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Vita Pauli

Venturas y desventuras del fundador del cristianismo

By JdJ
Cualquiera que sea la verdad que probablemente no podemos conocer; fuese Jesucristo
quien las Escrituras dicen que fue, con esos mismos atributos; fuese un mito sin
correspondencia con un hombre real; o fuese un hombre real, uno de tantos sucesos
mesiánicos de la época cuyo recuerdo fue posteriormente alterado o mitificado, lo que
sí parece más claro es que el primer éxito de la futura religión cristiana es conseguir
expandir entre algunos judíos la historia de que un hombre fue ajusticiado por decir que
era el hijo de Dios, el Hijo del Hombre que había llegado a la Tierra para enseñarse al
género humano el auténtico Camino, y que, tres días después de haber sido
salvajemente asesinado, resucitó. No se puede, en ese sentido, negar en lo absoluto que
más o menos en las fechas en las que debió producirse la crucifixión de Jesús, si es que
se produjo, en Israel se compactó una comunidad de creyentes en su resurrección;
comunidad que fue conocida desde el principio como qahal (asamblea) o edah
(congregación) y, para los griegos, ekklesia.

Uno de los factores del crecimiento de esta primera iglesia es el hecho de que en el
entorno religioso, social y cultural en el que nació, el judío, algo así era esperado. El
Antiguo Testamento, al igual que los textos sagrados mosaicos y rabínicos, están trufados
de anuncios mesiánicos que prometen al pueblo de Israel el regreso de los good old days
de los reyes Salomón y, sobre todo, David (los Evangelios ponen tanto énfasis en
demostrar que José el carpintero procedía del linaje de David porque dicha procedencia
es parte de la profecía). En los tiempos en los que Jesús, si hemos de creer a los
Evangelios, vivió, predicó y fue asesinado, era generalizada entre los judíos la creencia
de la llegada inminente de la Edad del Espíritu que dichas profecías señalan. En Joel 3,
por ejemplo, Yahvé promete que algún día dejará caer su espíritu sobre todos los
hombres, incluso los esclavos, y que realizará grandes prodigios. La creencia en estas
profecías puede ser comprobada, por ejemplo, en los archifamosos rollos del Mar
Muerto, concretamente los llamados Himnos de Acción de Gracias. Marcos, por lo demás,
nos cuenta que Juan el Bautista, en el acto de bautizar, anunciaba a los bautizados que
aquello sólo era un primer acto, porque el verdadero bautismo llegaría cuando Dios
derramase sobre ellos su espíritu. A mi modo de ver, la muerte y resurrección de
Jesucristo se da la mano con todas estas profecías mediante los hechos relatados con
posterioridad a dicha muerte, como la conocida escena del Espíritu Santo derramando
sabiduría sobre los apóstoles que todos los niños de mi generación hemos estudiado (más
de una vez, y más de dos).

Buena parte de la enseñanza religiosa se centra, por supuesto que aparte de en Jesús,
en los doce apóstoles. Son ellos quienes fueron encomendados de la tarea de evangelizar
el mundo y, por lo tanto, son los cimientos de la misma. Especialmente Pedro, de quien
su maestro dice que es la piedra sobre la cual edificará su iglesia. La realidad histórica,
sin embargo, sugiere que la dirección eclesial de este primer protocristianismo no estuvo
necesariamente en manos de los apóstoles (de hecho, de la mayoría de ellos apenas se
tiene información, y son varias las teorías según las cuales doce es un número simbólico
que no designa a otras tantas personas reales). Parece que, por ejemplo, desde el
primer momento tuvieron importancia los hermanos de Jesús, que son citados ya en
Hechos 1:14. Pablo de Tarso nos dice en su primera carta a los corintios que Jesucristo se
apareció también a su hermano Santiago o Jacobo el Justo, quien de hecho aparece ante
la Historia como uno de los tres grandes soportes de la iglesia cristiana judía de
Jerusalén, junto con los apóstoles Pedro y Juan; es decir, la comunidad que vamos a ver,
en estas notas, seriamente enfrentada con Pablo y su iglesia cristiana gentil.

En esos primeros momentos, en realidad los creyentes en Jesús no pueden, ni deben, ser
llamados propiamente cristianos. Esa primera iglesia de Jerusalén se mueve en un
ambiente totalmente judío que durante mucho tiempo rehusará negar, y que le causará
no pocos problemas teológicos, quizá el principal de los cuales que, para cualquier
creyente en los textos tradicionales judíos, la imagen de un Mesías muriendo crucificado
era un contrasentido, una blasfemia incluso; motivo por el cual esos creyentes hicieron
tanto hincapié en el hecho de la resurrección pues, por decirlo así, la resurrección es
necesaria para «devolver» al Mesías la condición de tal a los ojos de su público, que en
ese momento, no lo olvidemos, es un público judío. Los primeros cristianos se llamaban
a sí mismos El Camino (Hechos, 11:26) y los demás les llamaban nazarenos; no fueron
sino más tarde los griegos de Antioquía quienes empezaron a llamarles crestianos o
cristianos.

Sea como sea, esta comunidad protocristiana, judía mesiánica con elementos nuevos
(mesianismo basado en la resurección de un mensajero autoinmolado), tuvo un éxito
fulgurante, probablemente gracias a su capacidad de captación entre las muchas
comunidades y sub-creencias existentes en el área racial y culturalmente judía, que
esperaban la inminencia de la llegada del Reino de Dios. Sin embargo, quien les puso la
proa desde el primer momento, señalando los primeros hitos de una inquina y un
enfrentamiento que se ha llevado por delante a mucha gente, son eso que podríamos
denominar los «judíos oficiales», mayoritariamente los saduceos y las autoridades del
Templo de Jerusalén, por definición refractarias a las cosas excesivamente novedosas.

Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (6:1), introduce abruptamente una novedad sin
más explicaciones. Nos dice: «Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo
quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la
asistencia cotidiana.» Ésta es la primera noticia fiable que tenemos del fenómeno que
labrará el éxito indiscutible del cristianismo como ideología religiosa planetaria: su
superación del entorno judío. En puridad, esos helenistas no son creyentes en Zeus; son,
aún, judíos, pero judíos helenizados, y la cita de Lucas nos viene a informar de que, en
algún momento muy primitivo de la iglesia, estos judíos no hebreos fueron aceptados en
la ekklesia. La propia narración de Lucas nos dice que la queja de los helenistas se
resolvió mediante la elección de siete hombres que se encargarían de una adecuada
distribución de los bienes; y entre estos hombres cita a un tal Nicolás o Nicolaus,
«prosélito de Antioquía», en quien algunos estudiosos han querido ver al líder de toda
una facción de judíos helenizados, de visión más liberal que la de los hebreos. Pero no es
el único elemento interesante de esa lista, porque en la misma hay líderes espirituales
de gran importancia para la evolución de la iglesia primitiva. Esteban, «hombre lleno de
Fe y de Espíritu Santo», nos dice Lucas, es el primer rompedor de la ekklesia
protocristiana y el generador del primer gran, gran conflicto con el establishment judío.
Influido, probablemente, por una concepción «hipermesiánica» de Jesús, Esteban
terminó por ser incapaz de conciliar la tradición judía con la nueva religión, motivo por
el cual comenzó a predicar que la venida y resurrección de Jesús debía de tener como
consecuencia la destrucción del Templo, pues éste no tenía ya sentido. Siguiendo la
misma lógica, también condenó la ley mosaica; según él, ésta ya no tenía que ser
respetada, sino que únicamente debían seguirse sus lecciones espirituales. En su juicio,
que se relata en el capítulo 7 de los Hechos, Esteban vierte serios vituperios contra el
sanhedrín, al que acusa de haber dado la espalda a Jesús, haberlo matado y haber
derrochado la ley eterna; un reproche que nos da la medida de hasta qué punto no
estamos, en ese momento, ante una creencia propiamente cristiana, pues ésta sostiene
que todo eso no ocurrió tanto por traición de los judíos sino porque tenía que pasar,
porque para eso mismo es para lo que el Cristo había bajado a la Tierra. Muere
apedreado a las afueras de la ciudad, ejecución en la que participa un joven entonces
llamado Saulo.

No sabemos a ciencia cierta qué relación tenía Saulo de Tarso con las teorías de Esteban,
pero lo que sí parece claro es que fue uno de los directores de la enorme represión
contra sus seguidores que siguió a su muerte; campaña en la que, entre otras cosas, la
mayoría de los judíos helenizados fueron expulsados de Jerusalén, pues eran los más
susceptibles de despertar los recelos de una institución tan judíamente conservadora
como el Sanhedrín. Esta expulsión tuvo dos consecuencias muy importantes para la
historia que aquí estamos contando. La primera es que la ausencia de los helenistas
convertiría la iglesia judía cristiana de Jerusalén en una iglesia de tintes totalmente
hebreos, por lo que algún día, pronto, su convergencia con las iglesias gentiles se hará
problemática. Y la segunda consecuencia es que los helenistas expulsados se dedicaron a
hacer proselitismo allá donde fueron, con lo que el protocristianismo comenzó a
expandirse, sobre todo por Asia Menor, bajo el liderazo de Felipe , otro de los siete
hombres sabios de los Hechos, que es el verdadero primer distribuidor de la palabra de
Jesús más allá de las fronteras del judaísmo. Tanto Pedro y Juan como el propio Felipe,
por ejemplo, realizaron tareas de evangelización en Samaria, buscando contrapesar la
influencia que allí tenían los llamados dositeanos, entonces comandados por Simón el
Magno, considerados como un grupo que había absorbido tan sólo algunos elementos del
cristianismo para elaborar una teoría pagana de importantes elementos gnósticos que
dejaba poco sitio para Jesús como Dios. En todo caso, la primera evangelización
ambiciosa realizada fuera el entourage de Jerusalén se realiza en Antioquía, al parecer
realizada, según los propios Hechos, por hombres de Chipe y Cirene que no tienen más
nombre (véase 11:20). Allí fue donde por primera vez los oyentes del mensaje cristiano
comenzaron a interpretar el nombre de Cristo como eso, un nombre de pila, en lugar de
lo que realmente es, es decir un título característico (Jesús es el Cristo). Por ello, se
empezó a escuchar la palabra cristiano.

Antioquía es la primera metrópoli lejana de Jerusalén a la que llega el mensaje cristiano


y obtiene cierto éxito. Por esta razón, entre los apóstoles se hace evidente la necesidad
de controlar de alguna manera ese movimiento para mantenerlo dentro de la ortodoxia.
Deciden, pues, enviar a un delegado, y escogen a un miembro fundador de la iglesia de
Jerusalén, llamado Barnabás. Sabemos que Barnabás era originario de Chipre, así pues es
posible que fuera helenista y no hebreo.

Barnabás, cuyo verdadero nombre era José, es el primer gran misionero de la palabra
cristiana, un hombre de gran empuje y capacidad organizativa, lo cual se hace sentir
casi inmediatamente en la iglesia de Antioquía, que crece exponencialmente. Tanto,
tanto crece que llega un momento en el que hasta él se da cuenta de que ya no puede
llevar las cosas por sí solo. Necesita un deputy, un adjunto. Un hombre con dotes
organizativas tan evidentes como las suyas, que no se arredre ante nada y, sobre todo,
un hombre que entienda que Antioquía no es ni de coña Jerusalén. Que entienda que es
una ciudad muy cosmopolita, donde no todo lo que se huele es la cosmovisión judaizante
y donde, en consecuencia, para explicar la palabra de Dios hace falta hablar lenguajes
distintos, defender enfoques distintos. De alguna manera, construir una iglesia distinta.

Barnabás no lo duda. Viaja a Tarso, donde vive un viejo conocido suyo, donde vive Saulo,
que se hace llamar por su nombre romano: Pablo.

Tarso era la principal ciudad de una región de doloroso nombre, Cilicia, y allí había
nacido Saulo, se dice que algunos, pocos, años después del teórico nacimiento de
Jesucristo. Dominada por varios pueblos, formó parte de la monarquía seléucida, aunque
en el 170 antes de Cristo el rey Antíoco Epífanes le dio status de ciudad libre, que
conservó hasta que, el año 64, fue absorbida por el imperio romano. Se puede decir que
Tarso era una especie de Salamanca del área; una ciudad universitaria (aunque las
universidades propiamente no existían aún) con un fuerte nivel formativo. De sus ágoras
salieron filósofos de cierto renombre, como Atenodoro el Estoico o Néstor el Académico.
El primero de ellos es el más sobresaliente, aunque sólo sea porque tuvo entre sus
alumnos al mismísmo Octavio.

La élite de Tarso estaba formada por hombres que tenían el privilegio de la ciudadanía
romana. Pablo era un miembro de dicha élite. No sabemos a ciencia cierta por qué,
aunque algunos estudiosos han recordado que los suyos eran una familia de skenopoioi, o
fabricantes de tiendas (de campaña); lo cual, probablemente, pudo en su momento ser
útil para generales que pasaron por Cilicia, como Marco Antonio o Pompeyo, el Warren
Beatty y el Brad Pitt romanos respectivamente; y cabe recordar que la capacidad de
otorgar a particulares la ciudadanía romana solía ser una prerrogativa incluida en el
imperium de los jefes militares en campaña. Como judío, portaba el nombre arameo de
Saulo, el primer rey de Israel, de la tribu de Benjamín; a la cual, según las Escrituras,
pertenecía el fundador de la Iglesia católica.

Pablo fue siempre, y siempre se sintió, judío. «Hebreo hijo de hebreos» es la expresión
que usa para definirse a sí mismo al escribirle a los filisteos. Más en concreto, en Hechos
23:6, le grita al Sanhedrín que él es «fariseo hijo de fariseos»; lo cual, de ser cierto, le
colocaría ligeramente en disposición de creer la palabra cristiana, teniendo en cuenta la
creencia farisea en la resurrección. Su educación, por lo que se sabe, fue hebrea y
bastante coherente con la cosmovisión farisaica, pues el joven Saulo fue enviado a
estudiar con Gamaliel, el rabino heredero de la escuela de Hillel. Él mismo reconoce en
Hechos (22:3) que fue educado por Gamaliel «en la estricta observancia de la ley de
nuestros padres». Al parecer (lo siento, pero en estos momentos no tengo una edición a
mano), el Talmud se refiere a un alumno de Gamaliel que se habría mostrado
imprudente en materias de aprendizaje. En esta cita, algunos estudiosos han querido ver
una referencia al joven Saulo y a ciertas dudas o rebeldías que le habrían surgido. En los
Hechos (3:34 y ss) aparece Gamaliel tratando de mover al Sanhedrín hacia la
comprensión respecto de los cristianos; pero la referencia del Talmud vendría a explicar
que su discípulo se mostrase tan cabestro con ocasión del juicio y lapidación de Esteban,
por lo que, dentro de los terrenos arenosos de la especulación, cabe imaginarse a un
joven Pablo de Tarso dejándose llevar por los naturales radicalismos, en este caso judíos,
propios de la adolescencia; pero, al tiempo, y llevado por su sed intelectual, prestando
oídos a ciertas teorías que se acabarían imponiendo dentro de su cabolo.

Como es bien sabido por todos aquellos que son católicos o han recibido una sólida
educación católica (o incluso una educación a secas que tal nombre merezca), en algún
momento de la vida de este Saulo que azuzó al personal para apiolarse al buen Esteban y
luego lideró la represión de los cristianos de Judea, estando en las afueras de Damasco
fue «aprehendido por el Cristo Jesús», por usar la expresión que él mismo usa en su e-
mail a los filisteos. Saulo estaba en Damasco junto con una partida de represores, con la
orden de detener a todo aquél que perteneciese a El Camino y llevarlo a Jerusalén
cargado de cadenas. Estando allí, una gran luz lo rodeó y le provocó un desmayo, dentro
del cual oyó la voz de Dios que le amonestaba: «Saul, Saul, ma'at radepinni?» Que creo
que quiere decir algo así como por qué narices me puteas, tío. Acto seguido, Dios le dio
instrucciones de seguir hasta Damasco y esperar órdenes, cosa que hizo el converso,
entre otras cosas porque el flash había sido tan fuerte que tardó tres días en recuperar
la vista; y no lo hizo hasta que un devoto del Camino, Ananías, no le visitó, lo saludó
como un hermano y le tomó las manos. Es Ananías quien le explica a Saulo que la misión
que Dios le ha reservado es ser el mensajero de Jesucristo en el mundo.

Creer esta versión de los hechos es, como tantas otras cosas, cuestión de Fe y, por lo
tanto, entrar a valorarla sería insultante. Cabe la posibilidad, en todo caso, que lo que
se produjese en Pablo fuese una evolución de pensamiento que él revistió luego de
conversión fantástica o mágica, dentro de una estrategia para impetrar su misión de
divinidad. Como ya hemos insinuado con anterioridad, dentro de las muchas y variadas
formas de pensamiento judío de la época, y que sólo de una forma excesivamente
simplista podemos dividir en: saduceos, fariseos, esenios, zelotes, ruegos, preguntas,
despedida y cierre, existían no pocas escuelas que consideraban que la llegada del
Mesías, algo que era esperado y que es repetidamente telegrafiado en el Antiguo
Testamento, supondría el final de la Era de la Ley (Mosaica). En la madurez de su
apostolado, Pablo escribirá (Romanos, 10:4): «Cuando vengo a Cristo por salvación, esto
pone fin a mi búsqueda de encontrar y obtener justicia por medio de la observancia de
la ley». Esta simple frase es la expresión de un cambio radical, sin el cual el cristianismo
no habría pasado, a mi modo de ver, de ser una secta judía, y no precisamente de pata
negra. En esta convicción paulina, o saulesca, está la clave de por qué los que no somos
judíos, y probablemente nunca seríamos aceptados por los judíos como tales aunque
quisiéramos serlo, podemos hacer nuestra una creencia que, en realidad, parte del
mismo corpus moral y filosófico que la religión hebrea: la creencia en que la ley, las
costumbres, todas las reglas en las que se han creído hasta el momento, son sustituibles
por una nueva lista de obligaciones y derechos. La creencia judía sostiene la existencia
de un pacto de hierro, tan sólido como eterno, entre Dios y su pueblo. Pablo, como
Mahoma siglos después, supo ver que el siglo estaba agraz para proponer la firma de un
nuevo contrato. Y nada de esto es fruto de la casualidad, sino del importante cultivo
filosófico del apóstol, y su inteligencia estratégica.

De Damasco, Pablo fue a Arabia. Muchos creyentes han dicho que este movimiento fue
para hacer como Moisés, es decir retirarse a pensar, chatear con las zarzas, y tal. Pero
es probable que no sea así, porque se nos cuenta que, a su vuelta a Damasco, fue
perseguido por el etnarca nabateo Aretas, persecución por cuya causa tuvo que ser
sacado por el hueco de una muralla escondido en una cesta (o sea, más o menos como
Vito Andolini de Corleone, vaya). No sabemos a ciencia cierta, en todo caso, qué tipo de
milonga se montó Saulo durante su visita a los futuros pozos de petróleo.

Mi teoría personal es que Pablo, ya convertido a la teoría de superación de lo mosaico


que está implícita en casi cualquier forma de creencia en el Cristo y su resurreción, fue,
sin embargo, consciente de que en Jerusalén, donde estaba todo lo gordo del
cristianismo, le iban a hacer tragar su propio talón izquierdo; pues, al fin y al cabo,
hasta antesdeayer él mismo estaba porculizando a los cristianos. Quizá por esa razón se
marchó a Arabia, para intentar hacer la guerra por su cuenta; pero allí los futuros
musulmanes no le debieron hacer mucho caso y algo haría para que el etnarca, además,
quisiera ponerse sus huevecillos por collar.

A mi modo de ver, esta teoría la confirma el hecho de que cuando Saulo se encontró
solo, fané y descangallao, por decirlo en modo tango, no le quedó otra que irse a
Jerusalén y pedir plaza en el cotolengo que hasta hacía poco había intentado quemar. Y
fue al llegar allí cuando el chipriota Barnabás, quizá ya de antes su amigo Barnabás (¿o
su conversor? Yo, de hecho, me pregunto si la luz blanca no será en el fondo Barnabás),
terció por él. Una vez salvada la cabeza, Saulo vuelve a Tarso, donde desaparece de la
vista durante casi diez años. Poco o nada sabemos de esa época. Es probable que
sufriese algún tipo de atentado, quizá por parte de partidarios de Esteban que no
olvidaban su pasada inquina hacia él pero, según todos los indicios, queda apartado de la
misión apostólica. Pedro y Santiago, tal y como yo lo veo, aceptaron barco como animal
acuático y asumieron que Barnabás no mentía cuando decía que Saulo era buen chico en
el fondo; pero, aún así, lo apartaron del headquarters cristiano, por lo que pudiera
pasar.

La suerte de Pablo no cambia hasta el año 45, cuando el único vicepresidente de la cosa
cristiana que parece creer en él, Barnabás, es designado para evangelizar Antioquía, y le
llama.

Aunque esto no afecte directamente a Pablo, es importante, para entender la progresiva


radicalización del cristianismo hebreo de Jerusalén, entender que más o menos por
aquel tiempo se produjo un gran conflicto con el poder central romano, a cuenta de un
emperador que ha sido largamente versionado en el papel y en la pantalla: Cayo
Calígula.

Calígula sucedió a Tiberio, tras lo cual tomó varias medidas hasta cierto punto
rompedoras. De todas ellas, la que nos interesa es su decisión de liberar a Herodes
Agripa de la prisión a la que le había sometido Tiberio por haberle ofendido. Calígula y
Herodes se llevaban muy bien, tan bien que el emperador le hizo rey. Uniendo los
territorios que Felipe, el tío de Herodes, había gobernado como tetrarca hasta su
muerte, y los que en su día gobernó Lisanias, formó Calígula un reino al frente del cual
colocó a Herodes (detalle que provocó que Herodias, hermana de Herodes, instase a su
marido Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, a reclamar la misma dignidad real para sí).

Como bien saben quienes han visto o leído Yo, Claudio, o se han entretenido con ese
curioso periodista del corazón de la antiguedad que se llamó Cayo Suetonio, Calígula
tuvo un momento en el que, quizás por una enfermedad que le afectó a la cabeza,
cambió de forma de ser y comenzó a convertirse en un tipo algo despótico. Entre otras
cosas, dentro de sus nuevas decisiones hizo caer en desgracia a Macro, el jefe de los
pretorianos que quizá, si hemos de creer algunos rumores en los que también creía
Robert Graves, hizo bastante más que mucho para animar a Tiberio a morirse para
dejarle sitio a Cayo. Cuando en el año 38 Macro cayó en desgracia, con él lo hicieron
varios personajes amigos suyos, entre los cuales se encontraba un tipo venal y corrupto,
llamado Aulio Avilio Flaco, que había sido nombrado por Tiberio prefecto de Egipto
después de que, tras la batalla de Actium en el 31, las tropas egipcias quedasen
laminadas y Cleopatra cometiese suicidio. Por razones que probablemente tienen que
ver con sus contactos con los habitantes autóctonos de Alejandría, que odiaban a los
judíos que allí había en gran número porque siempre fueron prorromanos, Flaco decidió
hacerse valer ante Calígula desplegando una política antijudía. Es cierto que las
manifestaciones y rebeliones que siguieron terminaron con el arresto de Flaco, que fue
llevado a Roma. Pero la inquina con la que el prefecto romano se desempeñó contra los
hebreos, despojándolos de casi todos sus derechos, despertó las reticencias entre estos y
el joven emperador.

Estamos ya en los albores de la quinta década del siglo. Para entonces, Calígula ya se ha
toleado bastante y anda haciéndose empanadas mentales, día sí, día también, con el
asuntillo de si es un dios o deja de serlo. La megalomanía del emperador va a peor casi
con los días. En la ciudad palestina de Jammia, un grupo de no judíos levanta una
estatua del emperador revestido de sus dotes divinas y los judíos, considerando el hecho
sacrílego, la derriban. Cuando el emperador se entera, monta en cólera y ordena al
legado de Siria, Publio Petronio, que marche hacia Jerusalén con sus tropas y eleve
manu militari una estatua gigante del propio Cayo en el Templo. O sea, más o menos
como construir un minarete en todo el medio de la plaza de San Pedro, o decorar la
Ka'aba sagrada de los musulmanes con retratos del Pantócrator. La situación alcanzó una
gravedad tal como no se conocía desde los tiempos en los que el memo de Antíoco
Epífanes poco menos que quiso convertir el templo en un altar a Zeus, que hay que ser
tonto de los cojones con siete balcones a la calle, dos trienios de antigüedad y pilas de
repuesto.

En Ptolemais, Petronio fue interceptado por una delegación de judíos, entre los cuales
había incluso miembros de la familia de Herodes, que le dijeron que todo el pueblo judío
se levantaría, y moriría si era preciso, como un solo hombre, para impedir tamaña
blasfemia. Tanto le dieron la brasa a Petronio que éste escribió a Roma sugiriendo que,
al menos, la cosa se aplazase hasta después de las cosechas, ganando tiempo. Calígula le
contestó preguntándole qué parte de «¡Obedece!» no había entendido.

Herodes Agripa sufrió probablemente un pequeño ictus cerebral cuando le contaron la


noticia de lo que el emperador quería hacer. Tardó días en recuperarse, pero cuando lo
hizo le escribió a Calígula una carta plañidera y convincente que, tal vez, tuvo la suerte
de llegar a Roma cuando el niño estaba con el biorritmo ascendente, porque el caso es
que decidió hacerle caso y paralizar su proyecto.

La carta de Cayo a Petronio en la que le daba instrucciones de volver grupas se cruzó


con otra, desesperada, del propio Petronio, en la que éste le instaba al emperador a dar
marcha atrás por el gran desastre que se avecinaba si seguía adelante. Cuando el
emperador leyó esta última carta, quizá ya con el biorritmo decubito prono, se cogió un
mosqueo del cuarenta y dos y le escribió a su legado una misiva en la que le anunciaba
que le había condenado a muerte y le ofrecía, como era costumbre, la opción de
suicidarse él mismo para que su familia conservase el patrimonio.

Petronio es uno de los tipos con más suerte de la Historia. Esta carta encontró muy mal
tiempo y tardó tres meses en llegar a sus manos. Para cuando llegó, hacía unos veinte
días que Petronio sabía del asesinato de Calígula.

Las cosas, pues, estuvieron a punto de definir una guerra civil en Palestina en la que, los
episodios ocurridos décadas después en Masada lo demuestran, los judíos habrían
muerto, uno tras otro, bajo l espada romana, antes de permitir que su templo sagrado
se convirtiese, como Calígula quería, en un templo dedicado a Zeus Epiphanes Neos, el
joven Zeus manifestado, pues tal era lo que se consideraba el muchacho. El suceso, en
todo caso, radicalizó a los judíos de Jerusalén, haciéndolos, si cabe, más arrimados a la
tradición. Y ésta es la parte importante del asunto, como pronto veremos.

Desde que, en el año 200 Antes de Cristo, Judea fuese incorporda al imperio seléucida,
que tenía su capital en Antioquía, esta ciudad se convirtió en destino principal de los
judíos que abandonaban Palestina. Era una ciudad con una gran actividad comercial.

A pesar de la importante colonia judía, en la ciudad había grandes masas de no judíos, y


fue entre éstos donde la estrategia del ticket Barbabás-Pablo comenzó a conseguir
creyentes a manos llenas. Y esto fue gracias al radical cambio estratégico que ambos
predicadores defendían como necesario para que la iglesia pudiese convertirse en
universal.

El judaísmo, ya lo hemos dicho antes, es una religión que se basa en la existencia de un


pacto entre Dios y su pueblo, que, no son los seres humanos, sino el subconjunto de
seres humanos pertenecientes a las tribus de Israel. En los tiempos que relatamos, al
igual que hoy en día, se podía creer en la religión judía sin pertenecer al pueblo elegido
y, en ese caso, el judaísmo consideraba a los creyentes personas con temor de Dios y les
daba un puesto intermedio entre los no creyentes y los judíos puros; puesto intermedio
que impedía, por ejemplo, el acceso de estos creyentes gentiles al templo de Jerusalén.

Los no nacidos judíos, si querían integrarse plenamente en el judaísmo, debían,


fundamentalmente, circuncidarse. Esta operación un tanto grimosa que de todas formas
se hace necesaria para algunos hombres afectados de una cosa llamada fimosis, es la
expresión simbólica del pacto entre Dios y los israelitas; así pues, circuncidarse equivale
a hacer pública fe de judaísmo y aseverar que se acepta ese pacto con Elohim. La
persona que quería entrar en la comunidad religiosa israelita, pues, debía circuncidarse,
realizar un sacrificio en el templo y, posteriormente, allá por los tiempos de Jesucristo
más o menos, es probable que se introdujese un rito de bautismo.

La gran novedad barnabo-paulina consistió en aceptar a los gentiles como miembros de


pleno derecho de la iglesia, que aquella creencia que tenía notabilísimas raíces judías,
pero sin exigir la circuncisión. Esto, en aquellos tiempos, era poco menos que imposible
para un hebreo hijo de hebreos, educado en la estricta observancia de las leyes de los
mayores, como Pablo se define a sí mismo. Sin embargo, fue él quien tuvo la inteligencia
de darse cuenta de que esa rigidez, esa pequeña capucha de piel, era el gran obstáculo
para el crecimiento del cristianismo. Parece ser que no fue el primero que lo pensó.
Pedro, sin ir más lejos, aceptó dentro de la iglesia a un centurión de Cesarea, Cornelio,
sin exigirle circuncisión; pero esto no pasa de ser un detallito individual, que no tiene
nada que ver con aplicar la regla sistemáticamente.

En el año 46, durante la prefectura de Tiberio Julio Alejandro, se produjo una sequía de
la hueva que provocó una especie de corriente de solidaridad por Judea, dado que ésta
era un área especialmente pobre cuyos habitantes no podían pagar los altos precios que
habían alcanzado los alimentos. Esta coyuntura fue aprovechada por Pablo para poder
marcar con claridad ante la metrópoli de Jerusalén la importancia y poder que había
alcanzado la iglesia de Antioquía.

Entre los fieles de la ciudad se hizo una cuestación de dinero para Jerusalén y
Barbabás/Pablo fueron designados para llevar la pasta.

En esta visita a Jerusalén del año 46, el cristianismo se jugó su futuro. Jerusalén era,
como lo es aún hoy en día, una de las ciudades del mundo más reacias al cambio. A ella
llegaron, sin embargo, dos personas para contar que estaban teniendo un éxito de
proselitismo sin precedentes, pero que lo estaban consiguiendo a base de mandar a
tomar por culo algunas de las grandes reglas de juego de las creencias judaicas, a las
que aún pertenecían de hoz y coz. Para demostrar la capacidad de su misión, llegaban a
la ciudad con las bolsas llenas de monedas, demostrando con ello que eso que decian de
que les salían los acólitos por las orejas no era algo que se inventasen. Pero les
preocupaba el futuro. Santiago, Pedro y Juan seguían, formalmente, al frente de la
iglesia. De una iglesia que no quería ser poco más que una derivación judaica más. Pero
el juego ahora era distinto. Barnabás y Pablo creían haber encontrado la fórmula para
hacer que el mensaje del Camino le interesase a cualquiera (y era verdad que lo habían
encontrado); habían entendido la enorme fuerza que tenían y tienen el mensaje de la
resurrección, la reinvención de las doctrinas mesiánicas en una teología eucarística, y,
sobre todo, la idea de construir una religión desde y para los gentiles. Pero temían que
eso provocase una escisión dentro del cristianismo, y para eso, precisamente, fueron a
Jerusalén: para impedirlo.
Pablo nos cuenta estos encuentros en la cumbre cristiana, algo que podríamos
denominar el primer concilio de la Historia de la Iglesia en su mensaje a los Gálatas, y lo
hace en unos términos de buen rollo que, desde luego, no se pueden desmentir, a falta
de más fuentes. Nos dice el apóstol que los tres dirigentes de Jerusalén entendieron a la
primera que Barnabás y Pablo habían sido llamados a evangelizar a los gentiles, lo
aceptaron, les felicitaron y se limitaron a trazar una línea roja: vosotros les llevaréis el
mensaje a los que no se circuncidan, nosotros a los que sí. No obstante, el hecho de que
las relaciones entre la iglesia cristiana judía y la cristiana gentil no fuesen siempre
fáciles hace pensar que, tal vez, la versión de Pablo es un poco políticamente correcta y
que lo hechos, quizá, no fueron tan fáciles. Cabe imaginar al trío de la bencina
jerusalénico, Santiago, Pedro y Juan, contestándole a los visitantes que qué era eso de
considerar a la misma altura a un creyente judío de uno que no lo es (y es que si ya es
prácticamente imposible que a un hebreo educado en la tradición hebrea como Pablo no
comulgue con este radicalismo exclusivista, que no le ocurra a cuatro, es decir el mismo
más los tres de Jerusalén, es simple y sencillamente imposible). No me parece nada
extravagante imaginar que el reparto final de misiones, tú los gentiles y yo los míos,
fuese una transacción para no acabar como el rosario de la aurora.

El caso es que Barnabás y Pablo volvieron a Antioquía contando con el nihil obstat de la
iglesia de Jerusalén para extender su palabra. Lo más probable es que su estrategia se
basara en visitar las sinagogas, contactando allí con los gentiles que asistieran como
hombres temerosos de Dios, a los cuales ofrecerían formar una iglesia gentil. De
Antioquía pasaron a Chipre, y de ahí a Asia Menor hasta llegar a Galacia, entre otros
lugares. En alguno de ellos, por cierto, como es el caso de la Antioquía Pisidiana, los
predicadores fueron a la sinagoga y lanzaron sus mensajes claramente dirigidos a los
gentiles. A éstos todo lo que dijeron les pareció de pila máster y pasaron una semana
comentándolo con todo cristo, motivo por el cual a la semana siguiente la sinagoga
estaba petada de gentiles que les habían ido a escuchar, lo cual provocó problemas con
los judíos, que consideraban su templo invadido. Esta anécdota nos sirve para entender
que ambas maneras de entender el cristianismo no convivían con tanta facilidad como el
propio Pablo nos quiere dar a entender.

Cuanto más tiempo pasaba, más cuenta se daba Pablo de que esos gentiles acercados al
judaísmo, los temerosos de Dios, eran material de primera para fundar una iglesia
distinta. Y, por ello, dio un paso más. Otra de esas jugadas geniales que en el ajedrez se
marcan con uno o varios signos de admiración: desarrolló el mensaje de que el
cristianismo tenía que ver con las profecías mesiánicas del judaísmo pero, al mismo
tiempo, comenzó a predicar que todo ese mesianismo había, por así decirlo, cristalizado
en la persona de Jesús y que, consecuentemente, tras su muerte y, sobre todo, su
resurrección la distinción entre judíos y no judíos había desaparecido.

Éste es un mensaje central del cristianismo. El pueblo cristiano es una simple asamblea
de creyentes. Sin más distinciones. Todos cabían, como todos caben. Pero eso no es, no
puede ser, judaísmo. El judaísmo, ya lo hemos dicho, se basa en la existencia de un
pueblo elegido, de unos tipos de primera que, por mucho que amen y acojan a los de
segunda, no dejan de ser de primera (y los otros de segunda). Y hay algo incluso social
aquí. Porque es un hecho, un hecho que probablemente no cambiará nunca, que en toda
humanidad hay siempre más puteados que puteadores. Siempre son más los pobres, los
preteridos. Pablo, como Mahoma algunos siglos después, se dio cuenta de que el triunfo
de una religión no está en la verdad, porque la verdad es opinable. El triunfo es el
número. El número puede ser incluso más poderoso que el ejercicio del poder, como
bien saben los emperadores romanos que quisieron apiolarse a los cristianos (o los
españoles que se pasaron cuatro siglos limpiando España de judíos y, terminado el
proceso, aún los tenían en su seno).

Si lo importante es el número, hay que lanzar mensajes que suenen allí donde hay más
número. El cristianismo paulista cautiva a los gentiles que se sienten soportados pero no
respetados por los judíos; como acabará fascinando a los esclavos poseídos por otros
seres humanos, a los ciudadanos sin nombre ni patrimonio del censo por cabezas y, sobre
todo, a la subespecie humana por definición más preterida durante los siglos: las
mujeres.

Para todos estos grupos o colectivos humanos acostumbrados a tener que esperar en la
cola de la salvación, el mensaje de Pablo es la leche. Los últimos serán los primeros, bla
bla bla. Ya no hay diferencias. Esto va de participar en el banquete sacrifical del Hijo de
Dios, y aquí participan todos por igual. Que la Iglesia reinventase finalmente las
diferencias, es otra Historia.

Antioquía dejó de ser la hija de Jerusalén y pasó a ser la madre de las iglesias de Cilicia,
de Chipre y de Galacia. Había una creencia sustancialmente nueva que, sin embargo,
pretendía seguir siendo la antigua. Había una aceptación total de los no hebreos, pero
todo el momio se basaba en teorías e ideas judías. Todo esto era el germen de un
enfrentamiento y, quizá, de una escisión.

En aquellos tiempos, el cristianismo se la jugó defintiivamente, pero supo ganar. Para


explicarlo, en el próximo capítulo deberemos hablar del Decreto de Jerusalén.

Pasa el tiempo. La labor evangelizadora en Asia Menor cada día va mejor. Llega un día en
el que incluso cabe sospechar que la iglesia cristiana, en realidad, tiene ya más fieles
gentiles que judíos. Es el momento, que decimos hoy en día, que llega el peligro de
morir de éxito. La palabra mágica es: sincretismo.

El sincretismo es aquel proceso por el cual un creyente de la creencia A se convierte en


acólito de la creencia B, pero se trae, por así decirlo, elementos de la creencia A
consigo. En realidad, el sincretismo será más que probablemente practicado por la
propia Iglesia católica dentro de algunos siglos, cuando decida jugar en la Champions
League de ser la iglesia universal del ser humano occidental y necesite, por lo tanto,
absorber a miles y miles de mitraístas, baquianos, creyentes en Cibeles, en Atis, en
Thot, en Osiris; y lo que haga sea transliterar algunos de sus mitos y de sus ritos para
convertirlos en ritos cristianos, como ocurre con la Navidad. Pero estamos en un
momento muy previo para eso. De momento, el cristianismo es tan sólo un prometedor
Alcorcón que parece apuntar maneras para ser algún día, con mucha suerte, club de
primera.

El problema para un cristianismo que cada vez es más gentil y menos judío es que, en
realidad, la creencia en Jesucristo es una creencia judía. La consideración de Jesús
como un Mesías, un enviado, es una creencia judía que está en las profecías de dicha
religión. A los gentiles este montaje teológico les sonó tan extraño que incluso
confundieron en nombre griego del Mesías, Christos, con un nombre de pila, Chrestos,
habitual en los esclavos; y es por ello que Cristo comenzó a ser tomado como un nombre
de persona, como si fuera el primer apellido de Jesús (Cristo) o parte de su nombre
(Jesucristo); en lugar de ser lo que es, que es un apelativo. Jesús es el Cristo porque es
el Mesías. Es como si mañana le dijéra yo a un amigo que no hable español: «Yo soy Juan
y soy tu confidente», y mi interlocutor sacase la conclusión de que mi nombre es Juan
Confidente.

Es por esta razón de que los gentiles tendían a no saber lo que es un Mesías que Jesús y
Dios comenzaron a ser llamados Señor (kyrios) o Jesús Hijo de Dios (Theos Hypsistos),
conceptos que los no judíos entendían mejor. Es por la dicha razón que hoy cantamos en
la iglesia aquello de «El Señor hizo en mí maravillas/gloria al Señor».

Lo mismo ocurre con la promesa de la llegada del Reino de Dios. Para los judíos,
pasados, presentes y futuros, esta expresión tiene un significado bastante claro. Pero no
para los gentiles. Aquellos gentiles que no habían pisado nunca una sinagoga no sabían
una mierda de las visiones de David que están en el fondo de esta promesa; y es por eso
que la religión cristiana tuvo que hacer tanto hincapié en la resurección de la carne,
algo en lo que no todas las teologías judías creían.

Esta necesaria «des-judaización» del cristianismo, sin embargo, tuvo como consecuencia
que el cristianismo cayera en el peligro del sincretismo; en el peligro de acumular, como
en un enorme sumidero intelectual, todas y cada una de las creencias que estaban en el
sustrato culturo-religioso de sus nuevos prosélitos. Con ello, el cristianismo se veía en
peligro de encontrarse en esa situación paradójica de las empresas que producen por
encima de costes, es decir la situación por la cual, cuanto más vendes, más pierdes.

Evidentemente, esta situación acojonó, especialmente, a los máximos guardianes de la


pureza, es decir la iglesia cristiana de Jerusalén, y muy probablemente también a las
hermandades fariseas que eran, si no su apoyo, sí su comprensiva vecindad; pues es bien
sabido lo extraño que resulta que los Evangelios hagan de los fariseos los grandes
enemigos de Jesús cuando éstos, precisamente por creer en la resurección en una
medida no alcanzada por los saduceos, en realidad estaban más cercanos a la doctrina
cristiana (una más de las preguntas sin respuesta acerca de la labor de los evangelistas).
Y es por esta razón que la iglesia de Jerusalén contraatacó.

Lucas nos cuenta en los Hechos (capítulo 15) que unos tipos de Judea subieron a
Antioquía para predicar que todo aquél que no se circuncidase según la ley mosaica, no
se salvaría. La expresión usada por el cronista es muy genérica, pero tengo yo por
racional sospechar que lo que hubo aquí fue una delegación en toda regla de la iglesia
de Jerusalén para tratar de poner las cosas en su sitio. Un pequeño golpe de Estado
circunciso que se basaba en dejarse de hostias (nunca mejor dicho) y hacer que fuese
claro como el caldo de un asilo, y para todos, el principio de que ser cristiano implicaba
seguir las leyes milenarias de los judíos. Más que probablemente, se trataba, además, de
una manera de evitar la entrada dentro de la iglesia cristiana de elementos sincréticos o
sólo medio creyentes. Esto fue así incluso a pesar de que los propios teólogos judíos no
se ponían de acuerdo en la materia. En las disputas teóricas entre dos de las principales
corrientes del judaísmo, por ejemplo, la escuela de Shammai sostenía que todo gentil
que se convirtiese debía circuncidarse; mientras que la escuela de Hillel, más
comprensiva, establecía que no, siempre y cuando las obligaciones espirituales ligadas a
la circuncisión fuesen respetadas.
Algo antes de la llegada de los predicadores de Judea, Pedro estaba ya en Antioquía; no
sabemos si para tratar este tema u otro. Lo que sí nos cuentan los exégetas es que,
cuando llegaron los predicadores, éstos traían un mensaje de Santiago para la
Pedro/Piedra, en el que más o menos le decía que habían llegado a Jerusalén noticias de
que se sentaba con gentiles e incluso compartía comida con ellos; que eso había causado
sorpresa entre los cristianos e indignación entre los judíos no cristianos con los que
convivían. Y que se cortase un pelo.

Supongo que sabéis que para los judíos la comida no es cosa baladí. Las restricciones que
tenemos los católicos, eso de no comer carne los viernes y tal, son caralladas al lado de
los escrúpulos de la religión hebrea a la hora de definir qué alimentos son kosher. Para
los judíos, que un judío compartiese comida gentil con gentiles era la hostia. Los
cristianos de Jerusalén, que necesitaban como el comer la comprensión y el apoyo de los
judíos oficiales, se encontraban ante el problema de que éstos, ahora, no les veían como
personas pías y observantes de la ley, porque un hebreo que tal sea no se sienta a la
mesa de unos mediopensionistas y se come lo que le ponen en el plato. Ni de coña.

Pablo, sin embargo, no podía dar marcha atrás. Llevaba entonces varios años predicando
a los gentiles, cada vez más gentiles totalmente alejados de la teología y la moral
hebreas. Gentes a las que, por lo tanto, no podía contarles que salvarse consistía en
respetar una sedicente ley mosaica inventada por unos tipos de otra nación y otra
cultura. Eso sería como predicar el cristianismo en Palencia sosteniendo que para
salvarse hay que practicar las costumbres del pueblo azerbaiano. Como decirles a los
valencianos que no pueden tirar petardos porque resulta que el Dios auténtico habló en
el Cáucaso y allí consideran que los petardos con cosa del diablo. Pablo, en resumen,
sabía que, si aceptaba la ligazón mosaica del cristianismo, conforme más se alejase de
Jerusalén, menos colines se iba a comer, hasta llegar a un punto en el que no se comería
ninguno. Él le contaba a sus prosélitos que para salvarse sólo hacía falta el perdón de
Dios y la Fe en Él. Si ahora tenía que introducir una disposición adicional que dijese «y
además rajarse la sardina», sabía que podía haber problemas, o lo que es peor,
retrocesos.

Esto generó el segundo gran concilio del cristianismo, aunque no se llame así. Delegados
de la iglesia de Antioquía se desplazaron a Jerusalén para un gran debate sobre la
materia. Los Hechos nos dicen que los judíos, apoyados por fariseos, presentaron la
moción de que la circuncisión tenía que ser conditio sine qua non para la salvación. Pero
perdieron. Según los hechos, fue Santiago el que intervino finalmente para aportar el
argumento final: vista la exposición de Barnabás y de Pablo sobre sus logros entre los
gentiles, resultaba obvio que Dios había entrado en ellos. Pero si Dios había entrado en
ellos, ¿como podrían los hombres negarlo?

Evidentemente, no tenemos forma de contrastarlo, pero yo diré aquí que se me hace


difícil tamaña prueba de comprensión en Santiago. O, mejor dicho: la narración que
conocemos es sincrética, como un acta de una junta de accionistas que sólo recogiese la
constitución de la misma y los acuerdos aprobados, sin información alguna de los
debates intermedios. No podemos saber, por lo tanto, cuáles fueron los argumentos, y
sobre todo las amenazas, que se vertieron en medio de la discusión. No podemos saber
hasta qué punto lo que pasó allí fue, simple y llanamente, que la iglesia de Pablo y
Barnabás era ya tan grande que, en realidad, la de Santiago, Pedro y Juan no podía
aspirar a imponerse sobre aquélla. No podemos saber si hubo amenaza de escisión y, si la
hubo, quién la blandió. No podemos, por lo tanto, saber si las sabias palabras de
Santiago son fruto de la amorosa comprensión, o una simple y pura cesión.

Pero eso sólo significaba que los gentiles no tendrían que circuncidarse. Quedaba la otra
cuestión: ¿podían gentiles y judíos comer juntos? ¿Podía un judío sentarse una mesa con
tipos que comían alimentos sanguiñolientos? ¿Podía un judío aceptar la relativa mayor
laxitud gentil en lo que al contexto de los dos sexos se refiere?

Esta discusión, probablemente, fue mucho, muchísimo más agria, larga y jodida que la
del pito. Una vez más, si hemos de creer a las fuentes que tenemos, fue Santiago el que
encontró una fórmula de compromiso: los gentiles serían aceptados en la mesa de los
judíos, siempre y cuando se abstuviesen de practicar ciertas cosas especialmente
rechazables por parte hebrea: básicamente, comer alimentos asociados de alguna
manera a alguna idolatría, y carne que aún contuviese sangre, así como respetar las
reglas judías del contacto entre sexos.

El decreto de Jerusalén supuso una victoria sin paliativos de los gentiles. Cierto que se
les impusieron ciertas restricciones. Pero consiguieron lo que Pablo y Barnabás habían
ido a buscar a Jerusalén, y es que fuesen reconocidos miembros de pleno derecho de la
iglesia cristiana.

Esta fue la segunda, y más importante, victoria del cristianismo. Lo hiciesen de buen
grado o presionados, fruto del convencimiento o la transacción, con el decreto de
Jerusalén los judíos cristianos aceptaron un status quo que, suponía, colocar las semillas
de una religión universal. Pablo había ganado su partida. Suyo era el gobernalle de la
nave. Era su interpretación de las cosas la que se había impuesto y, como él había
previsto, esa victoria tuvo como consecuencia, en las siguientes décadas, el crecimiento
constante del cristianismo, la formación de un tsunami de conversiones que acabaría
teniendo su clímax, siglos más tarde, en la solemne chorrada que conocemos como
herencia de Constantino.

Aún nos quedaría seguir los pasos del viejo Saulo hasta su probable decapitación, quizá
en el lugar marcado por la tradición y ocupado hoy por la iglesia romana de San Paolo
fuori le Mura. Pero en estos tiempos descreídos, tal vez sea demasiado cristianismo.

Apéndice I: los judíos

Los sumos sacerdotes

El antiguo Israel ha sido definido a menudo como un Templo-Estado. El Templo de


Jerusalén, en efecto, es el centro de Israel y, consecuentemente, sus sumos sacerdotes
juegan un papel importantísimo dentro del esquema religioso judío. Hasta la grave crisis
producida durante el reinado de Antíoco IV, la condición de sumo sacerdote estaba
reservada a una dinastía, la de Zadok. La principal función diferenciadora del sumo
sacerdote se producía el llamado Día de la Expiación, que conocemos mejor por su
expresión hebrea Yon Kippur, en el que podía entrar a una sala en lo profundo del templo
donde sólo podía entrar él, a hacer un sacrificio a Dios como expiación de sí mismo y del
pueblo de Israel. La tarea no era fácil: dado que el sumo sacerdote debía entrar
impoluto, tenía que estar siete días antes aislado.

El último sumo sacerdote zadokita fue Onías III, que fue depuesto por Antíoco IV el año
174 antes de Cristo. De una forma no muy legítima, fue sustuido durante tres años por su
hermano Jasón; pero tampoco éste apareció a los ojos de Antíoco como suficientemente
helenista, por lo que fue sustituido por Menelao, que comienza la lista de sumos
sacerdotes no zadokitas. Cabe decir, por cierto, que Onías IV emigró a Egipto, donde el
faraón le autorizó a montar un templo judío zadokita en Leontópolis, el cual permaneció
durante más de dos siglos hasta que lo clausuró el emperador Vespasiano.

Los hasidim

Hasidim significa algo así como «gentes de Dios». Eran admiradores y seguidores de la
Torah y, consecuentemente, deploraban la penetración tanto helenística como seléucida
en los usos y costumbres de los judíos. Así pues, los hasidim eran vistos por muchos
judíos, sobre todo jóvenes, como fachas amigos de los viejos tiempos. Sin embargo,
adquieren gran importancia para la sociedad judía durante el torpe reinado de Antíoco
Epífanes, quien pretende helenizar en exceso a la sociedad judía y, de hecho, desdibujar
el concepto de una nación israelita. Antíoco sufrió la rebelión de los asmodeos, que
tuvieron el apoyo incondicional de los hasidim.

Esta alianza duró más tiempo aún que los enfrentamientos, pero pronto los hasidim se
separarían de la élite hasmodea por causa de su intolerancia religiosa. Esto ocurrió, por
ejemplo, en el año 152, con la promoción por parte de Alejandro Balas del sumo
sacerdocio de Jonathan, un hombre de familia sacerdotal, pero sin suficientes plumas
como para merecer la más alta magistratura religiosa.

Es en el reinado de Juan Hircano cuando la alianza entre los hasidim y los asmodeos se
rompe definitivamente. Y es posible que de esta escisión nazcan los fariseos.

Fariseos

No está claro cuál es el origen de la palabra fariseo. Quienes quieren ver el origen de
este grupo en la ruptura de los hasidim con el poder asmodeo consideran que la palabra
proviene del hebreo perusim, separatistas; los fariseos, por lo tanto, serían el grupo
resultante de la ruptura entre los puristas religiosos y la dinastía que quería reinar en
Israel. Pero hay otras teorías; por ejemplo, se dice que podría querer decir algo así como
«persianizadores», lo cual vendría del hecho de que los fariseos creían en algunos
conceptos teológicos extraños para otros judíos, tales como la resurrección de la carne,
el juicio final, así como la existencia de un reino de ángeles y otro de demonios.

Los fariseos, y aquí hay una pista de su origen de los hasidim, destacan por ser
extremadamente puristas en materias como la comida, el respeto del sabbath, etc. La
gran importancia de los fariseos para la sociedad judía de los tiempos de Jesús radica en
que, a lo largo de los siglos, consolidan una interpretación de las leyes judías,
transmitida oralmente, que acaba por tomarse por tan sagrada e infalible como las
escrituras mismas. De hecho , mucho tiempo antes de que Jesús naciese presuntamente,
ya estaba consolidada entre sus nacionales la idea de que toda esa tradición, que sigue
todo un curso de transmisores hasta llegar a Shammai e Hillel, que fundan dos escuelas
rabínicas distintas, en realidad procede del mismo Moisés. Según estas tradiciones, en el
mismo acto en que Moisés recibió las leyes escritas, recibió esta tradición oral.

Por eso Jesús, en tanto que Mesías que anuncia la llegada de la Edad del Hombre y el fin
de los días proféticos, choca frontalmente con el fariseísmo. Sus enseñanzas chocan
frontalmente con el carácter sacro (inamovible) de la interpretación farisea de la ley.

De las dos grandes escuelas fariseas, la de Shammai propugnaba una interpretación


estricta de la ley, mientras que Hillel era más flexible. Se ha querido ver en los
pensamientos de Hillel el origen de las creencias cristianas. La escuela hillelita es la que
acabó imponiéndose, tras la guerra del año 66 después de Cristo, de la mano de Yonahan
ben Zakkai, su rabino.

La estricta observancia de la pureza que propugnaban los fariseos es la que está en el


origen de la radical separación entre hebreos y gentiles; incluso entre hebreos y
samaritanos (la parábola del buen samaritano de los Evangelios es, a mi modo de ver, y
sin género de dudas, un cuento inventado para putear a los fariseos).

Saduceos

Precisamente el rechazo del carácter sacro de la tradición es lo que distingue a los


saduceos de los fariseos. Los saduceos, precisamente por su fidelidad exclusiva a la ley
escrita, se veían a sí mismos como viejos o tradicionales creyentes, en oposición a los
fariseos, que eran vistos como creyentes de cuño más nuevo; aún en los tiempos en los
que el poder espiritual de Jerusalén había caído claramente en manos de los fariseos.

Los saduceos consideraban que el fariseísmo se había dejado penetrar de ideas extrañas
a la ley mosaica. Entendían que la creencia en la resurrección de la carne, en un juicio
final con premios y castigos, en ángeles y demonios, era una contaminación
zoroastriana, y por eso algunos estudiosos creen que los llamaban «persianizadores».
Otro elemento que los separaba era que, mientras que el judaísmo fariseo es
tremendamente fatalista y creyente en la predestinación (otro probable detalle
mesopotámico, pues las religiones de origen babilónico prácticamente no conceden
papel alguno al albedrío humano), el saduceísmo cree en la capacidad individual de
buscar o rechazar la salvación.

Los saduceos también tuvieron un papel político importante. Fueron un apoyo decidido
de las dinastías hasmodeas, cuando menos desde Juan Hircano. Flavio Josefo nos cuenta
que Hircano fue primero un seguidor de los fariseos, hasta que una noche, en medio de
una cena, les invitó a que le corrigiesen en todo momento en que le viesen apartarse del
camino correcto. En ese momento Eleazar, uno de los fariseos invitados, se levantó, le
tomó la palabra, y le dijo que, puesto que tenía escasas credenciales para ser sumo
sacerdote, si tanto quería seguir el camino correcto debería retener los poderes
temporales, pero dimitir como sumo sacerdote. La intervención de Eleazar fue una
grosería. La pretendida ilegitimidad de Hircano procedía de las sospechas de que su
origen no fuese muy limpio, ya que se decía que su madre había estado prisionera de
unos soldados seléucidas (o sea, que lo mismo se la habían beneficiado e Hircano, en
consecuencia, podría no ser hebreo propiamente dicho). Como le ocurre a todo el
mundo al que acusan en la cara de ser un hijo de puta, Hircano se mosqueó, pero todo
lo que consiguió fue que Jonathan, otro comensal, se levantase para aclararle que lo que
había dicho Eleazar era lo que pensaban los fariseos todos. Pues entonces, dijo Hircano,
los fariseos todos, a tomar por culo. Y se acercó a los saduceos.

El saduceísmo es una tendencia sobradamente más elitista que el fariseísmo. En


realidad, su práctica y mando estuvo siempre en manos de un puñado de familias, lo
cual provocaba que no fueran muy populares entre el pueblo llano.

Por alguna razón que al menos yo desconozco, en torno al 90 antes de Cristo, durante el
reinado de Alejando Janeo, los saduceos cambiaron de bando y decidieron apoyar el del
rey seléucida Demetrio III, lo que marcó el principio del fin de su influencia política en
Jerusalén. Janeo, una vez sofocada la rebelión, hizo crucificar a los 800 principales
saduceos, y el resto huyeron del país en su mayoría.

Esenios

Los esenios son la tercera vía entre saduceos y fariseos. Se supone que son otra
derivación de los hasidim surgida en la segunda centuria antes de Cristo; aunque
también se ha querido ver en ellos a los seguidores de los llamados recabitas, unos
hebreos que habrían decidido en la Antigüedad abjurar el modo de vida «moderno» y
retirarse a dedicarse a la agricultura. Según Plinio, los esenios eran célibes, no admitían
mujeres entre ellos (aunque Josefo cita a una subclase como de esenios
supernumerarios, que se casaban y tenían hijos), no usaban el dinero. El autor latino se
extraña de que en una comunidad así, en la que por definición nunca nace nadie, el
número no se reduzca, sino todo lo contrario. Es, por lo tanto, fácil de sospechar que el
ideal de pureza y vida aparte de los hechos del siglo era notablemente atractivo para
muchas personas, así pues es probable que durante muchas décadas o centurias, los
esenios tuviesen más demanda que oferta.

Plinio nos dice sobre el lugar de los esenios que infra hos Engada oppidum fuit; o sea,
que debajo de ellos había estado la ciudad de Engada o Engedi. Pero ese «debajo» ha
dado para mucha especulación. Caso de que el autor latino nos estuviese diciendo, que
el probable, que el centro esenio estaba al norte de Engada, esto abonaría la tesis, bien
conocida, de que ese centro esenio es en realidad Khirbet Qmram y, por lo tanto, los
famosos judíos del Mar Muerto serían esenios.

Los esenios compartían con los fariseos su pasión por la pureza ceremonial. Pero, como
ya hemos insinuado, tenían elementos muy notablemente propios, que han dado para
más de una y más de dos pajas mentales de la historiografía marxista, porque guardaban
todas sus posesiones en común y no tenían, propiamente hablando, propiedad privada.
Tenían prohibido hacer sacrificios animales, jurar, enrolarse en la milicia o realizar
actividad comercial. No tenían esclavos y montaron entre ellos una suerte de Estado del
Bienestar que se ocupaba de los viejos, enfermos o discapacitados de la comunidad. Sólo
los adultos eran admitidos en la comunidad.

Creían en la predestinación aún mucho más que los fariseos. Para ellos, todo estaba en
manos de Dios. Creían en la inmortalidad del alma y consideraban que la vida biológica
era un proceso en el cual la obligación del ser humano es caminar hacia la perfección
virtuosa (un concepto sólidamente extendido entre todas las creencias espirituales,
desde los eremitas hasta los budistas). Ofrecían sus sacrificios fuera del Templo de
Jerusalén, porque sus reglas propias de pureza eran tan estrictas que no podían hacerlo
dentro de la liturgia común.

Ser plenamente admitido en la comunidad esenia era un curro de tres años. El primer
año, iban a todas partes vestidos de lino blanco, algo así como el uniforme esenio, con
la sola posesión de la estaca que, según dicta el Deuteronomio (23:12-14) ha de llevarse
para cavar un agujero cuando el vientre aprieta, cagar dentro y luego taparlo (los
dueños de algunos perros deberían leer el Deuteronomio). Finalizado el primer año, el
novicio era admitido a los rituales con agua purificadora, pero no era hasta pasados tres
años que podía participar en las comidas comunales.

Los esenios se levantaban antes del amanecer para recitar sus oraciones en común y
trabajaban en la agricultura hasta medio día. Entonces se bañaban, se ponían el
uniforme de lino y los miembros plenos participaban en una modesta colación, en la que
podían hablar sólo por turnos, respetando la jerarquía. Después se ponían de nuevo las
ropas de trabajo y volvían al tajo hasta la noche, cuando había una cena comunal en la
que sí podían asistir no miembros.

Zelotes

Según Hipólito, los esenios se dividieron en cuatro partidos distintos, dentro de los
cuales había uno que rechazaba completamente el contacto con los gentiles. Este
partido fue llamado de los Zelotes o Sicarios. El modelo zelote es Phineas, de quien nos
habla, por ejemplo, el libro de los Números (25) cuando describe la apostasía de los
judíos de Baal-peor, que fue reprimida por Moisés con la ayuda de Phineas, que asesina a
un judío que ha traído a una madianita a la que se está pasando por la piedra pómez, y a
la madianita también, deteniendo con ello la maldición de Jehová sobre su pueblo
descastado. Esa ira divina se denomina en griego zeloo o zelos, y de ahí el nombre.

Si la tradición zelote nace de la historia de Phineas, que es una historia violenta, es


lógico que se trate de un grupo de judíos gustosos de coger el cuchillo, y usarlo. Zelote
es un tal Menahem que trata de comandar a los judíos en su revuelta contra Roma, en el
66 después de Cristo; y más que probables zelotes son los ladrones (lestai en griego).de
los que habla Josefo y que en el año 67 tomaron el control del Templo, liderados por un
tal Juan de Gischala. Como es bien sabido, esta confusión flaviana entre zelotes y
ladrones es de gran importancia para los cristianos, porque abona la tesis de que los
famosos compañeros de tormento de Jesús (como decía una respuesta de la Antología
del Disparate: «Jesús fue conducido al monte Calvario, donde fue crucificado junto con
otros dos ladrones») no eran cortabolsas, sino zelotes. Como lo era Barrabás, de quien se
nos dice que estaba en la cárcel por haber matado a alguien durante una insurrección, y
es aclamado por el personal cuando lo liberan (esto, por cierto, hace aún más increíble
la historia del juicio de Jesús, puesto que ningún prefecto en sus cabales liberaría a un
tipo de esa calaña ni aunque se lo pidiera Inés Sastre vestida de lagarterana y montando
un caballo blanco con alas).

Los exégetas tienden a considerar que los zelotes se consolidan como grupo propio más o
menos en el año 6 de nuestra era, tras la deposición de Arquelao. En este momento es
cuando Judea se convierte en provincia romana y, consecuentemente, el legado de Siria,
Publio Sulpicio Quirino, decreta un censo para establecer el tributo que se deberá pagar.
Según las fuentes, un tal Judas, zelote, unido a un tal Sadduk, fariseo, inspiraron una
revuelta causada por el rechazo a la idea de que los hebreos debieran pagar tributo a
gentiles.

Ésta es la gran diferencia de los zelotes que los convierte, a ojos de muchos, en algo así
como la ETA hebrea del tiempo: mientras otras escuelas del judaísmo son puras y
estrictas, pero dicha pureza judaica no les lleva a rechazar el hecho de vivir bajo la
administración de no hebreos, los zelotes no admiten esta posibilidad. La persona que,
en los Evangelios, le pregunta a Jesús si deben los judíos pagar tributo a los romanos (y
Jesús responde aquello de dad al César lo que es del César bla bla bla), es más que
probablemente, si no un zelote, un simpatizante de ellos. Los zelotes, teológicamente
hablando, son básicamente fariseos. Lo que pasa es que los fariseos se sientan a esperar
la llegada de los tiempos divinos, mientras que los zelotes se sienten en la obligación de
provocarlos.

Los zelotes, por cierto, se hicieron famosos por llevar dagas, sicae en latín, escondidas
entre sus ropajes. De ahí que también les llamasen sicarii, que es de donde viene
nuestro sicario.

La comunidad de Qmram

El descubrimiento de los rollos del Mar Muerto afloró la existencia de estos judíos, que
han despertado mucha curiosidad desde entonces. Parece ser que su origen son los
maskilim de que habla el libro de Daniel, es decir los virtuosos.

En el año 152 antes de Cristo, cuando Jonathan, hijo de Judas el Macabeo, accedió al
sumo sacerdocio de la mano de Alejandro Balas, los fariseos lo consideraron un ultraje.
Pero los maskilim, que ambicionaban términos de virtud aún mayores, se opusieron con
mayor fuerza. Ellos, como virtuosos, eran zadokitas; nadie podía ser sumo sacerdote a
menos que perteneciese a la saga de los Zadok. Como consecuencia de estos
enfrentamientos, una parte de estos maskilim pudo decidir irse a alguna zona solitaria a
vivir bajo sus propias reglas de voluntarios de la pureza y la santidad. Se configuraron
como personas eternamente preparadas para ser los hombres de Dios cuando éste
regresase a la Tierra y reclamase sus servicios. Por ello, su vida consistía en purificarse y
llevar una vida recta.

La comunidad de Qmram estaba estrictamente jerarquizada, con los sacerdotes en el


vértice. Sin embargo, tenían una asamblea general que era la que debía aceptar a los
nuevos miembros. Esos miembros pasaban entonces dos años de noviciado. En el primero
retenían su propiedad privada y en el segundo debían entregarle todo al tesorero,
aunque el caudal permanecía separado hasta que el miembro era totalmente admitido.

Las faltas en la comunidad se castigaban con un año sin poder estar en contacto con la
pureza de los demás, además de la reducción de las raciones en un cuarto. Las faltas
muy graves se castigaban con la incomunicación, tras la cual el castigado debía de pasar
un periodo de reaprendizaje de dos años para poder volver a tener el carné.

No existen grandes evidencias de que los comunitarios de Qmram fuesen célibes, aunque
resulta probable que muchos de ellos lo fuesen.

El fariseísmo más estricto, el shammaíta, es considerablemente más blando que las


reglas de Qmram. Por ejemplo, el respeto del sabbath era mucho más estrecho. La regla
de la comunidad llega al punto de decir que si un animal pariese a su cría con la mala
suerte de que ésa cayese en un hoyo o en un pozo, si era sabbath, el comunitario debía
dejarla morir sin hacer nada.

Los hombres de Qmram estaban convencidos de estar viviendo los años finales de la
Humanidad predichos por los profetas, y esperaban la señal que les mostrase la llegada
de la nueva era. Estas creencias proféticas los ligarían con algunas de las principales
creencias de los primeros cristianos. De todas formas, las mayores coincidencias se dan
con los esenios.
Apéndice II. Los reyes judíos

El rey histórico más antiguo que es citado en la Biblia es Darío. Por lo tanto, los exégetas
siempre han creído que algunos de los escritos del Viejo Testamento datan del tiempo en
que Judea era parte del imperio persa. Entre el imperio persa y la dominación romana,
que es la verdadera gran protagonista de los tiempos de Jesús, ocurre la dominación del
imperio macedonio alejandrino. Como supongo que sabréis, tras la temprana muerte de
Alejandro Magno, sus generales se dividieron su imperio creando con ello varias dinastías
reales, la más importante de las cuales fue la de los ptolomeos en Egipto, que tuvo por
capital en Alejandría; seguida del imperio fundado en el 312 antes de Cristo en Siria por
Seleuco I, con capital en Antioquía, y que conocemos como dinastía seléucida. Judea fue
ptolemaica hasta el 198 antes de Cristo, año en el que la victoria seléucida en Paneion
hizo que cambiase de manos.

En el 198, los seléucidas se las prometían muy felices, pero lo cierto es que estaban a
punto de chocar con el primo de Zumosol. Ocho años más tarde, en la batalla de
Magnesia, fueron derrotados por los romanos. La posterior Paz de Apamea dejó al
imperio seléucida sin sus posesiones en Asia Menor y, además, le impuso unas
reparaciones de guerra tan costosas que forzaron la caída de sus reyes en la corrupción.
Dado que este proceso coincide en el tiempo con el fin de la costumbre de reservar el
sumo sacerdocio judío a la dinastía zadokita, la intensa necesidad de dinero de los reyes
seléucidas influirá notablemente a la hora de encumbrar a dicha posición a tipos no muy
religiosos, pero ricos.

Antíoco VI Epífanes, que como su propio sobrenombre indica se creía la encarnación de


Zeus en la Tierra (sólo superado, algún siglo más tarde, por Cayo Calígula, que se creía
Zeus mismo), intentó anexionar Egipto a su imperio para volver a ser grande, pero fue
frenado por los romanos en el 168 AC. En Jerusalén, las noticias de su derrota animaron
a los puristas a intentar derribar al sumo sacerdote Menelao, bastante helenizante, en la
persona de Jasón, hermano de Onías III y, por lo tanto, descendiente de la estirpe de
Zadok. La rebelión hizo aque Antíoco considerase a Jerusalén una ciudad traidora y, a su
vuelta, la saquease, Templo incluído.

Así las cosas, Jerusalén fue declarada ciudad no judía (manda huevos) y su templo, aún
controlado por Menelao El Pelota, dedicado a Zeus Olímpico. Como resultado, todos los
judíos se levantaron como un solo hombre, y encontraron como líderes a Matatías,
sacerdote asmodeo, y sus cinco hijos, entre los cuales sobresalía Judas Macabeo. La
enorme habilidad de este último como jefe militar de guerrilla hizo que, finalmente, los
planes helenizantes hubieran de ser abandonados, y el Templo dedicado de nuevo al
culto de su Dios. En todo caso, los asmodeos no se quedaron tranquilos con esta victoria,
y continuaron la lucha hasta el año 142 AC, cuando el último hijo vivo de Matatías,
Simón, consiguió la plena autonomía de Judea. Los judíos eligieron a Simón como su
líder político y religioso «por siempre, hasta la llegada del Mesías».

Simón el asmodeo y su descendencia habría que abrir una etapa de más o menos un siglo
de gobierno autónomo de Judea y de ocupación del sumo sacerdocio. Su hijo, Juan
Hircano, unió al rino Idumea, Samaria y parte de Galilea. Sus hijos Aristóbulo y Alejandro
Janeo continuaron el expansionismo judío hasta que el reino de Judea casi alcanzó el
tamaño que había tenido en los good old days de David y Salomón. Estos últimos,
además, adoptaron el título de rey. Rey de los judíos, como rezaba el sarcástico cartel
que había sobre la cabeza de Jesús cuando fue crucificado.
El problema para la monarquía simoníaca es que su último miembro, Sandrito, había
montado un Estado militar imperialista de tales dimensiones que tenía al país agotado. A
su muerte, ocurrida en el 76 AC, fue sucedido por su hermana, Salomé Alejandra; con su
hijo mayor Hircano II ocupando el sumo sacerdocio y el más joven, el muy ambicioso
Aristóbulo II, la capitanía general del ejército. En el 67 AC, a la muerte de Salomé,
ambos hermanos se enfrentaron en una guerra civil. En realidad, Hircano no era sino la
fachada que estaba utilizando el noble idumeo Antipater para llevar a cabo sus
ambiciones de descabalgar a los asmodeos y hacerse con el reino. Antipater se dio
cuenta de que el que manda, manda; así, cuando en el año 63 Pompeyo se presentó en
la zona procedente de la guerra contra Mitrídates, rey del Ponto, y para anexionar Siria
al imperio romano, en lugar de enfrentársele, como hizo Aristóbulo, se puso de su lado.
De esta manera, consiguió que el bello e infatuado Pompeyo le hiciese el trabajo sucio,
esto es someter a Jerusalén a sitio y someterlo, anexionando Judea al imperio. Pompeyo
llegó a Judea teniendo poderes absolutamente plenos, que le habían sido concedidos por
la Lex Manilia. Estaba tan seguro de sí mismo (bueno, la verdad es que siempre fue así
de chulo) que cuando se enteró de que en el Templo judío había un sancta sanctorum en
el que nunca entraba nadie, salvo el sumo sacerdote el día del Yon Kippur, se empeñó en
visitarlo personalmente. Y lo hizo.

Hircano II fue confirmado en el sumo sacerdocio de la provincia romana de Judea, con


Antipater manejando los hilos detrás de él. En los siguientes años, Antipater se trabajó a
los romanos y muy especialmente a Julio, el cual le hizo ciudadano de pleno derecho y
lo nombró prefecto de Judea. Consiguió sobrevivir políticamente al asesinato del César,
pero fue asesinado en el año 43 AC, con lo que su labor debió ser continuado por su hijos
Fasael y Herodes. Cuando Marco Antonio adquirió el control de la zona tras la batalla de
Philippi, los nombró co-tetrarcas.

Dos años más tarde, en el 40, los partos invadieron Judea y colocaron un rey asmodeo,
concretamente Antígono, hijo de Aristóbulo II. Fasael Antipater fue capturado y
asesinado, pero Herodes Antipater huyó a Roma, donde el Senado lo proclamó rey de los
judíos. En el año 37, con la ayuda del ejército romano, Herodes Antipater entraba la
Jerusalén reconquistada.

Herodes Antipater, que reinaría 33 años, hizo todo lo posible porque los judíos no le
viesen como un idumeo usurpador. Repudió a su mujer, Doris, para poder casarse con
Marián, la nieta de Aristóbulo. Pero aún así no consiguió ser querido por sus súbditos.
Además, tenía el problema de que una de las mayores amigas de Cleopatra, la faraona
de Egipto, era Alejandra, hija de Hircano y suegra de Marián. Cleopatra, que estaba en
ese momento en lo mejor con Marco Antonio, ambicionaba que Judea volviese, como en
los viejos tiempos, parte del imperio egipcio, y trataba de convencer a su novio de que
la apoyase, lo cual amenazaba con destrozar a Antipater.

En el año 36, siempre intentando llevarse bien con los judíos, y sobre todo con
Alejandra, Herodes accedió a nombrar a Aristóbulo III, hijo de Marián y por lo tanto
hijastro suyo, sumo sacerdote. El pobre Aristóbulo, sin embargo, se ahogó algunos meses
después mientras se bañaba. No fueron pocos los que creyeron que su padrastro había
tenido algo que ver. Marián, indignada, habló con su suegra, ésta con Cleopatra y ésta
con Marco Antonio, quien accedió a investigar el hecho.

Afortunadamente para Antipater, que fue imputado y conminado a presentarse ante


Antonio en Laodicea, éste en paralelo, como bien sabemos, estaba conspirando junto
con Cleopatra contra Octavio, el cual le mandó la flota al mano de Agripa y le infligió
una derrota definitiva en Actium, el año 31. Ambos se suicidaron poco después, como
también es bien sabido.

Octavio se reunió con Antipater en Rodas y, contra lo que éste pensaba (al fin y al cabo,
había sido uno de los aliados de Marco Antonio), le confirmó como rey de los judíos e
incluso le otorgó alguna tierra más, como la comarca de Jericó.

Herodes Antipater fue un buen administrador y constructor, que mejoró las instalaciones
de Jerusalén y construyó algunas fortalezas defensivas, entre las cuales se encuentra la
de Masada, que acabaría siendo crítica para la identidad judía porque ahí se inmolarían
decenas de zelotes rodeados por los romanos.

Su política, además, había sido la de no buscar enfrentamientos con el fundamentalismo


judío. Ni siquiera tomó medidas contra los ciudadanos, sobre todo fariseos, que
rehusaron realizar el juramiento de fidelidad a su persona que instituyó en el 17 AC.
Pero en sus últimos años esto fue cambiando y los castigos a los actos farisaicos fueron
siendo cada vez peores.

Herodes declaró herederos suyos a Aristóbulo y Alejandro, ambos hijos suyos con Marían
y, consecuentemente, al menos medio asmodeos, lo cual hacía fue que fueran mejor
vistos por los judíos ortodoxos que su propio padre. No obstante, a ambos los ejecutó en
el año 7 AC por conspirar contra él; algo que ya había hecho con su madre años antes. En
estas circunstancias, Herodes tuvo que asociar al trono a Antipater, su primer hijo, fruto
de su matrimonio con Doris, la mujer en su día repudiada por él. Sin embargo, a éste
también lo despojó de todos sus oropeles, también por sospechas de conspiración.

Antipater se estaba quedando sin herederos. Literalmente, tenía que optar por las
sobras. Y las sobras eran el joven Herodes, hijo de la conocida como segunda Marián,
hija del sumo sacerdote Simon Boethus, con la que se había casado el rey en el año 23
tras apiolarse a la primera Marián. Pero en el año 5 también este Herodes cayó en
desgracia; Herodes Antipater se divorció de su madre e incluso le quitó a Simón el sumo
sacerdocio. Así las cosas, fue nombrado heredero del trono el hijo de este Herodes caído
en desgracia, de nombre Antipas.

Antipas ni siquiera era hijo pata negra de Herodes; era el producto de un polvete con
una esposa menor, la samaritana Maltake. Tenía un hermano mayor y más importante,
Arquelao, pero por alguna razón Antipater no se fiaba de él.

Herodes Antipater murió en marzo del 4 AC; no sin antes, según los cristianos, haber
decretado la matanza de los inocentes, que valiente chorrada es. Probablemente
enloquecido por décadas viendo conspiraciones en todas partes, apenas unos días antes
de su muerte decretó la ejecución de Herodes Antipater junior, el hijo de Marián la
segunda y, en lugar de dejárselo todo a Antipas, dividió el reino en tres: a Antipas le
dejaba Galilea y Peraea como tetrarca; a Arquelao le dejaba Judea, Samaria e Idumea
con título de rey; y una serie de territorios al Este del lago de Galilea a Felipe, el tercer
hermano por la vía de otro matrimonio de Herodes Antipater junior, en este caso con la
denominada por la Historia Cleopatra de Jerusalén (para distinguirla de la de la nariz y
la leche de burra).

Los tres hermanos se fueron flechados a Roma a defender sus derechos para ser los
verdaderos reyes de todo. Entre medias, un tal Judas, cuyo padre había sido ejecutado
por Antipater, lanzó una rebelión en Galilea en el curso de la cual llegó a tomar la
ciudad de Séforis. En Roma, Augusto confirmó los términos del testamento de Antipater,
pero muy pronto, en el 6 DC, tuvo que destituir a Arquelao por los enormes problemas
que causaba su etnarcado (porque le negó el título de rey), entre ellos su matrimonio
con la princesa capadocia Glafira, que había sido la mujer de su medio hermano
Alejandro; algo que estaba encontra de la ley judía, que prohibía, no sé si prohíbe, el
matrimonio con la viuda de un hermano. Es tras esta destitución en el año 6 cuando
Judea se convierte en una provincia romana bajo el mando de un prefecto.

Herodes Antipas, de lejos el más listo de toda esta panda, se las arregló para que en su
tetrarcado no se le presentasen problemas a Roma. Se casó primero con una princesa
nabatea, hija del rey Aretas, pero pasó de ella cuando conoció a Herodias, tía suya y al
tiempo hermana política, puesto que era hija de su medio hermano Aristóbulo y estaba
casada con su tío Herodes Felipe.

La crítica de este matrimonio, impío a ojos de los judíos, es la que le costó la cabeza a
Juan el Bautista.

El principal problema que le supuso este matrimonio a Herodes Antipas fue Agripa, el
hijo anterior de Herodias que estaba en Roma. En la capital del imperio, Agripa se había
hecho muy amigo de Antonia y de sus hijos Druso y Claudio (el cojo tartamudo que sería
emperador). Esta amistad no gustaba al emperador Tiberio y, consecuentemente, a la
muerte de Druso, Agripa cayó en desgracia y fue pseudodesterrado a Idumea. Herodias le
comió la oreja (y quién sabe si otras cosas) a su nuevo marido para conseguir un mejor
tratamiento para su hijo, cosa que consiguió; fue trasladado a Tiberias y acabó de nuevo
en Roma, donde intentó poner a Tiberio contra Antipas, pero no lo consiguió. Fue
adscrito a la guardia personal de Tiberio Gemelo, donde pudo labrar una gran amistad
con Cayo Calígula. No obstante, sus críticas a Tiberio dieron con él en prisión.

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