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El Mercurio/GDA
Las lenguas que más han contribuido al conocimiento filosófico, humanista, social,
económico y científico de Occidente son el alemán, el griego clásico, el francés, el latín,
el inglés y el italiano. Steiner aseguró en su discurso de Oviedo que no podemos hablar
de lenguas pequeñas o insignificantes, pues hasta los dialectos del desierto de Kalahari
tienen matices sobre el concepto del futuro que Aristóteles no pudo dilucidar a través del
griego clásico. Políticamente muy correcto, pero ni falta que le hizo a Aristóteles conocer
los dialectos del desierto de Kalahari, tal como Steiner tampoco ha necesitado saber
castellano.
Que nadie vea en estas reflexiones una crítica a Steiner o un menosprecio hacia el español.
George Steiner es un humanista de una lucidez prodigiosa y nuestro idioma es una lengua
bellísima. Pero un idioma supone una cultura y una cultura supone una sociedad. Y en las
sociedades hispánicas un intelectual como George Steiner habría muerto asesinado antes
de terminar la secundaria por saber demasiado. ¿Quién habría soportado a un niño que a
los seis años ya había leído La Ilíada? Nuestras sociedades no valoran el conocimiento
sino el reconocimiento, que no es lo mismo ni se obtiene igual.
Uno está convencido de que hay sociedades seducidas por el placer del conocimiento,
mientras que otras sociedades se entregan al conocimiento del placer. Semejante
dicotomía se aprecia cuando uno analiza los presupuestos destinados a la investigación
científica y humanística en los países del primer mundo. ¿Qué lugar ocupamos los países
latinoamericanos en el escalafón mundial de la investigación? ¿Y qué lugar ocupa España
con relación a Japón, Alemania, Francia o Estados Unidos? Parafraseando a Bartleby el
escribiente, preferiría no decirlo.
Advertía Steiner que nunca como en nuestros días ha existido más información y menos
conocimiento. ¿Cuáles son las lenguas de la información? La primera el inglés y la
segunda el español; aunque el inglés es una de las lenguas del conocimiento y el español
no llega a tanto. En español tenemos excelente literatura —Cervantes, Borges, Vallejo,
Neruda, García Márquez, Bolaño, etcétera—, pero ninguna contribución esencial en
filosofía, psicoanálisis, teoría literaria, ciencias sociales, ciencias puras, etcétera. Acaso
ahí radique nuestra importancia: el español es una de las lenguas supremas del arte, la
música y la literatura. Una lengua entregada al conocimiento del placer y a veces al
reconocimiento del conocimiento.
Guardianes del idioma
Algunos de los principales idiomas del planeta derivan hacia un esperanto mutante
trufado de expresiones en inglés rupestre, malas traducciones y peores doblajes de aquel
horroroso sucedáneo wild de la lengua de Óscar. Si tal fuera el futuro del castellano —
como se puede entrever en la escritura de los sms, los foros, las cibercharlas y las redes
sociales— me apresuro a señalar como sus principales guardianes a los hispanistas de
otras lenguas, los traductores del español a otros idiomas, los intérpretes simultáneos de
cualquier país no-hispanohablante y hasta los miles de alumnos de castellano que se
matriculan en academias, escuelas y universidades de los cinco continentes. Aunque por
encima de todos, a los escritores de La Mancha Extraterritorial. Es decir, a quienes
eligieron el español como lengua literaria.
Siempre habíamos sabido que el ruso Nabokov, el húngaro Koestler y el polaco Conrad
escribieron en inglés, tal como el rumano Ionesco, el italiano Turiello y el inglés Beckett
escribieron en francés. Sin embargo, gracias a George Steiner hoy disponemos de una
nueva categoría —la extraterritorialidad— que nos permite analizar de forma coherente
y rigurosa a los escritores que construyen su obra desde lenguas y culturas distintas a las
suyas o que experimentan una sensación de extrañamiento con respecto a sus propias
lenguas y culturas. Así, Milan Kundera, Ismail Kadaré y Jonathan Littell tendrían esa
característica en común con el peruano César Moro, el ecuatoriano Alfredo Gangotena o
el argentino Héctor Bianciotti, quienes también escogieron el francés como lengua
literaria. Los autores de La Mancha Extraterritorial parecen menos importantes por haber
elegido el español, pero de ninguna manera es así.
Ahora mismo escribe en castellano una serie de autores que nacieron lejos de las fronteras
del español, aunque por sus obras y trayectorias forman parte de las tradiciones literarias
que los acogieron. Pienso en los húngaros Pablo Urbanyi (1939) y Kalman Barsy en
Argentina, el checo Mirko Lauer (1947) en Perú, el guineano Donato Ndongo-Bidyogo
(1950) en España, el chino Siu Kam Wen (1951) en Perú, el ítalo-egipcio Fabio Morábito
(1955) en México, la norteamericana-japonesa-alemana Anna Kazumi Stahl (1962) en
Argentina, el marroquí Mohamed El Gheryb (1969) en España y la rumana Ioana Gruia
(1978) también en España, pero el inventario podría ampliarse si incluyera a los autores
nacidos en países de habla hispana por mor de las diásporas, los exilios, las migraciones
y las familias multiculturales como Andrés Neuman, Esther Bendahan, Leonardo
Valencia, Liliana Colanzi, Maximiliano Matayoshi, Mauricio Electorat, Eduardo Halfon,
Pola Oloixarac, Carlos Yushimito, Samanta Schweblin y Enrique Prochazka, entre otros.
Es verdad que somos más de 500 millones de hispanohablantes y que en Estados Unidos
los culebrones latinos y la Liga Española de Fútbol tienen cada vez más audiencia, pero
aunque los escritores Junot Díaz, Sandra Cisneros, Daniel Alarcón y Julia Álvarez
triunfen con sus novelas en Estados Unidos, me permito recordar que las escriben en
inglés, porque el inglés es el único idioma que consiente la movilidad social y cultural en
Estados Unidos. Por lo tanto, hasta que no se demuestre lo contrario La Mancha
Extraterritorial —la patria de los narradores que vienen de las afueras del español— es el
único territorio donde la lengua de Cervantes todavía es capaz de quijoterías.
Escritor peruano. Autor, entre otros títulos, de Libro de Mal Amor (Cal y Arena, 2011)