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Selección de

Luz Gabriela Barrientos Mariscal, Sandra Inés Castrejón García y Jessica América Gómez
Flores
Antología de ensayo: Generación del 98

Selección de textos a cargo de:

Barrientos Mariscal, Luz Gabriela

Castrejón García, Sandra Inés

Gómez Flores, Jessica América

Presentación e introducción:

Gómez Flores, Jessica América

Imagen de portada:

Barrientos Mariscal, Luz Gabriela

Mayo, 2014

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Presentación

La presente antología da muestra de algunos de los ensayos, o en defecto fragmentos de

ellos, que fueron escritos por autores de la Generación del 98. En dicha antología queremos

dar muestra de ensayos que, aunque no son tan representativos, si muestren los interesen y

preocupaciones de los escritores de dicho periodo.

Dicha antología no pretende analizar la estructura específica de cada ensayo

(temáticas predominantes, extensión de los ensayos, estilística de cada autor, etc.); el

objetivo principal de nuestra antología es dar a conocer la ensayística de los escritores de la

época, ya que algunos son mayormente conocidos por sus novelas, cuentos o poesía.

Es por ello que la elección de los textos fue por gusto particular de las

antologadoras; debido a ello, el orden de aparición de autores está más relacionado a una

clasificación generacional y no estilística.

Para la localización de textos ocupamos libros, bases de datos y sitios de internet.

La mayoría de los textos fueron transcritos de libros, físicos o electrónicos, y una pequeña

parte de los ensayos fue tomada de sitios de internet confiables.

Con dichos ensayos pretendemos que surja un gusto por la lectura de ensayos de

esta época y que de igual forma los estudios de dichos textos tengan un mayor auge.

Jessica Gómez

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Introducción

Durante el reinado de Alfonso XIII (1886-1930) hubo un gran crecimiento económico y, al

igual que en gran parte del mundo, se hizo énfasis en las ideas positivistas de orden y

progreso. No obstante, los problemas sociales seguían representando una problemática muy

fuerte para España.

No solo los acontecimiento dentro del país afectaban a la sociedad, sino que además

influyeron algunas problemáticas externas como los conflictos que enfrentaba con Estados

Unidos ante la situación de Cuba. España había dejado de ser potencia y, ante los

problemas económicos, sociales y políticos que acaecieron, la escritura de los escritores de

la época fue cambiando. La crisis por la que pasaba España trajo un periodo de conciencia,

reflexión y desengaño generalizado. El grupo que comenzó a manifestar dicha conciencia

con medio de sus escritos fue la llamada por Andrés González Blanco “La Generación del

Desastre.”

Fue hasta 1910 que José Martínez Ruiz Azorín, nombro a estos autores como la

“Generación del 96”, aunque posteriormente —debido a la reflexión de las características

en común entre los escritores— decidió renombrarla como “Generación del 98”. Los

autores de esta generación pretendían entender la historia, la ideología de su sociedad,

comprenderse a sí mismos y, con el apoyo de la filosofía y la literatura, transformar su

entorno mediante una regeneración de España y de las formas artísticas.

El ensayo en la Generación del 98

Al final del siglo, el ensayo regeneracionista se ocupó como medio de expresión en las

doctrinas que interrumpían en la vida española en torno al desastre del 98. Sin embargo, en

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esta antología se abordarán aquellos autores que aunque por lo general mostraban una

visión un tanto pesimista, y a veces incluso catastrófica, creían fehacientemente en que los

errores podían corregirse. La propuesta para mejorar era optimizar la instrucción y elevar el

nivel de vida del pueblo.

Así, notamos que en autores como Azorín, Unamuno o Ganivet el ensayo

regeneracionista se convierte, más allá de su dimensión didáctica, en un verdadero producto

literario en que los autores integran al ensayo el lirismo que mostraban en sus narrativas.

Los autores de esta generación que dedicaron tiempo al ensayo, pretendían expresar

inquietudes existenciales, muchas veces evocaban elementos del paisaje e incluso trataron

de interpretar el carácter nacional.

Jessica Gómez

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Bibliografía

Azorín, Los pueblos: la Andalucía Trágica y otros artículos (1904-1905), Castalia, 1978.

Azorín, Tiempos y cosas, prólogo de Pedro Lorenzo, Biblioteca Básica Salvat, Barcelona,
1982.

Baroja, Pío, Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 2011.

El ensayo literario contemporáneo, “Diccionario de ensayistas”, Departamento de


Humanidades de la Universitat Pompeu Fabra [en línea:
http://www.upf.edu/ensayoliterario/diccionario/]

Gullón, Ricardo, La invención del 98 y otros ensayos, Gredos, Madrid, 1969.

Herrera, Ángeles y Herrera, Arnulfo, Lengua Española, Editorial Santillana, México, 2006.

José Cela, Camilo, Cuatro figuras del 98: Unamuno, Valle –Inclán, Baroja, Azorín y otros
relatos y ensayos españoles, Editorial AEDOS, Barcelona, 1961.

Laín, Entralgo, Pedro, La generación del noventa y ocho, Espasa-Calpe, Buenos Aires,
1987.

Pedraza Jiménez, Felipe B., Rodríguez Cáceres, Milagros, Las épocas de la literatura
Española, 3° edición, Editorial Ariel, Barcelona, 2007.

Proyecto “Filosofía en Español”, Oviedo, España, [en línea:


http://www.filosofia.org/index.htm]

Ruiz García, María Teresa, Literatura Universal, Editorial Esfinge, México, mayo, 2010.

Weinberg, Liliana, Pensar el ensayo, Siglo XXI editores, México, 2006.

Weinberg, Liliana, Umbrales del ensayo, Cuadernos de los Seminarios Permanentes del
Centro Coordinador y difusor de Estudios Latinoamericanos, UNAM, 2004.

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Ángel Ganivet

(1865-1898)

Escritor y diplomático nacido el 13 de septiembre en Granada. Se le considera el


precursor de la generación del 98 gracias a sus escritos de corte filosófico.
Doctor por la Universidad de Madrid y cónsul en Finlandia durante 1895, y en Riga,
Letonia, lugar donde fallece el 29 de noviembre.
Autor de ensayo, novela y teatro, dejó obras tales como España filosóficamente
contemporánea, Cartas Finlandesas, Hombres del norte, Idearium español y
Porvenir de España.

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La vida social
I
Aunque la organización de los elementos sociales en nuestros días no permite establecer
verdadera distinción de clases, por la facilidad con que se asciende o desciende de unas a otras
y por la gran variedad a que esto mismo da lugar, no podemos menos de formar, para nuestro
estudio, ciertas agrupaciones en las cuales, ya la analogía de la educación recibida, ya la
semejanza de profesión, ya la igualdad de aspiraciones, producen notas características que las
diferencian o separan.
Empecemos por la clase obrera, que es la más numerosa. Un progreso gigantesco representa
la situación actual comparada con la que hubo de atravesar en edades pasadas: trabaja
libremente y sin los ligámenes vejatorios de los antiguos gremios; merece una consideración
social más elevada, hoy que por fortuna van cediendo ciertas preocupaciones que existieron
contra algunos trabajos manuales; satisface, en la estrechez de su jornal, necesidades que en
otros tiempos ni aun imaginar pudo; su instrucción es mayor, aunque todavía sea muy
deficiente y descuidada; sus horizontes son despejados y todo augura un mejoramiento
progresivo. Y sin embargo, la mayoría de las clases trabajadoras, quizás de una manera
inconsciente, cierra los ojos ante la realidad y se deja llevar con frecuencia del pesimismo,
emprendiendo a veces una campaña verdaderamente demoledora, cuyas manifestaciones diarias
son la predicación insensata, la huelga, la manifestación tumultuosa, a las cuales cooperan
pocos con su esfuerzo, pero muchos con su asentimiento y con su aplauso, demostrando que el
mal es más extenso de lo que a primera vista aparece.
¿Cuál es la causa de estos fenómenos, cuya existencia parece inexplicable? Creen algunos
que esto se debe a un régimen de excesiva tolerancia que ha favorecido su desarrollo; otros
afirman que el fenómeno es producido por la ignorancia; éstos lo fundan en ciertas tendencias
de la Filosofía novísima; cada uno quiere explicarlo a su modo.
No puede ser lo primero, porque si bien es cierto que la declaración irreflexiva por la
Asamblea constituyente francesa, de la libertad absoluta del trabajo que prontamente fue
aceptada por otras naciones, lanzó a la clase obrera a una vida nueva y a un régimen para el
cual no estaba preparada, con lo cual se produjo un grave malestar que todavía persiste, no lo es
menos que ese espíritu destructor de que parecía hallarse poseída no se manifiesta sólo en las
Naciones en que impera la libertad política, sino que existe en otras cuyo régimen es
autocrático, como Rusia. El Socialismo de Owen, Fourier, Enfantín y sus secuaces y el
nihilismo de Hertzen, Cernicevsky y Bakunin son una misma cosa; sólo difieren en su

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manifestación externa, que guarda armonía con el medio más o menos tolerante en que se
desarrollan.
No es posible que la causa que se investiga sea la ignorancia, porque el obrero
industrial, el de las grandes capitales, que es el más instruido, marcha a la cabeza del
movimiento, en tanto que el trabajador agrícola, mucho más ignorante, es el que se muestra
más refractario a él, y cuando lo secunda, siempre figura en segundo término.
Más fundada parece la opinión de aquellos que buscan una tendencia filosófica
determinante de las tendencias políticas, económicas y sociales que representan el socialismo y
sus varios matices y ramificaciones, porque no se concibe un sistema de moral, de derecho, de
política, que no sea derivación de un sistema de filosofía especulativa; la teoría es siempre
fundamento de la práctica. Pero se padece generalmente de un error al designar cual sea ese
sistema filosófico.
Que los autores de los diversos sistemas socialistas sean positivistas o materialistas,
que el representante más distinguido del socialismo, Proudhon, llegue al más franco ateísmo,
no es razón suficiente, a nuestro juicio, para afirmar que esas teorías que tan perturbado traen el
cerebro de la clase obrera, sean una derivación o consecuencia lógica del positivismo o del
materialismo, porque ninguno de estos propagandistas ha formulado un sistema tan radical y
absurdo como el que explana Platón en su República; Platón, el más idealista de los paganos, el
que se eleva a un concepto de Dios, no desdeñado por San Agustín.
Los sistemas filosóficos, cualquiera que sea su índole, tienen siempre al lado de una
parte negativa, otra de afirmaciones, porque nuestra inteligencia no puede satisfacerse con la
negación; únicamente el escepticismo sistemático queda excluido de este principio, y por esto
sólo él es el Punto de partida de toda tendencia puramente negativa. ¿Y qué otra cosa es el
socialismo que una negación? Sustituir la actual organización de la familia con la disolución de
la familia, piden unos; destruir el poder social para establecer la anarquía, pretende un gran
número; abolir la propiedad para organizarla de tal suerte que nadie pueda gozar de ella, es el
deseo de todos y así en lo demás.
No es posible que exista un sistema filosófico cuyas conclusiones prácticas lleguen a
tal extremo, porque si en él han de tener cabida cierto número de afirmaciones en que la
doctrina se condense, es decir, cierto número de ideas, su último término no puede ser negativo;
la idea puede llevar en sí el germen de la destrucción, pero a la vez lleva el principio de futuras
creaciones.

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En cambio el escepticismo, que nada afirma ni nada niega, que priva a la inteligencia de la
seguridad o fijeza en el conocimiento y a la voluntad de la convicción y la firmeza en sus
determinaciones, conduce como por la mano al estado que presenciamos. Cuando nuestra
inteligencia queda despojada de esas ideas madres que son como brújulas que nos guían en el
océano de la vida, entonces quedamos a merced de los instintos y de los deseos de todo linaje y
pretendemos destruir los obstáculos que se nos ofrecen, prestando oídos al absurdo y a la
utopía, que halaga nuestros instintos.

II
La clase media es el elemento más importante de las sociedades modernas, que en su
mayoría tienen una organización más práctica; es la encargada del gobierno y la
administración, de la enseñanza en sus diversos grados, de la dirección del trabajo, etc.; su
papel en la vida colectiva es análogo al que el cerebro ejerce en la vida individual. La misma
variedad de sus funciones, motiva que su estudio en conjunto sea en extremo difícil, porque en
tanto que una parte de ella se acerca a la aristocracia por el camino de las riquezas y goza de sus
méritos y defectos, otra parte muy numerosa se confunde con la clase proletaria, por su pobreza
y escasa instrucción, sin otra diferencia que el tener alguna propiedad, la cual por muy pequeña
que sea, basta para apartarla de toda corriente innovadora que pudiera privarla de ella, y para
distinguir al propietario más humilde del obrero mejor acomodado.
Dejando aparte estas fases extremas, y de igual manera la clase ilustrada, cuyos caracteres
son muy diversos, fijémonos en el núcleo más importante, en el que dirige el movimiento de la
riqueza, su producción, transformación y circulación y que por esto suele denominarse fuerza
viva de un país.
Cree la generalidad que este elemento social camina en nuestros días impulsado por el
positivismo, que no le deja ir más allá del provecho, el interés o la conveniencia. Sin embargo,
esta creencia, que corre de boca en boca como artículo de fe, es uno de tantos errores.
La doctrina positivista no es otra cosa que el desenvolvimiento de dos ideas: la evolución
como ley filosófica, y el altruismo como ley moral. ¿Qué influencia pueden haber ejercido
ambas en nuestro estado social, en el que predominan, refiriéndonos a la clase media, el
egoísmo y la apatía? El egoísmo, que no es otra cosa que el interés individual prescindiendo de
las necesidades de los demás y poniendo la Moral a los pies de la Economía, se manifiesta en
todas las relaciones sociales; pero como es natural se acentúa en las económicas. No se puede
negar, sin cometer una grave injusticia, que el obrero tiene algún fundamento para sus quejas y

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que sufre algún malestar, que es la fuerza impulsiva ocasional en la manifestación de los
extravíos de que su desacertada educación le hace víctima, el calor que hace fructificar la
semilla puesta en terreno abonado.
Y es asimismo indudable que ese malestar es debido en gran parte al egoísmo de los
tenedores del capital, de los empresarios, que sistemáticamente se niega a toda modificación
favorable al obrero, al que someten a la dura ley de la oferta y de la demanda, reguladora de las
mercancías, dejándole que se lance por las vías extremas, por el camino de la fuerza, olvidando
que el gigantesco progreso que representa la libertad del esclavo no se debió a la sublevación
de Espartaco, sino a la predicación de una grande idea.
No necesitamos de grandes esfuerzos para demostrar que la apatía existe, que es hoy
una enfermedad general y que su influencia se extiende a todas las esferas.
En el orden político, no es posible imitar el cuadro de negros colores de la realidad
en que vivimos, ni es necesario descubrir las funestas consecuencias de un incalificable
abandono sólo, sacudido de tarde en tarde, cuando se hieren los intereses particulares; en el
económico, dentro del territorio hay necesidad de recurrir a defensas artificiales; en el
pedagógico, toda iniciativa provechosa es un sueño, dándose el curioso espectáculo de que,
salvo un determinado número que se dedica a las carreras del Estado, casi todo el resto social
no tenga otra instrucción que la primaria, tan defectuosa e incompleta, sin que haga esfuerzos
notables para mejorar su condición intelectual, cual exigen las grandes prerrogativas de que
goza y el uso acertado de las mismas.
No es posible, pues, suponer que esta conducta pueda inspirarse en las corrientes
positivistas, que no son tan impetuosas como generalmente se cree, aún cuando por positivismo
entendiéramos no ya los sistemas así denominados, sino el concepto vulgar que del mismo se
tiene, el cual consiste en sustituir con el interés, con la utilidad actual y tangible si queremos
materializar la idea, el sistema de principios filosóficos y morales reguladores de las acciones
humanas, porque en realidad el móvil del interés es acaso el más eficaz para impulsar la marcha
progresiva. En Inglaterra, donde realmente la idea positivista tiene más arraigo y ha contribuido
a darla un carácter original y diferente de las demás naciones, se notan, al par que
consecuencias perniciosas de espíritu dominante, otras en extremo favorables y todas ellas
forman un conjunto bastante diverso del que resulta en nuestra patria. Además, el predominio
de las tendencias positivistas determinaría un estado religioso abiertamente hostil al
Catolicismo, y la realidad demuestra lo contrario. No se siguen las inspiraciones ni las
enseñanzas de la Iglesia, pero tampoco se rompe con ellas: el estado normal es la indiferencia,

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que a todo presta oídos sin decidirse por nada, que ni tiene fuerzas para destruir ni energía y
vitalidad para crear, que al lado de toda afirmación pone la sonrisa dolorosa del escéptico.
Indiferencia en el obrar, escepticismo en el creer, he aquí dos términos encadenados por la
lógica inflexible, en los cuales se resuelve el progreso de nuestra sociedad y que especialmente
caracterizan de un modo acabado la vida y las aspiraciones, los sentimientos y los actos del más
importante de los elementos sociales.

III
Los caracteres principales que a la clase media hemos asignado, trascienden a la aristocracia
aunque invertidos: el egoísmo es mucho menor, la apatía se eleva a la suprema potencia. Si este
elemento social en tiempos pasados mereció sus preeminencias, porque caminaba al frente del
movimiento nacional en la lucha por la fe y por la patria, en los actuales se ha hecho acreedor a
la pérdida de toda superior consideración, porque marcha detrás de todos, mejor dicho, es
llevada a remolque por los demás.
Cesó la lucha destructora y viene la lucha creadora; el campo de batalla es campo cultivable
y los mesnaderos, trabajadores; había por tanto que transformar las organizaciones antiguas,
fundadas en el valor, en otras nuevas basadas en la inteligencia y el trabajo; pero esto no se ha
hecho y la aristocracia consume sus fuerzas en el ocio, vegetando en las grandes poblaciones,
víctima de la funesta enfermedad económica que se llama el absentismo, causa principal de la
crisis agrícola, pasando el curso de su vida con gran detrimento propio y escaso provecho para
la sociedad.
Elemento tradicional por su propia naturaleza, se caracteriza además por su aislamiento de la
vida activa, por su oposición ciega y tenaz a toda innovación; mas no se crea que esta tendencia
a lo pasado está alimentada por las ideas y las creencias que en éste predominaban. Existe un
gran número de individuos (y refiriéndonos a la mujer no sólo en la aristocracia sino en esfera
más extrema) que subordinan esta conducta a un sistema de ideas que conservan del pasado
todos los elementos de vida; pero la generalidad, reforzada con la pseudoaristocracia que es
muy numerosa, no se halla en este caso, sino que en último término y de una manera paulatina,
va penetrando en el ambiente social y engrosando la corriente de escepticismo, porque no es
posible vivir en una sociedad sin recibir las influencias que en ella son imperantes. ¿Cómo se
concibe la desmoralización persistente de una clase social que profesa una creencia
determinada con fijeza y convencimiento, máxime si esa esencia y ese criterio en el obrar son la
filosofía y la moral cristiana? No es posible que una idea aceptada como verdadera sea tan laxa,

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tan escasa de energía que no imprima su sello en los actos humanos, y cuando hay
contradicción constante entre el hecho y la idea, debe resolverse a favor del primero, cuya
trascendencia mayor para la vida es garantía del acierto.
Se podrá objetar: ¿cómo se explica que una sola dirección en las ideas se traduzca
luego en la realidad en direcciones contradictorias? ¿No se advierte aquí una contradicción
notoria? De ningún modo; antes al contrario, en esa contradicción estriba el mayor argumento
de nuestras afirmaciones.
Como el escepticismo deja nuestro entendimiento trabajado por la duda y preso de
constantes vacilaciones, no ofrece una norma ideal a la que se ajusten nuestros actos, y éstos
quedan sometidos al imperio de los móviles, que siendo distintos y variables en cada individuo
o colectividad, determinan la variedad en las tendencias.
En ese estado social influido por ese principio destructor, y al impulso de los
particulares móviles, unos querrán destruir para cambiar de situación, otros modificar para
mejorar, otros resistir toda innovación, creyendo que ha de perjudicarles.

IV
Más importancia tiene para nuestro objeto el análisis de los varios elementos sociales que se
designan con la común denominación de clase ilustrada; la cuál, tanto por su propia naturaleza
cuanto por las varias relaciones que cada uno de sus núcleos o agrupaciones tienen dentro del
campo filosófico, hemos de estudiar, no en conjunto, sino separadamente.
El clero es el organismo social que presenta rasgos y tendencias más características
entre todos los que forman la clase ilustrada. Prescindiendo de aquella parte de él, más sana e
inteligente, que tiene su representación propia en otro lugar puesto que sus publicaciones
aumentan muy principalmente una de las direcciones filosóficas que en su lugar estudiaremos,
le consideramos aquí en el conjunto de sus individuos, de su vida y de sus aspiraciones.
Si a esto atendemos, nos admira la constancia y uniformidad de su pensamiento; si
contemplamos su misión en la Historia contemporánea, nos asombra la fuerza poderosa por él
desplegada para enfrenar las inteligencias y detener las corrientes innovadoras, que, como una
fiebre o delirio, circulan por las arterias sociales desde que recibieron vida y primer impulso en
la revolución francesa; y no hay un elemento social que le aventaje en defender enérgicamente
sus derechos, sus principios, sus ideales contra todo cuanto se oponga, contra todos cuantos
combatan.

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¿Será necesario indicar que esta energía y esta constancia obedecen al impulso permanente
que imprimen siempre en la unión y comunidad en la doctrina? La Iglesia se propuso continuar
la tradición enfrente de las revoluciones y las evoluciones; en esto no fue sola, pues también los
poderes políticos y la aristocracia formaron el mismo propósito, todos eran igualmente movidos
por el interés de salvar y conservar los principios o los privilegios, pero variaron en el
procedimiento. Los unos, se unieron por medio del interés y lo aceptaron como medio de
resistencia, creyendo encontrar en él un firme baluarte. Cedieron en las ideas por conservar los
privilegios y perderán las unas y los otros, porque ese vínculo era muy frágil, como lo es todo
cuanto se apoya en los intereses humanos, variables en cada momento y lugar. Los otros, es
decir, la Iglesia, buscó la unión por medio de la idea única que podía sustraer a sus miembros
de la influencia del medio social. No bastaban los principios religiosos, sino que era menester
una norma ideal más comprensiva y extensa, aplicable a todas las acciones de la vida: la
filosofía.
Con una Religión definida e interpretada igualmente para todos, con una filosofía
dogmatizada en sus puntos capitales, dispuestos al modo de corolarios de los principios de la
religión y conocidos por la generalidad, no científicamente, porque en realidad no es necesario,
sino de una manera empírica, que es de rigor en el conocimiento adquirido por la tradición, era
ya imposible toda vacilación y todo contagio. Desde el hecho más insignificante hasta la más
elevada concepción científica, todo quedaba sometido a una misma ley; una piedra de toque
sirve inalterablemente para aquilatar la pureza de las verdades, de las hipótesis, de los sistemas.
¿Hay contradicción? ¿Son falsos? ¿No existe conformidad ni antimonia? En este caso la
inteligencia queda en libertad para juzgar.

V
El núcleo más numeroso de la clase ilustrada, está constituido (es lo general) por los que
siguen las diversas carreras del Estado, notándose a primera vista una marcada diferencia entre
los que cultivan las ciencias llamadas positivas o experimentales (matemáticas, medicina,
ciencias físicas y naturales, etc.) y los que se dedican a la Filosofía, Literatura o jurisprudencia;
en aquéllos la educación filosófica es casi nula, pero su dirección es muy uniforme; en éstos
acontece lo contrario.
Reducidos los conocimientos filosóficos al límite mezquino de un especial sacerdocio, los
que dedican su actividad a otras ramas de la ciencia, que ellos llaman positiva, condenan al
desprecio, como cosa baladí, el estudio de la Filosofía, y no siendo posible, a pesar de todas las

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declaraciones, que las ciencias marchen en desacuerdo, ni tampoco que se prescinda de la
explicación de los grandes problemas de la filosofía en los cuales tienen las ciencias aplicadas
su natural base y asiento, ha sobrevenido el fenómeno curioso y a la vez natural de crearse una
filosofía al uso de las ciencias positivas, semejante a éstas en el método y las tendencias, obra
de los mismos hombres de ciencia que, viendo inmóvil la filosofía sin inclinarse a ellos,
tuvieron que ir hacia la filosofía, eligiendo entre sus diversos sistemas aquél que más cuadraba
a sus aspiraciones.
De aquí nace el ruidoso movimiento positivista, que en unión de sus derivaciones, el
materialismo, el darwinismo y la escuela más radical aún de Haecke1, hace en nuestros días
rápidos progresos, y conquista con su activa propaganda buen número de inteligencias.
El positivismo, que arranca de la filosofía baconiana y coincide con el apogeo de la
ciencia experimental, tuvo y tiene eficacia suficiente para determinar un movimiento uniforme
en la misma, para formar esa inmensa cadena de sorprendentes invenciones, y de leyes que
gobiernan la vida de la naturaleza, producido a veces todo por la observación de un hecho o por
un experimento afortunado. Natural era que, al intentar la creación de una filosofía, aceptasen
como medio inquisitivo el método de observación primero, de experimento más tarde,
resultando de aquí, por la fuerza de la necesidad, una filosofía positivista o materialista, una
especie de ampliación de la misma ciencia. Se habían invertido los términos lejos de ser la
filosofía ciencia y moral, directora de las ciencias particulares, éstas habían impuesto una nueva
dirección a aquélla, desquitándose del largo período en que vivieron confundidas en su seno y
debajo de su yugo.
Cuando se observa el contraste marcadísimo que ofrecen los hombres de ciencia,
cuyo entusiasmo y actividad nunca decae, y las clases sociales que antes bosquejábamos,
sometidas a un letargo mental, o comparamos estas mismas con el clero, compréndese la
importancia que para la vida tienen los grandes ideales y cómo éstos, cualquiera que sea su
condición, ya se encuentren en uno ya en otro de los extremos entre los que se desenvuelve la
vida del pensamiento, producen siempre resultados positivos, en tanto que la carencia de ellos
lleva fatalmente al caos de las negaciones, en el que gran parte de nuestra sociedad se halla
sumergida.

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VI
Muy distinta es la tendencia que se descubre en aquel otro elemento ilustrado que se dedica
al cultivo en que tiene cabida, aunque reducida a su mínima expresión, la enseñanza de la
filosofía.
Si la falta de unidad en la enseñanza, nacida del deseo de armonizar la intervención directa y
exclusiva del Estado con el principio de libertad, no produce gran trastorno en los estudios de
las ciencias aplicadas, de que antes hemos hablado, porque éstas dejan muy reducido campo a
lo opinable y no permiten dentro de sus organismos la existencia de sistemas contradictorios, sí
lo producen en este segundo orden, en que militan circunstancias diversas. No puede recibir el
alumno una enseñanza seria, fundada y uniforme, porque desde que avanza un poco en la
enseñanza secundaria hasta que termina la superior, cuando aún carece de rectitud y fijeza de
criterio (para adquirirlo estudia), ha de escuchar a la vez o con breve intervalo de tiempo,
explicaciones contradictorias.
El fruto natural de éstas, en la mayor parte de las inteligencias, no es otro que el
enfriamiento de los entusiasmos juveniles, que tanto convendría, estimular, y cierta propensión
a los eclecticismos sistemáticos, con que se pretende luego resolver toda clase de problemas.
El desarrollo de este germen se verifica fácil y rápidamente en el medio social, aunque
tampoco sería aventurado suponer que el mal se extiende de arriba abajo y que ese medio social
no es realmente otra cosa que un reflejo del estado intelectual de aquellos que, por sus
cualidades superiores, representan el pensamiento colectivo; es indudable que aquí tiene cierta
aplicación la ley darwiniana de la adaptación al medio y que las clases ilustradas que hemos
estudiado en último término, los literatos, los jurisconsultos, cuya representación con la
sociedad es casi absoluta, cuya intervención político-social es más activa que otra alguna, han
de identificarse con esa misma sociedad, dando con ello a los males mayor gravedad y
extensión.

VII
La expresión sintética de una sociedad, es el poder o gobierno, tan necesario en las
colectividades como el cerebro en el organismo humano. Dejando a un lado los estados
patológicos en que la sociedad se halla sumida en la anarquía o dominada por un déspota que la
aparta de sus naturales corrientes, estados por otra parte sumamente transitorios, el principio
asentado se cumple aunque legalmente así no aparezca, aunque el poder se constituya sin la
intervención del pueblo en sus diversas categorías, aunque lo haga contra la voluntad de los

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ciudadanos, siempre será la encarnación de la sociedad, porque ha de estar desempeñado por
hombres que de ella nacen o en ella viven, que han de gobernar no caprichosamente, sino
atendiendo a las condiciones que los rodean y les dominan.
Dicho se está con esto, cual sea la situación porque atraviesan en España los
organismos del poder, acerca de los cuáles vamos a decir, no obstante, algunas palabras, para
que así el estudio de la sociedad no resulte incompleto y para que se compruebe más y más
cuanto dejamos indicado, mostrando con mayor amplitud las funestas consecuencias a que
conduce por fatal encadenamiento, el menosprecio u olvido de la filosofía.
Absurdo sería suponer que un ideal filosófico-social en toda su pureza, sea capaz
para informar un sistema práctico de política o de legislación; sería éste en tal caso una utopía,
porque no es posible prescindir del coeficiente de la realidad actual y de la historia, que no en
balde transcurre; pero es así mismo absurdo que nos quedemos con estos dos términos,
olvidándonos del primero y cerremos los ojos al porvenir, que junto con el pasado es la más
exacta expresión del presente.
Cuando en una sociedad, por el contrario, subsisten debidamente enlazados y
compenetrados todos ellos, el horizonte se despeja. Caminar siempre hacia el ideal es el
estímulo de todos, y la historia, la tradición, la realidad representan unas veces la fuerza
impulsiva, que hábilmente aprovechada y dirigida contribuye a maravilla para el progreso
social, otras el obstáculo, la pesada mole, que en el camino nos detiene y que hay que destruir,
ya trabajosa y lentamente con el martillo de la evolución, ya rápidamente con el barreno
revolucionario si ha de franquearse el paso.
Cuando analizamos, pues, las organizaciones del poder en nuestra patria, en la cual
todas las instituciones aparecen selladas con la marca de la indeterminación y todos los
problemas políticos, jurídicos, económicos, resueltos en el mismo sentido con pasmosa unidad,
no fundamos la censura en el deseo de que por doquiera resplandezca un criterio de pureza
ideal incompatible con la realidad, sino el hecho a todas luces evidente de que la
indeterminación está erigida en sistema, de que se eleva a norma de corriente lo transitorio y
variable y se establece un eclecticismo tal, que lo mismo puede producir el estacionamiento que
las más diversas y encontradas direcciones.
Esto que decimos acerca del Estado en su concepto general, resulta más en sus organismos
particulares, y como sería muy prolijo y acaso impropio estudiar detalladamente cada uno de
ellos, nos fijaremos exclusivamente en el más importante, en el que mayor influencia ejerce

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sobre los demás, en el poder legislativo, que aparte de la razón apuntada solicita nuestra
atención por atravesar actualmente una crisis a la cual no somos ajenos.
Cuando en el seno de las asambleas legislativas predomina el interés particular sobre el
general, cuando las parcialidades que por necesidad y conveniencia se forman en los sistemas
representativos, están desunidas y excesivamente fraccionadas, cuando el tiempo debido al
estudio y discusión de las leyes convenientes se dedica a los torneos de la palabra y cuando
traspasa los límites que le están asignados invadiendo la esfera de otros poderes, en todos estos
casos el poder legislativo no cumple sus fines y surge un estado anormal que se llama
parlamentarismo.
¿Cuáles son las causas de esta grave enfermedad social, de este problema puesto hoy sobre
el tapete? No son otras que las productoras del mismo estado social. ¿Qué causa ha de
reconocer el egoísmo político sino es la pequeñez del espíritu, la pobreza de toda idea elevada?
Por eso el fenómeno no se presenta a ninguna nación donde predomina una tendencia, una idea
fija, ya sea el ideal más puro, ya el interés y la utilidad, como acontece principalmente en los
pueblos anglo-germanos de nuestros días. ¿Cuál es la causa del ateneísmo de los partidos? El
escepticismo. Sólo por él se explican la inconsecuencia diaria, el cambio continuo de opinión y
las perpetuas disidencias. En el fondo de estos hechos encontramos siempre la falta de una
sólida educación filosófica afirmativa; la constancia en las ideas tiene como necesario sostén a
la filosofía, que dota a la inteligencia de una fuerza poderosa, de una norma de conducta para la
vida, de una suma de ideas que se imponen a la voluntad, que la dirigen y que son en todo caso
para el hombre, un fiscal severo que le acusa de sus veleidades.
Ese cambio constante de opiniones no se verifica por desgracia en el interior sólo, sino que
muy pronto se traduce al exterior, produciendo los excesos oratorios, que son otro de los
síntomas característicos del parlamentarismo. No hay como carecer de fijeza en las ideas para
poder hablar en cada ocasión y momento sin temor a incurrir en repeticiones, que si favorecen
al hombre bajo todos conceptos, le dañan como orador.
A veces la incertidumbre que reina en las ideas extiende su dominio a los hechos, porque
rara vez la perturbación se localiza en un solo orden, sino que trasciende a los otros; entonces
sobreviene la polinomia o exceso de leyes, que se suceden rápidamente y también suelen
coexistir siendo contradictorias, aunque en gracia de la verdad haya de confesarse que el mal no
resulta tan grave como debiera, porque la misma falta de convicción en la bondad o malicia de
los propósitos, desarma la voluntad que ha de llevarlos a la práctica; siempre tendremos un mal

19
del que pueden derivar otros, como el proceder arbitrario, la ignorancia de las leyes, la
inmoralidad, etc., etc.
De esta suerte, los organismos del poder reciben de la sociedad gérmenes morbosos,
que devuelven a la misma crecidos y desarrollados; se forma un círculo vicioso en el cual es
casi imposible distinguir y señalar donde el mal comienza y acaba, y brotan enfermedades
nuevas, cuyo estudio conviene a una nueva e importantísima ciencia, la «Patología social».

20
De Hombres del norte
Hombres del Norte
Una explicación debo a los lectores de las Cartas finlandesas, cuya serie quedó interrumpida en
el examen del Kalevala. Para completarla, había pensado dedicar algunas más al estudio de la
literatura y artes contemporáneas; pero, estando muy ligado el movimiento intelectual de
Finlandia al de Suecia y en general al de todos los países escandinavos, me ha parecido
preferible tratar esta materia en algunos de estos esbozos críticos que iré describiendo cómo y
cuándo buenamente pueda. Y, ya puesto a dar explicaciones al lector, indicaré que con estos
artículos sobre los Hombres del Norte no pretendo introducir ninguna influencia nueva en las
artes españolas. Mi idea es vulgarizar entre mis paisanos lo poco que sé de estos países y
particularmente de su literatura.

Henrik Ibsen
I
Visto en sus retratos, Jonas Lie, con su cara lisa y bonachona y su redondo bonete, podría pasar
por un excelente maestro de escuela; de Björnson es sabido que tiene la mayor cantidad posible
de oso; Ibsen, con su cabeza gorda, agrandada más aún por la cabellera y patillas blancas,
encrespadas, se asemeja a un león. El símil no es sólo ocurrencia mía, pues lo han utilizado ya
muchos críticos, y alguno ha ido más lejos y ha asegurado que la semejanza es falaz, y que
Ibsen parece un león, pero no un león de verdad, sino un león con melenas postizas. Este rasgo
malévolo del crítico francés Teodor de Wyzewa lo anoto aquí en prueba de imparcialidad, para
hacerme también eco de una opinión bastante extendida: la de los que creen que en la obra de
Ibsen hay más aparato que consistencia. Tales se han puesto las cosas que ya no se puede ser ni
hombre de genio. El criticismo destructor todo lo aniquila, y quien ayer era remontado por las
nubes, hoy es arrastrado por el fango, sin que haya tenido tiempo siquiera para saborear su
momentáneo triunfo.
En la reacción contra la literatura escandinava, particularmente contra Ibsen, personificación de
ella, la mayor parte de la culpa corresponde a los mismos literatos escandinavos, que
pretendieron presentar a Ibsen como un fenómeno nuevo en el teatro universal; poco se hubiera
hablado y escrito si lo presentaran como lo que realmente es, como un gran autor dramático,
comparable a Echegaray, a Dumas, a Hauptmann, no superior a ellos; pero hoy es difícil abrirse
camino, y se suele acudir intencionadamente a la exageración en el aplauso para provocar la
censura exagerada y despertar la atención del público indiferente.

21
Cuando Ibsen fue dado a conocer en Francia por Eduardo Rod, en el prólogo que
escribió al frente de la traducción del conde Prozor, los naturalistas, por boca de Zola, se
apresuraron a decir que Ibsen pertenecía a la vieja escuela romántica y que llegaba demasiado
tarde; y esta opinión se ha generalizado hasta el punto de que los más autorizados críticos
franceses, como Lemaître y Sarcey, han partido de ella para combatir la influencia de Ibsen, en
muchas de cuyas obras han visto un trasunto de las de Dumas y Sand, pasadas ya de moda.
Otros han notado la rápida popularidad de Ibsen en Inglaterra, y han deducido de aquí que el
dramaturgo noruego se ha formado bajo el influjo del positivismo inglés. Sin embargo, si aparte
el mérito real de las obras de Ibsen hay algo que justifique el éxito que han logrado, este algo es
la identificación de Ibsen con el estado de espíritu de la sociedad en el momento presente. La
mayor originalidad de Ibsen está en que, nacido en un período romántico, no es romántico, y en
que, sin hacer escala en el positivismo ni en el naturalismo, ha saltado a las avanzadas de la
reacción. Ibsen es en el teatro lo que Nietzsche en la Filosofía; es un defensor exaltado del
individuo contra la sociedad, y por este lado se aproxima a las soluciones del anarquismo;
luego, por no someter la acción del individuo a ninguna cortapisa, cae en las mayores
exageraciones autoritarias.
Nosotros los españoles no comprendemos bien este novísimo movimiento reaccionario,
porque en España quedan aún muchos reaccionarios a la antigua que no han querido pasar por
el arquillo de las conquistas democráticas; así, cuando alguien habla de reacción, es
inscrito ipso facto en las filas del tradicionalismo, aunque predique la reacción en nombre del
progreso. Porque lo original en los neorreaccionarios como Ibsen es que no se apoyan en las
tradiciones ni en los privilegios, antes los desprecian; se apoyan en el fuero individual, en el
derecho absoluto del individuo a luchar contra la sociedad y aun a destruirla para mejorarla.
Para reformar la sociedad hay que reformar al individuo, y a este sólo se le reforma dejándole
que luche sin consideración a los daños que pueda producir a los individuos menos aptos para
el combate. En una palabra, «la fuerza es superior al derecho», que dijo y practicó Bismarck
con excelente resultado.
Así se comprende que Ibsen, fugitivo de Noruega, no encuentre en Europa lugar más a
propósito para establecerse que la Roma de los Papas; no por simpatía, sino porque Roma era la
única ciudad donde no había libertad al estilo moderno. Y cuando las tropas italianas entraron
en Roma, Ibsen escapó sin tardanza, y escribió una carta que parecerá incomprensible a quienes
han visto en Ibsen una especie de anarquista teórico: «Han quitado Roma a los hombres para
entregarla a los políticos. ¿Dónde nos refugiaremos ahora? Roma era el único punto de Europa

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que gozaba de verdadera libertad: la libertad de la tiranía de la libertad política...».
Probablemente, pensaría refugiarse en Rusia, cuyo régimen autocrático le entusiasmaba en
extremo.
El crítico Brandes refiere que, en una discusión con Ibsen (en la que este, como de costumbre,
ensalzaba el sistema de opresión, por el que explicaba el brillante florecimiento de la literatura
rusa), le hizo observar que en Rusia se podía aún apalear impunemente. «Usted tiene un hijo -le
preguntó-. ¿Le gustaría a usted que a su hijo le dieran latigazos?». «Que se los dieran, de
ningún modo -contestó Ibsen-; pero que los diera él, me parecería perfectamente».
Ibsen, pues, es un aristócrata; pero su aristocracia no es la de la tradición ni la del dinero: es la
de la fuerza; y la fuerza a que él rinde parias no es la material, es «la del carácter, la de la
voluntad, la del entendimiento». Los generosos apóstoles de la democracia, que cándidamente
creyeron dar la paz al mundo consignando en leyes todos «los derechos del hombre», se
quedarán ahora turulatos al ver que del seno de la justicia, de la igualdad y de la fraternidad sale
una generación de déspotas, ansiosos de utilizar todos esos derechos para desarrollar e imponer
su personalidad, aunque tengan que pisotear a los débiles. Ya hemos visto de sobra lo que
puede dar de sí la aristocracia del dinero; la de la inteligencia que ahora apunta será quizá peor,
porque pretenderá dominar en nombre de esta o aquella verdad. Al sacerdote que decía: «Cree
lo que yo creo», le sucede el genio pretencioso que dice: «Piensa lo que yo pienso». Un genio o
un tipo así es Ibsen.
La idea fundamental de Ibsen vale poco, lógicamente, como vemos; pero lo lógico tiene poco
que ver con lo dramático. Para triunfar en la escena hay que producir «un efecto» presentando
situaciones en armonía con el estado del espíritu público. Si se quiere ser aplaudido
«ruidosamente» hay que tener una gran dosis de picardía y conocer bien el terreno. Ibsen vio
con gran claridad el cansancio democrático que la sociedad padece, el deseo universal de
romper esta monotonía en que vivimos, y dio a la escena con gran oportunidad sus tipos
revolucionarios de nuevo cuño. He aquí el secreto de toda su obra.
Cuando se estrenó en París Nora, dijo Sarcey que, suprimido el final del drama, éste sería casi
perfecto. Nora es perdonada por su esposo, y el público cree que la esposa se dará por
satisfecha y la casa quedará como una balsa de aceite. Esto sería lo lógico. Pero, poco antes de
caer el telón, Nora descubre un nuevo carácter. El drama representado es un drama de
mentirijillas, en el que aparece una «casa de muñeca», como solían ser las casas antes de Ibsen:
Nora se ha visto a sí misma en aquella casa y se avergüenza de desempeñar el papel que allí
desempeña, y de repente toma la decisión de abandonarla.

23
Este inesperado desenlace es lo ibseniano de la obra; sin él, poco o nada habría que
decir. En Gengangere llega aún más lejos la audacia femenina. Fru Alving es la esposa que se
sacrifica al cumplimiento de sus deberes; muerto su marido, le quedan de él dos retoños, a cual
peor: su hijo Osvald, tan vicioso como su padre, y Regina, una hija que el señor Alving tuvo
con una criada y que sigue en la casa como criada también. Osvald y Regina son
los gengangere; es decir, las reencarnaciones o reapariciones (aparecidos, espectros, suelen
traducir) de sus padres. Osvald se encapricha con Regina, y le dice a su madre que no puede
vivir sin la muchacha: parecía lógico que una mujer que se ha sacrificado al cumplimiento del
deber inculcase a su hijo este mismo sentimiento. Fru Alving, sin embargo, «descubre otro
nuevo carácter», es decir, comprende la inutilidad de su sacrificio, se rebela contra él y quiere
que su hijo sea feliz, asintiendo a que se case con Regina, aunque sabe que son hermanos. Y se
casarían si no anduviera por medio el pastor Manders, encargado de hacer entrar en razón a la
madre sin escrúpulos.
Muchos críticos, entre otros el francés Lemaître, dudan de la realidad de estas mujeres
de Ibsen porque desconocen la sociedad del Norte. Hay que vivir aquí algún tiempo para
convencerse de que esos tipos están más bien atenuados. Las ideas de emancipación han
producido en los temperamentos fuertes esa nueva moral revolucionaria, y en los débiles algo
peor: una inmoralidad fría, reflexiva, calculadora, que descuaja al más terne. Hay tipos de
inmoralidad que pudiera llamarse metafísica. En Gengangere, la criada Regina proclama su
derecho a prostituirse; en John Gabriel Borkman, una aventurera del amor, Fru Wilson,
emprende un viaje de placer en compañía del joven calavera Erhart y lleva consigo a una
amiguita, porque sabe que el hombre es tan variable como la mujer, y que el mejor medio para
que el libertino no se le escape es tener a mano «una suplente».
Los hombres de Ibsen son, por regla general, imbéciles, cuya misión es hacer resaltar la
superioridad de las mujeres, pero en los hombres de verdad el rasgo constante es ponerlos
solos, en lucha abierta con la sociedad: son individualidades exaltadas al modo que hemos visto
en los tipos de mujer. Esto es instintivo en Ibsen. Su primera obra, el drama Catilina, era el
estudio de un carácter de un hombre aislado, representante de la antigua libertad romana, en
pugna con una sociedad corrompida por el abuso de la fuerza. Su último drama, John Gabriel
Borkman, representa asimismo a un hombre dominado por el afán de reunir mucho oro para
realizar grandes empresas en pugna con la sociedad, que se atiene al texto de las leyes, con
arreglo al cual Borkman es un banquero quebrado, un estafador. Borkman es el Conde de
Lesseps en el asunto de Panamá. El vulgo se fija sólo en que ha habido engaño; pero el que lo

24
realizó, no por interés personal, sino por dar cima a una concepción grandiosa, ¿no tiene
derecho a decir, como dice el protagonista del drama: «Yo he hecho lo que he hecho porque no
soy un cualquiera, sino que soy John Gabriel Borkman»? Entre los protagonistas de la primera
y la última obra, son numerosos los personajes en quienes se transparenta la idea capital del
teatro de Ibsen; y la figura más acabada, aunque no la mejor, es la del doctor Stockmann en En
folkefiende (Un enemigo del pueblo). En este drama ha dado Ibsen forma a su idea favorita en
la conocida paradoja con que la obra acaba: «El hombre más fuerte es el que está más solo».
Esta idea es un reflejo de la vida misma de Ibsen, puesto que él ha tenido que luchar y
expatriarse y se ha formado en la expatriación y en el aislamiento. En un volumen de
poesías (Digte), en el que el autor coleccionó varias composiciones, en general cortas y de
pocos vuelos, salvo alguna muy renombrada, como la de Terje Viger, he leído un saludo del
poeta extraviado al pueblo noruego en la fiesta del centenario, celebrada el 18 de julio de 1872,
donde el autor declara que el principal motivo de gratitud que tiene para con su pueblo es la
dureza con que este le trató y le impulsó a luchar y a ser grande, dándole en la expatriación «la
sana y amarga bebida que fortalece».

Mit folk, som skaenkte migli dybaskalerk


den sunde bittre stylkedrik, hvoraf
son digter jeg, pa randen af min grav,
tog kraft til kamp i doegnets brudte straler...

Ibsen es un dramaturgo de formación lenta y penosa; su comprensión de los tipos noruegos no


es en él espontánea, sino que parece nacer de un esfuerzo de la voluntad. Como el présbita sólo
ve bien a distancia, Ibsen comprendió a Noruega desde lejos: quizá si no hubiera salido nunca
de su país, hubiese sido un autor mediocre, tal como nos lo demuestran las obras de su
juventud.

II
Entre lo mucho que he leído estos días en la prensa con motivo de la celebración del
septuagésimo aniversario del nacimiento de Ibsen (20 de marzo de 1828), lo único que me ha
llamado la atención es el relato, publicado por un periodista de Copenhague, de una entrevista
con la suegra (!) del insigne dramaturgo. La señora Thoresen, que no es una suegra vulgar, sino
que es una escritora de nota, asegura que, cuando Ibsen entraba en su casa en calidad de novio,

25
era un sujeto insignificante. La novia, al contrario, era una joven excepcional, una «naturaleza
poética», y, a juicio de la suegra, en la transformación de Ibsen corresponde no escasa gloria a
su mujer. Para mí es indiscutible que en la vida de Ibsen hay una gran influencia femenina,
pues sólo así se comprende que el pesimismo del autor se descargue casi exclusivamente sobre
el sexo fuerte, y que, sin perjuicio de despreciar «en abstracto» a la mujer, la coloque de hecho
muy por encima del hombre. Pero lo esencial es marcar ese desdoblamiento de la personalidad
de Ibsen. Ibsen fue conocido en Europa cuando vivía lejos de su país; pero antes, cuando se
ganaba el sustento trabajosamente como mancebo de botica o rodando por los teatros como
director de escena en compañías de mala muerte, había dado a luz en forma embrionaria los
elementos con que diera forma a su obra definitiva.
Sus primeras obras, escritas casi todas en verso o en prosa y verso, corresponden a muy
diversos géneros y forman larga serie. Catilina, Fru Yuger til Ostrat, Haermaendene pa
Helgeland, Gildet pa Solhaug, Kaerlighedens Komedie, Kongs-Emnerme, Brand, Peer Gynt,
De Unges Forbund, Keyserog Galilaeer y Samfundets Stotter, precedieron a Et
Dukkebjem o Casa de muñecas, en la que por primera vez se reveló el nuevo Ibsen,
completamente formado ya. De estas obras, unas son de carácter histórico: Catilina, Kongs-
Emnerme (El pretendiente de la Corona); Emperador y Galileo, drama universal en el que el
autor quiso resumir la historia del mundo; La fiesta en Solhang, cuadro de costumbres noruegas
en el siglo XIV. El simbolismo está representado principalmente en las dos poesías
dramáticas:Brand, en quien Ibsen crea candorosamente un tipo ideal de pureza cristiana, sin
posible realidad en la vida, y Peer Gynt, que es la autobiografía del autor en sus años juveniles,
cuando vivía en la casa paterna. El teatro de tendencia lo inician la Comedia del
amor(Kaerlighedens Komedie), en la que el autor se burla del matrimonio, y la Alianza de la
juventud (De Unges Forbund), sátira contra la juventud inepta, vacía y charlatanesca de nuestro
tiempo. De todas estas obras sólo he visto representar Samfundets Stotter (Los sostenes de la
sociedad), y aseguro que es mala: Ibsen moraliza contra las clases directoras como podría
hacerlo cualquier papanatas. Las demás las he leído casi todas, y las encuentro viejas en
comparación con las posteriores de Ibsen. La personalidad del autor fluctúa entre varias
tendencias contradictorias: a ratos parece un moralista vulgar, a ratos un demoledor y a ratos un
apóstol. La única obra ejecutada con maestría es El pretendiente de la Corona, y tampoco es
realmente un drama histórico, como se titula, sino de psicología no exenta de tendencia.
En la segunda época no hay obras de carácter histórico: el drama de tesis con un sentido más
realista y el simbolismo se funden en una sola pieza y crean lo característico y personal de

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Ibsen, la estructura wagneriana, si así puede decirse, de sus creaciones, en las cuales la unidad
no es el resultado de una disposición convencional de las diversas partes de la obra, sino que
está expresada en un concepto universal, en un leitmotiv que se extiende vagamente sobre
diversos cuadros escénicos pintados con exactitud casi naturalista. En el teatro de Ibsen, la
mitad o más del pensamiento del autor queda detrás de la escena y ha de ser comprendido por
el espectador: en el Norte esto puede pasar, porque el público va al teatro a atender y a
aprender, y lo mismo asiste a la representación de un drama que a una conferencia en que se le
habla de religión, filosofía o historia; pero en el Mediodía la gente va al teatro a divertirse, a ver
y a aprender sólo lo que le entre por los ojos: nuestro teatro es escénico, no intelectual, y
nuestro simbolismo no puede ser el simbolismo de concepto de Ibsen, sino el simbolismode
acción de La vida es sueño. Y dicho sea de paso, ¡cuánto más profundo, más bello y más
comprensible no es el simbolismo de Calderón que el de Ibsen, ante quien se pasman algunos
que no conocen nuestro teatro!
La fuerza, pues, de Ibsen está en ese simbolismo concentrado que anima a sus personajes y
sugestiona el espíritu del espectador que lo comprende. En Casa de muñecas el sentido del
drama se aclara sólo en la última escena, cuando Nora abandona a su marido y a sus hijos. «Yo
no soy la mujer que aquí hace falta... -le dice-: a ti te conviene una muñeca».
En Aparecidos hay una larga y fatigosa escena, en la que discuten Fru Alving y el pastor
Manders (los personajes de Ibsen discuten casi siempre). De repente se oye ruido entre
bastidores, una silla rueda, y la voz de la criada Regina dice: «Osvald, da. Er dugal! Slip mig!».
«¿Qué es eso?», pregunta el buen Manders. Y la madre de Osvald, que recuerda acaso otra
ocasión en que oyó las mismas palabras, aunque entonces la broma no corría entre Osvald y
Regina, sino entre el padre del señorito y la madre de la criada, deja escapar la
palabra gengangere, que nos da a entender que el asunto del drama es la famosa ley de la
herencia, y que los hijos son capaces de reproducir la escena que tiempos atrás representaron
los padres. De igual modo, en Un enemigo del pueblo el simbolismo del manantial de aguas
corrompidas, o en Vildanden la del «pato salvaje». En Rosmersholm la grandeza de la figura de
Rebekka está en que es una encarnación del Norte, así como Ellida, en Fruen fra Hafbet (La
dama del mar), es un símbolo del mar. Y algún punto de relación existe entre el amor que
Rebekka siente por Rosmer y la influencia misteriosa que ejerce en Ellida el «hombre
desconocido» que ha de venir por el mar; es decir, la realidad que ha de venir a romper el
misterio. En Bygmester Solness (El maestro de obras Solness), el sentido íntimo de la alegoría
está en que Hilde, la enamorada de Solness, no es una mujer real, sino la fuerza ideal impulsora

27
del artista. Solness no es un hombre vulgar; pero la necesidad le obliga a construir «casas para
hombres»; Hilde le incita a encaramarse en la torre de la iglesia; esto es, a remontarse a las
alturas ideales; y cuando le ve caer y estrellarse, no se entristece, sino que exclama con acento
de triunfo: «Llegó a todo, a lo alto, y yo oí arpas que sonaban en el aire. Él era el hombre que
yo había soñado». Hasta a un tipo tan prosaico como John Gabriel Borkman halla Ibsen modo
de espiritualizarlo. Borkman era hijo de mineros; en su niñez trabajó en las minas, y de este
primer oficio le quedó la idea dominante de su vida; como el minero busca el filón venturoso
que se esconde en el seno de la tierra, así Borkman vive soñando en el oro; a su afán lo sacrifica
todo, incluso el amor, y cuando llega a director de Banco y se compromete en malas
especulaciones, no se rinde a la evidencia ni se da por vencido, y muere delirando en sus
grandezas soñadas. Hay en todos los personajes de Ibsen una mezcla rara de vulgaridad y de
idealismo, algo que él mismo explica cuando en Lille Eyolf (Eyolfito) hace decir a Rita:
'Nosotros somos hijos de la tierra'». «Pero tenemos -contesta Alhmers, su marido- algo del mar
y algo del cielo».
La primera obra que publicará Ibsen, según ha anunciado, será una historia de sus
trabajos, en la que hará ver que todas sus obras obedecen a un plan preconcebido. Quizá sean
algo así como el ciclo de los Rougon-Masquart, de Zola. Sin estar en el secreto, se nota en el
teatro de Ibsen cierto ligamen, porque la idea fundamental es siempre la misma, porque parece
que cada nueva obra contesta a las objeciones suscitadas por la precedente. Así, la objeción
capital contra Nora era el abandono que hacía de sus deberes conyugales. En Gengangere, Fru
Alving huye también y busca al pastor Manders, de quien está enamorada. Este la obliga a
volver al hogar, y la convence de que en la vida es necesario el sacrificio. Pero el sacrificio es
inútil, porque no impide que Osvald sea tan vicioso como su padre, ni Regina tan perdida como
su madre. Quizá Nora llevaba razón. Enfolkefiende y Rosmersholm responden a un mismo
pensamiento. El doctor Stockmann rompe con la sociedad, y cree que al quedarse solo es más
fuerte que la sociedad entera. Rosmer es también un solitario que no hace buenas migas ni con
el rektor Kroll (la reacción) ni con Peder Mortensgard (la democracia); sus predicaciones son
inútiles, y, a pesar de la nobleza de su carácter, sólo consigue hacerse comprender de Rebekka,
porque ésta le ama.
Siendo el tipo favorito de Ibsen el hombre justo y fuerte que lucha contra la sociedad, ha tenido
que presentar al lado de Rosmer y de Stockmann las desviaciones del tipo: Borkmann, que,
llevado de su excesiva ambición, se hunde sin conseguir su intento, mientras su hijo Erhart, en
quien cifraba su orgullo, se divierte alegremente con la señora Wilson. El egoísmo del hijo

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sobrepuja al del padre. En Lille Eyolf, el niño Eyolf muere ahogado, y su muerte es como un
castigo del proceder egoísta de sus padres. Hay, por último, en esta serie de personalidades que
aspiran a saltar por encima de la moral, de la ley o de la voluntad social, una muy interesante: la
protagonista de Hedda Gabler, la obra maestra de Ibsen, a mi juicio. Hedda Gabler es lo que
llamaba el novelista alemán Spielhagen una «naturaleza problemática», un problema sin
solución, o sea una mujer que carece de condiciones para adaptarse al medio social; no es tan
vulgar que se acomode a la vida rutinaria, ni su espíritu es tan elevado que se sobreponga a las
rutinas; no es tan buena que se conforme con vivir modesta y honradamente, ni se atreve a ser
mala por miedo al qué dirán: el autor la coloca entre un hombre de extraordinario mérito, Ejlert
Loevborg, a quien Hedda no es capaz de comprender, y un pedantesco profesor, Joergen
Tesman, con quien se casa sin estimarle. Y entre los rasgos contradictorios de figura tan
anómala, el que la embellece y la hace simpática es el amor a lo bello, el amor a una muerte
bella. Se dirá que su falta de condiciones para la existencia se traduce en la idea singular de
suicidarse en una reunión de familia, después de tocar un vals en el piano.
Como Mariana es, en mi sentir, la mejor obra de Echegaray y más duradera, Hedda Gabler es
la mejor obra de Ibsen. Porque en el teatro lo bueno y lo que dura es lo psicológico. Las
cuestiones sociales pasan, y las que hoy nos enardecen, mañana nos hacen bostezar. Y en el
teatro de Ibsen, aparte otros defectos menores, como la afectación y cierta fraseología bíblica,
que a ratos deslucen la naturalidad del diálogo, el punto flaco es la importancia excesiva que se
da a los «problemas sociales». Sobre esto, y con referencia a Dumas, ha escrito el crítico inglés
Archer una frase muy gráfica, que ahora recuerdo y cito para terminar: «Las obras que se
proponen corregir abusos o reformar instituciones sociales pierden su virtud tanto más pronto
cuanto más inmediato es el efecto que producen. Si no tienen otro principio de vitalidad más
vigoroso, se hunden bien pronto en el olvido, como balas de cañón que mueren en la misma
brecha que abrieron».

29
Pío Baroja

(1872- 1956)

El novelista de raza de su generación, escribió ensayos fuertemente idiosincrásicos


sin abandonar la «retórica de tono menor». Ésta se sustanciaba en una huida del
retoricismo por el camino del estilo conversacional (frase corta, vocabulario
popular, caracterización impresionista y despegada, tono desparpajado).

Sus primeros artículos en la prensa donostierra datan de 1890 (La Unión liberal)
pero su presencia constante en los periódicos no empezó hasta 1899. Con su ingreso
en El Globo en 1902, se afianza su vinculación al periodismo (en 1903 viajaría a
Tánger como corresponsal de guerra) al tiempo que lo hace como novelista
con Camino de perfección.

30
CIUDADES DE ITALIA
PISA
Me andaba en la imaginación la idea de que quizá encontraría aquella señora con los ojos
brillantes que había entrado en el tren conmigo en la frontera y había bajado en la ciudad de la
torre inclinada. ¡Quién sabe! Quizá la suerte se quisiera mostrar propicia. Me enteré de cuándo
salía el tren por la mañana. Si me despertaba a buena hora, me iba, y si no, me quedaba.
Me desperté temprano. Salí a la ventana. Parecía que iba a hacer un hermoso día. « ¡Hala,
vámonos!» Salí de casa, fui a la estación y tomé un billete para Pisa. A medida que avanzaba la
mañana iba viendo, con desagrado que el tiempo, que tanta confianza me había dado, se iba
empeorando. Llovía que era un gusto..., para el que tuviese algo sembrado. Al llegar a Pisa me
dije:
«Voy a pasar un rato en la fonda de la estación. Veré si pasa la lluvia.»,
Pedí un desayuno, me dispuse a tomarlo con la mayor lentitud posible, como el que no tiene
absolutante nada que hacer, y aun así, el tiempo iba más lento que lo que yo hubiese querido. El
mozo que me había servido el café con leche me dijo, un tanto sorprendido de mi cachaza:
— ¿No tiene usted nada que hacer?
— Quería ver el campo santo.
— Hoy: con esta lluvia, no abrirán.
— Pues entonces —dije— me voy a divertir.
— Puede usted hacer una cosa.
— ¿Cuál?
— Yo le puedo prestar a usted un paraguas, toma usted el tranvía aquí cerca y va, por lo
menos, a ver el Duomo. Véalo usted, porque vale la pena, y si hay un momento que pase la
lluvia, entonces aprovecha usted la cosa y se va al campo santo. Está cerca.
— Sí, me parece buena idea_le dije_. Iré a ver el Duomo. El mozo me dejó su paraguas.
— Diga usted. Le voy a hacer una pregunta que probablemente no podrá usted
contestarme.
— Diga usted. ¿Quién sería una señora joven, vestida de blanco, que vino aquí hace unas
semanas?
— No sé. Ya me lo figuraba que no lo sabría. Le expliqué sus señas. No caía en quién
podía ser. «Bueno, pues nada. Hay que olvidar », me dije. Salí de la estación. Tapándome con
el paraguas, alcancé el tranvía; lo tomé, y al poco rato lo dejé para meterme en la catedral. Vi
los altares y sus retablos, di vueltas y más vueltas por el interior del templo; pero no encontré ni

31
el más breve instante en que
cesara la lluvia.
Pisa es un pueblo cruzado por el río Arno, un poco triste, al menos con lluvia. El río
resulta bonito, encerrado en sus muelles, y pasa por en medio de la ciudad.
La famosa torre inclinada, que llaman el Campanile, está cerca del camposanto, y no parece
que se pudiera hacer así, de una manera deliberada. Probablemente, falló el terreno, se produjo
la inclinación y luego la consolidación. Creo que ésta es la tesis más admitida.
Las calles de Pisa tienen muchos nombres de santos: San Martín, San Francisco, San
Apolonia, San Lorenzo, San Lorenzo, San Silvestre, San Andrés, San Pablo, San Sebastián;
luego, nombres de la historia moderna de Italia: Garibaldi, Víctor Manuel, Mazzini, etc.
La catedral de Pisa es un edificio muy grande, cuyas obras parece que comenzaron en el
siglo XI y terminaron en el siglo XII. Vi que allí todo era mármol: las cúpulas, los muros, los
pavimentos, los arcos, las columnas; mármol sometido a los caprichos de una arquitectura de
varios tiempos, Descubrí con cuánta verdad había dicho Vasari que los pisanos, en la cima de
su grandeza, siendo dueños de Cerdeña, de Córcega y de la isla de Elba, se llevaron para su
corte, de los sitios más apartados, trofeos y despojos en abundancia.
El Duomo se construyó para agradecer a la Virgen la victoria que los naturales de la ciudad
habían obtenido sobre los sarraceno s de Cerdeña.
La basílica de Pisa presenta en su fachada cinco series de columnas formando pórticos
superpuestos. Emparejadas, sostienen arcos pequeños, componiendo un conjunto de blancos
mármoles brillantes, muy rico y decorativo. La cúpula descansa sobre una corona de finos
capiteles, y un par de columnas corintias dan guardia a la puerta principal. Anuncian, en el
exterior, la graciosa esbeltez de las cuatro hileras de columnas que dividen en cinco naves el
interior, con sus entrecruzamientos de mármoles blancos y negros.
Pocas ventanas, y las que hay, pequeñas y sin vidrieras, se abren en los los muros
grandes, lisos, que evitan distraer de la impresión que causan las columnas que custodian las
naves. Las puertas de entrada, obra de Juan de Bolonia, ofrecen un mundo de figuras animadas,
de animales, de flores y de frutos.
Me habría gustado poder moverme con libertad por el rincón pisano donde se alzan, próximos
el Duomo, el Baptisterio, la Torre inclinada y el campo santo. Es decir, recorrer la Pisa del
turista, donde reina como soberano el silencio. Toda esa parte de la población parece un
cementerio, un lugar donde la vida se ha extinguido. La lluvia no me permitió más que una
visión exterior rapidísima, pasada por agua.

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El Baptisterio, cúpula aislada, y la Torre inclinada, ambas revestidas de columnas, tienen
siluetas bien típicas.
Dicen que la torre, cuando estaba a medio construir, se torció, y que los arquitectos encontraron
más fácil acabarla torcida que enderezarla. Puede que así sea; pero como hay en Italia torres
deliberadamente construidas con inclinación, siempre queda la duda.
Estando en el Duomo, un momento que me pareció que escampaba, salí l un poco para ver si
estaba abierto el campo santo, y me puse a contemplar la Torre inclinada, el célebre campario.
Este cilindro enorme, torcido, en medio de la lluvia, daba la impresión de si uno se habría
vuelto loco. Pisa está rodeada de montes bastante altos, y el clima debe de ser húmedo y tibio,
malo para los reumáticos.
Los muelles próximos al Arno son hermosos. Pisa, con lluvia, con sus amplios muelles,
solitarios en un domingo, ¡qué melancolía! Era un tiempo de Ondárroa o de Bermeo. Pisa
me pareció un pueblo de aire noble y pomposo, algo paralelo a lo que son en España Santiago
de Compostela o Salamanca.
En el campanil, cilindro enorme, era donde trabajaba Galileo. Citando esta torre, dicen los
pisanos el campanil torto, es decir, torcido. Como seguía lloviendo, sin consideración alguna a
los turistas, esperé inútilmente algún tiempo, mirando a menudo con cara de pocos amigos al
cielo, y acabé por tomar de nuevo el tranvía y marcharme a la estación.
Seguía lloviendo. Era una lluvia espesa, de puerto de mar, de las que no dejan posibilidad de
pasearse. No era de las lluvias que cantó Verlaine:
Il pleure dans mon coeur
comme il pleut sur la ville.
Quelle est cette langueur
qui pénétre mon coeur?
Comí en la fonda, devolví, el paraguas al mozo del café, me despedí afectuosamente de él y
me volví a F1orencia. En Pisa me falló la dama de los ojos brillantes, a quien no vi, y el campo
santo que no estaba abierto.
Lo único que tuve que reconocer fue que el mozo de la cantina de la estación había estado muy
amable conmigo, dándome datos y prestándome el paraguas.
Al salir de Pisa comenzaba a despejar y a salir el sol.

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DE MADRID A TANGER
TANGER

2 enero 1903.

Es difícil formar una idea clara de Tánger; parece, a primera vista, que España es la nación que
tiene mayor influencia. Para un español, el cambio de Andalucía a Tánger apenas podría
notarse si los hombres de esta tierra no llevaran sus ropajes árabes y no hablaran árabe.
El aspecto de la población es casi idéntico al de una población agrícola española. Una gran
parte de los habitantes, los hebreos y españoles, hablan castellano; la moneda que circula es
española; los letreros de las tiendas, en español aparecen; los anuncios, en español, y el
periódico que veo en mano de los que charlan en el zoco, están escritos en castellano también.
La colonia española es numerosísima: bastantes miles de almas. Por cierto que se dijo en
Madrid que España enviaba a Tánger al Infanta Isabel para que, en caso de un levantamiento de
los indígenas, la colonia española se refugiase en el barquito de guerra. Es una idea graciosa.
Pues, a pesar de toda esta influencia española, parece que España es la que menos pito
toca en este desafinado concierto tangerino. Para un artista, claro es que este país es admirable;
los espectáculos pintorescos se presentan a cada paso. Cuando, desde el barco, llegamos a la
puerta de la ciudad, tuvimos que comparecer con nuestras maletas delante de unos moros que
estaban sentados, formando tribunal, en la entrada de Aduana.
Un viejo magnífico, que presidía, el jefe, nos miró benévolamente; le habló al oído a un
joven de cabeza afeitada y ropaje amaranto; luego se dignó echar una ojeada sobre nuestras
pobres camisas, y nos dejaron pasar sin más obstáculo. Las calles de esta ciudad ofrecen un
aspecto abigarrado y pintoresco.
Como ayer, día primero del año, por rara coincidencia, fue día de fiesta para judíos,
mahometanos y cristianos, todo el mundo se echó a la calle, y era el ir y venir de moros, árabes,
hebreos y negros, rifeños, admirables tipos de fiereza, que deben dormir con un fusil; judíos de
finísima cabeza y hopalandas oscuras, cubiertos con el fez negro o azulado; mujeres moras,
envueltas en inmensos jaiques blancos; aguadores medio desnudos, de tipo egipcio, que
proceden del Sur, en los confines meridionales del Imperio; soldados mulatos, y luego la
muchedumbre europea.
De cuando en cuanto pasan algún genthleman a caballo, alguna miss espiritada,
montada en un borrico, al que un morazo que grita «Balac! Balac!» hace correr a palos. En las

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tiendas parece que lo que está en venta es el tendero, generalmente un moro que ha engordado
con la inacción, y que ofrece al comprador un semblante rollizo y barbudo, como el de un
fraile español; otras veces, entre las mercancías amontonadas, se ve a un judío greñudo, que
mira con sus ojos tristes a la multitud abigarrada que corre por la calle.
El Zoco chico es la Puerta del Sol de Tánger; se charla, se fuma, se toma café y, sobre
todo, se miente, como en la famosa plaza madrileña.
El Zoco grande es una explanada que ahora está intransitable de fango y porquería, rodeada de
tenduchos, y en el que las freidurías ponen un olor insoportable de aceite de argán.
Al ver freír estos pastelillos y buñuelos que un moro o un judío cochinísimo manosea, se
encontrarían apetitosas las gallinejas del puente de Toledo.
En los cafés moros, concurridos desde la mañana hasta la noche, se toma café con posos
y se fuma kif, una mezcla de tabaco, cáñamo índico y salvia, bastante agradable, pero que
adormece a los moros y hace que sus cánticos sean más lánguidos. El encargado del café va y
viene con sus pies descalzos entre las tazas de café puestas en el suelo sobre una estetilla.
Los mendigos son horribles; nada tan aparatoso como algunos de estos desgraciados, de cuyo
rostro apenas queda más que los agujeros purulentos de los ojos y otra .caverna en el lugar de la
nariz. Los hay de todos colores; pero principalmente mulatos; pasan la vida acurrucados en un
rincón pidiendo limosna con voz quejumbrosa.
En algunas tiendas se ven unos moros con barbas blancas y anteojos; me dice un
indígena que son notarios, y un europeo añade, sonriendo:
—Notarios y memorialistas de portal. Esta mañana vi al célebre Harris, corresponsal
del Times, según se dice, más bien agente diplomático de Inglaterra. Parece que su retirada de
Fez se debe a que su presencia comprometía al sultán. Los moros le llaman el Diablo. Es un
hombre delgado, bajito, de barbucha roja, puntiaguda; tiene tipo de judío. Hace diez años que
vive en Tánger. Tiene una casa al otro lado de la bahía, casi ya en la cabila. Debe de ser hombre
enérgico y a propósito para la misión que desempeña. Inglaterra hace las cosas bien. Veo a
Canalejas con la plana mayor de su partido. Se pasea por las calles; yo creo que habla de
política. En España no se hacen las cosas tan bien como en Inglaterra.
Cuando supe que había noticias de Fez y todo el mundo decía que los santones han
aconsejado a Abd-el-Aziz que llame a su hermano, el Tuerto —cosa que, entre paréntesis, me
parece que nadie cree—, fui al teléfono; era ya anochecido y llovía de una manera horrorosa.
El telégrafo inglés está fuera de la ciudad, y no hay más remedio que telegrafiar por él, porque
el español (cosa castiza) está roto hace días.

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Pues en el camino del telégrafo encontréme con rifeños atléticos, tremendos, con sus fusiles,
que pasaron tranquilamente a mi lado. No ocurre nada; pero, sin embargo, al principio, la cosa
impone. Otro espectáculo hermoso:

Un rifeño, guapo chico, de veinticinco años, y una famosa inglesa, borrachos perdidos,
haciendo eses por las calles.
— ¡Menuda ha sido la algazara que han armado los mozos!
La inglesa se agarraba al rifeño con una fuerza que demuestra su entusiasmo por el
mahometismo.
He notado que a los soldados los desprecian; dicen los moros paisanos que aquéllos venden
el fusil y las babuchas por un tarro de ginebra.

Lo cierto es que, en parte, la sublevación de los Hiata ha sido debida al desenfreno de esa
soldadesca desharrapada, que se entregó a toda clase de barbaridades cerca de Taza.
Según se dice, cambiaban los cartuchos por comida, creyendo encontrarse en terreno amigo;
pero un un día agarraron cuarenta mujeres Kabilas y no hay imaginación calenturienta que se
figure lo que allí ocurriría. Se armó una de tiros horrible, y aquello fue causa de que los Hiata
formaran en la horda de ese Roghi misterioso, del que los moros tienen una idea tremenda.
Creen que es un hombre que posee artes mágicas, que obtiene dinero por medios ocultos a
todos los mortales. Sin embargo, algunos más avisados aseguran que las armas de los
sublevados son de fabricación francesa, y que allí abundan las buenas monedas de cinco
francos.

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Antonio Machado

(1875-1939)

Poeta, dramaturgo y narrador nacido en Sevilla el 26 de julio. Figura emblemática y


la más joven de la generación del 98.

Realizó estudios en el Instituto Libre de Enseñanza. Incursionó en la adaptación


teatral y fue catedrático en las universidades de Soria y Segovia.

Ingresa a la Real Academia el 1927 y salió al exilio hacia Colliure, lugar en el cual
fallece el 22 de febrero.

En su obra destacan Soledades, Campos de Castilla, La duquesa de Benamejí y


poesías completas.

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SOBRE LA OBJETIVIDAD

Si se acepta nuestra hipótesis, la radical heterogeneidad del ser, tal como no es revelada en
nuestro mundo interior, en el fluir de nuestra conciencia surge el problema de la racionalidad,
que se nos presenta con un carácter negativo. Objetividad no es ya nada positivo, es
simplemente el reverso borroso y desteñido del ser. Sólo existen, realmente, conciencias
individuales, conciencias arias y únicas, integrales e inconmensurables entre sí. Sólo es común
a todas las conciencias el trabajo de subjetivación, la actividad homogeneizadora, creadora, de
esas dos negaciones en que las conciencias coinciden: tiempo y espacio, bases del lenguaje y
del pensamiento racional: del pensar cuantitativo.
Esto en Madrid dispuesto a tonar a Segovia. He pasado algunos días enfermo con
fiebres gástricas, con lo cual he aligerado un poco esta too solid flesh. Siempre que se pierden
peso, se gana en energía y en propósitos de porvenir.
Nunca me siento peor que cuando estoy saludable y robusto; aunque comprendo que
esta salud y robustez no pasa de apariencia1
La poesía occidental tiene en Rimbaud su extrema expresión dinámica. Después de
Rimbaud la poesía francesa entra en un periodo de desintegración.
En su retrato el parecido deber ser tal, que no tengamos que preocuparnos de él. Así,
cuando contemplamos estéticamente la naturaleza, lo hacemos con toda libertad, porque el
parecido no nos preocupa, pues no dudamos de que una cosa real se parezca a sí misma. Del
mismo modo, ante el retrato de Martínez Montañés, de Velázquez, la cuestión del parecido no
nos distrae de la contemplación estética, porque ni un momento de nos ocurre dudar de él.
CONSECUENCIA: La belleza de un retrato no estriba en el parecido, pero un retrato
sin parecido es malo.

1
Frase incluida también en una de las cartas a Unamuno.

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SOBRE LA DEFENSA Y LA DIFUSIÓN DE LA CULTURA
El poeta y el pueblo

Cuando alguien me preguntó hace ya muchos años ¿piensa usted que el poeta debe escribir para
el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil- era el tópico al uso de aquellos días-
consagrado a una actividad aristocrática, en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría
selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto evasivas o ingenuas:
“Escribir para el pueblo- decía mi maestro-, ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el
pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos- claro está- de lo que él sabe. Escribir para el
mundo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra
habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más,
porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria; es escribir
también para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el
pueblo es llamarse Cervantes, es España; Shakesperare, en Inglaterra; Tolstóy, en Rusia. Es el
milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo
deseado siquiera. Día llegará en que sea la más consciente y suprema aspiración del poeta. En
cuanto a mí, mero aprendiz de gaysaber, no creo haber pasado del folklorista aprendiz, a mi
modo, de saber popular”.
Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita
saber cómo en España casi todo lo grande e sobra del pueblo o para el pueblo, cómo en España
lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular-
En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda
no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretenden
justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases
privilegiadas.

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INTELECUALES Y OBREROS

Es probable que la inteligencia haya dirigido siempre el mundo de los negocios humanos: mas
no parece tan claro que el intelectual, el hombre consagrado a actividades diagógicas, haya
podido, a título de tal, jactarse alguna vez de formar en una casta dominadora, como el
sacerdote, el guerrero, el mercader, el bandido, el simple trepador y aún el esclavo recién
liberto. Hoy se anuncia la dictadura del proletariado, y el intelectual piensa: tampoco ahora ha
llevado la mía. Y no siempre disimula bien su despecho. El overo lo mira con justo recelo,
porque sospecha que hay en él un descontento. Además, ¡son tantos los polizontes y tantos los
maquinistas, faroleros y apagaluces honorarios y tantos los palafreneros y lacayos de vocación
en la clase que pretende el privilegio de la cultura!...
No es fácil una inteligencia de clases. Pero un verdadero intelectual y un hombre capaz
de reflexión saben muy bien que las altas actividades del espíritu son esencialmente creadoras
de libertad, y que no podrán nunca aplicarse a esclavizar las voluntades ajenas. En cambio, las
fuerzas que llevan a la dominación y el mando se condensaron siempre en largos periodos de
servidumbre. El imperio es una satisfacción que se debe preferentemente a los esclavos.

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EL MAÑANA

Triste cosa es ir para viejo y haber por ello echado la llave de nuestras simpatías- nuestra
capacidad afectica es mucho más limitada que la de nuestra comprensión- y, esto en tiempos de
tónica juvenil, cuando el mundo se esfuerza en ir para joven y e empeña en las más atrevidas
experiencias. Por todas partes las cosas parecen bruscamente cambiar, como si el árbol total de
la cultura se renovase por sus más cultas raíces. Fuerzas poderosas militan hoy contra los que
suponíamos más firmas cimientos y más altos objetivos; los postulados de la ciencia, del arte,
de la moral, aparecen opinadamente removidos por nuevas concepciones del espacio, de la
materia, de la economía, del Estado, de la familia. Transmutación de valores, para emplear la
expresión nietzschiana, camino de estimativa, que implica, ciertamente, ruina de toda una
sentimentalidad y, al par, no lo dudamos, creación de otra nueva que han de revelarnos los
poetas de mañana. Los valores de cada tiempo tienen uno de sus polos en los topos uranios de
las ideas trascendentes, y otro en el corazón del hombre.
Yo no creo en una próxima edad frígida que excluya la actividad del poeta. Que el
mundo venidero haya de ser, necesariamente, como muchos suponen, una ola de barbarie que
anegue la cultura y la arruine. No está probado que el principio de Claucius rija en lo espiritual
como en el mundo de la materia, y que una difusión de la cultura suponga una ineluctable
degradación de la misma. Difundir la cultura no es repartir un caudal limitado entre los muchos,
para que nadie lo goce por entero, sino despertar las almas dormidas y acrecentar el número de
los capaces de espiritualidad.
Por lo demás, la defensa de la cultura como privilegio de clase, implica, a mi juicio,
defensa inconsciente de lo ruinoso y muerto y, más que de valores actuales, defensa de
prestigios caducados.
Es cierto que una marcadísima apariencia nos muestra un mundo desencantado por el
súbito despertar de la razón.
Cabe pensar, sin frivolidad excesiva, que caminamos hacia una nueva iluminación,
hacia un anglarum nuevo, y que nuestro siglo milita casi todo él contra las energías ocultas de
los curiosos rincones de nuestra psique. Porque nos e nos tache de reaccionarios apenas
mentamos y menos endiosamos, como nuestros abuelos, a la razón. Pero, contra apariencias
aún más superficiales, tal vez no ha conocido la historia un hombre tan racionalizado, en todos
los sentidos de la palaba, como el hombre de nuestros días. Cabe pensar, sin demasiada inepcia,
que asistimos al triunfar del animal bueno, que en plena posesión del mundo material aún

41
aspira a regirse por nomas estrictamente genéricas. Que los viejos fantasmas no huye sin
resistencias: muchos llevan el escudo al brazo y se defienden con denuedo y heroísmo, mas
parece que todos caminan en retirada. Si alguien fuera capaz de escribir la epopeya aparente de
nuestra época, nos daría el gran poema de la racionalización del mundo, nos narraría el gran
Anábasos de las sombras románticas. Sería ése un tema época tan a la altura de los tiempos
como difícil para el débil estro de nuestros bardos. Yo, no obstante, si tuviera autoridad
literaria, lo aconsejaría a los jóvenes, desaconsejándoles, al par, el superfluo manejo de
elementos átonos e inertes rebuscados en su vacía intimidad.
Cabe pensar esto porque al hombre le es dado, registrando apariencias, pensar en
muchas cosas, sin creer demasiado en ninguna de ellas. Por lo demás los periodos
revolucionarios como el nuestro, son, contra lo que generalmente se afirma, los más
insignificantes y los más equivoco de la historia, porque en ellos lo interesante ha pasado ya o
no ha llegado todavía-, desde la toma de la Bastilla hasta los últimos días del Terror, nada
aconteció en Francia que pueda compararse en importancia y trascendencia a una página de
Rousseau; y cuando el diluvio universal, señores- para usar ejemplos del mayor bulto-¿Qué
poca cosa fueron los cuarenta días con sus cuarenta noches de aguacero ante la precia decisión
del Altísimo de destruir el linaje humano o ante aquel arrepentirse la divinidad que les
subsiguió? Digo todo esto para mostrar mi escasa inclinación a sacar consecuencias inmediatas
de ciertas premisas catastróficas (guerra europea, conmociones sociales y políticas) que no son,
a mi juicio, sino fenómenos de superficie. Los alemanes, que se prometían dominar el mundo-
aspiración muy grande, en verdad cuando fueron vencidos porque el mundo prefirió ser libre.
Aspiración más grande todavía- han ejercitado su despecho, decretando el próximo
acabamiento de la cultura occidental.
No es cosa de tomar en serio el humor de estos hombres. Tipo Spengler- de indudable
ingenio, pero que nada profundo y original representa en su misma patria. Son los epígonos
aquellos jaleadores el germanismo- Gobineau, Chamberlain, cuyas ideas, moneda ya de cuño
borroso y difícil curso, se pretende hoy sobredorar.
Dejemos a un lado toda esta apresurada y tendenciosa prognosis de postguerra, nada
propicia a la lírica ni, en general, a ninguna actividad estética- y tornemos a donde antes
habíamos llegado: al fin de aquella corriente subjetivista, y a la e metafísica, más o menos
consciente o confesada, en el solus ipse, que tuvo el hombre del ochocientos, que expresó su
arte y, muy especialmente, la lírica. El poeta cantaba su soledad porque creía en ella. A través
de todo el siglo romántico resuena un tema negativo: el de la irrealidad de cuanto trasciende del

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sujeto individual. Nunca se insistirá demasiado sobre el escepticismo- o fe agnóstica, puesto
que en el fondo el alma humana sólo contiene esencias- y el solipsismo del ochocientos. Todo
el siglo fue, en lo profundo, una reacción monstruosa contra los dos temas esenciales de la
cultura occidental que son-¿ quién puede dudarlo¡- el de la dialéctica socrática, que inventa la
razón humana, la comunión mental de una pluralidad de sujetos en las ideas trascendentes, y el
de la otra más sutil dialéctica del Cristo que revela el objeto cordial y funda la fraternidad de
los hombres emancipada de los vínculos de la sangre. Sólo Platón y el Cristo supieron dialogar,
porque ellos más que nadie creyeron en la realidad espiritual de su prójimo el ochocientos, en
cambio, se mostró, en lo profundo, incapaz para el diálogo, lo que explica el carácter egolátrico
de su lírica. Su pensamiento parte siempre del yo para tornar a él. Ninguna de sus metafísicas
implica la realidad irreductible y absoluta del tú. Eso es lo que quería decir mi apócrifo Juan de
Mairena cuando afirmaba que el hombre del ochocientos no creyó seriamente en la existencia
de su vecino.
Pero del mañana, se dirá,. Del nuevo siglo, que para muchos comienza después de la
guerra y para algunos apenas si ha comenzado todavía, del mañana y de su poeta, de su
hombre, ¿quién se atreve a vaticinar? ¡Bah!, cualquiera que no padezca del miedo pueril a
equivocarse que es, en el fondo, el fatuo anhelos de sentar plaza de infalible.
El mañana, señores, bien pudiera ser un retorno- nada eternamente nuevo bajo el sol- a
la objetividad, por un lado, ya la fraternidad, por el otro. Una nueva fe- porque es en el campo
de las creencias donde se plantean los problemas esenciales del espíritu- se ha iniciado ya.
Comienza el hombre nuevo a desconfiar de aquella soledad que fue causa de su desesperanza y
motivo de su orgullo. Ya no es el mundo mi representación, como en lo más popular, la única
verdad metafísica popular del ochocientos. Se tornó a creer en lo otro y en el otro, en la
esencial heterogeneidad del ser. El yo egolátrico del ayer aparece hoy más humilde ante las
cosas. Ellas están ahí y nadie ha probado que las engendre yo cuando las veo, enfrente de mí
hay ojos que me miran y que, probablemente, me ve, y no serían ojos si no me viesen.
La poesía, para resumir mi pensamiento en pocas palabras, no ha superado aun el
momento barroco que, mutatis mutandis, se da en los periodos de honda transformación, el
momento equívoco en que el arte patina en la frontera de una época nueva, sin poder ser
clásico, sin atreverse a ser plenamente moderno. Hoy como ayer el barroco s más gesto que
acción, y como siempre, esto híbrido que dibuja una fuerza que se padece más que una fuerza
creadora que se aplica a un objeto. Literalmente es todavía ingenio y retórica, laberinto de
imágenes, maraña de conceptos, actividad estáticamente perversa, que no excluye la moral pero

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sí la naturaleza y la vida. El genio calla porque nada tiene que decir cuando el arte vuelve la
espalda a la naturaleza y a la vida.
Los ingenios invaden el estadio y se entregan a toda suerte de ejercicios superfluos.
[A lápiz] Si LA poesía renace se hablará de una restauración, de una vuelta a las
antiguas [hay tres palabras ilegibles] se parezca a nada. Y esto explica- añadía Mairena- y aún
disculpa la tradicional flojera de nuestra crítica.
El momento creador en arte, el de las grandes ficciones- todo lo contrario del discurso
íntimo. Es el momento de nuestra verdad, el momento de modestia [hay doce palabras
ilegibles].
-[A pluma] Extraño y maravilloso mundo ese de la ficción cervantina con su doble
espacio y doble tiempo, con sus [palabra ilegible] series de figuras, las realidad y las
alucinatorias, el de esas dos conciencias, esas dos mónadas de ventanas abiertas, que camina y
que dialogan. Buscadle precedentes…En cuanto al diálogo, sí; el de Sócrates en Platón y el de
Cristo en los evangelios. Contra el solus ipse de la inerrable sofística de la razón humana,
militan [seis palabras ilegibles].
[A lápiz] El Don Juan Tenorio de Zorrilla es, hasta la fecha, el más desacreditado de
todos los Don Juanes. Los doctos lo desprecian. El pueblo, en cambio, lo ha hecho suyo y lo
defiende de los ataques de los doctos y de los pedantes. Lo defienden a su manera, yendo al
teatro a verlo y admirarlo.
Yo quisiera que dejásemos a un lado la literatura, que importa mucho menos de lo que
vosotros creéis, y viéramos qué elementos estéticos contiene esta obra tan amada del pueblo y
tan despreciada pos los doctos. Porque es posible que descubriéramos tales bellezas en esa
obra, que nos pudiéramos permitir el lujo de arrojar al cesto de la basura cuando dicen los
doctos contra ella
[A pluma] Lo PRIMERO, en el orden estético es hacer las cosas bien.
Lo segundo no hacerlas.
Lo tercero y último, lo realmente abominables, es hacerlas mal.
Don Miguel de los Santos Álvarez no perdonaba al autor de un drama trágico malo en
cinco actos. ¡Es tan fácil!- decía él- no escribir un drama trágico en cinco actos!
Tan fácil como no hacer una tesis doctoral, un discurso académico, o un nuevo plan de
enseñanza.
Pero el grito de una república de trabajadores será siempre: Homo faber, antes
malhechor que holgazán.

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José Augusto Trinidad Martínez Ruiz “Azorín”
(1873-1967)

Ensayista, novelista, autor de teatro y crítico, nació en Monóvar, Alicante. Trabajó


activamente en política durante los primeros años de su carrera. Fue quien bautizó a
este grupo con el nombre de Generación del 98, como se le conoce en la
actualidad. El tema dominante de sus escritos es la eternidad y la continuidad,
simbolizadas en las costumbres ancestrales de los campesinos.

En 1924 ingresó en la Real Academia de la Lengua. En sus últimos años cultivó


asiduamente la crítica cinematográfica. Murió en 1967 en Madrid, el 2 de marzo
1967.

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CURSO ABREVIADO DE PEQUEÑA FILOSOFÍA

Yo soy un hombre que dice: « ¡Viva la bagatela!»… Cuando me despierto, por la mañana, entre
los limbos del despertar, oigo un reloj que en el piso de arriba tintinea las once; luego, en el de
al lado, pared por medio, otro timbre, más grave y más sonoro, lanza también sus once
vibraciones; después, tras un breve instante, en el piso de abajo, una tercera campanilla, más
rápida, más vivaracha, suena también apresuradamente sus once campanadas. Entonces yo
medito un momento en que es llegada la hora de levantarme, y me levanto, en efecto. Mientras
me visto no pienso en nada: ¿en qué voy a pensar? Yo no tengo nada grave en que hacer
trabajar mi pensamiento; yo soy un hombre que dice: «¡Viva la bagatela!» y si después que me
he vestido —o mientras me estoy vistiendo— veo que un rayo de sol cae y reverbera sobre las
anchas cuartillas que están sobre la mesa, entonces decido salir a dar un ligero paseo por la
carretera de San Jerónimo. A esta hora —ya cerca de la doce —, la carretera de San Jerónimo
ofrece un aspecto elegante: las pequeñas muchachas, finas, gentiles, con sus vestidos ceñidos a
las líneas, pasan de regreso de sus visitas; una dama sale de casa de Fe, llevando en su mano,
enguantada de Suecia, a la altura del redondo pecho, la viva nota gualda de un volumen
francés; frente a Lhardy tal vez nos encontramos un amigo que nos habla de Gardenia o de
Sagrario; quizá algún estimable diputado, a quien vemos todas las tardes en el buffet del
Congreso, nos dirige, desde lejos, su golpe de sombrero… La vida es fácil; el aire está tibio; el
sol ríe y baña la calle de Alcalá; el cielo se destaca azul y limpio.
Yo voy paseando por la ancha acera de las Calatravas: me siento feliz; ¿no basta para
serlo con haber descubierto que en este país todo es pequeño? Lo sabíamos todos; lo creíamos
todos; pero nadie había llegado a formar un sistema compacto en estas verdades dispersas e
inconexas. El cielo está azul; el aire es templado y confortante. Y cuando he pasado un poco,
cuando me he bañado en la viva solar, regreso a casa. Esta es la hora critica en que leo la
Prense de la mañana; los periódicos matutinos dicen lo mismo que los diarios nocherniegos del
día anterior; pero si no leemos la Prensa de la mañana, ¿cómo vamos a saber lo que dirá la
Prensa de esta noche? Yo cojo los periódicos y los voy repasando; después, ya leídos los
artículos de fondo, las crónicas, las informaciones políticas, dejo otra vez sobre la mesa las
grandes hojas; tal vez la lectura de todos estos artículos, un poco difusos, un poco
rimbombantes, un poco artificiosos, pusieron un tantico de enojo en quien tomara en serio la
vida y la suerte de sus contemporáneos; pero ya sonrío de todas estas frivolidades; yo soy un
hombre que dice:« ¡Viva la bagatela!» los periódicos yacen otra vez sobre la mesa; mi pequeño

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grito filosófico ha sido lanzado ya en esta mañana por cuarta o quinta vez; ahora llega uno de
los momentos más graves de mi vida—si es que en mi vida puede haber algo grave—.En el
bolsillo interior de mi americana reposa un lindo tarjetero de marroquin inglés; yo lo saco de
este bolsillo y lo pongo sobre las cuartillas; y luego voy extrayendo de su seno recortes de
periódicos o diminutos papeles en que aparece trazada con lápiz una frase. Se trata delas frase
más notables de mis contemporáneos que he ido recogiendo durante el día anterior, y que he de
trasladar a un voluminoso catálogo. Y he aquí algunas de las últimamente recogidas:
Espada; su definición: «Agregado de átomos ferruginosos, ordenado en forma larga y
estrecha para dislacerar los tejidos.»(Pidal, discursos en la Academia Española el día 6 de
marzo).
Literatura; cuál debemos odiar; «La deleznable literatura femenina, apocada, sin vida,
sin nervio, que nace al calor de las altas munificencias y sólo puede vivir con el sahumerio de
las adulaciones.» (Crítica, en el«Heraldo», del discurso de Morote en el Teatro Lírico del día
7).
Orador, su concepto: « ¿Qué es un orador? Es un conductor de almas hacia el ideal. »)
Burell, crónica del día 6).
Responsabilidad de los ministros; tenemos el deber de no creer en ella; «Yo no sé si su
señoría, seños Fernándiz, tiene responsabilidad en este asunto; quiero creer que no; es mi deber
creer que no.») Lerroux, en la sesión del 5).
Hecha —para la posteridad— esta trascendental recopilación, me dispongo a almorzar:
yo almuerzo prosaicamente; mi bistec es el mismo que acaso devora mi vecino —que no es
filósofo—, y el agradable rioja que bebo es el mismo que puede beber cualquier hombre vulgar.
¿Para qué esforzarnos en sacar hondas filosofías de estas cosas insignificantes, que no la
tienen? Despachado el yantar cotidiano, es preciso tomar café; yo recuerdo que Campoamor
hizo una hermosa dolora en que recomendaba el uso del café. ¿Cómo no atender las
recomendaciones que se hacen en un poema? Yo voy trasegando el café, a menudos sorbos, en
el buffet del Congreso. Tal vez a mi lado un iracundo agitador lanza terribles anatemas contra el
régimen. Entonces yo siento no ser por un momento un orador elocuentísimo; pero en mi fuero
interno digo: «No hay nada espontáneo e increado; todo depende de todo; todo se halla
engarzado en la menuda trama de los fenómenos. »
El régimen es éste porque somos así los españoles, y los españoles somos así porque el
medio, fatalmente, inexorablemente, lo determina. Y es preciso que esta idea del medio, como
factor esencialísimo de la vida, entre en nuestra política militante. Precisamente los españoles

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somos los primeros que hemos puesto en circulación esta idea del determinismo psicológico y
social; yo, que he sido un poco erudito, años atrás, recuerdo que Baltasar Gracián atribuye, en
El Criticón, nuestra adustez y nuestra melancolía a la sequedad de nuestro suelo, y por mi
espíritu soma también, vagamente, la idea de que casi un siglo después, en 1739, nueve años
antes de que Montesquieu publicara El espíritu de las leyes, don Francisco Fernández de
Navarrete, en los Fastos de la Academia de la Historia, tomo I, asentaba que las causas del
carácter de los pueblos «se encuentran en el cuelo y cielo de un país», y estudiaba luego
detenidamente la idiosincrasia española, explicándola por la topografía, la flora y la hidrografía
de nuestra tierra… ¿De qué servirá que mudemos de instituciones y gobernantes si no nos
cambiamos a nosotros mismos, es decir, si no mudamos radicalmente las causas primarias y
hondas que nos hacen ser como somos? ¿Nos dará nuevos hábitos, nuevas tendencias, nueva
sociabilidad, nuevas inclinaciones, la simple posesión de la Gaceta por estos o aquellos
hombres, y la ingenua difusión por todos los periódicos oficiales de las provincias de estas o las
otras disposiciones legales? ¿No puede haber una iniciativa individual, a la que sería dable
obrar, independientemente del poder político, una honda labor de acción social, más eficaz, más
segura, más patriótica que la conquista de la Gaceta?
Pero al llegar aquí noto que mis ideas van tomando un derrotero trágico; no es saludable
pensar en cosas tétricas. Yo repito, para mí mismo, mi predilecto grito: « ¡Viva la bagatela!», y
me levanto para subir a la tribuna. Desde la tribuna contemplo el espectáculo de todas las tardes
y oigo los mismos discursos de ayer, de anteayer y de siempre. Mis miradas caen sobre los
persones considerables de la minoría republicana: son la esperanza del pueblo. «El afecto del
pueblo hacia los grandes es grandes es tan ciego —decía La Bruyère—, y su ocupación por sus
gestos, por sus caras, por el tono de su voz, por sus ademanes, es tan general, que si estos
grandes hombres tuvieran la precaución de ser buenos, el afecto trocaríase en idolatría.»
¿Qué hacer sino dar paseo, después de haber oído a todos estos oradores, es decir, a
todos estos conductores del alma hacia el ideal? Yo sospecho que no nos conducen a ningún
ideal, pequeño o grande; pero deambulo por las calles durante un rato. Y luego, ya de regreso
en casa, momentos antes de comer, me pongo a emborronar mis cuartillas diarias. «Esta es una
de aquellas comedias —decía Moratín, hablando de algunas de las del Fénix de los Ingenios—
que escribía Lope mientras le calentaban el almuerzo.» estos artículos, igualmente absurdos,
igualmente desaliñados, están escritos también a vuela pluma, mientras ponen la mesa. ¿Para
qué esforzarnos en escribirlos de otro modo?

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No vale la pena. Yo soy un hombre que dice: « ¡Viva la bagatela!» ¿Por qué sentirnos
indignados ante la ineficacia de nuestras Cortes? Todos los parlamentos son lo mismo. «La
Cámara de los Comunes —dice Heriberto Jorge Wells en su famoso libro Anticipaciones—, la
Cámara de los Comunes es una arena de partidos en donde combaten fracciones compuestas de
personajes iniciados, los cuales, desde hace largo tiempo han cesado de tener la menor relación
con el proceso social corriente.» ¿Cómo vamos a extrañar, después de esto, lo que pasa en
España?
La digestión no se hace bien si no es en el teatro; la literatura dramática no puede tener
un fin distinto. Cierto que los teatros son un poco destartalados, que los actores son
ininteligentes y que las obras representadas se caen de insustanciales: pero yo —ya lo he
dicho— no me indigno por nada. ¿Hay motivo suficiente en todo esto para que nos
indignemos?
Ya ha pasado, hace horas, la medianoche; en la Redacción he charlado un rato; las
pruebas han quedado corregidas. Salgo a la calle y voy lentamente de regreso hacia casa. Ha
terminado la jornada; mi sueño es dulce, tranquilo, plácido, reparador…Yo soy un hombre que
dice: « ¡Viva la bagatela!»

Tiempos y cosas, 1904

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UN RECUERDO
CLARÍN

¿No les atrae el misterio profundo de estos armarios de las casa campesinas en que hay mil
cosas inútiles, viejas, polvorientas? Los días son largos, interminable; los relojes, en las anchas
y sonoras cámaras, hacen sonar su tictac con un ruido solemne, grave, fuera, el sol, abrasador,
reverbera en las blandas paredes; las cigarras cantan su monótona, monorrítmica canción. Y
vosotros vagáis de una en otra sala, sumidas en la penumbra; pasáis por puertas chiquitas,
recorréis pasillos que tienen a lo lejos, en un extremo, una ventana alta que da a un tejado: os
asomáis a los graneros, oscuros, con sus largas ringlas de alhorines; levantáis la tapa de un gran
arcaz de pino que chirría, que gime; abrís un armario no abierto desde hace largo tiempo. ¿Qué
poderosa atracción tienen esos armarios que hace que nos detengamos un momento absortos
con la mano puesta en la llave que acabamos de hacer girar en la cerradura? ¿Es el espíritu de
estas cosas pasadas, muertas, que de pronto se escapa y torna a la vida libre y a la luz?
¿Es un mundo de sensaciones esfumadas ya en la lejanía de los tiempos y que en este
momento supremo vuelven a revivir en nosotros? ¿Por qué permanecemos meditativos,
soñadores, ante estas cosas vulgares, insignificantes, que han convivido acaso con nosotros en
los días remotos de la niñez o de la adolescencia? Veamos lo que en sus entrañas tiene este
armario: un espejo roto, con el alinde ennegrecido, está junto a un velón que el cardenillo
verdea a trechos; un pequeño tabaque de mimbres, repleto de cartas anodinas y de recibos de
cofradía, reposa a la par de un frasco de esencias vacío. Y hay también viejos periódicos
amarillentos con artículos de Tomás Tuero, y un folleto en que se hace la apología de un
específico —píldoras o grageas que tuvieron antaño un momento de boga— y libros: dos, tres,
cuatro o seis de estos libros extraños, abandonados, desconocidos de todos; libros que parecen
escritos e impresos para que reposen un día en estos armarios; libros de los cuales leemos dos o
tres páginas una vez junto al fuego, en invierno, u otra vez en la cama, mientras cae la lluvia en
el campo; libros que dejan en nosotros una sensación vaga y grata de vulgaridad e
incongruencia; libros que no dicen nada y lo dicen todo, puesto que es nuestro espíritu,
atosigado por la soledad y el silencio, quien habla en ellos…
Revolved, revolved sin parar el montoncillo de los volúmenes y los periódicos; el polvo
salta, vibra por el aire, llega hasta el rayo de sol que se cuela por el balcón y fulgura en
luminosa cinta; un tenue aroma de vetustez y de humedad comienza a esparcirse por el
ambiente. Y de pronto vuestras manos tropiezan, en un rincón, tal vez oculto debajo de Las

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tardes es La Granja, o del antiguo Desiderio y Electo, con un volumen cuya vista os causa una
viva emoción. ¿Cómo este libro yace aquí escondido, durmiendo un sueño perdurable, entre
todos estos otros anodinos y bonachones libros? Las cubiertas, blancas, tienen ya una ligera
tonalidad amarilla; el título rojo —que dice Doña Berta— comienza a palidecer. Y vosotros
reparáis en que todo esto no es un vulgar acaso, sino que este libro está en este armario vetusto
porque aquí debía estar, y que hay una perfecta armonía entre su espíritu y el espíritu de todas
estas cosas, teñidas ya de la honda poesía de lo melancólico, de lo vago, de lo pesado y de lo
inútil, y que las cubiertas que amarillean y el título que se destinta casan en concordancia
secreta con el olvido bienhechor, sedante, que va cayendo sobre la obra agresiva del gran
hombre desaparecido, y que hacen que sólo se columbre, iluminada con una luz suave, como el
carmín de este título, sus ideas y sus meditaciones del filósofo y de poeta.
Todo esto lo pensáis vosotros en un instante, con el libro en la mano. Y ahora sí que
vuestra adolescencia acude entera, avocada de súbito, a vuestro espíritu. Porque vosotros habéis
leído estas páginas maravillosas, llenas de misterio, saturadas de honda melancolía, en las horas
remotas de fe, de ardimiento, de entusiasmos y de esperanzas, en que estas pocas letras: Clarín,
os enardecían y conturbaban. « ¿Y cómo han pasado tan rápidamente estas horas? —os
preguntáis vosotros—. ¿De qué suerte este hombre insigne, que os ha hecho pensar y sentir
tanto, se ha perdido en el horizonte inexplorado? » Y entonces, ya llenos de una irreprimible
amargura, vosotros, durante otro minuto, veis la figura de este hombre inquieto, nervioso,
vehemente, soñador; la figura de este hombre rubio, menudo, con una barba revuelta, que se
inclina atento cobre un libro, francés, inglés, alemán, o que escribe bajo la lámpara, a la
madrugada, largos artículos que van dejando una preocupación honda por un espíritu, por una
fuerza, por un alma universal y eterna…
Y comenzáis a leer en este libro que espera en vuestras manos. Fuera, las cigarra
prosiguen en su canción monótona; los impalpables átomos de polvo bailan fulgentes en el rayo
de sol. Y las primeras líneas de este libro dicen: «Hay un lugar en el norte de España adonde no
llegaron nunca ni los romanos ni los moros…»
Y no seguís: aparecen ante vuestro ojos los prados húmedos, jugosos, de un verde
suave, que bajan henchidos, ondulados, desde las altas cimas hasta las angosturas, y las
pomaradas olorosas, bajas, anchas, y las brumas cenicientas que se van desgarrando en las
aristas peladas de las montañas, y los humillos azules, rectos, que surten de las techumbres
rojas y se esparcen por la bóveda gris.

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Y de estas páginas saltáis a otras páginas del final del libro. Vosotros las recordáis
como si acabarais de leerlas. Se trata en ellas de un filósofo, irónico, saturado de lecturas
modernas, triste, amargado, que pasea por el mundo su tedio irremediable. Y hay en estas
páginas un tal dejo de melancolía indefinible, de esperanza, de vaguedad, de ironía suavemente
amarga y de misterio, que hacen de ellas una de las obras más intensas, más sugestionadoras de
nuestra literatura contemporánea.
¿Es algo como una confesión moral, como una confidencia de cosas íntimas y sutiles, lo
que se descubre en estas páginas? El filósofo mundano e irónico, protagonista de este libro, ¿es
el mismo Leopoldo Alas? Este filósofo escéptico, cansado, ya de los linderos de la vejez, ha
encontrado ya una de esas mujeres misteriosas que nos cautivan desde el primer instante. Y la
ha encontrado, para que la sugestión sea completa, en la vieja y destartalada fonda de una
vetusta ciudad castellana. Todo aquí está en completa armonía: las grandes salas con piso
desnivelado: los ladrillos sonoros cuando casualmente pisamos sobre ellos; los muebles
desvencijados; los quinqués venerables; las escaleras solitarias…, y la silueta esbelta,
pensativa, pálida, blanca, de esta mujer que el filósofo ama. Pero esta mujer no puede ser del
filósofo: una fuerza escondida los lleva uno hacia otro, y el azar de las cosas los separa. Los dos
se alejan por el mundo…
Pasa el tiempo. Un día, el filósofo pasea por Recoletos; delante de él camina un perro,
ligero, desenvuelto, frívolo. El filósofo observa a este can escéptico e irónico que se aleja como
cantando. « ¡Oh! Es mucho mejor filósofo que yo» piensa. Y al levantar la vista se encuentra
ante él a la mujer de antaño, pálida, fina, rubia, vestida de negro. Y un momento charlan
emocionados, y la fuerza desconocida, poderosa, torna, para siempre, a separarlos.
«Catalina –dice el autor— siguió su camino hacia la Cibeles. Serrano, sin saber lo que
hacía, torció a la derecha, hacia la Casa de la Moneda, como si quisiera seguir la pista del perro
canelo, que tomaba los fenómenos como lo que eran, como una… superchería.»
…Leopoldo Alas no hubiera podido encontrar una frase que resumiera mejor la ironía,
la espiritualidad, el desencanto de la última época de su vida: los fenómenos son una
superchería, y nosotros, vanos fantasmas que tal vez cruzamos por el planeta con dirección
hacia un mundo mejor…

Tiempos y cosas, 1904

52
EL ARTE NACIONAL

¿No habéis viajado por las Castillas, por la Mancha, por Toledo, por Extremadura? ¿No habéis
pasado horas y horas por estos caminos amarillentos, polvoriento, que cruzan las llanuras
rojizas o gualdas, o que serpentean por las quiebras, anfractuosidades y barrancos de las
montañas? ¿No habéis caminado en algún viejo coche destartalado, lento, o en compañía de
aluna larga recua de pacientes asnos que un cosario, hombre socarrón y agudo, lleva de un
pueblo a otro? ¿No habéis entrado , al final de la penosa jornada, en uno de estos mesones
clásicos, como el de Solana, en Salamanca —de que se habla en el Lazarillo—, o como el de
las Mulas, en Mansilla —mencionado en La pícara Justina—, o como el del Sevillano, en
Toledo —famosos por La ilustre Fregona?—. Estos mesones, lector, son el centro más castizo,
en estos días, de toda nuestra vida española. Estamos en 1610, en 1616, en 1620, ó en 1630;
entramos en una de estas posadas. El patio es ancho, empedrado con blancas piedras; corre en
todo su alrededor una barandilla de madera; sostienen esta galería columnas de tosca piedra o
recios maderos apenas devastados. Ya, antes de que nosotros hayamos podido formarnos idea
del edificio, una moza ha aparecido en una puertecilla del fondo. Nosotros hemos erguido el
busto, hemos puesto nuestra mano derecha en el puño de la espada, hemos dado con el pie un
golpe en el suelo para que suenen nuestras espuelas, acaso hemos también tosido reciamente…,
y luego hemos exclamado, refilándonos el mostacho enhiesto, engomado: “¡Linda es en verdad
esta moza!”. Ella entonces sonríe, tal vez se ruboriza un poco; quizá su mano roza ligera —con
este gesto femenino tan coquetuelo— los blondos y sedosos rizos que caen sobre su frente.
Nosotros quedamos encantados con esta visión incitadora, y decidimos sin más ni más,
aposentarnos en el mesón. Ya la moza ha cumplido con su deber. La moza de la posada —dice
fray Andrés Pérez en La pícara Justina— estará siempre en la puerta, bien compuesta y con
lindo atavíos: “que una moza a la puerta del mesón sirve de tablilla y altabaque, en espacial si
es de noche y junto a la candela”.
Por eso es preciso que nosotros, lector, pasemos más adelante. ¿Por qué no entrar en la
cocina? La cocina es espaciosa, de campana, con bajos poyos en su torno. Tal vez aquí hay
sentados dos, tres, cuatro estudiantes, con hábitos raídos; un hidalgo, dos arrieros, un ermitaño
—el clásico ermitaño de las novelas picarescas—, un arbitrista, un soldado decrépito que nos
habla de la toma de Granada, dos mozas del partido —acaso la Tolosa y la Molinera que
figuran en el Quijote—, un clérigo que lee en su breviario roñoso, un poeta que recita unas
coplas. ¿Para qué pedir más? Toda la España de estos tiempos está representada, simbolizada;

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son éstos los días en que la decadencia y la ruina van tocando a su máximo; los campos están
desiertos, yermos; caen derruidas las casas; se cierran las sederías y pañerías de Valencia; de
Toledo, de Sevilla, de Murcia y de Segovia; pesan agobiadoras las alcabalas, pechos, gabelas e
impuestos mil sobre el labriego; roban a plenas manos los recaudadores de los tributos;
prevarica la justicia; rebosan de pretendientes los patios de Palacio y las cámaras de los
grandes; los soldados van desharrapados por las ciudades y los campos y cometen toda suerte
de fechorías; las busconas, cotorreras, cicatriceras, cantonera, llenan las calles; los maridos
granjean con la honra de sus mujeres; se socarran relapsos, herejes, judaizantes sobre montones
de leña verde; procesiones, novenas, trisagios, sermones, excitan a toda hora una devoción
sanguinaria, insensata; en las universidades se discute a gritos a propósito de sutilezas
inverosímiles; se expulsa a millares de útiles familias moriscas y judías. “¡no se ve un real de a
ocho en toda Castilla!”, exclama Baltasar Gracián en El Criticón. “Cualquiera —escribe en
1628 el economista barbón y Castañeda, citado por Sempere y Guarinos en su Biblioteca
Económica Española, tomo III— que haya conocido a Castilla la Vieja, vería en ella grande y
rica población, y en las más pobres aldeas de este reino labradores de ocho a nueve mil ducados
de hacienda, y algunos de más. De estos hombres ya no se haya ninguno en villas y ciudades; y
de aquellas ricas fábricas y edificios suntuosos, de alhajas y bien puestas casas, de contentos
suegros y alegres yernos, ya no se ven en ellas más que verdes hiedras y graznantes grajos”.
¿Comprendéis como en este ambiente, en medio de esta inmensa miseria, ya no puede haber
más que una preocupación única, suprema, imperativa, insacudible: la de no morir de hambre?
¿Y comprendéis también como todo el ingenio español, en esta edad precaria, se ha de resolver
por fuerza en tretas, artimañas, trazas y recursos de todo género, que proporcionen un poco de
comida?
Y cuando no se logra comer; cuando todo el ingenio no ha bastado para allegarnos un
mendrugo de pan, entonces todas nuestras artes, todas nuestras sutilezas, ¿no habremos de
emplearlas en aparentar que hemos comido? Recorred las páginas de las novelas picarescas;
preguntad a estas gentes que están con nosotros en la cocina. ¿No tenéis bien presentes aquellos
caballeros de que nos habla Quevedo, que, llegado el mediodía, se esparcían unas migajas por
la barba para hacer creer que habían yantado? “Algunos caballeros —dice la señora D’Aulnoy
en su Viaje por España—; algunos caballeros cogen unas patas de gallina y las dejan colgando
de tal manera que asomen por debajo de la capa, como si efectivamente llevasen esta ave”.
¡Y cuántos otros artificios de ingenio y travesura no sugiere la épica inanición nacional!
Todos los caballeros con quienes estamos sentados en estos poyos, bajo la ancha campana del

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hogar, miran las anchas llamas distraídos y platican con nosotros sobre temas de guerra o
amoríos; pero están, en realidad, maquinando allá, en el fondo de su cerebro, algún sutil y
salvador engaño. Nicolasillo, el hijo de ventero, a quien envían los huéspedes por ocho cuartos
de vino, encuentra la manera de sisar nueve; y “era el misterio –se lee en La pícara Justina—
que vendía el jarro en un cuarto y le decía que se le había vertido el vino y quebrado el jarro”.
El ermitaño que acaba de entrar y ha saludado a la concurrencia con voz sonora y piadosa
diciendo: “Dios encamine a vuestras mercedes en su santo servicio, y los libre de pecado
mortal, de falso testimonio, de poder de traidores y malas lenguas”, bien pronto ha sacado de la
manga unos dados falsos y se dispone, so capa de pasatiempos, a limpiar a sus contrincantes
unos maravedís. Los estudiantes piensan en qué hora será la más a propósito para sacar
escondidas unas gallinas en sus gregüescos. La moza –esta linda osca que nos ha recibido a
nuestra llegada—, cuando después de comer, nos levantemos de la mesa y le ofrezcamos algo
de lo que nos ha sobrado, dirá con tono poco desdeñoso: “Déjelo ahí, señor galán, en esa mesa,
que me quiero ir a comer y de camino lo daré a un pobre”. “Palabras tan eficaces —añade un
novelista clásico— que muchos, por no ser notados de mezquinos, dejan el pan entero, el
pedazo de queso, tocino, conservas, etc.”
Y, finalmente —para no alargar esta relación—, el ventero, maestro supremo en estas
artes tendrá cuidado en serviros gato si pedís liebre, gallo si pedís capón, pato si pedía pavo,
grajo si pedís palomino, carpa si pedís lancurdia, lancurdia, si pedís trucha; dará también un
hervor a la cebada, para que llene más el celemín con que se mide (lo cual, por otra parte, es
excelente para las bestias enfermas con tolanos); colocará asimismo en la pared, bien altas, para
que nadie pueda leerlas, las tarifas de la posada, que las leyes del Reino disponen que sean en
ellas puestas; cogerá, en resumen de cuentas, del vasar un enorme pinchel cuando deseéis que
os traigan vino de la taberna, y os preguntará, dando una gran voz y levantándolo —dicen los
cronistas—, por vergüenza de ver gran jarro, y por no verse reprochados de sórdidos, envíen
por más vino del que necesitan”…
…Yo he repasado hace un instante, en un rato de aburrimiento, las paginas recientes de
una Ilustración Española. Yo he visto en ellas algo de extraordinario. Es un grabado que
reproduce un cuadro de Velázquez; pero es un cuadro desconocido, maravilloso, que no figura
en los libros que se han escrito sobre el maestro, ni ha sido divulgado por la fotografía.se trata
de cuatro efigies de castizos pícaros españoles; dos de ellos —viejos amigos nuestros— los
conocemos ya por el lienzo de Los borrachos. Los cuatro están, con los ojos encandilados, en
supremo éxtasis de bienestar, ante una mesa con viandas; detrás de ellos, colgadas en las vigas

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del techo, aparecen jamones, pollos, conejos. Y yo, contemplando, estos bribones joviales, tan
del viejo solar castellano, he recordado las migajas esparcidas sobre la barba, las patas de
gallina, los artificios de los venteros. Éste era el arte nacional.
Cuando todas las inteligencias y todas las voluntades estaban de tal modo empleadas,
encadenadas, un una realidad tan perentoria, baja e inexorable, ¿cómo sería posible que no
levantase tempestades de carcajadas el idealismo puro, exaltado, altruista, inactual, de un
Alonso Quijano el Bueno?
Este idealismo del maravilloso caballero había de ser lógicamente escarnecido. Tenedlo
bien en cuenta: nada hay que marque de una manera más exacta el nivel moral e intelectual de
un pueblo que aquellas cosas que este pueblo pone en ridículo y en las cuales halla su
esparcimiento.
Fantasías y devaneos, 1920

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Miguel de Unamuno

(1864-1936)

Poeta, dramaturgo, novelista, filósofo y ensayista nacido en Bilbao el 29 de


septiembre. Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid, catedrático
y rector de la Universidad de Salamanca. Disidente de la monarquía y las dictaduras,
fue confinado a Fuenteovejuna y posteriormente se exilió en Francia hasta 1930.
Después retoma su cargo hasta su muerte el 31 de diciembre.

Entre su vasta producción literaria se encuentran Niebla, La tía Tula, Abel Sánchez,
Mi religión y otros ensayos, San Martín bueno, mártir y La vida de Don Quijote y
Sancho.

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MI RELIGIÓN

Me escribe un amigo desde Chile diciéndome que se ha encontrado allí con algunos que,
refiriéndose a mis escritos, le han dicho: "Y bien, en resumidas cuentas, ¿cuál es la religión de
este señor Unamuno?" Pregunta análoga se me ha dirigido aquí varias veces. Y voy a ver si
consigo no contestarla, cosa que no pretendo, sino plantear algo mejor el sentido de la tal
pregunta.
Tanto los individuos como los pueblos de espíritu perezoso —y cabe pereza espiritual
con muy fecundas actividades de orden económico y de otros órdenes análogos— propenden al
dogmatismo, sépanlo o no lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndose o sin proponérselo. La
pereza espiritual huye de la posición crítica o escéptica.
Escéptica digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido etimológico y
filosófico, porque escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por
oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos
da una fórmula, acertada o no, como solución de él.
En el orden de la pura especulación filosófica, es una precipitación el pedirle a uno
soluciones dadas, siempre que haya hecho adelantar el planteamiento de un problema. Cuando
se lleva mal un largo cálculo, el borrar lo hecho y empezar de nuevo significa un no pequeño
progreso. Cuando una casa amenaza ruina o se hace completamente inhabitable, lo que procede
es derribarla, y no hay que pedir se edifique otra sobre ella. Cabe, sí, edificar la nueva con
materiales de la vieja, pero es derribando antes ésta. Entretanto, puede la gente albergarse en
una barraca, si no tiene otra casa, o dormir a campo raso.
Y es preciso no perder de vista que para la práctica de nuestra vida, rara vez tenemos
que esperar a las soluciones científicas definitivas. Los hombres han vivido y viven sobre
hipótesis y explicaciones muy deleznables, y aun sin ellas. Para castigar al delincuente no se
pusieron de acuerdo sobre si éste tenía o no libre albedrío, como para estornudar no reflexiona
uno sobre el daño que puede hacerle el pequeño obstáculo en la garganta que le obliga al
estornudo.
Los hombres que sostienen que de no creer en el castigo eterno del infierno serían
malos, creo, en honor de ellos, que se equivocan. Si dejaran de creer en una sanción de
ultratumbas no por eso se harían peores, sino que entonces buscarían otra justificación ideal a
su conducta. El que siendo bueno cree en un orden trascendente, no tanto es bueno por creer en

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él cuanto que cree en él por ser bueno. Proposición ésta que habrá de parecer oscura o
enrevesada, estoy de ello cierto, a los preguntones de espíritu perezoso.
Y bien, se me dirá, "¿Cuál es tu religión?" Y yo responderé: mi religión es buscar la
verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras
viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar
con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó
Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconocible —o Incognoscible, como escriben los
pedantes— ni con aquello otro de "de aquí no pasarás". Rechazo el eterno ignorabimus. Y en
todo caso, quiero trepar a lo inaccesible.
"Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto", nos dijo el Cristo,
y semejante ideal de perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos puso lo inasequible como
meta y término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los teólogos, con la gracia. Y yo
quiero pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria. ¿No hay ejércitos y aun pueblos que van a
una derrota segura? ¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse?
Pues ésta es mi religión.
Ésos, los que me dirigen esa pregunta, quieren que les dé un dogma, una solución en
que pueda descansar el espíritu en su pereza. Y ni esto quieren, sino que buscan poder
encasillarme y meterme en uno de los cuadriculados en que colocan a los espíritus, diciendo de
mí: es luterano, es calvinista, es católico, es ateo, es racionalista, es místico, o cualquier otro de
estos motes, cuyo sentido claro desconocen, pero que les dispensa de pensar más. Y yo no
quiero dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que
aspire a conciencia plena, soy una especie única. "No hay enfermedades, sino enfermos",
suelen decir algunos médicos, y yo digo que no hay opiniones, sino opinantes.
En el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente resuelta, y como
no la tengo, no puedo comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y transmisible lo
racional. Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento, una fuerte tendencia al
cristianismo sin atenerme a dogmas especiales de esta o de aquella confesión cristiana.
Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me
repugnan los ortodoxos, sean católicos o protestantes —éstos suelen ser tan intransigentes
como aquéllos— que niegan cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio como ellos.
Cristiano protestante conozco que niega el que los unitarios sean cristianos.
Confieso sinceramente que las supuestas pruebas racionales —la ontológica, la
cosmológica, la ética, etcétera— de la existencia de Dios no me demuestran nada; que cuantas

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razones se quieren dar de que existe un Dios me parecen razones basadas en paralogismos y
peticiones de principio. En esto estoy con Kant. Y siento, al tratar de esto, no poder hablar a los
zapateros en términos de zapatería.
Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de
su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futileza
mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él,
es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en
el Evangelio y a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón.
Lo cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy de que dos y dos
hacen cuatro.
Si se tratara de algo en que no me fuera la paz de la conciencia y el consuelo de haber
nacido, no me cuidaría acaso del problema; pero como en él me va mi vida toda interior y el
resorte de toda mi acción, no puedo aquietarme con decir: ni sé ni puedo saber. No sé, cierto es;
tal vez no pueda saber nunca, pero "quiero" saber. Lo quiero, y basta.
Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque
esa lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar
esperanza de la desesperación misma. Y no griten ¡Paradoja! los mentecatos y los superficiales.
No concibo a un hombre culto sin esta preocupación, y espero muy poca cosa en el
orden de la cultura —y cultura no es lo mismo que civilización— de aquellos que viven
desinteresados del problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto
social o político. Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro espiritual del género
humano de aquellos hombres o de aquellos pueblos que por pereza mental, por superficialidad,
por cientificismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y eternas inquietudes del corazón.
No espero nada de los que dicen: "¡No se debe pensar en eso!"; espero menos aún de los que
creen en un cielo y un infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero todavía menos
de los que afirman con la gravedad del necio: "Todo eso no son sino fábulas y mitos; al que se
muere lo entierran, y se acabó". Sólo espero de los que ignoran, pero no se resignan a ignorar;
de los que luchan sin descanso por la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la
victoria.
Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles el poso del
corazón, angustiarlos, si puedo. Lo dije ya en mi Vida de Don Quijote y Sancho, que es mi más
extensa confesión a este respecto. Que busquen ellos, como yo busco; que luchen, como lucho

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yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y, por lo menos, esa lucha nos hará
más hombres, hombres de más espíritu.
Para esta obra —obra religiosa— me ha sido menester, en pueblos como estos pueblos
de lengua castellana, carcomidos de pereza y de superficialidad de espíritu, adormecidos en la
rutina del dogmatismo católico o del dogmatismo librepensador o cientificista, me ha sido
preciso aparecer unas veces impúdico e indecoroso, otras duro y agresivo, no pocas enrevesado
y paradójico. En nuestra menguada literatura apenas se le oía a nadie gritar desde el fondo del
corazón, descomponerse, clamar. El grito era casi desconocido. Los escritores temían ponerse
en ridículo. Les pasaba y les pasa lo que a muchos que soportan en medio de la calle una
afrenta por temor al ridículo de verse con el sombrero por el suelo y presos por un polizonte.
Yo, no; cuando he sentido ganas de gritar, he gritado. Jamás me ha detenido el decoro. Y ésta
es una de las cosas que menos me perdonan estos mis compañeros de pluma, tan comedidos,
tan correctos, tan disciplinados hasta cuando predican la incorrección y la indisciplina. Los
anarquistas literarios se cuidan, más que de otra cosa, de la estilística y de la sintaxis. Y cuando
desentonan lo hacen entonadamente; sus desacordes tiran a ser armónicos.
Cuando he sentido un dolor, he gritado, y he gritado en público. Los salmos que figuran
en mi volumen de Poesías no son más que gritos del corazón, con los cuales he buscado hacer
vibrar las cuerdas dolorosas de los corazones de los demás. Si no tienen esas cuerdas, o si las
tienen tan rígidas que no vibran, mi grito no resonará en ellas, y declararán que eso no es
poesía, poniéndose a examinarlo acústicamente. También se puede estudiar acústicamente el
grito que lanza un hombre cuando ve caer muerto de repente a su hijo, y el que no tenga ni
corazón ni hijos, se queda en eso.
Esos salmos de mis Poesías, con otras varias composiciones que allí hay, son mi
religión, y mi religión cantada, y no expuesta lógica y razonadamente. Y la canto, mejor o peor,
con la voz y el oído que Dios me ha dado, porque no la puedo razonar. Y el que vea raciocinios
y lógica, y método y exégesis, más que vida, en esos mis versos porque no hay en ellos faunos,
dríades, silvanos, nenúfares, "absintios" (o sea ajenjos), ojos glaucos y otras garambainas más o
menos modernistas, allá se quede con lo suyo, que no voy a tocarle el corazón con arcos de
violín ni con martillo.
De lo que huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen, y quiero morirme
oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren alguna vez a oírme: "Y este
señor, ¿qué es?" Los liberales o progresistas tontos me tendrán por reaccionario y acaso por
místico, sin saber, por supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios

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tontos me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un pobre señor
afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es una olla de grillos. Pero
nadie debe cuidarse de lo que piensen de él los tontos, sean progresistas o conservadores,
liberales o reaccionarios.
Y como el hombre es terco y no suele querer enterarse y acostumbra después que se le
ha sermoneado cuatro horas a volver a las andadas, los preguntones, si leen esto, volverán a
preguntarme: "Bueno; pero ¿qué soluciones traes?" Y yo, para concluir, les diré que si quieren
soluciones, acudan a la tienda de enfrente, porque en la mía no se vende semejante artículo. Mi
empeño ha sido, es y será que los que me lean, piensen y mediten en las cosas fundamentales, y
no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos. Yo he buscado siempre agitar, y, a lo sumo,
sugerir, más que instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura o fermento.
Hay amigos, y buenos amigos, que me aconsejan me deje de esta labor y me recoja a
hacer lo que llaman una obra objetiva, algo que sea, dicen, definitivo, algo de construcción,
algo duradero. Quieren decir algo dogmático. Me declaro incapaz de ello y reclamo mi libertad,
mi santa libertad, hasta la de contradecirme, si llega el caso. Yo no sé si algo de lo que he hecho
o de lo que haga en lo sucesivo habrá de quedar por años o por siglos después que me muera;
pero sé que si se da un golpe en el mar sin orillas las ondas en derredor van sin cesar, aunque
debilitándose. Agitar es algo. Si merced a esa agitación viene detrás otro que haga algo
duradero, en ello durará mi obra.
Es obra de misericordia suprema despertar al dormido y sacudir al parado, y es obra de
suprema piedad religiosa buscar la verdad en todo y descubrir dondequiera el dolo, la necedad
y la inepcia.
Ya sabe, pues, mi buen amigo el chileno lo que tiene que contestar a quien le pregunte
cuál es mi religión. Ahora bien; si es uno de esos mentecatos que creen que guardo ojeriza a un
pueblo o una patria cuando le he cantado las verdades a alguno de sus hijos irreflexivos, lo
mejor que puede hacer es no contestarles.

Salamanca, 6 de noviembre de 1907.

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¡Adentro!

In interiore hominis habitat veritas.

La verdad, habríame descorazonado tu carta, haciéndome temer por tu porvenir, que es todo tu
tesoro, si no creyese firmemente que esos arrechuchos de desaliento suelen ser pasajeros, y no
más que síntomas de la conciencia que de la propia nada radical se tiene, conciencia de que se
cobra nuevas fuerzas para aspirar a serlo todo. No llegará muy lejos, de seguro, quien nunca
sienta cansancio.
De esa conciencia de tu poquedad recogerás arrestos para tender a serlo todo. Arranca
como de principio de tu vida interior del reconocimiento, con pureza de intención, de tu
pobreza cardinal de espíritu, de tu miseria, y aspira a lo absoluto si en lo relativo quieres
progresar.
No temo por ti. Sé que te volverán los generosos arranques y las altas ambiciones y de
ello me felicito y te felicito.
Me felicito y te felicito por ello, sí, porque una de las cosas que peor traer nos traen - en
España sobre todo – es la sobra de codicia unida a la falta de ambición. ¡Si pusiéramos en subir
más alto el ahínco que en no caer ponemos, y en adquirir más tanto mayor cuidado que en
conservar el peculio que heramos! Por cavar en tierra y esconder en ella el solo talento que se
nos dio, temerosos del Señor que donde no sembró siega y donde no esparció recoge, se nos
quitará ese único nuestro talento, para dárselo al que recibió más y supo acrecentarlo, porque
“al que tuviere le será dado y tendrá aún más, y al que no tuviere, hasta lo que tiene le será
quitado” (Mat. XXV). No seas avaro, no dejes que la codicia ahogue a la ambición en ti; vale
más que en tu ansia por perseguir a cien pájaros que vuelan te broten alas, que no el que estés
en tierra con tu único pájaro en mano.
Pon en tu orden, muy alta tu mira, lo más alta que puedas, más alta aún donde tu vista
no alcance, donde nuestras vidas paralelas van a encontrarse: apunta a lo inasequible. Piensa
cuando escribas, ya que escribir es tu acción, en el público universal, no en el español tan sólo,
y menos en el español de hoy. Si en aquél pensasen nuestros escritores, otros serían sus
ímpetus, y por lo menos habrían de poner, hasta en cuanto al estilo, en lo íntimo de éste, en sus
entrañas y redaños, en el ritmo del pensar, en lo traductible a cualquier humano lenguaje, el
trabajo que hoy los más ponen en su cáscara y vestimenta, en lo que sólo al oído español
halaga. Son escritores de cotarro, de los que aspiran a cabezas de ratón; la codicia de gloria

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ahoga en ellos a la ambición de ella; cavan en la tierra patria y en ella esconden su único
talento. Pon tu mira muy alta, más alta aún, y sal de ahí, de esa Corte, cuanto antes. Si te
dijesen que ese es tu centro, contéstales: ¡mi centro está en mí!
Ahí te consumes y disipas sin el debido provecho, ni para ti ni para los otros,
aguantando alfilerazos que enervan a la larga. Tienes ahí que indignarte cada día por cosas que
no lo merecen. ¿Crees que puede un león defenderse de una invasión de hormigas leones? ¿Vas
a matar a zarpazos pulgas?
Sal pronto de ahí y aíslate por primera providencia; vete al campo, y en la soledad
conversa con el universo si quieres, habla a la congregación de las cosas todas. ¿Qué se pierde
tu voz? Más vale que se pierdan tus palabras en el cielo inmenso a no que resuenen entre las
cuatro paredes de un corral de vecindad, sobre la cháchara de las comadres. Vale más ser ola
pasajera en el océano, que charco muerto en la hondonada.
Hay en tu carta una cosa que no me gusta, y es ese empeño que muestras ahora por
fijarte un camino y trazarte un plan de vida. ¡Nada de plan previo, que no eres edificio! No hace
el plan a la vida, sino que ésta lo traza viviendo. No te empeñes en regular tu acción por tu
pensamiento; deja más bien que aquélla te forme, informe, deforme y transforme éste. Vas
saliendo de ti mismo, revelándote a ti propio; tu acabada personalidad está al fin y no al
principio de tu vida; sólo con la muerte se te completa y corona. El hombre de hoy no es el de
ayer ni el de mañana, y así como cambias, deja que cambie el ideal que de ti propio te forjas.
Tu vida es ante tu propia conciencia la revelación continua, en el tiempo, de tu eternidad, el
desarrollo de tu símbolo; vas descubriéndote conforme obras. Avanza, pues, en las honduras de
tu espíritu, y descubrirás cada día nuevos horizontes, tierras vírgenes, ríos de inmaculada
pureza, cielos antes no vistos, estrellas nuevas y nuevas constelaciones. Cuando la vida es
honda, es poema de ritmo continuo y ondulante. No encadenes tu fondo eterno, que en el
tiempo se desenvuelve, a fugitivos reflejos de él. Vive al día, en las olas del tiempo, pero
asentado sobre tu roca viva, dentro del mar de la eternidad; al día en la eternidad, es como
debes vivir.
Te repito, que no hace el plan a la vida, sino que ésta se lo traza a sí misma, viviendo.
¿Fijarte un camino? El espacio que recorras será tu camino; no te hagas, como planeta en su
órbita, siervo de una trayectoria. Querer fijarse de antemano la vía redúcese en rigor a hacerse
esclavo de la que nos señalen los demás, porque eso de ser hombre de meta y propósitos fijos
no es más que ser como los demás nos imaginan, sujetar nuestra realidad a su apariencia en las
ajenas mentes. No sigas, pues, los senderos que a cordel trazaron ellos; ve haciéndote el tuyo a

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campo traviesa, con tus propios pies, pisando sus sementeras si es preciso. Así es como mejor
les sirves, aunque otra cosa crean ellos. Tales caminos, hechos así a la ventura, son los hilos
cuya trama forma la vida social; si cada cual se hace el suyo, formarán con sus cruces y
trenzados rica tela, y no calabrote.
¿Orientación segura te exigen? Cualquier punto de la rosa de los vientos que de meta te
sirva te excluye a los demás. Y ¿sabes acaso lo que hay más allá del horizonte? Explóralo todo,
en todos sentidos, sin orientación fija, que si llegas a conocer tu horizonte todo, puedes
recogerte bien seguro en tu nido.
Que nunca tu pasado sea tirano de tu porvenir; no son esperanzas ajenas las que tienes
que colmar. ¿Contaban contigo? ¡Que aprendan a no contar sino consigo mismos! ¿Qué así no
vas a ninguna parte, te dicen? Adonde quiera que vayas a dar será tu todo, y no la parte que
ellos te señalen. ¿Qué no te entienden? Pues que te estudien o que te dejen; no has de rebajar tu
alma a sus entendederas. Y, sobre todo en amarnos, entendámonos o no, y no en entendernos
sin amarnos, estriba la verdadera vida. Si alguna vez les apaga la sed el agua que de tu espíritu
mana, ¿a qué ese empeño de tragarse el manantial? Si la fórmula de tu individualidad es
complicada, no vayas a simplificarla para que entre en su álgebra; más te vale ser cantidad
irracional que guarismo de su cuenta.
Tendrás que soportar mucho porque nada irrita al jacobino tanto como el que alguien se
le escape de sus casillas; acaba por cobrar odio al que no se pliega a sus clasificaciones,
disputándole de loco o de hipócrita. ¿Qué te dicen que te contradices? Sé sincero siempre, ten
en paz tu corazón y no hagas caso, que si fueses sincero y de corazón apaciguado, es que la
contradicción está en sus cabezas y no en ti.
¿Qué te hinchas? Pues que te hinches, que si nos hinchamos todos, crecerá el mundo.
¡Ambición, ambición, y no codicia!
Te repito que te prepares a soportar mucho, porque los cargos tácitos que con nuestra
conducta hacemos al prójimo son los que más en lo vivo le duelen. Te atacan por lo que
piensas; pero les hieres por lo que haces. Hiéreles por amor. Prepárate a todo, y para ello toma
al tiempo de aliado. Morir como Icaro vale más que vivir sin haber intentado volar nunca,
aunque fuese con alas de cera. Sube, pues, para que te broten alas, que deseando volar te
brotarán. Sube; pero no quieras una vez arriba arrojarte desde lo más alto del templo para
asombrar a los hombres, confiado en que los ángeles te lleven en sus manos, que no debe
tentarse a Dios. Sube sin miedo y sin temeridad. ¡Ambición, y nada de codicia!

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Y, entretanto, resignación, resignación activa, que no consiste en sufrir sin luchar, sino
en no apesadumbrarse por lo pasado, ni acongojarse por lo irremediable; en mirar al porvenir
siempre. Porque ten en cuenta que sólo el porvenir es reino de libertad; pues así que algo se
vierte al tiempo, a su ceñidor queda sujeto. Ni lo pasado puede ser más que como fue, ni cabe
que lo presente sea más que como es; el puede ser es siempre futuro. No sea tu pesar por lo que
hiciste más que propósito de futuro mejoramiento; todo otro arrepentimiento es muerte, y nada
más que muerte. Puede creerse en el pasado; fe sólo en el porvenir se tiene, sólo en la libertad.
Y la libertad es ideal y nada más que ideal, y en serlo está precisamente su fuerza toda. Es ideal
e interior, es la esencia misma de nuestro posesionamiento del mundo, al interiorizarlo. Deja a
los que creen en Apocalipsis y milenarios que aguarden que el ideal les baje de las nubes y
tome cuerpo a sus ojos y puedan palparlo. Tú, créelo verdadero ideal, siempre futuro y utópico
siempre, utópico, esto es: de ningún lugar, y espera. Espera, que sólo el que espera vive; pero
teme el día en que se te conviertan en recuerdos las esperanzas al dejar el futuro, y para
evitarlo, haz de tus recuerdos esperanzas, pues porque has vivido vivirás.
No te metas entre los que en la arena del combate luchan disparándose a guisa de
proyectiles afirmaciones redondas de lo parcial. Frente a su dogmatismo exclusivista, afírmalo
todo, aunque te digan que es una manera de todo negarlo, porque aunque así fuera, sería la
única negación fecunda, la que destruyendo crea y creando destruye. Déjales con lo que llaman
sus ideas cuando en realidad son ellos de las ideas que llaman suyas. Tú mismo eres idea viva;
no te sacrifiques a las muertas, a las que se aprenden en papeles. Y muertas son todas las
enterradas en el sarcófago de las fórmulas. Las que tengas, tenlas como los huesos, dentro, y
cubiertas y veladas con tu carne espiritual, sirviendo de palanca a los músculos de tu
pensamiento, y no fuera y al descubierto y aprisionándote como las tienen las almas-cangrejos
de los dogmáticos, abroqueladas contra la realidad que no cabe en dogmas. Tenlas dentro sin
permitir que lleguen a ellas los jacobinos que, educados en la paleontología, nos toman de
fósiles a todos, empeñándose en desarrollarnos y descuartizarnos para lograr sus clasificaciones
conforme al esqueleto.
No te creas más, ni menos, ni igual que otro cualquiera, que no somos los hombres
cantidades. Cada cual es único e insustituible; en serlo a conciencia, pon tu principal empeño.
Asoma en tu carta una queja que me parece mezquina. ¿Crees que no haces obra porque
no la señalen tus cooperativos? Si das el oro de tu alma, correrá aunque se le borre el cuño.
Mira bien si no es que llegas al alma e influyes en lo íntimo de aquellos ingenios que evitan

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más cuidadosamente tu nombre. El silencio que en son de queja me dices que te rodea, es un
silencio solemne; sobre él resonarán más limpias tus palabras.
Déjales que jueguen entre sí al eco y se devuelvan los saludos. Da, da, y nunca pidas,
que en cuanto más des más rico serás en dádivas.
No te importe el número de los que te rodeen, que todo verdadero beneficio que hagas a
un solo hombre, a todos se lo haces; se lo haces al Hombre. Ganará tu eficacia en intensidad lo
que en extensión pierda. Las buenas obras jamás descansan; pasan de unos espíritus a otros,
reposando un momento en cada uno de ellos para restaurarse y recobrar sus fuerzas. Haz cada
día por merecer el sueño, y que sea el descanso de tu cerebro preparación para cuando tu
corazón descanse; haz por merecer la muerte.
Busca sociedad; pero ten en cuenta que sólo lo que de la sociedad recibas será la
sociedad en ti y para ti, así como sólo lo que a ella des será tu en la sociedad y para ella. Aspira
a recibir de la sociedad todo, sin encadenarte a ella, y a darte a ella por entero. Pero ahora, por
el pronto al menos, te lo repito, sal de ese cotarro y busca a la Naturaleza, que también es
sociedad, tanto como es la sociedad Naturaleza. Tú mismo, en ti mismo, eres sociedad, como
que, de serlo cada uno, brota la que así llamamos y que camina a personalizarse, porque nadie
da lo que no tiene. Hasta carnalmente no provenimos de un solo ascendiente, sino de legión, y a
legión vamos; somos un modo de la trama de las generaciones.
Todos tus amigos son a aconsejarte: “ve por aquí”, “ve por allí”, “no te desparrames”,
“concentra tu acción”, “oriéntate”, “no te pierdas en la inconcreción”. No les hagas caso, y da
de ti lo que más les moleste, que es lo más que les conviene. Ya te lo tengo dicho: no te
aceptarán de grado lo tuyo; querrán tus ideas, que no son en realidad tuyas.
No quieras influir en eso que llaman la marcha de la cultura, ni en el ambiente social, ni
en tu pueblo, ni en tu época, ni mucho menos en el progreso de ideas, que andan solas. No en el
progreso de las ideas, no, sino en el crecimiento de las almas, en cada alma, en una sola alma y
basta. Lo uno es para vivir en la Historia; para vivir en la eternidad, lo otro. Busca antes las
bendiciones silenciosas de pobres almas esparcidas acá y allá, que veinte líneas en las historias
de los siglos. O más bien, busca aquello y se te dará esto de añadidura. No quieras influir sobre
el ambiente ni en eso que llaman señalar rumbos a la sociedad. Las necesidades de cada uno
son las más universales, porque son las de todos. Coge a cada uno, si puedes, por separado y a
solas en su camarín, e inquiétalo por dentro, porque quien no conoció la inquietud jamás
conocerá el descanso. Sé un confesor más que un predicador. Comunícate con el alma de cada
uno y no con la colectividad.

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¡Que alegría, que entrañable alegría te mecerá el espíritu cuando vayas solo, solo entre
todos, solo en tu compañía, contra el consejo de tus amigos, que quieren que hagas economía
política o psicología fisiológica o crítica literaria! La cosa es que no des tu espíritu, que lo
ahogues, porque les molestas con él. Has de darles tu inteligencia tan sólo, lo que no es tuyo,
has de darles el escarchado del ambiente social sobre ti, sin ir a hurgarles el rinconcito de la
inquietud eterna; no has de comulgar con tres o cuatro de tus hermanos, sino traspasar ideas
coherentes y lógicas a trescientos o cuatrocientos, o treinta mil o cuarenta mil que no pueden, o
no quieren o no saben afrontar el único problema. Esos consejos te señalan tu camino. Apártate
de ellos. ¡Nada de influir en la colectividad! Busca tu mayor grandeza, la más honda, la más
duradera, la menos ligada a tu país y a tu tiempo, la más universal y secular, y será como mejor
servirás a tus compatriotas coetáneos.
Busca sociedad, sí, pero ahora, por de pronto, chapúzate en Naturaleza, que hace serio
al hombre. Sé serio. Lleva seriedad, solemne seriedad a tu vida, aunque te digan los paganos
que eso es ensombrecerla, que la haces sombría y deprimente. En el seno de eso que como
lúgubres depresiones se aparecen al pagano, es donde se encuentran las más regaladas dulzuras.
Toma la vida en serio sin dejarte emborrachar por ella; sé su dueño y no su esclavo, porque tu
vida pasa y tú te quedarás. Y no hagas caso a los paganos que te digan que tú pasas y la vida
queda… ¿La vida? ¿Qué es la vida? ¿Qué es una vida que no es mía, ni tuya, ni de otro
cualquiera? ¡La vida! ¡Un ídolo pagano, al que quieren que sacrifiquemos cada uno nuestra
vida! Chapúzate en el dolor para curarte de su maleficio; sé serio. Alegre también; pero
seriamente alegre. La seriedad es la dicha de vivir tu vida asentada sobre la pena de vivirla y
con esta pena cansada. Ante la seriedad que las funde y al fundirlas las fecunda, pierden tristeza
y alegría su sentido.
Otra vez más: ahora corre al campo, y vuelve luego a sociedad para vivir en ella; pero
de ella despegado, desmundanizado. El que huye del mundo sigue del mundo esclavo, porque
lo lleva en sí; sé dueño de él, único modo de comulgar con tus hermanos en humanidad. Vive
con los demás, sin singularizarte, porque toda singularización exterior en vez de preservar,
ahoga a la interna. Vive como todos, siente como tú mismo, y así comulgarás con todos y ellos
contigo. Haz lo que todos hagan, poniendo, al hacerlo, todo tu espíritu en ello, y será cuanto
hagas original por muy común que sea.
Sólo en la sociedad te encontrarás a ti mismo; si te aíslas de ella no darás más que con
un fantasma de tu verdadero sujeto propio. Sólo en la sociedad adquieres tu sentido todo, pero
despegado de ella.

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Me dices en tu carta que, si hasta ahora ha sido tu divisa, ¡adelante!, de hoy en más será,
¡arriba! Deja eso de adelante y atrás, arriba y abajo, a progresistas y retrógrados, ascendentes y
descendentes, que se mueven en el espacio exterior tan sólo, y busca el otro, tu ámbito interior,
el ideal, el de tu alma. Forcejea por meter en ella al universo entero, que es la mejor manera de
derramarte en él. Considera que no hay dentro de Dios más que tú y el mundo y que si formas
parte de éste porque te mantiene, forma también él parte de ti, porque en ti lo conoces. En vez
de decir, pues, ¡adelante! o ¡arriba!, di: ¡adentro! Reconcéntrate para irradiar; deja llenarte para
que rebases luego, conservando el manantial. Recógete en ti mismo para mejor darte a los
demás todo entero e indiviso. –Doy cuanto tengo – dice el generoso; - doy cuanto valgo – dice
el abnegado; - doy cuanto soy – dice el héroe; - me doy a mí mismo – dice el santo; y di tú con
él, al darte: - Doy conmigo el universo entero -. Para ello tienes que hacerte universo,
buscándolo dentro de ti. ¡Adentro!

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A LO QUE SALGA

Siempre he creído que los escritores y los publicistas debemos ser muy sobrios en hablar de
cosas del oficio, de procedimientos o de técnica del arte de escribir para el público. Con
facilidad se olvida uno de que al público le importa muy poco cómo estén hechas las cosas, con
tal de que le sirvan para algo, y con facilidad también caemos en creernos poco menos que
aislados en el mundo. Así sucede que en las redacciones de los periódicos suele escribirse para
las otras redacciones más que para el público, y que preocupa más que la opinión de éste la de
los colegas. Y de los escritores no digamos nada, pues es cosa sabida que, si hay doscientos que
gesticulen y vociferen en el tablado de las letras, cada uno de ellos publica doscientos
ejemplares de cada una de sus obras, y, con sendas dedicatorias, se los reparten entre sí.
Conviene que los jóvenes que se dedican a las letras no se hagan demasiadas ilusiones,
persuadiéndose a tiempo de que su nombre llegará a ser mucho más conocido que sus obras.
Desde que, al leer en Bilbao un discurso de Juegos Florales, tuve la suerte de que aquello fuera
sonado y resonado y repercutiese por España toda, me han llamado a más de una población
como a mantenedor de Juegos Florales, ya de cartel, y, cuando se acerca el verano, suelo decir a
mis amigos: «Ya viene la temporada; veremos las contratas que me salen». He viajado así a
Levante, al Mediodía y al Noroeste, y no puedo quejarme de la acojida que por dondequiera he
hallado. Pero he podido también notar que era mi nombre, y no mis trabajos, lo que
generalmente se conocía, y que, respecto a mí y a mi obra, tenían, los más de los que decían
conocerme, los más disparatados prejuicios. Siete volúmenes, entre chicos y grandes, llevo
publicados, y he podido percatarme de que los que más me habían seguido en la Prensa no
conocían ninguno de ellos. No traigo aquí esto para ponerme a disertar respecto al horror al
libro que en España domina, sino para advertir a los jóvenes que a nuestro pueblo le interesan
muy poco las empresas literarias, y que, por lo tanto, el hablar de técnica literaria es hablar en
cotarro. Nuestro pueblo no quiere leer, sino que le lean o le reciten, y por eso cobra aquí
reputación y fama antes el orador que el escritor, y el único género literario que da dinero es el
dramático, pero el dramático que se representa.
Empecé a escribir todas estas consideraciones, aun siendo ellas tan vulgares y tan
conocidas, para justificar mi propósito de hablar aquí de una cuestión de mera técnica literaria,
de una de esas cuestiones que sólo a los del oficio nos interesan, y porque soy de los que
creen que, en un concierto dado al público por un pianista, no debe irle éste con
estudios, ni dificultades técnicas vencidas, ni prestidigitaciones de ninguna clase.

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Mas, una vez que me he decidido a escribir de cosas de técnica literaria, ruego al lector
no profesional que me lo tolere, y desde ahora le aseguro que, aunque sé por dónde he
empezado este ensayo –o lo que fuere–, no sé por dónde lo he de acabar. Y de esto es
precisamente de lo que quiero escribir aquí, de esto de ponerse uno a escribir una cosa sin saber
adónde ha de ir a parar, descubriendo terreno según marcha, y cambiando de rumbo a medida
que cambian las vistas que se abren a los ojos del espíritu. Esto es caminar sin plan previo, y
dejando que el plan surja. Y es lo más orgánico, pues lo otro es mecánico; es lo más
espontáneo.
Yo he sido casi siempre escritor ovíparo, y sólo desde hace algún tiempo me ha entrado
la comezón de convertirme en escritor vivíparo. Y esto pide que explique aquí, aun cuando creo
haberlo hecho en uno de esos innumerables articulillos que he ido desparramando por diarios y
revistillas efímeras, pide que explique aquí, digo, qué entiendo por escritores ovíparos y
qué por escritores vivíparos.
Hay quien, cuando se propone publicar una obra de alguna importancia o un ensayo de
doctrina, toma notas, apuntaciones y citas, y va asentando en cuartillas cuanto se le va
ocurriendo a su propósito para irlo ordenando de cuando en cuando. Hace un esquema, plano o
minuta de su obra, y trabaja luego sobre él; es decir, pone un huevo y lo empolla. Así hice yo
cuando empecé a trabajar en mi novela Paz. en la Guerra, y lo traigo aquí por vía de ejemplo.
Escribí primero un cuento, y, apenas lo hube concluido, caí en la cuenta de que podía servir de
núcleo, o más bien de embrión de una novela, y me puse a empollarlo. Día por día, y según
estudiaba la historia de la última carlistada y de sus precedentes, iba añadiendo al cuento
detalles, episodios y nuevas escenas. Metime de hoz y de coz en la rebusca de noticias
referentes a la última guerra civil; tuve la paciencia de leer el montón de folletos carlistas que
precedieron al levantamiento de 1872, los relatos de la guerra, y muy en especial cuanto se
refería al bombardeo de mi pueblo, Bilbao –bombardeo del que, siendo casi un niño, fui
testigo– y a las acciones de Somorrostro. Con todo ello, y con observaciones respecto al paisaje
de mi Vizcaya y al carácter de mis paisanos, observaciones tomadas en mis excursiones por mi
tierra, iba aumentando el cuento. Cuando los añadidos, notas, episodios, etc., formaban una
masa mayor que el núcleo, que el cuento primitivo, vino el meterlo todo en masa, el podar, el
limar y ajustar, y de allí salió un nuevo relato, que era ya entre cuento largo y novela corta, lo
que llaman los franceses una nouvelle. Y vuelta a empezar. Y así, por una serie de expansiones
y concentraciones sucesivas, llegué hasta fraguar la novela en que el cuento primitivo iba
diseminado en una serie de escenas de costumbres vascas, y en un relato de gran parte de

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la última guerra civil carlista, relato para cuya hechura procedí con tanta escrupulosidad como
si se tratase de escribir una historia, pues no hay en él detalle que no pueda comprobar
documentalmente. Y todo ello fue una verdadera empolladura de escritor ovíparo.
Hay otros, en cambio, que no se sirven de notas ni de apuntes, sino que lo llevan todo
en la cabeza. Cuando conciben el propósito de escribir una novela, pongo por caso, empiezan a
darle vueltas en la cabeza al argumento, lo piensan y repiensan, dormidos y despiertos, esto es,
gestan.
Y cuando sienten verdaderos dolores de parto, la necesidad apremiante de echar fuera
lo que durante tanto tiempo les ha venido obsesionando, se sientan, toman la pluma, y paren. Es
decir, que empiezan por la primera línea, y, sin volver atrás, ni rehacer ya lo hecho, lo escriben
todo en definitiva hasta la línea última. Así me ha dicho que trabajaba uno de nuestros más
celebrados novelistas, cuya pluma hace años está colgada. Estos son escritores vivíparos.
Uno y otro modo de proceder tienen sus ventajas y sus inconvenientes respectivos, dice
Gedeón, añadiendo un sinfín de perogrulladas. Yo casi siempre he producido ovíparamente;
mas, desde hace algún tiempo, he ensayado a producir vivíparamente, y así van los ensayos que
durante este año vengo publicando en diferentes revistas. En ninguno de ellos sabía a punto
fijo, al empezarlo, cómo habría de terminar, sino que he ido dejándome llevar de mi
pensamiento, como Don Quijote de Rocinante, al azar de los caminos o de los pastos.
El trabajo de empolladura tiene muy graves inconvenientes, y acaso el peor es el de que
cuesta mucho trabajo sacrificar notas, observaciones y detalles; cuesta ser sobrio. En una crítica
que Wyzewa hizo de la novela Lourdes, de Zola –novela que no conozco, pero sí a Zola como
novelista, y éste sí que era ovíparo y empollón–, hacía notar con gran tino que el célebre
novelista no pudo resistir al comezón de vaciar en su novela cuantas notas tomó en Lourdes, sin
seleccionarlas, llenándola de detalles pueriles e insignificantes. Y, en efecto, las descripciones
zolescas degeneran, con harta frecuencia, en descripciones de inventario, hechas por receta, y
de una monotonía fatigante. Raro es el libro suyo en que hay fluidez, en que se vea que ha
corrido la pluma desembarazada y libre, y sin el obstáculo de los cuadernitos de notas o la
minuta previa.
Ocurre no pocas veces que lo costoso no es la obra, sino sus preparativos, como ocurre
a las veces que cuesta más levantar el andamiaje de una torre que no la torre misma. Y luego
que el arquitecto levantó la torre, cuando conviene derribar el andamiaje y dejarla exenta y
libre, para que su gallardía resalte sobre el cielo, le da pena derribarlo, y se dice: «¿y cómo van
a conocer ahora el trabajo que me ha costado levantar esta torre?». Y deja los andamios, que

72
estorban a la clara visión, para que las gentes juzguen de su esfuerzo. No otra cosa hacen los
autores que nos dan en sus obras cuatro líneas de texto y cuarenta de notas, y que llenan de
referencias los pies de las páginas. Libros son éstos a los que no resisto por molestos,
antiestéticos y pesados.
Y no es esto lo peor, sino que, por lo regular, los andamios suelen ser excesivos y se
echa en ellos mucha más madera de la que hace falta. Es de permanente actualidad lo que
Cervantes dijo de las citas en el prólogo de su Quijote, de que él se bastaba para decir por
sí mismo lo que otros con aparato de autores decían. Suele haber citas donosísimas, y no
desconfío de encontrar algún economista que traiga a colación el apoyo de dos, tres o más
autoridades para corroborar el principio de que, si hay una corriente de emigración del país A al
país B, crecerá la población en B a la vez que disminuirá en A. La mayor parte de las notas que
veo en los libros suelen ser perfectamente superfluas.
Digo, pues, que aleccionado por lo que me ha ocurrido y por lo que a otros ocurre, y
huyendo de la especial pesadez que llevan en sí las obras producidas por oviparición, me he
lanzado a ejercitarme en el procedimiento vivíparo, y me pongo a escribir, como ahora he
hecho, a lo que salga, aunque guiado ¡claro está! por una idea inicial de la que habrán de irse
desarrollando las sucesivas.
«¡Eso es falta de respeto al público!», argüirá, estoy seguro de ello, algún colega en
escribiduría; pero yo prefiero la confianza al respeto, y estoy persuadido de que, si algo nos
mantiene alejados de nuestro público, si algo hace que no ganemos su confianza, es que no le
entregamos la nuestra.
Estoy harto de observar cuán frecuente es que un hombre ingenioso, ameno y discreto
en su conversación particular resulte un orador irresistible, y cuántos hay que escriben cartas
con singular gracejo y donosura y que, puestos a escribir para el público, no producen más que
soñolientas disertaciones. Lo cual proviene de una lamentable idea del decoro y de un temor
injustificado al público; y hasta quedan quienes al dirigirse a éste lo hacen en nos, creyendo
que, no ya el abuso, sino hasta el uso, del yo es algo presuntuoso, si es que no
satánico. ¡Ridiculeces! Sujetos hay que me hacen exclamar: «Pero ese hombre ¿tiene algo
dentro?». Porque cuanto dan al público en sus escritos o en sus discursos es cosa de fuerza
puramente externa.
En cierta ocasión se lamentaba un extranjero, amigo mío, de lo raras que son en la
literatura española las memorias íntimas, las confidencias y confesiones; de que aquí, al morir
un personaje, no se publica, como en otras partes, su correspondencia, y de que apenas

73
poseemos buenas biografías de nuestros hombres célebres en las distintas actividades humanas.
Decíamelo un inglés, y es sabido cuán rico caudal de biografías atesora la literatura inglesa. Y
me preguntaba en qué consiste eso. A lo cual hube de contestarle:«Depende en gran parte de
cierto ridículo pudor y de un mucho más ridículo estiramiento que nos hace velar a los ojos de
los demás nuestras cosas íntimas; pero depende en mayor parte aún de que, para escribir
memorias íntimas, es preciso tener intimidad, y aquí andamos muy faltos de ella; para hacer
confesiones es preciso tener algo que confesar, y aquí no se tiene sino los pecados vulgares y
ordinarios, que se va a depositar rutinariamente al confesionario
–y eso quien se confiese así–, y depende el no publicarse correspondencias de que apenas se
siguen éstas o son puramente pragmáticas, pues entre las innumerables fobias que de nuestra
biofobía se desprenden, es una epistolofía. Hay español que bendice al telégrafo, a ese
aborrecible telégrafo, porque le ahorra el tener que escribir cartas, aunque le cueste más caro».
La falta de intimidad es, en efecto, una de las causas que me han hecho siempre más
irrespirable el ambiente moral de nuestra sociedad, de esta sociedad en que hay tantos y tantos
sujetos que se pasan lo mejor del día en la calle, matando el tiempo en embrutecedoras
comadrerías.
Cuando alguien me echa en cara –y ha sucedido– el que hable y escriba mucho de
mí mismo, contesto siempre esto, y es que prefiero hablar en exceso de mí mismo a no hablar
de los demás, y que es mucho mejor el pasarse la vida autobiografiándose que no pasarla
murmurando del prójimo, que es como la pasan los hombres recojidos y dignos que celan con
esmero su intimidad. Hasta cuando oigo de alguno o de alguna que se pasan las horas muertas
al pie del confesor y prolongan mucho sus confesiones sacramentales, pienso al punto que están
murmurando de otros y que van allá, no a deponer sus pecados, sino a comentar, por
carambola, los del vecino.
Propende el español a vivir en la calle o en el café –mejor es en el café que no en la
calle–, entre gentes y en continua charla, y esto haría creer al observador superficial que somos
un pueblo comunicativo. Y nada hay más lejos de la verdad.
Me moriré sin haber conocido a las más de las personas con las que hablo y trato a
diario, y, si las conozco algo, es a pesar de ellas mismas y no por su voluntad. Empiezan por
estarnos cerrados, o poco menos, mutuamente los hogares, y sé de uno que estuvo jugando a
diario, durante más de un año, al tresillo con otro, e ignoraba si este otro era soltero o casado, ni
de dónde era, ni de qué vivía. Y esto es pura y sencillamente insociabilidad, y en el fondo
barbarie.

74
Todo lo cual me trae a la memoria un dramaíntimo que pude vislumbrar en el alma de
un sujeto a quien traté bastante, y sujeto que se murió sin que nadie en su pueblo se percatara
de lo que había llevado dentro durante su vida. Era un hombre atormentado por el ansia de
creer, y sin poder lograrlo; un hombre en quien la cabeza negaba con tanto ahínco como
afirmara el corazón; un hombre que, por sus estudios profesionales, se veía llevado a negar lo
que las creencias que sus padres le inculcaran afirmaban. Recuerdo una noche en que nos
quedamos él y yo, los dos solos, en un casino, hasta ya muy tarde, y en que después de
verterme su corazón, aun a su pesar, me dijo: «Y no vuelva usted a atormentarme; no vuelva a
suscitar delante de mí tales conversaciones; no se goce en martirizarme así, tomándome como
sujeto de experimentaciones psicológicas». Se le quebraba la voz al decirlo. Le perdí de vista y
supe que acabó entregado a la Iglesia y a la bebida, tragándose rosarios y copas de
coñac. ¡Pobre hombre!
Y este mi antiguo amigo, que era un hombre inteligente y bueno, ¿no se habría curado,
o aliviado siquiera de sus pesares, de haber podido verterlos al público y unir su alma al alma
de su pueblo?
Una mañana de niebla, en que salí de casa
–de esto hace cinco o seis años–, me produjo el espectáculo de la niebla matutina, con ser
.frecuente en esta ciudad de Salamanca, un efecto singular, y como nunca antes me lo había
producido, merced, sin duda, al estado en que acertara a encontrarse entonces mi alma. Y fue
que al ver los arbolillos que bordean la carretera que pasa junto a mi morada de entonces, y
verlos sumergidos en la niebla, así como los objetos todos de mi alrededor, y veladas por ella
las lontananzas, parecióme como si a aquellos arbolillos se les hubiesen rezumado o
extravasado las entrañas, y que ellos no eran más que corteza, continentes de árboles
sumergidos en sus propias entrañas, algo así como hollejos de uva dentro del mosto. Y que las
entrañas éstas de arbolillos y de las cosas todas se habían fundido unas en otras, dejando a sus
cuerpos como armaduras de un guerrero que ha muerto y se ha hecho polvo. Y recuerdo que, a
partir de semejante imaginación, continué mi camino, rumbo a la Universidad, a dar mi clase,
pensando en un remoto reino del espíritu en que se nos vacíe a todos el contenido espiritual, se
nos rezumen los sentimientos, anhelos y afectos más íntimos, y los más recónditos pensares, y
todos ellos, los de unos y los de otros, cuajen en una común niebla espiritual, en el alma común,
dentro de la que floten las cortezas de nuestras almas, estas cortezas que son hoy casi lo único
que de ellas ofrecemos a nuestros prójimos, y casi lo único que recibimos de éstos. Y
continué pensando que es poco menos que forzoso el que sean escritores u oradores neblinosos

75
cuantos se propongan verter al público, por escrito o de palabra, su espíritu, la savia de sus
sentires y de sus quereres, y no tan sólo su inteligencia, no sus pensamientos tan sólo. Cuando
alguien me da sus ideas, es decir, lo que se dice sus ideas, como se dice su dinero, aunque éste
haya corrido antes por miles de manos y venga sucio y gastado de todas ellas; cuando alguien
me da ideas, las tomo y me las guardo hasta que tenga ocasión de gastarlas, dándolas a mi vez;
pero cuando alguien me da con sus ideas algo de su espíritu, cuando en el ademán, en el aire, en
la puridad que emplee al dármelas o al recibirlas yo en mi mente, en el calor que me infunden,
noto que vienen impregnadas de su alma, entonces hago como los pordioseros que reciben un
mendrugo o una moneda de limosna, y es que la besa, y la beso con el corazón, antes de
echármela al zurrón del espíritu. Y de estas limosnas espirituales, de estas caridades íntimas,
¡Cuán pocas se reciben en el trato corriente de nuestra sociedad, en que se habla por no callar, y
en que se cambian palabras como se cambia fichas en un juego!
Decía Schopenhauer que los tontos, no teniendo ideas que cambiar, inventaron unos
cartoncitos con figuras diversas para cambiárselos en mil diversas combinaciones, y que de
aquí se originó el juego de los naipes.

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Ramón María del Valle Inclán
(1866-1936)
Comenzó a colaborar en publicaciones locales desde 1888. En mayo de 1893
regresó a Galicia donde dará fin al primero de los libros, titulado Femeninas (1895).
Con su libro recién editado y un puesto en la Dirección General de Instrucción
Pública, se instaló en Madrid. Su puesto de trabajo era un "momio" (se cobraba el
salario sin necesidad de ir a trabajar), lo que le permitió vivir holgadamente y
dedicarse a la literatura, aunque apenas se tomó la molestia de publicar su obra.
Vivió fundamentalmente de las colaboraciones en prensa, particularmente en el
prestigioso diario madrileño El Imparcial, textos que él mismo recortaba para
ajustarlos al espacio concedido y para satisfacer la censura que ejercían las
publicaciones de la época.

El triunfo se dio en 1908, con su primer volumen de La trilogía de la Guerra Carlista,


un éxito de ventas. Es un autor reconocido, innovador teatral con proyectos como
El mirlo blanco o El cántaro roto, sin embargo apenas verá en los escenarios el
estreno de sus obras.

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EL MILAGRO MUSICAL
Por Ramón María Del Valle Inclán.
Capítulo del ensayo La Lámpara Maravillosa. Ejercicios Espirituales.

Los monstruos clásicos: Este título lleno de promesas es el de un libro viejo que hallé al acaso
en el taller de un maestro pintor. Sus páginas, ya rancias, reproducen en estampas los
monstruos creados por la imaginación dé los antiguos. Al hojearle, yo recordaba cómo en
ningún día del mundo pudo el hombre deducir de su mente una sola forma que antes no
estuviese en sus ojos. Puso el asirio las alas del pájaro en el lomo del toro, y el heleno pobló de
Centauros los bosques mitológicos de sus islas doradas. Combinaron las formas, pero ninguno
las creó. La observación es vieja y solamente la saco a memoria para hacer más claro mi
pensamiento y llegar a decir cómo algo semejante acontece con las palabras. El poeta las
combina, las ensambla, y con elementos conocidos inventa también un linaje de monstruos: El
suyo. Logra así despertar emociones dormidas, pero crearlas, nunca. Lo que no está en nosotros
larvado o consciente, jamás nos lo darán palabras ajenas; Aquello que me hace distinto de todos
los hombres, que antes de mí no estuvo en nadie, y que después de mí ya no será en humana
forma, fatalmente ha de permanecer hermético. Yo lo sé, y, sin embargo, aspiro a exprimirlo
dando a las palabras sobre el valor que todos le conceden, y sin contradecirlo, un valor emotivo
engendrado por mí.
Las palabras son siempre una creación de multitudes:
Alumbran en la hora que se hacen necesarias como verbos de amor y comunión entre los
hombres. Así acontece que aquellas larvas de emoción recóndita, indefinible, nebulosa, que a
unas conciencias distinguen de otras, no pueden ser aprisionadas en sus círculos ideológicos.
Habría dos hombres en toda la apariencia iguales, y cada uno se sabría distinto del otro. Esta
razón de diferencia es el sentimiento de nuestra responsabilidad, el enigma que nunca puede
cifrarse en signos y en voces. El poeta ha de confiar a la evocación musical de las palabras todo
el secreto de esas ilusiones que están más allá del sentido humano apto para encarnar en el
número y en la pauta de las verdades demostradas. Las palabras son humildes cómo la vida.
Pobres ánforas de barro, contienen la experiencia derivada de los afanes cotidianos, nunca lo
inefable de las alusiones eternas. El hombre que consigue romper alguna vez la cárcel de los
sentidos, reviste las palabras de un nuevo significado como de una túnica de luz. Entonces su
lenguaje se hace sibilino. Sólo podemos comprender aquello que tiene sus larvas en nuestra
conciencia, y que va con nosotros desde que nacemos hasta que morimos. A veces la música de

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una palabra logra despertar estas larvas, y otra las hace remover, y otra les da alas, pero jamás
aprendemos nada. Todo se halla desde siempre en nosotros, y lo único que conseguimos es
ignorarnos menos. Por eso han de ser las palabras del inspirado como las estrellas en el fondo
cenagoso de una cisterna: Un punto de luz y un halo tembloroso sobre el agua espejante,
sombría, muerta. Todos los ojos verán la estrella como una simiente de oro en el fondo de las
aguas negras pero en el halo misterioso cada mirada penetrará con una visión distinta. ¿Qué
adjetivo, que imagen, qué ensamblaje alejandrino de las palabras podrá fijar cada una de esas
visiones y mostrar el matiz de su diferencia? El secreto de las conciencias sólo puede revelarse
en el milagro musical de las palabras. ¡Así el poeta, cuanto más obscuro más divino! La
obscuridad no estará en él, pero fluirá del abismo de sus emociones que le separan del mundo.
Y el poeta ha de esperar siempre en un día lejano donde su verso enigmático sea como
diamante de luz para otras almas de cuyos sentimientos y emociones sólo ha sido precursor. El
poeta debe buscar en sí la impresión de ser mudo, de no poder decir lo que guarda en su arcano,
y luchar por decirlo, y no satisfacerse nunca.
I
Cada día de Dios hemos de abrir en nuestra alma una sima de emociones y de
intuiciones, adonde jamás haya llegado la vos humana, ni en sus ecos.
San Bernardo, predicando en la vieja lengua de oil, por tierras extrañas donde no podía
ser entendido, levantó un ejército para la Cruzada de Jerusalén. Cierto que ninguno alcanzaba
sus divinas razones, pero era tan viva la llama de aquella fe, que cegaba los caminos
cronológicos del pensamiento y llegaba a las conciencias intuitivamente, contemplativamente,
porque las palabras depuradas de toda ideología eran claras y divinas músicas. La unción con
que hablaba ponía en las almas aquel religioso latido de la piedad caballeresca que convertía las
florestas en lanzas. Fue obrado este ardiente milagro por la gracia musical de las palabras, no
por el sentido, que acaso entendidas cabalmente hubieran sido menos eficaces para mover los
corazones, porque siempre acontece que donde el intelecto discierne, arguye la soberbia de
Satanás. En la predicación de aquel santo iluminado había una devoción trágica, una divina
angustia, dolor y amor ante el recuerdo de la tierra de Palestina con el Sepulcro de Cristo en
poder de infieles, y arrasados de sangre los verdes y fragantes senderos que habían visto pasar
las sombras sagradas, y realizarse los milagros evangélicos. La triple llama que encendía el
alma del monje cisterciense, estaba como una suma mística en su voz, cuando esta voz se
alzaba sobre las colinas y por casales y siembras, para pedir el rescate del Santo Sepulcro. La
devoción trágica, la divina angustia, el amoroso desconsuelo eran la substancia de todas las

79
palabras, y en cada palabra resumen de la unidad emotiva. Cuanto pudiera alcanzarse por la
comprensión clara y sucesiva de las cláusulas, se contenía en la virtud del tono. El largo,
cronológico y ondulante camino de los pensamientos, se cerraba en un círculo, como la muerte
cierra la vida. El milagro musical realizaba el misterio de la Asunción.
II
El verbo de los poetas, como el de los santos, no requiere descifrarse por gramática para
mover las almas. Su esencia es el milagro musical.
Rafael de Urbino, el más maravilloso de los pintores, modificó siempre la línea que le
ofrecían sus modelos, pero lo hizo con tan sutil manera, que los ojos solamente pueden
discernirlo cuando se aplican a estudiarle y comparan las imágenes vivas frente a las de sus
cuadros. Entonces se advierte que ninguna de aquellas figuras pudo moverse con la gracia que
les atribuyó el pincel. Este milagro conseguido sobre las líneas, desviándolas y aprisionándolas
en un canon estético, ha de lograrlo con su verbo el poeta. Elige tus palabras siempre
equivocándote un poco, aconsejaba un día, en versos gentiles y burlones, aquel divino huésped
de hospitales, de tabernas y de burdeles que se llamó Pablo Verlaine. Pero esta equivocación ha
de ser tan sutil como lo fue el poeta al decir su consejo: Cabalmente el encanto estriba en el
misterio con que se produce. Adonde no llegan las palabras con significados, van las ondas de
sus músicas. El verso, por ser verso, es ya emotivo sin requerir juicio ni razonamiento. Al goce
de su esencia ideológica suma el goce de su esencia musical, numen de una categoría más alta.
Y este poder del verso, en la rima se aquilata y concreta: La rima es un sortilegio emocional del
que los antiguos sólo tuvieron un vagó conocimiento. Los poemas rimados de la decadencia
latina están llenos de una gracia emotiva más próxima a nuestras almas y a nuestras liras que el
amplío hexámetro retórico y perfecto. Estos poemas de la baja latinidad son hermanos; en el
sentimiento, de la imaginería gótica donde la línea humana adquirió expresión ardiente y
torturada; y fue cárcel de almas, lo que nunca había sido en la suprema armonía de los
mármoles pentélicos. No lo confesamos, porque la crítica de la literatura y de las artes clásicas
se ha inmovilizado en un falso e hiperbólico gesto. La rima junta en un verso la emoción de
otro verso con el cual concierta: Hace una suma, y si no logra anular el tiempo, lo encierra y lo
aquilata en el instante de una palabra, de una sílaba, de un sonido. El concepto sigue siendo
obra de todas las palabras, está diluido en la estrofa, pero la emoción se concita y vive en
aquellas palabras que contienen un tesoro de emociones en la simetría de sus letras. Como la
piedra y sus círculos en el agua, así las rimas en su enlace numeral y musical. La última resume
la vibración de las anteriores. Y únicamente por la gracia de su verbo se logra el extremado

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anhelo de alumbrar y signar en voces las neblinas del pensamiento, las formas ingrávidas de la
emoción, la alegría y la melancolía difusa en la gran turquesa de la luz. ¡Toda nuestra vida
dionisíaca entrañada de intuiciones místicas!
III
Solamente cuando nos perdemos por los musicales senderos de la selva punida
podemos oír los pasos y evocar la sombra del desconocido que va con nosotros.
Soulinake es un polaco místico y visionario, que viene a sentarse bajo mi parra, por las
tardes, cuando se pone el sol. En esa hora dice su eterno monólogo al viento del mar y de los
pinos. Sobre la frente calva y dorada vuela su mano haciendo la señal de la cruz. Para Pedro
Soulinake, el nihilismo en las ciudades rusas es una larva de los espíritus afrancesados, un
círculo de turbulencias místicas donde todos muerden la manzana de París. Sentado bajo la
parra de mi huerto, el viejo Soulinake, de barbas apostólicas y claros ojos de mar, divaga. Para
Soulinake los revolucionarios rusos son niños que aman la libertad al través de un melodrama,
y la patria de los melodramas es Francia. Ningún pueblo despierta tantos ecos sentimentales.
Francia, con las lágrimas y las efusiones de una mala literatura, ha echado a volar por el mundo
la linda balada de Amor y Libertad. Francia tiene en sus agitaciones cantos alegres, mofas de la
canalla, y por momentos una emoción estética, frenética y profunda. Esos momentos son las
teas que encienden la revolución rusa. Para Soulinake, el espíritu galo está todo en los giros de
su gramática, y el estudio de las declinaciones basta para llevar á las dormidas ciudades rusas,
el eco de las Revoluciones de Francia. Cada lengua contiene el pasado de su gente, y la lengua
francesa lleva en sí, con las notas de la Carmañola, los gritos de la agonía de un rey.
IV
El idioma de un pueblo es la lámpara de su Karma. Toda palabra encierra un oculto
poder cabalístico: es grimorio y pentáculo.
Los idiomas son hijos del arado. De los surcos de la siembra vuelan las palabras con
gracia de amanecida, como vuelan las alondras. La pampa argentina y la guazteca mexicana
crearán una lengua suya, porque desenvuelven sus labranzas en trigales y maizales de ciento de
leguas, como nunca vieran los viejos labradores del agro romano. Los idiomas son hijos del
arado y de la honda del pastor. Caín tuvo labranzas, y rebaños Abel. Labranzas y ganados
ocuparon la mente del hombre en el albor del mundo, después de la caída. ¡La mente del
hombre que ya estaba llena de la idea de Dios! Así advertimos en las más viejas lenguas una
profunda capacidad teológica, y una agreste fragancia campesina. El pensamiento toma su
forma en las palabras, como el agua en la vasija. Las palabras son en nosotros y viven por el

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recuerdo con vida entera, cuando pensamos. La mengua de nuestra raza se advierte con dolor y
rubor al escuchar la plática de aquellos que rigen el carro y pasan coronados al son de los
himnos. Su lenguaje es una baja contaminación: francés mundano, inglés de circo y español de
jácara. El romance severo, altivo, grave, sentencioso, sonoro, no está ni en el labio ni en el
corazón de donde fluyen las leyes. Y de la baja substancia de las palabras están hechas las
acciones. La entereza y castidad mental del vasco se advierte en los sones de su lengua, y la
condición del brusco catalán asoma en su romance, que porta el olor de los pinos montañeses
con la brea de los bajeles piratas y la sal del mar. La urgencia y cordura que hubo la Vieja
Castilla en dictar fueros y ordenaciones, conforme cobraba sus villas de mano del moro, están
en el bronce templado de su castellano. Y en el latín galaico cantan como en Geórgicas las
faenas del campo con mitos y dioses, presididas por las fases de la Luna, regidora de siembras,
de ferias y de recolecciones. Tres romances son en las Españas: catalán de navegantes, Galaico
de labradores, Castellano de sojuzgadores.
Los tres pregonan lo que fueron, ninguno anuncia el porvenir. Toda mudanza
substancial en los idiomas es una mudanza en las conciencias, y el alma colectiva de los
pueblos, una creación del verbo más que de la raza. Las palabras imponen normas al
pensamiento, lo encadenan, lo guían y le muestran caminos imprevistos, al modo de la rima.
Los idiomas nos hacen, y nosotros los deshacemos. Ellos abren los ríos por donde han de ir las
emigraciones de la Humanidad. Vuelan de tierra en tierra, unas veces entre rebaños y pastores;
otras, en la púrpura sangrienta dé un emperador; otras, renovando la dorada fábula de los
Argonautas, sobre la vela de las naves, con sol y con viento del mar. En las alas con que
volaron cuando eran invasoras se mantienen muchos siglos las maternas lenguas, y declinan de
aquel vuelo originario cuando nace una nueva conciencia.
El espíritu primitivo — pastoril, guerrero o mitológico — deja de animarlas, nace otro
espíritu en ellas y abre círculos distintos. El encontrado batallar del alma humana agranda la
cárcel de los idiomas, y a veces sus combates son tan recios, que la quiebra. Y a veces los
idiomas son tan firmes en sus cercos, que nuestras pobres almas no hallan espacio para abrir las
alas, y otras almas elegidas, místicas y sutiles, dado que puedan volar, no pueden expresar su
vuelo. Los idiomas nos hacen, y nosotros hemos de deshacerlos. Triste destino el de aquellas
razas enterradas en el castillo hermético de sus viejas lenguas, como las momias de las remotas
dinastías egipcias, en la hueca sonoridad de las Pirámides. Tristes vosotros, hijos de la Loba
Latina en la ribera de tantos mares, si vuestras liras no quebrantan todas las cadenas con que os
aprisiona la tradición del Habla. ¡Y más triste el destino de vuestros nietos, si en lo por venir no

82
engendran dialectos suyos, ciclos de una nueva conciencia en la lengua de los Conquistadores!
Al final de la Edad Media, bajo el arco triunfal del Renacimiento, estaba la sombra de Platón
meditando ante el mar azul poblado de sirenas. ¿Qué sombra espera bajo los arcos del Sol al fin
de Nuestra Edad?
V
En la ética futura se guardan las normas de la futura estética. Tres lámparas alumbran el
camino: temperamento, sentimiento, conocimiento.
En la imitación del siglo que llaman de oro, nuestro romance castellano dejó de ser
como una lámpara en donde ardía y alumbraba el alma de la raza. Desde entonces, sin recibir el
más leve impulso vital, sigue nutriéndose de viejas controversias y de jactancias soldadescas.
Se sienten en sus lagunas muertas las voces desesperadas de algunas conciencias individuales,
pero no se siente la voz unánime, suma de todas y expresión de una conciencia colectiva. Ya no
somos una raza de conquistadores y de teólogos, y en el romance alienta siempre esa ficción.
Ya no es nuestro el camino de las Indias, ni son españoles los Papas, y en el romance perdura la
hipérbole barroca, imitada del viejo latín cuando era soberano del mundo. Ha desaparecido
aquella fuerza hispana donde latían, como tres corazones la fortuna en la guerra, la fe católica y
el ansia de aventuras, pero en la blanda cadena de los ecos sigue volando el engaño de su latido,
semejante a la luz de la estrella que se apagó hace mil años... Nuestra habla, en lo que más tiene
de voz y de sentimiento nacional, encarna una concepción del mundo, vieja de tres siglos. En el
romance de hogaño no alumbra una intuición colectiva, conciencia de la raza dispersa por todas
las playas del mar, poblando siempre en las viejas colonias. El habla castellana no crea de su
íntima substancia el enlace con el momento que vive el mundo. No lo crea, lo recibe de ajeno.
Poetas, degollad vuestros cisnes y en sus entrañas escrutad el destino.
La onda cordial de una nueva conciencia sólo puede brotar de las liras. Era nuestro
romance castellano, aun finalizando el siglo XV, claro y breve, familiar y muy señor. Se
entonaba armonioso, con gracia cabal, en el labio del labrador, en el del clérigo y en el del juez.
La vieja sangre romana aparecía remozada en el nuevo lenguaje de la tierra triguera y barcina.
El tempero jocundo y dionisíaco, la tradición de sementeras y de vendimias, el grave razonar de
leyes y legistas, fueron los racimos de la vid latina por aquel entonces estrujados en el ancho
lagar de Castilla, y quebrantó esta tradición campesina, jurídica y antrueja un infante aragonés
robando a una infanta castellana, para casar con ella y con ella reinar por la calumnia y la
astucia. Fernando V traía con las rachas del mar Mediterráneo un recuerdo de aventuras en
Grecia y la ambición de conquistas en Italia. Castilla tuvo entonces un gesto ampuloso viendo

83
volar sus águilas en el mismo cielo que las águilas romanas. Olvidó su ser y la sagrada y
entrañable gesta de su naciente habla, para vivir más en la imitación de una latinidad decadente
y barroca. Desde aquel día se acabó en los libros el castellano al modo del Arcipreste Juan
Ruiz. Las Españas eran la nueva Roma: El castellano quiso ser el nuevo latín, y hubo cuatro
siglos hasta hoy de literatura jactanciosa y vana. Ya nuestro gesto no es para el mundo.
Volvamos a vivir en nosotros y a crear para nosotros una expresión ardiente, sincera y cordial.
Desde hace muchos años, día a día, en aquello que me atañe, yo trabajo cavando la cueva
donde enterrar esta hueca y pomposa prosa castiza, que ya no puede ser la nuestra cuando
escribamos, si sentimos el imperio de la hora.
Aparentemente, tal manera perdura porque miramos las palabras como si fuesen
relicarios y no corazones vivos: Las amamos más, y nos parecen más bellas cuando guardan
huesos y cenizas. Las palabras son estáticas y se perenniza en ellas el sentimiento fugaz de que
nacieron, dándonos la ilusión de que no hubo mudanza en nuestra conciencia. Desterremos para
siempre aquel modo castizo, comentario de un gesto desaparecido con las conquistas y las
guerras. Amemos la tradición, pero en su esencia, y procurando descifrarla como un enigma
que guarda el secreto del Porvenir. Yo para mi ordenación tengo como precepto no ser histórico
ni actual, pero saber oír la flauta griega. Cuanto más lejana es la ascendencia hay más espacio
ganado al porvenir. La rosa se deshoja a poco de nacer, y para nuestras ilusiones el cristal no
nace ni muere. El Arte es bello porque suma en formas actuales evocaciones antiguas, y sacude
la cadena de siglos, haciendo palpitar ritmos eternos, de amor y de armonía.
VI
La belleza es la posibilidad que tienen todas las cosas para crear y ser amadas.
El tiempo desgrana eternamente sus horas, y en cada hora los sentidos del hombre
aprenden a conocer el Universo. Un día nuestros ojos y nuestros oídos destruirán las categorías,
los géneros, las enumeraciones, herencia de las viejas filosofías y de las viejas lenguas habladas
en el comienzo del mundo. Ojos y oídos, sutilizados por una educación de siglos, crearán
nuevas razones entre las cosas. Nuestro conocimiento será más cabal, y por cada grano de la
espiga, por cada hoja de la flor, por cada pájaro del nido será distinta la emoción en las almas.
Todas las cosas, lo mismo en sus diferencias que en sus semejanzas, se multiplicarán para el
goce del conocimiento, y los sentidos, aun sutilizados indefinidamente, no podrán contenerlas
jamás. El Universo, sin haber cambiado, nos dará una emoción distinta y dirá otra relación con
Dios. ¡Pero en la luz divina de este día aun seguiremos cautivos de los ritmos clásicos, y de su
tradición y de sus claras normas! Aparentemente nada tan efímero como las almas que guardan

84
su misterio fecundo en líneas, en ritmos, en números de palabras, y sin embargo, son las únicas
que vuelan sobre los siglos. Un largo pasado de amor, de quietud y de armonía, es siempre
augurio de un largo porvenir. Las prosas nacidas con el alba se deshojan cuandollega la tarde, y
sólo el cristal que cuenta mil años puede contar otros mil. La conciencia estética del pasado está
siempre en lo futuro, porque toda acción de belleza es un centro de amor que engendra los
infinitos círculos de la esfera.
El instante más pequeño de amor, es eternidad. Afanosos por conservar aquellas
normas clásicas que fueron como soles, animamos con nuevos significados el arte de los
antiguos y luchamos antes de alejarnos para siempre de su comprensión. Se ha obscurecido el
significado de los poetas griegos, y seguimos llevando en nosotros su culto con una llama de fe
y de amor al amor pasado. ¡Cuántas veces al buscar la belleza en los rudos poemas de otro
tiempo somos como tejedores de una tela inconsútil y dorada! Nuestras almas inquietas de
modernidad vierten en los ritmos viejos el tesoro de sus emociones nuevas. Los poemas
famosos y fabulosos, teologales y musicales, crisoles del alma antigua, serían como apagadas
escorias si nosotros no los vistiésemos de luz. La obra de belleza, creación de poetas y profetas,
se acerca a la creación de Dios: Ha tenido una significación en lo pasado y lleva a lo futuro otra
distinta, como el Universo. El alma demiurga está en nosotros, y el verso y el ritmo vuelven a
ser creados.
VII
Toda forma suprema de amor es una matriz cristalina y eterna. Ser bello es hacerse
centro de amor, y morar otra vez en el himen divino.
Y fueron las artes de los metales y de la piedra las primeras en definir el arquetipo de su
belleza, porque son realizadas sobre substancias duras, firmes, casi eternas, que a través de los
siglos perduran en una gracia matinal llena de evocaciones y de luz. Son las artes de los ojos de
un conocimiento fácil y placentero, y las literarias arcanas por demás. ¡Siempre alejándose,
siempre en espectros! Las hace inexpresivas la mudanza en los usos, absurdas el cambio de
religiones, intrincadas la modificación en las escrituras, opacas la corrupción prosódica de las
lenguas. Las artes literarias dan la sensación de no haberse definido aún, y de luchar por ser.
Aparecen como largos caminos por donde las almas van en la exploración de su Mundo
interior. Y las otras artes que cifran en la luz el goce de su belleza, son como rosas de la
Geometría. Por lo permanente de su emoción, por la alegría del conocimiento, por la esencia de
sus normas, tienen algo de cristales. Son las artes engendradas y definidas por el Sol. Yo gusto
de hacer clara distinción entre los dos sutiles caminos matemáticos por donde nos llegan las

85
emociones estéticas: Todas las cosas bellas y mortales que nosotros creamos, son para los ojos
o son para los oídos, alternativamente.
Su goce no pueden disfrutarlo los dos sentidos a la vez. En las creaciones del alfabeto,
la luz es un medio para el conocimiento, pero la esencia que exprimen las letras, es de la
música. Solamente en el baile se juntan los sutiles caminos de la belleza, sonido y luz, en una
suprema comprensión. La armonía del cuerpo perdura en la sucesión de movimientos por la
unidad del ritmo. El baile es la más alta expresión estética, porque es la única que transporta a
los ojos los números y las cesuras musicales. Los ojos y los oídos se juntan en un mismo goce,
y el camino craso de los números musicales se sutiliza en el éter de la luz. En la luz está la
purificación de todas las cosas. Los sonidos son más de la substancia de las horas, más
yuxtaposición de un instante con otro instante. Todo el sistema de las palabras es un sistema de
larvas, de formas embrionarias, de matrices frías que guardan yerto el conocimiento de las
ideas adquiridas bajo el ritmo del Sol.
VIII
La suprema belleza de las palabras, sólo se revela, perdido el significado con que nacen,
en el goce de su esencia musical, cuando la voz humana, por la virtud del tono, vuelve a
infundirles toda su ideología.
La edad de oro amanecía, y los griegos, divinos pastores, contemplaban aún las pálidas
estrellas. Era en el silencio de las majadas, sobre las colinas con olivos, entre los perros
vigilantes. Sus almas se revelaron con la aurora; aquellos cabreros tenían los ojos soberanos de
las águilas y todas sus intuiciones las arrancaron a la celeste entraña del Sol. Los bosques de
sagrados senderos, los arroyos claros, las grutas de donde vuelan en los ocasos los pájaros de
largas alas, la sombra de los laureles, las playas lejanas y doradas, con el mar azul, fueron los
pobladores de sus almas.
Con ojos maravillados bajo la luz, recibían todas las imágenes como especies
eucarísticas, y eran tantas y tan diversas las imágenes, que en ellas se cifraban las normas de
todo el conocimiento. El sentir de los griegos fue hijo del mar y del cielo, de las colinas con
olivares y viñedos, y de las serranías con rebaños, de los bosques con genios y de lujuria de las
formas. La varia emoción que iban devanando los ojos por los agrios caminos, dio agilidad a
los cuerpos y a las mentes. No recibían el conocimiento del mundo como una herencia fría en la
urna de las palabras, manera de entender siempre larga, obscura, cronológica y crasa. Para
aquellos pastores las ideas significaban números y formas bajo el ritmo del Sol. Cuando se
reposaban en las alturas mirando al fondo de los valles arados, verdes, intensos,

86
experimentaban la emoción mística de la suma. Aquellos pastores arcádicos gozaron el éxtasis
panida desde las crestas donde trisca el macho cabrío. Lo que habían aprendido de una manera
semoviente, era gozado en quietud. El conocer cronológico se hacía estático, y las almas se
despojaban de la memoria como de la tela del tiempo, para aprender por el divino camino del
Sol. fue después, bajo el cielo latino, cuando los poetas, guiados por el hilo de las palabras; tal
como sonaban en la pauta griega, quisieron revelar el secreto de un mundo que no sabían ver.
Nació entonces el arte bajo el remedo clásico. Pero aquellos hombres míticos, después de arar
el pardo regazo de la llanura, de conocer uno a uno sus senderos, como largos relatos, se hacían
cetro y conciencia de visión sobre las cumbres. Y cada noche estrellada, reunidos en torno de
las hogueras, sintiendo el vaho de los rebaños dormidos, era el goce de recordar las imágenes
del día, y hacerlas revivir en el relato de los más ancianos. Y fue un ciego cantor, para quién la
noche parecía eterna, quien primero en la música de las palabras hizo arder la corona del Sol.
IX
El padre Homero pudo llamar a sus versos con un nombre de flor: Helio-tropos.
Son las palabras espejos mágicos donde se evocan todas las imágenes del mundo.
Matrices cristalinas, en ellas se aprisiona el recuerdo de lo que otros vieron, y nosotros ya no
podemos ver, por nuestra limitación mortal, aun cuando todas las imágenes y todos los Verbos
sean eternidades en el seno de la luz, como explicaba el mago Apolonio de Tyana. Para el
iniciado que todas las cosas crea y ninguna recibe en herencia, la luz es numen del Verbo. Las
palabras en su boca vuelven a nacer puras como en el amanecer del primer día, y el poeta es un
taumaturgo que transporta a los círculos musicales la creación luminosa del mundo. En los
números pitagóricos aprisiona las Ideas de Platón. Pero las imágenes, eternidades en la luz, sólo
dejan en la palabra la eternidad de su sombra, un rastro cronológico de aquello que los ojos
contemplaron y aprendieron de una vez. El pensamiento humano es como el fruto sagrado del
Sol. Así en todas las lenguas madres se revela la condición expresa de un paisaje, y así la
armonía de la lengua griega es fragancia de las islas doradas. Los mitos helénicos nacen en las
cristalinas cuevas de los montes, en el Verdoso seno de las frondas, en la azul ribera del mar. Si
el eremita ama su yermo, es porque su pensamiento se reposa fuera del mundo, y para
mantenerlo en quietud huye las solicitaciones de la Naturaleza. Toda llanura es yermo
espiritual. En la llanura sólo florecen los cardos del quietismo. El criollo de las pampas debe a
la vastedad de la llanura su alma embalsamada de silencio, y si alguna emoción despiernan en
ella los ritmos paganos, es por la mirra que quema en el sol latino la lengua de España. En la
llanura las imágenes son tristes y menguadas, se suceden con medida monótona y tarda como

87
sombras arrastradas en los pasos de un lento caminar. Allí la emoción para los ojos está en lo
largo de los caminos y en lo largo del tiempo para mudar la vista de las cosas. Aquel horizonte
monótono y curvo, ante el cual los ojos se aduermen un día entero de jornada, aquieta y
aniquila las almas. Es el desierto donde la fantasía, muere de sed. Estas llanuras miliarias
recorridas de un cabo al otro cabo por los pasos del hombre, son largas como una vida, y en
ellas los ojos jamás gozan en un acto puro la emoción de ser centro, si no es mirando al cielo.
¡Ay, faltan las suaves y azules montañas que ofrecen desde sus cumbres la visión al de los
valles, el conocimiento gozoso de la suma, la mística quietud del círculo y de la unidad! ¡Qué
enorme y difusa entre dos mares la pampa argentina! Allí los poetas tienen los ojos estériles y
su sentimiento clásico sólo se nutre en el seno cristalino de las palabras, que, como divinas
ánforas, atesoran los mirajes de los países lejanos. Las imágenes verbales, a pesar de su esencia
cronológica y de representar todas las cosas en teoría, son en aquella soledad más fecundas que
las formas de la Naturaleza. Están más llenas del secreto de vida que buscaba en la forma
sensible el divino Platón. Todo el conocimiento délfico de los ojos es allí convertido en ciencia
de los oídos, y en sutil aprender de topos. Se siente el paso de las sombras clásicas, pero
ninguno puede verlas llegar. Los pueblos de la pampa, cuando hayan levantado sus pirámides, y
sepultado en ellas sus tesoros, habrán de hacerse místicos. Sus almas cerradas a la cultura
helénica oirán entonces la voz profunda de la India Sagrada.
X
Águilas y topos son las bestias que simbolizan los modos del humano conocer. Águilas
de ojos soberanos, y topos auditores. Del divino laurel del día, nace la rosa del milagro musical.

La Lámpara Maravillosa, Del Valle-Inclán Ramón María. Espasa, Argentina, 1948.

88
Manuel Machado
(1874-1947)

En 1899 se trasladó a París, donde trabajó como traductor y conoció a literatos como
Amado Nervo y Pío Baroja. Regresó a Madrid en diciembre de 1900 y se incorporó al
grupo de jóvenes literatos, formado por Valle-Inclán y Maeztu, con quienes colaboró en la
fundación de las revistas Electray Juventud.

Como continuador de la labor folclorista de su padre, fue un renovador y divulgador de los


cantes flamencos, especialmente del "cante hondo". En 1912 publica un libro con este título
y obtiene un gran éxito.
Desde 1916 colaboró con el periódico El Liberal, aportando comentarios diarios y críticas
teatrales que le convirtieron en un personaje popular.
Adquirió prestigio como articulista en la prensa española e iberoamericana y ejerció la
corresponsalía literaria del periódico parisino Le Journal.
Durante los años de la Dictadura de Primo de Rivera (1923 - 1929) escribe siete obras de
teatro, con su hermano Antonio, que gozaron de gran éxito entre el público, como La Lola
se va a los puertos (1929) yLa duquesa de Benamejí (1932).
Al ser uno de los literatos más destacados que habían quedado en territorio franquista, es
nombrado miembro de la Academia de la Lengua Española en 1938. Al finalizar la guerra
escribe artículos en contra de la represión de civiles, como El quinto (Mandamiento), no
matar o Ejercicios de Sentido Común.

89
Capítulos del ensayo La Guerra Literaria.

Leyendo.

Estoy leyendo a D’Annunzio, en un camerino tibio, donde me he procurado una luz bastante
pálida: claridad sin brillo. Del libro se desprende un aroma evocador de jardines casi marchitos,
y la imaginación se recoge como para una plegaria que no se dice.
El libro me habla sottovoccede un pasado no muy lejano. Y es más fuerte el aroma,
siempre delicado. Surge un parque en la tarde. La tierra está muy blanca; entre los arrayanes
obscuros hay un secreto, una misteriosa incubación de sombras. Es el trabajo del jardín. Es el
silencio de la noche que nace. ¡Morir un poco!... Vago deseo de algo que no está aquí. Dulce
tormento de las almas sensitivas. Meditación que empieza sobre algo, y no sabemos dónde
termina. Momento en que el ánimo se ha ido para volver, sin decirnos de dónde viene… Una
cara muy blanca y unos ojos muy tristes que miran sin ver. Tristeza de todo y de nada. Hora del
alma. Ha sonado una nota lamentosa demasiado meliflua. Vuelvo á recogerme á una tristeza
positiva, á un recuerdo determinado. Pero no lo consigo; ahora mi corazón está vacío. No siento
nada, y, sin embargo, una ternura y una amargura infinitas me invaden, me envuelven… Pero
como si no fueran más, como si estuvieran en el aire del jardín, en el aroma de este libro
tranquilo y melancólico.
***
Ahora no es la flauta meliflua, sino el cuerpo de caza agrio y melodiosamente salvaje.
La tierra polvorienta, cálida, recién abandonada por el sol que traspone la loma… La cigarra
calla, y los bosques empiezan a despertar y el agua a escucharse. El paisaje ha cambiado. El
campo desnudo, grande, verde y rojo. Es la tierra con sus viejos valles, sus llanuras, sus
montañas admirables; el campo, el campo de cosecha y de batalla que jardinea Dios, riega el
cielo, alumbran las estrellas y barre el huracán. La solana y la umbría, una blanca, harta de luz,
sedienta; la otra húmeda, negra, misteriosa; pero grandes, incultas, tendidas hacia el sol y la
providencia.
Estoy leyendo á saltos, brillantes páginas de Hugo el noble, el fuerte. Su verso
magnífico me da calor como el sol, y su ternura viene a refrescarme como aura de la noche…
No puedo, no puedo, mi alma inquieta de los secretillos viejos y de misterios no muy
pavorosos, amables penumbras busca.

90
Viajando.

Lo que hay de alma mora en esta Granada inquietante y fantástica está en las cosas que no
hablan ni viven, pero que parecen deciros: Ven al seno de lo inefable, de lo prometido. Son
como el sueño de algo que murió joven, y melancoliza para siempre estos parajes con su
sombra de voluptuosidad no apurada.
Es una poesía de reproche, desconsolada, amarguísima. De día está en el resol de las
torres bermejas, en los crepúsculos de la Alhambra, en el agua del Generalife que guardan
cipreses y arrayanes. De noche, en los claros de luna que riegan el Albaicín. Y siempre, en los
ojos de las granadinas, llenos de ansias y de promesas, en los ojos de estas virgencitas tristes
que serían amantes perversas.
Decididamente, los últimos árabes dejaron á esto la maldición de los deseos
incumplidos, la inquietud de las voluptuosidades no agotadas. La pena de sus suspiros
reprochadores.
Yo comprendo muy bien á un amigo mío poeta y granadino, que, visitando conmigo la
Alhambra, se metió en un rincón de la sala de Abencerrajes y se echó á llorar, á llorar, á llorar
sin saber por qué.

Triunfo de sol.

Todo se ve. Hasta el vello que cubre la corteza de los árboles. Las hojas transparentan su tejido.
La línea lejana del horizonte arde en un vapor de polvo. Las montañas se recortan
negras sobre el cielo y el verde de la explanada está inundado de luz. El río -oro y plata- como
una serpiente de metal, va lento bajo el sol implacable. No hay vaguedades ni misterios, se ve
todo; y las sombras son recortadas y negrísimas y del mismo tamaño de los objetos, como
incrustaciones ó maqueados. El paisaje parece elevado á un éxtasis que dura horas enteras. La
luz es brutal, indiscreta. Las plantas flacidecen el beso cínico del sol; por las cortezas de los
árboles rueda la resina brillante como una lágrima por la mejilla arrugada de un viejo
endurecido…
Es la tristeza infinita… La poesía no ha venido aún.

91
Horas de Oro

Acaba la siesta. La siesta roja del verano andaluz. Y yo había despertado también al primer
hálito de brisa de la tarde; despertado…, ¿y para qué? Jamás un estado más perfecto de
indolencia. Ni ocupación ni preocupaciones; deseos ausentes, la vida en suspenso, moral y
material; ni sed ni curiosidad… Y, por colmo, la imposibilidad de volverme á dormir. Nunca
me ha parecido más necesario lo imprevisto, si se ha de seguir viviendo; nunca esperé á la ola
de la casualidad más tranquilo ni más inerte. ¡Oh, no hallaría la menor resistencia!... ¿Pero
vendrá? Los minutos son eternos. Si cierro los ojos veo una red dorada rojiza. La luz traspasa
mis párpados. Y el sueño parece haber huído para siempre.
Entretanto, como si un velo vaguísimo se le cayera lentamente, el sol va deslumbrando
menos, la atmósfera gana en diafanidad y pierde en calor, la línea de fuego que ribeteaba las
cosas en plein air parece enfriarse, platear, luego palidecer, irse. Y el blanco en las blancas
fachadas de las casas aparece más inofensivo, más puro y amable, sin refracciones agresivas. Se
queda mate y tranquilo sobre el fondo celeste.
Ha empezado la tarde y estamos en el momento antes de la melancolía vulgarizada por
los poetas, amada de las románticas y propicia al amor platónico.
No sé qué hallo de repulsivo en reconciliar el sueño, y puesto que lo imprevisto no
viene á mí, iré yo en su busca, sin saber mucho con qué objeto ni por qué camino. Pero qué
esfuerzo enorme se me antoja el levantarme; con qué supersticiosa inquietud abro las maderas
de mi balcón para que entre la luz; los cristales, para que pase el aire. Y hablar… imposible; me
parece que voy á romper una armonía mágica y que la casa, el pueblo, la Naturaleza entera se
derrumbará como los palacios encantados al pronunciar el conjuro.
Sin embargo, los ruidos que muevo, sin querer, entre los chismes de mi toilette, el agua
que cae en el lavabo, y, sobre todo, un pregón de flores que oigo en la calle, me van
devolviendo fuerzas de realidad, pequeños hechos que me van sacando del nirvana de mi siesta,
enormes catástrofes para mi alma que aún se atardaba en las regiones del sueño, ó de… en fin,
de esas regiones que no sabemos.
De pronto, la caída de una porcelana por mis manos torpes sobre el mármol del tocador,
un frasco de colonia que se derrama por la mesa, me exasperan y me despiertan por completo,
brutalmente. Un ansia de vida y de ruido. Quiero ver, moverme, hablar.
Empiezo á querer… Timbres… Mi correspondencia… El ruido de un coche… ¿Qué
tenía que hacer hoy…? ¡Ah, sí! El primer criado que llega me encuentra tarareando un trozo de

92
opereta. Algo que había en mi cuarto se va por fin. El reloj da las seis. Sé que he soñado, pero
no recuerdo qué ha sido. ¿Por qué tengo un miedo terrible de encontrarme á ella, hoy más que
otro día?...

La Guerra Literaria (1898-1914), Machado, Manuel. Imprenta Hispano-Alemana,


Madrid, 1913.

93
Ramiro de Maeztu
(1874-1936)

Su exclusiva dedicación al ensayo y al periodismo lo ha relegado al papel de


comparsa de la generación del fin de siglo, pese a que fue, con Azorín y Baroja,
miembro del «Grupo de los tres».

Sus argumentos se despliegan en los controvertidos artículos de Acción Española,


reunidos en Defensa de la hispanidad (1934) y convertidos en biblia ideológica del
primer franquismo: catolicismo y nacionalismo a ultranza, condena de la
heterodoxia extranjerizante (Ilustración dieciochesca y liberalismo decimonónico, a
la manera de Menéndez Pelayo), función cohesiva e imperial del idioma y la fe, que
deben abarcar no solo las antiguas colonias sino el mundo entero.

94
La Hispanidad

«El 12 de octubre, mal titulado el Día de la Raza, deberá ser en lo sucesivo el Día de la
Hispanidad.» Con estas palabras encabezaba su extraordinario del 12 de octubre último un
modesto semanario de Buenos Aires, El Eco de España. La palabra se debe a un sacerdote
español y patriota que en la Argentina reside, D. Zacarías de Vizcarra. Si el concepto de
Cristiandad comprende y a la vez caracteriza a todos los pueblos cristianos, ¿por qué no ha de
acuñarse otra palabra, como ésta de Hispanidad, que comprenda también y caracterice a la
totalidad de los pueblos hispánicos?
Primera cuestión: ¿Se incluirán en ella Portugal y Brasil? A veces protestan los
portugueses. No creo que los más cultos. Cámoens los llama (Lusiadas, Canto I, estrof. XXXI):
«Huma gente fortissima de Espanha»
André de Resende, el humanista, decía lo mismo, con palabras que elogia doña Carolina
Michaëlis de Vasconcelos: «Hispani omnes sumus.» Almeida Garret lo decía también: «Somos
Hispanos, e devemos chamar Hispanos a quantos habitamos a peninsula hispánica.» Y D.
Ricardo Jorge ha dicho: «chamese Hispánia à peninsula, hispano ao seu habitante ondequer
que demore, hispánico ao que lhe diez respeito.» Hispánicos son, pues, todos los pueblos que
deben la civilización o el ser a los pueblos hispanos de la península. Hispanidad es el concepto
que a todos los abarca.
Veamos hasta qué punto los caracteriza. La Hispanidad, desde luego, no es una raza.
Tenía razón El Eco de España para decir que está mal puesto el nombre de Día de la Raza al
del 12 de octubre. Sólo podría aceptarse en el sentido de evidenciar que los españoles no damos
importancia a la sangre, ni al color de la piel, porque lo que llamamos raza no está constituido
por aquellas características que puedan transmitirse al través de las obscuridades
protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu, como el habla y el credo. La
Hispanidad está compuesta de hombres de las razas blanca, negra, india y malaya, y sus
combinaciones, y sería absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía.
También por los de la geografía. Sería perderse antes de echar a andar. La Hispanidad
no habita una tierra, sino muchas y muy diversas. La variedad del territorio peninsular, con ser
tan grande, es unidad si se compara con la del que habitan los pueblos hispánicos. Magallanes,
al Sur de Chile, hace pensar en el Norte de la Escandinavia. Algo más al Norte, el Sur de la
Patagonia argentina, tiene clima siberiano. El hombre que en esas tierras se produce no puede
parecerse al de Guayaquil, Veracruz o las Antillas, ni éste al de las altiplanicies andinas, ni éste

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al de la selvas paraguaya o brasileña. Los climas de Hispanidad son los de todo el mundo. Y
esta falta de características geográficas y etnográficas, no deja de ser uno de los más decisivos
caracteres de la Hispanidad. Por lo menos es posible afirmar, desde luego, que la Hispanidad no
es ningún producto natural, y que su espíritu no es el de una tierra, ni el de una raza
determinadas.
¿Es entonces la Historia quien lo ha ido definiendo? Todos los pueblos de la Hispanidad
fueron gobernados por los mismos Monarcas desde 1580, año de la anexión de Portugal, hasta
1640, fecha de su separación, y antes y después por las dos monarquías peninsulares, desde los
años de los descubrimientos hasta la separación de los pueblos de América. Todos ellos deben
su civilización a los pueblos hispánicos. La civilización no es una aventura. Quiero decir que la
comunidad de los pueblos hispánicos no puede ser la de los viajeros de un barco que, después
de haber convivido unos días, se despiden para no volver a verse. Y no lo es, en efecto. Todos
aquellos conservan un sentimiento de unidad, que no consiste tan sólo en hablar la misma
lengua o en la comunidad del origen histórico, ni se expresa adecuadamente diciendo que es de
solidaridad, porque por solidaridad entiende el diccionario de la Academia, una adhesión
circunstancial a la causa de otros, y aquí no se trata de una adhesión circunstancial, sino
permanente.
No exageremos, sin embargo, la medida de la unidad. Pero es un hecho que un
Embajador de España no se siente tan extraño en Buenos Aires como en Río Janeiro, ni en Río
Janeiro como en Londres, ni en Londres como en Tokío. Es también un hecho que no podrá
desembarcar un pelotón de infantería de marina norteamericana en Nicaragua, sin que se
lastime el patriotismo de la Argentina y del Perú, de Méjico y de España, y aún también el de
Brasil y Portugal. No sólo esto. El mero deseo de un político norteamericano, Mr. William G.
McAdoo, de que la Gran Bretaña y Francia transfieran a los Estados Unidos, para pago de sus
deudas de guerra, sus posesiones en las Indias occidentales y las Guayanas inglesa y francesa,
basta para que dé la voz de alarma un periódico tan saturado de patriotismo argentino como La
Prensa, de Buenos Aires, que proclama (18 de noviembre, 1931), que todos los pueblos
hispanoamericanos abogan por «la independencia de Puerto Rico, el retiro de tropas de
Nicaragua y Haití, la reforma de la enmienda Platt y el desconocimiento, como doctrina, del
enunciado de Monroe».
De otra parte, habría muchas razones para dudar de que sea muy sólida esta unidad que
llamamos hispánica. En primer término, porque carece de órgano jurídico que la pueda afirmar
con eficacia. Un ironista llamó a las Repúblicas hispanoamericanas «los Estados Desunidos del

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Sur», en contraposición a los Estados Unidos del Norte. Pero más grave que la falta del órgano
es la constante crítica y negación de las dos fuentes históricas de la comunidad de los pueblos
hispánicos, a saber: la religión católica y el régimen de la Monarquía católica española. Podrá
decirse que esta doble negación es consubstancial con la existencia misma de las repúblicas
hispanoamericanas, que forjaron su nacionalidad en lucha contra la dominación española. Pero
esta interpretación es demasiado simple. Las naciones no se forman de un modo negativo, sino
positivamente y por asociación del espíritu de sus habitantes a la tierra donde viven y mueren.
Es puro accidente que, al formarse las nacionalidades hispánicas de América, prevalecieran en
el mundo las ideas de la revolución francesa. Ocurrió que prevalecían y que han prevalecido
durante todo el siglo pasado. Los mejores espíritus están ya saliendo de ellas, tan desengañados
como Simón Bolívar, cuando dijo: «Los que hemos trabajado por la revolución hemos arado en
el mar.»
Ahora están perplejos. Ya han perdido los más perspicaces la confianza que tenían en
las doctrinas de la revolución. En su crisis actual, no quedarán muchos talentos que puedan
asegurar, como Carlos Pellegrini hace tres cuartos de siglo, que «el progreso de la República
Argentina es un hecho forzoso y fatal». La fatalidad del progreso es una de las ilusiones que
aventó la gran guerra. Todos los ingenios hispanoamericanos no tienen la ruda franqueza con
que el chileno Edwards Bello proclamó que: «el arte iberoamericano, sin raíces en las
modalidades nacionales, carece de interés en Europa.» Pero muchos sienten que las cosas no
marchan como debieran, ni mucho menos como en otro tiempo se esperaba. En lo económico,
esos pueblos, que viven al día, dependen de las grandes naciones prestamistas, antes, de
Inglaterra, ahora, de los Estados Unidos. No son pueblos de inventores, ni de grandes
emprendedores. Sus investigadores son también escasos. Padecen, agravados, los males de
España. Lo atribuye Edwards Bello, a que están divididos en tantas nacionalidades. Lo que hizo
grande, a juicio suyo, a Bolívar y a Rubén Darío, fue haber podido ser, en un momento dado, el
soldado y el poeta de todo un Continente. El hecho es que los pueblos hispánicos viven al día,
sin ideal. ¿Y no dependerá la insuficiente solidaridad de los pueblos hispánicos de que han
dejado apagarse y deslucirse sus comunes valores históricos? ¿Y no será esa también la causa
de la falta de originalidad? Lo original, ¿no es lo originario?
Ahora está el espíritu de la Hispanidad medio disuelto, pero vivo. Se manifiesta de
cuando en cuando como sentimiento de solidaridad y aún de comunidad, pero carece de
órganos con que expresarse en actos. De otra parte, hay signos de intensificación. Empieza a
hacer la crítica de la crítica que contra él se hizo y a cultivar mejor la Historia. La Historia está

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llamada a transformar nuestros panoramas espirituales y nunca ha carecido de buenos
cultivadores en nuestros países. Lo que no tuvimos, salvo el caso único e incierto de Oliveira
Martins, fue hombres cuyas ideas supieran iluminar los hechos y darles su valor y su sentido.
Hasta ahora, por ejemplo, no se sabía, a pesar de los miles de libros que sobre ello se han
escrito, cómo se había producido la separación de los países americanos. Desde el punto de
vista español parecía una catástrofe tan inexplicable como las geológicas. Pero hace tiempo que
entró en la geología la tendencia a explicarse las transformaciones por causas permanentes,
siempre actuales. ¿Y por qué no han de haber separado de su historia a los países americanos
las mismas causas que han hecho lo mismo con una parte tan numerosa del pueblo español? Si
Castelar, en el más celebrado de sus discursos ha podido decir: «No hay nada más espantoso,
más abominable, que aquel gran imperio español que era un sudario que se extendía sobre el
planeta», y ello lo había aprendido D. Emilio de otros españoles, ¿por qué no han de ser estos
intrépidos fiscales los maestros comunes de españoles e hispanoamericanos? Si todavía hay
conferenciantes españoles que propalan por América paparruchas semejantes a las que creía
Castelar, ¿por qué no hemos de suponer que, ya en el siglo XVIII, nuestros propios
funcionarios, tocados de las pasiones de la Enciclopedia, empezaron a propagarlas? Pues bien,
así fue. De España salió la separación de América. La crisis de la Hispanidad se inició en
España.
***
Un libro todavía reciente, Los Navíos de la Ilustración, de D. Ramón de Basterra, empezó a
transformar el panorama cultural. Basterra se encontró en Venezuela con los papeles de la
Compañía Guipuzcoana de Navegación, fundada en 1728, y vio que los barcos del conde Peña
Florida y del marqués de Valmediano, de cuya propiedad fueron después partícipes las familias
próceres de Venezuela, como los Bolívar, los Toro, Ibarra, La Madrid y Ascanio, llevaban y
traían en sus camarotes y bodegas los libros de la Enciclopedia francesa y del siglo XVIII
español. Por eso atribuyó Basterra la independencia de América al hecho de haberse criado
Bolívar en las ideas de los Amigos del País de aquel tiempo. El error no consiste sino en
suponer que acaeció solamente en Venezuela lo que ocurría al mismo tiempo en toda la
América española y portuguesa, como consecuencia del cambio de ideas que el siglo XVIII
trajo a España. Al régimen patriarcal de la Casa de Austria, abandonado en lo económico, [13]
escrupuloso en lo espiritual, sucedió bruscamente un ideal nuevo de ilustración, de negocios, de
compañías por acciones, de carreteras, de explotación de los recursos naturales. Las Indias

98
dejaron de ser el escenario donde se realizaba un intento evangélico para convertirse en
codiciable patrimonio. Pero, ¿no ocurría lo propio en España?
Un erudito inglés, Mr. Cecil Jane, ha desarrollado recientemente la tesis de que la
separación de América se debe a la extrañeza que a los criollos produjeron las novedades
introducidas en el gobierno de aquellos países por los virreyes y gobernadores del siglo XVIII.
El hecho de que los propios monarcas españoles incitaran a Jorge Juan y a Ulloa a poner en
berlina todas las instituciones, así como los usos y costumbres, en sus Noticias Secretas de
América, destruyó, a juicio de Mr. Jane, el fundamento mismo de la lealtad americana: «Desde
ese momento ganó terreno la idea de disolver la unión con España, no porque fuese odiado el
Gobierno español, sino porque parecía que el Gobierno había dejado de ser español, en todo,
salvo el nombre.» Pero antes de Jorge Juan y Ulloa, antes de la Compañía Guipuzcoana de
Navegación, cuenta D. Carlos Bosque, el historiador español (muerto hace poco en Lima para
retardo de nuestras reivindicaciones), que el marqués de Castelldosrius fue nombrado virrey del
Perú por recomendación del propio Luis XIV, por haber sido uno aristócrata catalán que abrazó
contra el Archiduque la causa de Felipe V. Castelldosrius fue a Lima con la condición de
permitir a los franceses un tráfico clandestino contrario al tradicional régimen del virreinato. Al
morir Castelldosrius y verse sustituido por el Obispo de Quito, fue éste procesado por haber
suprimido el contrabando francés, que era perjudicial para el Perú y para el Rey. El proceso
culpa al obispo de haber prohibido pagar cuentas atrasadas del virrey. Es un dato que revela el
cambio acontecido. Los virreyes empiezan a ir a América para pagar deudas antiguas. Así se
pierde un mundo.
Todos los conocedores de la historia americana saben que el hecho central y decisivo
del siglo XVIII fue la expulsión de los jesuitas. Sin ella no habría surgido, por lo menos
entonces, el movimiento de la independencia. Lo reconoce, con lealtad característica, D.
Leopoldo Lugones, poco afecto a la retórica hispanófila. La avaricia del marqués de Pombal,
que quería explotar, en sociedad con los ingleses, los territorios de las misiones jesuíticas de la
orilla izquierda del río Uruguay, y el amor propio de la marquesa de Pompadour, que no podía
perdonar a los jesuítas que se negasen a reconocerla en la Corte una posición oficial, como
querida de Luis XV, fueron los instrumentos de que se sirvieron los jansenistas y los filósofos
para tratar de acabar con los jesuítas. El conde Aranda, enérgico, pero cerrado de mollera, les
sirvió en España sin darse cuenta clara de lo que estaba haciendo. «Hay que empezar por los
jesuitas como los más valientes», escribía D'Alembert a Chatolais. Y Voltaire a Helvecio, en
1761: «Destruidos los jesuítas, venceremos a la infame.» La «infame», para Voltaire, era la

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Iglesia. El hecho es que la expulsión de los jesuítas produjo en numerosas familias criollas un
horror a España, que al cabo de seis generaciones no se ha desvanecido todavía. Ello se
complicó con el intento del siglo XVIII de substituir los fundamentos de la aristocracia en
América. Por una de las más antiguas Leyes de Indias, fechada en Segovia el 3 de julio de
1533, se establecía que: «Por honrar las personas, hijos y descendientes legítimos de los que se
obligaren a hacer población (entiéndase tener casa en América)..., les hacemos hijosdalgos de
solar conocido...» Por eso, las informaciones americanas sobre noblezas prescindieron en los
siglos XVI y XVII, de los «abuelos de España», deteniéndose en cambio en referir con todo
lujo de detalles, como dice el genealogista Lafuente Machain, las aventuras pasadas en
América; y es que la aspiración, durante aquellos siglos, era tener sangre de Conquistador, y en
ellas se basaba la aristocracia americana. El siglo XVIII trajo la pretensión de que se fundara la
nobleza en los señoríos peninsulares, por medio de una distinción que estableció entre la
hidalguía y la nobleza, según la cual la hidalguía era un hecho natural e indeleble, obra de la
sangre, mientras la nobleza era de privilegio o nombramiento real. La aristocracia criolla se
sintió relegada a segundo término, hasta que con las luchas de la independencia surgió la
tercera nobleza de América, constituida por «los próceres», que fueron los caudillos de la
revolución.
Hubo también otros criollos que siguieron las lecciones de los españoles, y se
enamoraron de los ideales de la Enciclopedia, y su número fue creciendo tanto durante el curso
del siglo XIX, que un estadista uruguayo, D. Luis Alberto de Herrera, podía escribir en 1910,
que la América del Sur «vibra con las mismas pasiones de París, recogiendo idénticos sus
dolores, sus indagaciones y sus estallidos neurasténicos. Ninguna otra experiencia se acepta;
ningún otro testimonio de sabiduría cívica o de desinterés humano se coloca a su altura
excelsa». Ha de reconocerse que Francia tiene su parte de razón cuando recaba para sí la
primacía, como cabeza de la latinidad y principal protagonista de la revolución, diciendo a los
hijos de la América hispánica: «Vous n'êtes pas les fils de l'Espagne, vous êtes les fils de la
Révolution Francaise.» Bueno; ya no hay franceses, por lo menos entre los intelectuales
distinguidos, que se entusiasmen con su revolución. Lo que hacen los de ahora es buscar en la
música de la Marsellesa, que es himno sin Dios, entre los demás grandes himnos nacionales, la
misma letra con que le hablaban a Juana de Arco las voces de Domorémy. Y empieza a haber
no sólo españoles, sino americanos, que vislumbran que la herencia hispánica no es para
desdeñada.

100
Saturados de lecturas extranjeras, volvemos a mirar con ojos nuevos la obra de la
Hispanidad y apenas conseguimos abarcar su grandeza. Al descubrir las rutas marítimas de
Oriente y Occidente hizo la unidad física del mundo; al hacer prevalecer en Trento el dogma
que asegura a todos los hombres la posibilidad de salvación, y por tanto de progreso, constituyó
la unidad de medida necesaria para que pueda hablarse con fundamento de la unidad moral del
género humano. Por consiguiente, la Hispanidad creó la Historia Universal, y no hay obra en el
mundo, fuera del Cristianismo, comparable a la suya. A ratos nos parece que después de haber
servido nuestros pueblos un ideal absoluto, les será imposible contentarse con los ideales
relativos de riqueza, cultura, seguridad o placer con que otros se satisfacen. Y, sin embargo,
desechamos esta idea, porque un absolutismo que excluya de sus miras lo relativo y cotidiano,
será menos absoluto que el que logre incluirlos. El ideal territorial que sustituyó en los pueblos
hispánicos al católico tenía también, no sólo su necesidad, sino su justificación. Hay que hacer
responsables de la prosperidad de cada región territorial a los hombres que la habitan. Mas por
encima de la faena territorial se alza el espíritu de la Hispanidad. A veces es un gran poeta,
como Rubén, quien nos lo hace sentir. A veces es un extranjero eminente quien nos dice, como
Mr. Elihu Root, que: «Yo he tenido que aplicar en territorios de antiguo dominio español leyes
españolas y angloamericanas y he advertido lo irreductible de los términos de orientación de la
mentalidad jurídica de uno y otro país.» A veces es puramente la amenaza a la independencia
de un pueblo hispánico lo que suscita el dolor de los demás.
Entonces percibimos el espíritu de la Hispanidad como una luz de lo alto. Desunidos,
dispersos, nos damos cuenta de que la libertad no ha sido, ni puede ser, lazo de unión. Los
pueblos no se unen en libertad, sino en la comunidad. Nuestra comunidad no es geográfica,
sino espiritual. Es en el espíritu donde hallamos al mismo tiempo la comunidad y el ideal. Y es
la Historia quien nos lo descubre. En cierto sentido está sobre la Historia, porque es el
catolicismo. Y es verdad que ahora hay muchos semicultos que no pueden rezar el Padrenuestro
o el Ave María, pero si los intelectuales de Francia están volviendo a rezarlos, ¿que razón hay,
fuera de los descuidos de las apologéticas usuales, para que no los recen los de España? Hay
otra parte puramente histórica, que nos descubre las capacidades de los pueblos hispánicos
cuando el ideal los ilumina. Todo un sistema de doctrinas, de sentimientos, de leyes, de moral,
con el que fuimos grandes; todo un sistema que parecía sepultarse entre las cenizas del pretérito
y que ahora, en las ruinas del liberalismo, en el desprestigio de Rousseau, en el probado
utopismo de Marx, vuelve a alzarse ante nuestras miradas y nos hace decir que nuestro siglo
XVI, con todos sus descuidos, de reparación obligada, tenía razón y llevaba consigo el

101
porvenir. Y aunque es muy cierto que la Historia nos descubre dos Hispanidades diversas, que
Herriot días pasados ha querido distinguir, diciendo que era la una la del Greco, con su
misticismo, su ensoñación y su intelectualismo, y la otra de Goya, con su realismo y su afición
a la «canalla», y que pudieran llamarse también la España de Don Quijote y la de Sancho, la del
espíritu y la de la materia, la verdad es que las dos no son sino una, y toda la cuestión se reduce
a determinar quién debe gobernarla, si los suspiros o los eruptos. Aquí ha triunfado, por el
momento, Sancho; no me extrañará, sin embargo, que los pueblos de América acaben por
seguir a Don Quijote. En todo caso, hallarán unos y otros su esperanza en la Historia: «Ex
proeterito spes in futurum.»

102
La Hispanidad en crisis
Las dos Américas

André Siegfried, en su obra sobre Los Estados Unidos de hoy, ha pintado de un trazo los
esfuerzos de la gran República norteamericana durante la post-guerra definiéndolos como «la
reacción activa del elemento viejo-americano contra la insidiosa conquista del elemento de
sangre extranjera». El pueblo norteamericano se siente internamente en peligro y «procura su
salud buscando su fortaleza en las fuentes mismas de su vitalidad». Amenazado en lo físico,
porque las estadísticas le dicen que el antiguo elemento anglosajón no sólo disminuye
relativamente a otros, sino de un modo absoluto, por la gran proporción que no se casa, más un
13 por 100 de matrimonios estériles y un 18 que no tienen más que un hijo, hasta hace poco
tiempo podía consolarse con la esperanza de asimilar a sus ideas a las multitudes inmigrantes.
Esa esperanza se ha desvanecido. Los norteamericanos han llegado a la conclusión de que no
pueden inculcar su manera de ser sino entre los europeos nórdicos de religión protestante:
ingleses, escoceses, escandinavos, holandeses y alemanes. Y como los nórdicos católicos,
irlandeses o canadienses, los europeos mediterránicos, los españoles e hispanoamericanos, los
eslavos y los judíos se resisten a dejarse asimilar, los norteamericanos, con las nuevas leyes de
inmigración, les han cerrado el acceso a su país, a pesar de que, ya en los comienzos del siglo
XVI, el padre Vitoria consideraba atentatorio al derecho de gentes prohibir a los extranjeros
viajar por un territorio o habitarlo permanentemente.
El viejo-americano está contento consigo mismo. Se cree seguro del éxito, de la
victoria, de la libertad, de su sabiduría política, de su capacidad industrial. Se halla convencido
de que lo mejor que puede suceder a los pueblos inmigrantes es dejarse dirigir por el antiguo
elemento puritano de América. Por eso creyó antes que con un régimen de libertad y de
igualdad se los asimilaría sin esfuerzo. Pero puesto que no es así, hay que mantener a toda costa
«los derechos casi ilimitados del cuerpo social, en su defensa contra los elementos extranjeros o
los fermentos de disolución que amenazan su integridad». El norteamericano no quiere
mestizajes. Gracias a su política de desdén y exclusión respecto de los negros, se jacta de que
su patria no llegará a ser en lo futuro «un segundo Brasil». El ideal sería que prevaleciese
eternamente «el puritano de tradición inglesa, satisfecho y seguro de sus excelentes relaciones
con Dios». Con ello no dice M. Siegfried cosa nueva a los lectores informados, pero los
periódicos franceses, al ver en la guerra que el Ejército norteamericano prefirió establecer sus

103
bases en San Nazario y en Burdeos y no en los puertos del Canal de la Mancha, donde tenían
las suyas los ingleses, imaginaron que ingleses y norteamericanos se detestaban. M. Siegfried
hace bien en decirles que en los Estados Unidos hay una tradición no escrita, por cuya virtud
«la ascendencia angloescocesa es casi necesaria para ocupar los altos cargos»; lo aristocrático,
en la América del Norte, es lo de origen angloescocés, y la razón de que los Estados Unidos
entraran en la guerra «fue el mantenimiento de la hegemonía anglosajona, común a los ingleses
y norteamericanos», aunque M. Siegfried ha podido añadir que ingleses y norteamericanos se la
disputan entre sí desde hace más de un siglo.
Esta es la verdadera relación de los Estados Unidos e Inglaterra: rivalidad recíproca y
solidaridad profunda, en momentos de peligro, frente al resto del mundo. ¿Y no es ésta una
relación admirable y que debiera servir de ejemplo a los pueblos de Hispanoamérica y de
España? Sólo que éste es obviamente un modelo que no podemos imitar. Ni españoles ni
hispanoamericanos nos creemos superiores a los demás pueblos, ni nos lo creíamos jamás, ni
siquiera cuando teníamos la certidumbre de estar librando «las batallas de Dios», porque una
cosa es creer en la excelencia de nuestra causa y otra distinta envanecerse de la propia
excelencia. Nunca pensamos que Dios hubiera venido al mundo para nosotros solos, sino que
peleamos precisamente por la creencia, vieja como la Iglesia, pero olvidada, desconocida o
negada por las sectas, de que Dios quiso que todos los hombres fuesen salvos. Y aunque
también los españoles y todos los pueblos hispánicos supimos enorgullecernos de ser
campeones y defensores del Catolicismo, no por ello nos imaginamos nunca que éramos, «por
decirlo así», como escribe Menéndez y Pelayo en su estudio sobre Calderón: «el pueblo elegido
por Dios, llamado por El para ser brazo y espada suya, como lo fue el pueblo de los judíos»,
sino que preferimos pensar que éramos nosotros los que, de propia iniciativa, habíamos elegido
la defensa de la causa de Dios. En el primer caso, de habernos sentido ser pueblo elegido,
habría reinado entre los pueblos hispánicos la misma rivalidad y solidaridad que entre los
anglosajones: rivalidad por mostrar que era cada uno de nosotros el más elegido entre los
elegidos, y solidaridad frente al tumulto de los demás pueblos no favorecidos. Pero lo que
nosotros sentimos no fue la superioridad de seres escogidos, sino la de la causa que habíamos
abrazado y era lógico que al desengañarnos o resfriarnos o fatigarnos de la común empresa,
cada uno de nuestros pueblos se fuera por su lado.
Es posible que a ello haya contribuido la dispersión geográfica de los pueblos
hispánicos y que hubieran conservado mayor unidad espiritual, tanto entre sí como con la
metrópoli, de haber formado un todo contiguo, como el de los Estados Unidos, pero si las

104
condiciones geográficas pueden ser obstáculo para las relaciones económicas, no lo son para la
comunidad de la fe. Aquí hay que afirmar en absoluto la primacía de lo espiritual. El Imperio
hispánico se sostuvo más de dos siglos después de haber perdido Felipe II, en 1588, el dominio
del mar, que en lo material lo aseguraba, y se hubiera mantenido indefinidamente, aun después
de llegados a su mayoría de edad las naciones americanas y afirmado su independencia como
Estados, si se juzgaba conveniente, de haber conservado el ideal común que las unía entre sí y
con España. Porque la solidaridad racial que une a los ingleses, a sus colonos y a los
norteamericanos no se afirma sino en tiempos de bonanza, que justifican la creencia en la
propia superioridad. La solidaridad en el ideal resiste, en cambio, a la derrota, y por ello pudo
soportar, sin quebrantarse, el Imperio español las paces de Wesphalia y de los Pirineos, de
Lisboa y de Aquisgrán, y todas las otras que fueron señalando el declive de España en Europa.
En la guerra de Sucesión, durante los quince años primeros del siglo XVIII, se halló España
invadida por tropas extranjeras, sin que nadie, en América o en Filipinas, pensara en
sublevarse. Pero perdimos la unidad de la fe en el curso del siglo enciclopédico. Los mismos
funcionarios españoles lo pregonaron en los países hispanoamericanos, con lo que se la
hicieron perder a ellos. Y entonces, a la primera crisis grave, cada uno de nuestros pueblos se
fue por su camino: unos a buscar inmigrantes que los europeizaran; otros, a seguir a los
caudillos que les salieron de entre las patas de los caballos, según la frase de Vallenilla Lanz;
otros, a soñar con la teocracia; otros, a imaginarse la restauración de los incas o de los aztecas.
Y aún estamos en ello.
El desorientado siglo XIX
Lo peor no fue, sin embargo, que cada pueblo hispano-americano se fuera por su lado, sino que,
apenas se sintieron independientes, se dieran a pelear consigo mismos, con tanta falta de
sentido que, a las décadas de confusión y lucha, no se encontraba otra salida que otras décadas
de dictadura y de silencio; y como esta alternativa de tiranía y caos parece ser fatal a los
pueblos hispánicos, los escritores políticos de la América española no han cesado de
preguntarse durante un siglo si no tiene la culpa de todo ello la herencia española o la sangre
india.
Es evidente, en efecto, que los pueblos de Hispano-América no han sabido ajustar su
vida a los patrones de Montesquieu o de Rousseau. Pero en vez de preguntarse si hay algún
pueblo que lo haya conseguido y si la misma Francia debe tanto su estructura política a la
revolución del siglo XVIII como a su Monarquía milenaria, numerosos publicistas
hispanoamericanos han preferido cortarse las venas de su sangre española y olvidarse para la

105
formación de su cultura hasta de que ha existido España. Excusado es decir que el ejemplo de
nuestras guerras civiles del pasado siglo y la perplejidad e incertidumbre de nuestros Gobiernos
ante los grandes problemas del mundo, no hacían sino echar leña al fuego del antiespañolismo.
Y aunque en los últimos treinta años ha habido pensadores que, como el uruguayo Herrera o el
argentino Arrayagaray, han visto claro que el culto de la revolución francesa ha sido funesto
para sus compatriotas, todavía se mantiene en América la tradición antiespañola –las
Universidades suelen alimentar este fuego profano– y se sigue pensando, aunque no ya por los
mejores, que civilizar es desespañolizar y que la culpa de que no se viva más a menudo con
arreglo a derecho, la tienen los españoles o los indios, o entrambos combinados.
La historia, en cambio, nos dice que en América se vivió, durante siglos, en paz y en
gracia de Dios, los mismos siglos que en España, con la diferencia de que América progresaba
todo el tiempo y tan de prisa, que sus pueblos se hacían grandes y mayores, quizás antes de su
hora, mientras que a la Metrópoli no la dejaban levantar cabeza las vicisitudes de la política
europea. La razón de aquella prosperidad es que los pueblos hispánicos estaban unidos por un
ideal común universalmente acatado, como era la empresa de civilización católica que estaban
realizando con las razas indígenas, y que vivían bajo una autoridad también común y por todos
respetada, como era el rey de España. Estas fueron las dos condiciones de la prosperidad de los
pueblos hispánicos: el ideal y la autoridad comunes, y la más importante de las dos fue el ideal.
Ello se pudo ver en los quince años de la guerra de Sucesión. Faltó el Rey, pero los americanos
y los filipinos dejaron que los españoles decidieran si había de ser Carlos de Austria o Felipe de
Borbón, y siguieron obedeciendo a la idea platónica de un Rey inexistente, en cuyo nombre
gobernaban los virreyes y hacían justicia las audiencias. En 1810, en cambio, no sólo faltó el
rey, sino la unidad del ideal, y los pueblos de América creyeron llegada la hora de hacer cada
hombre lo que le viniera en ganas. Los mismos llaneros venezolanos que primero pelearon con
Boves por el rey de España y contra Bolívar, se batieron después con el mismo ardimiento por
la independencia americana a las órdenes de Páez.
Y es que la unidad del ideal se había roto. Los indios se echaron a dormir y los criollos
se dijeron: «Si no hay Dios, todo es en vano. ¿Qué queda entonces? Caprichos de poder o
caprichos de placer, y lo esencial no es tanto el objeto del capricho como satisfacerlo en el
instante.» De ahí la preferencia de la política sobre el trabajo, y de la revolución sobre la
propaganda. Los varones graves protestaban. Sarmiento y Alberdi hubieran querido que los
argentinos fuesen belgas o daneses. Alberdi pedía que se poblase artificialmente la Argentina
de europeos del Norte, porque la inmigración del Sur: españoles, italianos, eslavos, etcétera, le

106
parecía incapaz de educarse «en la libertad, en la paz y en la industria». Pero flamencos y
escandinavos son pacíficos mientras viven en sus tierras estrechas, donde la subsistencia de sus
poblaciones excesivas tienen por base el orden. Los holandeses trasplantados al África del Sur
tienen muy poco de pacíficos, y los pueblos de Australia y Nueva Zelanda no son, en conjunto,
superiores a los de Chile y la Argentina. Los varones graves de la América hispana se
desesperaban al advertir que sus países no sentían los ideales de riqueza, cultura e higiene con
la misma reverencia que la religión en otros tiempos. Pero sus pueblos, al oírles, se
preguntaban: ¿Para qué?
Al morir Simón Bolívar, exclamó: «¡Los tres más grandes majaderos de la Historia
hemos sido Jesucristo, Don Quijote... y yo!» Y comenta finamente Teófilo Ortega que ello
demuestra que Bolívar había conseguido sus fines: «Nadie pensaba que lo que perseguía
era eso. Esto no era aquello. Y aquello no llegará jamás.» Bolívar se encontró con el desengaño
inevitable a todo el que quiere lo relativo con el amor que se debe a lo absoluto. Ya lo dijo un
francés: «¡Era tan hermosa la República en tiempos del Imperio!» Hace cuarenta años tropecé
yo con un cubano a quien se le subían de pura admiración las lágrimas a los ojos cuando
hablaba de los hoteles de Nueva York y de sus ascensores, y de cómo oprimiendo un botón
entraba en el cuarto una criada con un vaso de agua helada y cómo tocando otro botón salía por
un grifo el agua hirviendo. Y desde Madrid hemos presenciado todo un cuarto de siglo el
espectáculo de un hispanoamericano de gran talento y que no creía en nada, como Gómez
Carrillo, pero que diariamente doblaba la rodilla ante los placeres, las perversidades y «El alma
encantadora de París». En todo el siglo XIX y en el comienzo del XX, menudearon en la
Hispanidad las almas que se enamoraban de minucias, con amor digno de mejor causa, los
pueblos enteros se tendían en la tierra por falta de ideal y los próceres se enfurecían con sus
pueblos y les lanzaban venablos y centellas por no entusiasmarse con sus ideales de escuela y
de despensa.
Sólo que su postrera exclamación demuestra que Bolívar, hombre de más corazón que
entendimiento, no se dio cuenta clara de que Don Quijote no es un personaje de la Historia, ni
de que Jesucristo no sintió, ni en la cruz, el desengaño de su ideal. Ello lo explicó San Pablo
cuando decía de la caridad que es paciente y benigna, no envidiosa, ni ligera, ni soberbia, ni
ambiciosa, ni aprovechada, ni mal pensada, ni iracunda: «Todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo
lo espera, todo lo soporta.» El espíritu inflamado por genuinos ideales absolutos no se
desencanta por que los otros hombres no sean santos. Sabe que está en el mundo para poner a
los demás hombres en el camino de su santificación, que es también el de su deificación, y sabe

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igualmente que para esta empresa infinita tendrá que echar mano de todos los instrumentos
aprovechables: la escuela y la despensa, los caminos, la higiene y la cultura. Todo lo relativo se
ordenará en la dirección de lo absoluto, todos los medios hallarán su justificación en función de
los fines. Pero si falta lo absoluto, lo relativo pierde su valor. Y para los pueblos que han
conocido los ideales supremos escribió Dostoiewsky su dilema: «O el valor absoluto o la nada
absoluta», que es la razón de que los próceres de América no debieran avergonzarse de sus
indios, por haber preferido la ociosidad y la miseria a la tentación de los salarios elevados,
desde el día funesto en que dejaron de oír aquella voz del Evangelio que los estaba levantando,
no sólo en lo moral, sino también en lo económico.
Pero de estas incertidumbres hispanoamericanas del siglo XIX tiene la culpa el
escepticismo español del siglo XVIII.

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El valor de la Hispanidad
Libertad, igualdad, fraternidad

Ganivet nos dice que el «eje diamantino» de la vida española es un principio senequista:
«Mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de tí que eres un
hombre.» He leído algunos libros de Séneca, en busca del pasaje de donde pudo sacar esa
enseñanza. No lo he encontrado. Hasta se me figura que no podrá encontrarse, porque lo que
viene a decir Séneca es algo que se le parece a primera vista, pero que en el fondo es muy
distinto, y es que el sabio, el cuerdo, el prudente, el filósofo estoico se conduce de tal suerte,
sean cuales fueren las circunstancias, que se tiene que decir de él que es todo un hombre. Se
sobrentiende en Séneca, pero no en Ganivet, que los demás hombres, los que no son sabios, se
dejan, en cambio, llevar de sus pasiones o de las circunstancias.
Para los estoicos, en efecto, había dos clases de hombres: los sabios y el vulgo. Los
sabios se conducen como deben; los otros, en rigor, no se conducen, sino que son conducidos
por los sucesos. Y esta distinción explica la esterilidad del estoicismo. Los estoicos creían que
todos los hombres son hermanos, como hijos del mismo Dios, y se proclamaban ciudadanos del
mundo, pero esta ciudadanía y la conciencia de la paternidad de Dios era patrimonio exclusivo
de una aristocracia espiritual, aunque a ella perteneciera un esclavo, como Epicteto, y esta fue
la razón de que no se lanzaran a la predicación para que el común de los hombres se alzase del
polvo. Cleanthes pidió a Zeus, en su himno, que salvase a los hombres de su desgraciado
egoísmo. Y es que, a juicio de los estoicos, sólo Zeus lo puede hacer, si esa es su voluntad. La
idea de que ellos mismos lo hagan no es estoica, sino católica. Ganivet no la saca de Séneca,
sino del catecismo. El autor del Idearium español ha atribuido a los estoicos una idea que ha
recibido, sin darse cuenta de ello, de su mundo familiar y local, trabajado secularmente por las
doctrinas de la Iglesia.
Es un hecho, sin embargo, que los pueblos hispánicos tienen un sentido del hombre
común a los espíritus creyentes y a los incrédulos. Más aún. Anteriormente hemos reconocido
que los incrédulos suelen ser más hostiles que los católicos al espíritu racista de los países
protestantes. Los expedientes de limpieza de sangre, por cuya virtud no se habilitaba en
pasados siglos, para ciertas dignidades y cargos, sino a los que podían demostrar que no
descendían de moros o judíos, parecen indicar un sentido racista no muy diferente del que tan
fácilmente prevalece en los pueblos del Norte. Sólo teniendo en cuenta el espíritu misionero de

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la Monarquía española y la relativa facilidad y frecuencia con que los judíos conversos llegaban
en España a ocupar sedes episcopales, se advertirá que la exigencia de la limpieza de sangre no
procedía del orgullo de raza, sino del deseo de asegurar en lo posible la fidelidad del servicio
mediante la pureza de la fe, en vista del gran número de conversos insinceros que había. Un
pueblo que libraba, como la España de los siglos XVI y XVII, tan general batalla contra la
infidelidad y la herejía, necesitaba asegurarse la sincera adhesión de sus agentes. Era natural, de
otra parte, que los españoles se envanecieran de su obra imperial y universal. De esta vanidad y
de la desconfianza respecto de la buena fe de los conversos surgió el lamentable menosprecio
de los «cristianos nuevos», lamentable por ser injusto, en muchos casos, pero sobre todo,
porque contradecía el propósito misionero de nuestra historia, ya que no parece muy
congruente que un pueblo se consagre a convertir infieles, empujado por un convencimiento
previo de igualdad potencial de hombres y razas, si luego ha de colocar a los conversos en
situación de inferioridad respecto de los «cristianos viejos». Lo que puede decirse en
atenuación de este yerro es: Primero, que todas las aristocracias del mundo hacen pasar antesala
a las clases sociales que desean incorporarse a ellas; segundo, que la España católica venía a
constituir una especie de gran aristocracia respecto de los judíos y moriscos; tercero, que los
hombres no tienen el don de leer en los corazones para poder distinguir a los conversos sinceros
de los insinceros; cuarto, que había necesidad de distinguirlos; quinto, que no hay ley
concebida para provecho general que no resulte injusta en algunos casos; y sexto, que el mero
hecho de que los expedientes de limpieza de sangre contradijeran, en cierto aspecto, el
fundamental propósito misionero de España, no ha de hacernos olvidar este propósito, ni la
especial repugnancia que los españoles han sentido siempre contra cualquier intento de vincular
la Divina gracia en estirpes o progenies determinadas.
Los españoles no creyentes, por lo menos desde la conversión de los godos arrianos, se
han manifestado siempre opuestos a la aceptación de supremacías raciales. En algunos de ellos
no tiene nada de extraño, porque son «resentidos», hostiles a toda nuestra civilización, cuyos
instintos les empujan a combatir a sangre y fuego nuestras aristocracias naturales y de sangre,
no por espíritu igualitario y de justicia, sino sencillamente porque las jerarquías son el baluarte
de las sociedades. Pero hay otros incrédulos, y éstos son los interesantes, que no han perdido
con la fe la esperanza y el anhelo de que se haga justicia a todos los hombres, de que se les
infunda la confianza en sí mismos, de que se les coloque en condiciones de poder desarrollar
sus aptitudes, de que se les proteja contra cualquier intento de explotación o de opresión. De los
espíritus que así sienten puede decirse que su concepto del hombre es idéntico al de los

110
creyentes y al tradicional de España. Ello es gran fortuna, en medio de todo. Certeramente ha
dicho el Sr. Sáinz Rodríguez que la división de nuestras clases educadas es la razón permanente
de nuestras desdichas. En los Evangelios puede leerse que: «Todo reino dividido consigo
mismo será asolado» (Lucas, II, 17). Las desmembraciones e invasiones y guerras civiles que
hemos padecido, desde que surgió en el siglo XVIII la división de nuestras clases educadas en
creyentes y racionalistas, atestiguan el rigor de la sentencia. Pero creo más fácil restablecer la
unidad espiritual entre los creyentes españoles y los descreídos que entre los católicos y los
protestantes de otros pueblos. El que siga creyendo en la capacidad de los demás hombres para
enmendarse, mejorar y perfeccionarse y en su propio deber de persuadirles a que lo hagan, de
no estorbarles en la realización de ese fin y de organizar la sociedad de tal manera que les
estimule a ello, conserva, a mi juicio, más esencias de la fe verdadera que aquella pastora
evangélica, Sharon Falconer, de la novela de Sinclair Lewis Elmer Gantry, que marchaba con
la cruz en la mano por entre las llamas de su tabernáculo incendiado, en la seguridad de que el
fuego no podía alcanzarla, porque ella, en su insano orgullo, símbolo del protestantismo y del
libre examen, se creía por encima del bien y del mal y de la muerte. A poco que nuestros
incrédulos de buena voluntad mediten sobre el origen de su espíritu de justicia y de humanidad,
advertirán que sus principios proceden de los nuestros. A los otros descreídos, a los que no
manejan los conceptos de libertad y de justicia sino con fines subversivos, sería inocente tratar
de convencerles, pero a los que de buena fe se proponen con ellos dignificar y levantar al
hombre, y se imaginan que la religión es un estorbo para sus ideales, no es imposible hacerles
ver que su credo es de origen religioso, que sin la religión no puede mantenerse, y que sólo por
la inspiración religiosa podrá realizarse.
En el «eje diamantino», de Ganivet, en el sentido del hombre de los pueblos hispánicos,
podemos encontrar igualmente cuanto hay en los principios de libertad, igualdad y fraternidad,
que no se contradiga mutuamente y pueda servirnos de norma y de ideal. Para que un hombre
se conduzca de tal modo que siempre se pueda decir de él que se ha portado como un hombre,
será indispensable que sea libre, lo que implica desde luego su libertad moral o metafísica.
Pero, además, será preciso que no se le estorbe la acción exteriormente, lo que supone la
libertad política, por lo menos la libertad de hacer el bien. Para ello, habrá que construir la
sociedad de tal manera que no impida a los hombres la práctica del bien. El respeto a la libertad
metafísica nos llevará a un sistema político, en que la autoridad pueda (y acaso deba) coartar la
libertad del hombre para el mal, pero no deberá impedirle que haga el bien, porque esto es lo
que quiere Ganivet cuando prescribe que el hombre debe portarse como un hombre, pues si

111
portarse como un hombre no quisiera decir portarse bien, no nos estaría diciendo cosa alguna,
ya que es sabido que los hombres se conducen como hombres y los burros como burros, &c.
Pero en esta capacidad metafísica de que el hombre haga el bien libremente y en este deber
político de respetarle esta capacidad, todos los hombres son iguales y deben ser iguales, de lo
que se deduce el principio de igualdad, en cuanto practicable y efectivo, así como el de
fraternidad se deriva del hecho de que todos los hombres se hermanan en la capacidad de hacer
el bien y en el ideal de una sociedad en que la práctica del bien a todos los enlace y los
hermane.
Estos principios de libertad, igualdad, fraternidad, son los que proclamó la revolución
francesa y aún sigue proclamando la revolución, en general. Francia los ha esculpido en sus
edificios públicos. Es extraño que la revolución española no los haya reivindicado para sí. ¿Los
habrá sentido incompatibles con su propio espíritu? ¿Sospechará vagamente que, en cuanto
realizables y legítimos, son principios cristianos y católicos?
***
Mantenemos nosotros la libertad, porque el hombre está constituido de tal modo que,
por grandes que sean sus pecados, le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y
salvarse. También puede seguir pecando hasta perderse, pero lo que se dice con ello es que la
libertad es intrínseca a su ser y a su bondad. No será bueno sino cuando libremente obre o desee
el bien. Y por esta libertad metafísica, que le es inherente, le debemos respeto. Al extraviado
podremos indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos podrá cerciorarse de que es
el bueno; al hijo pródigo le abriremos las puertas de la casa paterna, pero él será quien por su
propio pie regrese a ella; al equivocado le señalaremos el error, pero el anhelo de la verdad
tendrá que surgir de su propia alma. Esto por lo que atañe a la libertad moral. La libertad
externa o política procede del reconocimiento común de esta libertad íntima o moral. Como el
hombre no puede hacer el bien si no actúa libremente, debemos respetar su libertad en todo lo
posible. Si tuviéramos que confrontarnos con el hombre natural, tal como salió de las manos del
Creador, el gobernante no necesitaría más que explicarle sus deberes. Pero como, según San
Anselmo, la persona corrompió la naturaleza, y después la naturaleza corrompida corrompió la
persona, por lo que nosotros y cuantos nos rodean somos hombres caídos y débiles, tenemos
que organizar las sociedades de tal modo que se precavan contra las pasiones y maldades de los
hombres, al mismo tiempo que los induzcan a obrar bien. El problema es, en parte, insoluble,
porque con hombres malos no podemos construir sociedades tan excelentes que premien
siempre la virtud y castiguen el vicio. Pero es un hecho, que todas las sociedades, por instinto

112
de conservación, tienen que estimular a los individuos a que las sirvan y disuadirles de que las
dañen y traicionen, y, de otra parte, también es un hecho que nuestra religión infunde a los
hombres y a las colectividades un espíritu generoso de servicio universal, en el que acaban de
limpiarse los humanos del pecado de origen. Este es el sentido de la libertad cristiana. Pero
¿hay alguna idea moderna de libertad que no se funde en el espíritu cristiano?
Bertrand Russell pasa en Inglaterra por ser «el filósofo del liberalismo». A principio de
siglo escribió un ensayo: «La adoración de un hombre libre», que terminaba con un párrafo que
causó sensación:
«Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y seguro cae despiadada y
tenebrosamente sobre él y su raza. Ciega al bien y al mal, implacablemente destructora, la
materia todopoderosa rueda por su camino inexorable. Al hombre, condenado hoy a perder los
seres que más ama, mañana a cruzar el portal de las sombras, no le queda sino acariciar, antes
que el golpe caiga, los pensamientos elevados que ennoblecen su efímero día; desdeñando los
cobardes terrores del esclavo del destino, adorar en el santuario que sus propias manos han
construido; sin asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de la arbitraria tiranía
que rige su vida externa; desafiando orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran por algún
tiempo su saber y su condenación, sostener por sí solo, Atlas cansado e inflexible, el mundo
que sus propios ideales han moldeado, a despecho de la marcha pisoteadora del poder
inconsciente.»
Dos generaciones de intelectuales ingleses de la izquierda se han aprendido de memoria
este párrafo. A despecho de ello me atreveré a decir que ningún espíritu medianamente
filosófico podrá ver en el más que retórica altisonante y cuidadosa, pero huera y contradictoria.
Porque es mucha verdad que el pensamiento del hombre, como dice en otro párrafo, es libre,
«para examinar, criticar, saber y crear imaginariamente», mientras que sus actos exteriores, una
vez ejecutados, entran en la rueda fatal de las causas y efectos. Que el hombre pueda criticar al
mundo sólo prueba que, en cierto modo, se halla fuera y encima de él, lo que no significa, en
buena lógica, sino que hay algo en el hombre que procede de algún poder consciente superior al
mundo. Pero decir que el mundo es malo, porque es poder, y que hay que desecharlo con toda
nuestra alma, y que el hombre es bueno, porque lo rechaza, y que su deber es conducirse como
Prometeo y desafiar heroica y obstinadamente al mundo hostil, aunque por otra parte, tenga uno
que resignarse a su tiranía inexorable, y que este credo de rebelión impotente haya parecido
durante treinta años la base de una filosofía y una política, es tan incomprensible como el aserto
de que la libertad del hombre no es sino el resultado de «la colocación accidental de los

113
átomos». Es absurdo decirnos que la libertad surge de la fatalidad y del azar, como es
igualmente contradictorio hacer salir nuestra conciencia de la inocencia de la naturaleza. Hay
gentes para todo. Por los años en que Mr. Bertrand Russell escribía su parrafito se suicidó el
poeta John Davison, persuadido de que, después de haber producido la danza de los átomos la
conciencia del hombre y de su propia poesía, que era la conciencia de la conciencia, no le
quedaba al universo más etapa que la de volver a la inconsciencia. Por eso se mató. Sólo que
así como los cielos declaran la gloria de Dios y la faz de la tierra, transformada por la mano del
hombre en tan inmensas extensiones, es prueba cierta de que ni siquiera para la acción externa
necesita someterse el género humano a la fatalidad, porque la subyuga y domestica con su
chispa divina.
En esa chispa, y no en ninguna clase de determinismos, está el origen de la libertad
moral del hombre. Los incrédulos no aciertan a fundarla. Tampoco la libertad política. Stuart
Mill mantenía el liberalismo para que pudieran producirse toda clase de caracteres en el mundo,
y, sobre todo, para que la verdad tenga siempre ocasión de prevalecer sobre la falsedad, y no
meramente contra la intolerancia de las autoridades, sino también contra la presión social,
porque en Inglaterra, decía: «aunque el yugo de la ley es más ligero, el de la opinión es tal vez
más pesado que en otros países de Europa.» Revolviéndose sobre toda clase de «boycots»,
escribió Stuart Mill su célebre sentencia: «Si toda la humanidad menos uno fuese de la misma
opinión, y sólo una persona de la contraria, la humanidad no tendría más derecho a silenciar a
esa persona, que esa persona, si pudiera, a silenciar a la humanidad.» Stuart Mill pensaba todo
el tiempo en los casos de Sócrates y Jesucristo, como si hubiera un Cristo o un Sócrates a la
vuelta de cada esquina, a quienes el obscurantismo de los Gobiernos o de la sociedad no
permiten difundir su idea salvadora, pero el verdadero problema lo constituía, ya entonces,
aquella fórmula que consignó poco después Netchaieff en su Catecismo del
Revolucionario, cuando decía: «Contra los cuerpos, la violencia; contra las almas, la mentira.»
No es muy probable que la intolerancia logre silenciar a un Cristo o a un Sócrates. El daño que
han de afrontar las sociedades modernas es la difusión de la mentira, de la calumnia, de la
difamación, de la pornografía, de la inmoralidad de toda índole, por agitadores y fanáticos,
pervertidos y ambiciosos que se escudan en Sócrates y en Cristo y en Stuart Mill y en todos los
mártires de la intolerancia y abogados de la libertad para pregonar sus falsedades, como los
malos artistas de estos años se amparan en la incomprensión de que en su día fueron víctimas
Eduardo Manet y Ricardo Wagner para proclamar que sus esperpentos están por encima de las
entendederas de las gentes. Vivimos bajo el régimen de la mentira. Las naciones se calumnian

114
impunemente las unas a las otras, lo que las hace vivir en permanente guerra moral, pero no se
creará, para remediarlo, un Tribunal Internacional de la Verdad, mientras no se reconozca que,
en materia de información y crítica, hay cánones objetivos de la verdad y de los engaños, de lo
lícito y de lo intolerable. En la vida interna se permite prosperar a una prensa que, en el caso
mejor, no hace justicia más que a los extraños o a los enemigos, pero que se dedica a elevar a
sus amigos o correligionarios, lo que por lo menos supone la desfiguración de las escalas de
valores. No cabe, de otra parte, verdadera competencia entre las falsedades agradables, que
halagan las pasiones populares, y las verdades desagradables, que en vano tratarán de
combatirlas. Sobre este tema se pudieran escribir muchos capítulos, pero baste afirmar que la
libertad del pensamiento tiene que conducir al triunfo de la falsedad y de la mentira.
También se defiende la libertad política con el argumento de que fomenta la diversidad
de los caracteres y contribuye, por lo tanto, a su fortalecimiento. Era la tesis de Stuart Mill, al
final de su ensayo De la libertad. Es la de Bertrand Russell, con su «Principio del
Crecimiento». Dice Russell que los impulsos y deseos de hombres y mujeres, como tengan
alguna importancia, proceden de un principio central de crecimiento, que los guía en una cierta
dirección, como los árboles buscan la luz. Cada hombre tiende instintivamente a lo que le
conviene mejor. Y hay que dejarle en libertad para ello, porque, en general, los impulsos y
deseos dañinos proceden de haberse impedido el crecimiento normal de los hombres. De ahí,
por ejemplo, la proverbial malignidad de los jorobados y de los impedidos. Los deseos no son
sino impulsos contenidos. «Cuando no es satisfecho un impulso en el momento mismo de
surgir, nace el deseo de las consecuencias esperadas de la satisfacción del impulso.» La vida ha
de regirse principalmente por impulsos. Si se gobierna por deseos se agota y cansa al hombre,
haciéndole indiferente a los mismos propósitos que había tratado de realizar. Pero los impulsos
que se debe fomentar son los que tienden a dar vida y a producir arte y ciencia, es decir, a la
creatividad en general.
Esta es la teoría. Mr. Russell no añade que se debe restringir, en cambio, los impulsos
de envidia, destrucción, suicidio, etcétera, porque así refutaría su propia doctrina. Mr. Russell
se contenta con decir que estos impulsos no proceden del principio central de crecimiento. No
lo prueba. No puede probarlo. Un árbol extiende sus raíces a la tierra de otro árbol y se apropia
sus savias. No puede demostrarse que los impulsos dañinos sean menos «centrales» que los
benéficos. Tampoco que sea perjudicial la contención de los impulsos. Hay razas humanas
desvitalizadas precisamente porque se entregan sin reserva a la satisfacción de sus impulsos
sexuales. La doctrina de Russell no es sino tentativa de justificar científicamente la afirmación

115
romántica de que el hombre es naturalmente bueno y está libre del pecado original. Pero el
romanticismo tiene ya dos siglos de experiencia histórica. Hasta se ha ensayado en países
nuevos, donde no coartaban su desarrollo los recuerdos y las tradiciones de la civilización
cristiana, fundada precisamente en el dogma del pecado original.
Las miradas del mundo, por ejemplo, están vueltas, en estos años, a los Estados Unidos
de América. Nueva York es la ciudad fascinadora. Es verdad que los Estados Unidos fueron un
tiempo puritanos y que sus costumbres, ya que no sus leyes, obligaban a sus ciudadanos a
pertenecer a una confesión religiosa determinada. Pero el puritanismo ya pasó, por lo menos en
las grandes ciudades; los neoyorquinos no están obligados a profesar religión alguna. Muchos
no profesan ninguna. Son libres. La extensión del territorio les hace más libres de lo que los
europeos pueden serlo en nuestros estrechos hogares nacionales. Y el resultado de todo ello es
un índice de criminalidad el más alto del mundo, la disolución de la vida de familia y tan
tremenda crisis económica y política que su militar de más prestigio, el general Pershing, ha
podido proclamar recientemente, en medio de la atónita atención de las gentes, que los Estados
Unidos no pueden encontrar su salvación más que en un régimen fascista y dictatorial, que
restablezca la disciplina social con mano dura.
Sólo que ya no es necesaria apelar a las autoridades extranjeras. Ello lo dijo mejor que
nadie en el Congreso, el 4 de enero de 1849, en plena revolución europea, nuestro Donoso:
«Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la
religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está
subido el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo, el
termómetro político, la represión política, la tiranía, está alta. Esta es una ley de la humanidad,
una ley de la historia.»
A la historia apeló Donoso Cortés para evidenciar la exactitud de su parábola. No era,
sin embargo, necesario. En el pecho de cada hombre está escrito que la práctica del bien exige
libertad, pero la del mal, cárceles y grilletes.

116
Enrique de Mesa Rosales
(1878-1929)
En la capital de España se licenció en leyes, pero no ejerció. Trabajó como oficial de
instrucción pública. En 1903 ganó un premio literario ofrecido por el periódico El Liberal de
Madrid y desde entonces se dedicó a las letras. Fue crítico teatral de El Imparcial. En su obra
se encuentran muchos ecos de don Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, de
Juan Ruiz y de la lírica cancioneril del Prerrenacimiento, de la que fue un devoto lector.

Su producción literaria más temprana aparece en 1905, El retrato de Don Quijote, ensayo
de crítica teatral, actividad a la que dedicó su última época. A partir de 1916 dio
conferencias desde la cátedra del Ateneo de Madrid. Se dedicó igualmente a estudios de
investigación histórico-poética, en un amplio y documentado ensayo sobre la poesía y los
poetas en la corte de don Juan II. En 1906 se dio a conocer con su poema Tierra y alma,
una serie corta de impresiones de la sierra del Guadarrama. En 1911 publica el Cancionero
castellano. En 1916 logra el Premio Fastenrath, de la Academia Española con Silencio de la
Cartuja, fruto de sus retiros esporádicos en la celda del archivero de la excartuja de El
Paular. Su último libro poético apareció en los primeros meses de 1929, poco antes de su
prematura muerte: La posada y el camino. En él, Mesa alcanza su plena madurez poética.
Federico de Onís lo clasifica entre los noventayochistas por su visión de Castilla y por
algunas coincidencias formales con Antonio Machado y Miguel de Unamuno. Formó parte
de la Liga de Educación Política auspiciada por José Ortega y Gasset. Sus obras en prosa
responden más a la estética modernista: Tragicomedia (1910), Flor pagana (1905).

117
EL RETRATO DE DON QUIJOTE

SEÑORAS Y SEÑORES:

Hasta la fecha, ningún artista acertara con la expresión del Ingenioso hidalgo. Maestros del
pincel y del lápiz estrelláronse ante la figura de Don Quijote. Ateniéndose á las palabras de
Cervantes, todos le representaron como hombre de complexión recia, seco de carnes y
enjuto de rostro; pero nadie supo infundirle el espíritu caballeresco y noble, que en
generoso desvarío sembrara el bien y distribuyera la justicia por las llanuras manchegas.
Pintáronle unos en el alborear de su gentil locura. En el silencio de la casa aldeana, el buen
Quijano dase á leer los libros de caballerías. Palmerines y Belianises, con sus quiméricas
aventuras, tejen la red de ensueño que ha de aprisionar el juicio del hidalgo razonador y
prudente. Por la ventana de cuarterones penetra, en raudales de luz deslumbradora, el sol de
la Mancha. Con moho de olvido y herrumbre de abandono, en un rincón yacen las viejas
armas -el espaldar y el peto, el lanzón, la espada.- Aún Sancho cultiva su pegujal y el rocín
manso se emplea en los humildes menesteres de la vida labriega.
Dibujáronle otros en los más peligrosos empeños de sus andanzas locas.
Ante los cabreros, que atónitos le escuchan, Don Quijote rememora aquellos dorados siglos
en que no había tuyo ni mío, mientras que Panza embaula tasajo y da tientos al zaque. Un
ventero, maleante y picaro, le administra la pescozada y el espaldarazo; una moza del
partido le calza la espuela, otra le ciñe la espada.
Las aspas de un molino -desaforado gigante- le derriban maltrecho. Y al vencedor
de caballeros, mozos de muía le dejan sobre el campo molido como cibera.
Don Quijote convierte en teatro de su locura la desolada y triste meseta castellana.
Abre la jaula de los leones, espera á pie firme, y los leones no salen, admirados tal vez de la
inconcebible braveza de aquel hidalgo de figura tristísima, de mal semblante y de peores
armas; ejerce la justicia y libra del peso de la cadena á los galeotes. Es á ratos legislador
admirable; á veces, filósofo profundo; poeta, siempre.
Casto en sus amores, una sola mujer ilumina su espíritu, como estrella que le marca el
rumbo en el peligroso mar de sus aventuras; en la pelea duro, no debilita la molicie su
cuerpo, ni con el miedo blandea su alma. Loco sublime, que en amparar y proteger á quien

118
creía falto de fuerzas, menesteroso y desvalido, emplea el incansable empuje de su
brazo.
Y por respeto á su valor, por miedo de su lanza, acaso por compasión de su triste
estado de locura, nadie se atreve á cruzarse en su camino ni á estorbar sus empresas.
Un descalabro, padecido por debilidad de su caballo, que no por flaqueza de su
aliento, le recluye en la aldea manchega, en el nativo solar. Sintiendo la nostalgia de
las armas brota la tristeza; medita, acaso para alivio de ella, hacerse pastor; con el
desfallecimiento la pesadumbre crece y recobra la razón para morir.
Y entonces, cercana la hora de la muerte, cuando el so- carrón bachiller
intenta en vano reanimar el abatido espíritu-del hidalgo cuerdo, trayéndole á la
memoria remembranzas de las aventuras del hidalgo loco, el buen Quijano, el
vencido Don Quijote, pronuncia sus palabras de más intensa, de más punzante y
honda melancolía.
«En los nidos de antaño, no hay pájaros ogaño.» Asqueadas de la razón, que
induce á respetar injusticias y engaños, las águilas generosas de su locura remontan
el vuelo. Quedan los nidos fríos, silentes, sin tibiezas de plumas, sin rumores de
alas. ¿Y, por ventura, donde anidaron locas, altaneras águilas, pueden anidar el ocio
vano, la pereza, la rapacidad, la hipocresía, el egoísmo, humildes pájaros del juicio
sosegado y del razonar sereno?
Tales sentimientos -aves que vuelan á ras del terruño- hallarían natural acomodo en
cerebros de hidalgos hambrientos, de monarcas devotos, de soldados crueles, de
inquisidores y de frailes; nunca en el cerebro de un caballero que, como Cervantes,
digo, como Don Quijote, saliera á los campos de la vida para combatir con armas
arrumbadas y herrumbrosas, los vicios de su época.
Al llegar á este punto me ocurre que quizá os preguntéis, extrañados, la
relación que guardan con el retrato del inmortal manchego estas sus hazañas y
aventuras. Pues oíd lo que á este propósito, en un ensayo iconológico del Caballero
de la Triste Figura, dice el original talento de Unamuno:
«La fuerza de la verdad de Don Quijote está en su alma, en su alma
castellana y humana, y la verdad de su figura en que refleje esta tal alma.» Pero
¿hemos de sacar de su alma su semblante ó de su semblante su alma?, preguntará

119
alguien, añadiendo que de los rasgos de su fisonomía y caracteres físicos podremos,
mediante su temperamento, vislumbrar algo más de la verdad de su alma. A lo cual con-
testa el mismo Don Quijote, al describir (en el capítulo primero de la segunda parte) las
facciones de Amadís, Reinaldos y Roldan, que «por las hazañas que hicieron y condiciones
que tuvieron, se pueden sacar en buena filosofía sus facciones, sus colores y estaturas».
El pintor que quiera, pues, pintar á Don Quijote en buena filosofía quijotesca, ha de
sacar de sus hazañas y condición sus facciones, su color y su estatura, sirviéndose de los
datos empíricos que Cicle Hamete nos proporciona como de comprobante álo sumo.
Para conseguirlo ha de descubrir el pintor su alma, siendo el medio el que, inspirado por
aquellas estupendas hazañas y sublime condición, desentierre de su propia alma el alma
quijotesca, y si por acaso no la llevara dentro, renuncie desde luego á la empresa guardada
para otro, teniendo en cuenta aquello que dijo el mismo Don Quijote:
«Retráteme el que quisiere, pero no me maltrate; que muchas veces suele caerse la
paciencia, cuando la cargan de injurias.»
Retratar á Don Quijote sin maltratarle es vestir su alma con cuerpo individual y
transparente, es hacer simbolismo pictórico en el grado de mayor concentración y fuer- za
en su hombre símbolo. Y para hacer esto, hace de buscar el alma del hidalgo manchego en
las eternas páginas de Cide Hamete, pero también fuera de ellas. Don Quijote vivió y vive
fuera de ellas, y el pintor español digno de retratarlo puede sorprenderle vivo en las
profundas honduras de su propio espíritu, si busca en él con amor y lo ahonda y escarba con
contemplación persistente.
Cide Hamete no hizo otra cosa que trazar la biografía de un ser vivo y real; y como
hay no pocos que viven en el error de que jamás hubo tal Don Quijote, hay que tomar el
trabajo que se tomaba él en persuadir á las gentes de que hubo caballeros andantes en el
mundo.
Hay mucho de cierto en lo que Unamuno dice. Don Quijote no es una idea abstracta; es un
hombre que vive y siente; pero se adentra en nuestros espíritus por prestigios del suyo, y ha
de ser el cuerpo á modo de transparente cárcel y diáfana envoltura. En toda empresa,
desgraciada ó próspera, en todo lance, de llanto ó de risa, asoma al rostro un gesto del alma,
que imprime sello ó deja huella.

120
Seguir á Don Quijote, paso á paso y con detalles, en los bizarros empeños de
su vida loca, sería ocioso y hasta inútil. Y, sin embargo, no puedo sustraerme al
deseo de citar un pasaje de soberana belleza.
Es el momento único en que el rostro del hidalgo, aquel rostro de media legua de
andadura, seco y amarillo, refleja el desencanto.
Al caer la tarde, Don Quijote y Sancho columbran el lugar donde habita la
Dulcinea del nombre músico y peregrino. Bajo el verdor austero de unas encinas,
que con sus rotundas copas rompen la monótona aridez del llano, amo y mozo
esperan la muerte del día. La noche llega, entre- clara, solemne. El pueblo está en
sosegado silencio, los vecinos duermen y reposan, los perros ladran. De cuando en
cuando rebuzna un jumento, gruñen cerdos, mayan gatos. Y durante la noche,
caballero y escudero van, vienen, tornan y buscan en vano, entre las viviendas
humildes de las Aldonzas que ahechan trigo, el ensoñado alcázar de la Dulcinea que
ensarta perlas. Al punto de romper el día topan con un labrador que va á la labranza.
Conduce la yunta de sus muías, que arrastran el arado, y canta un romance añejo.
¡Qué plasticidad, qué fuerza evocadora del amanecer aldeano en las palabras sobrias
de Cervantes!
Sorprendidos del sol, tornánse Don Quijote y Sancho á emboscar en la
floresta. Industriado por los encantamientos y fantasías de su señor, el buen Panza
finge un engaño. Y he aquí que la princesa su ama y dos de sus doncellas, vienen
gentiles sobre tres tacaneas, blancas como el ampo de la nieve. Sancho las ha visto.
Todas son un ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son diamantes,
todas rubíes, todas telas de brocado de más de diez altos; los cabellos sueltos por las
espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el viento.
-¿Véislas, señor?-, pregunta el villano. Y el caballero, que en toda ocasión tomara
por castillos las ventas, por yelmos las bacías y por cendales finísimos toscas
arpilleras, contesta:
-Yo no veo, Sancho, sino á tres labradoras sobre tres borricos.
¡Suprema ironía! Don Quijote, aporreado, maltrecho, vencido, por proclamar la sin
par hermosura de Dulcinea, la vez primera y única que ante sus ojos pasa, la ve, no
gallarda, atildada y pulida doncella, sino rústica moza, cari- redonda y chata; no con

121
fragancia suavísima de ámbar y flores, sino con cierto olorcillo villanesco de ajos crudos. Y
la ilusión, reducida al mal talle de una labriega zafia por los encantadores, sus enemigos
envidiosos, cruza y se pierde al galopar de la borrica en la tolvanera del camino. Pero ni en
el amanecer de su desvarío, ni al culminar en el meridiano su locura, ni en los linderos de la
muerte, acertaron nuestros artistas con la representación de Don Quijote. No pudieron los
trazos del pincel ni los rasgos de la pluma encerrar en la cárcel del cuerpo el alma del
manchego loco. Acaso porque vive en todas las imaginaciones, nopuede brotar de una sola.
Y es que nunca vimos asomar á humanos ojos espíritu tan alto y generoso, y jamás tales
sentimientos y anhelos de bien y de justicia vivieran hermanados haciendo latir un corazón
de hombre.
¿En qué líneas pueden encerrarse, qué pinceladas darán la expresión al rostro la gallardía al
continente?
Yo juzgo estéril y vano cuanto se haga en este sentido. Cervantes llevó á su libro un
hidalgo de carne y hueso; pero su figura, como todas las humanas figuras ensalzadas y
encumbradas por la consagración de la posteridad, ama- das en su vivir centenario por el
renovado amor de las generaciones que se suceden, se sutiliza, pierde concreción y
contorno, y se esfuma y funde en una atmósfera de idealismo, adonde no alcanzan ni el
pincel ni el lápiz.
Sírvennos las escenas pintadas del Quijote para conocer otras figuras y otros tipos,
producto de la observación de Cervantes en su existencia pobre y azarosa. El ventero,
socarrón y ventrudo, la sucia maritornes, el barbero y el cura, los galeotes y los yangüeses,
viven en los lienzos, aunque no con la intensidad y justeza que en las palabras de
Cervantes. Son almas vulgarísimas, espíritus petrificados ó movidos de groseros estímulos,
de ruindad y de bajeza. Y ¿quién no recuerda de unos ojos que trasluzcan villa- nos
egoísmos, de .un rostro que encubra deslealtades, de unos brazos que arrojen piedras contra
aquel que su libertad les proporcione?
En el curso de la vida tropezaremos con sentimientos é ideas de venteros y
maritornes, de galeotes y yangüeses; pero nunca, ni á ojos de cuerdo ni á mirar de loco,
veremos asomar el espíritu que, con pago de burlas, de pedradas y de coces, defienda á los
menesterosos y ampare á los desvalidos.

122
Al hablar de las pinturas del Quijote surge el nombre de un pintor, acaso el
único que habría podido acertar con la representación intensa y precisa de los
personajes del libro. Hubo por aquella época un alma artista, gemela del alma de
Cervantes y un pincel hermano de su pluma: el pincel y el alma de D. Diego
Velázquez.
Si los azares de la suerte -en la ironía perdurable- que hicieron de Cervantes
un alcabalero y un soldado, un caminante de todos los caminos, pasajero en ventas y
habitador de cárceles, no hubieran recluido á Velázquez entre los muros de un
palacio, á buen seguro que los tipos que en las páginas del manco glorioso viven
con acción y verbo, vivirían en los lienzos con color y línea.
Mirad el hombre que vende agua y la vieja que fríe huevos, los cuadros
pintados en su vida libre y pobre de Sevilla, en contacto con hidalgos y rufianes, en
roce con gente maleante y picara; ved, en Los Borrachos mismos, ese grupo de
hampones beodos de rostros pardos, de capas pardas, con el color que en las tierras,
en las casas y en los hombres imprime este sol bendito de Castilla, y decidme si el
pincel que tales figuras trazara no habría podido trasladar al lienzo el patio entero de
Monipodio.
Pero la protección de un Monarca, de espíritu tan generoso y amplio que le
incluyera en la nómina de sus barberos, sometió el genio vigoroso y la visión
realista del pintor sevillano á servidumbre palatina. Su pincel empleóse en copiar
inexpresivos rostros de príncipes decadentes, degeneraciones y deformidades de
bufones y enanos.
Velázquez vio á los hombres como Cervantes, definidos, concretos, en la atmósfera
que á todos nos rodea, sobre la tierra que pisamos y bajo el sol que nos curte.
Rodando por la vida, hubiera encontrado iguales modelos, dignos de los cálidos
colores de su paleta.
Este ventero que le sirve es el mismo socarrón ventero, no menos ladrón que
caco, que lleva la boca abierta por hurtar el aire, como el D. Gregorio de Guadaña
de la novela picaresca, y que á Don Quijote le iniciara en la alta orden de
caballerías; estas distraídas mozas, que con arrieros conciertan sus gustos, son de la
condición misma que la Molinera y la Tolosa, piadosas mujeres que al manchego

123
sirvieron como jamás fuera servido caballero andante; aquella farándula que á la sombra de
una encina del largo viandar descansa, durante el calor de la siesta, es la misma farándula
de Ángulo el Malo, que en la octava del Corpus representaba el auto de Las Cortes de la
Muerte y recorríalos lugares recitando loas y pasos de Lope de Rueda ó de Torres Naharro.
Los hombres que entre hierros, ensartados como cuentas, arrastran por el polvo de
loscaminos sus lacerías y lacras, son galeotes prontos á pagar beneficios con pedradas; el
villano simple, de decir refranero, que va sobre su rucio como un patriarca, con sus alforjas
y su bota, es un Sancho dispuesto á enfrenar idealismos. Y acaso en el fondo de algún
caserón vetusto, en Esquivias, en Argamasilla, en La Solana, sosteniendo la vanidad ociosa
con yantar de duelos y quebrantos, ó por los rastrojales de la Mancha siguiendo un vuelo de
perdices,, topara el artista con algún hidalgo cincuentón, seco de carnes y enjuto de rostro,
gran madrugador y amigo de la caza.
Velázquez pudo retratar al buen Quijano; el espíritu de Don Quijote quizás sólo algo
lo evocan esos cetrinos caballeros del Greco, cuyos ojos traslucen el alma atormentada de
la época.-
La figura del ingenioso hidalgo es incopiable desde que su sinrazón le hace salir por
vez primera al llano de Montiel.
Antes del día, por la puerta falsa del corral, Don Quijote sale al campo. Abandona el
vagar y el reposo de su vida de hidalgüelo pobre por la dureza de su profesión de andante
caballero. Su mirada, lejana y recta, de hijo' de llanura, se pierde como un surco de la tierra
en los horizontes azules. Allá, en la planicie de la Mancha, hay gente que llora desventuras,
viudas y huérfanos que reclaman el vigoroso empuje de su brazo. Don Quijote se afirma en
los estribos, empuña la lanza, y el rocín manso trota como corcel de guerra.
En aquel instante ¡cómo brillarían los ojos del hidalgo!
Jamás artista alguno acertará á dar al rostro seco y al cuerpo flaco la expresión de aquella
su gentil locura.

HE DICHO.

124
125
Índice

Presentación………………………………….…………………………….……… 3

Introducción………………………………………………………………….…….4

Bibliografía………………………………………………………………………... 6

Ensayistas de la Generación del 98

Ángel Ganivet…………………………………………………………………… 8

La vida social…………………………………………………………………... 9

De hombres del Norte…………………………………………………….. 21

Pío Baroja…………………………………………………………………….... 30

Ciudades de Italia. Pisa…………………………………………………... 31

De Madrid a Tanger. Tanger…………………………………………… 34

Antonio Machado………………………………………………………….. 37

Sobre la objetividad…………………………………………………….... 38

Sobre la defensa y la difusión de la cultura……………………… 49

Intelectuales y obreros………………………………………………..… 40

El mañana……………………………………………………………..……. 41

José María Ruiz “Azorín”……………………………………………. 45

Curso abreviado de pequeña filosofía………………………….… 46

126
Un recuerdo. El Clarín…………………………………………….……. 50

El arte nacional…………………………………………………….….….. 53

Miguel de Unamuno……………………………………………………… 57

Mi religión……………………………………………………………….… 58

¡Adentro!.............................................................................. 63

A lo que salga…………………………………………………..………….. 70

Ramón María del Valle-Inclán……………………………………….. 77

El milagro musical………………………………….…….…………….. 78

Manuel Machado……………………………………….…….………..…… 89

La guerra literaria (fragmentos)……………….…….…………..... 90

Ramiro de Maeztu……………………………………..….……………….. 94

La Hispanidad……………………………………………………………... 95

La Hispanidad en crisis……………………………………………….. 103

El valor de la Hispanidad…………………………………………..…. 109

Enrique de Mesa Rosales………………………………………….…… 117

El retrato de Don Quijote……………………………………………… 118

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