A comienzos del año setenta (con el país aún bajo el Frente Nacional) los Salones de Artistas fueron centros de debates candentes entre los viejos nacionalistas (“regresivos” como les llamó Marta Traba), los seguidores de los modernos (como Botero y Obregón), unos “novísimos modernos” (fueron llamados por la prensa coca-colos, ye-yés, go-gós, “modernos de la sorpresa” por Traba y más tarde conceptuales que parecía que iban en contra de todo, y unos “nuevos nacionalistas” (digamos) que querían un arte comprometido, revolucionario y popular. Estos últimos se habían hecho notar (lo que espantó a Traba) apoyados por movimientos estudiantiles que ejercitaban el músculo de lucha dentro de la universidad pública. Para esta izquierda radical el arte de los “novísimos modernos” no tenía sentido (era apenas una moda importada, decadente, elitista, imperialista) y exigía un Salón con un arte propio, para todos: entendible y democrático. Presionadas por tales peticiones, las directivas del Instituto de Cultura deciden eliminar los premios del Salón de 1972 y, con ese dinero, descentralizarlo y llevarlo a más ciudades. Así, los “novísimos modernos” (Beatriz González, Bernardo Salcedo, Miguel Ángel Rojas) descontentos con los cambios del Salón deciden participar en su contraparte: el Primer Salón Independiente de la Jorge Tadeo Lozano. El único “novísimo” presente en el Museo Nacional en la inauguración del XXIII Salón Nacional de Artistas fue Antonio Caro (participó tanto en el Salón Nacional como en el Independiente). El joven artista (tenía 22 años) presentó en dicho evento un cartel compuesto por 16 cartulinas blancas de 70 x 50 cms. En donde se leía: “aquí no cabe el arte”. En cada cartulina pintó con vinilo negro una letra de esa frase mayúscula acompañada por el nombre de un líder estudiantil, o un sindicalista, o un indígena asesinado por la persecución política en Colombia, añadiendo fecha y lugar de la matanza. Con inteligencia, coraje y empleando los medios más baratos y “democráticos” (la palabra y el papel), Caro invadió y cuestionó (una vez más) un espacio institucional (el Museo Nacional), un espacio artístico (el Salón Nacional), un espacio político (un museo y un Salón dominados por una tendencia que lo rechazaba) y haciendo la obra más crítica y directa posible puso en jaque a su gremio y a sí mismo al señalar que la filiación política o el gusto estético es lo de menos en una sociedad ignorante, asesina, politiquera y corrupta. Donde la muerte y la mentira reinan, el arte, obviamente, no tiene lugar.