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BIOGRAFIA DE LA VIRGEN MARÍA

La Gran Promesa
Más de cuarenta siglos habían pasado desde que Dios Nuestro Señor, a raíz de la caída original y en la
misma hora que fulminaba su castigo sobre los culpables, dejó brillar, en medio de su enojo, un rayo de luz
y de esperanza, precursor de su inmensa misericordia.

Al tocar el turno a la serpiente tentadora, es decir al diablo, le dijo Dios: "Enemistades pondré entre ti y la
mujer, entre tu posteridad y la suya: Ella quebrantará tu cabeza y tú morderás su talón". (Gen. 3, 15).

La Tradición cristiana ha visto siempre en esas palabras, la gran promesa del Redentor futuro y de su
completa redención o victoria sobre el pecado y el demonio.

La Promesa divina se cumplió, hace ya casi dos mil años. Llegada, en efecto según el plan divino, la
plenitud de los tiempos, como aurora divina de redención apareció María Inmaculada y llena de gracia, de
la cual nació a su tiempo el divino Sol de Justicia, Cristo Jesús, nuestro Redentor, el prometido Triunfador
invicto del demonio, del pecado y de la muerte.

El Nacimiento
María Santísima, hija de San Joaquín y Santa Ana por especial favor de Dios, nació en Jerusalén, y
cuando tuvo tres años fue llevada por sus padres al templo de esa ciudad para ser presentada al Señor y
entregada a su servicio, viniendo a ser entre todas las doncellas el mayor ejemplo de santidad y modestia.
La Iglesia celebra el 21 de Noviembre la Presentación de la Santísima Virgen en el Templo.

Allí la Niña María aprendió a hilar lana y lino, a labrar las vestiduras sacerdotales y demás objetos para el
culto santo; leía con suma atención las divinas escrituras y con encendido amor, aunque sin ninguna
ceremonia exterior hizo voto perpetuo de guardar su pureza virginal. En ese entonces debía tener ya más
de doce años, pues en esta edad era cuando se permitía a las jóvenes judías hacer votos valederos.

Sabemos por la revelación y el magisterio de la Iglesia, que en Ella, la gracia divina se adelantó a la
naturaleza viciada; que ningún hálito impuro la contaminó jamás; que sola Ella, entre todas las hijas de
Adán, por un milagro de preservación redentora, fue preservada del universal contagio del pecado original;
que Dios pareció haber agotado los tesoros inmensos de su omnipotencia, para embellecer y santificar su
alma; y que la fidelidad perfecta de la Virgen, correspondiendo con exacta cooperación a los continuos
llamamientos de la gracia, acumuló en sí méritos sobrenaturales sobre toda otra humana medida e hizo de
Ella la más bella, la más sublime y santa entre todas las puras criaturas salidas de las manos del Creador.

Fisonomía Exterior de María


El gran Padre y Doctor de la Iglesia, San Ambrosio, dice a este respecto:

"Era la Virgen María de alma prudente y corazón blando y humilde, grave y parca en el hablar, aficionada a
lecturas santas, modesta en sus palabras, muy atenta a lo que hacía, y buscando en todo siempre agradar
a Dios y no a los hombres.

A nadie molestó jamás, a todos quiso bien, y tuvo particular respeto y reverencia a los mayores.

Nada duro o provocativo había en sus ojos o en su mirar; nada de atrevido o inconsiderado en sus
palabras; y en sus acciones, nada que no fuese de todo punto digno y decoroso.
Sus gestos y su andar, nada tenían de ligero, suelto o petulante, antes bien, procedía con todo orden y
compostura, de suerte que, la modestia y continente exterior de su persona eran como un bello reflejo de
su alma, y podía servir como acabado ejemplar de toda probidad.

Era Ella la mejor guarda de sí misma, y tan apacible en su andar, en sus palabras y ademanes, que con
sus pasos y movimientos, más que avanzar en el camino parecía adelantar en la virtud. Cuando hacía esta
Virgen modestísima, podía tomarse como regla de buen proceder y de virtud.

Los Desposorios
Dos años después de muertos sus padres y siendo ya de catorce años, quisieron los sumos sacerdotes
que tomase esposo, más Ella rehusó esto terminantemente por su amor a la pureza y promesa virginal;
pero por providencial manifestación de Dios aceptó, previo voto mutuo de castidad, a San José por
compañero, con el cual se desposó y se fue a vivir a Nazaret, pequeña aldea donde se ejercitó en la
oración y la contemplación.

El día menos pensado, estando la Santísima Virgen en oración, se le presentó el arcángel San Gabriel y le
anunció que Ella concebiría en su seno al Hijo del Altísimo, que iba a hacerse hombre, sin dejar de ser
Dios para redimir a la humanidad; y que esto se haría maravillosamente suministrando su purísima sangre
en su propio seno al Espíritu Santo obrador del prodigio; luego le reveló, como para confirmar la divina
encarnación, que Isabel su prima, había concebido un niño, que sería precursor del Verbo humanado;
entonces la Santísima Virgen determinó ir a visitar a Santa Isabel, guardando grande reserva de lo que
pasaba; mas en aquel venturoso día ---que llamamos de la Visitación---, al ver Santa Isabel a María
Santísima, exclamó: "¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a visitarme?" No pudo María dejar
de bendecir a Dios en tal momento y prorrumpió en admirable cántico de alabanzas a Dios, de sentida
expresión de humildad y de reconocimiento, que denominamos el himno del Magníficat.

El Nacimiento de Jesús
Antes del Nacimiento del Bautista, María regreso a Nazaret, donde vivía con humildad, recogimiento y
oración. Tuvo luego que ir San José a la ciudad de Belén, patria del profeta David, a cumplir con el
empadronamiento ordenado por edicto imperial; en tal viaje acompañó al esposo la Santísima Virgen,
cuidándose más de pensar en que todo lo ordena la divina providencia, que en la fecha en que pudiera ser
el alumbramiento. Habiendo arribado a Belén, hallándose como perdidos en medio de las multitudes que
habían llegado de todas partes para hacerse inscribir; en vano buscaron asilo para pasar la noche, pues
ninguno les abrió, tanto por ser desconocidos y pobres, como por estar ya todo ocupado. Tuvieron que
albergarse en un mezquino establo, refugio de pastorcitos y rebaños. Allí, hacia la media noche, el Verbo
encarnado sale milagrosamente del seno de María, ésta lo toma en sus brazos, lo adora, lo envuelve en
humildes pañales y coloca sobre unas pajas del pesebre; tal es el nacimiento del divino Infante, cual pasa
el rayo de luz por un purísimo cristal.

Por este tiempo, a los 40 días, la Santísima Virgen se presentó, sin estar obligada, al templo de Jerusalén
a la ceremonia legal de la Purificación y a ofrecer la oblación del caso. ¡Qué humildad y obediencia!. Y allí
oyó las amargas profecías de Simeón el anciano.

Vida en Nazaret
Estando aún la Sagrada Familia en Belén, una noche un ángel del Señor ordenó a San José tomara a
Jesús y con la Santa Madre huyeran a Egipto porque Herodes buscaba al Niño para darle muerte. ¡Qué
afán! Mas qué obediencia y prontitud en emprender aquella huída. Años después por aviso Angélico
volvieron a Nazaret.
Siendo el Niño de doce años, fue llevado por sus padres al templo de Jerusalén en cumplimiento de
prescripciones santas de asistir a los sacrificios y oír explicar la Sagrada Escritura; mas por la imprevista
quedada del Niño Jesús en el templo, ---que ellos juzgaron que se les había perdido---, ¡Cuánto sufrimiento
hasta encontrarlo!. Estaba en medio de los doctores, oyéndolos y enseñándoles...

En Nazaret continuó la Sagrada Familia la oscura y humilde vida: allí crecía el Niño en edad, santidad y
ciencia a vista de todos; allí aumentaba a diario la perfección de María y tuvo la pena de ver morir a San
José, a quién asistieron con Jesús en su último instante de vida humana; de allí salió a los 30 años de
edad, Jesús divino Maestro, a emprender la vida en público, de enseñanzas, predicación, beneficios y
continuo sacrificarse hasta la muerte.

Durante la Vida Pública de Jesús


En los tres años de vida pública de Nuestro Señor Jesucristo hallamos a María Santísima principalmente
en tres momentos: 1º Abogando por los necesitados en Caná de Galilea; 2º Saliendo al encuentro de
Jesús, agobiado con el peso de la Cruz, en la calle de la amargura; y 3º En el Calvario, donde fue
constituida Madre Nuestra.

1º Las Bodas de Caná

Había sido invitado Jesús con sus discípulos a unas bodas, a que asistía también María. Durante la
comida faltó el vino. María se lo advirtió a Jesús. "Mujer, le contesta el Salvador, ¿por qué te diriges a mí?
No ha llegado aún mi hora".

Y dice María a los sirvientes: "Haced cuanto Él os diga". Ordena Jesús que llenen de agua seis tinajas,
manda escanciarlas, y gustan los convidados un vino mejor que el que hasta entonces se les había
servido. Este fue el primer milagro de Jesús, que sirvió para confirmar a sus discípulos.

Si María no hubiese intervenido, el Salvador no hubiese obrado el prodigio; sin embargo, el milagro se
efectuó, y nota el Evangelio que fue el primero que obró Jesús. ¡Qué delicada atención la del Señor!

Durante una época entera de su vida, va como a olvidarse de su Madre; pero antes le concede obtener el
primer milagro que confirma la fe de sus discípulos. ¡Qué demostración tan espléndida del poder de María!.

2º En la Calle de la Amargura

Acompañada por San Juan y por las piadosas mujeres, María quiso salir al encuentro de su divino hijo. El
lugar del suplicio no es ciertamente un sitio adecuado para una madre.

Bien sabía Ella que no habría podido prestar ningún socorro a su Hijo pues los verdugos, según la ley, se
lo habrían impedido. Sabía muy bien, además, que con su presencia, lejos de disminuir el dolor del
Salvador, no haría más que aumentarlo. Esto no obstante, su deber, su calidad de Corredentora, no le
permitía estar ausente; impulsada por el deber, se dirigió Ella también hacia el Calvario, al encuentro de su
Hijo.

Una antigua tradición nos cuenta que la Virgen en vez de agregarse a la multitud tumultuosa que seguía al
condenado, tomó un atajo a fin de encontrarse con su Hijo, quizás junto a la puerta por la cual habría
debido pasar para dirigirse al Calvario y se encontró de hecho con Él, pero, a causa de los esbirros y de la
plebe no hubo ni pudo haber otra cosa, entre Ella y Él, que un rápido cambio de miradas y de afectos,
sintetizando en dos palabras pronunciadas más con el corazón que con los labios: "Madre mía, Hijo mío".
Cuánto pesar y compasión no se expresarían mutuamente. Cuántas cosas no se dirían en estas dos
palabras.

3º María Santísima al pie de la Cruz

Después de haberse visto María como olvidada durante la vida pública del Salvador, reaparece en el
momento supremo del sacrificio. Allí está; fuerte en medio de su inmenso dolor. La ve su Hijo, y en su
corazón sumergido en el sufrimiento, halla aún, lugar para la compasión y la piedad hacia su Madre. En el
momento de la despedida, quiere verse reemplazado para con Ella. ¿A quién confiar tan preciosa misión,
sino a su discípulo amado?. "Mujer, dice a María, designando a Juan: he aquí a tu Hijo". "Hijo, dice a San
Juan, he aquí a tu Madre".

María mira a su alrededor. Sólo ve a Juan, y a Juan precisamente mira Jesús. Entonces comprendió muy
bien María que Juan estaba allí en representación de otros hombres, cuyo lugar él ocupaba en esos
instantes sublimes, y esos hombres éramos todos nosotros. Recién entonces comprendió el hondo
significado de su "fiat" de Nazaret: para salvarnos, para ser Nuestra Madre en el orden de la gracia, debía
sacrificar a su Hijo, en el orden de la naturaleza. He aquí, cómo la Santísima Virgen ha quedado
constituida Madre nuestra, he aquí cuál es la parte que ha tenido en nuestra redención y hasta qué punto
le somos deudores de la vida de la gracia para nuestra salvación.

Últimos años de la Virgen


Los últimos años vividos por María sobre la tierra, han permanecido envueltos en una neblina tan espesa
que casi no es posible entreverlos con la mirada, y mucho menos penetrarlos. La Escritura calla y la
tradición nos hace llegar solamente ecos lejanos e inciertos. Indudablemente la Virgen, en aquellos años
en que permaneció en la tierra, debió exclamar continuamente, con mayor razón que San Pablo,
dirigiéndose a los primeros cristianos: "Mi vida es Cristo y la muerte sería para mí una ganancia. Mas,
¿qué escoger?. A la verdad, mucho mejor sería para mí irme con Él; pero vuestra necesidad me manda
quedar aquí... Permaneceré con vosotros para provecho vuestro y gozo de vuestra fe" (Filipenses, 1, 21-
26). ¡Si la Iglesia, hija de María era todavía niña, y como tal, aún tenía necesidad de todos aquellos
cuidados que sólo una madre puede procurar, de todas aquellas finas y delicadas solicitudes que sólo un
corazón de madre puede percibir. Y María, consagrada enteramente al provecho de la Iglesia, prestó de
continuo hacia Ella, cuerpo místico de Cristo, todos aquellos cuidados y atenciones maternales que había
tenido para con su divino Hijo. A Ella, por consiguiente, como a la madre de una familia, recurrían de
continuo los Apóstoles y discípulos, todos los fieles especialmente en las horas de duda, de dolor y de
persecución. Ella aconsejaba a todos, sostenía a todos. Junto a Ella, aquellos primeros fieles olvidaban las
penas del destierro y se sentían animados para recorrer con ardor el camino que conducía a la patria.

Fin del Destierro


Todo nos induce a creer que la vida terrena de María, así como tuvo su comienzo en la ciudad santa, así
también tuvo en ella su término. Ella pasó de la Jerusalén terrestre a la Jerusalén Celestial. No se
comprende bien, en efecto, cómo pudo morir la Virgen. Para nosotros es fácil, demasiado fácil morir. Pero
para María no sucede lo mismo.

Después de consolar, enseñar y amparar a los apóstoles y discípulos de Cristo, cuando fue tiempo de salir
de este mundo, abrasada en amor divino se durmió plácidamente.

No fue una sacudida violenta que arrancó el alma de María; fue el impulso de la caridad lo que la separó
dulcemente del cuerpo enviándola al Paraíso envuelta en una onda de deseo ardiente de su Amado.
Después de su muerte la Santísima Virgen fue llevada a los cielos por los ángeles, donde coronada de
gloria y de poder y con trono sobre todos los coros angélicos y todos los santos, permanece eternamente
como Madre de Dios que es, y Señora y Madre nuestra, ejerciendo su amabilísimo poder por los siglos de
los siglos.

Acudamos confiados a María


Para terminar este dulcísimo tema recordemos las autorizadas y eficaces palabras de San Bernardo: "¡Oh
tú quien quiera que seas, que te sientes como fluctuar inseguro entre los grandes riesgos, huracanes y
tempestades de este siglo! Si no quieres perecer, si no quieres morir en medio de tan grandes
tempestades, pon tus ojos y no apartes tu mirada del fulgor de esta estrella, de María, tu guía y salvadora.

Si se levantan vientos furiosos de tentación, si tropiezas en escollos, si ocurren adversidades, mira a la


estrella, invoca a María..

Si te vieres fuertemente arrastrado por los vientos de la soberbia, de la ambición, de la envidia, de la


detracción, mira a la estrella, invoca a María.

Si la ira, o la envidia, o la avaricia, o el ardor de la pasión y estímulo de la carne, agitasen violentamente la


navecilla de tu alma, mira a la estrella, invoca a María.

Si espantado por el número y enormidad de tus pecados, confuso por su espantosa fealdad, y aterrado por
el temor del juicio divino, recurrieras a hundirte en la tristeza o, lo que es aún peor, en el abismo de la
desesperación, acuérdate de María, acógete a su amparo, invoca su protección.

¡En los peligros, en las perplejidades, en las angustias, piensa en María, acude a María, invoca a María!
No se aparte su nombre de tus labios, no se aparte de tu corazón; y para merecer más seguramente su
amparo, procura imitar ante todo los ejemplos virtuosos de su vida.

Siguiéndola, no te extravías; llamándola no desesperas; recordándola, no yerras; sosteniéndote Ella, no


caes; protegiéndote Ella, no hay por qué temer; guiándote Ella, no te cansas; amparándote Ella, con
seguridad llegarás a la posesión de la eterna bienaventuranza.

Tengamos, pues, un tierno y ferviente amor, una confianza grande y segura en María Santísima, por ser
Ella para nosotros Madre bondadosísima, y además Medianera, por gracia y favor de Dios omnipotente.
Ella puede y quiere socorrernos en toda necesidad, en todo peligro, en toda tentación.

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