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31/3/2019 ¿Por qué Jesús tuvo que morir para salvarnos? ¿Salvarnos de qué?

ESPIRITUALIDAD

¿Por qué Jesús tuvo que morir


para salvarnos? ¿Salvarnos de
qué?
Henry Vargas Holguín | Abr 08, 2016

Dar la vida por otro es amor, morir para que otro tenga vida es
amor

“P or NUESTRA CAUSA fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato…”;


dice el Credo católico. Esto pone en evidencia que la muerte de Cristo
se ha dado a favor nuestro como sacrificio por los pecados y dicha muerte se ha
convertido en “precio” de la redención humana.

¿Qué significa el verbo redimir? Es una palabra que tiene sus raíces en el latín y
significaba rescatar de la esclavitud a un cautivo pagando un precio. El
verbo “comprar” (1 Co 6, 20) se emplea pues como sinónimo de “redimir” o
redención.

En el caso de la redención obrada por Jesucristo, obviamente se entiende que


Dios no ha pagado ningún dinero a nadie.

Nosotros los cristianos usamos la expresión “redención” para indicar lo que Jesús
hizo por nosotros: redimió o rescató a los seres humanos de la esclavitud
del pecado.

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31/3/2019 ¿Por qué Jesús tuvo que morir para salvarnos? ¿Salvarnos de qué?

Jesús entregó su vida como rescate por muchos (Mc 10, 45/ Lc 1, 68/1 Tm 2,
6) realizando la liberación esperada durante mucho tiempo (Lc 2, 38). Y
haciéndose Él mismo nuestra redención (1 Co 1, 30) tenemos en Él nuestra
redención (Ef 1, 7).

El verbo redimir aparece en el Nuevo Testamento muchísimas veces. Y en la


mayoría de los casos este verbo aparece como sinónimo de salvación; salvación
relacionada con Jesucristo.

Su muerte y resurrección son la causa de redención dando el verdadero


significado y sentido al término.

Jesús redime -rescata, libera, salva- a todo el género humano, a todos


los hombres de la historia sin distinción alguna.

Y la redención que nos obtuvo Jesucristo tiene carácter de eternidad, es perpetua


y definitiva.

La Biblia presenta al hombre no salvo como un esclavo del pecado y de sus


consecuencias, y habla de liberarle de la misma forma que los esclavos eran
redimidos en el mundo antiguo.

“En Él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos,


según la riqueza de su gracia” (Ef 1, 7).

Muchos se han preguntado a lo largo de la historia y aún se preguntan hoy: ¿Dios


se puede ofender? Y, si es así, ¿puede exigir una reparación de la ofensa
exigiendo que se haga justicia?

¿Dios no hubiera podido concebir un plan de salvación que no


incluyera la muerte de su Hijo muy amado?

¿Estuvo Dios irracionalmente lleno de venganza al exigir una muerte –la de su


propio hijo- como pago por el pecado?

¿No podría Dios perdonar al ser humano sin exigir que se pagara
ningún precio; o sin exigir derramamiento de sangre para sentirse resarcido?

La respuesta a estas preguntas nos la ofrece la Palabra de Dios. Veamos algunos


textos.

Jesucristo es “a quien Dios exhibió como propiciación por su propia sangre,


mediante la fe, para mostrar su justicia, pasando por alto los pecados
cometidos anteriormente” (Rm 3, 25).

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“Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por Él
salvos de la cólera” (Rm 5, 9).

“Sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros


padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de
cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo” (1 P 1, 18-19).

“Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los
pecados” (Ef 1,7).

Los textos anteriores, si nos fijamos bien, tienen una palabra en común: la palabra
sangre.

Para entender la relación entre la sangre derramada y la


reconciliación con Dios, es bueno echar un vistazo al judaísmo.

En el judaísmo el perdón de los pecados, la expiación, ocupa un lugar


importante, no sólo a favor del pueblo (Lv 16, 15) sino también a favor del
individuo (Lv 4, 3-5). En ambos casos este perdón llega a través del rito de la
sangre.

El ritual del derramamiento de la sangre de un animal es signo del


perdón de Dios, con especial importancia en el primer caso, en el que se borran
los pecados de todo un pueblo.

El derramamiento de la sangre o el sacrificio de los corderos y de los machos


cabríos es prefiguración del sacrificio redentor de Jesús (el cordero de
Dios o puesto por Dios) derramando su sangre en la cruz.

Es lo que encontramos en la carta a los Hebreos: “Y penetró en el santuario una


vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su
propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de
machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su
aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne,
¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí
mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para
rendir culto a Dios vivo!” (Hb 9, 12-14).

Todas las anteriores preguntas se pueden resumir en una: ¿Era necesario que
Cristo tuviera que morir para que Dios tendiera un puente que lo uniera de
nuevo con la humanidad; un puente roto por el pecado original?

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Pues sí, porque el ser humano está esclavizado por el pecado y por la
muerte; y no puede liberarse de eso por sí mismo.

Sin el sacrificio de Cristo el ser humano se vería eterna e inexorablemente atado a


la muerte o lejos de la vida divina, la vida eterna.

“Pero al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la


santidad; y el fin, la vida eterna. Pues el salario del pecado es la muerte; pero el
don gratuito de Dios, la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 6, 22-23).

Dada la caída de la humanidad, propiciada por el pecado original, y vistas sus


devastadoras consecuencias podríamos considerar 3 posibles soluciones de
salvación:

1. Primera solución. Que Dios hubiese considerado suficiente lo exiguo que


pudiera ofrecer el ser humano para reparar el pecado. En este caso la misericordia
divina hubiera brillado pero no se hubiera hecho justicia de manera suficiente.
¿Por qué? Porque el pecado original ha ofendido infinitamente la
dignidad humana. Y la satisfacción humana, o lo que el ser humano hubiera
podido ofrecer para reparar el daño de su culpa, nunca sería la apropiada vista la
gravedad de la ofensa, entre otras cosas, porque los actos humanos no tienen
valor infinito y menos aún alcance universal. En otras palabras si el
hombre hubiera querido ofrecerse a sí mismo en pago por el pecado propio y
universal, no hubiera podido hacerlo porque su pecado le hubiera descartado de
ser un sacrificio aceptable. Es por esto que en el Antiguo Testamento se proveyó la
ofrenda de ciertos animales seleccionados cuya sangre era derramada de forma
sustitutoria por los pecados de aquellos que se arrepentían y confiaban en Dios.

2. Segunda solución. Que Dios le hubiera perdonado al ser humano su pecado,


digamos, gratuitamente sin exigirle algún tipo de reparación. De haber pasado
esto Dios habría ejercido su gran misericordia, pero no su justicia.

3. Tercera solución, es una solución intermedia. Que Dios hubiera perdonado


pero exigiendo al mismo tiempo, por parte del hombre, una satisfacción justa
y proporcional. Actuando así brillarían, en equilibro, la justicia y la
misericordia divinas. Pero esto sólo sería posible si fuera Dios mismo quien
reparara el pecado restableciendo, en lo posible, el orden original de cosas antes
del pecado.

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Como podemos apreciar, esta es la auténtica y verdadera solución. Y es entonces


cuando Dios Trinidad, ejerciendo su misericordia, lleva a cabo la Encarnación de
su segunda divina persona.

Esta divina persona se hace hombre para que, como hombre, pudiera
satisfacer el pecado del hombre y a la vez, como Dios, dar a dicha
satisfacción el valor justo e infinito que se necesitaba ejerciendo así su
justicia.

Esta tercera solución –que ahondaremos seguidamente- nos ayuda a adentrarnos


un poco, aunque modestamente, en la naturaleza misma de Dios.

Y aunque no podamos asimilar las perfecciones de Dios, la Biblia nos revela


mucho sobre el ser de Dios, sobre su esencia. (Dt 29, 29; Jb 11, 7).

Se han mencionado dos atributos de Dios: su amor (1 Jn 4, 8) o su misericordia,


y su justicia (Él es justo).

Y junto a estos atributos también está el de ser santo (Salmo 99, 9). Él es en
primer lugar santo, es más, es tres veces santo.

Dios es santo
El concepto de salvación no tiene sentido a menos que se empiece por considerar
la santidad de Dios.

Y aunque Dios es amor también se “enfada” o se llena de “ira” o “cólera” ante el


pecado. ¿Por qué Dios reacciona de esta manera ante el pecado del hombre?

Porque Dios conoce las repercusiones tan graves del pecado; repercusiones de las
que no somos plenamente conscientes; Dios se ‘enfada’ por el daño que el
pecado ha causado a su creación.

Dios ha permitido que la muerte (física y eterna) fuera, no digamos tanto, un


castigo sino la consecuencia lógica derivada.

La racionalidad humana puede que no esté de acuerdo con esta disposición


pensando que es injusto o extremo; pero esto no hace más que demostrar aún más
las GRAVES consecuencias del pecado; entre estas consecuencias está negar su
verdadera naturaleza, alcance y magnitud.

El hecho de que Dios, en su infinita sabiduría, no impida un “castigo” tan severo


debería recordarnos, no que Dios sea, digamos, brutal, sino por el contrario,
recordarnos que el pecado es algo muy trágico y duramente atroz cuyas nefastas
consecuencias las constatamos hoy más que nunca.
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La solución a este aparente “contrasentido” de Dios (mezcla amor-ira) está en su


santidad.

Él se “enfada” porque es santo; es decir la santidad de Dios implica hacer


justicia perfecta ante el pecado original –por y con sus consecuencias-,
porque también Él es justo.

Pero hay que saber entender la expresión “hacer justicia”, que no tiene ninguna
connotación negativa.

Si Dios violara este atributo básico (la justicia perfecta), su perdón


sería prácticamente inútil porque el orden de cosas, establecido desde
un principio por Dios y roto por el pecado, no se restablecería.

El pecado y sus consecuencias (entre otras, la muerte eterna Rm 6, 23) no son


ninguna tontería que pueda ser tratada a la ligera o ignorada. La existencia del
pecado requería alguna respuesta que estuviera a la altura.

Dios hijo, revestido de forma humana, derramó su sangre por el pecado del
hombre, satisfaciendo por tanto toda exigencia de justicia santa. Y a través de esa
sangre preciosa, Dios mostró que es a la vez “justo y justificador del que cree en
Jesús” (Rm 3, 26).

Dios es amor
Dios, en su incomparable amor por el hombre pecador, también ha decretado que
la pena por el pecado pueda ser pagada –como ya se ha dicho- por un sustituto; y
el sistema de sacrificios del Antiguo Testamento está basado en este principio.

“Porque la vida de la carne está en la sangre, y yo os la doy para hacer expiación


en el altar por vuestras vidas, pues la expiación por la vida, con la sangre se hace”
(Lv 17,11).

El amor es la única respuesta a la pregunta: ¿por qué la muerte de


Cristo está incluida en el designio redentor de Dios?

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que
él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,
10).

El mismo Jesús dijo: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
“Dar a su Hijo” significaba entregarlo a la humanidad para que esta fuera amada
hasta el extremo.

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Dios Padre ha dado a su Hijo para la salvación del mundo permitiendo su muerte
de cruz por los pecados del mundo, entregándolo por amor. El amor es la
explicación definitiva de la redención mediante la cruz.

Y Dios Hijo acepta LIBREMENTE su misión entregándose por amor. Y


lo confirma cuando dice: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos” (Jn 15, 13).

Jesús por amor se entrega en manos de los hombres, Él se ofrece; no es que le


quiten la vida. Dar la vida por otro es amor, morir para que otro tenga
vida es amor como hizo san Maximiliano Maria Kolbe.

Dios ama al ser humano desde que este fue creado y Dios, como amante, desea
entregarse al ser humano, identificarse con él o, mejor aún, quiere integrarlo a
su propia vida.

La justicia y la misericordia se combinan en el plan de Dios a favor de la


humanidad; el amor provee la “justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos
los que creen” (Rm 3, 22).

La santidad y la justicia de Dios también se combinan pues son partes inmutables


de su ser; Dios ejerce la justicia sobre el pecado y, al mismo tiempo, Él mismo ha
cumplido ese justo castigo en la persona de su divino Hijo de modo que, sin violar
su santidad, garantiza el perdón y la justificación para todos los que creen.

Y aquí recordemos lo que dice san Pablo: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones
espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la
fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor;
eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad” (Ef 1, 3-5).

Este texto nos dice que Dios Padre, por amor, nos ha elegido en Jesucristo, aun
antes de la creación del mundo, para que estemos en su presencia santos y sin
tacha como hijos adoptivos y nos ha bendecido en su hijo.

Por tanto la encarnación del Hijo de Dios no es, si se puede decir así, un
plan B para restaurar un plan fracasado por el pecado original sino
que estaba ya prefijada en el diseño del plan de Dios desde siempre; es
decir la misión de Jesucristo a favor de la humanidad ya estaba prefijada antes de
los tiempos.

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Y Jesús es consciente de la razón de ser de su entrada en la historia humana


mediante la Encarnación, sabe que la finalidad de su vida es la contemplada en el
eterno designio de Dios Trinidad sobre la salvación.

Jesús sabe que ha venido a dar su vida como rescate por muchos (Mc
10, 45) y no la rehúye. La redención de Jesucristo es la razón de ser de
su existencia y eje de su vida.

Redención y perdón de los pecados pasan a ser sinónimos a la luz de la figura de


Jesús; y en este sentido su redención es una liberación.

Jesús, momentos previos a su bautismo, le manifiesta a Juan el Bautista que su


misión es la de ser solidario con los pecadores, para acoger sobre sí el
yugo de los pecados de la humanidad.

Y es lo que confirma el mismo Bautista cuando presenta a Jesús diciendo: “He


aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).

El testimonio del Bautista es el resumen de lo que el profeta Isaías ya había


anunciado sobre el Siervo de Yahvéh (prefiguración de Jesucristo): “Él ha sido
herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo
que nos trae la paz… Yahvéh descargó sobre Él la culpa de todos nosotros… como
un cordero al degüello era llevado… Por sus desdichas justificará mi Siervo
a muchos y las culpas de ellos él soportará‘ (Is 53, 5-7. 11). Tras su
resurrección Jesús camina hacia Emaús con dos de sus discípulos sin que estos lo
reconocieran, y durante el camino les explica las Escrituras del Antiguo
Testamento en los siguientes términos: ‘¿No era necesario que el Cristo padeciera
esto y entrar así en su gloria?’ (Lc 24, 26). Y, además, en ocasión del último
encuentro del resucitado con los Apóstoles Él les dice: “Es necesario que se
cumpla todo lo que está escrito en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos
acerca de mi” (Lc 24, 44b).

Nos encontramos, pues, ante un designio divino que, aunque sea muy lógico a sus
ojos, sigue siendo un misterio que la razón humana no puede explicar
satisfactoriamente.

Es lo que el Apóstol Pablo confirmará con una paradoja muy famosa: “Porque la
necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad
divina, más fuerte que la fuerza de los hombres” (1 Cor 1, 25).

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