 en cada quintal de segunda y
$, 5.20 en el de tercera.
La producción de las cuatro factorías en el año de
1848 a 1849, último de la renta fue para -el consumo
interior-:

171
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Clase Clase Clase Valor de
Factorías. primera. segunda. tercera. compra
Ambalema. qq 8.800 11 .217 3.619 $ 164.817
Girón .... . 119 3.184 2.630 30.993
Palmira .. . 4.673 490 39.742 .
Casanare .. 141.1 1l 8 548
San Gil (1) . 17 3.423 16.540
13.623~ 18.325 6.257 252.640

Para la exportación con las factorías creadas en 184 7:


Clase Clase Clase Valor de
Factorías. primera. segunda. tercera. compra
Ambalcma . qq 3.672 154 $ 22.628 ,50
Colombaima . . 5.065 26.338,00
Girón . ..... . 1.541 9.862,40
Ocaña .... .. 324 1.687,80
Palrnira . ... . 118 613,60
Peñalisa .. ... 865 4.498 ,00
Purificación .. 133 691 ,20
San Gil ... .. . 463 137 3.619,50

6.850 5.468 154 69.939,00

El producto de las ventas fue :

En la administración de hacienda de Antioquia. $ 303.872


En la del Centro (Cundinamarca, Boyacá y To-
lima) .................. . ... . . 90.300
En la ~el Cauca (sin Pasto, Túquerres y Bar-
bacoas) ... .. . .. .. . . . . .. .. .. . . . 55 .581
En la de Casanare . . . . . . . . . . . . . . . . 685
En la del Istmo de Panamá . .. .. . . . . . . . 61.080
En la del Magdalena (departamento de Bolívar
hoy) .. . . . . . . .. .. . .. . . . . .. .. . 94 .750
En la del Norte (Santander y O caña) . . . . . . 30.656
En la del Sur (Pasto, Túquerres y Barbacoas) .. 24.538
En la de Santa Marta (hoy departamento del
Magdalena) .. .. ... .. ... .. . . . 42.796

Total .. .. $ 704.258
(1) Esta factoría fue creada en 1847 durante el ministerio del
doctor Florentino González, lo mismo que la siguíentes para sólo
tabaco de exportación.
172
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Vienen . . . . . . . . . . . . $ 704.258

Las.ventas para la exportación dieron 120.504

Total de las venta .... $ 824.762

Los gastos del monopolio en este mismo año fueron


los siguientes:

Taba co comprado a lo cultiva-


dores . . . . . . . . . . . .. $ 32(010
Empaques . . . . . . . . . . . . 25.205
Sueldo d e factorías. . . . . . . . 24.758
Comisiones de ventas . . . . . . . 87.025
Conducción del taba o a los lu-
gares de expendio . . . . . . . . 102.129

Total de gasto 560.127

Producto brutos . . . . . . . . . 824.762

Utilidades . . . . . . . . . . . . . $ 264.635

En este último año del monopolio fue necesario vender


las existencias de tabaco, no al precio de estanco, sino al del
comercio libre, y esto indujo una baja de $ 100.000 en las
utilidades, las cuales llegaban ya entonces a$ 350.000 anua-
les.
Para que se juzgue mejor de la manera como se distri-
buía la contribución entre las diversas secciones del país,
pondré aquí el último cuadro que he encontrado del consu-
mo, valores y utilidades netas de la renta distribuída por
prov ·, · . . ~ · ., ~egún la antigua división territorial. Este dato
corresponde al año de 1843 a 1844:

173

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Gastos de com-
pra, empaque,
Producto bru- conducción y Utilidad
PROVINCIAS to de las ventas sueldos neta.

. ntioquia . . .. $ 202.185 100.146 102.039


Bogotá ...... 50.026 -31.162 18.864
Buenaventura . 17.282 10.960 6.322
Cauca ....... · 15.362 9.265 6.097
Cartagena .... 64.833 36.433 28.400
Casanare ..... 1.010 252 758
Chocó .. . ... 27.238 14.245 12.993
Mariquita (1) . 6.079 27.344
Mompós . .... 28.902 16.696 12.206
Neiva ...... . 24.340 17.212 7.128
Popayán ..... 15.696 9.661 6.035
Pamplona . . .. 12.961 9.404 3.557
Panamá ...... 43.389 24.041 19.348
Pasto ...... . 1.191 1.028 163
Riohacha .... 14.187 9.061 5.1 26
Santa Marta .. 33.392 19.906 13.486
Socorro .... . . 15.923 10.160 5.763
Tunja ....... 25.873 15.013 10.860
Vélez ....... 18.122 10.075 8.047
Veraguas ..... 7.902 5.298 2.604

Totales ... $ 625.893 377.362 269.796

La distribución del consumo según las claseS del tabaco


era de 1843 a 1844 la del gráfico de la página siguiente.
En este año, pues, se consumió, de primera, un 30 por
100; de segunda, un 51 por 100; de tercera, un 19 por 100.

(1) Mariquita vendió una cantidad considerable de tabaco para


la exportación, cuyo valor de compra y gastos figuran aquí; pero no
al precio de venta.

174

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Clase la. Clase 2a. Clase 3a.
PROVINCIAS a$ 0,40 lb. a$ 0,20 lb . .a$ 0,10 lb

Antioquia ...... @ 20.346 3.238 6


Bogotá .......... 341 5.585 4.899
Buenaventura ..... 3.040 930
Casanare ......... 96 33
Cauca ........... 3.783 1.972
Cartagena ........ 80 13.323
Chocó .......... 2.209 68
Mariquita ........ 513 3.247
Mompós ......... 53 5.991 S
Neiva ... . ... .... 169 2.779 4.308
Popay.án ......... 2.464 1.870
Pamplona ........ 151 1.090 3.095
Panamá .......... 4.370
Pasto ........... 267
Riohacha ........ 2.408
Santa Marta ...... 4 6.265
Socorro ....... ... 35 217 6.692
Tunja ........... 65 4.783 5
Vélcz ........... 29 3.117 3
Veraguas ......... 1.130

Totales ........ 38.632 54.182 22.260

Las provmc1as de Antioquia, Buenaventura, Cauca,


Chocó, Popayán, Panamá y Veraguas, cuya población era
(censo de 1843):

Antioquia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189.534
Buenaventura . . . . . ·. . . . . . . . . . . . . . . . . 37.104
Cauca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60.860
Chocó . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27.360
Popayán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67.132
Panamá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73.726
Veraguas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45.376

Total . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 501.902

175
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O sea el 25 por 100 de la de toda la república
(1.931.684), pagó el 60 por 100 de la renta, y el 75 por 100
de la población, el 40 por 100.
Esta diferencia consiste en que la población de esas
provincias prefería el tabaco de primera, que es muy fuerte,
y era de precio doble al de segunda. En el gusto del mundo
en general ha prevalecido el tabaco de segunda.
El movimiento de la renta en los últimos catorce años
de su duración, fue el siguiente:

Años económicos Productos brutos. Utilidad neta.

1835 a 1836 $ 564.164 $ 234.081


1836 a 1837 561.445 208.584
1837 a 1838 557.652 199.495
1838 a 1839 190.984
1840 a 1841 604.861 133.733
1839 a 1840 589.810 204.738
1841 a 1842 332.101 224.705
1842 a 1843 496.702 277.274
1843 a 1844 627.735 262.343
1844 a 1845 705.659 323.494
t845 a 1846
1846 a 1847
1847 a 1848
1848 a 1849 826.706 365.507

La renta del monopolio consistía: primero, en las ven-


tas para el consumo interior; segundo, en las ventas para la
exportación.
La primera de estas partidas se repartía así, en el año
económico de 1843 a 1844, según el censo levantado en
1843. (Ver el gráfico de la página siguiente).
La desigualdad en el consumo no era tanta como apare-
ce en este cuadro. El contrabando en la proximidad de las
factorías, en donde eran más populares las nociones del
cultivo, restablecía en muchas partes la igualdad. En Mari-
quita, por ejemplo, había un extenso contrabando que se
hacía sentir hasta Bogotá y los pueblos del sur de Antio-
quia. Otro tanto sucedía en Pamplona y el Socorro, en los
alrededores de la factoría de Girón. El término medio del
consumo en todo el país era, pues, de una libra cinco onzas

176

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Consumo por cabeza: Consumo total
Provincias Libras. Onzas. en arrobas.

Riohacha ... 4 4 2.838


Santa Marta . 3 11 6.616
Mompós ... 2 15 5.743
Aniioquia .. 2 12 21.219
Cartagena .. 2 4 12.980
Buenaventura 2 4 3.311
Chocó ...... 2 4 2.820
Neiva .... ... 1 12 6.436
Cauca ... ... 1 8 3.784
Panamá ... . . 1 8 4.453
Popayán .... 1 7 3.856
Socorro ..... 1 7 5.798
Bogotá ... .. 1 o 11.148
Vélez .. .. . . o 15 3.596
Pamplona ... o 12 3.444
Pasto ....... o 8 3.158
Veraguas .... o 8 943
Tunja ..... .. o 8 5.145
.. Mariquita . .. o 7 1.619

por cabeza, igual al consumo de España, pero apenas la


quinta parte del de Holánda, la tercera del de los Estados
Unidos y un poco más de la mitad del de Francia. Entre el
uso del tabaco y el consumo del café hay alguna relación: el
primero parece atraer el .consumo del segundo. Holanda es
también el primer consumidor de café en el mundo, y le
siguen en este orden los Estados Unidos, Alemania e Italia.
Entre nosotros, es mi parecer, aunque sin pruebas claras,
que el uso del tabaco ha disminuído notablemente en el
medio siglo transcurrido desde la abolición del monopolio.
Las ventas para la exportación eran de poca o ninguna
importancia hasta 1838. En este año remató el señor Jorge
Gu tiérrez sesenta mil arrobas de segunda y tercera, al precio
de $ 2.10 la arroba del de segunda, y a$ 1.55 el de tercera.
En 1839 se hizo otro remate de 112.593 arrobas por vales
de deuda consolidada interior, al 5 y al 3 por 100. No he
encontrado documento que exprese el precio de estos rema-
tes; pero según una cuenta parcial que figura en Ja Memoria
del ramo de tabacos de 1844, parece que fue el de$ 6.25 la

177

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arroba de segunda y $ 3.90 el de la fie tercera, en los vales
expresados. En el año de 1841 fue contratado con los seño-
res Powles, Illingworth & Co. un empréstito de $ 100.000,
al 6 por 100 anual de interés, destinado a proveer de fondos
a la factoría de Ambalema, y pagadero con tabaco de segun-
da y tercera, empacado y puesto en Honda, al precio de
1.85 la arroba. En julio de 1846 se tomó otro empréstito de
$ 152.000 a los señores Patricio Wilson, Juan de Francisco
Martín y Schloss Brothers, pagadero en tabaco de plancha,
de Girón, al precio de $ 10.40 quintal. En agosto del mismo
año, otro empréstito de $ 48.000, pagadero en tabaco de
segunda, de Ambalema, al precio de$ 7.50 quintal. Y final·
mente, en julio de 1847, otro de $ 40.000, con el señor
Fernando Nieto, pagadero también en tabaco. Estas opera-
ciones representan un poco más de 300.000 arrobas que el
estanco no pudo producir ni pagar sino muy lentamente, de
suerte que en 1850, a la extinción del monopolio, aún se
debían $ 129.336 por saldo de capital e intereses, que se
pagó con las existencias sobrantes a precio de principal y 50
por 100 de utilidad. Resulta, pues, que la exportación fue
de 300.000 arrobas en diez años, o sea 30.000 arrobas por
año. Y esta exportación no fue posible, sin embargo, hasta
que en el año de 1847 contrató el doctor Florentino Gonzá-
lez el establecimiento de nuevas factorías en Peñalisa, Flan-
des, Colombaima, Purificación y San Gil, que dieron sus
primeras cosechas en 1849 y 1850: de 1849 para atrás la
exportación fue insignificante. El trabajo del estanco apenas
daba en esos años lo suficiente para proveer al consumo
interior. ·
En 1846 se introdujo en la administración de este ramo
una modificación importante, debida a la iniciación del doc-
tor Ignacio Gutiérrez, entonces director del estanco. Fue la
de reemplazar el sistema de cosecheros matriculados, con
un contrato de producción en la factoría de Ambalema,
celebrado con la entonces poderosa casa de Montoya, Sáenz
& Cía. Las operaciones de sembrar y cultivar primero, de
sacar y aliñar luego las hojas para obtener en ellas la exuda-
ción que les da la elasticidad y aroma agradables, de aplan-
charlas para hacerlas aptas· a envolver el cigarro, etc., se
hacían por los cosecheros mismos en grandes tambos sin
comodidad, expuestos a la acción del sol y de la lluvia; de
suerte que la preparación del tabaco era imperfecta. La casa
de Montoya, Sáenz se obligó a ejecutar estas operaciones en

178

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edificios construídos al efecto, de suerte que el trabajo de
los cosecheros se reducía al cultivo de la planta: la misma
casa tomaba luego a su cargo el empaque de la hoja para
transportarla en largos caminos de montaña, operación muy
delicada que se hacía antes por los empleados y peones de
la factoría. Además, como estaba en el interés de los contra-
tistas suministrar la mayor cantidad de tabaco, ya para el
consumo interior, ora para la exportación, los fondos nece-
sarios para las compras a los cosecheros no podía faltar, y
en vez de mantener a éstos con escasez, como sucedía con
frecuencia bajo la dependencia del gobierno, se les hacían
avances liberales para estimularlos, escogiendo para estos
trabajos a los que por su actividad y su inteligencia eran más
dignos del crédito que se les dispensaba.
La firma de Montoya, Sáenz & Cía. tenía en Londres
una casa dependiente, en la que a la vez hacía compras de
efectos extranjeros para importar en el país, y vendía los
escasos productos de nuestra exportación, entre ellos, y
principalmente al fin , tabaco de Ambalema.
Un año después, en 1847, el doctor Florentino Gonzá-
lez entre ot.ras reformas trascendentales emprendidas duran-
te los pocos meses en que desempeñó la cartera de hacien-
da, contrató el establecimiento de nuevas factorías de ta-
baco, en Purificación, Peñalisa, Flandes, Colombaima, San
Gil y Ocaña, destinadas a producir tabaco para la exporta-
ción, pues ya se veía que el de este país tenía buena acogida
en Europa, principalmente en Bremen, entonces ciudad li-
bre y el principal centro de fabricación de cigarros del mun-
do entero. El cultivo en esas nuevas regiones avivó el deseo
de la libertad de las siembras, que año tras de año venía
agitándose en los congresos, hasta que al fin encontró satis-
facción en el de 1848, sujeta a un impuesto de por
cada mil matas de sembradura, o sea de $ por cada fane-
gadA de tierra, impuesto que hubiera anulado los efectos de
la libertad. Esta, pues, fue consagrada en toda su extensión.
Los? efectos de la libertad fueron asombrosos, sobre
todo en el circuito de Ambalema. Allí se fundaron inmedia-
tamente varias casas de compra y exportación del artículo.
Aparte de la de Montoya, Sáenz & Cía., vinieron las de los
señores Posada, Muñoz· & Cía., Crosswhaite & Co., Posada
Hermanos (Enrique y Wenceslao, según creo), Mauricio Ri-
zo, Samper & Cía., y tal vez otros. La exportación que
hasta el año de 1847 había sido insignificante, subió a más

179

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de 60.000 arrobas en 1851, pasó de 100.000 en 1852 y en
1864 ya excedió de 600.000, pero no todo de tabaco de
Ambalema; en las llanuras del Carmen de Bolívar (hay otro
Cannen -de Santander al norte de Ocaña) prendió esta
industria de modo inesperado, a tal punto que ya competía
con Ambalema, no en calidad, pero sí en la cantidad de la
hoja exportada. En Girón, Palmira, San Gil y Ocaña no se
desarrolló como se esperaba, probablemente por la dificul-
tad de los transportes al mar. El comercio de Bremen auxi-
lió liberalmente esas empresas abriendo créditos de consi-
deración a nuestros exportadores.
En Ambalema dieron mejor resultado las tierras sobre
que se derramó la erupción del volcán del Ruiz, en 1846, o
la inundación de los ríos Lagunílla y Sabandija en el mismo
año, determinada por algún derrumbe en la cordillera cen-
tral. El tabaco escogido de estos lugares se vendía hasta a 3
chelines 6 peniques la libra en Londres, y a precios equiva-
lentes en Bremen. El precio del tabaco en hoja, sin prepara-
ción alguna, que en su principio se pagaba a 90 centavos
arroba a los cosecheros, subió sucesivamente, a virtud de la
competencia de compradores, a $ 2, 3, 4, y aún $ 5, de
manera que en Ambalema se distribuía en los pagos una
suma que no bajaba de$ 50.000 semanales entre los cultiva-
dores. Sin embargo, con excepción de algunos esfuerzos,
por la casa de Montoya Sáenz, para mejorar los métodos de
cultivo, poco se adelantó en esta condición indispensable
para mantener la prosperidad de esas regiones. El precio del
tabaco depende de la calidad, aroma, elasticidad, sanidad y
color de la hoja, y esto sólo se obtiene con un cuidado
especial en renovar las semillas, abonar la tierra, mantenerla
en un estado de frescura a propósito para la vegetación, etc.
El de la ·Vuelta de Abajo, en Cuba, que ha llegado a precio
de$ 2.50 la libra, y a$ 40 y aún más el precio del ciento de
cigarros fabricados con él, sólo se sostiene con el más esme-
rado cultivo. En Palmira, en donde en los solares de la
población se obtiene o se obtenía un tabaco que puede
resistir la competencia del mejor de Cuba, o se ha abando-
nado esta industria o no se obtiene ya de tan excelente
calidad como en tiempos anteriores.
Los precios se sostuvieron hasta 1863 y 1864, los años
más altos de la producción colombiana, y puede decirse que
hasta 1870, cuando qos acontecimientos importantes acele-

180

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raron la decadencia. La apertura del Canal de Suez, que
empezó a hacer sentir más inmediata la competencia de las
islas holandesas de Java y Sumatra, y la organización del
imperio alemán que incorporando las ciudades libres de Bre-
men y Hamburgo, las sometió al régimen aduanero del im-
perio y a los altos derechos que éste impuso después sobre
el tabaco de América. Este último fue el golpe mortal. En el
día (1898) no pasan las exportaciones de 40 a 50.000 quin-
tales por año, con precios muy poco satisfactorios.
Resumiendo las causas de la decadencia de esta produc-
ción puede reducin¡e a tres: la, la repetición de la siembra
con las mismas semillas en los mismos terrenos, sin prepa-
ración especial del suelo y sin abonos; 2a, la competencia
del tabaco de las islas holandesas de Java y Sumatra, en
terrenos nuevos; y 3a, los altos derechos impuestos en
Alemania al tabaco americano. Es triste considerar que nin-
guna de las empresas de tabaco : en que tántas ilusiones se
formaron en un principio, tuvo resultados satisfactorios. La
progresista, inteligente y poderosa casa de Montoya, Sáenz
& Cía., las de Posada, Muñoz & Cía., Enrique y Wenceslao
Posada, Mauricio Rizo y Fernando Nieto, terminaron en
ruina. Las demás abandonaron el campo o se sostienen con
poco éxito ; esto después de haber desplegado un valor y
audacia dignos de mejor suerte. La empresa de los señores
Montoy.a, Sáenz & Cía. , pasó luégo a las manos de la fuerte
casa de Fruhling & Goschen de Londres, la cual tampoco ha
podido restablecer los cultivos, y las tierras de este estable·
cimiento están convertidas o convirtiéndose en potreros de
pará, y de guinea, vendidas a precios muy inferiores de los
que se calculaba ahora cuarenta años. Según oí decir enton-
ces la casa de Fruhling & Goschen había tomado a razón de
$ 40.000 de arrendamiento anual las de Chorrillos, del se-
ñor Pastor Lezama, y también oí que este señor rehusó
$ 40.000 en compras que le fueron ofrecidos por la misma
casa. Después de algunos años de prosperidad, el señor Le-
zama murió en la pobreza.
De todas estas ruinas, en ninguna se ostentó con más
lujo de crueldad la injusticia de la suerte que en ·la de los
señores Montoya y Sáenz. Don Francisco Montoya se había
ocupado siempre de industrias útiles para el país; en 1839
habían introducido un vapor para la navegación del Magda-
lena (el Unión) y renovado éste poco tiempo después con el
Patrono, buque que navegó también algunos años; en 1846

181

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levantaron a grande altura la siembra de tabaco en el circui-
to de Ambalema, en las factorías de Ambalema y Colombai-
ma; fundaron una casa que mereció respeto y consideración
en Londres mismo, y en todas sus negociaciones habían
mostrado una honradez, generosidad y amplitud de miras
dignas de alto elogio. El señor Montoya era un comerciante
hábil, muy caritativo; el señor José María Sáenz, el caballe-
ro más cumplido que ha dado Antioquia; el señor Ruperto
Restrepo, uno de los negociantes más inteligentes que he
conocido y el señor Andrés Montoya, hijo de don Francis-
co, un trabajador en extremo benévolo y honrado. Habían
allegado una fortuna que pasaba de dos o tres millones de
pesos, cuando entre 1853 y 1856 les sobrevino una serie de
contratiempos; naufragios, incendios, quiebras de deudores,
tan repetidos e inesperados como los de Job, y su pobreza
fue soportada por ellos con la misma paciencia y resigna-
ción de su predecesor en infortunios.
El desarrollo de las siembras de tabaco trajo consigo
efectos buenos unos, de dudosa calificación otros.
El primer resultado bueno fue el alza de los salarios
desde la tasa mezquina de$ 0.10 o $ 0.15 por día, a $ 0.50,
$ 0.80 y aun $ 1.50 diarios, efecto que se sintió no sólo en
los centros productores, sino en un círculo bastante extenso
alrededor, si bien con menos vigor. Estos salarios pennitían
ya comer carne a los trabajadores y condujeron al alza del
valor de los ganados y a la fundación de extensas dehesas de
pastos artificiales en las orillas del Magdalena, y esto natu-
ralmente a otras industrias, como la del aumento del con-
sumo de efectos extranjeros, la fundación de establecimien-
tos para el trabajo de la caña de azúcar y otros semejantes.
El segundo resultado fue resolver definitivamente el
problema de la navegación por vapor del río Magdalena.
Hasta 1850 era dudoso si había tráfico suficiente para sos-
tener los vapores. Cuando Ambalema empezó a dar más de
quince mil cargas de tabaco a la bajada, esa duda desapa-
reció y los vapores vinieron inmediatamente en el número
necesario para servir el comercio. Este progreso material, el
más importante que hemos realizado de la independencia a
nuestros días, fue resultado exclusivo de la abolición del
monopolio del tabaco.
Los efectos de dudosa calificación no lo son de la abo-
lición del monopolio sino del monopolio mismo. Desde que

182

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se observó que la producción del tabaco podía llegar a ser
una grande industria, las tierras en que podía producirse
empezaron a_ser materia de especulación y de concentración
en pocas manos, de donde resultaron predios inmensos que,
para su cultivo requerían capitales de una magnitud que no
existía en el país. La casa de Montoya había hecho la adqui-
sición de cuarenta o cincuenta mil fanegadas; una casa ingle-
sa tenía también grandes extensiones, y así otros varios.
Estas grandes propiedades que no pueden ser explotadas
por el dueño mismo, son un obstáculo para el ejercicio de
facultades industriales y el empleo de capitales menores;
conducen a la formación de aristocracia territotial domina-
dora y poco simpática a las ideas y formas republicanas, y a
la larga contribuyen a la degradación y envilecimiento de las
clases populares. Este vicio tuvo su raíz entre nosotros des-
de el descubrimiento y conquista de la América Española,
porque entonces se repartía la tierra de sus pobladores y
dueños, los indígenas, en mercedes y encomiendas de gran-
de extensión, a los conquistadores y a los favoritos de los
reyes de España. Por eso se encuentra aún esas grandes
propiedades desiertas, u ocupadas por algunas familias mi-
serables que no se atreven a hacer mejora alguna en el terre-
no por temor de ser inmediatamente expulsados o de que
suba el arrendamiento a una tasa insoportable. Afortuna-
damente la división de los bienes hereditarios entre todos
los hijos va corrigiendo lentamente esa situación.
El segundo efecto fue la decadencia en los métodos de
cultivo de la planta. La casa de Montoya Sáenz había intro-
ducido, de acuerdo con el último inspector oficial de plan-
taciones en Ambalema, que lo fue el señor Wenceslao Cha-
ves, un sistema de vigilancia sobre la manera de cultivar, que
a la larga hubiera producido buenos efectos. Esta inspección
desapareció cuando fue proclamada la libertad de siembras,
y abandonados otra vez a sí mismos esos cultivadores igno-
rantes y rutineros, las plantaciones tornaron al descuido y al
abandono de otras épocas, en los momentos precisamente
en que agotada la fertilidad natural de la tierra, se requerían
cuidados más inteligentes para mantener la fuerza vegeta-
tiva. Entonces empezaron a aparecer esas enfermedades de
la planta, que los cosecheros denominaban el ama/amiento,
el pulgón, y otras que naturalmente influyeron en el descré-
dito del artículo en los mercados extranjeros, y en conse-
cuencia la baja de los precios.

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En la administración del general Trujillo, en 1878, sien-
do el que esto escribe secretario del Tesoro, a cuyo empleo
estaba adscrito el ramo de agricultura, se trató de fundar en
Ambalema un establecimiento especial de cultura que sirvie-
se de modelo y de escuela práctica. Al efecto se solicitó la
cooperación de la casa de Fruhling & Goschen, la cual se
prestó a ofrecer gratuitamente el terreno que fuese necesa-
rio y los demás auxilios que estuvieran en su poder. Se
encargó al señor Francisco J. Cisneros en uno de sus viajes a
Europa que inquiriese la posibilidad de contratar, para di-
rigir el establecimiento, al conde de Pozos Dulces, agróno-
mo cubano muy distinguido, expatriado entonces a causa
de sus opiniones republicanas o al señor Alvaro Reinoso,
otro sabio agrónomo, cubano tambien, y autor de varias
obras sobre cultivos intertropicales, pero era tan exigua la
partida votada al efecto por el congreso, que esta idea no
pudo tener resultado práctico alguno. Después, el movi-
miento de la política dirigido a otras corrientes a causa de ia
lucha entre las dos fracciones del partido liberal, la radical
y la independiente, lucha que llegó al extremo de apelar a
las armas en Antioquia y el Cauca, no permitió continuar en
estos proyectos. A mi salida del ministerio se pensó en otras
cosas.
También hubiera sido de desear que el gobierno enta-
blase negociaciones con las Régies o compañías contratistas
del estanco en Francia e Italia, que acostumbran comprar
en los Estados Unidos y en Cuba algo del tabaco que nece-
sitan para proveer el consumo de los países respectivos. Yo
hice la tentativa en 1871 por conducto de los cónsules de
Roma y Londres, señores Nicolás Pardo y Eusebio Otálora,
pues no había agentes diplomáticos acreditados ante estas
cortes, pero esa negociación exigía más r~spetabilidad y
conocimientos en nuestros representantes. Nada pudo obte-
nerse. Nuestro gobierno, lleno de ministros diplomáticos de
1880 para aca, en todas las cortes europeas, hubiera podido
dar pasos en este sentido, pero parece que nuestra diploma-
cia estaba ocupada en otros asuntos más graves. Algo de
esto se encargó también al señor Valenzuela (Teodoro) du-
rante su misión al Perú, y en 1870 al señor Jorge Isaacs que
fue nombrado cónsul en Santiago de Chile. El primero lleva-
ba el encargo de proponer una reciprocidad en la franquicia
a nuestro tabaco, en cambio de la que el Perú quisiera para
algún artículo de su producción, como la sal, por ejemplo, y

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algo obtuvo en sus gestiones; pero parece que no se pudo
obtener la reciprocidad en nuestro congreso. Con Chile son
muy escasas nuestras relaciones comerciales, y aunque los
señores Williamson y Acevedo, colombianos que quisieron
negociar con ese país, trataron de introducir allí el gusto
por nuestro tabaco del Cauca, parece que no pudieron per·
severar en el ensayo por la escasez de capital.
Ahora, juzgo que sería tiempo de renovar estas tenta-
tivas, pues también empieza a decaer el precio de los taba-
cos de las colonias holandesas, y acaso los veinticinco años
de reposo que tienen ya los terrenos del Alto Magdalena
pueden haber reconstituído los elementos que requieren
esta hoja aromática. Además, la desorganización que los
cultivos han debido sufrir en la isla de Cuba, acaso permiti-
rían atraer hacia nuestras tierras algunos buenos cultivado-
res de esa región, pero según parece estos asuntos no se
juzgan ahora dignos de la atención de los hombres de estado
que están en la actualidad dueños del país.
El gran pecado cometido por todos en los días de pros-
peridad para las riberas del alto Magdalena y de las llanuras
del Carmen y Corozal en Bolívar, fue el olvido de establecer
instituciones de previsión y de moralidad; cajas de ahorros
hospitales, sociedades de seguros, escuelas y principalmente
escuelas rurales en que se enseñase prácticamente no sólo el
cultivo de la planta, sino las industrias accesorias llamadas a
dar empleo a los nuevos recursos que el alza de los jornales
podía proporcionarles. En vez de estas medidas de previ-
sión, lo que vino en pos fueron tiendas de licores, mesas de
juego, casas de prostitución, industrias inmorales que tenían
por objeto desarrollar instintos salvajes, pasiones embrute-
cedoras, a favor de las cuales se sacase del bolsillo de los
pobres cosecheros el fruto de sus sudores y la flor de sus
esperanzas. El espectáculo de las calles de Ambalema en los
sábados y los domingos después de repartidos cuarenta o
cincuenta mil pesos en pago de tabaco, no tenía igual: eran
verdaderas saturnales repetidas cien veces en el año. Cuando
la fiebre amarilla se presentó en diciembre de 1856, no
había un hospital ni el más pequeño asilo para los enfermos,
que morían en las calles sin el más débil consuelo, sin quien
pusiese una gota de agua en sus labios resecos cono el nolí.
Los infelices traficantes en víveres procedentes de las tierras
altas fueron las primeras y principales víctimas de la epi-
demia: los cadáveres eran arrojados al río a servir de pasto a

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los caimanes y a los peces. Nada podía dar idea de la ausen-
cia de espíritu de solidaridad, del vacío absoluto de la idea
religiosa, de la falta completa de nociones del servicio mu-
nicipal. España no había dejado en sus colonias nada que
representase semillas de civilización, nada que afirmase o
despertase siquiera la idea de que el gobierno tiene por
objeto servir, proteger, mejorar la condición de los gober-
nados.
La abolición del monopolio produjo, en resumen, el
resultado de exportarse en los veinte años corridos de 1850
a 1870, una masa de dos millones de quintales de tabaco,
vendidos a un ténnino medio de treinta pesos cada uno, o
sea en sesenta millones de pesos. Las utilidades de esta suma
recibidas por los cosecheros en la forma de altos salarios,
fueron consumidas en licores espirituosos y sus compañeros
colaterales. Las de los grandes empresarios de industria,
grandes durante los primeros años, se deshicieron en las
pérdidas de los últimos y no dejaron nada acumulado, nada
que despertase siquiera el recuerdo de los días de prosperi-
dad. Quedaron tan sólo grandes pastales de pará y de guinea
bastantes para la ceba de 40.000 o 50.000 novillos.

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CAPITULO XX

OTROS ASUNTOS DEL AÑO DE 1850.

Expulsión de los Jesuítas. - El cólera en Bogotá. - Candidaturas a la


vicépresidencia de la república.

Una ley de 1843 había autorizado al presidente de la


república para contratar en Europa sacerdotes misioneros
católicos destinados a catequizar nuestras tribus salvajes de
los territorios de Casanare, San Martín y el Caquetá. La
administración del general Herrán, cuya alma directriz era
entonces el doctor Mariano Ospina, dio instrucción para
hacer venir sacerdotes de la Compañía de Jesús, y los encar-
gó de ejercer su ministerio en las ciudades principales de la
república (Bogotá, Popayán y Medellín), poniendo a su car-
go la enseñanza en los colegios que en ellas sostenía el
gobierno. Esta medida suscitó inmediatamente una oposi·
ción violenta, no sólo en las filas liberales, sino entre algu-
nos hombres notables de los conservadores. Se comprendió
que los salvajes a quienes se quería catequizar, no eran los
de los bosques desiertos sino los de las ciudades; no para
reducirlos al cristianismo, sino para inspirarles opiniones
políticas contrarias a la república, tomadas del programa de
reacción contra lfls ideas liberales que empezaban a propa-
garse en Europa a principios del siglo XVI, por el célebre
soldado, después fraile, Ignacio de Loyola. Desde 1844 fue
presentado y pasó a la cámara de representantes, conserva-
dora en sus tres cuartas partes) un proyecto de expulsión de
estos sacerdotes, a quienes se reputaba como un tizón que
haría más quemante la llama de la discordia de partido.
Habiendo encallado este proyecto en el senado, la discusión
de este mismo asunto se renovó en los años de 1845 a
1848: pero con igual resultado; y en 1849 se formó la
opinión de que el problema debería resolverse por simple

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decreto ejecutivo en ejecución de la real cédula de 1767 que
suprimió la Compañía de Jesús y prohibió la residencia de
sus miembros en los dominios de España e Indias.
Ni el general López ni sus ministros, si se exceptúa al
señor Paredes, sentían entusiasmo por este procedimiento;
pero la opinión se levantó en el periodismo liberal con tánta
fuerza y unanimidad, que al fin se vieron obligados a some-
terse a los dictados de ese tirano, como lo llaman algunos,
de ese árbitro supremo de las democracias, como lo consi-
deran otros. El general Herrera había renunciado pocos días
antes, y este paso se atribuyó a disentimiento con sus cole-
gas en ese asunto; pero yo puedo afmnar que no era ese el
motivo, porque le oí en esos días, antes y después del 18 de
mayo, expresarse en sentido decididamente favorable a la
expulsión. Además, no habiendo sido admitida su renuncia,
flrmó el decreto y continuó prestando sus importantes ser-
vicios a la administración. El doctor Zaldúa sí, aunque no lo
dijo: su renuncia intempestiva de la secretaría de gobierno
dio a entender que su concepto no era favorable a aquella
medida. Tampoco fue favorable la opinión del señor José
María Plata, quien sucedió en el puesto al señor Zaldúa,
pues él sí lo expresó con franqueza a sus amigos. El señor
Plata disentía de todo lo que era o podía parecer acto de
violencia o de intolerancia. El presidente mismo declaró en
la alocución que con este motivo publicó, que "por mucho
tiempo había vacilado en la adopción de esta medida por
ronsideraciones derivadas del espíritu de tolerancia y de
seguridad de la civilización moderna y de las instituciones
democráticas"; pero agrega, "estas consideraciones han de-
bido ceder delante del mandamiento de la ley vigente (la
cédula de Carlos 111), y de la persuasión de que todavía
nuestra naciente civilización e industria, y nuestras institu-
ciones, no tienen la fuerza bastante para luchar con ventaja
en la regeneración social con la influencia corruptora de las
doctrinas del jesuitismo".
La salida de los padres jesuítas se verificó sin disturbio
ni resistencia alguna. Unos doscientos hombres de la Socie-
dad Popular fundada por ellos mismos rodeaba el Colegio
de San Bartolomé a tiempo que una comisión de tres per-
sonas: conocidas por su desafección a la Compañía, entró a
las doce del día sin escolta ni precauciones de ningún géne-
ro a notificarles el decreto de expulsión. Cumplida esta for-

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malidad, la comisión tornó a salir por en medio del grupo
de simpatizadores, que no permitieron otras manifestacio-
nes sino malas miradas y tal vez frases coléricas, pero en voz
baja, apenas perceptible. En la madrugada del 24 de mayo
salieron sin acompañamiento alguno y sin provocar en todo
el camino hasta Santa Marta acto alguno de entusiasmo en
su favor. Para su salida recibieron recursos abundantes su-
ministrados por una colecta voluntaria entre los amigos del
gobierno, pues éste no disponía para ello de partida alguna
en el presupuesto de gastos. Probablemente llevaron tam-
bién crecidos fondos suministrados por sus partidarios con-
servadores, pues durante los seis años de su residencia en el
país recibieron legados de consideración por parte de algu-
nas señoras ancianas, indudablemente parroquianas de con-
fesionario. Otro tanto sucedió en Popayán y Medellín: eran
considerados más como instrumento de partido político
que como miembros de sacerdocio cristiano.
Este es el punto de vista desde el cual consideré yo este
acto notable. Por su origen y el objeto de su institución, la
comunidad de los jesuítas no es, propiamente hablando, un
establecimiento religioso sino uno de propaganda política;
de predicación de las ideas reaccionarias dominantes en Es-
paña en los tiempos de Felipe II; en resumen, esa comuni-
dad es una sociedad política de carácter permanente, en
lucha con los gobiernos libres y las ideas de la renovación
social. Así lo muestra su historia de tres siglos, en los que,
íntimamente ligada con todos los gobiernos tiránicos, ha
sido expulsada de todos los países regidos por libres insti-
tuciones, o en los períodos en que los pueblos esclavizados
bregaban por mejorar su condición social.
La introducción de la Compañía de Jesús como instru-
mento de partido había sido muy mal mirada en todo el
país, y una parte no despreciable del conservador partici-
paba de esta repugnancia, como lo prueba el hecho de haber
sido aprobado el proyecto de su expulsión en la cámara de
representantes desde 1844, a pesar de la mayoría considera-
ble que aquel partido tuvo en ella hasta 1850. La agregación
de un elemento extranjero a nuestras discordias, y de un
elemento español, especialmente antipático a nuestros sen-
timientos nacionales, estaba, y aún está llamado, a despertar
cóleras perjudiciales a la buena marcha del país. Como
educadores de la juventud tampoco se les podía justificar.

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La educación monástica, dirigida por principios contrarios a
la espontaneidad y dignidad que se busca en el carácter
republicano, es incompatible con la tendencia de nuestras
instituaiones y con el ideal político hacia el que convergen
nuestras aspiraciones. Además, ellos no· poseen ni pueden
poseer la superioridad científica que puede obtenerse con
otros profesores, como se ha observado con la importación
de maestros alemanes, franceses y americanos. La tendencia
inevitable de la educación jesuítica hacia la intolerancia re-
ligiosa por una parte, y hacia el espíritu de dogmatismo y
de negación de la autoridad de la razón humana, por otra,
son absolutamente inaceptables. La experiencia de nuestro
país en los dos períodos en que han sido dueños de los
primeros de nuestros establecimientos de educación (1843 a
1850 y 1886 a 1898) está muy lejos de darles buen crédito
en el particular, pues se han exhibido, con algunas raras
excepciones, como maestros chabacanos e inferiores en to-
do sentido. Debo, sin embargo, expresar que entre los jesuí-
tas del año de 1843 vino el padre Gil, quizás el mejor ora.
dor sagrado que ha subido a la cátedra en Bogotá. Entre los
que he alcanzado a oír, Saavedra carecía de unción, AguiJar
se dejaba arrastrar por su genio fogoso a frases poco sagra-
das y expresión colérica en sus peroraciones; pero Gil se
mantenía sereno y dulce, sabía dominar su voz en tonos
suaves y mantenía hasta el fin su expresión simpática. Tam-
bién vino en ese año el padre García, a quien tuve ocasión
de conocer y tratar en la sala de coléricos del hospital de
San Juan de Dios, ·en abril de 1850, sacerdote humilde que
me pareció animado de una caridad verdadera y ejercía su
ministerio con los moribundos de una manera especialmen-
te dulce y consoladora. Parece que los de la introducción de
1886 .han sido inferiores a los de 1843. Excusado es decir
que yo participé, y participo aún, de la opinión contraria a
la existencia de esa comunidad entre nosotros, pues juzgo
que no se la debe pennitir en ningún país libre.
Por el mismo tiempo (1849 y 1850) tomó un grande
incremento en Bogotá y en algunas pocas de las principales
poblaciones de la república (Cartagena, Cali, Panamá), otra
asociación que puede asemejarse, en parte, a la de los
jesuítas: quiero hablar de la masonería. En Bogotá fue fun-
dada, en 1846 o 184 7, por algunos ciudadanos españoles
pertenecientes a la compañía dramática que dirigía el señor
Fournier: .los señores Francisco González, José Belav~l, Peix

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y otros cuyos nombres no recuerdo, con el concurso de
algunos sujetos notables, venezolanos en su mayor parte,
como los tres señores Echeverría, Hernández, Brachio, Del-
gado y otros. Muy pronto se incorporaron en ella muchas
personas distinguidas de Bogotá, como los señores José Caí-
cedo Rojas, Rafael E. Santander, Carlos Martín, José María
Samper, José María Vergara Tenorio, Patricio y Bernardo
Pardo, Aparicio Escobar, Fernando Conde, José María Pla-
ta, Manuel Ancízar, Manuel Murillo y otros muchos que
sería largo nombrar; pero todas personas honorables y de
buenas costumbres. Yo me incorporé en esa asociación en
1849, atraído por la idea de que su objeto era únicamente
reforzar el sentimiento de la fraternidad entre todos sus
miembros y la práctica de la caridad y la benevolencia con
todos los hombres. Sa~ía que en los pasados siglos, esas
asociaciones secretas habían trabajado por la emancipación
de las clases oprimidas y por la reforma de los abusos que la
· feudalidad había introducido en las relaciones sociales, y no
tenía, como no tengo conocimiento, de que hubiesen pro-
ducido trastornos ni conspiraciones contra el orden social.
Al entrar en ella comprendí que su origen entre nosotros
era más antiguo, probablemente desde la guerra de la in-
dependencia, pues los militares de esa época generales José
Hilario López y Valerio Francisco Barriga y los entonces
coroneles Enrique Weir, Rafael Mendoza, Manuel A. López,
José María Melo y otros de los que habían hecho la cam-
paña de Venezuela, de 1820 a 1822, resultaron ser masones
antiguos. Algo oí entonces de que la primera introducción
de la masonería había tenido lugar durante las conferencias
de Santa Ana, en 1820, a las cuales se debió el fin de la
guerra a muerte en vigor desde 1813.
Puedo decir que, aparte de buena sociedad, dos cenas
con que se celebraba en el año la ·fiesta del patrono de la
asociación, y la limosna que invariablemente se recogía para
los pobres en todas las sesiones y se repartía en secreto, sin
ruido ni ostentación, nada observé que no pudiera practicar-
se a la luz del día, ni nada distinto de una sociabilidad más
estrecha, destinada a mantener mejores sentimientos entre
los diversos grupos de hombres que pueblan la tierra. Puedo
agregar que esta asociación es mirada con respeto en los
países más civilizados, y que en una de nuestras ·guerras
civiles, más de una vez debí la vida en trances apurados a la
protección que esta fraternidad me dispensó. Esta es toda la
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experiencia que tengo de la masonería. institución que miro
con simpatía y agradecimiento.
Muy distinta era, sin embargo, la opinión de alguna
parte de la sociedad bogotana, inspirada por el clero y prjn.
cipalmente por los jesuítas. Se creía, y aun por.personas de
quienes pudiera esperarse mejor criterio, que sus reuniones
servían de teatro a escenas crapulosas e indecentes, y no era
duro de creer, para personas de buen juicio, que allí se
profesaban doctrinas inmorales y ateas por gentes perfecta-
mente hónorables, que en la vida común sólo eran acreedo-
ras a la estimación y el respeto de todos. Es uno de los
misterios de la naturaleza humana, que los compromisos
secretos, si bien expuestos a ser interpretados con malevo-
lencia, son de más obligatorio cumplimiento a los ojos de la
generalidad de las gentes que los compromisos contraídos
en publicidad.
Agregaré que el auxilio más notable por su cuantía,
enviado a los clérigos de Cartagena, en 1850, fue el de la
logia Estrella del Tequendama, de Bogotá.
He dicho ya que el 'X)lera subió a la altiplanicie de
Bogotá en abril y mayo de 1.850. Los periódicos de ese año
mencionan el hecho de una manera rápida y sin dar aten-
ción al suceso, no obstante qut en los primeros veinte días
se presentó con una gravedad e."tremada, en términos que
los cien primeros atacados fuero1 · todos víctimas del mal.
La observación notable que puede !l.acerse en el particular,
es la falta absoluta de interés público y de espíritu de aso-
ciación que nos quedó como legado de ias costumbres espa-
ñolas. Desde julio y agosto de 1849 se habían visto los
estragos del azote en Cartagena y Barranquilla, se sabía que
estaba subiendo lentamente el río Magdalena, y que desde
enero y febrero había hecho sus primeras víctimas en Hon-
da y Ambalema. A pesar de todo, cuando llegó.el mal a esta
ciudad no había un local preparado para recibir a los enfer-
mos. Fue preciso habilitar precipitadamente para el efecto ·
una sala en el hospital de San Juan de Dios, en el centro de
la ciudad, en un sitio favorable para la propagación del mal
en toda la población. Pocos meses antes, -en medio del te-
rror que produjeron las noticias de Cartagena, se había for-
mado una junta de sanidad y abierto una suscripción para
limpiar la ciudad y fundar hospitales; pero con excepción
de la limpieza de los muladares en las orillas de los ríos de

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San Francisco y San Agustín, nada más se hizo, ¡y todo el
gasto se redujo a menos de $1.500! La población lo espe-
~aba todo de las autoridades, según se observa en los pue-
blos sujetos a gobiernos centralizados y autoritarios, y las
autoridades sin recurso ni ayuda de la espontaneidad de los
ciudadanos tampoco pueden nada. Esta falta de espíritu
público; esta carencia de sentimientos de solidaridad, es uno
de nuestros defectos nacionales, al que es un deber de to-
dos, pero principalmente de los periodistas, buscar correc-
ción.
, Entretanto, los trabajos del Congreso seguían mostran-
do la índole de la idea liberal.
Por primera vez se pennitió la excarcelación bajo de
fianza a los procesados por delitos de menor gravedad, con
lo cual se atenuó considerablemente el ataque a la libertad
de los procesados, en el caso de inocencia, y también la de
los criminales mismos~ para no recargarles la pena con una
prisión prolongada durante el juicio.
Se autorizó a la cámara provincial de Panamá para esta-
blecer el juicio por jurados, pero quedando a voluntad de
los procesados la elección entre este procedimiento y el
ordinario por jueces de derecho. Muestra de la desconfianza
que se abrigaba de esta institución, sólo conocida hasta en-
tonces en los juicios de imprenta.
La memoria del general Santander, muerto hacía diez
años, no había merecido hasta entonces un solo recuerdo de
gratitud. El congreso de 1850 expidió la ley en virtud de la
cual la antigua plaza de San Francisco cambió su nombre
por el de Plaza de Santander, en recuerdo de que en el
ángulo noroeste de ella pasó sus últimos años en una mo-
desta casa construída a sus expensas. La estatua de bronce,
que la misma ley mandó levantar allí, sólo hasta 1879 fue
erigida. Sensible es, sí, que· esa estatua, sin belleza alguna,
no exprese el carácter noble y republicano del personaje a
quien se desea recordar.
El mismo congreso honró la memoria de Acevedo, el
Tr~buno del pueblo, que tan importante papel representó en
el movimiento popular del 20 de julio de 1810; del general
Fábrega, que encabezó el impulso revolucionario de la im-
portante sección del istmo de Panamá en 1821; y saludó al
general Soublette, vencido y expatriado en Venezuela, con

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manifestaciones de respeto y gratitud, a su entrada a buscar
asilo en esta tierra que había presenciado sus servicios du-
rante la gran lucha de la independencia.
Mandó establecer escuelas de artes y oficios, en donde
además se enseñaría la mecánica industrial en todos los co-
legios nacionales. Iniciativa en extremo útil y democrática
que ha sido completamente descuidada.
Concedió derecho a los esclavos para variar de amo, a
cuyo efecto se impuso a éstos la obligación de librarles
boleta de venta valedera por tres días, con expresión del
valor del esclavo y teniendo éste derecho para hacer modi-
ficar su avalúo, en el caso de parecer excesivo, por la junta
de manumisión. Aún no había mayoría en las cámaras para
decretar la abolición pura y simple de la esclavitud.
Continuó el movimiento hacia la desmembración de las
grandes provincias. Las dos del Istmo, Panamá y Veraguas,
fueron divididas en cuatro, por la creación de las nuevas de
Azuero, compuestas de los cantones de los Santos y Parita
de la antigua Panamá y la de Chiriquí, entonces llamada
Fábrega, formada de los cantones de Cbiriquí y Bocas del
Toro. La de Santa Marta, fue dividida en las dos de Santa
Marta, formada de las poblaciones del litoral del Atlántico y
del Magdalena, y la de Valledupar de los territorios interio-
res del alto Ranchería, el valle del mismo nombre y el de
Chiriguaná, sobre el río César. La de Pamplona lo fue en las
tres de Pamplona, Santander y Soto, reducidas la primera a
los cantones montañosos de Pamplona, Málaga y Concep-
ción, situados sobre las dos faldas de la cordillera Oriental;
la segunda compuesta de los valles del Zulla, del Pamplonita
y de las ramas superiores del Catatumbo todos tres tributa-
rios del lago de Maracaibo; y la tercera de los valles de
Girón, Bucaramanga y Piedecuesta, en la parte alta del río
Lebrija, dependientes del Magdalena.
Investigando las causas que dieron lugar a esa idea de
división de entidades administrativas de antigua composi-
ción, no encuentro sino la de que pueblos aletargados du-
rante la colonia, trastornados durante la guerra de la inde-
pendencia que debió despertar ambiciones de progreso y dé
cambio al observar que durante el centralismo había co-
rrientes políticas sensibles en las capitales de provincia, que
no alcanzaban a llegar a los cantones distantes, quisieron
aprovechar de las nuevas facultades concedidas a las cáma-
ras provinciales por la ley de 3 de junio de 1848, sobre

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régimen municipal, asumiendo el carácter de provincias.
Sólo así puede explicarse que, pueblos al parecer muertos
para la vida política, hubiesen pasado repentinamente al
nombre pomposo de ciudades, como Chocontá, Guaduas,
La Mesa, Piedecuesta, Los Santos, etc. La ley de descentra-
lización aumentó el entusiasmo, y era un espectáculo digno
de contemplarse la seriedad con que se tomaba a pechos la
nueva organización administrativa y la difusión general de
ideas políticas, pues hasta pueblos pequeños quisieron darse
constitución, estableciendo en ella los principios de gobier-
no comunal a que resolvían someterse y los objetos de ser-
vicio público a que se pensaba dar atención preferente: las
escuelas, los caminos parroquiales, el cementerio, hospita-
les, la mejora de las calles, el establecimiento de alamedas y
paseos públicos, sobre todo el servicio de aguas para el aseo
de la población y de alguna perfectamente pura para el
consumo de los habitantes. Ese entusiasmo pasó como un
fuego de artificio. El grito destemplado de la guerra civil
apagó muy pronto las voces del patriotismo pero algún día
volverá a sentirse esa animación.
En materia de caminos carreteros también quiso este
congreso no iniciar, sino continuar la marcha emprendida
durante los dos últimos años de la administración Mosque-
ra. Concedió privilegio exclusivo por cincuenta años al doc-
tor Manuel María Zaldúa para abrir y mantener a sus expen-
sas un camino carretero entre Vélez y el puerto de San
Fernando, sobre el río Carare~ y navegación por vapor en
buques de no menos de cien cargas de capacidad basta el
Magdalena en aquel río. Igual concesión se hizo a los se-
ñores Vicente Borrero & Cía. para abrir un camino carre-
tero desde Cali hasta el puerto de la Buenaventura. En
ambos casos se procedía con cierta ligereza, pues se auto-
rizaba que la vía tuviese pendiente de diez por ciento, poco
carreteras a la verdad, y en materia de solidez, pll'a que
pudiese prestar servicio económico, sólo se exigía que el
piso fuese "seco y firme en toda estación, terraplenado con
ligero realce hacia la línea media". Por su parte los empre-
sarios no parecían tener idea clara del capital necesario para
la obra, pues se contentaban con peajes módicos y un auxi-
lio en tierras baldías, de muy poco valor entonces como
hoy todavía. Los privilegios así concedidos no dieron re-
·sultado alguno.

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Fue aprobado, como ya había dicho, el contrato final
sobre ejecución del ferrocarril de Panamá.

Dio motivo a conversaciones, censuras y calumnias un


incidente que por primera vez se presentaba en la marcha de
los partidos. ·
Al entrar al poder el liberal en 1849, resultó que las
imprentas estaban todas o casi todas en poder de conserva-
dores. La administraCión, fuertemente combatida por la
prensa, no tenía medios de defenderse. Un liberal muy pa-
triota, el doctor Antonio María Pradilla, resolvió invertir su
fortuna en la compra de la casa e imprenta que, con ayuda
oficial, había montado en 1848 el doctor Manuel Ancízar,
en donde se publicaba El Neogranadino, el órgano de publi-
cidad más respetable en sus días. Sin embargo, los recursos
del doctor Pradilla no bastaban y para hacer los últimos
pagos se encontró en tales dificultades que resolvió vender
la imprenta. Reuniendo la escasa suscripción de alguno
amigos y su escaso peculio, a sumas prestadas a los señore
Ezequiel Rojas y Manuel Abello, el doctor Manuel Murillo,
que por entonces se r~putaba la persona más importante de
ministerio, asumió la responsabilidad de comprarla; pero
con .la resolución de venderla al gobierno para el servicio d
las impresiones oficiales, lo que al fin se hizo, sin que e
todas estas transaéciones hubiese ganancia y sí pérdidas pa-
ra todos los que intervinieron en ellas. La prensa conserva
.dora, con todo, denunció esas operaciones como fraudu
lentas contra el Tesoro público y como especulaciones d
vergonzadas. El congreso de 1850 expidió una ley que auto
rizaba al Poder Ejecutivo para comprar la imprenta para la
impresiones oficiales, y las dificultades quedaron allanadas.
No considero muy correcta la operación aun cuando
estoy convencido de que en ella no hubo ganancia algun
ilícita para los que la llevaron a cabo; y antes tengo motivo
para pensar que les ocasionó algún quebranto; pero juzgo
que no· deben mezclarse así los intereses de partido, con lo
de la nación. Y soy de concepto, además, que no es con
forme con buenos principios de administración pública ob
tener por medio de imprenta propia, sino por conb:ato e
subasta pública, las impresiones oficiales, pues el manejo d
propiedades del Estado, como el de casa ajena cuyo propie
tario no es visible, está expuesto siempre a abandono
destrucción rápida.

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Como llevo dicho, las mayorías del congreso no permi-
tían a los liberales desarrollar todo su programa. Hubo dis-
cusiones acaloradas sobre diversos puntos de éste: sobre
libertad de imprenta, libertad de esclavos, desafuero ecle-
siástico, renta fija a los curas de las parroquias, reforma de
.la constitución; pero no pudo llegarse a ninguna solución
notable. Las sesiones llegaban a su término y los miembros
del congreso se ocuparon en designar candidatos para la
vicepresidenc~ de la república. Dos nombres fueron dados a
luz: el del señor José de Obaldía , por parte de los liberales,
y el del señor Juan Defrancisco Martín, por la de los con-
servadores.
El señc:;>r Obaldía, senador por la provincia de Panamá,
era liberal de antigua fecha: rjesde 1828 y 1830 había com-
batido en el Istmo de Pana.má .la dictadura de Bolívar; en
1837 había concurrido a la cámara de representantes, y
sostenido valerosamente f.iscusiones a que dio origen ~n ese
año la elección de presidente de la república; en 1849 había
sido uno de los rp.ás cor.spicuos defensores de la candidatura
del general López y F~ había hecho notable, como orador,
quizá el primero entre los liberales. Frisaba en los cincuenta
años, su estatura era mediana con marcada tendencia a la
obesidad, su cara ancha, ojos salientes y orejas grandes no
daban atractivo a su fisonomía en estado de quietud; pero
en la conversación· se animaban sus facciones y le daban
aspecto simpático. El órgano de la voz era magnífico con
timbres metálicos y sonoros que se hacían oír a largas dis-
tancias: se expresaba con mucha claridad y poseía una
afluencia muy notable en el discurso. No era elocuente,
pero sí un razonador de mucha fuerza, a quien podía oírse
con agrado horas enteras. No era muy ortodoxo su libera-
Usmo, hasta el punto de que apenas lanzada su candidatura
se pensó en abandonarla por haber atacado y votado negati-
vamente en el senado un proyecto sobre libertad de impren-
ta presentado por el secretario de gobierno, doctor Zaldúa,
en el que se limitaba la responsabilidad de los escritores
públicos a la injuria y a la calumnia. El señor Obaldía confe-
só su pecado y prometió enmendarse, con lo cual logró
calmar la opinión enojada de sus partidarios. Como es sabi-
do, desde 1855 abandonó las banderas del liberalismo y .
vivió en comunión conservadora desde entonces hasta su
muerte, en 1881 (? ). ·
No conocí al señor Defrancisco Martín. Oí decir que

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había sido un gran negociante en Cartagena, íntimo amig
del general Montilla, el jefe militar de aquella plaza duran
diez años, y que por sus compromisos en sostenimiento d
la dictadura del general Bolívar desde 1827 hasta 1831,
había emigrado a Europa y establecídose en París, de dond
no regresó hasta 1847, durante la secretaría de hacienda de
doctor Florentino González. En este año aparece en nuestra
historia financiera haciendo un préstamo de gran considera-
ción al tesoro; que debía pagarse, como se pagó, en tabaco
de exportación, en 1849 y 1850. En estos dos años figuró
como senador por aquella provincia, y como miembro de la
comisión de hacienda, suscribió largos informes tratando de
probar que la administración del general López había en-
contrado un gran superávit en las cajas del tesoro. Su gran
riqueza y relaciones tradicionales con el partido de reacción
contra las instituciones republicanas parecen haber sido los
títulos con que se le escogió como candidato a la vicepresi-
dencia. Después, no vuelve a aparecer su nombre en nues-
tros anales.
Las elecciones tuvieron lugar en el mes de agosto y el
resultado del voto de 1.600 electores, fue:
Señor Obaldía, poco más o menos ... 900
Señor Defrancisco Martín no alcanzó a 700
La votación se dividió casi por igual en las provincias de
Bogotá, Tunja, Tundama, Cartagena, Mompós, Popayán,
Chocó.
La opinión liberal tuvo grandes mayorías en las del
Socorro, Vélez, Santander (Cúcuta), Pamplona, Soto, Santa
Marta, Valledupar, Neiva, Mariquita, Casanare y las de Pana-
má, Veraguas, Azuero y Chiriquí.
La conservadora triunfó en Antioquia, Cauca, Buena-
ventura, Pasto y Túq u erres.
Es de notar que en la ciudad de Bogotá tuvo mayoría el
señor Defrancisco Martín, y casi en todas las poblaciones en
que había guarnición militar. Todavía en este tiempo no
hacía las elecciones el ejército permanente, como sucede de
1880 para acá. El señor Obaldía resultó electo popular-
mente.

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CAPITULO XXI

LOS GOLGOTAS

El 25 de septiembre de 1850 tuvo lugar la reunión


pública de una sociedad de jóvenes estudiantes del Colegio
de San Bartolomé, c'On el nombre de Escuela Republicana.
Tenía por objeto pronunciar discursos en público sobre ma-
terias de interés general, principalmente las de asuntos de
actualidad, y se componía en un principio de los estudian-
tes próximos al término de su carrera; de suerte que no sólo
se trataba de presentar un certamen, sino también de ejerci-
tarse en la oratoria, condición indispensable para el funcio-
namiento de las instituciones democráticas, en las que la
imprenta y la tribuna constituyen los dos resortes principa-
les de la opinión pública. Formada la sociedad cuando ya
principiaba el desarrollo de las ideas liberales, comprimidas
durante los doce años de la dominación conservadora, natu-
ralmente esta manifestación de los sentimientos de la juven-
tud participó de la influencia de la atmósfera política rei-
nante y fue recibida con agrado general. Los discursos no
versaron en un principio sobre temas concretos de la reno-
vación que se esperaba, mas poco a poco fueron entrando
en este camino y despertando cada día más interés. El
círculo de la asociación fue ensanchándose con los jóvenes
que, habiendo concluído ya sus estudios, entraban en la
carrera del periodismo o en las de funciones oficiales, con lo
cual ganó en seriedad e importancia.
Allí hicieron su aparición los hombres que en los veinti-
cinco años siguientes debían figurar de diversos modos en la
escena pública: Domingo Buendía, Manuel Suárez Fortoul,
José Joaquín Vargas, Ramón Gómez, Leopoldo Arias Var-
gas, Mario Lemos, Alejandro Roa, Aníbal Galindo, Camilo
A. Echeverri, Milcíades y Marcelino Gutiérrez, Narciso y
Clímaco Gómez Valdés, José María Samper, Francisco E.
Alvarez, Santiago Pérez, José María Rojas Garrido, Peregri-
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no Santacoloma, Jo~quín Morro, Antonio María Pradilla,
Nicolás, Próspero y Guillermo Pereira, Celso de la Puente,
Tomás y Lisandro Cuenca, Leonidas Flórez, Olimpo García,
Narciso Cadena, Pablo Arosemena, Januario Salgar, Manuel
Lobo Gue~ero, Juan Bautista Londoño, Octavio Salazar,
Eustorgio Salgar, Vicente Herrera, Foción Soto, Antonio
María Domínguez, Horacio González y otros muchos que
no recuerd~ de pronto. Allí puede decirse también que
completaron su edu~ación, a lo .menos en lo que dice rela-
ción a la cosa pública, a las cuestiones del día y a la costum-
bre de considerarlas sin el espíritu estrecho que nace del
aislamiento y de la falta de comunicación con las ideas de
otros hombres. Esas sesiones, muy concurridas, despertaron
en la capital un movimiento intelectual considerable y con-
tribuyeron a precisar los puntos en que el partido liberal
pedía renovaciones. Libertad de imprenta absoluta, toleran-
cia religiosa, aceleración de la libertad de los esclavos, refor-
ma de algunas instituciones civiles, formación de códigos
civil y criminal sencillos en lugar de la enredada legislación
española, libertad comercial en las aduanas, abolición de la
pena de muerte, todas esas materias dadas por las preocupa·
ciones de lo pasado e infiuídas sí por dos acontecimientos:
el uno, la reciente publicación de la Historia de los girondi-
nos, de Lamartine, leída con avidez por nuestra juventud, y
el otro la revolución francesa de 1848, que en las discusio-
nes de su famosa asamblea y en el periodismo, había de-
terminado olas poderosas de pensamientos de renovación,
hasta las playas del nuevo mundo.
La impulsión de la Escuela Republicana no fue general
en sus efectos, sobre todo al partido liberal. Una parte de él,
compuesta de hombres maduros que habían atravesado los
malos días de la dictadura de Bolívar y sido víctimas des-
pués de la persecución obstinada de 1841 a 1843, que había
sufrido prisiones y destierros y eran de concepto que a sus
adversarios debía aplicárseles, llegado el caso, procedimien-
tos semejantes, no miraba con buenos ojos las predicaciones
de libertad, generosidad y garantías para todos, repetidas
por jóvenes inexpertos. Juzgaban que todas esas libertades
constituirían una república montada al aire, y esas frecuen-
tes alusiones de los jóvenes a las doctrinas del Mártir del
Gó?gota llegaron al fin a series indigestas. El doctor José
María Samper, .en quien estas citas del Mártir habían sido
más frecuentes, había sido objeto de una crítica burlesca

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por parte del doctor Mariano Ospina en La Civilización; y
apoderándose de ella los disidentes liberales dieron el nom-
bre de Gólgotas a los miembros de la Escuela y a todos los
que profesaban ideas semejantes. Estos, en cambio, aprove-
chando la ocasión de ideas contrarias a la abolición de la
pena de muerte por delitos .Políticos, emitidas por algunos
de sus oponentes, bautizaron a todos ellos con el nombre de
Draconianos. Este fue el primer origen de las divisiones en
el partido liberal,.divisiones que tuvieron un tono más acen- ,
tuado en 1851, cuando habiendo apelado los conservadores
a una insurrección, los unos pidieron contra ellos destierro,
confinamiento y visitas domiciliarias, y los otros repitieron
sus sentimientos generosOs de perdón y olvido.
Los primeros eran encabezados por el señor Obaldía, el
señor José Antonio Gómez, senador por la provincia del
Cauca; el doctor Ramón Mercado, gobernador del Cauca; el
general José María Mantilla, los doctores Juan Nepomuceno
Azuero, Vicente Lombana, Patrocinio Cuéllar y otros. A
este círculo se unió el general José María Obando, ya pro-
clamado candidato para el próximo período presidencial.
El otro era compuesto de los jóvenes de la Escuela
Republicana, al cual se adhirieron el doctor Murillo, repu-
tado entonces como jefe de él, los doctores Francisco Javier
Zaldúa, Antonio María Pradi1la, Januario Salgar, Justo Aro-
semena, Ricardo Vanegas, José María Vergara, miembros
del congreso; el general Tomás Herrera, aunque no del todo;
el señor José María Plata y otros muchos de diversas partes
de la república, entre ellos los doctores Rafael Núñez, José
Araújo, Antonio González Carazo, gobernador de Mompós;
Nicomedes Flórez, Manuel Cañarete, gobernador de Santa
Marta: Isidro Villamizar, gobernador de Santander (provin-
cia de Cúcuta), y el señor Victoriano de D. Paredes, enton-
ces secretario de relaciones exteriores. ·
Las ideas sobre que versaba la división entre las dos
fracciones liberales eran las siguientes:
Libertad de imprenta más extendida, absoluta, según la
deseaban algunos.
Abolición de la pena de muerte, no sólo en los delitos
políticos sino en todos los casos.
Reducción del ejército permanente, y algunos llegaban
hasta la supresión total de esta institución proponiendo

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reemplazarla con guardias nacionales que prestasen su ser-
vicio en muy cortos períodos.
En general, los unos deseaban renovaciones extensas en
la organización política en el sentido de restringir los pode-
res del gobierno y extender las libertades del ciudadano, y
los otros conservar los medios de acción del gobierno en las
sociedades antiguas: los primeros deseaban proceder confor-
me a principios de legislación bien estudiados sin sujeción a
recuerdos rencorosos de otras épocas; los segundos, adheri-
dos al espíritu de partido, no deseaban separarse de las
tradiciones del partido político a que pertenecían.
Esta división en los principios de organización política
se extendió luego a los de legislación civil y penal, en cuan-
to se trataba de cuestiones de matrimonio, patria potestad,·
relaciones entre la religión y el gobierno, caracteres de la
propiedad territorial, sujeta o no a gravámenes permanen-
tes, divisible o n9 a voluntad del usufructuario, etc., pun-
tos sobre los que versaron algunos discursos de los miem-
bros de la Escuela.
En competencia con ésta, algunos jóvenes de familias y
creencias conservadoras fundaron la Sociedad Filotémica,
en la que también se pronunciaban discursos destinados a
propagar los sentimientos y principios de su partido; pero la
manera de considerarlos era muy diferente en los jóvenes de
lo que entre los hombres ya formados en las luchas políti-
cas. Si éstos se desataban en improperios contra los gober-
nantes y en acusaciones de tiranía, salvajismo y robo de los
caudales públicos, aquéllos predicaban libertad, igualdad,
fraternidad, como pudieran hacerlo los de la Escuela Repu-
blicana. La diferencia principal entre las dos sociedades con-
sistía en imputaciones de socialismo,. comunismo y destruc-
ción de la propiedad que los filotémicos hacían a los repu-
blicanos, fundados en palabras poco meditadas del entonces
orador liberal José María Samper; pero ni aun en este punto
era completa la diferencia, pues en la tribuna fllotémica
también se oían voces· semejantes en los labios del joven
Juan Esteban Zamarra.
La primera reunión pública tuvo lugar el 28 de octubre
en la Quinta de Bolívar, para hacer más evidente el contras-
te de su doctrina con la de los altivos republicanos sus
rivales. Esta idolatría por la memoria del Libertador es una
de lú fuentes de error en la teoría conservadora, de la que

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naturalmente participaron los jóvenes que celebraban el día
del nacimiento del héroe. Bolívar no era republicano ni
amigo de las libertades públicas. Las leyes eran un embarazo
para él: su ideal de gobierno era el de una dictadura sin
freno sobre una obediencia ciega del ciudadano. En el trans-
curso del tiempo no han faltado gobernantes a quienes este
precedente ha servido de pauta en sus actos.
Los miembros más notables de la Sociedad Filotémica
eran los jóvenes Carlos Holguín, Manuel María Medina, An- '
tonio J. Hernández, Fortunato Cabal, José María Pinzón
Rico, Juan E. Zamarra, Pedro A. Camacho Pradilla, Belisa-
rio Losada, Vicente Vargas, Joaquín F. Vélez y Emilio Ma-
cías Escovar. Algunos de ellos terminaron su carrera en las
filas liberales, como los señores Hernández, Pinzón Rico y
Vicente Vargas. Poca fue la duración de esta Sociedad. Fun-
dada a fines de octubre de 1850, te~inó su carrera en julio
de 1851, durante la rebelión conservadora, en la que, ha-
biendo querido tomar parte, fueron sorprendidos y aprisio-
nados por los de la Escuela Republicana. Estos trataron a
sus prisioneros con mucha generosidad y obtuvieron que se
les dejase libres a los pocos días.
La Escuela Republicana duró hasta 1853. En 1851 sir-
vió decididamente al gobierno en los días de conflicto, y en
1854 muchos de sus antiguos miembros figuraron activa-
mente en las filas de los ejércitos constitucionales del sur y
del norte, como jefes de batallones voluntarios. Suspendidas
las sesiones de la Sociedad, la influencia de sus doctrinas
subsistió por varios años hasta 1863, en la convención de
Rionegro, en donde hicieron oposición enérgica a los planes
del general Mosquera y consignaron gran parte de sus teo-
rías en la constitución expedida por aquella corporación.
De ahí en adelante, la interposición del general Mosquera en
el partido liberal hizo salir de su camino a algunos de sus
antiguos miembros o simpatizadores, corno los señores Ro-
jas Garrido, Ramón Gómez, Peregrino Santacoloma, Joa-
quín Morro, Antonio González Carazo, Daniel Aldana y
otros, incorporados en el nuevo partido mosquerista, reac-
cionario, fundado por aquél.
La influencia de la Escuela Republicana en la política
nacional fue muy notable. No tan sólo extendió el campo
de las ideas liberales, suavizó con su independencia de carác-
ter y su amor a la imparcialidad y la justicia, los furores del

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espíritu de partido, sino que, por decirlo así, rejuveneció al
liberal y lo impregnó con la generosidad que es propia de la
juventud:. dejó un lampo de patriotismo puro en nuestros
anales, no manchado con ambiciones ni codicias y sus
miembros merecieron el dictado honroso de partido giron-
dino.

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CAPITULO XXII

LA GUERRA CIVIL DE 1851.

La oposición contra el gobierno asumió desde un prin-


cipio carácter insurrecciona], atribuyendo el origen de aquél
a violencia ejercida sobre el congreso, y sosteniendo en se-
guida en el periodismo que sus actos eran semejantes a los
de una pandilla de bandidos empeñados en destruír la reli-
gión cristiana, establecer el comunismo y propagar la des-
moralización de las costumbres. Absurdas como parecen
estás acusaciones, e increíble, como parece, que la prensa de
un país civilizado hubiera descendido hasta este punto, bas-
ta leer las columnas de los principales periódicos conserva-
dores de esos días: de El Progreso, redactado por el señor
José María Torres Caicedo; de La Civilización, por el señor
José Eusebio Caro; de El Día, dirigido desde fines de 1849
por el doctor Mariano Ospina y de El Misóforo, obra del
señor Julio Arboleda, para convencerse de la verdad de esta
aserción.
El general López era acusado de embriaguez constante
y de ser el jefe de la banda de ladrones organizada en Bogo-
tá durante los meses de abril a junio; el señor Murillo, secre-
tario de hacienda, era llamado el impúdico ladrón, y así los
demás que hacían parte de la administración.
Las calumnias llegaron hasta el punto de difundir en los
lugares retirados de la capital, que las señoritas hijas de los
conservado.. es eran entregadas con violencia a la soldadesca
desenfrenada (1). Inútil es decir que escenas de esta clase
jamás se han visto en este país, en donde el espíritu de
partido ha llegado a una exageración igual o poco menos a

(1) Y el gran Señor que nuestras hijas vende,


O a sus siervos, en premio, las regala,
Su tibio aliento sobre el trono exhala
Meciéndose en estúpida embriaguez!

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la de nuestros padres españoles; pero en donde las costum-
bres han sido siempre morales, realzadas por una dulzura
especial en el trato humano.
Viví en la intimidad con el señor general López durante
seis meses como secretario y ayudante suyo en la campaña
contra la dictadura militar del general Melo, en 1854, y
puedo afmnar que no le vi nunca tomar una copa de licor:
apenas vino tinto en las comidas, una que otra vez. De su
vida doméstica puedo decir que era respetuoso con su es-
posa y en extremo tierno con sus hijos; sus costumbres eran
de una moralidad refinada: nunca le oí una palabra grosera,
y en sus modales era un tipo de buen caballero.
En cuanto al doctor Murillo, sabido es que fue secreta-
rio de hacienda, diplomático en Europa y América, presi-
dente de la república en dos períodos, magistrado de la
Corte Suprema, senador en varias ocasiones; pero hombre
sencillo en su vida doméstica, sin vicios de ninguna especie,
vivió siempre en una medianía vecina de la pobreza, y sin
embargo murió tan pobre que no dejó herencia ni bienes
algunos a la distinguida y virtuosa matrona, señora Ana
Romay de Murillo. El transcurso del tiempo ha compro-
bado la inexactitud de todas esas acusaciones, excepto las
que se referían a los excesos a que se lanzaron las socieda-
des democráticas del Valle del Cau ca.
Estos excesos consistieron en tres delitos: la destruc-
ción de las cercas de algunas propiedades, con el pretexto o
por el motivo verdadero, de haber incluído los propietarios
tierras pertenecientes al común o egido de los pueblos; el

Los esbirros de López, el tirano,


Que él premia, que él excita, que él consiente,
Besan a nuestras hijas libremente,
Y nosotros temblamos a sus pies!

En ton ces viera el socialista infame


Si son nuestras e posas baratijas,
O impúdicas rameras nuestras hijas
O nuestra patria su infernal burdel ...

•• Julio Arboleda

(La Civiüzación número 85, de 10 de abril de 1851).

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hecho de azotar durante las noches a algunos adversarios
polítioos particularmente antipáticos a los miembros de esas
sociedades: hecho llamado a despertar animosidades profun-
das; el asesinato, en fin, de personas reputadas como jefes
de la insurrección que se temía. Ignoro a qué extensión
llegaría este crimen, en relación oon el cual sólo recuerdo
los nombres de los señores Pinto y Morales, asesinados en
Cartago; pero probablemente debió de ejercitarse sobre al-
gunos pocos más. La prensa oonservadora denunció estos
hechos, exagerándolos, y la liberal, si bien los condenó a las
veces con lenidad meticulosa, ensayó en otras una defensa¡
de ellos. Se dijo que las provincias del sur eran el lugar
designado para centro principal de la rebelión que se veía
venir; que esps desórdenes eran efecto de la reacción natural
contra el crimen de la esclavitud y de los bárbaros trata-
mientos de que habían sido víctimas los esclavos; que era
necesario despertar y sostener la opinión defensora del go-
bierno, para lo cual no debía extremarse la represión de sus
actos. Lo cierto es que en la conciencia del partido liberal
no quedó justificada la conducta de los gobernadores de las
provincias del Cauca y Buenaventura, señores Carlos Gómez
y Ramón Mercado, a quienes se acusaba de falta de ener-
gía en la represión, si no de complicidad oculta en esos
atentados. Evidentemente estos sucesos contribuyeron a ha·
cer inminente la explosión que se temía, la cual contaba
con auxilios de otros agentes poderosos.
Eran éstos: la proclamación de la libertad de los escla-
vos, indudable en el momento en que hubiese mayoría libe·
ral en ambas cámaras, emancipación temida principalmente
por los dueños de grandes feudos en las provincias de Popa·
yán y el Cauca, y por los de minas de oro en estas mismas
provincias y en las de Antioquia, el Chocó y Barbacoas; en
segundo lugar, la irritación del clero y de las pasiones reli-
giosas al sentir que se discutía su influencia, se combatían
sus prerrogativas y se trataba de introducir instituciones
contrarias a las que la disciplina externa de la iglesia católica
había introducido en el código civil. Estos temores del clero
se referían al desafuero eclesiástico y a la introducción del
matrimonio civil -no a la separación del Estado y de la
Iglesia- reforma más bien solicitada que temida entonces
por aquél.
El movimiento insurrecciona! tenía, pues, tres cabezas:

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a) el espíritu de partido excitado hasta la demencia; b) el
interés de los dueños de esclavos; e) la exaltación del clero
católico contra las reformas; es décir, el fanatismo religioso
de un pueblo ignorante a quien se quería hacer creer que
iba a ser destruída la religión.
Diversos acontecimientos concurrieron a acelerar el
momento fatal.
La lucha entre las sociedades democráticas y las popu-
lares dio pretexto en el mes de enero para producir un
tumulto en el barrio de Santa Bárbara, que tuvo por resulta-
do un muerto en la policía y algunos heridos entre los
combatientes.
La reunión del congreso, en la que por primera vez
hubo mayoría liberal en ambas cámaras, completó la obra.
El 21 de mayo fue sancionada la ley que declaraba
libres los esclavos nacidos antes del 21 de julio de 1821,
fecha en la que, el congreso de Cúcuta, declaró libres los
partos de las esclavas. No podían existir esclavos menores
de treinta años, y no se concedió derecho a indemnización
por los mayores de sesenta. El derecho de los amos a ser
indemnizados, se limitó a $ 160 por los menores de cuaren-
ta y cinco af\os y a $ 120 por los mayores de esta edad. Las
esclavas no debían ser avaluadas, para reconocer su valor al
dueño, en más de$ 120 las menores de cuarenta y cinco, ni
en más de $ 80 las mayores de esta edad.
Había cerca de 20.000 esclavos, aparte de uu número
considerable de hijos de manumisos nacidos libres después
de 1821, pero que, mantenidos en el poder de sus antiguos
amos, estaban en una condición semejante a la de la esclavi-
tud. La indemnización a los dueños alcanzó a algo más de
$ 2.000.000 en billetes sin interés que tardaron unos veinti-
cinco años en ser amortizados con el producto del impuesto
sobre las mortuorias; pero que mantuvieron en el mercado
un valor de cincuenta a ochenta por ciento. De suerte que la
indemnización verdadera para los amos no pasó de un mi-
llón y cuarto de pesos, o sea un sesenta por ciento del
avalúo dado por las juntas de manumisión. Como estos ava-
lúos fueron siempre inferiores al que les daban las transac-
ciones particulares, puede cafi:ularse que la pérdida sufrida
por los dueños de esclavos, en el precio de éstos, no bajó de
un millón de pesos, aparte de la que la desorganización de
trabajos agrícolas y mineros debió de. ocasionarles. Sin em-

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bargo, debe tenerse en cuenta que esta desmoralización del
trabajo servil tenía su origen en la guerra de la indepen-
dencia, y que no pocos de los esclavos, aparte de la indem-
nización recibida por los amos, quedaron en poder de éstos
prestando sus servicios en la misma forma que antes, prin-
cipalmente los que estaban destinados a trabajos domésti-
cos.
Entre las causas determinantes de la insurrección con-
servadora de 1861, la abolición de la esclavitud fue quizá la
~ue obró con más intensidad. Cómo se notará luégo, la
guerra prendió con más violencia en las provincias en donde
era más poderoso el interés de los esclavos: Antioquia y las
provincias del sur, en tanto que en las de la costa, centro y
norte de la república los movimientos fueron insignifican-
tes.
Menor influencia ejerció la idea fanática, que trató de
despertar con toda furia, con motivo de las reformas religio-
sas decretadas por el congreso en este año y en el anterior,
que a la verdad, fueron de consideración. La supresión dei
diezmo; la abolición del fuero eclesiástico; la declaratoria de
que ·la autoridad civil no prestaría apoyo para compeler al
cumplimiento de los votos monásticos, sino al contrario, la
de que se daría protección al que fuese mantenido en clau-
sura o sujeto al cumplimiento de votos contra su voluntad;
y por último, la facultad concedida a los cabildos parroquia-
les para nombrar y presentar los curas de entre los propues--
tos por los diocesanos, fueron resistidas por los obispos,
mas no suscitaron espíritus de rebelión en el pueblo y talvez
ni entre el clero inferior.
Ninguna de estas medidas constituía un ataque a la
religión, es decir, a las doctrinas predicadas por Jesucristo;
ni puede decirse que los privilegios otorgados a la Iglesia
Católica en otros tiempos, por los soberanos temporales,
constituían dogmas sagrados que no pudiesen ser retirados
d~spués por la misma autoridad que los concedió. La supre-
sión del diezmo no ha producido disminución sensible en
las obtenciones del clero; el desafuero eclesiástico no ha
sido causa de persecución ni de ataques contra los sacerdo-
tes; la no prestación de la fuerza de la autoridad civil para
compeler al cumplimiento de los votos monásticos no de-
sorganizó en manera alguna estos establecimientos; la inter-
vención de los cabildos, en fin, en la escogencia de Jos curas
entre la terna o la ternaria propuestas por el diocesano, no

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era más que el regreso a las prácticas de ia iglesia en los
primeros siglos de su organización. Debemos, sin embargo,
confesar que esta intrusión de la autoridad temporal en los
negocios de disciplina externa de la Iglesia, no se concilia
con el principio de libertad de las religiones que quisiéramos
ver imperar en la república.
El hecho es que, salvo la participación de dos o tres
curas de la provincia de Mariquita que tomaron las annas y
acompañaron las bandas armadas en sus marchas talvez en
los combates, no se pudo observar movimientos de la con-
ciencia religiosa de los pueblos.
Según parece, la insurrección conservadora había sido
decidida entre los jefes del partido con bastante anticipa- '
ción, siguiendo las tradiciones ya conocidas de esta clase de
movimientos; es decir, empezando por las extremidades del
territorio, en donde se hace sentir menos la influencia del
centro gubernamental y extendiendo luégo los movimientos
de la circunferencia hacia el centro. En el caso conservador
se empieza en la extremidad sur (Pasto), en donde, desde la
guerra de la independencia, ha predominado Ja idea conser-
vadora; así como en el caso liberal se ha dado principio en
la extremidad norte (Socorro y Cúcuta).
En 1851 principiaron los movimientos en el mes de
abril, encabezados primero por el coronel Manuel Ibáñez e
inmediatamente después por el señor Julio Arboleda.
El estallido de las pasiones revolucionarias que se creyó
debía ocurrir en los últimos días del mes de abril (el 23), en
las provincias de Pasto y Túquerres, sonó al fin el lo de
mayo en el pueblo de Chaguarbamba, cerca de Pasto, enca-
bezado por el coronel Manuel Ibáñez, un clérigo Santacruz,
los doctores José Francisco y Juan Bautista Zarama, un
señor Chaves y otros, en número de doscientos hombres,
poco más o menos. El coronel Manuel María Fr~co fue en
busca de ellos el 3, y después de un corto tiroteo se disper-
saron, tomando la dirección de la provincia de Túquerres,
en donde, perseguidos, pasaron el Carchi y se refugiaron en
el Ecuador. Según refirieron varios prisioneros tomados en
el combate de Anganoi y examinados bajo de juramento, en
el pueblo de Tulcán recibieron de los jefes ecuatorianos
estacionados allí, de doscientos a trescientos fusiles y cinco
cajas de pertrechos. Con este refuerzo volvieron en número

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de quinientos hombres, encabezados por el coronel Manuel
lbáñez, obligaron al gobernador de Túquerres, coronel To-
más España, a replegarse al lado norte del Guáitara y pre-
sentaron combate a las fuerzas del gobierno, el11 de mayo,
en el sitio de Anganoi, pero fueron fácilmente derrotados.
Al acercarse las tropas del coronel Franco a la frontera del
Ecuador, en la persecución, las del gobierno ecuatoriano
evacuaron rápidamente a Tulcán.
No pudo, sin embargo, el jefe granadino impedir, en
una frontera abierta de muchas leguas, que los derrotados
volviesen a ampararse en territorio ecuatoriano, ni impedir
que a su retaguardia se organizasen nuevas guerrillas en la
provincia de Pasto, que al fin lo obligaron a desamparar a
Túquerres y regresar al norte. Estas guerrillas eran de poca
importancia, y según se vio después, tenían por objeto dejar
abierto el campo a la nueva expedición que con auxilios de
más significación traía del Ecuador el verdadero jefe militar
de los conservadores, el señor Julio Arboleda. Este sí era un
talento militar de primer orden.
Nacido en 1817, había recibido una educación superior
en Francia, España e Inglaterra, e iniciádose en las faenas
militares durante la guerra civil de 1840 a 1842, en las
cuales ganó el grado de teniente coronel. Estaba, pues, en
1851 en toda la fuerza de la juventud, y creyéndose arruina-
do con la emancipación de los esclavos -de los que era un
gran propietario y juzgaba indispensablés para sus grandes
haciendas- estaba animado con toda la fuerza de la pasión.
Tenía grandes talentos y una prodigiosa actividad física.
Con la cooperación del gobierno ecuatoriano y los derrota-
dos de Anganoi, logró en pocos días organizar una columna
de más de ochocientos hombres, con la cual, a la retirada
del coronel Franco hacia Pasto, ocupó la provincia de Tú-
querres y penetró en seguida en esta última. Dando un ro-
deo sigiloso, se interpuso entre esta provincia y la ciudad de
Popayán, que servía de base de operaciones al ejército del
gobierno; pero allí se encontró con un militar muy capaz de
medirse con él. Comprendiendo este propósito y sabedor al
mismo tiempo de que venía de Popayán otra columna a
órdenes del general José María Obando, probablemente in-
ferior en número a la de Arboleda, persiguió a éste rápida-
mente y lo obligó, para no verse colocado entre dos fuegos,
a presentarle combate en las inmediaciones del pueblo de
Buesaco el día 10 de julio. Recio fue el encuentro: resistie-

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ron valientemente las huestes pastusas; pero al fin fueron
debeladas por las cargas de caballería que con la guardia
nacional de Patía les dio el veterano guerrero formado en
los campos de Bomboná, Junín y Ayacucho. A las doce del
día había empezado el tiroteo y a las cinco de la tarde ya
estaban en completa dispersión los revolucionarios, que de-
jaron más de cincuenta muertos en el campo, pero pudieron
retirar la mayor parte de sus heridos.
Este combate fue decisivo. Desalentado Arboleda, di-
suelta su gente, perseguido aquél en todas direcciones, sólo
en el Perú creyó encontrar seguridad, y allá se refugió hasta
1853. Faltaba ahora arreglar las responsabilidades en que
pudiera haber incurrido el gabinete ecuatoriano, puesto que
el congreso, por unanimidad de votos, inclusive los de seis u
ocho conservadores ~ntre ellos los señores general Borre-
ro, Antonio Olano, Manuel María Mallarino·- había autori-
zado al Poder Ejecutivo para declarar y hacer la guerra a esa
república hermana. Al efecto fue reforzada la división que
cubría las provincias de Pasto y Túquerres hasta más de dos
mil quinientos hombres a órdenes del general José María
Obando.
Los movimientos en la provincia de Popayán, que en
un principio se juzgó podían ser graves, no lo fueron. Los
coroneles Jacinto Córdoba, Manuel Delgado y Juan Grego-
rio López debían ser sus jefes, y en efecto se pronunciaron
en el pueblo de Patía, a fines de mayo o principios de junio;
perseguidos rápidamente por fuerzas de guardia nacional
organizadas en Popayán, desalentados por la derrota de Ibá-
ñez en Anganoi y sin encontrar cooperación suficiente, de-
pusieron las armas y se sometieron a las autoridades legales
en pocos días.
Los gobernadores de las tres provincias de Popayán,
Pasto y· Túquerr~s fueron los señores Rafael Diago, coronel
Rafael de Guzmáp y coronel Tomás España; la de Popayán
fue desempeñada lambién por el doctor Andrés Cerón .
. Parece indudable que los revolucionarios obtuvieron
auxilios considerables del gobierno del Ecuador, presidido
entonces por el señor Diego Novoa. Al efecto, mientras el
coronel Ibáñez verificaba su pronunciamiento en los pue-
blos de la provincia de Túquerres, el señor Julio Arboleda,
fugaao de la cárcel de Popayán, se dirigía a Quito, de donde
regresó en el mes de mayo a ponerse al frente de las fuerzas
insurreccionadas. La abundancia de armamento y municio-

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nes que éstas presentaron después, es indicio de la compli-
cidad del gobierno del Ecuador, que se refuerza con la co-
rrespondencia cariñosa entre el coronel lbáñez y el señor
Vicente Aguirre, secretario de lo interior del gabinete ecua-
toriano, interceptada por las fuerzas que ,comandaba el en-
tonces coronel Franco (Manuel María) y publicada en las
gacetas oficiales de Bogotá y en el Neogranadino, y se con-
firma últimamente con el veredicto de los mismos pueblos
ecuatorianos, que desconocieron después victoriosamente el
gobierno del señor Novoa, fundados~ entre otros motivos,
en la violación de la neutralidad debida a la nueva Granada
durante la rebelión de Ibáñez y Arboleda.
Sin embargo, esos movimientos no lograron conmover
el resto de la república, por falta de opinión, primero, y
después, por falta de elementos necesarios para luchar con-
tra las fuerzas del gobierno.
La insurrección más notable fue la de Antioquia, facili-
tada en los momentos en que, por ponerse en práctica la ley
que dividió en tres provincias la de Antioquia, hubo desor-
ganización en el personal gubernativo de ellas. El lo de julio
debía empezar con la nueva división territorial las funciones
de los nuevos gobernadores. El doctor José María Facio
Línce estaba destinado a la de Medellín, pero no pudo, por
causa de enfermedad, ocupar el puesto; en la de Córdoba
apenas alcanzó a tomar posesión el doctor Antonio Mendo·
za, y el señor Manuel del Corral, designado para la de Antlo-
quia, apenas pudo desempeñarla por pocos días. .
El 30 de junio por la noche se reunieron en el pueblo
de Belén, dos leguas distante de Medellín, en número de
menos de trescientos hombres, los revolucionarios, encabe-
zados por el general Eusebio Borrero, y dirigiéndose, al si-
guiente día, a la capital, evacuada por los funcionarios legí-
timos, la ocuparon sin resistencia, tomando las pocas armas
y municiones que había en ella. Un testigo presencial respe-
table, el señor José Justo Pabón, -muerto tres años después
cuando, como gobernador de la provincia de Antioquia,
fracción de la del mismo nombre, quiso reprimir ~n movi-
miento sedicioso en apoyo de la dictadura militar del gene-
ral Melo- expresa la siguiente opinión acerca del movimien-
to antioqueño, en declaración jurada que rindió ante el al-
calde de Nare el 22 de Julio:
"La revolución de Antioquia no está, como creen algu-
nos, sostenida por unos pocos hombres sin fe y si~ honor,
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sino al contrario, por casi todos los propietarios y padres de
familia honrados, a quienes, como he dicho ya, se esfuerza
Borrero constantemente en persuadir que si permanecen
inertes, si no lo auxilian, sus propiedades serán robadas, sus
esposas e hijas violadas por los rojos y destruida la religión
de sus padres; por manera que los rebeldes de la antigua
provincia de Antioquia pueden clasificarse así: unos pocos
perversos que abusan de la credulidad del pueblo antioque-
ño, y éstos son los cabecillas: algunos partidarios de los
jesuitas que juzgan que la consecuencia precisa de la rebe-
lión será el regreso al paí6 de los padres de la Compañía, y
muchos hombres de bien que al ponerse en armas no han
pensado sino en salvar sus propiedades y familias que creen
en inminente peligro. A estos últimos se les dice constante-
mente que el gobierno ha indultado a los ladrones de Bogo-
tá y que aprueba cuantos excesos quieran cometer los rojos
del Valle del Cauca; así es que tengo muy fundadas esperan-
zas de que ellos depondrán las armas tan pronto como se les
persuada de que han sido engañados infamemente. Como
prueba de lo que he dicho presento un boletín que se publi-
có en Med~llín el 6 de Julio ..."
Y agrega allí mismo: "Las noticias que circulaban en
Medelün antes de mi salida (el 15 de julio) era que la
república entera debía haber sido conmovida e) lo de julio,
y que tanto el presidente de la república como el vicepresi-
dente y secretarios de estado habían sido asesinados en Bo-
gotá.
"Las fuerzas de las facciones de la antigua provincia de
Antioquia, constaban, hasta el día de mi salida de Mede-
llín, como de mil quinientos hombres, todos reclutas y mu-
chos de ellos incapaces de pelear".
Los hombres más notables que encabezaban estas fuer-
zas eran: el general Eusebio Borrero, los doctores Pedro
Antonio Restrepo (abogado), Juan Crisóstomo Uribe (mé-
dico), Manuel Canuto Restrepo (presbítero), y los señores
Rafael María Giraldo y comandante Francisco Giraldo; el
primero con el título de jefe civil y militar del Estado fede-
ral de Antioquia; segundo, de secretario general; el tercero,
de jefe de estado mayor; el doctor Rafael Oiraldo, gober-
nador de la provincia, y el comandante Giraldo, coman-
dante general; el presbítero Restrepo sería capellán mayor.
Figuraba también el nombre del entonces coronel Braulio

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Henao; pero como luégo se verá, este apareció compro-
metido contra su voluntad y fue el primero en separarse de
la insurrección luego que se convenció de que eran falsos los
motivos alegados como causas determinantes de ella.
Los revolucionarios proclamaron como bandera polí-
tica el establecimiento del sistema federal en la república y
la reunión de una convención nacional que reorganizase el
país. Federación y Convención fue, pues, el lema de su ban-
dera.
Hasta mediados de julio sólo en Medellín había ap&!e-
cido la idea revolucionaria; las nuevas provincias de Córdo-
ba y Antioquia permanecían tranquilas; pero esa ciudad es a
un tiempo la cabeza y el corazón del territorio antioqueño
y su influencia es hasta ahora irresistible. Con un tacto que
revelaba conocimiento perspicaz del carácter de esas pobla-
ciones, en lugar de procedimientos bruscos y altaneros, el
secretario gen ral, doctor Restrepo Escovar, envió a esas
secciones un comisionado liberal muy respetable a solicitar
la incorporación de ellas en la empresa medellinense, con
autorización para ofrecer toda clase de garantías a los no
revolucionarios, es decir) a los liberales. Para esta misión fue
designado el señor Marcelino Restrepo, persona que, por su
notoria probidad, carácter bondadoso y extensas relaciones
comerciales, era la más adecuada para el efecto. Con la
convicción de que en las circunstancias del momento era
inútil empezar allí la guerra civil, el señor Marcelino Res-
trepo, trasladado a la ciudad de Antioquia, celebró un con-
venio con los gobernadores de las dos provincias, en virtud
del cual entregaron éstos las armas de que disponían y la
revolución dominó desde entonces todo el territorio de las
tres secciones.
En las provincias de Mariquita y Neiva la erupción de
partido se limitó a los distritos de Mariquita, Purificación,
San Luis y el Guamo, en donde dos grandes feudos, restos
de las antiguas encomiendas d~ los días de la conquista,
pertenecientes a las familias de Vianas, Caicedos y Leivas,
sirvieron con sus dependientes y arrendatarios de primera
base a la facción. A ella se agregaron dos o tres clérigos,
cura de Ambalema el uno, y del Guamo el otro, y algunos
militares sin colocación. A los señores Francisco y Domingo
Caicedo y los Leiva y los señores Mateo y Diego Viana, se
unieron el comandante José Vargas París, llamado común-
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mente el mocho, y el señor José María Ardila, propietario
de una hacienda inmediata a Facatativá, y ese fue todo el
movimiento popular, que sin embargo pudo armar en pocos
días quinientos o más hombres montados, armados de lanza
en su mayor parte, algunos también con carabina, armas a
propósito para el combate en esas llanuras.
La situación del gobierno en Bogotá era complicada y
difícil. Las discusiones del congreso sobre cuestiones en ex-
tremo delicadas, como el desafuero eclesiástico, la emanci-
pación de Jos esclavos sin poder ofrecer a los dueños una
indemnización inmediata, la libertad de imprenta absoluta,
la traslación del derecho de escoger los curas de las parro-
quias, de la autoridad del gobierno a la de los creyentes
mismos en cada lugar, la responsabilidad del gobierno del
Ecuador por los auxilios que, se decía, prestaba a los revo-
lucionarios de Pasto y Túquerres, la actitud dudosa del
Perú, cuyo gobierno había rehusado admitir como repre·
sentante diplomático de nuestro país a un personaje enton-
ces tan popular como el general Obando, etc; las reclama-
ciones de los obispos, encabezadas por el arzobispo Mos-
quera, contra las reformas religiosas que se discutían en el
congreso; la correspondencia diplomática tan enojosa que se
sostenía con el delegado de la Santa Sede sobre los ~ismos
asuntos; la temible compañía de ladrones organizada en
Bogotá, que tánta alarma difundió en los meses de marzo a
junio; la exageración de ideas de algunos partidarios de la
administración que no veían peligro alguno en acumular las
reformas en un corto espacio de tiempo; la perturbación del
orden público que se veía venir con tan pocos elementos de
ejército y tesoro disponibles para combatirla; las ambiciones
personales en la sucesión a la presidencia de la república que
ya empezaba a sospecharse: todo eso creaba en los mi~m­
bros de la administración y en el país mismo, una sensación
de inquietud y de duda. Muy fácil es no hacer nada, como
en cierto modo se proponen los partidos conservadores:
muy ~ifícil es emprender refor~as pensando que una vez
entrados en este camino será muy fácil detenerse el día que
se quiera. Error funesto: hay una pendiente resbaladiza en
la lógica de las empresas humanas, sobre todo en los asuntos
fiados a la voluntad popular, que son tanto de temerse las
caídas, como es de esperarse el buen éxito. Al menos éste es
el resumen de la experiencia en una vida algo larga.
La dificultad principal consistía en la proximidad de

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los levantamientos cuya fuerza no se podía prever: se abri-
gaba, sí, confianza en la opinión pública que en todas partes
se mostraba animosa y resuelta, por lo cual no hubo nece-
sidad de apelar a medidas de violencia y provocación. Antes
al contrario, se juzgó que era indispensable poner ténnino a
los desórdenes del Valle del Cauca, que las autoridades lo-
cales habían sido impotentes para reprimir, y para ello fue
enviada la persona más competente por su valor y carácter
caballeroso, el general Tomás Herrera, con encargo de pasar
en seguida a dominar la revolución antioqueña.
Para combatir las huestes que empezaban a apoderarse
del valle del alto Magdalena, fue enviado el general Rafael
~endoza con el batallón 5o, el último veterano disponible,
pues los otros habían marchado a Pasto y a la frontera del
Ecuador. En Bogotá sólo quedaban: un regimiento veterano
de caballería, regido por el general Me lo, dos compañías de
artillería y las compañías de la Escuela Republicana y So-
ciedad Democrática. En los pueblos de la sabana, piquetes
de voluntarios, de infantería y caballería, a las órdenes del
entonces coronel de guardia nacional Evaristo Latorre, per-
sona notable que, a una actividad singular para el trabajo
agrícola, unía valor a toda prueba y relaciones extensas en
toda la sabana.
En las provincias de Tunja y Tundama hubo conatos de
insurrección que fueron prontamente sofocados: uno de
ellos, que debía encabezar el señor Juan Nepomuceno Neira
- ·hombre valeroso, inteligente, pero de un espíritu de parti-
do exageradísimo,- tenninó con la prisión de éste, de la
cual quiso fugarse atropellando al centinela del cuartel, en
cuya operación fue herido de muerte. Figuraba como el
presunto jefe de la revolución en esas provincias.
En las provincias de Vélez, Socorro, Pamplona y Cúcu-
ta (Santander) no se temía, ni recuerdo que hubiese, tras-
torno alguno. Otro tanto sucedía en las de la costa atlán-
tica. El pie de fuerza en tiempo de paz no podía exceder de
dos mil hombres, de suerte que la mayor parte de esas
provincias debió de quedar desguarnecida y la tranquilidad
pública fiada a la opinión popular.
Según se creyó entonces por las autoridades, la insu-
rrección debía empezar en Bogotá y poblaciones aledañas
en los días 20 a 25 de junio; pero probablemente las precau-

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ciones adoptadas impidieron la ejecución del plan, la cual se
reservó para el 20 de julio. El 18, sin embargo, habiendo
sabido el jefe político de Facatativá que en la vecina hacien-
da de Corito, de propiedad del señor José María Ardila,
había reunión de gente sospechosa, se dirigía a registrar la
casa, acompañado por ocho o diez hombres, cuando salió
Ardila con veinte o veinticinco hombres armados de lanzas,
que atacaron a la pequeña escolta de la autoridad, mataron
a dos hombres de ella y se retiraron ya en son de guerra.
Este fue el principio del movimiento. Inmediatamente dio
el grito de rebelión en Guasca, el doctor Pastor Ospina, con
algunos partidarios que le acompañaban, y el motín, que
estaba preparado en Bogotá, parece que abortó. Dos o tres
días después fueron descubiertos en la casa de unos señores
Benito Latorre e Isidro Chaves, y quizá en otras, depósitos
de bayonetas y lanzas armadas en palos, de bombas, que se
decía preparadas para lanzarlas contra la caballería, y algu-
nas escopetas y carabinas. El 23 de julio estaban reunidos
en casa del señor Mariano Ortega unos treinta miembros de
la Sociedad Filotémica, armados de pistolas, carabinas y
calzados de alpargatas como para emprender viaje, talvez a
unirse con el señor Pastor Ospina en los páramos de Guasca,
cuando fueron sorprendidos por un piquete (le la Escuela
Republicana, que aprehendió la mayor parte de ellos. El
mismo día, si no me engañan mis recuerdos, fueron alcanza-
das, dispersas o aprisionadas las gentes que había allegado
el señor Pastor Ospina, por otras que comandaba el coronel
Latorre. En este encuentro se distinguió especialmente el
entonces teniente Juan de Jesús Gutiérrez. El 30 fue des-
cubierto el doctor Mariano Ospina -que disfrazado, atrave-
saba a las siete de la noche la plaza de Bolívar;- llevado al
Colegio de San Bartolomé, donde estaban ya don Pastor, el
coronel Emidgio Briceño y otros revolucionarios notables.
En ese mismo mes de julio fueron debeladas, las partidas
que, en las inmediaciones de Cali y de Palmira, en el pueblo
de Candelaria y en Jamundí, trataron de levantar la bandera
de rebelión. La presencia del general Herrera había sido
muy favorable para restablecer el orden, inspirar confianza
y organizar fuerzas con qué emprender la campaña de. An-
tioquia. Por lo demás, no aparece que en el alto Valle del
Cauca (provincias de Cauca, Buenaventura y Popayán) hu-
biese contado con opinión decidida la idea revolucionaria,
cuyos jefes parecían ser los señores Manuel Antonio San-

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clemente, Fidel Méndez, Carlos Salcedo y Cayetano Delga-
do, en la provincia del Cauca; el comandante Antonio Baso
en la de Buenaventura, y los señores Jacinto Córdoba y ...
en la de Popayán. Con muy pocos elementos de armas y
municiones (1), el general Herrera se movió sobre Antioquia
a fines de julio: en el camino incorporó en sus fuerzas los
destacamentos que, a órdenes de los comandantes Alzate y
Solarte, habían marchado con anticipación, y en el camino
de Salamina a Abejorral recibió el 19 de agosto 370 fusiles
con sus municiones respectivas, que entregó el coronel He-
nao, y ciento treinta más que llegaron de la Buenaventura.
Con estas annas consideró ya suficientemente provista una
división de poco más de 1.200 hombres, con la que se inter-
nó en el corazón de las montañas antioqueñas.
Entretanto, en la provincia de Mariquita había tenido
lugar un triunfo que aseguró la tranquilidad, no sólo del
valle del alto Magdalena, sino la de todo el centro de la
república: el combate de Garrapata.
El coronel Rafael Mendoza con una columna de 200
veteranos del batallón 5o, 200 guardias nacionales y 40
hombres de caballería, se movió de Honda hacia Mariquita
y la hacienda de La Esperanza el día 5 de agosto y al pasar,
el 6, la garganta de la quebrada de Lumbí y desembocar al
llano de Garrapata, . su vanguardia, compuesta de infantería
veterana, tropezó con la caballería de los insurreccionados
compuesta de cerca de 500 hombres. Sorprendidos aquéllos
apenas tuvieron tiempo para formar grupos de a cuatro con-
tra caballería, en cuya operación fueron lanceados por ene-
migos muy superiores en número, que pudieron rodearlos y
atacarlos por todos lados. En este ataque se distinguió prin-
cipalmente el joven Vicente Ibáñez, hasta que atravesado a
bayonetazos expiró. Tanto la muerte de este joven como la
llegada del resto de la infantería, que con descargas cerradas
a poca distancia dispersaron las bandas indisciplinadas de
los asaltantes, pusieron ténnino al combate. El principal
héroe de la jornada fue el comandante Mariano Muñoz, del
5o, quien al consejo dado por uno de sus oficiales de retirar-
se delante de fuerzas muy superiores en un llano abierto

(1) Poco más de cien fusiles y catorce carabinas, según infonnó


el general Herrera a la secretaría de guerra en oficio de 22 de agosto.

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contestó: "No, veteranos no se retiran delante de montone-
ras". Muñoz fue uno <te los heridos por la lanza del joven
Ibáñez; pero pudo vivir después por largos años. La insu-
rrección en esas dos provincias terminó completamente; los
jefes más notables fueron hechos prisioneros a. los pocos
días, y la fuerza vencedora pudo ponerse en camino para
Antioquia a reunirse con otra fuerza invasora que, a órdenes
del coronel Joaquín Acosta, se internaba por la vía de Nare;
las cuales debían obrar en combinación con la columna
principal del general Herrera.
Entretanto, principiaba a deshacerse el nubarrón de
Antioquia, como lo había juzgado el joven Pabón, luego
que empezó a conocerse la inexactitud de los hechos que se
dieron por causa de la rebelión. El coronel Braulio Henao,
el jefe más valeroso y de prestigio con que contaban los
insurrectos, fue el primero en quejarse de haber sido indig-
namente engañado y en manifestar su resolución de entre-
gar las armas de la fuerza de su mando a las tropas del
gobierno. Conocida su disposición de ánimo y avisado de
ella el general Herrera, su amigo y antiguo compañero de
armas en la guerra de la independencia, éste le escribió una
carta ofreciéndole indulto para él y sus amigos. Henao en-
tonces provocó una junta de guerra, en la que, de acuerdo
con Borrero, convinieron en solicitar indulto mediante en-
trega de las armas, y en efecto, éste escribió en tal sentido el
17 de agosto al general Herrera. En su contestación el jefe
representante del gobierno accedía al indulto solicitado,
pero exceptuaba de él a los cabecillas.
El coronel Henao por su parte desarmó la gente que le
seguía: compuesta toda de vecinos de Sonsón y Salamina, y
entregó · en el alto de Las Coles, las armas, que eran 370
fusiles y 14 carabinas con las municiones correspondie"'ti:s.
No así el general Borrero, cuyos auxiliares, movidos por las
exhortaciones de algúnos clérigos poco cristianos, entre
ellos el doctor Manuel Canuto Restrepo, que ofrecieron ser
los primeros en atacar con puñal en mano al enemigo; cuyos
auxiliares, digo, lo hicieron desistir de todo pensamiento de
capitulación.
El general Herrera se movió de Salamina ~n donde
había establecido su base de operaciones y el lugar de con-
centración de las columnas en vía sobre Antioquia- hacia
Abejorral, población que ocupó. El general Borrero acam-
pado con su ejército en el alto de Las Coles, cerca de Sala·

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mjna, se retiró precipitadamente hacia Medellín a esperar el
resultado de su propuesta capitulación; pero de allí volvió
sobre Abejorral, posición que atacó el 7 de septiembre, pro-
bablemente al saber la proximidad de las columnas que a
órdenes de los coroneles Mendoza y Acosta se. internaban al
corazón del territorio antioqueño. Flojo debió de ser el
ataque, pues a pesar de haber ocupado unas eminencias que
dominaban la población de Abejorral, conservadora en gran
mayoría y de tener números que se dijeron ser dobles de los
de su adversario, éste pudo retirarse durante la noche, falto
de municiones a Rionegro, población liberal, más de ocho
leguas distante, sin ser incomodado en el camino. El 9 al-
canzó a preparar todas las municiones que necesitó para
vencer. Esa retirada de ~oche, después de un día entero de
combate, por caminos fragosísimos y teniendo que atrave-
sar un río torrentoso sobre un puente de hamaca improvi-
sado, y sin embargo, ejecutada en buen orden y sin perder
sino algunos cansados, es una de las mejores operaciones
militares que dan alta idea de la serenidad y confianza del
general Herrera. No menos da alta idea de la infantería
caucana que, una vez sometida a la regla de la disciplina, es
una de las más sufridas e inquebrantables que se encuentran
en nuestro país. En ella se distinguió por su activa coopera-
ción a la obra del puente, el joven Clodomiro Ramírez,
natural de Antioquia, que debía hacerse notable después en
1854 y morir como un héroe en Güepsa, en 1859.
No pasaría de 800 o á lo más 1.000 hombres, la fuerza
de esta división: alimentada y descansada el día 9 a las once
de la mañana del siguiente tuvo que enfrentarse con la del
general Borrero, que se decía, representaba un número do-
ble, en lo que sin duda hay exageración, pues entonces no
había, como ahora, tantas armas en lQS parques ó re~das en
poder de los particulares. Puede calcularse que había 1.500:
dos terceras partes armados de fusil y el resto de escopetas
y lanzas: también tenían una o dos piezas de artillería.
Excusado es decir que las breñas antioqueñas no admiten
caballería para las operaciones militares sino en muy raros
casos.
El general Herrera había situado su línea de batalla
sobre la colina del cementerio que domina el caserío de
Rionegro, y el grueso de su fuerza quedaba defendido por
las paredes de aquél. Los asaltantes creyendo .sin duda que
la retirada desde Abejorral envolvía una derrota, atacaron

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con la impetuosidad antioqueña, muy semejante a la furia
francesa, esperando terminar de un golpe el combate. En
lugar de enemigos descorazonados, hallaron una resistencia
tenaz que los obligó a proceder con más cautela~ renovando
la acometida encontraron la misma riiiileza, lo cual empezó
a desatentarlos. Entre las muchas altas dotes del soldado
antioqueño, no se cuenta generalmente la de la constancia:
rechazado dos veces, sobre todo cuando no merece todas
sus simpatías la causa que sostiene, pasa pronto al desalien-
to. Esto sucedió en Rionegro: del desaliento a la derrota
solo hay un paso; probablemente tampoco había en sus filas
un hombre que con su ejemplo reanimase el valor del solda-
do. El general Borrero, anciano, tal vez enfermo, convenci·
do ya quizá de la falta de opinión de su causa, se había
retirado del combate, según afirmaron sus adversarios, des-
de antes de las cuatro de la tarde. A las seis de la tarde
oficia el general Herrera al gobierno: " El triunfo ha sido tan
espléndido que los rebeldes no podrán rehacerse jamás".
En efecto, este rechazo terminó completamente la insu-
rrección antioqueña y sus tres provincias quedaron en com-
pleta paz. A este resultado contribuyó también la generosi-
dad de los vencedores que recibieron amistosamente a los
prisioneros y trataron con el mayor cuidado a los heridos,
sin distinción de vencedores y vencidos. La nobleza de ca-
rácter del general Herrera se mostró de un modo eminente y
no menos la de la población de Rionegro.
Digna es de notarse en el curso de esta insurrección, la
lealtad de que dieron muestra algunos militares cuyas opi·
niones políticas no coincidían con las del gobierno, que sin
embargo abrazaron con fidelidad la defensa del orden y de
las leyes. Entre ellos recuerdo el general Joaquín María Ba·
rriga, el coronel Joaquín Acosta, los comandantes Antonio
Rubio -que se distinguió en Garrapata-, Pedro P. Prías
-que dirigió la única carga de caballería que terminó el
combate de Rionegro-, José Antonio Concha, y el entonces
capitán Antonio Narváez, que organizó y comandó la com-
pañía de la Escuela Republicana, todos los cuales merecie-
ron el agradecimiento especial del gobierno y fueron ascen-
didos al grado inmediato en la jerarquía militar.
'í'ambién merece notarse a propósito de esta guerra civil
la lenidad y ausencia de rencores que exhibió el partido
vencedor, por primera vez quizá en nuestras luchas domés-

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ticas. En 1828, represión sangrienta y arbitrariedad salvaje;
en 1831, destierros; en 1833, severidad implacable, fusila-
mientos; en 1841 y 1842, fusilamientos, destierros, confina-
mientos y leyes de medidas de seguridad. En 1851 no se vio
nada de esto. Desde el15 de agosto~ cuando aún estaba en
todo su vigor la rebelión antioqueña, ya el Poder Ejecutivo
expedía su primer decreto de indulto a todos los vencidos
que se presentasen a las autoridades, y apenas había corrido
un mes después de la victoria de Rionegro, cuando ya apare
cía un indulto de que sólo trece personas quedaban nomi-
nalmente exceptuadas: los dos señores Ospinas, Julio Arbo-
leda, el general Borrero, los cuatro jefes principales de la
insurrección de Mariquita y Neiva y otros cinco de menor
importancia; pero, sin embargo, antes de un año, ya estaban
todos amnistiados. El sc:oñor Mariano Ospina que no fue
aprehendido en campo de batalla, fue juzgado ante un tri-
bunal ordinario, y aun cuando por notoriedad él era el jefe
de la rebelión, fue absuelto por falta de pruebas directas;
señal de que la acusación no se hizo con mucha severidad. A
este espíritu de magnanimidad contribuyeron poderosa-
mente los discursos y publicaciones de la Escuela Republi-
cana, y es indudable que este es un rasgo distintivo de la
causa liberal.
La insurrección conservadora quedó completamente
vencida: había resultado débil y aun ridícula: no había pro-
clamado ninguna idea importante; pero sí ocasionó una no-
table pérdida de vidas, un gasto inútil de más de dos millo-
nes de pesos al Tesoro nacional, desmoralización y rencores
profundos.
El pie de fuerza nacional empezó a levantarse desde
que en el mes de marzo se presentaron los primeros alza-
mientos en la provincia de Túquerres y sucesivamente debió
de subir a los 10.000 hombres permitidos por la ley, así:

En las provincias de Pasto y Túquerres, a . . . . 2.500


En las de Popayán, Buenaventura y Cauca, a . . 2.500
En las de Mariquita y Neiva, a . . . . . . .. 1.500
En Antioquia (deduciendo las procedentes del
Cauca) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 800
En la de Bogotá . . . . . . . . . . . . . 1.500
Guarniciones en el resto de la república . . . . 1.200

10.000

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Y' el gasto de esta fuerza, entre pré del soldado, muni-
ciones, correaje, vestuario, traslación a sus diversos acanto-
namientos, marchas, hospitales, etc. , no puede estimarse, en
esos tiempos de baratura, en menos de un peso diario por
cabeza, sobre todo teniendo en cuenta que en esas épocas
de desorden sube de proporción el número de jefes y oficia-
les. Ahora bi(m, $ 10.000 diarids en seis meses, suman el
guarismo de dos millones.
Los muertos en los combates quizá no pasaron de 300;
pero las pérdidas causadas por las enfermedades, las heridas,
las marchas forzadas, debieron de pasar de 1.500. Los sufri-
mientos en los hogares abandonados son superiores a toda
ponderación.
El gasto impendido por los revolucionarios debió de ser
de mucho menos importancia, nunca, eso sí, despreciable.
La paralización de las empresas y trabajos, por consecuencia
de la inseguridad, vale algunos millones de pesos.
Lo peor de todo es el odio feroz que se ali~enta con
esas escenas de sangre, con las violencias y brutalidades que
acompañan a la marcha de los ejércitos, al ejercicio de auto-
ridad sin freno de que se encarga a los peores caracteres en
todos los pueblos. Esa saña inexplicable que se traduce lué-
go en oposición a todo y en aplauso a lo que es sentimiento
brutal y pasiones salvajes, es lo que se denomina "espíritu
de partido".

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CAPITULO XXIll

LA COMPAÑIA DE RUSSI

El hurto y el robo son delitos tan comunes en todos los


países pobres, principalmente en donde al lado de la riqueza
de unos pocos se extiende la miseria del gran número, que
puede llan¡arse vicio crónico; pero la organización de oom-
pañ ías destinadas a este crimen es un fenómeno mucho
menos frecuente, de que en nuestro país sólo había ejem-
plos, en este siglo, en 1826, 1833, 1842 y 1851. Parecía
que así como los miasmas engendran enfermedades epidé-
micas, de repente también, en la atmósfera moral se produ-
cen tendencias al crimen, que se extienden, por el ejemplo,
como en la atmósfera física, por el contagio. Este es uno de
esos fenómenos sociológicos que, com~ las modas, como la
producción literaria, _como las malas cosechas y los malos
frutos de los árboles, tiel\en sus épocas irregulares de apari-
ción y sus largos período$ de inactividad.
En febrero y marzo de 1851 empezó a sentirse la fre-
cuencia de los robos; pero en abril y mayo fue tal su repeti-
ción, que en toda la ciudad de Bogotá se sintió alarma y se
propagó un sentimiento de inseguridad. Los casos más nota-
bles fueron los robos 'en la CilSB.de la señora Josefa Fuenma-
yor, anciana, sola y con fama de rica; el de la tienda del
señor Juan Alcina, catalán muy desconfiado, a quien se dice
le robaron una suma considerable en onzas de oro, y el de la
casa del señor Andrés Caicedo Bastida, persona muy respe-
table y muy estimada en la ciudad, atentado que se aoompa-
ñó con pormenores de audacia, perversidad y sangre fría,
muy especiales.
· La ciencia de investigación de los delitos, rama muy
importante de la policíJt, ha estado _siempre muy atrasada
entre nosotros; las informaciones sumarias de los procesos,
hechas por alcaldes y jueces ignorantes, no dan la luz sufi-
ciente a los que luego deben decidir sobre la culpabilidad de

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los acusados; cuando no hay confesión del reo o testigos
presenciales del hecho criminoso, la convicción de los delin-
cuentes es muy difícil. Con un defensor un poco hábil para
sacar partido de las deficiencias del sumario, la absolución·
es más que probable, sobre todo en el sistema de jueces de
Derecho quienes están obligados a fallar según una tarifa de
pruebas muy exigente, como debe ser. En esos días figuraba
como defensor de reos en casi todos los procesos el doctor
José Raimundo Russi, personaje raro, con más rasgos de
tinterillo que de abogado, cuyo conocimiento de esos estra-
tos profundos, habitados por el vicio y la miseria de la
población bogotana, había llegado a ser muy considerable.
Era un hombre alto, desgarbado, vestido ordinariamente de
un modo estrambótico, siempre con capa larga a la españo-
la, de hablar afectado, de amigos y sociedad desconocidos y
su habitación estaba en una de esas calles laterales de la
subida de la Plaza de Bolívar hacia Egipto, cinco cuadras
arriba de la esquina de San Bartolomé, calles frecuentadas
únicamente por las últimas capas de la sociedad. En los
últimos años parecía ser su única ocupación la defensa en
causas criminales y de esta ocupación a tener inmediatas
relaciones con los delincuentes no había más que un paso.
La prueba de la coartada era muy frecuente para obtener
absolución, hasta que vino a sospecharse primero y a descu-
brirse después, que había testigos falsos al servicio de los
reos y este era ya un principio de coligación contra el que
los jueces de derecho no tenían medios suficientes de preca-
ver a la sociedad. El jefe político del cantón de Bogotá,
doctor José María Maldonado Castro, había recibido una
carta anónima en que se le anunciaba la existencia de una
compañía de ladrones y se ofrecía descubrir a éstos; pero en
esos mismos días apareció gravemente herido, a las siete de
la noche, en la puerta de la casa del doctor Russi, el joven
Manuel Fierro o Ferro, que agonizante ya, alcanzó a confe-
sarse el autor de la carta y a descubrir a los autores de su
muerte como los miembros principales de la compañía de-
nunciada. Aprehendidos éstos la misma noche y hechas las
averiguaciones del caso con inteligencia y actividad, sólo
resultaron como pruebas directas contra el doctor Russi,
como jefe directo de la compañía de ladrones y autor prin-
cipal del asesinato, la declaración del joven Ferro, miembro
de la compañía, y una multitud de circunstancias conco-
mitantes.

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El hecho de los robos estaba comprobado plenamente
por las declaraciones de los habitantes de las casas robadas y
lo fue últimamente por confesión de los ladrones mismos.
Asimismo lo fue el asesinato del joven Ferro y sus autores,
por las declaraciones de la víctima y por la confesión de los
culpables; no así la participación del doctor Russi en ambos
hechos, respecto de la cual sólo había pruebas circunstan-
ciales para completar plena prueba sobre el testimonio de
Ferro.
Afortunadamente el congreso había expedido (el 4 de
junio) una ley estableciendo el juicio por jurados para los
delitos de homicidio, robo y hurto de mayor cuantía, pro-
cedimiento que se adoptó por primera vez en nuestro país
en esa causa célebre y que permitió la conclusión del proce-
so, que en otro tiempo hubiera requerido más de un año, en
pooo más de treinta días. Ante un juez de derecho hubiera
sido talvez imposible la condenación del doctor Russi al
cual guardaron fidelidad hasta última hora todos sus cóm-
plices, excepto Ferro. Cuatro de los procesados convictos
como ladrones en cuadrilla y el doctor Russi como jefe de
ésta y autor principal en el asesinato de su cómplice, fueron
condenados a muerte y ejecutados el 17 de julio, a pesar de
algunas solicitudes de conmutación de la pena que se hicie-
ron al presidente, movidas por el sentimiento de horror a
esta pena que ya se había formado y extendido en esos días
de predominio de la causa humanitaria. El presidente y su
secretario de gobierno, el señor Plata, se mantuvieron fir-
mes, y las cinco ejecuciones capitales se llevaron a efecto el
17 de julio, en medio de las noticias de insurrección que en
esos días llegaban de Pasto, Mariquita, Neiva y Antioquia.
El jurado siguió funcionando y enviando a trabajos forzados
a los autores de robos que hacía meses dormían en las
cárceles de Bogotá, y en breve fue restablecida la seguridad
de los habitantes de la capital.
Este primer ejemplo de una institución anglosajona, po-
co practicada en los países latinos, llamó vivamente la aten-
ción de los habitantes de Bogotá y produjo profunda impre-
sión en toda la república. Las sesiones del jurado se abrieron
en el gran salón que tuvo la cámara de representantes en el
interior de la casa consistorial, salón no superado por el del
Capitolio Nacional, en 9onde había capacidad par,a más de
mil quinientos espectadores cómodamente colocados, y la
concurrencia no bajó de este guarismo en ios días de la

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.reunión. Los jurados fueron por casualidad personas de ca-
rácter respetable: el venerable señor ... Triana, el honrado
e inteligente artesano de raza negra, Francisco Londoño,
tan ·popular y simpático, el señor Carlos Sáenz, que con
tanta benevolencia y acierto fue luego el primer director de
la penitenciaría de Bogotá, y otros. dos sujetos respetables
que ahora no recuerdo. El examen de los acusados y de los
testigos delante de esa numerosa concurrencia produjo la
impresión de que la publicidad es. la mejor garantía de la
buena investigación. Difícilmente se presenta el perjurio a
cara descubierta delante de un público numeroso: el delito
requiere el secreto para incubarse y salir a luz. El hombre
que se siente juez de sus conciudadanos adquiere natural-
mente conciencia de su dignidad y se enaltece a sus propios
ojos. No son jueces solamente los jurados, sino todo el pú-
blico .que presencia .el acto, analiza los hechos y fonna su
opinión, la cual a la vez sirve para depurar la de aquéllos.·
El hecho que llamó mucho la atención fue la firmeza e
inteligencia penetrante .del ftscal, doctor Francisco Eusta-
quio Alvarez. Se trataba de luchar con .una asociación secre-
ta que había difundido el terror en la ciudad y acababa de
mostrar su disposición de ánimo con el asesinato de uno de
sus cómplices de quien $e sospechaba delación ante las auto-
ridades: era preciso inspirar valor a los jurados, al juez y a
los testigos mismos, y esta tarea fue cumplida de una ma-
nera perfecta par el joven fiscal entonces en los veintitrés o
veinticuatro años de edad, a, la par que con un talento y
elocuencia que no se sospechaban. Aquí empieza la carrera
pública de. este hombre tan.notable en la política colombia-
na, en la segunda mitad de es~ siglo.
Entre los acusados sólo Russi mostró carácter superior
a su situación. Sereno siempre, moderado .en sus palabras, a
v~ces elocuente, logró inspirar simpatía en algunos, en casi
todos conmiseración por su triste suerte. gn defensa de su
participación en la compañía de ladrones, ait:gó su pobreza,
su vestido escaso, la tristeza de la casa en que vivía, en la
cual no se había encontrado valor apreciable alguno. Refirió
su vida, siempre triste, perseguida por el mal éxito de sus
empresas, y atribuyó su a~tual posición a la lástima que
siempre le había inspirado la clase pobre, sumida en las
cárceles si~ defensor ni persona alguna que velase por ella.
A pesar de esta defensa, el ·proceso descubría otras rela-

'228

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ciones, no con la clase pObre precisamente, sino con la clase
codiciosa de lo ajeno, y en lugar de benevolencia con todos
una dureza incontrastable en ciertos momentos. Se descu-
brió y probó que su casa era lugar de reunión ·ha~itual de
los ladrones; que con Russi vivía en intimidad Ignacio Ro-
dríguez, Jefe reconocido y confesado de la cuadrilla, pre-
sentándose con nombres supuestos para engañar las pesqui-
sas, y últimamente en su casa fueron hallados algunos de los
objetos sustraídos de las casas robadas. Dos mujeres de la
vecindad oyeron en los momentos en que Manuel Ferro era
asesinado, el ·nombre del doctor Russi pronúnciado por
aquél, lo que no dejaba duda de su presencia en el acto del
crimen, en el cual Ferro declaró por dos veces que la prime·
ra puñalada le había sido asestada por aquel a quien reputa-
ba su amigo íntimo. En seguida Russi se dirigió rápidamente
hacia la calle de Florián, en donde al entrar a una botica
quiso hacer creer que sólo eran las siete de la noche, siendo
desmentido en el mismo instante por la gran campana del
reloj de la Catedral que daba las ocho. Quería, sin duda,
crearse _testigos para probar la coartada.
Con todo, hasta la última hora, en el momento de sen-
tarSe en el bap.quillo, al cual llegó sereno y sin mostrar
emoción alguna, no cesó de proclamar su inocencia. En ese
día fue ejecutado con cuatro de sus compañeros: Rodrí-
guez, Alarcón, Carranza y Castillo. Catorce compañeros de
cuadriUa salieron condenados ·a diversos años de trabajos
forzados en Panamá y Cartagena.
La instrucción del proceso se hizo bajo la dirección del
doctor José María Maldonado Castro, jefe político del can-
tón de Bogotá, y del jefe de policía, Manuel Góngora de
Córdoba, que fue quien aprehendió a los ladrones. Desde el
descubrimiento de la cuadrilla hasta la condenación y ejecu-
ción de los reos principales, sólo habían mediado tres me-
ses, y cuarenta días tan sólo desde la expedición de la ley.
que creó el jurado, hasta la terminación de la causa. Ante
jueces de derecho hubiera podido prolongarse por más ·de
un año y quizá no se habría obtenido la condenación de los
reos.
Así terminó este incidente que la prenSa conservadora
había convertido en armas de acusación contra el gobierno,
afmnando descaradamente· que los miembros de éste prote-
gían a los ladro pes, participaban de los robos, y contrarian-

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do la acción de sus propios agentes que aprehendían a los
criminales, mandaban poner a éstos en libertad. Esto pare-
cería increíble si no estuviesen ahí las colecciones de El
Progreso, La Civilización, El día y el Misóforo, entre otros,
y las proclamas del general Borrero y los coroneles Manuel
lbáñez y José Vargas París.
A lo menos esta irrupción del delito del robo determi-
nó la adopción del jurado en causas criminales, en un princi-
pio tan sólo para los delitos de homicidio, robo y hurto de
mayor cuantía; pero después se extendió a todos los delitos,
como un medio de aligerar la terminación de Jos procesos,
como una garantía contra el empleo de testigo& falsos, co-
mo un medio de llamar la atención pública a la propagación
de la inmoralida~ y de los vicios, y finalmente, como el
medio más fácil y seguro de apreciar los hechos en reempla-
zo del sistema de tarifa de pruebas usado por los jueces de
derecho.
Se dijo también por la prensa de oposición que la ma-
yor o una gran parte de los ladrones pertenecían a la Socie-
dad Democrática de Bogotá; pero ese hecho no es exacto: al
contrario, esta Sociedad se preocupó vivamente con la exis-
tencia de esa cuadrilla, expulsó de su seno a un miembro
sospechoso, y finalmente, uno de los presidentes de ella, el
señor Francisco Londoño fue uno de los jurados en el pro-
ceso de Russi. Algunos de Jos más exaltados entre sus ora-
dores, el maestro León, herrero; José María Vega, José An-
tonio Saavedra, José Antonio Quintero (Trabuco) y Fran-
cisco Bernal, zapateros, vivieron, y aun algunos de ellos
.viven todavía (1899) ejerciendo su profesión y gozando de
estimación pública.
La verdadera causa de la formación de la cuadrilla de
malhechores, fue la mala organización del procedimiento
judicial que hacía interminables los procesos criminales, co-
mo lo son aún los pleitos civiles. Este es, sin embargo, un
asunto tan difícil que ni en los países más civilizados, Ingla-
terra, Francia, Estados Unidos ha podido resolverse de una
manera satisfactoria.

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CAPITULO XXIV

LAS REFOR,MAS ECLESIASTICAS

Desde 1860 había empezado a discutirse en el congreso


la situación anómala que para el funcionamiento de las ins-
tituciones republicanas creaba el consorcio establecido en
los viejos países católicos de Europa entre la potestad tem-
poral, creada para dar seguridad a la propiedad y a la vida
de los hombres, y la supuesta potestad espiritual mantenida
para dar funcionamiento uniforme a las creencias religiosas.
Este consorcio equivalía a una alianza entre las dos potesta-
des para sostenerse recíprocamente contra todo movimien-
to evolucionista de la mente humana. Así, la Iglesia Católica
debía ser un sostén de la autoridad absoluta de los monar-
cas españoles, y éstos a su vez, concedían privilegios, rentas
y fuerza al servicio de la autoridad eclesiástica, desde las
hogueras de la inquisición hasta la intervención del clero en
todos los actos considerados como indispensables a la feli-
cidad temporal; en los matrimonios y los actos del estado
civil de donde se desprendían los derechos de propiedad y
aun los mismos derechos políticos, que sólo el bautismo
católico concedía a los súbditos de los reyes de España. La
iglesia concedía a los reyes el ejercicio del derecho de patro-
nato, ~s decir, de nombrar a los que debían ejercer funcio-
nes religiosas en calidad de obispos, vicarios y párrocos, y
les reconocía los de tuición y protección según los cuales
podían aquéllos poner límite ~ ejercicio de la autoridad
eclesiástica, no sólo en asuntos temporales sino aun en los
espirituales, .prohibiendo, por ejemplo, la circulación y la
obediencia a los decretos de los concilios y a los breves
pontificios, permitiendo o prohibiendo la reunión de conci-
lios y aun separando del ejercicio de funciones sacerdotales
a los que incurrían en su desagrado.
Empero, por la naturaleza de su constitución primitiva,
la Iglesia Católica que reconoce su centro principal de acti-
.231

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vidad en el Papado, tiene tendencia constante a escaparse de
la obediencia al gobierno temporal y a constituírse en una
organización privilegiada, libre de sumisión a las leyes civi-
les. Nace de·aquí el privilegio del fuero, que consiste en no
depender de los juzgados y tribunales ordinarios, tanto en
los juicios civiles como en los criminales. No es esto sólo:
también pretende que . en todos sus actos puede proceder
con entera independencia, aun cuando con ello se afecten
los intereses no espirituales de los católicos, a la vez que
tiene tendencia a extender todos los días lo que llama su
dominio espiritual: por ejemplo, en materias de educación,
cementerios, matrimonios, etc. Contra la oposición del cle-
~o católico, la república había mantenido el ejercicio del
derecho de patronato y los de tuición y protección, consi-
derándolos esenciales al mantenimiento de la soberanía na-
cional y a la paz y buen orden de la nación. En desarrollo
de esta institución, la ley de 16 de abril de 1836 había
atribuído a la corte Suprema de Justicia el conocimiento de
las causas contra "los arzobispos y obispOs para hacer efec-
tiva la responsabilidad que determine la ley, en los casos de
mal desempeño en el ejercicio de su jurisdicción, en mate-
rias que no pertenezcan al dogma o a la moral" (inciso 3o,
artículo 2o) y "de las .causas que se formen a los mismos
prelados 5obre infid,elidad a la república; usurpación de la
soberanía o prerrogativas de la nación, usurpación del dere-
cho de patronato; y generalmente de todas aquellas causas
por las que los referi4os prelados deben ser expulsados del
territorio de la república" (inciso 4o. del mismo artículo).
Y el artículo 300 del código penal (de 27 de junio de 1837)
impuso la pena de "expulsión del territorio de la república,
por seis a diez años a lo.s prelados, provisores y vicarios
generales que usurp,asen la jurisdicción o autoridad civil".
Más aún: los artículos 272, .273 y 274 del mismo código
~bían erigido en delito el hecho "de presentar como con-
trarias a la .religión o a los principios de la moral evangélica
las operacíones o providencias legales de cualquiera autori-
dad pública", aumentando la pena de dos a seis años de
reclusión, "si el delito fuese cometido por un eclesiástico
secular o regular en sermón o discurso al pueblo, o en edic-
to, carta pastoral u otro escrito oficial". Esto por la primera
~ez; pero en caso de reincidencia, "con expulsión del terri-
torio de la república por diez a quince años".
Los artículos 274 y 275 del mismo código, además,

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imponen la pena de expulsión del territorio de la Nueva
Granada, por ocho a doce años, al funcionario o empleado
público o eclesiástico secular o regular, que ejerciendo su
ministerio, en discurso o sermón al pueblo, o en edicto.,
carta pastoral u otro· escrito oficial, "negase a la potestad
civil las facultades que en materias eclesiásticas le han decla-
rado la constitución y las leyes, o su independencia y supre-
macía en todo lo temporal, o su autoridad sobre el clero o
su inspección suprema en lo relativo a la disciplina exterior
de la iglesia neogranadi~".
Estas eran las teorías del partido conservador, en ese
tiempo, en materia de relaciones entre el Estado y la Iglesia,
pues es sabido que el código penal fue preparado en el
Consejo de Estado por el señor doctor José Ignacio Már-
quez, vicepresidente de la república en 1836 y candidato
conservador .a la presidencia en 1837, y siendo ya arzobispo
de Santafé el doctor Manuel José Mosquera, quien entonces
no hizo observación alguna a estas leyes.
Como complemento de estas disposiciones, fue dictada
en 25 de abril de 1845, una ley "sobre juicios de responsa-
bilidad de funcionarios eclesiásticos", en cuyo artículo lo
se declaraba que "el arzobispo, obispos y demás prelados
empleados y corporaciones eclesiásticas, son responsables ·
por .mala conducta en el ejercicio de funciones· que le son
atribuídas por las leyes de la república". En el 3o, que "al
declararse que hay lugar a formación de causa, queda de
hecho decretada la suspensión del empleado contra quien se
procede" . . . "no debiendo entenderse que se le suspende
de la dignidad eclesiástica, ni del poder espiritual que le es
propio, sino del ejercicio de la jurisdicción y .demás funcio-
nes temporales anexas a dicha dignidad". En el 4o que "si el
eclesiástico contra quien se procede, fuese un· prelado dio-
cesano, luégo que se le notifique el auto de suspensión,
nombrará un provisor vicario general que ejerza sus funcio-
nes como en los casos de absoluta imposibilidad física o
moral del prelado" .. El artículo 5o declara que "si el em-
pleado suspendido no se a};)stuviese del ejercicio de sus fun-
ciones ·o si se resistiere el nombramiento de proviso:r;, se le
aplicará la pena de. extrañamiento y ocup~ción de sus tem-
poralidades", y "se le pondrá (dice el artículo 6o) en reclu-
sión aislada durante el juicio, si el acto por el cual se ·le
juzga tuviere señaladas penas más graves que la de extraña-
miento".
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Como se notará, esta ley tiene el "ejecútese" del gene-
ral Mosquera, hermano del arzobispo, pues ya estaba aquél
encargado de la presidencia de la república, y fue expedida
en tiempo en que ftUizá no había arriba de dos o tres miem-
bros liberales en el congreso; pero entonces no se hizo con-
tra ella observación de ninguna especie.
El artículo 16 de la ley de 28 tre julio de 1824 (la,
parte la tratado 4o de la Recopilación Granadina) ordena-
ba: "Los nombrados por el congreso para los arzobispados
u obispados, antes de que se presenten a su Santidad por el
Poder Ejecutivo, deberán prestar ante éste, o ante la perso-
na que delegare al efecto, el juramento de sostener y defen-
der la constitución de la república, de no usurpar su sobera-
nía, derechos y prerrogativas, y de obedecer y cumplir las
leyes, órdenes y disposiciones del gobierno". El señor Mos-
quera había prestado este juramento.
Estas eran, pues, las leyes que arreglaban las relaciones
entre las dos potestades a tiempo que se discutía y se apro-
baba la ley de 14 de mayo de 1851, "sobre desafuero ecle-
siástico": durante la discusión de ella, y aun un año antes,
en que había sido publicado el proyecto, no se había recla-
mado contra la idea contenida en él; pero apenas apareció
aprobada por el congreso y sancionada por el Poder Ejecu-
tivo, en los momentos en que habían estallado en Pasto y
'lüquerres los primeros movimientos revolucionarios, el se-
ñor arzobispo Mosquera dirigió al presidente de la república
una manifestación de desagrado y aun protesta contra la
ley.
Abolía ésta en su artículo lo el fuero eclesiástico, y en
el 2o y 4o atribuía a la Corte Suprema de Justicia "el
conocimiento de las causas criminales que, por mal desem-
peño en el ejercicio de sus funciones, o por delitos comunes
que tengan detallada pena en alguna ley civil de la repúbli-
ca, se sigan contra los arzobispos y obispos". El señor Mos-
quera sostenía que suprimiendo el fuero eclesiástico en las
causas civiles y criminales, todos los demás actos del clero
católico dependían del orden espiritual, cuyos actos de-
penden exclusivamente de la iglesia, la cual es la única com-
petente para juzgar a los individuos de la jerarquía católica.
Y agregó: "esta proposición es dogma de fe".
El Poder Ejecutivo mandó pasar esta reclamación a las

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cámaras, de quienes dependía únicamente la resolución que
pudiera adoptarse, y habiéndose pasado en comisión al doc-
tor Francisco Javier Zaldúa, autor del proyecto ya conver-
tido en ley, éste explicó en un luminoso infonne que, apar-
te de las funciones emanadas del fuero eclesiástico, había
otras ejercidas por la jerarquía católica, por delegación del
poder temporal y abusos en el ejercicio de sus funciones
espirituales, por las cuales podía sobrevenirle responsabili-
dad ·castigada por diversos artículos del código penal. Citó
como ejemplo, estas: Usurpaciones del patronato; abusos en
sermones, pláticas doctrinales y aun en el sigilo de la confe-
sión con el objeto de inducir al pueblo a sediciones y altera-
ciones del orden y el reposo público; infidelidad a la repú-
blica; ejecución de bulas y breves que no hubiesen obtenido
el pase correspondiente; convocatoria de concilios sin per-
miso expreso de la autoridad civil; cobro de derechos y
contribuciones no establecidos por el arancel; pretensiones
a conocer de causas en que ha cesado el fuero , o promover
competencias indebidas con los juzgados civiles; desobede-
cimiento a los requerimientos legítimos de la autoridad
civil; celebración de matrimonios no permitidos por los
cánones o por la ley civil; coligaciones para impedir o emba-
razar la ejecución de una ley. Todos estos podían ser delitos
cometidos por los miembros del clero en ejercicio de sus
funciones eclesiásticas y su juzgamiento correspondía a la
justicia ordinaria, sin que por ello se invadiese la indepen-
dencia de la iglesia ni de modo alguno la potestad espiritual.
El senado ordenó, en vista de este infonne, que se ar-
chivase la representación del señor arzobispo.
En seguida fueron publicadas las leyes de 27 de mayo y
lo de junio, en la primera de las cuales atribuyó el artículo
lo a los "cabildos parroquiales el nombramiento y presenta-
ción de los curas, tomados de entre las propuestas que les
pasasen los respectivos diocesanos, observándose todo lo
dispuesto para la provisión de curatos por las leyes la y 4a,
parte la, tratado 4o de la Recopilación Granadina; y enten- ·
diéndose de los cabildos lo que en ellas se dice respecto del
presidente de la república y gobernadores de las provin-
cias". El artículo 2o agÍ'egó: "Pueden concurrir a la sesión

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del cabildo en que se trate del nombramiento de curas, los
vecinos padres de familia católicos, teniendo en ellas voz y
voto".
La de lo de junio decía en su artículo 9o: "El gasto de
personal de los coros catedrales se hará según las sillas hoy
provistas y conforme a las asignacion~s que· les conespon-
den según las leyes vigentes. Pero no . se proveerá ninguna
vacante de aquellas plazas pagadas por rentas municipales,
que pueda ocunir después de la sanción de la ley, sino en el
caso de que así lo resuelva la mayoría de las cámaras de
provincia comprendidas dentro de la diócesis respectiva".
Contra estas disposiciones elevó el señor Mosquera al
Poder Ejecutivo una protesta seria, dejando comprender
que no las cumpliría, en la cual consignó estas proposicio-
nes: Quiere "cubrir su responsabilidad ante la silla apostó-
)Jca, donde Dios ha puesto en la Cátedra de la Unidad la
doctrina de la verdad". "Se ha reconocido por el Poder
Ejecutivo -dice más adelante-- en su resolución de 31 de
mayo, que a virtud de la ley de 14 de los mismos, sólo
quedó a la iglesia lo que es puramente espiritual (en esta
aseveración parece completamente equivocado el señor
Mosquera); y siendo esto así, no puede haber causas por
mal desempeño en el ejercicio de sus funciones contra los
prelados y demás individuos de uno y otro clero, que no .
sean espirituales, y cuyo co'!ocimiento no pertenezca exclu-
sivamente a la autoridad de la iglesia ...
"Fuera de laS atribuciones temporales en el orden judi-
cial, ningunas otras de ese género ha tenido la autoridad
eclesiástica, ni los individuos de uno y otro clero . . . Todas
sus funciones se refieren al ejercicio de la potestad de régi-
men y al de la de ministerio, en -las cuales nada hay que no
sea espiritual, nada que no se halle comprendido en el poder
que Jesucristo dejó a su Iglesia" .
El secretario de gobierno, ·señor José María Plata, con-
·testó a esas declaraciones: "el gobierno no puede impedir a
un ·prelado eclesiástico, ni a un particular cualquiera, que
proteste contra una ley que en su concepto hiera sus princi-
pios o doctrinas privadas, siempre que la protesta misma no
envuelva la comisión de un delito: lo único que la autoridad
exige, y lo que hará efectivo en todo caso, es el cumplimien-
to de la ley escrita, respecto de cuya obedien~ia no penniti-

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rá la menor transgresión ni tendrá el más pequeño disi-
mulo ... ".
"En la Nueva Granada sólo se conocen dos clases de
delitos por razón · de la persona que los comete: delitos
comunes, o sean delitos para cuya perpetración basta la
calidad de individuo de la especie humana residente en el
país, o sometido a sus leyes; y delitos que acarrean .respon-
sabilidad, o, como se expresan nuestras leyes, delitos por
mal desempeño en el ejercicio de funciones públicas ... A
esas disposiciones ya conocidas, y a esas denominaciones
legales admitidas, se ajustó la ley de 14 de mayo sobre
desafuero eclesiástico, cuando cometió a la autoridad civil,
es decir, al soberano, el conocimiento de las causas por mal
desempeño en el ejercicio de sus funciones que se siguiesen
contra los miembros del clero, siempre.que por ellas haya
de incurrirse en pena señalada por la ley civil de la repúbli-
ca ... Todavía se reconoce por nuestras leyes en los indivi-
duos del clero un carácter oficial que los constituye en
funcionarios públicos, no simplemente en el orden espiri-
tual, sino con atribuciones que en rigor corresponden al
soberano o sus mandatarios. Tales son la intervención en la
celebración de los matrimonios, y el encargo de llevar los
registros de estado civil de las personas, de su nacimiento y
de su muerte".
"El nombramiento y presentación de los curas por los
cabildos parroquiales, según la ley de 17 de mayo último,
adicional y reformatoria de las de patronato, ha excitado
con muy poco fundamento en. concepto del Poder Ejecuti-
vo, vuestro celo religioso. Hasta ahora nadie había disputa-
do al presidente de la república ni a los gob.ernadores de las
provincias! la facultad de hacer ese nombr&Jiliento, según
está dispuesto por la ley la de la parte la, tratado 4o de la
Recopilación Granadina; ni menos se había puesto en duda
la facultad que tenga la república de reformar sus leyes por
los medios constitucionales que sus instituciones permiten.
Lo que la última ley adicional a 1~ de patronato ha hecho,
ha sido únicamente trasladar del Poder Ejecutivo o de los
gobernadores, a los cabildos parroquiales, constituídos en
mayor número de persQnas, el ejercicio de una facultad en
cuyo goce estaban los primeros a ciencia y paciencia, mejor ·
diré, con e.l expreso .consentimiento .de todos los prelados
eclesiásticos de la Nueva Granada, y con conocimiento de la
Silla Romana".

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"Pretender ahora que el soberano no pueda por sí sólo
reformar una ley, que no es un tratado público ni un con-
trato bilateral es restringir inconsultamente la extensión de
la soberanía. Es decir, que el pueblo granadino no tiene
nunca el derecho de darse instituciones que modifiquen las
actuales; que no puede quitar a ciertos funcionarios públi-
cos detenninadas atribuciones y conferirlas a otros; que está
obligado a mantener existentes esos funcionarios civiles cu-
ya intervención en los negocios eclesiásticos ha sido admi-
tida aun cuando se reconozca posteriormente su inutilidad
o inconveniencia ... ".
"Lo mismo puede decirse sustancialmente ... de la fa-
cultad que teftgan las cámaras de provincia para votar o no
los fondos con que hayan de pagarse los coros catedrales,
después que se haya causado vacante en las sillas actualmen-
te provistas. Corresponde al congreso, por la constitución
actual de la república, votar anualmente los gastos públicos.
Le corresponde también detenninar cuáles son esos gastos.
Luego el congreso puede votar o no votar en cada año los
créditos que hayan de abrirse al Poder Ejecutivo para pagar
los servicios de ciertos o de todos los empleados eclesiás-
ticos. Luego puede someter esta facultad a las cámaras de
provincia, dando a esos gastos el carácter . . . . . . . . . . .

"No entraré yo, porque no es esencial en el presente


caso, en la cuestión de si es esencial canónicamente, la exis-
tencia de los coros catedrales para el mantenimiento del
culto católico. Aun bajo el supuesto de que así se reconoz-
ca; y aun cuando se niegue al congreso mismo la facultad de
encomendar el negociado a las cámaras de provincia, siem-
pre habrá de confesarse en el soberano la facultad de hacer
o no estos gastos, a no ser que se diga que el culto católico
es incompatible con los más triviales principios de la ciencia
constitucional ... ". "No hay en la república poder en quién
resida la facultad de sobreponerse a las leyes". ·
El señor arzobispo, pues, que había prestado el jura-
mento de obedecer y cumplir la constitución y leyes de la
república, que había estado sometido y sumiso a las leyes
de patronato de 18~ y sus adicionales, más exigentes que
las de 1851, desde 1834 ha* 1851; de repente cambia en
las convicciones de su conciencia, y proclama que la sobera-
nía de la Iglesia Católica es dogma de fe, y que en materias

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que puedan afectar esa soberanía, "sólo la Silla Apostólica,
donde Dios ha puesto en la Cátedra de la Unidad la doctrina
de la verdad", sólo ella puede resolver. ¡Y eso en los mo-
mentos en que su conducta podía ser un tizón más a la
hoguera de la guerra civil que ya amenazaba devorar a la
nación!
Como era de esperarse, los demás Obispos siguieron las
huellas del metropolitano con mayor o menor decisión.
El señor arzobispo Mosquera, -aunque-perteneciente a
una familia aristocrática de Popayán en quien podían haber-
se conservado mejor las tradiciones de la monarquía españo-
la- tenía en los hechos anteriores de su vida, precedentes
que podían hacer esperar otra conducta. En los años de
1827 a 1830, durante las luchas de los republicanos con la
dictadura del gerieral Bolívar, el señor Mosquerá, separado
de las opiniones y conducta de su hermano, el general To-
más C. de Mosquera, había pertenecido a la causa constitu-
cional. Elegido por el congreso de 1835, arzobispo de Bogo-
tá, ayudó eficazmente a la traducción y reimpresión que se
hizo en esta ciudad, de la obra de Lackis y Cavalario, que
recomendó para que sirviera de texto en la clase de derecho
canónico en el colegio de San Bartolomé; y esa obra fue
adoptada, en efecto, por profesores de ideas intachables en
la materia, como lo fueron el doctor Salvador Camacho,
padre del autor de estos recuerdos, y el doctor Estanislao
Vergara, los dos últimos ocupantes de ésa cátedra hasta
1850.
No tengo recuerdo de que la conducta del señor Mas-
quera hubiese suscitado hostilidad contra él en las filas li-
berales, hasta que en 1848 fundó uno de sus familiares, el
doctor José María Torres Caicedo, el periódico El Progreso,
una de las más furiosas e intransigentes publicaciones con-
servadoras dg esos tiempos fecundos en calumnias y ataques
virulentos a todo lo que llevaba nombre de liberal. Este
hecho fue juzgado como una revelación de los sentimientos
que animaban al prelado.
Por lo pronto estas manifestaciones del alto clero no
produjeron resultado alguno, ni en las pasiones populares,
ni en los actos del gobierno, el cual resolvió someter esas
cuestiones al juicio del próximo congreso; esperando, proba-
blemente, que el transcurso del tiempo diese lugar a unos y
otros, a los prelados, a los miembros del gobierno y a la
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opinión general del país, para volver sobre sus pasos a los
unos y para adoptar alguna solución de estas cuestiones a
los otros; cuestiones enmarañadas que aún mantienen sus-
penso al orbe católico tanto en América como en Europa, y
son causa de la debilidad y contradicciones frecuentes en la
marcha de los países ·latinos: Italia, España, la misma Fran-
cia y las repúblicas hispano-americanas.

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CAPITULO XXV

TENDENCIAS GENERALES DE LA OPIN~ON PUBLICA

A pesar de la exaltación del debate político, el país


daba señales de las tendencias que caracterizaban este cam-
. bio en la dominación de los partidos. ·
Todos los días aparecían en las publicaciones oficiales
noticias de la fundación de colegios, ya sostenidos por ren~
tas municipales, ora por esfuerzo privado con auxilio de
suscripciones pública.c;. En las gacetas oficiales del año pue-
de verse una señal del espíritu que animaba a las poblacio-
nes, llenas de ·júbilo al ver que había una escuela más o un
nuevo colegio, y la decisión con que el pueblo auxiliaba,
con pequeñas suscripciones, la fundación de estos estableci-
mientos.
No menor idea da de las tendencias que bullían en la
mente del pueblo, el entusiasmo con que en todas partes se
celebraba todo suceso, fausto, con la manumisión de escla-
vos; en parte, no pequeña, emancipados liberalmente por·
sus amos; con el producto de suscripciones, en otras, ce-
diendo a favor del manumitido la suma que debía pagar la
junta de manumisión, o concediendo ésta sin pago actual,
sino con largo plazo a los fondos de este ramo para la
solución del avalúo. Las manumisiones extraordinarias eje-
cutadas en los años de 1850 y 1851 no bajaron de 1500, a
pesar de que, por malá recaudación de los impuestos desti-
nados a este fin , el producido anual no pasaba de lo necesa-
rio para pagar la libertad de sesenta o setenta esclavos.
La fundación de 59ciedades democráticas era otra de
~ corrientes de la época. En su origen era debido este
movimiento al deseo de fraternizar las diversas clases de la
sociedad, de levantar a los desvalidos a la idea de la igualdad .
y al reconocimiento práctico de los derechos de· ciudadano
libre, a la· fundación de escuelas nocturnas para e~ñar a
leer y escribir, a desarrollar el espíritu de asociación ·en el

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trabajo y de sociabilidad en las costumbres domésticas.
Consideradas bajo ese aspecto nada podía ser más civiliza-
dor, más útil en un pueblo mantenido siempre en la reclu-
sión del individualismo más completo. Por desgracia, el es-
píritu de partido exaltado de esos días, convirtió esas socie-
dades en un foco·de discusión política que, en las provincias
del Cauca y Buenaventura principalmente, condujo a exce-
sos lamentables: no en el resto de la república; pero el
descrédito de las sociedades caucanas condujo al de todas
las demás,· y la conciencia nacional desaprobó esas institu-
ciones que, sin ser contrarias por la autoridad ni por ley,
pusieron término a su funcionamiento.
Mucho se pensó entonces, por las municipalidades y
asociaciones particulares, en abrir caminos e introducir me-
joras desconocidas en el país.
En Medellín se formó una sociedad por acciones con el
intento de reunir un millón de pesos, para invertirlos en la
compra y colonización de tres millones de hectáreas de tie-
rras baldías entre el río Atrato, el golfo de Urabá y el mar
Pacífico, en la previsión de que abriéndose en un futuro no
muy distante, al través de ese territorio, el canal interoceá-
nico, las tierras tomarían un valor inmenso. La colonización
misma sería un atractivo para la empresa interoceánica.
El doctor Ricardo de la Parra, tan amigo del progreso,
fue el primero en solicitar privilegio para introducir telégra-
fos eléctricos. Una compañía formada en Barranquilla lo
pidió para abrir "el canal de la Piña", que debía poner en
comunicación una de las bocas del Magdalena con el puerto
de Sabanilla, entonces todavía con fondo suficiente para
admitir buques con veinte pies de calado. El general José
María Obando quiso organizar una compañía que, con pri-
vilegio otorgado por el congreso, abriese un camino de he-
rradura de Popayán al mar Pacífico; empresa que hasta el
presente año de 1899, parece haberse llevado a cabo por
otros empresarios. La ciudad de Cartagena quiso desde en-
tonces abrir paso a su bahía por la entrada de Bocagrande
para evitar la gran vuelta que tienen que dar los buques por
la de Bocachica, proyecto que ocupó por muchos años el
pensamiento de los hijos de esa ciudad. Los señores Manuel
Cárdenas y Florentino González obtuvieron concesión para
comunicar ei·río Atrato con el mar Pacífico por medio del
río Napipí, cerca a la desembocadura del Atrato en el golfo
de· Urabá; proyecto a que puso término la desgraciada muer-

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te del señor Cárdenas, ahogado en su viaje de regreso a
Colombia, en el incendio del vapor Amazonas. La desapa-
rición de este distinguido hombre de estado fue vivamente
sentida, principalmente porque siendo amigo íntimo del
general Obando, de quien fue compañero de destierro en el
Perú, hubiera podido dar mejor dirección a las ideas y con-
ducta de éste. Los señores Ricardo de la Parra y Benjamín
Blagge celebraron también un contrato para poner en comu-
nicación los ríos Atrato y San Jua~ en la parte alta de
aquél, con capacidad suficiente para buques de vapor o de
vela de doscientas toneladas a lo menos. Se concibe, pues,
que sólo se pensaba en mejorar el antiguo canal de Raspa-
dura, abierto, dice una leyenda, en el siglo pasado, por un
cura de Nóvita, y por el cual pasaban canoas de uno a otro
río, y por consiguiente, de uno a otro océano. Alguien in-
dicó entonces que valía más que un gobierno mismo tomase
la iniciativa de realizar esta relativamente pequeña empresa,
pero que sería el principio de una grande obra, cuyo costo
no podría pasar de tres millones de pesos. Esa entrada en un
camino de ideas de engrandecimiento nacional, quizá hu-
biera sido un calmante poderoso para las pasiones mez-
quinas que primaban en la política del país. Tras del canal
de Raspadura habría podido venir luégo el de Napipí o el de
Truandó, en el que la República hubiera podido tener una
intervención más considerable que la que tiene hoy en el de
Panamá.
No es necesario decirlo: ninguno de esos proyectos se
llevó a cabo, no tanto por culpa de la instabilidad del orden
público, cuanto porque ninguno de ellos estaba sostenido
por estudios serios y cálculos verdaderos. Había tan &>lo en
todos ellos la expresión de un deseo ardiente por hacer algo
que fuese progreso, el impulso que la libertad comunica a
las almas para levantar la condición del hombre a situacio-
nes más inmediatas al cumplimiento de su misión sobre la
tierra. En parte sí, los transtornos llevaron a otras regiones
el pensamiento popular, desalentaron el espíritu de adelan-
tamiento, comprimieron los nobles instintos que empe-
zaban a abrirse camino al través de tántas dificultades.
El congreso sin embargo, continuaba dando cumpli-
miento al programa liberal col) la expedición de dos leyes
importantes: l& que declaró absolutamente libre la expre-
sión del pensamiento por medio de la imprenta; y la que

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permitió redimir en el Tesoro Nacional los cen59s que grava-
ban las fincas raíces, a la sola voluntad del censuatario (1).
La libertad de imprenta, con solo responsabilidad por
injuria o calumnia, había sido propuesta desde 1849 y 1850
por el secretario de gobierno, doctor Francisco J. Zaldúa, y
negada, no sólo con los votos conservadores sino con el de
algunos liberales; pero en 1851, después de brillantes discu-
siones, en una de las cuales se levantó el doctor Murillo a la
más alta elocuencia que le oímos en el curso de su carrera
parlamentaria, fue al fin aceptada con gran mayoría. Las
opiniones adversas alegaban: lo. Que la vida privada no es
el dominio de la discusión pública sino un retiro sagrado
que, como la propiedad particular, como el santuario del
hogar doméstico, hace parte de las libertades individuales
que la sociedad debe mantener inmun~; 2o. Que los abusos
en esta materia obligarían al hombre a hacerse justicia por
sí mismo, lo que sería una fuente de riñas y escándalos
perturbadores del sosiego público. La frase de Franklin:
ulibertad de imprenta, libertad de garrote", fue citada como
una verdad inconcusa.
Los partidarios de la libertad absoluta sostenían: lo
Que la represión de la injuria y la calumnia sólo serviría
para hacer que Jos escritores mordaces fuesen más disimula-
dos en su lenguaje con el empleo de frases de doble sentido
para eludir el castigo; 2o Que la libertad .con excepciones
deja abierta la puerta a los ataques a la libertad, pues en las
épocas de represión arbitraria nada sería tan fácil como
erigir en injuria o calumnia toda expresión por inocente que
fuese; 3o Que la publicidad de la imprenta es una sanción
eficaz contra 'las malas costumbres y contra ciertos actos
inmorales ql!e la justicia no puede perseguir por falta de
· pruebas directas; 4o Que la imprenta puede considerarse ya
como uno de los órganos del pensamiento, el cual en.lugn
de restringirse, debe alentarse por todos los medios posibles,
como la gran facultad que distingue al hombre de los brutos
y lo levanta a una posición cada día más alta en el orden
físico como en el orden moral; 5o En fin, que la libertad
absoluta contribuye más a calmar los excesqs del lenguaje,

(1) Con el consentimiento del censualista estaba autorizada


desde 1847, durante la permanencia del señor Florentino González
en la secretaría de hacienda. . . '

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que no la represión. Este efecto pudo observarse en nuestro
país luego que se publicó la ley. La ley fue, sin embargo,
objetada por el presidente de la república, con la finna del
señor Plata, secretario de gobierno, pues los secretarios Mu-
rillo y Paredes no pudieron vencer la resistencia del general
López, indignado por las acusaciones calumniosas de em-
bri~ez y participación o complicidad en la compañía de
ladrones entonces sometida a juicio. Las objeciones fueron
declaradas infundadas, y el proyecto pasó a ser ley. Este
acto, en medio del desenfreno de la prensa conservadora, no
puede menos de dar una idea favorable a la sinceridad de
convicción de los legisladores que la expidi~ron, no menos
o

que del espíritu tolerante en el partido dueño del poder


público. La experiencia de esta medida en los treinta y
cinco años que duró en vigor, desde 1851 hasta 1855, con-
firmó la esperanza de los que la expidieron, en ,que ella
calmaría los furores del lenguaje de los escritores públicos.
Confllmada en las constituciones de 1853, 1858 y 1863,
parecía ser un progreso definitivamente adquirido en nues-
tras instituciones hasta 1885, en que el doctor Núñez, que
había contribuído a su expedición, puso en planta durante
su omnipotencia un sistema abiertamente contrario a la li-
bertad.
La redención de censos sobre propiedad raíz en el Te-
soro público, había sido propuesta por el doctor Florentino
González en 1847, pero sólo había sido admitida con el
consentimiento de los censualistas, lo cual equivalía a hacer-
la imposible en la mayor parte de los casos; de suerte que
las redenciones ejecutadas en los cuatro años anteriores ha-
bían sido insignificantes. Propuesta ahora por el secretario
de Hacienda, señor MuriUo -como medida llamada a fortifi-
car el derecho de propiedad raíz, a la vez que como recurso
rentístico para hacer frente a los gastos que imponía la
guerra civil- se permitió la consignación de los capitales
redimidos, mitad en dinero sonat;1te y la otra mitad en órde-
o

nes de pago a cargo de la Tesorería General, en circu~ción


por falta de fondos para cubrirlas. Ade~ás, para la reden-
ción de un capital impuesto al seis por ciento, bastaba la
consignación de la mitad de él, de suerte que la operación
equivalía para el censuatario a colocar su dinero al doce por
ciento. El censo redimido se reconocía en documentos de
rentas sobre el tesoro al 6/100, con cupones representantes
de los intereses en un semestre, admisibles en pago·de todas
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las contribuciones nacionales; de suerte que el censualista
quedaba perfectamente seguro en cuanto al cobro de su
renta. En estos términos la operación se hizo fácil y las
redenciones produjeron inmediatamente recursos importan-
tes al tesoro. Hasta 31 de agosto de 1852, daba cuenta al
congreso el secretario de hacienda, señor Juan Nepomuceno
Gómez, de que la suma emitida por reconocimientos de
censos, ~monta hasta la cantidad de$ 214.738,58", y agre-
ga: "pero esta suma debe ser mucho mayor si se atiende a
que varias gobernaciones no han dado cuenta de las reden-
ciones hechas en sus respectivas provincias".
Las fincas así redimidas de los gravámenes que las opri-
mían eran ya propiedad entera de su poseedor; podían ena-
jenarse sin la düicultad de que apareciesen deudas por rédi-
tos de años anteriores; podían mejorarse y pasar de la oon-
dición de casas viejas, abandonadas y casi en ruina, a fincas
cómodas y productivas de renta segura para sus dueños. El
aspecto de las ciudades empezó a transformarse, y de viejas
ciudades españolas llenas de suciedad y miseria, empezaron
a mostrar apariencia de pueblos nuevos republicanos.
Dos actos merecen mención especial entre los de la
legislatura de 1851. El de gratitud y resarcimiento parcial
de sus grandes servicios a la Legión Británica durante la
guerra de la independencia, y el de indemnización al señor
Juan Bernardo Elbers de los perjuicios que le ocasionó el
acto arbitrario del general Bolívar en 1829, que lo despojó
del privilegio para la introducción de buques de vapor en el
río Magdalena, que le había concedido el congreso de 1823.
Aparte de la ley de agradecimiento, expedida por el
congreso constituyente de Cúcuta en 1821, a Lord Holand,
O'Connell y al general Wilson, los actos de esa legión heroi-
ca habían quedado casi olvidados por la nueva generación.
Su concurso en Boyacá, su heroísmo en Carabobo, su vale-
roso comportamiento en Pichincha; sus huesos regados des-
de las bocas del Orinoco hasta el volcán que domina la
ciudad de Quito, no eran ya recordados por los antes colo-
nos, ahora ciudadanos libres. El congreso mandó pagar suel-
do íntegro a los restos de esa famosa legión establecidos en
el país con sus familias. Recuerdo delicado, indicante de la
gratitud de los que sentían los beneficios de la libertad.
El otro acto de justicia y de lealtad a los grandes servi-
dores de la república, fue el de autorizar al poder ejecutivo

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para contratar con el señor Elbers la parte de indemnización
correspondiente a la Nueva Granada por los perjuicios sufri-
dos por éste a virtud de la arbitraria revocatoria del privile-
gio por veinte años para navegar por vapor en el río Magda-
lena, concedido pór una ley de 1823.
La navegación de ~te río se hacía en botes y champa-
nes que empleaban a la subida tres, cuatro y seis meses
desde Santa Marta o Barranquilla hasta Honda, con fletes
crecldísimos, como puede suponerse, y con sufrimientos
tales para los pasajeros, que casi no se emprendía un viaje
de Bogotá, a la costa o hasta Jamaica, sin haber hecho
testamento y confesión general: El comercio era, por lo
demás, insignificante entre la costa y el interior. Entre baja-
da y subida del río probablemente no pasaba de diez mil
cargas -o·mil doscientas toneladas- la circulacl6n anual.
Se comprenderá, pues, que los lazos de unión entre las
provincias de la costa y las del interior eran muy pocos y
estaban expuestos a romperse el día menos pensado. La
úka de nacionalidad funda en relaciones frecuentes, en
intereses comunes, en rviclos recíprocos, no en meras de-
claratorias escritas en las constituciones, y cuando esa idea
se sostiene en comercio frecuente, en recuerdos de comuni-
dad en horas solemnes, en la gratitud de servicios pasados y
en la esperanza de favores futuros, nace ese otro sentimien-
to que se llama patriotismo. La comunicacl6n frecuente en-
tre los hombres es, pues, un vínculo de nacionalidad co-
mún, y eso fue lo que el señor Elbers nos trajo con la
navegación a vapor en el Magdalena.
En un principio esta navegación encontraba todos los
obstáculos imaginables. Era desconocido el lecho del río, su
profundidad, la fuerza de la corriente; faltaba combustible
pronto en sus orillas; no había carpinteros de ribera, ni
mecánicos, ni astilleros para las reparaciones del casco del
buque. No es, pues, de extrañar, que en un principio se
varasen los vapores y que a las veces sus viajes fuesen tan
lentos como los de los champanes. Los dos primeros vehícu-
los introducidos al río en 1824 y 1825, el Santander y el
Gran Bolívar, debieron de costar más de cien mil pesos; las
reparaciones y los gastos de tripulación, en tiempos en que
el producto de los fletes era menos que nulo, debieron ab-
sorber en cuatro años una suma talvez mayor; el capital del
empresario, considerablemente mermado con los subsidios
generosos que había hecho en 1820 y 1821 a la escuadrilla

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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
y fuerzas de tierra durante el sitio de Cartagena contra los
españoles, subsidios mal indemnizados, debía encontrarse
ya en grandes dificultades. En esas circunstancias se presentó
repentinamente la revocatoria del privilegio en 1829, sin
alegarse motivos razonables y sin facultades en el presidente
para derogar por sí y ante sí una ley del congreso. Este acto
debió de cauSar, si no la ruina, a lo menos perjuicios enor-
mes, que .la declaratoria de la Corte Suprema restablecién-
dolo tres o cuatro años después en el goce de sus derechos,
no podía conjurar. Las administraCiones ejecutivas del doc-
tor Márquez, el general Herrán, el general Mosquera, favora-
bles a la dictadura del general Bolívar, de quien habían sido ·
agentes inmediatos, habían rehusado toda idea de indemni-
zación.
El congreso de 1851 la decretó, no como debía ser, de
una manera generosa, sino de acuerdo con las tristes y casi
irrisorias proposiciones del mismo señor Elbers. Según ellas,
éste se comprometía· a establecer la producción de tabaco
en grande escala, en tierras desiertas entonces, en el cantón
de Simití, provincia de Mompós; y por cada mil quintales
de tabaco producidos allí y exportados, debía abonársele en
las aduanas la suma de doce mil pesos en derechos de im-
portación. La indemnización total, a razón de quince mil
pesos anuales en diez años, se fijó en $ 154.000.
El señor Elbers se. trasladó a esas soledades a dar cum-
plimiento a su contrato. No tanto quería él indemnizarse de
sus pérdidas cuanto prestar al país este último servicio: el
de aclimatar la industria del tabaco en las grandes Uanuras
que, al terminar las dos cordilleras Central y Occidental, se
prolongan desde la confluencia del Cauca y el Magdalena
hasta el ·litoral del Atlántico: llanuras en donde, algunos
años después se propagó la grande industria que tuvo por
centro la población de El Carmen. Debía de frisar ya el
señor Elbers, . muy cerca de los setenta años, y a esa edad
acometía la empresa de fundar colonias en el despoblado y
en terrenos insalubres. Allí murió, quizá de hambre, pero en
todo ~ solo, sin recursos, en algún caney de sus recién
establecidos cosecheros. Entiendo que no alcanzó a indem-
nizarse de los primeros cinco mil pesos.
En conversación particular me había referido este vene-
rable anciano; que al salii de Prusia, su patria de nacimien-
to, para venir a buscar otra en el Nuevo Mundo, que se
anunciaba como el asilo de la libertad, había traído quinien-

248

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
tos mil pesos en moneda columnaria española, suma que
había producido la venta de todas sus propiedades. Toda
esa riqueza, enorme en esos tiempos, fue consagrada, prime-
ro a auxiliar los ejércitos patriotas entre 1820 y 1821, y el
resto después a la introducción 4e buques de vapor en n.ues-
tra arteria principal. ¡Y ese hombre no había merecido un
solo recuerdo de justicia en los veintidós años corridos des-
de 1829!

**
Es un hecho digno de mención entre los del año de
1851 que a pesar de los trastornos del orden y del estado
crítico de las relaciones internacionales con el Ecuador y
aun con el Perú, fueran, como lo fueron, rebajados los dere-
chos de importación no sólo en el de algunos artículos ali-
menticios, sino en el 10 por 100 de recargo sobre la tarifa
decretada en 1849 y también el precio de la sal de veintidós
a veinte reales el quintal; rebajas decretadas la una y exigida
la otra por el congreso. El espíritu liberal se dirigía enton-
ces, más que en épocas anteriores Y. posteriores, a aliviar la
condición de las clases laboriosas.

249

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
CAPrrtJLO XXVI

AÑO DE 1852

Censo de PoblacicSn. - Nuevas tentativas de Flores, el traidor.-Com-


plicidad en ellas del gobierno peruano.-Actitud del gobiemo grana-
dino. - Fin de esas tentativas.

En los últimos días de 1861 se levantó el censo de


población de las 31 provincias en que estaba dividida la
república y se obtuvo el resultado que aparece en el cuadro
de la página 251.
Resulta de este cuadro que la población femenina exce-
día en 66.644 a la masculina, o sea, en un 6 14 por 100,
pero este exceso era de 13 3/ 4 por 100 en Panamá; de más
de 10 por 100 en las provincias de Santander, Neiva, Ocafía,
Mompós, Riohacha y Buenaventura; que los dos sexos es-
taban equilibrados en Antioquia y Córdoba y que sólo en
Valledupar, Chocó y Barbacoas había más hombres que mu-
jeres; pero sólo en muy cortos números. Las ciudades atraen
siempre, a causa de las necesidades del servicio doméstico,
mayor número de mujeres. Los trabajos agrícolas y los de
minería piden más hombres.

250

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Provincias. Hombres. Mujeres. Totales.

Bogotá . . . . . .. . .. 153.303 164.048 317.351


Tunja . . . . . . . . . . 78.899 84.060 162.959
Socorro .......... 75.262 81.823 157.085
Tundama . . . . . . .. 74.202 78.551 152.753
Cartagena .. . . . . . . 73.706 78.244 151.950
Vélez .. . . . . . .. . 53.518 55.903 109.421
Mariquita • • o .. o o. 51.380 53.725 105.105
Neiva . . . . . . . . . . 48.581 54.422 103.003
Córdoba ... . . . . . 45 .393 45.448 90.841
Medellín . . . . . . . 37.934 39.560 77.494
Popayán . . . . . . . 37.503 39.602 77.105
Antioquia .. . .. . . 37 .311 37.742 75.053
Cauca ... ... . ... 34.164 36 .584 70.748
Pamplona . . . . . . 31.126 :l1.864 62.990
Soto (a) . .. .. .. 26 .550 28.217 54.767
Panamá . . . . . . . . . 24.474 27.848 52:322
Chocó o •••••••• 22.040 21 .609 43.649
Túquerres . . . . . . . 20.577 22.530 43.107
Santamarta ... 17.883 18.602 36.485
Azucro . . . . . . 16.701 17.942 34.643
Veraguas . . ... 16.444 17.420 33.864
Buenaventura .. 14.839 16.311 31.150
Mompós • • o .... 14.281 15.926 30.207
Pasto .. . . . . . . . . 13.225 14.395 27.620
Barbacoas . ... 13.488 13.031 26.519
Ocaña ... . . . . . . . 11 .083 12.367 23.450
Santander (C) . . . . . 9.974 11.308 21.282
Casanare . .. . . . .. 9.133 9.440 18.573
Chiriquí .... .. 8.532 8.747 17.279
Riohacha .. ... 8.173 9.074 17.247
Valledu par . . . . 7.026 7.006 14.032

Totales .. 1.086.705 1.153.349 2.240.054

(a) Cantones en Bucaramanga, Girón y Piedecuesta.

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Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
La proporción entre sOlteros y casados, en la edad de
. diez y seis o más años, era la siguiente:

Solteros Casados Proporción h


Túquerres . . . . . . . . . . 9.384 13.722 146~
Córdoba . . . . . . ·. . . . . 17.275 24.395 141 Ys
Medellín . . . . . . . . . . . 17.970 22.216 123
Pasto . . . . . . . . . . . . . 6.859 7.949 116
Tundama ............ 39.340 44.665 113~
Tunja . . . . . . . . . . . . . 37.280 50.814 109%
Antioquia . . . . . . . . . . 19.306 20.325 105~4
Popayán . . . . . . . . . . . 19.132 19.805 103~

PROPORCION CONTRARIA

Bogotá . . . . . . . : . . . . 88.742 83.554 94


Barbacoas ........... 6.043 5.542 91%
Casanue . . . . . . . . . . . 5.484 4.847 88~
Pamplona .......... 19.473 16.360 84
Socorro ............. 48.651 38.717 79%
Neiva . . . . . . . . . . . . . 29.350 22.384 76~
Vélez . . . . . . . . . . . . . 35.639 26.415 74
Azuero . . . . . . . . . . . . 10.977 8.031 73
Ocaña . . . . . . . . . . . . . 7.557 5.326 70~
Soto •••••••••••• o 18.254 12.662 69%
Cauca . . . . : . . . . . ." .. 20.504 14.291 . 68%
Mariquita . . . . . . . . . . · . 32.936 22.488 68~
Buenaventura ........
Santander ..........
Chocó ............
9.760
7.661
13.478
6.094
4.482
7.864
62 2
58
58/3
e
Veraguas . . . . . . . . . . . . 12.147 5.840 48.
.Chiriquí ........... 6.232 2.802 45
Cartagena .......... 59.458 25.561 43
Santa Marta . . . . . . . . . 14.652 6.005 41
Panamá.: . . . . . . . . . . 21.753 7.477 34%
Mompós ........... 12.701 4.241 33{1
Ríohacha . . . . . . . . . . . 6.724 2.116 31~
Valledupar . . . . . . . . . . . 6.932 1.528 22

Totales ....... 661.654 538.518 123 .

Término medio 123 solteros por 100 casados.


252

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Estas diferencias enormes entre 146 casados por 100
solteros en Túquerres, comparados con el guarismo de 22
casados por 100 solteros en Valledupar, no implica mayor o
menor frecuencia de relaciones sexuales, ni mayor o menor
grado de moralidad, ni siquiera más o menos espíritu reli-
gioso, sino mayor o menor sumisión de las poblaciones a la
influencia del clero católico. Muy grande la influencia del
clero. en las poblaciones de las montañas, es mucho menor
en las llanuras y en las costas marítimas o fluviales; pero la
moralidad de ellos, en lo que se refiere al respeto a la vida y
a la propiedad de los hombres, es poco más o menos igual.
Sería muy fácil comparar las relaciones de criminalidad en-
tre unos y otros grupos para observar que en este particular
no hay diferencia notable. ·
·Las tres secciones en que, g~gráficamente, puede con-
siderarse dividida la república, a saber: centro y norte, com-
puesta de los antigt...:>s Estados, hoy llamados departamen-
tos del Tolima, Cundinamarca, Boyacá y Santander; oeste, a
que pertenecen los de Antioquia y el Cauca, y costa, com-
prendiendo los de Bolívar, Magdalena, Panamá, tenían la
población siguiente:
Centro y norte 1.288.739
Oeste 563.731
Costa 388.079

Estas divisiones se comprueban con hechos prácticos.


La batalla de Boyacá conquistó la independencia de los
cuatro Estados del centro. Las fuerzas que sacaron Córdoba
y Maza de Antioquia, libertaron en Tenerife y la Ciénaga a
toda la costa, con la ayuda, eso sí; de las infanterías venezo-
lanás que Montilla y Carreño ~ntrodujeron por Riohacha
desde Coro y Trujillo. Bomboná, en fin, aseguró la libertad
de las provincias del sur, o sea del Estado del Cauca.
Sólo había en 1851 una población extranjera de 1527
personas, de las cuales 1.211 eran hombres y 316 mujeres,
de las siguientes procedencias:
Venezolanos, 563 (en la frontera de Cúcuta).
Británicos, 253.
Franceses, 166.
Americanos del norte, 171 (casi todos en Panamá).
Holandeses, 89 (de Curazao (?)en Riohacha).

253

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
Españoles, 71.
Ecuatorianos, 51 (en la frontera de Túquerres).
Alemanes, 4 7.
El resto, de otras procedencias en números insigni-
ficantes.
Los lugares en que residían eran:
Santander (principalmente en Cúcuta, casi todos
venezolanos) 456.
Panamá (casi todos norteamericanos) 377.
Bogotá (ingleses y franceses, 6 alemanes) 157.
Mariquita (principalmente en Ambalema) 70.
Riohacha (de Curazao (?) 110.
El resto diseminado en números insignificantes.
La población de los conventos alcanzaba a 1.166 perso-
nas repartidas en 32 establecimientos: 16 de frailes, con
385 habitantes, y 16 de monjas, con 781; pero los profesos
eran solamente 156 hombres y 309 mujeres. Los demás
eran legos y sirvientes.
El censo de 1825 daba un guarismo de 1.228.259
Comparado con el de 1851 ... 2.240.054
Resulta un aumento de población en veinticinco años,
de 1.911.795, o sea de 81 por 100.
El período de duplicación sería, pues, de veintiocho
años solamente, progresión que parece imposible, pues casi
ni en los Estados Unidos se ha visto, a pesar de la inmensa
inmigración que allá se recibe. Esto hace juzgar que ni en el
censo de 1825 ni en el de 1851 puede tenerse completa
confianza.
El censo de 1835 dio 1.680.038 habitantes, y un au-
mento en ocho años de 457.779. El de 1843 dio 1.943.145,
o sea un crecimiento de la población en igual período, de
sólo 257.107.
Dando el de 1851, es decir, en un período de ocho
años también, 2.240.054 y un aumento de 296.798, se pue-
de notar la irregularidad de los de 1825 y 1835.
En el de 1851 dio la ciudad de Bogotá, 29.649, y en mi
concepto el recuento de los habitantes se hizo con toda la
diligencia posible, a pesar de las críticas de los santafereños
raizales, que no podían conformarse con que la antigua
capital del Virreinato no tuviese 60.000 habitantes a lo me-
nos. Fui miembro de una junta que examinó los datos reco-
gidos, y juzgo que, si hubo error por omisiones, éstas no
pasaron de algunos centenares de pobladores.

254

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
NUEVA TENTATIVA DE FLORES, EL TRAIDOR
Después que en 1846 desbarató el gobierno inglés la
expedición oon que, de acuerdo con el gobierno español,
proyectaba establecer en el Ecuador una monarquía para el
duque de Rianzares, hijo de la viuda de Fernando VII, ha-
bía vivido el traidor buscando cómplices para sus planes.
Primero había venido a Caracas, en donde el general Páez,
ento"nces presidente de la república, movido seguramente
por el espíritu de compañerismo, le recibió con honor in-
merecido. Después, en 1848, pasó a Panamá, en donde no
se le tributaron respetos de ninguna clase, pero se le permi-
tió vivir cerca del Ecuador procurando reunir y reorganizar
a sus antiguos partidarios. En ese año, sin embargo, el doc-
tor Manuel Murillo presentó en el Congreso un proyecto de
alta Policía Nacional, e11 el cual, entre otras oosas, se prohi-
bía residir en la república a los individuos que hubiesen
maquinado en el extranjero contra la independencia de al-
gún Estado hispanoamericano, o para trastornar el sistema
político que éste hubiese adoptado para su gobierno. Ape-
nas elevado este proyecto a la categoría de ley, en abril del
mismo año, el traidor buscó refugio en Costa Rica y otros
de los Estados de Centro América. Su permanencia en Cara-
cas y Panamá dio, sin embargo, lugar p,ara que se sospechase
que había encontrado complicidad para su plan de trastor-
nar las instituciones republicanas en la América antes es-
pañola, en los generales Páez y Mosquera, presidentes enton-
ces de las dos repúblicas de Venezuela y Nueva Granada:
sospecha que publicó un periódico de Quito, y a la cual no
faltaba cierta verosimilitud al recordar que el general Páez
había propuesto una vez al general Bolívar que se erigiese
en monarca de los países libertados, y que el general Mas-
quera había sido en 1826, uno de los primeros pronuncia-
dos en favor de la dictadura vitalicia y absoluta del célebre
caudillo. Como se ha referido ya en otra parte de este libro,
la reimpresión de ese periódico quiteño en Bo~otá por la
América y El Aviso, dio lugar a los escándalos del 13 de
junio de 1848.
Ni el general Páez ni el general Mosquera dieron ejem-
plo de firmeza en sus opiniones republicanas durante su
vida. El primero no recibió alguna educación sino cuando
ya sus hazañas lo habían colocado en una posición eminen-
te, y se decía pór las personas que lo conocieron a fondo,
255

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
que sus ideas eran el eco de las personas que lo rodeaban
-el doctor Miguel Peña en 1826 y 1827, cuya maléfica
influencia le llevó a ser el primero que rompiese la integri-
dad dé la Gran Colombia-; el segundo pertenecía a una fa-
milia aristocrática relacionáda en España con altos persona-
jes sostenedores de la tiranía absoluta de Fernando . VII;
pero la versatilidad de sus opiniones poííticas hizo de él una
figura difícil de caracterizar verdaderamente por la historia.
La imputación aludida es uno de esos misterios que acaso
nunca se podrán aclarar.
La presencia del general Flores en Panamá, no había
sido estéril para sus planes. Los jefes de la insurrección que
lo derrocó de la presidencia en 1845, Olmedo ·y Novoa, por
uno de esos cambios tan frecuentes en los hombres de Es-·
tado hispanoamericanos, se habían convertido al florean~
mo, habían llamado al .servicio activo en el ejército a los
jefes y oficiales sumisos a Flores y se preparaba el señor
Novoa, que era enton~ presidente del Ecuador, para lla-
mar nuevamente a este renegado, cuando fue sorprendido
en 1851, por una insurrección acaudillada por el general
Urbina en sentido contrario. Triunfante este movimiento,
los proyectos de reacción mm1árquica quedaron suspendi-
dos por algún tiempo.
Sin duda esta reacción contaba con fuertes apoyos en
España, pues el hecho es que, pasados algunos meses: Flores
aparece en Chile comprando vapores armados en guerra, ·
entre ellos dos, con los pomposos nombres de un chileno
ilustre en los fastos republicanos: El Almirante Blanco y el
otro El Chile, sin duda con el propósito de hacer creer que
la poderosa república del sur del Pacífico, apoyaba sus pla- .
nes. Al propio tiempo hacía allí enganches de chilenos y
alemanes, con el objeto ostensible de fundar colonias agrí-
colas en California. Según parece la reina Cristina fue in-
demnizada del tesoro español por los gastos incurridos en la
proyectada expedición de 1846, y con estos recursos el
· agente Flores recibía auxilios para la de 1852: en la cual
debieron invertirse ·sumas de mucha consideracióQ. Com-
puesta de dos vapores armados en guerra, y de varios trans-
portes llevaba, según se dice en los boletines .ecuatorianos
de ese año, más de 800 enganchados, y el gobierno peruano,
presidido entonces por el general Echenique, le suministró a
su paso por el Callao armas y municiones con tan poca
cautela, que, tanto la legación ecuatoriana en Lima, oomo la

256

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
prensa de esa capital, lo denunciaron resueltamente como
una complicidad indudable del gobierno peruano en esa em-
presa filibustera. La actitud de la opinión del p~eblo del
Perú, las reclamaciones de la legación ecuatoriana y la dls.
posición fmne del gobierno granadino, hubieron de hacer
cambiar la política del gabinete de Lima. Dos ministros de
Estado acusados de ser los autores principales de esa com-
plicidad fueron reemplazados inmediatamente: los señorés
José Joaquín Osma, de relaciones exteriores, y el general
Mendiburo, de hacienda. El primero se dirigió a España, en
donde fue llamado desde entonces marqués de La Puente,
en donde aún existe, y el segundo parece que fue a repre-
sentar en Inglaterra a la república del Perú.
El gobierno granadino seguía atentamente la marcha de
esos planes proditorios por medio de su representante en el
Ecuador, el doctor Manuel Ancízar, quien en esta tarea
desplegó una actividad y un tacto admirables. El señor Pla-
ta, secretario de relaciones exteriores, había procurado
entenderse con los países de Suramérica que podían estar
interesados en el asunto. El gobierno de Venezuela, pre-
sidido por el general José Gregorio Monagas, animado de un
espíritu fraternal, había solicitado del congreso facultades
para hacer causa común con la Nueva Granada en el caso de
que este país entrase en guerra con los enemigos de las
instituciones republicanas. En Bolivia fue obligado un agen- ·
te de Flores, que se dijo era el coronel granadino Manuel
Ibáñez, a desembarcar 80 ó 90 enganchados que tenía listos
para llevar del Puerto de Cobija. El gobierno de Chile, cuya
conducta pareció sospechosa en un principio, interpelado
r nuestra cancillería, improbó los planes de Flores como
os de un aventurero, a quien no se hubiera permitido re-
coger enganchados, si hubiera podido sospecharse el objeto
con que lo hacía. Entre Pasto y Túquerres mantuvo el go-
ierno granadinQ desde 1851, una división del ejército fuer-
de 2.000 a 2.500 hombres a las órdenes del general Ma-
uel María Franco, lista para entrar en el icl:J.ador en cum-
limiento del pacto de alianza de 1832 entre los dos países.
demás, la opinión granadina contraria· a los planes de ~lo­
s era tan entusiasta y resuelta que la llevaba hasta luchar
n el Perú en el caso de que, como parecía, el gobierno de
ste país quisiese intervenir de algún modo en favor de
lores. El general Tomás Herrán, siempre patriota y dis. ·
uesto a ofrendar su vida a la libertad americana, se había
257

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
trasladado también a Guayaquil para seguir más de cerca el
curso de la expedición.
Esta no tardó en aparecer. Después de salir del Callao,
tocando en los puertos peruanos de Ancón, Lambayeque,
Isla de Lobos y Tumbez, fondeó en la isla ecuatoriana de
Puná en la desembocadura del Guayas, a ocho o diez leguas
de Guayaquil, el día 7 de abril de 1852. Ahí pensaba encon-
trar pronunciamiento en su favor, tanto en la población de
la ciudad como en las de las provincias adyacentes _d e Cuen-
ca y Loja; pero su expectativa resultó engañosa: en donde-
quiera halló enemigos en lugar de simpatías. Los paisanos
desarmados sorprendían las avanzadas de los invasores; los
campesinos se negaban a venderle y ocultaban sus víveres; la
guarnición de la ciudad recibía avisos oportunos de todos
los movimientos hostiles, y, para colmo de infortunios, los
mismos enganchados chilenos y peruanos empezaron prime-
. ro a desertarse, y después a pasarse con sus armas y muni-
ciones a la guarnición ecuatoriana.
Esta carecía de fuerzas navales que oponer a los inva-
sores, de suerte que su tarea era puramente defensiva, redu-
cida a privar de vív,eres y alojamiento a los floreanos. En
una o dos tentativas de ataque a la ciudad, fueron éstos
rechazados con pérdidas sensibles. El buque de la flotilla
que servía para guardar el parque, voló en 3 de julio causan-
do la muerte de más de 50 hombres de. la tripulación, y en
fm, el mismo vapor Chile con 160 hombres, se pasó a los
defensores de la plaza.
El gobierno peruano mismo, después de haber simpati-
zado en un principio con los planes de la expedición, envió
a Guayaquil un buque de guerra con un agente diplomático
a bordo (el general Destúa) a proponer al gobierno ecuato-
riano que concediese, en cambio del retiro de las fuerzas·
invasoras, una fuerte pensión a Flores y a su familia; propo-
sición que, lo mismo que el ofrecimiento de las fuerzas
navales del :Perú para coadyuvar a la derrota de los florea-
nos, rechazó con dignidad el general Urbina.
La expedición, en fin, después de cien días de tentati-
vas ineficaces, de ;J."obar el cacao de las grandes plantaciones
de las orillas del Guayas, lo mismo que el ganado y los
víveres de los campesinos de esos .:'Ontornos, se retiró ver-
gonzosamente con el vapor AlmiraJ?.re Blanco y cuatro bu-
ques de vela, llegando a Paita, en donde los buques fueron
desarmados, y expelidos del territorio peruano los extran-

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jeros enganchados que iban a bordo, que ya no pasaban de
150. El general Flores había tomado pasaje en un vapor in-
glés y se dirigía a Valparaíso.
Así iba a decir, terminó, la influencia desgraciada de
ese legado funesto de la escuela boliviana ep el Ecuador,
pero tendrá que corregir el tiempo del verbo, pues todavía
algunos años después reaparece ese mismo nombre como
instrumento de discordia y de efusión de sangre americana.
¿Qué títulos tenía ese hombre, que no era ecuatoriano,
para querer imponerse sobre ese desgraciado país al que
había oprimido desde 1830 hasta 1845? No eran los de la
guerra de la independencia -suponiendo que los servicios a
la causa de la libertad pudieran darle derecho para esclavizar
a los libertos- pues su nombre no suena en Guachi ni en
Yaguachi, en Bomboná ni en Pichincha, al lado de los de
Sucre, Córdova y Bolívar. Lo oí sonar por vez primera en
un 'discurso del general Eusebio Borrero. en la cámara de
representantes de 1840, en que este orador recordaba, la
política sangrienta adoptada por el coronel Flores en 1828,
encargado temporalmente de pacificar la provincia de Pasto,
todavía adicta a la causa del rey. Suena por primera vez con
distinción en el combate de Saraguro, no ya en defensa de
la causa de América, sino en la primera de las guerras civiles
a que la ambición del general Bolívar dio origen entre Co-
lombia y el Perú, combate en el cual el ejército peruano,
mandado por- un colombiano, mostró una debilidad fácil de
explicar al verse enfrentado con los vencedores de Junín y
Ayacucho.
Fue este el momento que precedió a la grandeza futura
de Flores. Nombrado comandante en jefe del ejército de
ocupación del Ecuador a tiempo que el general Sucre, que
desempeñaba este destino, se ausentaba a Bogotá a tomar
asiento en el Congreso Admirable, formó el pensamiento de
dominar él solo esa sección de Colombia, así como Páez
había tomado para sí a Venezuela. El congreso constituyen-
te convocado por Bolívar para que ratificara la dictadura
vitalicia asumida por él desde 1828, había rehusado, no sólo
confirmar ese título, sino reelegirle para la presidencia de
Colombia, y nombrado en lugar suyo al señor Joaquín Mos-
quera; habían encallado los esfuerzos hechos por los comi-
sionados del congreso para obtener la reintegración de Ve-
nezuela; Bolívar se retiraba para el extranjero, pero a~un­
ciaba su disposición de regresar a ponerse al frente de las
259

Digitalizado por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Colombia.
fuerzas que appyaran la nueva dictadura que se proclamase.
La disolución de Colombia parecía un hecho consumado.
Se dice ·que el general Sucre delante de esta situación, había
ofrecido restablecer la unidad nacional con el concurso de
14.000 bayonetas que podía reunir entre Popayán y Quito,
para donde se dirigía con este designio. En estos momentos
fue asesinado en la montaña de Berruecos (30 de junio).
Faltando el general Sucre sólo el general Flores podía aspi-
rar a .la dominación del Ecuador, tarea a que éste se dedicó
inmediatamente, queriendo incorporar a la nueva naciona-
lidad las provincias de Túquerres y Pasto hasta el Juanam-
bú. Con un gran ~jército que tenía a sus órdenes, com-
puesto en su mayor par~ de oficiales venezolanos adictos a
su persona, fácil le fue encontrar partidarios serviles en el
Ecuador, y halagando las ideas de supremacía del clero
católico y el interés de los grandes propietarios territoriales
dueños· de rebaños de indígenas allá mirados entonces como
meras bestias de labor, tampoco le fue difícil pasar como el
garante más sólido de la religión, del orden y de la pro-
piedad. Flores era pues un heredero directo de los con·
quistadQres españoles, y el Ecuador continuó siendó, con el
nombre irrisorio de república, una mera colonia de conquis-
tadores anónimos. El movimiento de la guerra de indepen-
dencia intensa en Venezuela y la Nueva Granada, apenas se
había sentido ligeramente en aquella sección, la primera, sin
embargo, en dar el grito de libertad en 1809; pero esa in-
~ección fue inmediatamente ahogada en la sangre de sus
primeros apóstoles. El paso de tropas colombianas de 1821
. a 1829, había, eso sí, sembrado algunas semillas republi-
canas que en 1835 aparecieron en una revolución popular
sin jefes ni elementos capaces de resistir duros combates; de
suerte que fue vencida en Miñarica, en donde el vencedor
logró ahogar en la sangre de los venc~dos, derramada con
lujo de crueldad, los gérmenes de nuevas resistencias. En la
guerra civil granadina de 1840 a 1842, Flores quiso congra-
ciarse con los elementos conservadores de nuestro país, y
prestó un concurso decidido para vencer al general Obando
en Huilquipamba; ~ro en 1845, a pesar del apoyo moral
que le dio el general Mosquera, entonces presid~nte, quien
obtuvo autorización del congreso de ese año para declarar la
guerra a la revolución triunfante en el Ecuador, aquel ti-
ranuelo fue arrojado del país y fue a ofrecer su espada en
España a la reina Cristina para levari~ un trono al duque

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de Rianzares en el suelo que no había ayudado a indepen-
dizar, pero sí intentado mantener. siempre en la esclavitud.
A punto fijo no se conoce el origen de Juan José Flo-
res. Unos caballeros venezolanos, nativos de la provincia de
Apure que vivieron en Bogotá por los años de 1848 a 1852,
me aseguraron que en esa región ·se le reputaba hijo de
Remigio Ramos, el célebre guerrillero español, compañero de
Boves~ que incendió a Barinas en 1812 y se pasó a las tropas
independientes en 1821. Indudablemente descendía de una
familia militar acostumbrada a todas las peripecias de una
vida aventurera. Valiente, ágil, jinete consumado, provisto
de un carácter con apariencia de cordialidad y franqueza,
que le ganaban simpatías fáciles, pero en la realidad astuto,
disimulado y lleno de ambición, la anarquía de esos tiempos
le abrió campo a la realización de sus deseos. Ignorante en
lo absoluto de la ciencia del gobierno, de las ideas que el
pensamiento revolucionario de los próceres quería introdu-
cir en el pueblo, pudo fundar un gobierno personal, una
arbitrariedad con visos de orden, sin elementos de duración,
que pronto se hundió en la guerra civil. La pauta tra~da en
los quince años de su dominación, ha sido un legado fatal
para el Ecuador. Sus sucesores se han enredado con frecuen-
.cia en las huellas de esos primeros años, a pesar de su deseo,
a veces, de entrar en un camino distinto. Olmedo, Novoa,
Urbina, tribunos liberales en su origen, acabaron por entrar
en las sendas de lo que se ha llamado autoritarismo, según~~
cual la libertad individual debe ser nada o muy poco y la
autoridad de los funcionarios todo; sistema planteado entre
. nosotros, prime{O por el general Bolívar y recientemente
por los señores Núñez y Caro.

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CAPITULO XXVII

CUESTIONES ECLESIASTICAS

El año de 1852 fue un año de reacción contra las liber-


tades públicas en los dos mundos. Así como la revolución
de febrero de 1848, en Francia, despertó en todas partes la
idea de resistencia a la opresión, y notablemente en Italia el
deseo de acabar con el poder temp9ral de los Papas, el
~establecimiento de éstos en el trono pontifical por las ar-
mas francesas en 1849, y la destrucción de la república en.
Francia por una conspiración bonapartista, apoyada vigoro-
samente por el partido católico, fue el punto de partida de
corrientes conservadoras en los pueblos de origen latino. La
reina Cristina y su séquito en España, pretendió revivir el
absolutismo de Fernando VII; Santana en Méjico encabezó
las ideas centralistas hasta hacerse proclamar alteza serenísi-
ma; Echenique en el Perú; Flores en el Ecuador, creyeron
llegada la hora de la dominación de principios retrógrados
favorables a sus ambiciones personales. Pío XI, principal-
mente, volviendo atrás del liberalismo con que había inau-
gurado su entrada en la Cátedra de San Pedro hasta juzgó
llegada la hora de recobrar su autoridad apostólica en la
Gran Bretaña, cuyo territorio dividió nominalmente en un
arzobispado y doce obispados, no ya con denominaciones
tomadas de los antiguos países católicos, ahora infieles, sino
con los nombres de los territorios ingleses, acto que desper-
tó grande indignación en aquel país y acaso dio resultado
contrario al pensamiento que precedió a su ejecución. En la
América antes española, fue, sin embargo, en donde el espÍ·
ritu dominador de que en sus últimos años dio muestras
repetidas, se ejerció con más empeño. Siguiendo las huellas
de algunos de sus antecesores que absolvían a los súbditos
del juramento de fidelidad a sus reyes, y a éstos de la obliga-
ción de cumplir los deberes de tratados solemnes, aquí pare-
ce haber absuelto al clero del juramento prestado de respe-

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tar la constitución y las leyes del país y de no atentar a la
soberanía temporal de la nación. Las leyes de 1824, 1836 y
1845, sobre relaciones entre la Iglesia y el Estado, que en
más de un cuarto de siglo habían sido obedecidas sin recla-
mación alguna, fueron en 1851 y 1852 materia de protesta
contra la soberanía temporal y de resistencia a cumplirlas,
siendo de notar que esta nueva disposición se iniciaba fran-
camente en momentos de trastorno del orden como un ele-
mento más de insurrección y de combate contra el gobierno
establecido. Según lo declaró en repetidas ocasiones el señor
arzobispo Mosquera, su espíritu de rebelión contra las leyes
procedía de la necesidad de someterse a la influencia supe-
rior de la silla apostólica, "donde Dios ha puesto en la
cátedra de la Unidad la doctrina de la verdad".
Para reforzar el efecto de sus instrucciones privadas,
envió a este país con el doble carácter de enviado extraordi-
nario y delegado apostólico a un prelado notable por sus
talentos, su tacto diplomático y su actividad constante: al
señor Lorenzo Barili, quien sin pérdida de tiempo se dio a la
tarea de apoyar las reclamaciones del Metropolitano y de
los obispos de Pamplona, Santa Marta, Cartagena y Popa-
yán; pero principalmente del primero de éstos, pues los
demás sólo habían manifestado adherirse a la conducta de
su superior jerárquico.
La protesta se extendía ahora no sólo a las leyes de
1851, sino a las de ·1824, 1836 y 1845, leyes que, debe
tenerse presente, habían pasado sin observación, a las que
había estado sometido el clero y a cuyo cumplimiento ha-
bía jurado obediencia. Era un nuevo plan de campaña el
que se inauguraba, con la pretensión de extender lo que se
llamaba dominio espiritual y dogmas de fe a lo que antes
había sido reconocido patrimonio de la soberanía temporal.
La declaratoria posterior del misterio de la "Inmaculada
Concepción" y de la infalibilidad de la silla apostólica, des-
conocidos por tantos siglos, prueban que éste era el espíritu
dominante en los consejos del Vaticano. Contra esta ten-
dencia opuso el gobierno alemán las "leyes de Falb", a
pesar de que la población católica en ese reino no alcanzaba
a la tercera parte del total, y Francia e Italia también hubie-
ran entrado en ese camino, si el reciente rompimiento entre
Francia y Alemania por otras causas d~tintas de su política
eclesiástica, no hubiesen opuesto una valla a tales ideas y
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lanzado a Italia en la alianza de Alemania y Austria contra
la república francesa. Esta, la república francesa, se vio obli-
gada por las necesidades de su conservación interior y exte-
rior a buscar la alianza o por lo menos la simpatía del
partido católico y de la SaRta Sede.
El plan de la cabeza del catolicismo parecía ser:. ganar
con el nombre de negocios espirituales en todo el mundo, lo
que se había perdido o parecía probable que se perdiese, en
soberanía temporal en los países de Italia; asunto que ocu-
. pó primordialmente las discusiones del Concilio del Vati-
cano, definitivamente resuelto en las declaraciones del
Syllabus. En siglos de ignorancia y de falt~ de organización
política de los pueblos, los Papas habían ejercido autoridad
sobre los pueblos y los reyes. ¿Por qué no había de ser
posible renovar esa posición dominadora en los tiempos pre-
sentes? Todavía no está concluída la evolución política de
las sociedades modernas; las luchas de los pueblos entre sí,
de los pueblos con sus gobiernos; de las ideas nuevas con las
prácticas ya envejecidas, piden por todas partes apoyos ma-
teriales y morales: del seno de todos esos conflictos puede
surgir la reaparición de la antigua influencia de la silla ro-
m81)8. El respeto del espíritu humano por todo lo que es
misterioso, el disgusto que causa en las multitudes ignoran-
tes todo lo que altera las antiguas costumbres; la tendencia .
del hombre a ser dirigido por la voluntad ajena; todas esas
causas deben obrar poderosamente en favor de la domina-
ción religiosa en pueblos nuevos, no bien constituídos y
expuestos a cambios bruscos y oscilaciones frecuentes en
sus formas de gobierno.
Así, el catolicismo, con sus pretensiones a dominación
universal, invade incesantemente el organismo político de
los pueblos, establece dos principios de autoridad, unida en
los países despotizados, antagónica e~ siempre en los que
aspiran a fundar libertades públicas; es, pues, una causa de
debilidad y de estancamiento en los pueblos católicos. Pa-
recería imposible que el orbe católico se sometiese a ser
gobernado y educado por una pequeña congregación italia-
na ignorante de las diversas condiciones de pueblos espar-
·cidos en las cinco partes del mundo, en diversos estados de
evolución moral e intelectual, y sin embargo, ésa es la pre-
tensión romaria, sostenida en los países que se dicen católi-
cos más por intereses temporales, por ideas políticas de

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conveniencias de actualidad, que por verdaderas creencias
religiosas. En estas repúblicas de Sur América, y aun en
México, el jefe encubierto de los partidos conservadores ha
sido casi siempre el Delegado Apostólico. Esa fue la posi-
ción en que se colocó Monseñor Barili. Había pasado ya a
su llegada, a fines de 1851, la tormenta revolucionaria, pero
seguía, y le tocó a él sostenerla, en nombre del partido
conservador vencido y casi disuelto, la lucha con las ideas
liberales.
· El 14 de enero de 1852 presentó su primera exposi-
ción, en una larga nota dirigida a la secretaría de relaciones
exteriores tomando el nombre, no de su empleo eclesiás-
tico, sino el de su cará.c ter de enviado diplomático. Su pri-
mer reclamo se dirigía al cumplimiento de la Ley de 1851
que atribuía el nombramiento de los curas de las parroquias
a los cabildos y a los padres de familia católicos. Se recorda..
rá que éste no era nombramiento libre sino elección forzosa
de una lista de tres candidatos que debía presentarles el
obispo de la diócesis. Así pues, no era en realidad el cabildo
quien hacía el nombramiento sino el obispo; la ley se limita-
ba a dar una débil participación a los vecinos católicos, los
más interesados en una buena elección. Se recordará tam-
bién que la elección de uno de los candidatos propuestos
por el obispo se había hecho durante los tres siglos del
período colonial, no por el rey sino por los virreyes y gober-
nadores de las provincias a quienes aquél delegase esa fun-
ción. Habiendo el Vicario Capitular de Popayán, doctor
Fernando Racines, pasado a los cabildos de la diócesis las
temas para la provisión de los curatos vacantes, monseñor
Barili alegó contra ese acto de cumplimiento de más institu-
cion~s pensadas y formadas sólo por la ley que "el párroco
es una entre las bellas y utilísimas instituciones de la Iglesia:
de ella recibe el mandato y la legitimidad de su encargo: por
ella se decretan sus deberes que son totalmente religiosos.
De aquí se deriva la consecuencia muy natu~ e inevitable
de que sólo a la Iglesia corresponde determinar las condicio-
nes con que se elija y se nombre el ·párroco. El párroco es
cosa toda de ella, es su ministro; y si no se. niega el dogma
católico de que ella obtuvo de Jesucristo la autoridad de un
poder ·espiritual independiente y libre de otro cualquiera,
no se le puede negar el derecho de elegir a su modo a sus
ministros y de no adm.itir en él ajena intervención, cuando
por ella no sea concedida o consentida,. ·

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Anticipándose a contestar la objeción fundada en la
práctica secular de que tanto el gobierno español como el
colombiano de .la primera época de la república habían teni-
do intervención en el nombramiento de los párrocos, agre-
gaba: "el nombramiento y presentación de los párrocos no
es una institución política, no es de aquellas cosas que el
poder político puede modificar a su arbitrio y trasladar del
uno al otro de sus funcionarios. Su excelencia mismo lo
llama intervención en asunto eclesiástico, y el infrascrito se
permite añadir en consecuencia de lo que antes dijo: uno de
aquellos que son plenamente eclesiásticos. Esto supuesto en
materias tales, la Iglesia, sabedora de la misión recibida, no
admite (conviene repetirlo) intervención alguna que ~o se
legitime por su libre autoridad y no se contenga en los
límites definidos por ella". Aludiendo en seguida a una nota
verbal que el cardenal Antonelli dirigió al marqués de Lo-
renzana en 1850 para que la transmitiese a nuestro gobier-
no, agrega: "En ella (la nota verbal) hallará demostrado su
Excelencia que el derecho de nombramiento y presentación
de los párrocos no puede entenderse como inherente por su
naturaleza al poder político, ni como derivado por sucesión
del que gozaban los reyes de España por privilegio conce-
dido por el Pontífice Julio II. Por tal privilegio se introdujo
en la Nueva Granada en cuanto a la elección de los párro-
oos la práctica que habiendo cesado el dominio español,
fue continuada sin variar ni innovar nada por el gobierno de
la república. La Santa Sede, que tantas pruebas dio a ésta de
su particular afecto, no se quejó pública ni oficialmente de
ello; confiaba que la religión y la prudencia del gobierno
mismo no habrían permitido jamás que aquella práctica (la
cual debió haber sido reducida en los correspondientes tér-
minos a la regularidad canónica, como a ello se obligaba
públicamente dicho gobierno) degenerase por nuevas muta-
ciones en daño de la autoridad de la Iglesia. Pero este daño
es inevitable si se admite que el poder político pueda trans-
ferir por sí solo de uno a otro la atribución de nombr~ y
presentar los párrocos. Esto se prohibe aun a aquellos que
sin duda alguna, poseen el derecho de patronato, y se prohi-
be por ley de la Iglesia de donde se origina el derecho
mismo. Si, por los reyes de España, lo ejercieron en la Amé-
rica sus ministros, no fue por una traslación de los unos a
los otros, sino porque los ministros eran oficiales de la auto-
ridad suprema que tenían los reyes y porque obraban en su

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nombre y bajo su plena dependencia. No hay paridad cuan-
do del poder ejecutivo y de los gobernadores se transporta
el nombramiento y la presentación de los párrocos a los
consejos de parroquia y a cuantos padres de familia católi-
cos habitan en ella. Antes bien, hay en esto una abierta
oposición a la costumbre eclesiástica universal, y la indicó a
Su Excelencia el señor arzobispo y nada le fue objetado
directamente. Jamás el pueblo, o todos los padres de fami-
lia, y la historia es continuo testimonio de ello, jamás en
ninguna parte del mundo católico, tuvieron influencia algu-
na en la elección de los párrocos''.
Al través de las confusas aserciones de monseñor Barili
- para quien no parece existir la sociedad civil organizada en
gobiernos políticos encargados de proveer a la libertad, la
seguridad y la propiedad de los asociados ~ino tan sólo la
autoridad sin límites de la Iglesia católica- se percibe el
respeto que en su concepto merece "la autoridad suprema"
de los reyes, mas no la de los gobiernos republicanos que les
sucedieron acá en América, autoridad que el señor Barili no
comprende ni por consiguiente reconoce. La tradición de
soberanía universal que a la caída del imperio romano en el
siglo IV de nuestra era, ejercieron o pretendieron ejercer los
Papas durante algunos siglos, parece haberse conservado en
Roma, y su aserción se ejercita principalmente sobre estos
pueblos nuevos que con tantas dificultades aspiran a consti-
tuirse en el nuevo mundo. No el catolicismo, pero sí las
pretensiones de la silla pontifical, son un elemento de lucha
contra las instituciones políticas que nacen de la evolución
de las ideas del siglo, y por consiguiente una causa de tras-
tornos y de inquietud en los pueblos católicos.
El señor Barili no reducía sus reclamos a la manera de
nombrar los párrocos: también los presentó contra la aboli-
ción del fuero eclesiástico, y contra el artículo 9o de la Ley
de lo de junio de 1851.

***
La muerte del autor dejó truncas aquí estas memorias.
A continuación viene la historia de la Convención de Rione-
gro, que se anticipó a escribir, según se indica en la "Adver-
tencia" puesta al principio de este libro.

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LA CONVENCION DE RIONEGRO
Año de 1863 ·
Como un mes después de la ocupación de la ciudad de
Bogotá por el ejército federalista, el.general Mosquera con-
vocó una junta de liberales notables que, en número de
cuarenta, más o menos, se reunió en la casa que ocupaba
aquél. En ella expuso el general Mosquera ·la situación de la
república en lo relativo a la lucha armada entre los partidos.
Los Estados del Cauca y de Santander habían caído en
poder de los conservadores, dirigidos en el sur por el señor
Julio Arboleda y en el norte por el señor Leonardo Canal. .
El de Antioquia permanecía gobernado por el señor Rafael
María Giraldo. En el del Tolima, de reciente creación, los
señores Pedro Rivera y Agustín Uribe se habían apoderado
de la ciudad de Neiva y hecho prisioneras a las autoridades
creadas por la revolución. El estado de Boyacá no estaba
tranquilo y el gobierno liberal se sostenía difícilmente; de
suerte que el partido federalista estaba reducido a los Esta-
dos de Cundinamarca, Boyacá, el norte del Tolima y los de
Bolívar y Magdalena. El de Panamá permanecía neutral en
la contienda, en virtud de un arreglo que, al efecto, había
celebrado con el gobernador, señor Santiago de la Guardia,
el doctor Manuel Murillo a su paso por allí, en viaje a Euro-
pa y los Estados Unidos, adonde iba encargado de represen-
tar a Colombia.
El general Mosquera manifestó que el objeto de la reu-
nión era oír las opiniones de los liberales presentes sobre las
medidas que convenía adoptar en la actual emergencia, y
que él, por su parte, exponía la conveniencia de suprimir las
órdenes monásticas, y de ocupar sus bienes, lo mismo que
los de todas las corporaciones religiosas, para vender las
tierras por lotes y reconocer a sus antiguos propietarios la
renta que producían en intereses al 5 por 100 anual a cargo
del tesoro público.
Los concurrentes, en su mayor parte comerciantes y
propietarios acomodados, recelosos de que el verdadero ob-
jeto de la reunión fuese pedirles empréstitos voluntarios o
forzo~s, guardaron silencio, y excitado por ellos uno de los ·

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presentes (el autor de estas líneas), manifestó que, concu-
rriendo en las ideas expresadas por el general Mosquera, la
última· de las cuales, combinada con una expedición de bi-
lletes admisibles en rentas y contribuciones nacionales, da-
ría los recursos que la guerra civil exigía, sin necesidad de
extorsiones a las clases pobres ni de medidas violentas a
propósito para anarquizar el país y enajenár a la revolución
las simpatías de las masas; pero que la medida más urgente
en· los actuales momentos era la convocatoria de una con-
vención que reorganizase el gobierno e hiciese cesar la incer-
tidumbre acerca del .término que pudieran tener los sucesos
de la guerra. ·En mi mente abrigaba yo el temor de que el
general Mosquera quisiese prorrogar el ejercicio de los pode-
res absolutos por tiempo indef'mido, como lo había preten-
dido el general Bolívar de 1827 a 1830, y todos los tiranue-
'los militares como Carrera en Guatemala, Santa Ana en
Méjico, Rosas en Buenos Aires y Guzmán Blanco en Vene-
zuela.
La indicación fue recibida con poco placer por el gene-
ral Mosquera y con sorpresa por la generalidad de los concu-
rrentes, pero el primero ofreció que la convocatoria se haría
para un día muy próximo. En efecto, pocos días después
fue publicado un decreto que fijaba el mes de diciembre de
1861 para la instalación, mas sin determinar el lugar en
donde debería verificarse. Ese decreto disponía que cada
Estado debería elegir un número de diputados igual al de
senadores y representantes que le correspondían conforme
al censo de 1.860.
Las operaciones militares no permitieron seguramente
que se hiciesen ias elecciones en la época señalada ni en los
primeros meses de 1862; mas en julio de este año la gober-
nación de Cundinamarca invitó a las de los otros Estados
para que las hiciesen y en éste se dio e ejemplo de hacerlas,
con lo cual las del Tolima, ya dominado desde octubre de
1861 por los liberales, y lo:; de Boyacá y Ssmtander, Bolí-
var, Panamá y Magdalena siguiesen la misma línea de con-
ducta. El Cauca y Antioquia procedieron a hacerlo luego
que la victoria de Santa Bárbara, en septiembre del mismo
año, condujo a la ocupación de sus territorios por las armas
federales.
No tengo datos precisos sobre la manera como se verifi~
caran en otros lugares, mas en Gundinamarca y el Cauca

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fueron una mera farsa. En el primero de éstos acababa de
organizarse lo que se llamó el círculo sapista, y la falsifica-
ción de los registros eleccionarios fue escandalosa. Los di-
rectores de ese círculo aparecieron en los escrutinios de la
asamblea con mayoría de más de 30.000 votos, cuando a las
urnas apenas habrían concurrido dos o tres mil sufragan tes.
Recuerdo que el registro de Guasca, distrito parroquial que
el día de la elección estaba ocupado por la guerrilla conser-
vadora del mismo nombre y 1m el cual no pudo haber el más
pequeño simulacro de elecciones, daba más de 700 votos a
los candidatos del círculo.
Me figuro que otro tanto ocurrió en el Cauca, pues allí
aparecieron nombrados, el general Mosquera, sus secretarios
y hasta el venezolano señor Antonio Leocadio Guzmán,
quien representaba ahora con el general Mosquera el mismo
papel que en 1827 había desempeñado cuando el general
Bolívar pretendía obtener una dictadura vitalicia en el Perú,
Bolivia y en la Gran Colombia.
Otro tanto ocurrió en Panamá en la segunda elección
allí. La primera, hecha durante la gobernación del señor
Santiago de la Guardia, había sido regular; pero habiendo
sido derrocado este gobierno por una insurrección militar
encabezada por el señor Peregrino Santa Coloma, el general
Mosquera dispuso que se hicieran nuevas elecciones, en las
que, como era natural, fueron excluídos los que no eran
adeptos de aquél, y nombrados, con excepción de los seño-
res Justo Arosemena, Buenaventura Correoso y Gabriel Nei-
ra (elegidos también en la primera votación), personas os-
curas cuyo nombre no volvió a sonar después en la política
de esa sección.
El general Mosquera, nombrado miembro de la Conven-
ción, asumía las funciones a un tiempo de presidente provi-
sorio de la república, supremo director de la guerra y presi-
dente de los Estados del Cauca, Antioquia y Tolima.
Los elegidos para la Convención eran todos liberales,
como era de esperarse. En Antioquia eran todos hombres
respetables que habían figurado en la política: no eran co-
merciantes ni grandes propietarios, casi todos eran aboga-
dos. En Bolívar sucedió lo mismo. En Boyacá habían sido
elegidos algunos jefes militares prominentes y abogados res-
petables. En el Cauca, los hombres que habían acompañado
al general Mosquera en el curso de la guerra. En Cundina-

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marca, algunos hombres distinguidos, como los doctores
Zaldúa, Ancízar, Lleras y los jefes principales del círculo
sapista, como los doctores Ramón Gómez, Francisco de P.
Matéus, Daniel Aldana. El autor de estas líneas concurrió
como tercer suptente, por excusa de los señores Justo Brice-
ño (gobernador del estado), Alejo Morales, jefe de las fuer-
zas que habían sostenido la lucha contra las guerrillas, y
Tomás Cuenca, secretario de hacienda del estado. En el
Magdalena, los señores José María y Manuel Louis Herrera,
Luis Capella Toledo, Agustín Núñez y otros relacionados
con el general Manuel Louis Herrera que había sido jefe de
las fuerzas del estado. En Panamá ya he dicho que en la
segunda elección fueron excluídos algunos hombres nota-
bles· que habían venido en la primera, entre ellos el señor
Rafael Núñez, que había sido secretario del tesoro pocos
meses antes y de quien el general Mosquera no estaba satis-
fecho después, no sé por cual motivo, pues el señor Núñez
era por carácter muy cauto en sus relaciones con los hom-
bres influyentes de la situación. La diputación de Santander
era toda muy respetable, y en ella figuraban en primera
línea los señores Aquileo Parra, Felipe Zapata, Foción Soto,
Gabriel Vargas Santos. La del Tolima era igualmente nota-
ble y venía encabezada por el ilustre veterano José Hilario
López: en ella venían además el doctor Bernardo Herrera,
el general Liborio Durán y el doctor Manuel Antonio Villo-
ría, entre otros.
El distrito federal de Bogotá había enviado a los gene-
rales Eustorgio Salgar y Wenceslao Ibáñez y al doctor Juan
Agustín Uricoechea.
El personal de la convención era pues muy bueno: pero
nada compensaba la ausencia de representación del partido
conservador: defecto casi inevitable en los cuerpos represen-
tativos que siguen a una guerra civil, pues sólo los vencedo-
res, es decir, la mitad de la nación, viene a imponer sus
leyes, en lo general sus cóleras o venganzas, a todo el país.
Eso se había visto en 1832, ¡843 y, en parte, en 1852. La
representación de las minorías, por medio de instituciones
especiales, es muy de desear en estos casos. Quizás, sin em-
bargo, sería preferible retardar la retmión de las convencio-
nes a tres o cuatro años después de la guerra, manteniendo
entretanto el régimen anterior a ella. ·
Faltaba saber el lugar en donde debían de. tener lugar
las sesiones de la convención. Bogotá era lugar_antipático al

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general Mosquera: como lo ha sido siempre a todos los
dictadores, desde Bolívar hasta Núñez; Cartagena, ciudad en
que se pensó algún tiempo, tenía el defecto, para el general
Mosquera, de la influencia personal del general Juan José
Nieto, que podía no ser muy favorable a las miradas de
aquél; en Ocaña, era de temer que predominaran las id~as
políticas del estado de Santander, po~ favorables al ejerci-
cio de poderes omnímodos; Medellín era considerado como
un foco de sentimientos conservadores; Panamá, por los
temores de insalubridad de su clima y su posición excéntri-
ca, no era lugar deseable para el que pensaba sostener su
mirada sobre toda la naci~n. En Rionegro creyó encontrar
el general Mosquera .un centro liberal y un pueblo muy
adicto a su persona, y quizás por eso fue el designado por
éste a última hora. Allí había además un caserío muy de-
cente, sociedad culta de antiguas familias acomodadas, cli-
ma suave perfectamente sano y víveres y recursos abundan-
tes. La convocatoria se había hecho para el lo. de febrero,
y el 2, no sólo había quórum, sino que estaban presentes
casi todos los miembros. El número total era de 63.
El general Mosquera estaba establecido allí hacía cerca
de un mes con una división veterana mandada por los gene-
rales Fernando Sánchez y Mendoza Llanos, enteramente
adictos a su persona, y los jefes de los cuerpos eran los
coroneles Díaz y Lara, venezolano el último, igualmente
adictos. El pueblo rionegrero, liberal siempre, era ahora en-
tusiasta admirador del jefe de la revolución, y miraba con
cierta desconfianza no disfrazada a los diputados que, se
decía, no eran sumisos a la voluntad del supremo director.
· El 3 de febrero se reunió la junta preparatoria bajo la presi-
dencia del venerable doctor Antonio Mendoza, el más ancia-
no de los miembros presentes, y el 4 fue fijado para la ins-
talación definitiva.
. Entre tanto, un grupo de diputados, cuyo núcleo se
componía de la diputación de Santander y de los señores
Rafael Núñez, José Araújo, Camilo Ech~verri y el autor de
estas memorias, que habían hecho juntos el viaje de Bogotá
a Rionegro, convocó a una reunión dui'ante la noche del 3
para acordar una acción común en los primeros trabajos de
la corporación. Los puntos principales allí convenidos fue-
ron los siguientes: ·
lo. Que el general Mosquera no debía ser elegido presi-

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dente de la convención, como señal de la independencia de
la asamblea.
2o. Que debía tratar de organizarse durante las sesiones
un ejecutivo plural, de manera que no hubiera personalidad
alguna que pudiera ejercer influencia decisiva en la direc-
ción de los negocios públicos.
3o. Que debería tratar de obtenerse la separación de la
fuerza militar a una distancia conveniente del lugar de las
sesiones.
4o. Que uno de los primeros actos debía ser la amnistía
general y el restablecimiento de las garantías individuales en
toda la nación.
Que al general Mosquera debía tratársele con mucha
atención; pero notificársele de algún modo disimulado que,
por lo pronto, era mejor que él se retirase de participación
en el gobierno. Al efecto, se determinó que se le ofrecería
una pensión de diez mil pesos anuales y un voto de gracias
lisonjero por sus servicios.
En ejecución del punto primero se aceptó la candidatu-
ra del doctor Francisco Javier Zaldúa, para presidente; la
del señor Eustorgio Salgar, para vicepresidente; y la del doc-
tor Clímaco Gómez, para secretario de la convención, a fin
de asegurar independencia en la comisión de la mesa. Con
este objeto se habían llamado a la reunión tres o cuatro
individuos de los que aún no habían dejado traslucir sus
opiniones decididamente favorables al general Mosquera.
Los proyectos relativos a la organización de un ejecuti-
vo plural y a la amnistía y restablecimiento de las garantías,
venían trabajados desde Bogotá.
El día 4 estuvieron puntuales en su asistencia todos los
miembros: el general Mosquera se presentó a las 11, escolta-
do por doce o diez y seis hombres que, se notó, traían
armas debajo de las ruanas. En la puerta del salón se encon-
tró con Camacho Roldán, diputado a quién atribuía ciertas
medidas dictadas por la gobernación de Cundinamarca, que
parecían contrariar sus planes de organización política, y a
dos pasos de distancia se detuvo fijando en él una mirada
amenazadora; cuando se creyó que esa escena se tornaría en
algo desagradable, el general abrió los brazos y se dirigió a él
estrechándolo con efusión amistosa (1). En segutda le tomó
del brazo, y entrando al salón, tomó asiento a su lado.

(1) Refiero este incidente insignificante, porque da idea de uno

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-Me vinieron a acompañar algunos hombres armados
-me dijo-- porque creyeron que ustedes los gólgotas que-
rían asesinanne hoy; pero ya veo que estaban engañados.
-Y ¿por qué lo habíamos de asesinar a usted? -le
contesté-: Usted ha prestado y puede seguir prestando muy
útiles servicios al país, sobre todo si hay una oposición que
lo detenga dentro de ciertos límites necesarios; en lo que
sus oposicionistas sirven al interés público y son de utilidad
incontestable para usted.
Rióse de buen humor, y cambiando rápidamente la
conversación:
-¿Quién éree usted que resultará elegido presidente de
la convención?- me preguntó.
-No sé -le respondí~ Dicen que usted es uno de los
candidatos.
-¿Y ustedes a qutén tienen?
-Al doctor Francisco Javier Zaldúa.
-Ya verá cómo yo soy elegido_
El g n ral pasaba la vista por todas las hileras de dipu-
tados como contando los que reputaba partidarios suyo
Cuando el escrutinio empezó, encargóme qne contara los
votos por él, ofreciendo que él contaría los favorables al
docto Zaldúa. Cuando sólo faltaban dos votos había empa-
te. Entonces pareció alarmarse y atendió con mucho cui-
dado. Las boletas dieron el nombre del doctor Zaldúa: El
general se levantó entonces sin decir una palabra y fue a
buscar otro asiento muy lejos del mío.
En la votación para vicepresidente runbos partidos ha-
bían escogido al general Salgar, a quien el general Mosquera
hacía demostraciones e ciales de aprecio.
El doctor Clímaco Gómez fue elegido secretario con
los mismos votos que el doctor Zaldúa, en competencia con
el señor Carlos Sáenz, que desempeñaba el destino de oficial
mayor en la secretaría de guerra.
Según se vio, en estas votaciones la convenciót tenía
28 diputados dispuestos a seguir, casi ciegamente, las aguas
del general Mosquera; 28 a quienes no animaba esta dispo-

de os caracteres de este personaje notable en nuestra historia: el de


ser poco persistente en sus odios. Con el general Obando, a quien
hab1a profesado una enemistad mortal durante más de treinta años,
se recondlió en pocos minutos en 1860. El doctor Florentino Gon-
zález, que había sido su enemigo por largos años, fue de pués su
..;ecretario favorito en 1847 y 1848.

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sición y que veían con desconfianza sus pretensiones, y
cinco vacilantes que no se inclinaban decididamente a nin-
guno de los dos bandos. Entre los primeros, los más nota-
bles eran los generales Julián Trujillo, Santos Acosta, Ra-
món Santo Domingo Vila, Antonio González Carazo, Bue-
naventura Correa, Fernando Sánchez, José María Herrera,
Ezequiel Hurtado, Gabriel Sarmiento, Daniel Aldana y los
doctores José María Rojas Garrido, Andrés Cerón, Ramón
Gómez y Antonio Leocadio Guzmán; entre los segundos los
generales José Hilario López, Santos Gutlérrez, Aníbal Cu-
rrea, Wenceslao Ibáñez y Gabriel Vargas Santos, y los seño-
res Francisco Javier Zaldúa, Justo Arosemena, Antonio
Mendoza, Nicolás F. Villa, Camilo A. Echeverri, Benjamín
Noguera, Rafael Núñez, Aquileo Parra, Felipe Zapata, Fo-
ción Soto, José Araújo, Estanislao Silva, Marcelino Gutié-
rrez, Pedro Cortés H., Antonio Ferro, Bernardo Herrera y
Manuel A. Villoría. Los vacilantes eran los doctores Manuel
Ancízar, Agustín Núñez, Eusebio Otálora, Felipe Santiago
Paz y algún otro. El doctor Lorenzo María Lleras era a
veces complaciente con las ideas del círculo mosquerista,
pero en las cuestiones graves se le contaba siempre entre los
miembros de la oposición liberal. El general Eustorgio Sal-
gar profesaba también gran déferencia por el general Mos-
quera, pero pertenecía decididamente al círculo opuesto.
Leyó el presidente provisorio su mensaje a la conven-
ción, documento pesado y largo, cuya lectura propuso al-
guien suspender, pero esa prohibición fue retirada en vista
de la susceptibilidad herida del autor, quien la atribuyó a
desprecio. En seguida presentó un proyecto de constitución
y pidió se le considerase inmediatamente en primer debate.
Así se hizo, se le aprobó y pasó en comisión al doctor
Lleras. Entonces el señor Justo Arosemena presentó otro
calcado sobre la constitución suiza, con ejecutivo plural de
poca duración y cantones semi-independientes. Pasó en pri-
mer debate, en comisión también al doctor Lleras.
Entonces se propuso el de organización provisoria con
ejecutivo plural, el cual pasó también a segundo debate. El
general Mosquera, sorprendido con esta idea, la apoyó sin
embargo, agregando que la convención no tenía facultades
para dar nueva organización al país, mientras subsistiese el
pacto provisorio de 1861, el cual debía ser respetado a todo
trance. Según se vio, el general Mosquera quería limitar a
muy poca cosa las facultades de la convención, ya .que su
276 .

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proyecto de constitución parecía haber sido recibido con
poco favor.
La sesión tenninó dejando la impresión de que sería
necesaria una lucha muy seria con el general Mosquera y sus
partidarios, apoyados por el cuerpo de ejército que ocupaba
el estado de Antioquia.
El general Mosquera había ejercido un poder absoluto
desde que principió la lucha armada, en mayo de 1860, en
el estado del Cauca primero, en los del Tolima, Cundina-
marca y Antio.quia, luégo que sus territorios fueron ocupa-
dos por los ejércitos federales. En Boyacá y Santander no
era muy grande su influencia, contrapesada por el prestigio
de otros hombres, como los generales Gutiérrez, Reyes, Sal-
gar y un resto del antiguo partido gólgota, que con los
señores Foción Soto, Aquileo Parra, Antonio María Padilla,
etc., profesaban ideas republicana ·~ de mucha austeridad. El
estado de Panamá, en donde no ha sido nunca notable el
movimiento republicano de los estados del interior, estaba
sometido ya por un movimiento de cuartel: los de Bolívar y
Magdalena, en donde las tradiciones militares implantadas
por la guarnición durante la colonia, y después por el gene-
ral Montilla, que continuó esa educación de los pueblos, en
los diez años de su mando en ese departamento, parecía
más fácil no encontrar resistencias. Se juzgaba que en el
alma de un hombre acostumbrado por tres años de supre-
macía militar a prescindir de las leyes, y cuyos precedentes
no revelaban tendencia alguna de imitación a las virtudes de
Washington, sino más bien al carácter imperioso, lleno de
ambición, de Bolívar, no estaría dispuesto a desprenderse
del ejercicio de esa autoridad. En qué forma se proponía
conservarla no era conocido: pero que sería un obstáculo
considerable al funcionamiento de instituciones republica-
nas sencillas y modestas no era dudado por nadie.
· Los puntos principales que se preveían como materia
de lucha en la convención, eran los siguientes:
Organización del ejecutivo en cuanto se refería a facul-
tades y duración del péríodo de los funcionarios.
Conservación y disminución considerable del gran pie
de fuerza armada pennanente que la prolongación de la
guerra civil había obligado a organizar. ·
Cuestiones de rentas, contribuciones y empréstitos, que
son el elemento principal de to~a dominación arbitraria.

277

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Pretensiones a la reconstitución de la antigua Colombia
por medio de intrigas o de la fuerza, si fuese necesario,
aprovechando la situación semianárquica de Venezuela y la
opresión en que mantenía el señor García Moreno a los
pueblos del Ecuador; asunto de que se ocupaba incesante-
mente el señor Antonio Leocadio Guzmán.
Línea de política que adoptaría el general Mosquera,
ya favoreciendo a los conservadores vencidos para hacerlo·s
favorables a sus planes, o bien despertando sus cóleras, para
hacerse ~ás necesario a los liberales.
La cuestión religiosa. En especial era éste uno de los
asuntos más graves. Desterrados o confinados varios obis-
pos, sometido el clero a la necesidad de prestar, como con-
dición previa al ejercicio de su ministerio, un juramento de
obediencia a la constitución y leyes de la república y los
decretos del Poder Ejecutivo, amenazados de destierros y
confinamientos sin procedimiento judicial por parte de las
autoridades nacionales y locales, en caso de desobediencia,
muchos sacerdotes habían cerrado sus iglesias, rehusado ad-
ministrar sacramentos a los fieles y celebrar en público el
culto católico; y todo esto creaba constantemente un mo-
tivo de desagrado y un peligro permanente para la paz pÚ·
blica.
Diez años antes se había presentado un conflicto seme-
jante durante la administración del general José Hilario Ló-
pez. Una ley expedida en 1845, siendo presidente de la
república el general Mosquera y arzobispo de Bogotá el se-
ñor doctor Manuel José Mosquera, ley no reclamada enton-
ces por el clero católico, sometía a éste a confinamientos,
destierros y ocupación de sus temporalidades por simple
decreto del Poder Ejecutivo en caso de desobediencia a las
leyes. El mismo señor arzobispo Mosquera había protestado
en 1852 la ley que atribuía a los cabildos el nombramiento
de los curas de las parroquias, que se hacía antes por el
poder Ejecutivo a propuesta en terna del Capítulo Catedral
de cada diócesis, y esta resistencia imitada luego por los
obispos de Cartagena y Popayán, había obligado al congreso
y al Poder Ejecutivo a imponer destierro a estos prelados.
Estos habían lanzado., al salir del país, un mandamiento a
los curas de sus diócesis para que cerrasen los templos y
suspendiesen la administración del culto, lo que había crea-
do una situación muy desagradable y peligrosa. En 1853,
con asentimiento de los miembros conservadores del con-

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greso y de los vicarios capitulares que por entonces reempla-
zaban a los obispos desterrados, se había expedido. la ley de
24 de junio, sobre separación de la Iglesia y del Estado. Esta
ley envolvía una reforma inmensa. El gobierno civil renun-
ciaba, por ella, a toda intervención en asuntos religiosos,
retiraba toda protección especial al culto católico, inhabili·
taba a los sacerdotes para toda participación en funciones
civiles, principalmente en lo relativo a matrimonios y el
registro civil, incapacitaba a la Iglesia Católica para la adqui-
sición de bienes inmuebles y consignaba el mandamiento de
que, dentro de veinticinco años, es decir, en 1878, los bie-
nes pertenecientes a los conventos, parroquias, cofradías y
fundacjones católicas en general, pertenecerían a los vecinos
católicos de las parroquias, los cuales, por medio de los
cab~dos, podrían disponer de ellos como lo tuviesen a bien.
En oonsecue~cia quedaba suprimido el patronato que
la república ejercía como herencia de la monarquía españo-
la, y la religión catóUca privada de los privilegios, exencio-
nes y fueros de que había gozado por concesión de las
instituciones que unían la Iglesia al Estado.
En este estado las cosas, el general Mosquera dictó uu _
decreto de tuición por el cual quedaba de nuevo sometida la
Iglesia, no sólo a la vigilancia, sino a la dependencia del
poder civil en varios puntos importantes. Desde hacía doce
siglos el mundo greco-romano había reconocido dos organi-
zaciones diversas con autoridad sobre los pueblos: primero
el emperador y el Papa, y después, restringida la potestad de
aquel, y fundadas las nuevas nacionalidades que surgieron
de la invasión de los bárbaros y las ruinas del imperio roma-
no, había quedado solo en pie la silla pontificia con preten-
siones a imponerse sobre toda la Europa semicivilizada y
sobre los pueblos asiáticos a donde se había propagado el
cristianismo. Esas pretensiones y esa autoridad, reconocidas
por la España católica, habían pasado los mares y extendí-
dose por todas las colonias de ésta y de Portugal en Améri-
ca·. La revolución de 1810 había roto los lazos que unían
estas colonias a la metrópoli española, pero no los que los
pueblos reconocían a la autoridad del Supremo Pontífice.
Hubo tendencias visibles hacia la emancipación de esta últi-
ma dependencia, en la ley de patronato de 1824, en la de
1852 sobre nombramientos de curas, en la separación de la
Iglesia y el Estado de 1853, en la del establecimiento del

279

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matrimonio civil y en la de 1855 sobre ... ; pero estas
tentativas no habían desarraigado la reverencia que nues-
tro sexo femenino y gran parte de nuestra población mas-
culina profesan a la unidad del catolicismo.
Los decretos sobre tuición del general Mosquera crea-
ban una nueva dificultad. Por una parte se restablecía el
ejercicio· del patronato sobre la Iglesia Católica, y por la
otra se prescindía de la intervención de la silla apostólica en
los asuntos administrativos del culto católico. El gobierno
quedaba en lucha con las creencias de una gran parte, si no
la mayoría de los ciudadanos, y la paz y el sosiego públicos
en riesgo inminente. Era fácil prever que esa situación con-
duciría a soluciones inesperadas, y a ellas tenía que proveer
la convención de algún modo.
Los procedimientos de ésta en su primera sesión habían
causado vivo despecho en el círculo militar que rodeaba al
general Mosquera. Desde que salimos de nuestras casas para
trasladarnos a Rionegro, comprendíamos, los que no éra-
mos favorables a la política de aquel, que tendríamos que
sostener una posición peligrosa, que la disolución violenta
de la convención era muy de temer y que sería necesario
arrostrar peligros personales; en consecuencia, no salíamos a
la calle sin un revólver en el bolsillo, sobre todo los que
teníamos la experienCia del congreso de 1854, en el que
habíamos vivido permanentemente amenazados. El tercer
día de las sesiones al salir del local el que esto escribe, iba
en compañía del doctor Rafael Núñez y al poco rato notó
que eran seguidos del general Mendoza Lla .. os y del coman-
dante Francisco Piñeres. El primero de éstos se expresaba
en términos groseros contra los gólgotas, y aunque conteni-
do por el segundo, con quien mantenía yo buenas relacio-
nes de amistad, se acercó a nosotros diciendo que nos iba a
dar de patadas. En este propósito seguramente, se acercó
hasta un paso de distancia, cuando yo saqué el revólver del
bolsillo, y amartillándolo me volví hacia él apuntándole,
pero sin proferir una sola palabra. El general Mendoza Lla-
nos retrocedió entonces sorprendido, y ya le fue fácil al
señor Piñeres arrastrarlo en otra dirección. Durante algunos
días fue imposible salir de noche a la calle, porque sabíamos
que había soldados disfrazados de paisano~ con encargo de
apalear a algunos diputados y aun parece ~ tue alguno lo fue
mas no me acuerdo quién. Hecha la propos~ción de que la
fuerza armada fuese retirada a cinco leguas de distancia de

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Rionegro, fue aprobada; pero los batallones fueron alojados
el uno en Marinilla a una legua de distancia y el otro en la
Ceja, a menos de dos, lo que no era obstáculo para que con
frecuencia se les trajese a pasar revista en Rionegro, siempre
que en la convención se discutía alguna cuestión importan-
te. Se nos refería que el general Mosquera en sus conversa- ·
ciones hablaba de disolver la convención y de fusilar tres,
ora cinco, ya siete y hasta trece diputados. Los nombres
preferidos por él para estos actos políticos eran: el general
José Hilarlo López, el general Gutiérrez, el doctor Antonio
Ferro, el doctor Zaldúa, el doctor Bernardo Herrera, los
señores Aquileo Parra, Felipe Zapata y Foción Soto, el se-
ñor Santiago Izquierdo, el doctor Camilo Echeverri y el
autor de estas líneas, el cual tenía el honor de figurar én
todas las combinaciones (1). En una palabra, la situación de
los independientes era azarosa en extremo, faltos por enton-
ces del apoyo del pueblo rionegrero.
En estas circunstancias llegó el segundo debate del pro-
. yecto que creaba un ejecutivo plural. El general Mosquera
se opuf!O a él violentamente, con la objeción extraña de que
la convención no tenía facultades para reformar el pacto
provisorio de la unión, mientras la asamblea de plenipoten-
ciarios que lo había expedido no autorizase reformas en él.
Al fin después de un debate acalorado, se convino en que la
diputación de cada estado nombraría un plenipotenciario, y ·
que la reunión de éstos consideraría el asunto y daría sus
poderes a la convención! Pasábamos así por las horcas cau-
dinas, pero no hubo mayoría para arrostrar las cóleras de un
caudillo hasta entonces omnipo~ente.
La asamblea de plenipotenciarios, así convocada, se
reunió y delegó sus poderes, con lo cual la convención pudo
continuar la discusión de los proyectos pendientes. El que
creaba el ejecutivo plural fue adoptado.
Se había convenido entre los independientes que el
· consejo de ministros sería presidido por el gobierno, oon el

(1) Un año después, en una noche en que la lluvia había impe-


dido la sesión de la asamblea de Cundinamarca, conversábamos en el
salón de las sesiones tres o cuatro diputados que habíamos alcanza-
do a llegar: uno de ellos, el doctor Francisco de P. Matéus, que en
Rionegro visitaba con frecuencia al general Mosquera,-volviéndose a
mí, exclamó: "Me admiro de verle a usted vivo." -¿Por qué? le
·dije- "Porque en Rionegro el general Mosquera tenía la idea fija de
fusilarlo". ·

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objeto de crear con esta medida un aliciente para que el
general Mosquera prefiriese este puesto; pero él siempre pre-
firió el de guerra, que era el más importante, y a la satisfac-
ción de este deseo contribuyeron los diputados del Tolima
. que temían la influencia que el ministro presidente tuviese
en los casos de empate en que su voto debía ser decisivo. En
ejecución de esa ley provisional fueron elegidos, el general
Salgar, para la cartera de gobierno; el general José Hilario
López, para la de relacioneS exteriores; el general Julián
Trujillo para la de hacienda; el general Mosquera para la de
guerra, y para la del tesoro, que debía tener su residencia en
Bogotá, el doctor Froilán Largacha. El general Mosquera
conservaba así el mando del ejército, y por medio de sus
amigos, admiradores incondicionales, los señores Trujillo y
Largacha, la disposición de los fondos nacionales.
El proyecto de pensión al general Mosquera no dio
resultado por lo pronto, si bien lo dio un año después. Al
discutirse en primer debate lejos de mostrarse agradecido, el
agraciado lo recibió con desprecio aparente: dijo que él
había nacido sobre montes de oro y gozado de amplios
bienes de fortuna. Aunque pocos años antes había venido
prófugo de Nueva York, por descalabros de la suerte, dio a
entender que no necesitaba de esas miserias. Un año des-
pués pedía sus pensiones vencidas y por vencer, para vivir
en Europa, adonde debía ir a representar la república con
un poco más de esplendor que el escaso de sus emolumen-
tos en la legación.
Se trató en seguida del restablecimiento. de las garantías
individuales y de la amnistía, condiciones reputadas nece-
sarias para que la obra de la convención fuese mirada con
simpatía y mereciese respeto de toda la nación; mas aquí
también se encontró la resistencia de los partidarios de una
autoridad sin contrapeso. En el primer día de la discusión el
doctor Rojas Garrido quiso volver a la compañía· de sus
amigos los gólgotas y sostuvo animosamen~ , aun desper-
tando la cólera del que hasta ahora había sido supremo
director, el restablecimiento de las libertades individuales;
mas al día siguiente, ignoro la causa de ese cambio radical
de opiniones, su voto fue adverso. Díjose allí que era de-
bido a grandes amenazas de ese hombre temible. La resis-
tencia a esa medida tenía por objeto en el pensamiento del
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general Mosquera emplear medios vigorosos para llevar a
efecto sus decretos de tuición contra el clero c.atólico.
Como ya se ha dicho, los votos de la convención eran
28 contra 28 y 5 vacilantes. Cuando por causa de enferme-
dad (lo cual fue frecuente en Rionegro por obra de la sal
impura del Retiro de que allí se hace uso y de algunas
fiebres intermitentes determinadas por las frecuentes vara-
das del vapor entre Honda y Nare y por el malísimo estado
del camino de tierra), faltaban uno o dos de los vocales, las
votaciones se ganaban o se perdían inesperadamente.
Llegó el segundo debate de los proyectos· de la consti-
tución. El doctor Lorenzo María Lleras no aceptó como
base de discusión el proyecto absOlutista del general Mos.-
quera ni el de constitución suiza del señor Arosemena, sino
que presentó un tercer proyecto, que tampoco mereció la
aprobación de unos y otros. El general Mosquera, aprove-
chando ese instante de anarquía, propuso que los tres pro·
yectos pasasen en comisión a los señores Ramón Gómez y
general Salgar, mas esta proposición fue modificada en el
sentido de que la comisión fuese nombrada por mayoría
absoluta de la convención. En la elección fueron nombrados
los doctores Zaldúa y Camacho Roldán por uno o dos votos
de mayoría. Se vio pues que el proyecto· del general Mos.-
quera no tenía probabilidades de ser adoptado. Por sus fre·
cuentes achaques el doctor Zaldúa encargó a Camacbo Rol·
dán el' trabajo de la comisión, agregando a ésta el talentoso
y modesto joven doctor Manuel Antonio Villoría, diputado
del Tolima.
En estos días llegó la noticia de la capitulación de las
últimas fuerzas conservadoras, mandadas por el señor Leo-
nardo Canal, en Pasto, el 4 de febrero, al ejército del norte,
entonces bajo las órdenes del general Gabriel Reyes. Con
este acto quedó restablecida la paz en toda la república.
Casi al propio tiempo llegó de Bogotá la noticia, que
había mantenido secreta el general Mosquera, de haber sido
expulsadas de sus conventos las monjas de las comunidades
de Santa Gertrudis (La Enseñanza), Santa Inés, Santa Clara,
La Concepción y El Carmen, providencia que se extendía a
las de toda la república. Había comunidades en los estados
de Boyacá (Villa de Leiva y Tunja), Santander (Pamplona),
Panamá (la ciudad de este nombre), Cauca (Popayán) y
Antioquia (Medellín), y todas representaban un personal de
profesas. Esta medida fue mirada con indignación por el
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partido independiente de la convención, y en el acto suscri-
to por trece diputados, fue presentado un proyecto por el
cual se ordenaba qu~ se las restituyese a sus residencias
habituales y se les pagase una pensión de· veinte pesos por
cabeza, en atención a que la renta de sus bienes desamorti-
zados f.lO bastaría para su decente sustentación.
No juzgábamos que la vida conventual fuese útil o ne-
cesaria a la mujer, pero veíamos que el sexo débil debe ser
respetado por el fuerte hasta en sus preocupaciones y aun
en sus errores: que esos conventos habían sido, en su ori-
gen, un refugio contra la tiranía de los padres o hermanos,
un asilo contra las costumbres depravadas de la edad media,
y aun, en los tiempos presentes, un retiro para gemir en
silencio por los desengaños, las pasiones contrariadas y a
veces la soledad y el abandono de familias en decadencia.
Pensábamos que había abuso cobarde de la fuerza, y no
deseo de proteger a esas desgrad adas, en sacarlas de sus
empolvadas mansiones al torbelli lO delm,undo.
Esta medida nos reveló con más claridad el plan del
general Mosquera. Era poner al partido liberal entre la espa-
da y la pared; entre la reacción conservadora y la dictadura
militar con el nombre de dictadura liberal. Veíamos claro
ya el error cometido en 1860 de aceptar como Jefe de un
partido de ideas pacíficas a un caudillo .inquieto, que aun-
que dotado de grandes talentos y deseo verdadero del pro-
greso del país, prefería con frecuencia el empleo de la fuer-
za al de la libertad y la razón.
El proyecto de }mprobación a esta medida fue recibido
con cólera no disimulada, embarazada su discusión y últi-
mamente enviado junto con las soli~itudes de algunos prela-
dos detenidos en lugares malsanos, el de algunos católicos y
señoras de Bogotá y otros documentos que hacían relación
a la cuestión religiosa, a la comisión de negocios eclesiásti-
cos, compuesta de los señores Bernardo Herrera, Justo
Arosemena y Camacho Roldán. A este último fue confiada
la tarea de redactar el informe y los proyectos respectivos.
En cuanto a ideas sobre estos asuntos los miembros estaban
perfectamente de acuerdo en que los conflictos de esta na-
turaleza no tenían otra solución que las de tolerancia y
libertad. .. .
La organización constitucional era, sin embargo, el
asunto que llamaba más vivamente la atención. Juqando
que una asamblea en que sólo estaba representado uno de
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los partidos no era la más a propósito para imponer sus
aspiraciones a la nación entera, mi primer concepto fue
propone~ el restablecimiento puro y simple de la constitu-
ción de 1858, expedida con el concurso de ambos partidos:
y aunque en su expedición había tenido mayoría de más de
tres quintos el conservador, mi opinión era que en ella ha-
bía elementos necesarios para un funcionamiento liberal,
principalmente si algunas leyes reglamentarias cerrasen la
puerta a los abusos que se habían notado en su ejecución.
Puse esta idea en conocimiento de mis amigos y les mereció
su aprobación: pero todos o casi todos agregaron que eran
necesarias algunas reformas de poca importancia; mas como
cada cual deseaba una de diversa naturaleza a la deseada por
los otros, las reformas no 5erían pocas ni congruentes unas
con otras, lo cual equival:. ':ría a una reforma general.
Sabedor de esta situación el general Mosquera, a quien
yo ni ninguno de mis compañeros había visitado a nuestra
llegada a Rionegro (1), vino a visitarnos entonces, y la con-
versación, como era natural, recayó sobre el tema que nos
ocupaba. Aquel personaje temía más que todo la organiza-
ción permanente de un ejecutivo plural y en la adopción del
código de 1858 veía él evitado ese peligro. En consecuencia,
se mostró también ardoroso partidario de ese plan, agregan-
do que una que otra idea nueva no destruiría las ventajas de
adoptarlo. Como viésemos en la comisión que las modifica-
. clones eran inevitables, resolvimos presentar un proyecto
nuevo calcado ~bre la constitución vigente hasta 1861 con
el menor número posible de reformas, y así lo presentamos
como base de discusión.
El furor por ejercer las altas funciones del legislador se
mostró desde el artículo lo., que fue objeto de catorce
modificaciones y últimamente aprobado el original, salvo el
calificativo de soberanos dado a los estados, en cuya palabra
se quería envolver la idea de que estos grupos de reciente
creación gozaban de un derecho que podía ser en ciertos
casós superior al de la nacionalidad. Idea falsa que el espíri-
tu de imitación del general Mosquera tomaba de la secesión

(1) Era costumbre establecida a nuestra llegada a esa ciudad, el


2 de febrero, visitar inmediatamente al general Mosquera, el cual se
creía relevado de la obligación de corresponderlas. El grupo de que
ya he hablado dio el ejemplo de omitir esa prueba de respeto espe-
cial y de atenerse más bien a la costumbre general del pats segÚn la
cual el residente debe visitar primero al recién llegado.

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de los estados del sur de los Estados Unidos del Norte,
entonces en toda su fuerza y aun con esperanzas de triunfo.
De esta suerte él agregaba una cuerda más a su arco: la
de separación de los estados de Antioquia y del sur, en el
caso de que sus pretensiones no tuviesen apoyo en los del
norte; idea que parecía alimentar desde que en 1857 y
1858, en la discusión de la fonna federal, había propuesto y
sostenido dar al Cauca la mitad o más del territorio de
Colombia, y de la que tomó a hablarse en relación con él,
en 1865, con ocasión de la famosa conferencia de los gober-
nadores del Cauca y Antioquia.
La discusión de las garantías individuales fue asunto de
oombate encarnizado. Algunos, como el general Mosquera y
el doctor Ramón Gómez no querían que se consignasen en
la constitución, sino en ley separada expuesta a todos los
vientos de reacción. Otros como el doctor Lorenzo Lleras,
deseaban que entre ias facultades extraordinarias de que
debía revestirse el ejecutivo en caso de guerra interior o
exterior, se comprendiese la de suspender las garantías indi-
viduales o parte de ellas a imitación de la Gran Bretaña, en
donde la suspensión del Habeas Corpus es la medida que
precede a los conflictos y al empleo de la fuer~a. No faltaba
quien era de concepto que las garantías no debían ser abso-
lutas ni muy definidas sino conceptos generales cuyos lími-
tes debían trazar leyes adjetivas. Cada uno de los incisos del
artículo 15 de la constitución fue una batalla parlamentaria,
en sostenimiento del concepto de que la asociación política
tiene por objeto principal interponer la fuerza de la colecti-
~dad para atemperar la lucha por la vida, proteger a los más
débiles y resolver por medio de jueces imparciales y no por
el empleo de la fuerza brutal las diferencias que se suscitan
entre los hombres; en oonsagración de que la idea indepen-
dencia proclamada contra la metrópoli española envuelve el
pensamiento, todavía no realizado por completo, de oorre-
gir los abusos. suprimir la arbitrariedad de los poderosos,
entre los cuales no son los menos temibles los funcionarios
públicos. En una palabra, en defensa de la teoría de que el
objeto de una constitución al crear autoridades, dictar le-
yes, cobrar contribuciones, es proteger y no oprimir a los
hombres, principalmente al pueblo sumiso y degradado du-
rante la conquista, a quien se desea elevar a la condición de
ciudadano, para realizar esa aspiración suprema de la igual-

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dad, de que todavía estamos tan distantes. Pero es tal la
influencia del pasado, la herencia fisiológica de las ideas
políticas de otros tiempos, la desconfianza de la naturaleza
humana a la que se juzga ·feroz e inhumana, que sólo con
temor se resuelven los hombres, aun los más benévolos, a
conceder derechos a sus semejantes.
Durante ella el general Mosquera, cada día más altanero
y amenazador, insultó en una sesión nocturna al general
López (José Hilario): éste soportó en silencio su injuria
mientras duró la sesión, pero hizo traer su espada y al termi-
nar los trabajos, en voz alta exclamó: "general Mosquera,
usted me ha insultado: usted es un miserable: saque usted
su espada y bátase conmigo aquí mismo si es hombre de
honor." El provocado se sintió sorprendido con este desafío
inesperado, y al acercarse a él con la espada desnuda el
provocador, se escudó cc·1 mi cuerpo. Otros y yo contuvi-
mos y calmamos al general López, cuya cólera era muy
grande-, y entre tanto otros diputados rodearon y sacaron al
general Mosquera. No sé que esta disputa tuviese otra conse-
cuencia.
A los dos o tres días de este incidente paseaban en los
corredores el general Mosquera y el doctor Bernardo Herre-
ra sosteniendo una conversación muy animada que, según
mis recuerdos, versaba sobre la cuestión religiosa. De repen-
te el primero se volvió indignado hacia el segundo dicién-
dole: "Vaya, usted es un badulaque." " El badulaque es
usted, replicó éste, yo he pertenecido siempre al partido
liberal, y us~ a todos los partidos." Quiso lanzarse enton-
ces el general Mosquera sobre su contendiente, pero yo me
interpuse entre los dos y tomando a aquél procuré llamarlo
a la razón. Otros diputados intervinieron entonces y el inci-
dente terminó.
Durante la sesión que siguió a este suceso, irritado el
general Mosquera con la negativa de una proposición hecha
por él, lanzó palabras amenazantes a toda la convención.
E~tonces el general Santos Gutiérrez dio al secretario para
que leyera en voz alta una carta que hacía poco había reci-
bid<J de Pasto y copia de una manifestación dirigida al gene-
ral Mosquera por el general Gabriel Reyes, comandante en
jefe del ejército y por los generales y oficiales superiores de
las divisiones allí acantonadas. En este último documento se
decía que el ejército no reconocía autoridad superior a la

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convención, y que sabedores de que el general Mosquera
restringía la libe~d de las deliberaciones y amenazaba a sus
miembros, se veían en el deber de expresar que harían res-
ponsable a éste del menor ataque a esa corporación o a
cualquiera de los diputados. Comentó estos documentos el
mismo bizarro jefe expresando que, por penosa que fuese la
publicidad de ellos, tenía el deber de hacerlo para que llega-
se a término la ~tuación vergonzosa en que se encontraban
no solamente los representantes sino todo el pueblo colom-
biano; porque la convención no era una farsa sino una cor-
poración augusta a la que se le debía todo respeto y toda
obediencia. El trueno de aplausos con que el acto republica-
no del general Reyes y sus compañeros de armas, y las
sencillas palabras del general Gutiérrez fueron acogidas por
la barra numerosa y por la mayoría de los diputados, ahogó
el sentimiento de vergüenza y temor con que por otros
fueron recibidas. El general Mosquera no ensayó siquiera
balbucear una excusa y en silencio y solo se retiró del local
y en ocho días no volvió a presentarse en público. Este acto
de severo patriotismo del general Reyes no ha recibido toda
la publicidad ni todo el aplauso de que es merecedor. La
posteridad le hará justicia. Siento no tener una copia de esa
manifestación, cuyas primeras firmas eran a<lemás de la del
general Reyes, la de los generales Rudesindo López, Solón
Wilches y Pedro Arnedo. Si mi recuerdo no me engaña,
también se notaban las fmnas de los comandantes entonces,
Daniel Delgado, José María Vesga y Pedro Forero, que fue-
ron actores principales cuatro años después en otro movi-
miento de represión de los arbitrarios arranques de aquel
personaje singular.
Aprovechando la momentánea separación de ese grande
estorbo siguió con alguna más rapidez la discusión de las
garantías individuales. Llegada la del ~nciso que consagraba
la inviolabilidad de la vida humana contra los actos de la
autoridad pública, se pidió la votación nominal; el general
Acosta pidió entonces la secreta, que conforme al reglamen-
to era preferible a todas. Hízose así, resultando aprobado
el inciso, ·sin discusión, por la unanimidad de 57 miembros
presentes; resultado que no se esperaba y que causó viva
satisfacción.
Al relativo a la libertad absoluta de imprenta y circula-
ción de lo impreso, agregó el doctor José Araújo la libertad
de lo escrito y de su circulación por los correos o por otro

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conducto; modificación que fue aprobada a pesar de algu-
nos murmullos. Evidentemente se quiso elevar a garantía
constitucional el sagrado de la correspondencia privada en
los correos sostenidos por el gobierno, antes y después obje-
to de cobardes y vergonzosas violaciones.
Se recordará que la libertad absoluta de imprenta,
adoptada en 1851, a proposición del señor Rojas Garrido,
confirmada en la constitución de 1858, a pesar de mayoría
conservadora, era considerada entonces por todos los parti-
dos como un canon esencial de la vida republicana. El pri-
mer enemigo de ella, de la libertad sujeta a restricciones y
aun de la imprenta misma, fue el doctor Rafael Núñez,
entonces partidario de ella. ·
La libertad de la palabra se debe también a proposición
del señor Rojas Garrido. Antes de proponerla en Rionegro
se acercó a consultar conmigo la idea: díjele que eso necesi-
taba meditarse un poco, porque según el dicho de Franklin
la libertad de la palabra implicaba la libertad de garrote; que
la revelación de los secretos no era un uso inocente de la
palabra; y en fin, que él, tan partidario de la represión del
clero, principalmente por el abuso del púlpito y del confe-
sionario, quedaría en contradicción si después considerab!l
como delito los excesos demagógicos de los predicadores.
-A los clérigos siempre tenemos que reprimirlos, de
suerte que puede agregársele esa excepción a la garantía.
-No-le repliqué- las libertades con excepciones son
semejantes a las murallas con brechas: por ellas puede pene-
trar el enemigo.
Ofreció pensarlo y darme al siguiente día su resolución.
Como en efecto, insistiese en presentar la proposición, yo le
avisé que lo interpelaría públicamente acerca del alcance de
ella en lo relativo a las predicaciones del púlpito.
, -Considero-le agregué-tan importante la libertad reli-
giosa, que estoy dispuesto a sacrificar a ella mis escrúpulos
acerca de los resultados de esta nueva libertad.
-N o tengo inconveniente en contestar con toda fran-
queza esa interpelación, declarando que en mi concepto el
púlpito debe ser inmune.
En efecto, hecha la proposición, yo le hice la interpela-
ción a la que dio respuesta conforme a su promesa. Como la
consagración de la libertad de la palabra de los sacerdotes
e parecía un paso muy avanzado en el sentido de la
lución de las cuestiones religiosas pendientes, yo también

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sostuve en este terreno la nueva idea. Y fue aprobada.
Juzgo, sin embargo, que esta libertad debe quedar mejor
defmida y que se requiere una meditación mayor de todos
los aspectos por l9s cuales debe ser considerada.
A muchos les parece muy larga la enumeración de los
derechos individuales consagrados en el artículo 15 de la
constitución de 1863; mas no se reflexiona que en nuestra
vida colonial, el rey era todo y los pueblos nada: la raza
conquistadora compuesta de opresores y la raza conquis-
tada de viles esclavos, no reputados durante algún tiempo
como pertenecientes siquiera a la especie humana. No se
piensa en que quince años de guerra de independencia deja-
ron implantadas muchas costumbres de arbitrariedad militar
y de terror pánico a las vueltas coloradas. Contra todas esas
influencias de lo pasado se necesita reaccionar vigorosamen-
te a fin de formar un pueblo viril, sin el cual tampoco hay
nacionalidad. Es preciso conceder derechos, es decir energía
vital a la multitud desposeída, porque ése es.el objeto de la
asociación civil; no el de mantener la felicidad de los pocos
y la miseria envilecida de los muchos. Hay que considerar la
verdadera significación de la risa sardónica que provoca en
las gentes que se titulan cristianos verdaderos, la palabra
fraternidad del cristianismo. Todavía está muy distante el
día en que los mansos poseerán la tierra, pero hay que
caminar sin descanso en esa dirección.
Hay dos puntos esenciales, primarios, en la vida repu-
blicana, que · aún no han sido abordados francamente en
nuestras instituciones y que será preciso agregar a esa lista
de garantías. El uno es abrir la puerta a la propiedad territo-
rial de los paisanos, cerrando .la posibilidad de esas vastas
adquisiciones de tierras baldías que con los más fútiles pre-
textos (caminos que no se abren ni se mantienen, puentes
que si no se pagan con un pontazgo moderado debieran ser
construídos a expensas únicas de la persona a quien favore-
cen, ferrocarriles, canales, etc.) conducen a la creación de
una nueva feudalidad y a la destrucción de la república. El
otro es introducir un nuevo sistema de formación de los
ejércitos que ponga término al reclutamiento arbitrario de
nuestras costumbres. La forma usada desde la indepen-
dencia hasta nuestros días, bajo la inspiración del carácter
impaciente y dominador del general Bolívar, e imitada des-
pués como una muestra de actividad y energía por manda-
tarios destituídos de todo ·respeto por la persona humana~

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es la mancha más negra de nuestras costumbres políti-
cas.
El reclutamiento se hace sacando repentinamente parti-
das armadas que, en las calles y plazas de las poblaciones, en
los días de más concurso, toman a cuantos hombres encuen-
tran y los arrastran con violencia a los cuarteles. Este proce-
dimiento se extiende luego a los campos, primero en los
caminos públicos, después en las hosterías y lugares de
expendio de bebidas fennentadas, más tarde en las. chozas
mismas y en los bosques, en donde los infelices son cazados
como fieras, a veces con el empleo de perros, y en otras con
el de disparos de pistola y de fusil a los fugitivos. El terror
se ~ifunde entonces ¡x>r las poblaciones y los campos: los
negocios se suspenden, cesan los trabajos agrícolas, se cie-
rran los talleres y la angustia penetra en el corazón de las
esposas y de las madres. Para este oficio se emplea a los
caracteres más duros y altaneros, auxiliados por los más
cobardes y v:!e~ que compran su propia seguridad con la
delación de sus amigos y compañeros. El servicio de con-
ducción y expendio de los víveres se hace en los caminos
exclusivamente por las mujeres y los niños de cinco (1) a
doce años y con frecuencia los niños de dos y tres años, y
aun los que todavía viven al pecho de la madre quedan
abandonados en las cabañas, expuestos a peligros y privacio-
nes por horas enteras. La salida de los pueblos campestres
hacia los centros de organización militar, en traíllas de hom-
bres 8.Qlarrados e incesantemente golpeados con varas de ro-
sa, es acompañad~ por una procesión de mujeres y niños, cu-
yos lamentos desgarradores hieren todos los corazones sen-
sibles, pero no el de sus inhumanos conductores.
Pronto se agrega a la crueldad la avaricia de los agentes
de reclutamiento, y las exacciones a las familias pobres em-
piezan: la vaca, el buey, las gallinas, los depósitos del grane-
ro, todo pasa a las manos de esos especuladores en carne
humana para comprar la libertad de un miembro de la fami-
lia. Odios terribles y concentrados se ocultan bajo la paz
aparente de las cabañas, y más de una veZ esos cazadores de
hombres pagan con la vida en la oscuridad de la noche o en
la soledad de un camino el servilismo a los gamonales de
quienes dependen. Las pasiones políticas que en lo alto son
(1) Sí: niños de cinco años de edad se ven con frecuencia
arreando los bueyes o las mulas, y haciendo jornadas por caminos
malísimos, de cuatro a cinco leguas.

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opm1ones confusas, pero furiosamente intolerantes, en la
capa intermedia antipatías y odios personales, a los últimos
estratos de la socíedad llegan en la forma de crímenes.
La falta de respeto a la persona del hombre dirige luego
sus tiros contra la propiedad. Las requisas de caballos y
mulas pa.nl el ejército, de ganados para las carnicerías oficia-
les, de sillas, frenos y aperos de montar para las caballerías,
de frazadas y telas para el vestuario, de armas y municiones,
los empréstitos forzosos1 .en rm, llegan al punto de abolición
completa .de la propiedad, y se llevan a cabo de una manera
brutal más ofensiva ~ la dignidad personal que a los dere-
chos civiles salvajemente conculcados. El Habeas corpus,
in8titución inglesa que tanto trabajo costó aclimatar en la
Gran Bretaña, es también una aspiración que hoy vemos a
distancia, a mucha distancia, pero que es una de las ilusio-
nes patrióticas que nos .es permitido esperar.

**
El paso regular que llevaban las discusiones constitucio-
nales llenó de alarma al general Mosquera y lo decidió a
abandonar sus tiendas para volver al campo parlamentario;
. pero ya s\.t actitud fue enteramente distinta. Era un liberal
desaforado que sobrepujaba a los más ardientes en sus opi-
niones, y ya parecía fundar en el descrédito de un gobierno
muy débil en sus medios de acción la esperanza de retro-
gradar al absolutismo. Su prestigio, con todo, había bajado
muchos grados y casi todas sus proposiciones eran negadas,
a veces sin discusión; tanto que un día se quejó amargamen-
te, en la sesión misma, de la soledad que se había formado a
su derredor. Muy pocos o casi ninguno, dijo, lo visitaban,
sus proposiciona eran negadas, y se le miraba con despre-
cio. Lloró, y llorando salió de la sesión para su casa. Nadie
salió a acompañarlo. En tres días no volvió a las sesiones.
. Este espíritu de independencia y dignidad que al· fin
logró formarse entre los m~embros de .la convención contra
las pretensiones de dominación altanera, y diré más inso-
lentei de un caudillo militar produjo efectos muy favora-
bles; pero no desalentó en sus planes de ejercicio del poder

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arbitrario, como luego se verá, a este carácter. enérgico y
dominado por la ambición.
. Se llegaba en el proyecto de constitución a las atribu-
ciones del presidente de la república, y entre ellas ·a la con-
servación del orden público, materia difícil y complicada
entonces por la manera como la interpretación de la consti-
tución de 1858 por parte del poder ejecutivo había contri-
buido a la insurrección de 1860. En primer lugar debía
dividirse esta cuestión en varias partes: había el orden gene-
ral de toda la nación, y el orden local de los Estados. En
segundo lugar, cuando el gobierno de éstos era incapaz de
conservar el orden local, o cuando una perturbación, local
en su origen, podía amenazar con propagarse a todo el país
¿debía el poder ejecutivo nacional intervenir para restable·
cer la paz? ¿Esta intervención debía ser obligatoria, o debe-
ría dejarse al poder ejecutivo decidir si era o no llegado el
caso de hacerla?
En 1857 y 1858, una revolución encabezada en Río-
hacha por el señor Vieco, empleado nacional, había estalla-
do en el Estado liberal del Magdalena y el·poder ejecutivo
había juzgado que siendo puramente local no tenía por qué
intervenir.
En 1859, dos revoluciones encabezadas o promovidas
por empleados nacionales (los señores Leonardo Canal, in-
tendente de hacienda; y Juan José Márquez y N. Corena,
militares al servicio de la confederación granadina) habían
conmovido profundamente el de Santander, liberal tam-
bién, y el poder ejecutivo había llevado lo que juzgaba de-
ber de guardar neutralidad hasta el punto de impedir que de
otras partes le fuesen armas al gobierno legítimo del Estado. .
Pero en el mismo año de 1859 una insurrección contr~
el gobierno conservador d~ Bolívar dio origen a un procedi-
miento contrario. El ejecutivo nacional creyó que ese movi-
miento tenía tendencia a propagarse en los demás Estados y
tomó providencias para intervenir decididamente en favor
del gobierno. Desgraciadamente las pr9videncias fueron tar-
días y cuando llegó la hora de hacerlas efectivas ya el go-
bierno local había caído, y el mismo jefe encargado de
sostenerlo (el general Pedro A. Herrán) juzgó que valía más
reconocer las autoridades emanadas de la revolución.
En enero y feb.rero de 1860 tuvieron lugar dos insurrec-
ciones contra el gobierno local del Cauca, al norte y al sur
del territorio, en Cartago y en Pasto, ambas dirigidas por
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empleados nacionales, el coronel Pedro J. Carrillo jefe ins-
tructor de milicias nacionales en Cartago, y el señor Juan
Francisco Zarama, intendente de hacienda, en Pasto, y nin-
guna de las dos había sido considerada como digna de inter-
vención del ejecutivo nacional.
Estos recuerdos, unidos a la idea que había predomina-
do en la guerra civil de 1860 a 1863, de hacer más firmes
los derechos de los Estados contra las invasiones del ejecuti-
vo nacional, por una parte, y los temores que inspiraba la
ambición del general Mosquera, por otra, conducían al pensa-
miento de no fortificar demasiado la acción de las autorida-
des nacionales .c ontra los peligros de trastorno del orden.
La comisión de constitución había presentado en los
artículos referentes a este problema dos disposiciones gene-
rales:
lo. Los Estados no podrán tener fuerza permanente en
número de más de trescientos hombres sin permiso del con-
greso.
2o. El poder ejecutivo nacional debe velar por la con-
servación del orden y restablecerlo en caso de que fuese
turbado.
Vigorosamente atacadas por la diputación de Santan-
der, por juzgar bi primera demasiado restrictiva de la solidez
de los Estados, y demasiado general y aun vaga la segunda,
fueron también vigorosamente defendidas por su autor, con
el razonamiento de que en medio de los escollos que por
todas partes rodeaban este problema del orden público ,
debía a todo trance considerarse como preferente el interés
nacional, en el cual quedaban depositados la defensa de la
independencia del país, y la protección de los derechos indi-
viduales de los ciudadanos, que son los objetos preferentes
entre todos los de las sociedades políticas.
Los artículos hubieran pasado; pero en estos momentos
tomaron la palabra en favor de ellos los señores Gómez
(Ramón) y el general Mosquera desarrollando la teoría de
que no tanto se trataba de la conservaci~n del orden y de Ja
paz, cuanto de impedir que jamás volviera al poder el parti-
do conservador, para lo cual era necesario quitarle la espe-
ranza de adueñarse y hacerse fuerte en los Estados creando
en el gobierno nacional una supremacía y una fuerza capa-
ces de supeditar fácilmente a aquéllos. Tan extraña teoría
en los labios del hombre que aspiraba a gobernar indefinida-

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~ente en el país, qÚe por la ley inexorable de las revoiucio-
nes debería ser el primer presidente y el primer ejecutor de
la constitución, produjo un efecto contrario al que los ora-
dores se proponían. Esas palabras dejaron comprender que
para sojuzgar de un modo permanente la idea conservadora,
era preciso también sojuzgar la idea liberal; es decir, fundar
un gobierno absoluto. El autor mismo de los artículos lo
declaró así con franqueza; expresando que entre el peligro
de la anarquía pennanente y el de la tiranía permanente,
prefería el primero; que los conservadores eran también co.
lombianos y debía dejárseles libertad para entrar en la lucha
pacífica de las ideas y de llegar al poder público el día que
el pueblo se sintiese fatigado de la dominación liberal, en
cuya situación habría siempre una garantía de moderación
en los gobiernos y una competencia de buenos procederes
que son los que a la larga forman las mayorías populares.
En consecuencia declaró que votaría,. como en efecto votó,
negativo a sus propias proposiciones. '
Los artículos fueron negados y sólo quedó como atribu-
ción del gobierno general: "Velar por la conservación del
orden público". Este fue el vacío principal de la constitu-
ción de 1863, y el que dio margen para que, adueñándose
los conservadores del Estado de Antioquia, reuniesen en él
un parque de doce a .catorce mil fusiles, quizá superior al
del gobierno federal en la capital de la república y se erigie-
sen, como se erigieron, en foco de conspiraciones en el
Tolima, Cundinamarca y Cauca, en 1865, 1868 y 1876. Sin
embargo, no fl:Je esta la causa de la caída del partido liberal,
sino la defección que contra él ejecutaron más tarde el pre-
sidente Núñez y los gobernadores de los Estados del Cauca,
Cundinamarca, Panamá, Santander y en principio los de
Bolívar y Mag~alena.

**
Terminado así este punto importante, siguió el de la
duración del período presidencial. El proyecto establecía la
usual de cuatro años y parecía que contra ella no había
objeción. El doctor Lorenzo María Lleras propu,so, sin em-
bargo, la modificación de reducirle ~ dos. Saltó como un
resorte el general Mosquera a combatirla expresando el con-
cepto de que eso sería una presidencia de farsa, y sus ami-
gos mostraron todos el mismo interés. Esto nos hizo sospe-
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char que con ese corto período no sería imposible desinte-
resar de la presidencia, en el primer período a lo menos, al
general Mosquera, y elegir para ese puesto a un civil. El
doctor Murillo que, por su ausencia de Colombia, no había
. tomado parte en las contiendas con el general Mosquera,
parecía el hombre indicado al efecto. Esta rápida observa-
ción nos decidió. Sin discutir ni emitir palabra que pudiese
agriar el debate, aprovechando el momento en que la ausen-
cia de algunos diputados nos daba mayoría ocasional, vota-
mos favorablemente y la modificación fue aprobada. Este
fue, en mi concepto, otro de los errores graves cometidos en
la organización constitucional. En períodos de dos años no
alcanza a llevarse a cabo ninguna obra ni hay línea de con-
ducta política que pueda fundar precedente, ejercer influen-
cia visible en las opiniones populares ni echar raíces que
aseguren su continuidad. Cada administración viene anima-
da de ideas distintas: en el primer año apenas hay tiempo de
tomar cono~imiento del estado verdadero de algunos nego-
.cios, y en el siguiente el movimiento eleccionario preocupa
todos los ánimos, produce una agitación malsana y se olvida
todo lo que se ha pensado en el anterior. Sobre todo; las
ambiciones se despiertan, se empequeñece la importancia de
las funciones de la primera magistratura y se forma en los
espíritus débiles la idea de que cualquiera puede aspirar a
ese puesto elevado: lo que puede observarse en el gran nú-
mero de personas que se creen con aptitudes para figurar en
el número de candidatos. En un país en que está extendida
la civilización, en que hay verdaderamente pueblo y opinión
pública, el curso de la administración puede ser dirigido por
todos los ciudadanos o por un gran número de ellos; pero
en otro pequeño, en que la capa de población educada es
muy escasa, la influencia de un hombre superior es más
profunda y necesaria. Mi concepto hoy es que esa renova-
ción de las altas magistraturas no debiera tener lugar en
períodos de menos de siete u ocho años
Con esta reforma tampoco se realizó el pensamiento
que tuvimos en mira. Verdad es que en el primer período
posterior a la expedición de la constitución el general Mos-
quera pudo prescindir de sus aspiraciones con la idea de
descansar durante dos años en un viaje de representación
por Europa; pero el mismo doctor Murillo pensó más de lo
necesario en prolongar sus funciones presidenciales median-
te una reforma parcial de la constitución, y que el general

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Mosquera creyó necesario luego, en 1867, un golpe-de Esta-
do para conservarse en el mando. Después el número de
candidatos a la presidencia era tal, que al fin esas ambicio-
nes prematuras se coaligaron para destruír la constitución y
abrir la puerta a la realización de sus esperanzas.

**
Antes de terminar las discusiones constitucionales era
preciso dar una solución a l9s asuntos eclesiásticos para
consagrar algún principio en esta materia en la ley funda-
mental. La comisión nombrada con este objeto había pre-
sentado su informe y sus proyectos legislativos sobre la ma-
teria, a tiempo que la semana santa y el deseo de los dipu-
tados de conocer a Medellín determinaron la suspensión de
las sesiones por cinco días. Esto dio tiempo para que el
general Mosquera, impuesto de esas ideas, preparase un con-
tra proyecto y con sus adeptos un ataque a las proposicio-
nes de .la comisión.
Para est).ldiar mejor el aspecto de la cuestión religiosa y
darle una solución momentánea, ya que permanente era
imposible en el estado de las cosas, yo resolví investigar con
todo secreto las disposiciones del clero antioqueño, juzgan-
do que, si se lograba un acuerdo con éste, su ejemplo podía
ser imitado por el del resto de la república con lo cual se
suprimiría la causa de trastornos e inquietud a que la situa-
ción eclesiástica daba lugar. Para este efecto solicité una
conferencia con el doctor Ignacio Montoya qtte a la sazón
desempeñaba, por muerte del señor obispo Riaño, las fun-
ciones de vicario capitular de la diócesis de Antioquia. Yo
había tenido relaciones con el doctor Montoya en 1855,
año en que ambos éramos miembros de la cámara de repre-
sentantes, y había tenido ocasión de apreciar en él un espí-
ritu recto poco sujeto a las inspiraciones de espíritu de
partido y a la intolerancia y fanatismo tan común en los
hombres que siguen la profesión eclesiástica. Sabía que sus
relaciones de amistad con mi amigo el doctor Pedro Anto-
nio Restrepo eran íntimas, y por medio de éste busqué la
conferencia en los días de vacación de la semana santa.
En efecto,· el sábado Santo o el domingo de pascua
pretextando un paseo a los pueblos del valle de Medellín
(Belén, Itagüí, Estrella y Envigado) salimos varios amigos, y
en Itagüí nos deslizamos secretamente el doctor Restrepo y
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yo hacia una casa que tenía un cuarto muy escondido. En é
encontré al doctor Montoya y a catorce o diez y seis sacer
dotes de la vecindad, citados por él. Hacía algunos me
que vivían escondidos huyendo del juramento de sumisión
los decretos de desamortización y tuición d~ctados por e
general Mosquera, y a las penas de prisión, confinamiento
destierro con que se les amenazaba. Para mejor disfrazar
habían dejado crecer su barba y bigotes, de su.e rte que n
pude reprimir una sonrisa a la vista de esos extraños visajes:
parecía la reunión un concilio de la edad media formad
por obispos y abades militares de esos tiempos semibár
baros.
La conversación, aunque al principio algún tanto des
confiada y aún seca por parte de los eclesiásticos, cedi'
después al ejemplo del doctor Montoya y al fin quedamo
convenidos en los puntos siguientes:
lo. En que no tendrían inconveniente en prestar un
juramento general de obediencia a la constitución, leyes y
órdenes de las autoridades civiles, mas no en la forma humi-
llante en que lo prescribían los decretos sobre tuición, sino
como obligación general de todo ciudadano.
2o. En que así lo manifestarían por medio de una re-
presentación al cuerpo constituyente, firmado por el mayor
número posible de sacerdotes de la diócesis. (Rogado por
ellos para que yo mismo redactase esa representación, así lo
hice en el momento y fue aceptada sin modificación).
3o. En que obtenida de la convención una ley que
consagrase los términos convenidos del juramento, inmedia-
tamente volverían a sus parroquias, abrirían las iglesias y
continuarían en la administración del culto católico, predi-
carían la paz y la concordia entre hermanos, aun cuando los
sacerdotes de otras diócesis rehusasen someterse.
Por mi parte contraje a nombre de mis amigos, cuyas
opiniones conocía, los compromisos siguientes:
lo. Que trabajaríamos decididamente porque la amnis-
tía comprendiese a los prelados sometidos a confinamiento.
2o. Que asimismo procuraríamos obtener que las mon-
jas exclaustradas, si no se pudiese volverlas a sus conventos,
recibiesen auxilios que les permitiesen vivir con ~gún des-
ahogo.
La representación de que arriba se habla, firmada por
cerca de treinta sacerdotes, fue enviada inmediatamente a
Rionegro con un posta, pero por desgracia cayó en manos

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de uno de los destacamentos que el general Mosquera man-
tenía en todos los caminos, y este con conocimiento ya de
las disposiciones del clero de Antioquia, dio a sus exigencias
términos mucho más humillantes y por consiguiente del
todo inaceptables. Esa representación no fue, pues, conoci-
da entonces por los convencionistas; mas al cuarto o quinto
día parte de los que la suscribían, que pudieron tener cono-
cimiento de la interceptación, la repitieron y enviaron con
más precauciones, de suerte que al fin llegó y me parece que
fue publicada en los Anales de la Convención.
Al propio tiempo que el proyecto así convenido, el Dr.
Camilo A. Echeverri, aunque formaba casi siempre en nues-
tras filas, redactó otro y rehusó adherirse al de la Comisión
de Negocios Eclesiásticos; de suerte que la discusión debía
recaer sobre éste, sobre el del señor Echev~rri y sobre el del
general Mosquera, habiéndonos ofrecido la comisión de la
mesa que no se les pondría al orden del día hasta que no
regresasen de Medellín dos diputados con cuyo voto contá-
amos. Estaban las cosas en esta situación, cuando fui aco-
metido un día de una indisposición que me imposibilitaba
ara concurrir a la sesión diaria. Un amigo del general Mos-
quera vino a verme, y permaneció conmigo hasta que a las
ocho de la noche se convenció de que yo no podía asistir a
la sesión nocturna. Con este aviso, no recuerdo si el doctor
Rojas Garrido o el doctor Ancízar, propuso alteración del
orden del día para considerar el informe de la comisión y
os proyectos sobre asuntos eclesiásticos. Leíd<:> el informe,
ausente su autor y sin más discusión que un vehemente
discurso del doctor Rojas Garrido el proyecto se negó por
empate. -
Difícil era la posición de los diputados independientes.
La abolición del patronato había inspirado a algunos sacer-
dotes liberales la convicción de que su partido los abando-
naba a la autoridad, ahora omnipotente, de sus superiores
en la jerarquía, y esto había producido el efecto de que
separándose de la comunión liberal fuesen a engrosar las
filas ultramontanas; de lo cual eran ejemplo notable los
presbíteros Juan Nepomuceno Azuero y Pascual Afanador.
A la influencia del clero en el sufragio universal por primera
vez ensayado en 1853 se atribuía la pérdida de las eleccio-
nes en ese año y en 1858. Las pretensiones de la curia
romana representada entre nosotros hasta 1861 por monse-
ñor Ledokonski, prelado altanero y dominador, se habían
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extremado durante la presidencia, que él juzgaba en un to-
do favorable a sus miras, del doctor Mariano Ospina. Y en
fin, la actitud del clero durante la lucha que acababa de
pasar había sido notoriamente hostil a la causa liberal, en
términos que en los ejércitos conservadores se contaban
siempre algunos sacerdotes, y uno de ellos, el doctor Rome-
ro, había ocupado el puesto de jefe de estado mayor en las
fuerzas que comandaba el general Canal en el norte de la
república. Deseaban, pues, muchos liberales reprimir los
excesos anticristianos del clero católico, y se sentían dis-
puestos a apoyar sin reserva las medidas violentas del gene-
ral Mosquera. .
Otros, sin embargo, comprendían que la arbitrariedad
es una arma que no puede reducirse a límites precisos, y
que la empleada contra una de las clases compuesta tambiéh
de colombianos, se extendería por un movimiento lógico a
todas las de la sociedad; que para sostener esas medidas se
requería un pueblo dispuesto ya a un cambio de sus creen-
cias, lo que suponiendo que existiera entre nosotros, condu-
ciría a un cisma y a una guerra de religión; que, en fin, la
prolongación de esa lucha sólo serviría para prolongar la
dominación inquieta y peligrosa que ya nos fatigaba, de un
caudillo militar. En esta disposición de ánimo nuestra reso-
lución era ofrecer tolerancia al clero, y reservarnos para
volver en mejores tiempos a la solución de 1853, que equi-
valía a la fórmula proclamada después por Cavour: "La
Iglesia libre en el Estado libre."
En la siguiente sesión nocturna continuó el debate con
el proyecto del general Mosquera. Combatido por mí fue
negado por una mayoría de cuatro o cinco votos solamente,
a pesar de que su tendencia era poner fuera de la ley a todos
los católicos. Esta aserción puede parecer exagerada; por
tanto creo conveniente reproducir textualmente dos artícu-
los de ese proyecto:
"Art. 3o~ Los colombianos que, desobedeciendo la ley,
pretendan de cualquier modo, directa o indirectamente,
oponerse a la autoridad suprema del país, reconociendo po-
testad y jurisdicción en los prelados del culto católico para
desobedecer las leyes del país son traidores y serán juzgados
y penados ... y sus bienes, rentas y haberes serán secuestra-
dos, etc."
"Art. 4o. Los colombianos que pretendan desobedecer
la presente ley de un modo directo o indirecto, sean varones

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o mujeres, no gozan de ninguna de las garantías que la
constitución o la ley reconocen ... y serán expulsados del
país, y sus propiedades destinadas a sostener la soberanía e
independencia nacionales." .
Parecería muy extraño que tales ideas hubiesen mereci-
do la aprobación de veinticinco personas, algunas de ellas
ilustradas, de profesiones pacíficas y opiniones que se de-
cían liberales; si después no hubiésemos visto en personajes
que se titulan defensores del orden, de la propiedad y de la
religión, no proposiciones, sino actos destinados a conculcar
completamente esas aspiraciones. El espíritu de partido es
en ocasiones un frenesí inexplicable, principalmente en los
pueblos de origen latino, y es singular que contra esa afec-
ción moral, peor que el cólera, la viruela o el tifus, no baya
tomado la humanidad precauciones de ninguna clase, en la
educación de las escuelas, en la predicación de las religiones,
en la sanción moral de los·pueblos civilizados, en las asocia-
ciones de la filantropía.
El proyecto del señor Echeverri fue también negado ca-
si sin discusión.
(Lo que falta en esa materia relativo a la cuestión ecle-
siástica se llenará cuando vea el código de leyes de 1863 y
los Anales de la Convención).

**
En el proyecto de constitución se repetía el deseo de
otras constituciones de ver reorganizada la antigua Colom-
bia, y se ordenaba al poder ejecutivo entablar con los go-
biernos de Venezuela y del Ecuador las negociaciones diplo-
máticas que el caso exigía. A este efecto fue excitada la
comisión de relaciones exteriores, a la que yo pertenecía,
para presentar un proyecto de instrucciones al representan-
te colombiano en Venezuela, que la convención quiso fuese
el señor general José Hilario López, veterano de la indepen-
dencia, que en los años de 1819 a 1824 había serv~do en las
campañas que tuvieron por teatro a ese país, principalmente
en el sitio y toma de Puerto Cabello.
Yo !le alimentado siempre con entusiasmo esa grande
aspiración. El mundo camina a la organización de grandes
nacionalidades, capaces de grandes esfuerzos para realizar el
progreso. Alemania forma hoy una nación sola de las tres-
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cientas·ochenta que la dividían ahora dos siglos. Inglaterra,
Francia, España, Italia, son el agregado de veinte o treinta
pequeñas monarquías en que cada cual estaba fraccionada y
que mantenían entre sí guerra intestina constante. El pode-
río de la confederación americana, del norte, con pretensio-
nes egoístas y dominadoras sobre sus hermanas del sur, exi-
ge un contrapeso en el centro de los dos continentes. Las
pretensiones europeas sobre el suelo de América, visibles en
las bocas del Orinoco, en la Costa de Mosquitos en las Gua-
yanas, imponen el deber de rechazarlas por medio de nacio-
nes capaces de hacerse respetar: la confederación centro-
americana, al sur de Méjico, la confederación colombiana
desde el Golfo Dulce hasta el Amazonas. En los territorios
orientales, en el vasto tejido fluvial del Orinoco y el Amazo-
nas, al través de llanuras inmensas, no caben límites ni adua-
nas. Hay uniformidad de raza, de lengua, de tradiciones, de
industria, de jurisprudencia, de recuerdos, de dolores y de
triunfos comunes, que hacen natural y aun fácil la unión.
La pequeñez de una nación permite las ambiciones de hom-
bres de poca talla intelectual y moral, y hace posibles las
codicias y la altanería de naciones poderosas en su trato con
nosotros. Los vínculos que nos unieron en el acto solemne
de nuestra independencia son sagrados, y el decoro nacional
exige que sean mantenidos y cultivados con respeto y
afecto.
Las instrucciones para el plenipotenciario a Venezuela
fueron preparadas y aprobadas por la convención. Ellas te-
' nían por base: la negociación franca y libre con lQs gobier-
nos; la situación de paz perfecta en cada una de las frac-
ciones de la gran Colombia en el momento de revivir la
confederación; la ratificación popular del sentimiento de
unión, por medio del nombramiento de representantes de
cada una de las divisiones políticas de cada nación que en
asamblea de plenipotenciarios o en congreso rectificase
aquélla y adoptase las bases orgánicas de la nueva nacionali-
dad. En todas estas disposiciones se buscaba garantía de que
el grande movimiento que se deseaba no diese ocasión a una
liga de caudillos o a una guerra entt:e los tres países. Vene-
zuela se encontraba aún en guerra civil y se consideró opor-
tuno investigar si la reorganización de Colombia podía pre-
sentarse a los beligerantes como un medio de hacer la paz:
en ~te sentid~ se dieron instrucciones al general López.
Estas disposiciones f"!eron frustradas por la falta de

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cto del general Mosquera. En lugar de aquel enviado res-
petable, a la clausura de las sesiones de la Convención, desig-
nó para esa misión al señor Antonio Leocadio Guzmán,
sujeto íntimamente mezclado en los disturbios de su país,
muy odiado en uno de los partidos, y sin grande ni talvez
pequeña influencia en el otro. Cómo fue conducida la nego-
ciación se ignora: el señor Guzmán recibió s-us sueldos y
viáticos como ministro plenipotenciario y no volvió nunca a
este país. El gobierno tampoco dio publicidad a sus infor-
mes. A la vez el general Mosquera se dirigió con un ejército
a la frontera del Ecuador con el objeto bien pronunciado de
obtener la incorporación de su país de grado o por fuerza
en la nacionalidad colombiana, y las preparaciones, de que
con tal objeto se rodeó, fueron de tal naturaleza que susci-
taron oposición unánime en el Ecuador y muy grande en
este país, como adelante referiré. Ellas dieron por resultado
una guerra con ese país débil y el abandono total de la
grande idea.

**
Entre las discusiones notables de la convención merece
notarse la relativa al artículo 91 de la Ley constitucional,
por el cual fue incorporado el derecho de gentes en la legis-
lación interior del país.
Forzoso es decirlo. El concepto que, aun entre no po-
cas personas ilustradas del país se tenía de la autoridad del
derecho de gentes, era muy vago. Bastará citar a este respec-
to tres ejemplos. En 1842, el magistrado del tribunal de
Cundinamarca, doctor José María de Latorre Uribe, ante
quien pendía una causa contra un número considerable de
prisioneros hechos en el combate de La Culebrera, condena-
dos a muerte en primera instancia, había declarado que
como a pris' oneros en guerra civil no podía imponérseles
esa ni ninguna otra pena, y que apenas había derecho para
privarlos de su libertad hasta la cesación de la guerra. Esa
sentencia fue recibida con escándalo: el juez que la dictó,
acusado por la cámara de representantes ante la del senado,
fue depuesto de su empleo y sentenciado a tres o más años
de presidio, que sufrió efectivamente.
En 1844, con motivo de elecciones, muy disputadas en
el cantón de La Plata, provincia de Neiva, llamó la atención
entre los partidarios de la candidatura del general Borrero,

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o adoptada entonces por el partido liberal, un señor Simón
Silva, que en calidad de capitán había servido a las órdenes
del caudillo Ibito, de los indígenas de Tierradentro. Este
caudillo semisalvaje, y aunque inteligente y valeroso, cruel,
había mandado fusilar a un alcalde del gobierno legítimo,
prisionero suyo. ¡El jefe de la escolta que dio cumplimiento
a esta orden ~abía sido el capitán Silva! La insurrección de
Ibito sólo había podido terminar por una capitulación for-
mal celebrada con el entonces coronel Joaquín Acosta y
aprobada por el poder ejecutivo, en la cual se concedía
amnistía a ese caudillo indígena y a todos los que habían
servido a sus órdenes, por lo!? hechos ejecutados durante la o

guerra, fuesen los que fuesen, y en cumplimiento de ella,


Silva había obtenido un salvoconducto. A pesar de este
documento el espíritu de bandería hizo que se le juzgase
por asesinato, y que en primera instancia fuese condenado a
muerte. Ocasionalmente, y quizás por no fallar en esta cau-
sa y otras dos de mucha gravedad que en tonces cursaban en
el tribunal, los magistrados en propiedad se habían excusa-
do o pedido licencia, y el doctor Salvador Camacho, mi
padre, había sido nombrado en interinidad. Sentando él la
misma teoría del doctor Latorre Uribe, mas la circuns-
tancia de la capitulación y amnistía, absolvió al procesado.
El presidente, general Mosquera, y su secretario de lo inte-
rior, el doctor José Ignacio de Márquez, mandaron inmedia-
tamente acusar ante la Corte Suprema al magistrado que
tales doctrinas había aplicado. Afortunadamente, los tiem-
pos no eran los mismos: 1a Suprema Corte, entonces com-
puesta de los doctores Diego Fernando Gómez, Rufino
Cuervo y Manuel Antonio del Cantillo, si bien admitió la
acusación, en sentencia definitiva de las dos instancias con-
firmó la doctrina acusada y absolvió a mi padre.
Cursaba yo entonces derecho de gentes en la Universi-
dad Nacional, y aunque muchacho de diez y ocho años
solamente, resolví ser el defensor de mi padre, que en esos
días se había ausentado a Venezuela a hacer un cobro de
alguna consideración. Tuve el honor de alegar en estrados
contra el fiscal de la nación, y el de que en las dos senten-
cias se hiciese mención con elogio de los argumentos del
defensor. Este fue e\ primer acto de lo que no merece lla-
marse, ni yo nunca he considerado, mi carrera pública.
Durante la guerra civil de 18SO a 1863, el gobierno se
había rehusado a todo pacto con los revolucionarios, ale-

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gando que las leyes no lo facultaban para negociaciones,
sino para restablecer el orden y castigar a los rebeldes. La
esponsión de Manizales no fue aprobada por esta creencia, y
la guerra se prolongó por dos años, dando por resultado la
derrota del partido que hubiera quedado vencedor si esa
capitulación hubiese sido aprobada.
Los estudios de derecho internacional habían sido defi-
cientes en nuestros colegios, nuestras relaciones con países
extranjeros y con ciudadanos de estos países, ningunas du-
rante la Colonia, habían sido muy pocas después de la Inde-
pendencia, y nuestros funcionarios públicos y jueces tenían,
en lo general, la idea de que en nuestro país sólo las leyes
patrias y los actos pasados conforme a nuestra legislación
tenían valor. En consecuencia de esta observación de nues-
tras costumbres e ideas anuncié en la convención que iba a
introducir un artículo que constitucionalmente reconociese
la vig,encia del derecho de gentes como parte de nuestra
legislación. Entonces se me acercó el general Mosquera ma-
nifestándome que estaba de acuerdo en la necesidad del
artículo, y deseaba asociar su nombre al mío en la proposi-
ción. Habiéndole mostrado yo la redacción que tenía prepa-
rada me pidió que le permitiese presentar una más especifi-
cada en sus términos para que quedase constancia de la
manera como él entendía la influencia del derecho de gen-
tes en materias de guerra, a lo cual accedí gustoso, mani-
festándole que yo me reservaba introducir como modifica-
ción el artículo que tenía redactado, en el cual daba más
extensión a la teoría que teníamos en mira.
La redacción del general Mosquera decía así:
"Los Estados Unidos de Colombia no reconocen deli-
tos políticos, sino errores, en cuanto no haya hechos crimi-
nosos por violación de las garantías individuales.
"Cuando los habitantes de un Estado estén en pugna
por disensiones domésticas, y se organicen fuerzas para diri-
mir las competencias en materia de gobierno, se reconoce el
estado de guerra civil, y los beligerantes tienen el deber de
respetar el derecho de la guerra y hacerla conforme a los
principios reconocidos entre los pueblos civilizados. No es
permitido hacer la guerra a muerte, envenenar ni asesinar a
los enemigos, matar a los prisioneros, incendiar edificios y
los campos, ni violar las mujeres, nj entregar a saco las
propiedades. Los que cometan tales excesos se hacen reos

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de delito común, y son justiciables conforme a las leyes de
la guerra.
"Las personas neutrales en la contienda, los niños, las
mujeres y los ancianos, son inmunes como los extranjeros, y
el ataque a sus personas es un hecho punible por las leyes de
la guerra.
"Habrá canje de prisioneros y los heraldos serán respe-
tados. Habrá derecho de suspensión de hostilidades, armis-
ticios y convenios para restablecer la paz.
"Los partidos que violen estos principios se colocan
bajo las leyes de la guerra, del talión y de represalia; pero
nunca se podrá tomar tales medidas contra los deudos, co-
partidados ni amigos políticos o personales de los ofenso-
res, sin hacerse culpables de delito los que tales medidas
adopten.
"Los colombianos que infrinjan estos principios serán
juzgados como enemigos de la humanidad y no serán consi-
derados sus hechos como errores políticos.
"No se puede hacer más mal al enemigo que el que
reconoce el derecho de guerra para obligar a hacer la paz.
"No se pueden dar letras de marca o corso a buques
extranjeros, y tales buques armados por algún partido polí-
tico serán tenidos como piratas.
"El Poder Ejecutivo Nacional nombrará una comisión
de jurisconsultos y estadistas hasta de cinco individuos para
que trabajen un tratado de derecho natural y de gentes y
del derecho de la guerra, para que sirva como texto y doc-
trina en los Estados Unidos de Colombia y por él se resuel-
van los juicios de equidad que puedan ocurrir y cuyo proce-
dimiento y fallo corresponde a la Corte Suprema."
Mi redacción es la que se enct.Ientra en el artículo 91 de
la constitución de Rionegro, con tres variaciones insustan-
ciales. La primera, reemplazar la palabra legislación "inte-
rior" con la de legislaéión "nacional", lo que parecía querer
excluír el derecho internacional privado, cuyas disposicio-
nes se refieren principalmente a la legislación civil, materia
de la competencia de los estados. La segunda, suprimir la
vigencia de esas costumbres humanitarias en las guerras de
rebelión. La tercera, quitar lo relativo a la redacción de un
código de leyes de la guerra, código que, con grande aplauso
de la opinión civilizada en todo el mundo, acababa de pro-
mulgarse en los Estados Unidos del No rte.
La idea fue recibida con sorpresa, y con sorpresa mía,

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aunque fue aprobada, hicieron constar su voto negativo a
mi proposición los. señores Zaldúa, Ferro y Lleras, entre
otros, a quienes pareció extraño o peligroso que Colombia
perteneciese al número de naciones civilizadas que aceptan
y practican las mitigaciones introducidas en el trato inter-
nacional, sobre todo en materia de guerra.
Más extraño es todavía la aplicación que se quiso dar, y
la que se ha dado, a esta disposición constitucional. El gene-
ral Mosquera y sus partidarios sostenían la teoría de que,
por el hecho de estallar la guerra civil o una internacional en
Colombia, cesaba el vigor de la constitución y de las leyes y
entraba en su lugar el reinado del derecho de gentes, supo-
niendo que este derecho es el de la fuerza y la arbitrariedad
en los que tienen medios de emplearla, es decir, en los jefes
militares. Combatida esta interpretación por la prensa, se ha
podido observar que ella goza de simpatías secretas por los
poderes débiles, en quienes existe la creencia de que sólo la
arbitrariedad es fuerza, y para quienes toda restricción, toda
ley, es un obstáculo. ·
Más aún: en el régimen actual llamado Regeneración se
ha establecido el principio de que el Poder Ejecutivo puede
declarar en estado de sitio a toda la república o parte de
ella, con solo el consentimiento del consejo de ministros
nombrados y amovibles libremente por él. Este retroceso
enorme en las ideas de seguridad y libertad personal procla-
madas por los fundadores de la independencia; este espíritu
de odio y de persecución a los disidentes de las opiniones
políticas dominante en el grupo adueñado del poder pú-
blico son, en mi concepto, un fenómeno de atavismo, una
vuelta al espíritu de nuestros abuelos coloniales, y un sínto-
ma de que nuestras instituciones libres y f~antrópicas, llega-
das a su apogeo en la constitución de Rionegro, superaban
considerablemente al estado de civilización de nuestras ma-
sas gobernantes.
¿Se dirá, sin embargo que esta disparidad justifica el
movimiento retrógrado efectuado en 1880 para acá? No lo
pienso así. Precisamente la organización de las sociedades
políticas tiene por objeto establecer en las relaciones huma-
nas un grado de moralidad más alto que el de los sentimien-
tos individuales. Si las instituciones debiesen ponerse al ni-
vel de los instintos bárbaros de pueblos atrasados, el efecto
de ellas sería mantener la barbarie o hacerla más feroz aún.

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Las misiones cristianas que todos los días son enviadas a las
tribus caníbales del Africa ¿serían pues un contrasentido
desmoralizador? Pues esas misiones, animadas únicamente
por el espíritu del evangelio cristiano, distan todavía inmen-
samente más de las pasiones coléricas y egoístas reinantes
en esas regiones, que las garantías constitucionales de los
pueblos más libres.
Lo raro, lo extraño entre· nosotros es la simpatía nota-
ble del clero católico por esas ideas de represión tiránica,
con preferencia a las teorías de suavidad y dulzura, califica-
das de anarquismo y de demagogia, de los partidarios de un
régimen liberal. Lo que prueba que las religiones también
son susceptibles de descender de sus altas regiones de cari-
dad y benevolencia a recibir el contagio de la barbarie am-
biente. Por lo demás, :-lo creo sinceramente,- esa excur-
sión hacia un pasado muy distante ya, será pasajera y dejará
un recuerdo más de la necesidad de insistir en las tradicio-
nes de nuestros próceres en la obra empezada en 1810.
Otro de los puntos constitucionales que al fin quedó
sin solución fue el del establecimiento de una capital federal
independiente de la jurisdicción del gobierno de los estados.
El proyecto de constitución determinaba la residencia de
los altos poderes federales en la ciudad de Bogotá, con un
territorio de una legua de radio; pero dándole al propio
tiempo representación en la cámara de diputados y derecho
a darse una organización municipal propia bajo la inspec-
ción y la dependencia del congreso. Prevaleciendo la opi-
nión de que sólo los estados debían tener participación en
las deliberaciones del congreso, la representación del distri-
to federal fue negada, y esto indujo a los diputados de
Cundinamarca, para no ver rebajada considerablemente la
influencia del estado en el gobierno federal, a negar la des-
membración de la · ciudad .y la campiña de Bogotá para
erigirla en capital federal.
Este fue otro de los puntos atacables de la constitución
expedida. Los poderes federales necesitan vivir en casa pro-
pia para atender a su seguridad, para garantizar la del cuer-
po diplomático, para no tener colisiones con las autoridades
locales: pero tampoco puede mantenerse sin participación
directa en los consejos nacionales la población más consi-
derable, más rica y más inteligente de toda la nación.
Este vacío fue n~tado en breve y era, con el de la

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duración del período del ejecutivo federal, uno de los pun-
tos de reforma en que parecían acordes los dos partidos.
. Al llegar al artículo final, destinado a definir los modos
de reformar el pacto constitucional, surgió inesperadamente
una dificultad, y una falta a la que no poca parte debe
atribuírse en la reacción violenta experimentada· de 1880
para acá.
El general Mosquera deseoso, -no se sabe si de dar
larga duración a una estructura a que él había dado origen
con la insurrección del 8 de mayo, o si por el pensamiento
maquiavélico de que la dificultad para reformar hiciese ne-
cesario y aun aceptable un golpe de estado u otra insurrec-
ción- propuso términos para la reforma casi imposibles de
realizar. En vano se luchó por impedir el paso a esa valla
funesta: el deseo de hacer perdurable lo que por su natura-
leza tiene que ser efímero en las obras humanas es una de
las ilusiones nacidas de la propia debilidad de nuestra espe-
cie, esa aspiración a dar la duración de los siglos a una
constitución expedida en medio de circunstancias tan difí-
ciles, con el pensamiento de reformarla en breve cuando
cambiase la situación de los partidos y desapareciese el pe-
ligro que la existencia de un caudillo voluntarioso creaba
para las libertades públicas, esa aspiración, digo, dominó los
ánimos y en la aprobación del artículo 92, creó el germen
de futuros escándalos.
En ese artículo se exigió para la reforma:
lo. Que sea solicitada por la mayoría de las legislaturas
de los estados;
2o. Que sea discutida y aprobada en ambas cámaras,
conforme lo establecido pára la expedición de las leyes, y
3o. Que sea ratificada por el voto unánime del senado
de plenipotenciarios, teniendo un voto cada estado. ·
También puede ser reformada por una convención con-
vocada por el congreso, a solicitud' de la totalidad de las
legislaturas de los estados, y compuesta de igual múmero de
diputados por cada estado (1).
La constitución de 8 de mayo, firmada a los tres años
de dado por el general Mosquera el grito de insurrección

(1) Hay aquí un vacío en el original. Nota de los editores.

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contra el gobierno conservador del señor Mariano Ospina,
adolecía de defectos graves, nacidos· en primer lugar, de la
ausencia de opiniones oonservadoras en la corporación que
la dictó; en segundo lugar, de la presencia en ella de lin
caudillo vencedor, ambicioso, sin escrúpulos, fue causa de
una lucha llena de desconfianzas, pasión y temores. Con
todo, ella contenía disposiciones en extremo útiles para ·
proteger las libertades del ciudadano, mantener el equilibrio
de los poderes públicos y contener los abusos de una u otra
de las dos entidades entre quienes pueden surgir disputas de
supremacía en el sist~ma federal: la nación y los estados. En
ninguno de los diez actos de esta especie expedidos desde
1810 se encontraban tan generosamente concedidos ni con
más amplitud especificadas las promesas de protección al
hombre por los poderes públicos, llamadas también las ga-
rantías individuales. El derecho reconocido en los dos ter-
cios de las asambleas de los estados para anular las leyes del
congreso y los decretos del Poder Ejecutivo nacional, y la
atribución de la Corte Suprema para suspender y del senado
para revocar los actos de las asambleas de los estados con-
trarios a la constitución nacional, eran un freno saludable al
desbordamiento de los congresos y la arbitrariedad del eje-
cutivo aun cuando de esa facultad no se hiciese uso frecuen-
~· La Corte Suprema federal tenía atribuciones sumamente
importantes para decidir las controversias de jurisdicción
entre los estados y la nación y entre los estados entre sí. La
prohibición al Poder Ejecutivo para hacer guerra a los esta-
dos sin autorizaciones expresas del congreso, era, a mis ojos,
una disposición sabia para asegurar la paz interior.
Las acusaciones de la prensa conservadora contra ella,
en ocasiones procedían de la intemperancia, a veces del
descuido de los encargados de cumplirla, y en cuanto al
cargo grave de no precaver a la nación de los desórdenes
revolucionarios, es raro que lo deduzcan los mismos autores
de la casi totalidad de los trastornos del orden ocurridos en
los veintidós años de su vigencia.
El sistema nuevo de la federación antes de encontrar
solidez en sus cimientos por la organización estable de los
estados necesariamente debería estar expuesto a la debili-
dad de todos los seres en la infancia. Adem~, después de
una sacudida tan recia como la de 1860 a 1863, debían
quedar ,falsas muchas estructuras, ocasionadas a derrumba-
miento~ después. No debe perderse de vista que del seno del

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partido conservador mismo partió la chispa autora del in-
cendio, pues el general Mosquera había pertenecido siempre
a esas filas desde 1822, y sin él, a pesar de todo, no hubiera
habido guerra en 1860. La especie humana no ha ~legado
aún al grado de evolución necésaria para que las institucio-
nes y no los hombres sean los responsables de la buena
marcha de las sociedades. El general Mosquera fue un ele-
mento perturbador en esos tiempos con el cual ninguna
constitución hubiera dado por resultado el afianzamiento
de la paz pública.

Antes de disolverse la convención hubo ésta de ocupar-


se de dos asuntos graves. La expedición de la ley de presu-
puestos, en la que se concentran todas las cuestiones de
administración pública y es por decirlo así, el punto de
partida que denota la regularidad o el desorden en la mar-
cha de un país, y los proyectos de grandes y numerosas
mejoras materiales que servirán de motivo o de pretexto a la
autorización para grandes empréstitos en el exterior, presen-
tados por el mismo general Mosquera.
La primera pasó sin dificultad, haciéndose en la parte
de contracréditos economías de mucha consideración: ani-
mada como estaba la mayoría del deseo de ayu(lar a la·
organización de un gobierno modesto, económico y ordena-
do. El pie de fuerza permanente en tiempo de paz se redujo
a 1.716 hombres; el de los tiempos de perturbación interior
a 8.200; no hubo aumento en los sueldos; sólo fueron auto-
rizadas dos legaciones en América y una en Europa; no se
pensó en esos momentos en acometer obras de progreso
material costosas e imposibles en tiempo de penuria. Dígase
lo que se quiera, la federación es una forma de gobierno
económica.
La segunda si dio motivo a discusiones serias. El autor
de esos proyectos pensaba deslumbrar a las diputaciones de
los estados ofreciéndol~ ferrocarriles de Bogotá a Medellín
y del Socorro al Magdalena, dique de Cartagena, canaliza-
ción de los caños de la Ciénaga de Santa Marta, etc., pero lo
importante para él era la autorización para contratar em-
préstitos en el extranjero.
Sin embargo estos grandes proyectos cedieron el paso a
otro más modesto, realizable (aunque los hechos no han
correspondido a esa expectativa) y de importancia nacional.
Bañada por dos grandes mares, el interior de Colombia no
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había tenido acceso al Pacífico sino por el río Dagua, to-
rrente impetuoso cuya navegación había sido descrita con
exactitud por un viajero con la frase célebre de que en ella:
"cada boga era un santo y cada palancazo un milagro." Ese
mar, sin embargo, estaba llamado a estrechar nuestras rela-
ciones con el Ecuador, el Pero, Chile y la costa occidental
de Centro América, Méjico y California. En el desarrollo
futuro del mundo por ahí debíamos también gozar de rela-
ciones importantes con la China, el Japón, Polinesia, y aun
la India oriental y Australia. Abrir camino a ese mar sería
iniciar la época, más o menos distante, en que la afortunada
situación geográfica de nuestro país empezaría a llamar la
atención del mundo comercial y a levantar la mente de
nuestros conciudadanos de las estrechas rencillas en que se
agita hoy, al pensamiento de grandeza futura de nuestra
patria.
Además, el Cauca era la sección que más había sufrido
en la guerra civil, la que quizá había concurrido con más
sangre de sus hijos y destrucción de su riqueza, a lo que se
creía podría ser revolución generosa, origen de pensamien-
tos de progreso y de desprendimiento de antiguas preocupa-
ciones. Era justo ofrecer una compensación de mejora y de
esperanzas a esa región, en que el espíritu ardiente de sus
pobladores podía hacer temer serios trastornos si no se le
daba ocupación a sus brazos y expectativa de mejora a su
mente.
En este pensamiento trabajé yo un proyecto de ley
autorizando la contratación de un empréstito de un millón
de pesos en el exterior, con aplicación de fondos suficientes
(10 por 100 de la renta de salinas) para pagar intereses y
amortizar paulatinamente el capital. A este proyecto solici-
té la firma y el concurso del general Julián Trujillo, diputa-
do por el Cauca , y el amigo del general Mosquera que en la
convención gozaba de más respeto y simpatías. En compa-
ñía, pues, de este distinguido representante presentamos el
proyecto, expresando que para tener seguridad de obtener
el empréstito de que dependía la construcción del camino
carretero, no se podía_ pensar por lo pronto en otros com-
promisos ni en otras empresas. El general Mosquera, teme-
roso de perder popularidad en el Cauca, que por decirlo así
era su base de operaciones, no se atrevió a insistir en sus
más vastos programas, los cuales dejó para mejores tiempos.
Con estos trabajos llegó a su término la convención de

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Rionegro, después de cien días de sesiones bien empleadas.
Fue una lucha constante entre el principio autoritario y
dictatorial encarnado en el general Mosquera y el principio
de resistencia a la arbitrariedad. Si se considera que este
personaje, por los orígenes aristocráticos de su familia; por
la escuela voluntariosa y despótica del general Bolívar, en
que recibió su primera iniciación a la carrera pública; el
encumbramiento de toda su familia durante cerca de cua-
renta años; el prestigio militar adquirido con sus victorias en
1841, 1853 y 1860 a 1862; sus talentos que descollaban a
bastante altura entre los hombres de su tiempo; su instruc-
ción muy extendida, si bien poco profunda; su carácter
enérgico y audaz, y sobre todo su ambición a ser el conti-
. nuador de los planes y de la figura del general Bolívar -si
en todo esto se recapacita- se comprenderá la energía de
oposición desplegada por el último resto del grupo de gól-
gotas aparecido en 1850 y cuya existencia acabó en 1872.
No inició cosas notables. La constitución, con poca
diferencia, es la misma aprobada en 1858, cuando tenía
mayoría de tres quintas partes en los congresos de este año
y el que le precedió , el partido conservador. Sus leyes con-
firmatorias de los decretos de desamortización y supresión
de conventos, expedidos dos años antes, no son obra suya.
El movimiento en favor de la reconstitución de la Gran
Colombia se había hecho sentir en todas las ocasiones nota-
bles de nuestra vida: en 1832, 1855, 1858, demostrando
que esa es u_na aspiración permanente en el corazón grana-
dino.
Los dos puntos importantes que ocuparon su mente
fueron la consagración más extensa de las garantías indivi-
duales, y la iniciación de la tarea de abrir salidas hacia el
mar Pacífico. El fomento de la educación primaria llamó su
atención, más no con carácter de progreso esencial adquiri-
do en 1870, sino en participación con la autoridad de los
estados. Los timbres de este cuerpo constituyente se •• : su
enérgica lucha contra la dictadura militar, que parecía inmi-
nente después de tres años de guerra civil, su espíritu de
moderadón y templanza con el partido vencido , raro en
estas asambleas, surgidas de la guerra civil, y la prudencia
con que quiso alejar los motivos de perturbación religiosa
en el país.
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No dieron lugar las discusiones de la convención a gran-
des esfuerzos de elocuencia entre sus oradores, porque no
había lucha franca de principios opuestos. Todos los miem-
bros de ella se decían liberales, y aun cuando el general
Mosquera alimentaba propósitos poco favorables a la esen-
cia del liberalismo, tenía buen cuidado de ocultarlos. Los
que seguían sus tendencias no sostenían sus opiniones de un
modo abierto sino oon alguna disimulación. Los oradores
más notables que acompañaban a aquel eran los señores
José María Rojas Garrido, Ramón Gómez, Antonio Gonzá-
lez Carazo, Pascual Bravo (en el primer mes de las sesiones),
general Vicente Gutiérrez Piñeres y Antonio Leocadio Guz-
mán. En el lado opuesto figuraban los señores Camilo A.
Echeverri, Juan Crisóstomo Soto y Nicolás F. Villa; el doc-
tor José Araújo, los doctores Antonio Ferro y Pedro Cortés
Holguín, Francisco J. Zaldúa, Lorenzo María Lleras, Ma-
nuel Ancízar, Juan Agustín Uricoechea, Agustín Núñez,
Justo Arosemena, Aquileo Parra, Felipe Zapata y Foción
Soto; el general José Hilarlo López, el doctor Bernardo He-
rrera y el doctor Manuel Antonio Villoría. El general Eus-
torgio Salgar también tomaba alguna parte en las discu-
siones.
De toda esta lista sólo trataré de los principales:
El general Mosquera hablaba oon mucha frecuencia, to-
maba parte en todas las cuestiones importantes y a veces
pretendía levantarse a las regiones de la elocuencia; pero no
era afortunado en sus tentativas. Una herida en la cara en el
combate en Barbacoas, en 1823, le había causado imperfec-
ción notable en los órganos de la emisión de la voz, y pro-
ducía el efecto de que ésta fuese confusa y como en lucha
con el obstáculo de algún cuerpo sólido en la boca: carecía
de orden y de método en la exposición de sus ideas, y a las
veces gustaba de hablar sobre materias ajenas a sus estudios
y conocimientos, en las cuales eran poco felices sus ensayos.
Así, sus trabajos oratorios no producían gran efecto. Era,
sin embargo muy notable la extensión de sus lecturas y
causaba admiración ver que un hombre levantado en la ca-
rrera militar, sin preparación notable en su juventud, aco-
metiese disquisiciones sobre las materias más diversas, desde
la teología dogmática y la jurisprudencia moderna hasta la
agricultura, la economía política, la química, la ciencia
constitucional y aun la gramática misma. El fue, durante las
sesiones de la convención, el director verdadero y único de

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sus partidarios, a los cuales manejaba oon alguna dureza
cuando les entraba tentación de separarse de las miras a que
él caminaba. Esta conducta no se extendía al general Acos-
ta, quien con frecuencia estaba con la oposición, ni al gene-
ral Salgar que asimismo formaba en las filas de ésta en casi
todas las cuestiones graves.
El doctor Rojas Garrido era orador efectivo de las ban-
cas mosquerista&. Nacido en la provincia de Neiva por los
años de 1823 o 1824 en el seno de una familia pobre y
oscura, había recibido su primera educación en el colegio
que sostenía el convento de Santo Domingo en Bogotá:
establecimiento muy inferior en esos días, del cual pasó al
colegio de San Bartolomé en 1843 a seguir sus estudios de
jurisprudencia. Aquí se distinguió pronto por su aplicación,
su talento despejado y su consagración especial a las cues-
tiones forenses: pronto se incorporó en un cenáculo poético
compuesto por los jóvenes Gutiérrez González, los Pereiras
(Nicolás y Próspero, principalmente este último), Posada
(Joaquín Pablo) , Narváez (Juan) y algunos otros, en el cual
fueron olvidadas las nociones teológicas que traía del con-
vento y se lanzó en un camino de ideas políticas del todo
distintas. Quiere esto decir que allí adquirió las semillas de
las teorías de losgólgotas, que profesó hasta 1861: época en
que sus relaciones íntimas con el general Mosquera lo des-
viaron por otras sendas. Hizo su primer estreno como ora-
dor en 1851, en la cámara de representantes, de donde, por
servir a veces de un modo embarazoso para el gobierno a
causa de sus opiniones extremas, fue enviado a Venezuela
con el carácter de encargado de negocios. Debía llevar romo
secretario en esta misión al doctor Santiago Pérez, el cuál,
por compromisos sagrados de otro género, no pudo al fin
acompañarlo.
En este congreso de 1851 tuvo el honor de proponer la
ley que declaró absolutamente libre la expresión del pensa-
miento por medio de la imprenta, idea profesada por otros
escritores desde 1848, entre ellos por el doctor Ricardo
Vanegas, en La América; pero el doctor Rojas Garrido fue
el primero en presentarla de un modo práctico en el cuerpo
legislativo, y de sostenerla con gran talento en compañía del
doctor Manuel Murillo, quien en esta discusión se levantó
igualmente a grande altura como orador.
De Venezuela regresó el doctor Rojas Garrido en 1854
a tiempo que la dictadura del general Melo era combatida
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por los partidos liberal y conservador unidos; pero no tomó
servicio en ninguno de los dos bandos, acaso porque en sus
secretas simpatías no miraba la causa de la dictadura con
todo el horror que sus amigos profesábamos, y más bien fue
defensor privado del general Obando en el proceso que se le
seguía en el senado. En 1857 volvió a la cámara de represen-
tantes como diputado por la provincia de NeiY3 {!istin-
guiéndose por su elocuencia, principalmente en el debate a
que dio origen el proyecto de ley sobre abolición de la pena
de muerte. En esta ocasión nos decía el doctor Ricardo de
la Parra: "El discurso de Rojas Garrido sólo puede compa-
rarse a lo que sería la carga de un escuadrón de Tusos
Gutiérrez en una batalla." El partido conservador se libertó
de este poderoso adversario declarando nula, con cualquier
pretexto, su elección de representante y expulsándolo así
de la cámara.
Juzgo que el congreso de 1857 fue el teatro en que sus
triunfos oratorios llegaron .al cenit. En Rionegro había algo
de forzado en sus opiniones, algo que no era su convicción
propia la que se producía, algo que su conciencia no apro-
baba. Muy celebrado fue entre sus partidarios de entonces
el discurso que pronunció en la discusión sobre asuntos
eclesiásticos, en favor de las proposiciones violentas del ge-
neral Mosquera, discurso que yo no pude oír; pero fue pu-
blicado por la prensa y así pude verlo. Su composición es
ampulosa, sus argumentos de poco valor, sus vuelos orato-
rios un poco comunes y de mal gusto; pero la elocución o
parte exterior sí debió de ser magnífica, como lo era en las
grandes ocasiones la manera del orador. Era de estatura
mediana, cuerpo algo inclinado a la obesidad, voz argentina,
vibrante y agradable, expresión clara, concepción vigorosa y
lógica irresistible cuando defendía buenas causas y las soste-
nía con sincera convicción. A veces adornaba su peroración
con arranques poéticos no siempre muy felices, pero a pro-
pósito para herir la imaginación de un auditorio poco esco-
gido. Como orador forense, sus conocimientos en la juris-
prudencia española, vigente hasta 1860 ~ y sus facultades
naturales le daban un puesto casi sin rival; como tribuno
popular, su aplomo perfecto, afluencia torrentosa de pala-
bras apasionadas y voz resonante le creaban una reputación
superior; como orador parlamentario le faltaba algo de dis-
tinción en sus actitudes y expresiones coléricas. Sus con-
discípulos y amigos deplorábamos sinceramente que en vez

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de consagrar sus talentos y dotes singulares a la defensa de
la causa popular, de los oprimidos, de los débiles, hubiese
preferido la de los planes ambiciosos de un caudillo militar.
El doctor Ramón Gómez era el segundo ayudante del
general Mosquera en la guerra parlamentaria. El doctor Gó-
mez es más conocido como jefe y fundador del círculo
sapista y como abogado que como orador. En este último
carácter poseía cualidades indudables: audacia, afluencia de
palabras, cierta tendencia poética, poco parnasiana a la ver-
dad, pero que halagaba el gusto de las masas, y talento
indudable. En cambio, su aspecto justificaba el apodo de
sapo que traía desde el colegio, pues, era bajo de cuerpo,
rechoncho y . de ademanes poco distinguidos: su voz era
chillona en los tonos altos y la reputación adquirida en
asuntos eleccion.arios no daba autoridad a su palabra. Ha-
biendo pasado del grupo de los gólgotas al menos simpático
de defensor de los planes mosqueristas, no tenían sus pala-
bras el aura de simpatía entre sus oyentes que necesita -el
orador.
El señor Pascual Bravo era muy joven y aparecía por
primera vez en la arena política: fue m~y corta pero ruidosa
su carrera y merece por ello mención especial. Poco le cono-
cí, pues a pocos días de figurar en las bancas de la conven-
ción, el general Mosquera descubrió en él admirables cuali-
dades para secundarlo en sus propósitos: actividad, energía
y disposición complaciente para ejecutar sin vacilación las
órdenes y líneas de conducta que se le comunicasen; lo
cual, auxiliado por talentos poco comunes, era suficiente a
juicio de aquel caudillo para levantar a un joven desconoci-
do al puesto eminente de jefe federal del estado de Antio-
quia, puesto para el cual lo hizo designar en la asamblea.
Era bajo de cuerpo, cenceño, moreno de color, grandes ojos
muy expresivos, facciones regulares: silencioso y reservado
en su trato habitual, mirada triste como si presintiese su
próximo fm y en su carrera posterior dio pruebas de gran
valor personal y de decisión de carácter. Desgraciadamente
entró con demasiado fervor en las ideas y prácticas del gene-
ral Mosquera, persiguió implacablemente las ideas conserva-
doras sobre todo en materias religiosas, levantó en su contra
una reacción furiosa que dio por resultado movimientos
armados que en poco más de un mes pusieron al partido
conservador en posesión del estado: de suerte que perdió el
gobierno y junto con él la vida en el combate de Cascajo,

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cerca de Marinilla. Como orador no tuvo tiempo de hacerse
conocer bien. Tenía la primera timidez de los atletas en esta
arena, se encontraba delante de reputaciones ya formadas y
no tenía aún posesión del campo. Tenía, sin embargo, ex-
presión fácil, aire simpático y discreción en sus palabras.
Hubiera podido ser una figura distinguida en la política
colombiana.
El señor Antonio Leocadio Guzmán venía precedido de
una gran reputación de orador y escritor en Venezuela, su
patria nativa, en donde fue conocido durante el período
Guzmán Blanco, con el nombre de El ilustre Prócer: llegó a
Bogotá desterrado en 1860, durante la presidencia del señor
Mariano Ospina, en circunstancias poco propicias para la
fama de sus antiguos trabajos políticos y mucho menos para
sus actuales opiniones; permaneció callado y oscuro hasta el
18 de julio de 1861, pero a la entrada del general Mosquera
a Bogotá, inmediatamente se constituyó en público sostene-
dor de éste, a cuyo efecto fundó El Colombiano, periódico
ocupado en hacer alabanza de aquél y de todos sus actos,
fuesen los que fuesen. Ganóle poca respetabilidad esta con-
ducta, y cuando, elegido a la convención por el estado del
Cauca concurrió a Rionegro, le faltaba esa primera condi-
ción en el hombre público que quiere ejercer alguna influen-
cia 'en las deliberaciones. Pasaba ya de los sesenta y cinco
años, su estatura era elevada, sonora y clara su voz, fácil la
emisión de sus pensamientos y se <X.>nocía su costumbre de
hablar en público por sus actitudes desembarazadas y la
libertad de su frase culta y educada a las exigencias de una
asamblea numerosa. Parecía consagrado principalmente a la
idea de reconstitución de la Gran Colombia, a la cual se
mostraba muy adicto y en cuyo sostenimiento se empeña-
ba, decía, como representante de los pueblos de Venezuela,
si bien no volvió a ocuparse en ese asunto cuando regresó a
Caracas en el mismo año. Fuese porque no era muy conoce-
dor del movimiento de las ideas en Nueva Granada, o por-
que sus escasas relaciones con los miembros de la conven-
ción no le permitiesen animarse del calor suficiente para dar
amplitud a sus discursos, no dejó aquí la reputación de
estadista ni la de grande orador que siempre guardó en su
propio país.
El general Vicente Gutiérrez de Piñeres _descendiente
de una-familia distinguida de Cartagena, más notable aún
por la decisión con que toda ella se consagró a la causa de la

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independencia desde 1810, era un resto venerable de la
grande epopeya colombiana: escapado muy joven de Carta-
gena con gran parte de su familia en 1815, cuando los sitia-
dos resolvieron dejar sus hogares llenos de cadáveres y salir
a playas extranjeras en frágiles embarcaciones al través de la
escuadra española, había recibido en Los Cayos la protec-
ción generosa de Petión junto con Bolívar y otros ilustres
patriotas, ganado su divisa de teniente en Carabobo, lacha-
rretera de capitán en el campo de Ayacucho y participado,
ora vencedor, ya vencido, de todas las angustiosas peripecias
de 1825 a 1862. Pocas personas he conocido de tan agrada-
ble conversación, espiritual charla y amena sociabilidad.
Aunque inseparable amigo y defen59r de las ideas del gene-
ral Mosquera, en una ocasión se apartó de los propósitos de
su jefe de partido, cuando secundando éste un proyecto del
doctor Rafael Núñez sobre traslación de la capital de la
república a Panamá, sostuvo los derechos de Bogotá en un
discurso admirable.
"'Se nos propone, concluyó, que abandonemos los ho-
gares en que se ciernen todavía las almas de los fundadores
de la república, de las víctimas sacrificadas por la ferocidad
española en esa ciudad consagrada por tantos ilustres re·
cuerdos, pues yo contestaré lo que aquellos nobles indios
que, invitados por los conquistadores a abandonar sus anti-
guos lares a los nuevos amos de la tierra y emigrar a otras
regiones: "Iremos al cementerio y preguntaremos a los res-
tos de nuestros padres si quieren levantarse de sus tumbas y
seguirnos en esta nueva peregrinación, y si ellos levantaren
su losa y quisieren acompañarnos, entonces si podremos
prestarnos al destierro a que se nos invita."
Aunque cartagenero de nacimiento, era ya el general
Gutiérrez de Piñeres raizal bogotano por adopción.
Entre los sostenedores de los sanos principios de la
república, era el doctor Francisco Javier Zaldúa el más res-
petado por sus años, su saber y la austeridad de sus convic-
ciones y de su conducta privada. A él se le escogió como
presidente de la convención en sus dos primeros meses, co-
mo representante del carácter enteramente civil que debía
tener esta corporación y del espíritu moderado, legal y con-
ciliador que se quería dar a los actos de insurrección triun-
fante en la guerra civil de casi tres años. Por sus achaques y
las ocupaciones de su empleo no podía tomar y no tomó
parte frecuente en los debates, pero cuando lo hacía, sus
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palabras eran muy respetadas y oídas con mucha atención.
De procerosa estatura, facciones serias y acentuadas, no po-
co de magisterio en sus actitudes y sus frases, no eran largos
ni amenizados con expresiones poéticas sus discursos, pero
sí concluyentes y decisivos. Ya he presentado de este perso-
naje un corto boceto y tendré ocasión de volver a hablar de
él después.
El doctor Justo Arosemena, escogido para presidir la
convención en el último mes de sus sesiones, era oriundo de
Panamá y pertenecía a una familia notable por los talentos
de casi todos sus numerosos miembros. Aunque establecido
en Bogotá con un destino importante durante la primera
administración del general Mosquera (1845 a 1849), no sé si
la situación geográfica de Panamá en medio de dos grandes
mares y en contacto frecuente con las dos Américas, con
Europa y aún con Asia, o alguna inclinación particular de su
organismo, lo decidían a viajar constantemente a otros paí-
ses, de suerte que en su vida, de cerca de ochenta años,
puede asegurarse que no vivió treinta en su patria. Ya en el
Perú, ya en Chile, en los Estados Unidos, en Europa, unas
veces como agente diplomático , otras como simple viajero,
parecía descender de algún antecesor siempre desterrado ,
como el Dante, de sus hogares patrios, para quien la expa- .
triación convertida en costumbre, había llegado a ser una
necesidad. Nunca, sin embargo, perdía de vista a su patria,
pues en el extranjero vivía preparando proyectos importan-
tes para ella. En 1854 presentó a la cámara de representan-
tes el primer proyecto de código civil. El primer código de
comercio vigente en este país en reemplazo de las ordenan-
zas de Bilbao, es obra suya. En el estado de Panamá, del que
fue primer presidente en 1855 y 1856, presentó y logró la
adopción de los códigos que allí rigieron hasta 1886. El fue
el primer autor de las constituciones federales que desde
1855 hasta 1858 cambiaron al sistema federal la organiza-
ción unitaria de la república. Y si en mis informes no estoy
engañado, tuvo una parte importante en la ley sobre separa-
ción de la Iglesia y el estado y en la de matrimonio civil de
1853. Era un espíritu inquieto, amigo de las innovaciones, y
no de las reformas parciales sino de los cambios esenciales.
EJ primer paso a la federación entre nosotros fue el de la
erección del estado de Panamá, propuesto por él en las
sesiones del congreso de !bagué, durante la lucha contra la
dictadura de Melo, y aprobado definitivamente en 1855.

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Tal vez era Panamá la sección que menos condiciones reu-
nía en la república para entrar en ese camino, pues allí la
administración municipal había sido completamente nula
durante la colonia, y en la ciudad de Panamá, en donde el
régimen militar debió de ser riguroso mientras el tránsito de
los tesoros de Méjico y el Perú se hacía por los galeones que
venían todos los años a Portobelo, debió de quedar comple-
tamente abandonado, cuando, abierto el tráfico por el estre-
cho de Magallanes, la navegación tomó esa nueva ruta para
evitar el peligro de los bucaneros establecidos en las islas de
la vecindad de Jamaica y del golfo de Méjico. A pesar de
todo, el doctor Arosemena sostuvo con mucho calor la idea
federal, y a la verdad ella es la única que ha podido introdu'-
cir movimiento y costumbres de gobierno propio en esas
regiones lejanas y semiabandonadas ·de la administración
central. ·
Era el doctor Arosemena de estatura mediana, de fac-
ciones muy regulares y aspecto meditativo y sereno: habla-
ba lentamente al contrario de su sobrino el doctor Pablo,
tan popular en nuestros congresos; callado ordinariamente y
muy discreto en sus palabras. Su oratoria era razonadora,
fría, nunca apasionada. Su espíritu filosófico consideraba
siempre las cuestiones por lados nuevos, tranquilos. Nunca
se le conoció exaltación ni ap~ionamiento. Era un diputa-
do de mucha importancia d~ todas las corporaciones a que
perteneció: su filiación verdadera era la de los gólgotas, a
pesar de tener con el núcleo de éstos muy pocas relaciones
personales.
El doctor Lorenzo María Lleras era un veterano en la
política desde 1831: periodista ministerial durante la admi-
nistración del general Santander (1832 a 1837), oposicionis-
ta durante la del doctor Márquez, en 1845 fundó el célebre
establecimiento de educación conocido con el nombre de
Colegio del Espíritu Santo, sin disputa el mejor que se ha
visto en Bogotá, por las buenas condiciones del local, la
absoluta consagración del director, la abundancia de mate-
rial escolar y la feliz elec~ión de los diversos profesores. La
enseñanza de idiomas extranjeros era tan cabal como puede
desearse, sin que esa predilección perjudicase a la de otras .
materias. Quizá la educación literaria sobresalía entre todos
los ramos que allí se profesaban, tendencia o debilidad que
se ha notado en algunos colegios fundados después, como
los de los señores José Joaquín Ortiz, Ricardo Carrasquilla

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y otros. A pesar de la popularidad que adquiriÓ' su empresa
distó mucho de ser productiva para el empresario, y e
1853 la política volvió a atraerlo a su torbellino, en calid
de secretario de relaciones exteriores en la administració
del general Obando. Sabido es el fin inexplicable y desastra
do de esa presidencia, en cuyas ruinas cayó envuelto tam
bién el doctor Lleras. En 1861 vuelve a figurar como miem
bro del consejo de plenipotenciarios, en donde prestó servi
cío ya coadyuvando a las medidas importantes del períod
de dictadura que necesariamente siguió al triunfo de la revo
lución, ora haciendo oposición a los actos de violencia a que
tan propenso era el dictador. Elegido miembro de la con-
vención por el círculo que desde un principio y a favor de la
desorganización de esos días se había apoderado del régi-
men electoral, círculo que pretendió incluirlo en sus filas,
en Rionegro se mostró independiente de esas influencias.
Poseía un talento claro, pero más escritor que orador, no
sobresalió en ese palenque, en donde en pueblos nuevos
como el nuestro, se requiere más imaginación que juicio,
más pasión que verdad, para salir avante en la lid. No era
orador ciertamente, los hábitos literarios del escritor se con-
vertían en un freno que contenía el paso al orador, tenía
cierta tendencia a la declamación teatral, y las costumbres
del profesor daban algún carácter dogmático a sus palabras.
Era de mediana estatura, cabellera abundante, facciones re·
guiares, voz sonora y aspecto risueño algo inclinado a la
chanza jovial. Como creo haberlo dicho fue el autor del
artículo de la constitución que redujo a dos años el período
presidencial: modificación destinada a salvar los inconve-
nientes del período del general Mosquera que se veía venir,
pero que hizo accesible ese puesto elevado a ambiciones de
políticos de segundo orden, y aumentó las intrigas y agita-
ciones de las épocas eleccionarias. Fuera del general. Mos-
quera y del señor Antonio Leocadio Guzmán, era el diputa-
do de más edad en la convención. No llegaba a los 60 años;
pero en lo general los miembros de ésta no pasaban de los
40.
De este número era Camilo A. Echeverri, diputado an-
tioqueño de no más de treinta a treinta y dos años. Había
hecho sus primeros estudios con gran lucimiento en Bogotá,
completándolos después en Londres. Poseía los idiomas in-
glés y francés, bastante las matemáticas, la física, algo de
química y en materias políticas y sociales tenía conocimien-

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tos notables. Habíase distinguido, muy joven aún, en la
escuela republicana, en donde dió principio a su práctica en
la discusión de las asambleas. El ejercicio de la profesión de
abogado quedó reducido por él a la parte criminal delante
del jurado en donde hizo defensas ruidosas y desplegó gran-
des cualidades de lógica, conocimiento del corazon humano
y a las veces elocuencia verdadera. En Rionegro se incorpo-
ró en el círculo de la diputación de Santander, la que con el
doctor José Araújo, de Bolívar, el doctor Núñez, de Pana-
má (éste en los primeros días de las sesiones) y el autor de
estas líneas de Cundinamarca, formaban el núcleo de oposi-
ción a las ideas del general Mosquera. Allí pronunció algu-
nos discursos muy notables, por su fogosidad, espíritu filo-
sófico, argumentación vigorosa y verbosidad abundante.
Desgraciadamente tenía en su organización un ext--eso de
vitalidad (defecto algo común en la juventud antioqueña)
que lo arrastraba por caminos variados sin detenerlo en al-
guna ocuyación especial, lo que no daba seriedad suficiente
a su caracter. Era poeta, escritor, orador, jurista, filósofo,
ingeniero, y solía entregarse a la corriente de la vida bohe-
mia más de lo que consentía la situación del país y el pues-
to que ocupaba en la política. Pudo llegar a ser un hombre
de estado de primera fuerza, pero no lo permitió la laxitud
de sus costumbres. Tenía estatura regular, cuerpo bien con-
formado, fisonom ía espiritual que se prestaba a las manifes-
taciones más diversas, para lo que un ligero defecto en la
conformación de los ojos concurría más bien que servía de
obstáculo. Era calvo, de voz llena y de conversación muy
animada: gozaba de muchas simpatías; pero no inspiraba
respeto.
Aquileo Parra empezaba a ser conocido fuera del Esta-
do de Santander, en donde había principiado su carrera
política en 1854 combatiendo la dictadura de Melo. Nacido
(1825) en la pobreza y levantándose por esfuerzos propios
en compañía de sus hermanos, haciendo frecuentes viajes
desde Vélez hasta las ferias de Tacasuan, Magangué y Mom-
pós en el Estado de Bolívar por la vía del río Carare, enton-
ces más difícil que hoy y amenazada por los indios, logró al
fm echar las bases de .una pequeña fortuna que le dió inde-
pendencia y posición social. Su carácter amable y benévolo,
recto en sus procederes, firme en sus resoluciones y una
inteligencia clara en que presidía el buen sentido, llamaron
la' atención hacia él: De los puestos municipales fue levan-

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tándose sucesivamente hasta las bancas de la cámara de re
presentantes en las que tomó asiento en 1859. Conocílo
entonces por introducción de nuestro común amigo Vicente
·Herrera, quien ya tenía de él una idea elevada, e inspiró me
su presencia una estimación no desmentida en el curso de
ya casi cuarenta años. Sus modales sencillos, modestos y su
fiSOnomía compuesta de rasgos armónicos perfectamente
acentuados, revelaban lo que puede llamarse un hombre en
toda la extensión de la palabi:B. Frente alta, mirada fmne
sombreada por dos cejas bien arqueadas, ancho de hombros,
de brazos largos, mano nerviosa y pies bien asentados en el
suelo al caminar, revelan una persona que tuvo una fuerte
lucha por la vida y un organismo más formado a la acción
que al pensamiento contemplativo, a revelarse en los hechos
con preferencia a los discursos. Así, Parra no fue un orador
en Rionegro notable por la elegancia o la pasión de sus
dictámenes, pero sí por el aplomo y el buen juicio de sus
ideas.
Felipe Zapata es de naturaleza muy diversa. Pequeño
de cuerpo, de cabeza grande, en la que sobresalen dos ojos
notables por su prominencia, sencillo y casi descuidado en
su porte, lento en sus movimientos, todo revela en él al
pensador, al hombre estudioso pero no al hombre de ac-
ción. En efecto, Zapata es todo cerebro con poco músculo,
y si de él pueden esperarse elucubraciones completas, obras
intelectuales distinguidas, lo demás no entra en la jurisdic-
ción de sus posibilidades. Su talento es grande, no menos
grande su memoria pero es muy pequeña Ja tercera de las
potencias en su alma. Escribe con estilo ·sencillo, claro y
bien explicados todos los pormenores como cosas que com-
prende claramente; pero le gusta poco ha~lar, si bien cuan-
do lo hace, lo hace perfectamente. No tiene ambición algu-
na, lo que es muy sensible en un hombre que sería capaz de
muchas cosas: al contrario de los que no son capaces sino
de · muy pocas o ninguna, que todo lo ambicionan. Desde
1877 se ha retirado completam~nte de la rueda política en
la que hace falta su presencia.
Antonio Ferro, procedente de dos familias notables de
Boyacá, las de Ferro y Márquez, ambas pertenecientes a las
ideas conservadoras, había sentido la simpatía benévola de
las ideas liberales, profesado sus doctrinas y enroládose en
las filas del partido que las defiende. Sus talentos, buenos
estudios, conocimiento del francés y el inglés, fisonomía

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istinguida, alta estatura y modales cultos, le habían con-
uistado un puesto ~uperior entre sus compatriotas boya-
nses. El general Mosquera lo había nombra~o gobernador
e Boyacá, después del 18 de julio de 1861, empleo que
esempeñó con lucimiento durante algunos meses, pero en
1 cual no coincidieron sus ideas con las del jefe vencedor
ue ejercía la dictadura revolucionaria, por lo cual pronto
ubo de retirarse. En la Convención de Rionegro fue uno de
s adalides notables de la oposición al general Mosquera
r su energía y finneza. Había viajado por los Estados
nidos, presenciado en Washington las discusiones del con-
eso y formado su escuela oratoria en los modelos de aquel
aís; es decir, en una manera menos literaria y elegante que
de los países latinos, pero más consagrada a la elucidación
rena de las cuestiones, en una forma seca, algo difusa y
co inclinada al sen~imentalismo. Su admiración y simpa-
ía personal por el general Santos Gutiétrez lo llevó a sepa-
se del programa liberal que deseaba inaugurar una admi·
istración civil después de la guerra encarnizada de 1860 a
1863, y encabezó la fracción que presentaba la candidatura
residencial de aquel jefe en competencia con la del doctor
urillo, a pesar de que el general Mosquera también aspira-
ba a ser elegido y la división de sus contrarios podía darle
una ocasión favorable para hacerse elegir. Optó luego por la
carrera diplomática y aceptó en 1864 la legación al Ecuador
que le ofreció el presidente Murillo.

**
Desde que, dejando en RémoÚno la difícil navegación
del río Nare empezamos a penetrar en tierra de Antioquia,
nos· llamó la atención el carácter arrugado del suelo. La
cordillera central extiende sus ramificaciones en todo el es-
pacio comprendido entre el Magdalena y el Cauca, y en las
abruptas pendientes de ese suelo montañoso se encuentra
establecida la población antioqueña, en climas que varían
desde 12 hasta 24 grados centígrados de temperatura me-
dia, predominando el de 16 a 20 grados y en alturas de
1.400 a 2.500 metros sobre el nivel del mar. Los valles y las
mesas intermedias son angostos y de poca extensión; la tie-
rra, con excepción de los valles, es poco fértil y la capa
arable fácilmente arrastrada por las lluvias a los niveles infe-
riores. Quizá esto explica el estado poco notable de la agri-
cultura, en el cual no se encuentra producción de azúcar, ni

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de trigo, ni buenos pastos, ~i crías de ganados de razas
mejoradas. La alimentación ordinaria está reducida a maíz,
fríjoles, carne de cerdo y panela.
En cambio, se encuentra una población robusta, san
activa y trabajadora. Quizá la esterilidad del suelo no provc..
có a la raza conquistadora a fundar esos grandes feudos, que
en el Cauca, Tolima, Cundinamarca y Boyacá, son en el día
un grande obstáculo a la buena distribución de la riqueza; y
por esa razón la propiedad raíz está mejor repartida y las
clases pobres gozan de una comodidad e independencia que
sólo es igualada en el Estado de Santander, principalmente
en los cantones del Socorro y San Gil. En todas las casas del
camino, aun en las de más pobre apariencia, halla el pasaje-
ro claro de mazamorra, gallinas, leche fresca, y no se en·
cuentran esas chozas sucias, rodeadas de rastrojo y fangales,
que son tan comunes en Cundinamarca y Boyacá, ni tan
desprovistas como las del Tolima.
En Medellín y en Rionegro llamónos la atehción el
buen aspecto de los caseríos, sumamente aseados, la abun-
dancia de jardines y flores bien cultivados, y en Medellín
principalmente, abundancia de agua potable y casas cómo-
das de bellísima apariencia, rodeadas de huertas y jardines
como talvez no se ven en ninguna otra parte de la república.
En Rionegro encontramos una acogida hospitalaria, familias
de buena sociedad y atenciones de que guardamos un re-
cuerdo agradecido. Las clases pobres, entre quienes, a nues-
tra llegada, la simpatía general se inclinaba al general Mos-
quera y a sus partidarios, cambiaron en breve, y en los
últimos días de las sesiones nos eran favorab~s en su ma-
yoría.

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IN DICE

Págs.
'rULO 1 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
PITULO 11. - Las elecciones de 1848. - Las diversas
cciones del partido conservador. - Orígenes de los partí-
s políticos en Colombia. - Los candidatos conservadores a
presidencia de la república . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
PITULO 111. - El 7 de marzo. - Las aspiraciones libera-
El candidato liberal. - Minoría evidente de las opinio-
s conservadoras. - La reunión del congreso. - Los prepara-
os del gobierno para el caso de un conflicto.- Los escruti-
s en el congreso. - La elección del general López . . . . . 34
ITULO IV. Preludios de guerra civil -Furor del par-
o en minoría. - Publicac:Jnes incendiarias. - Llegada del
neral Obando . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
ITULO V. La administración del 7 de marzo. - Prelu-
Ministerio. - Periodi mo . . . . . . . . . . . . . . . . 52
ITULO VI. - Movimiento de las ideas. - Abolición de
pena de muerte en los delito políticos. - Libertad de
Javos. Libertad de imprenta . . . . . . . . . . . . . . . . 62
APITULO VII. La provisión de destinos. - Remociones.
El general Herrán. - El señor José Eusebio Caro. - El
ctor Márquez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
APITULO VIII. Primeros trabajos de la nueva adminis-
ación. - Venta por mayor de las existencias de tabaco de
mbalema. - Contrato de almacenes de sal con el señor Mi-
el S. Oribe. Pago de intereses de la deuda exterior. -
·scusión sobre el estado del tesoro público al principiar la
.1e11a administración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76
APITULO IX. Las Sociedades Democráticas. - La Socie-
ad de Artesanos de Bogotá. - Disturbios en Venezuela . . . 81
.APlTULO X. Mejoras internas acometidas. - La carrete-
de occidente. - La comisión corográfica 87
XI. - El cólera . . . . . . . . . . . . 91
XII. - Estado social - Costumbres 97
APITULO XIII. Costumbres políticas. - Hombres que
tguraban en la política. - Oradores elocuentes. - Oradores
t7.onadores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 110

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CAPITULO XIV. Comercio exterior e interior. - Artícu-
los principales. - Oro. - Plata. - Tejidos de lana y algodón
fabricados en el país. - Carnes. - Sombreros de nacuma. -
Dulces. - Tabaco. - Café. - Huevos y aves de corral -
Pescado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
CAPITULO XV. - Otras inversiones del capital. - Construc-
ción de edificios. - Banc<1s. - Vías de comunicación. - V a-
pores en el Magdalena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12
CAPITULO XVI. -- Consumos alimenticios interiores. -
Mercancías extranjeras. ·- Café. - Azúcar. - Tejidos del país.
- Sal - Tabaco. - Cacao. - Maíz. - Plátanos. - Papas. -
Trigo. Arroz. - Raíces y tubérculos. - Arracacha. - Yuca.
- Leguminosas. - Frutas . . . . . . . . . . . . . 13
CAPI11JLO XVII. - Rentas y gastos nacionales 14
CAPITULO XVIll . Las mayorías en el congreso. - Aboli-
ción de los derechos sobre la siembra de tabaco. - El cólera
en Bogotá. - Descentralización de renta y gastos. - Discu-
. siones sobre Libertad de imprenta, abolición de la es lavitud,
reforma de la Constitución. - Desafu ero ecle iástico y renta
fija a los curas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
CAPITULO XIX. - Año de 1850. (Continuación). 171
CAPITULO XX. - Otros asuntos del año de 1850. - Expul-
sión de los jesuítas. - El cólera en Bogotá. - Candidaturas a
la vicepresidencia de la república 18 7
CAPITULO XXI. Los Gólgotas 199
CAPITULO XXII . La guerra civil de 1851 205
CAPITULO XXIII - La compañía de Ru ssi 225
CAPITULO XXIV. -- Las reformas ecle iástícas 231
CAPITULO XXV. - Tendencias generales de la opinión pú-
blica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . 241
CAPITULO XXVI . - Año de 1852 . · Ceno de población.
- Nuevas tentativas de Flores, el traidor. :.... Complicidad en
ellas del gobierno peruano. - Actitud del gobierno granadino.
- Fin de esas tentativas . . . . . . . . . . . . . . 250
CAPITULO XXVII. · Cuestiones eclesiásticas . . . . . . 262
LA CONVENClON DE' RlON EGRO. ·-e ño de 1863 269
Rí "eu
328 , ,..~e
, , uo,tc.~
o "~ l,..
V \.U e ~

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