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W&W:WORK&WORDS
1997-2008

María Ruido

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W&W:WORK&WORDS
1997-2008
María Ruido

1. Just do it! Cuerpo e imágenes de mujeres en


la nueva división del trabajo
2. La representación de la violencia/ la violen-
cia de la representación: De Jack el Destripador
a Ciudad Juárez, pasando por la pantalla de la tv
3. Cuerpos de producción: Algunas notas sobre
cuerpos, miradas, palabras y acciones en tiem-
pos de (ins)urgencia y precariedad
4. Trabajos en video 1997-2008

* para consultar textos adicionales de Maria Ruido:


http://museodeartecarrillogil.blogspot.com/

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CUERPO E IMÁGENES DE MUJERES EN
LA NUEVA DIVISIÓN DEL TRABAJO
JUST DO IT!

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PRIMERA INTRODUCCIÓN. TRABAJO/NO TRABAJO: RE-
DEFINICIONES DESDE EL FEMINISMO

“¿Qué haces? ¿En qué trabajas?” Aunque todas responde-


mos cada día con cierta facilidad a esta aparentemente fácil
pregunta, si nos paramos a pensar detenidamente qué está
demandando nuestra o nuestro interlocutor, concluimos que,
en realidad, lo que quiere saber es qué empleo tenemos o
“La representación necesita ser con qué actividad o actividades nos ganamos la vida, y no
contextualizada desde varios puntos. espera en absoluto que enumeremos las acciones, relaciones
La representación de los textos y las y producciones de muy diversa índole que desplegamos a lo
imágenes no refleja el mundo como largo del día.
un espejo, mera traducción de sus Definir en abstracto el trabajo y sus límites en un mo-
fuentes, sino que es algo remodelado, mento como el actual, donde los tiempos y lugares de la
codificado en términos retóricos. […] producción se han difuminado y extendido, no es una tarea
La representación puede ser entendida fácil. Sin embargo, experimentar sus consecuencias en nues-
como una ‘articulación’ formal visible tros cuerpos parece ser menos complicado, especialmente si
del orden social” atendemos a una definición del trabajo más allá de la visión
Griselda Pollock, economicista —ya sea neoclásica o marxista— y, sobre todo,
Vision and Difference, 1994 si entendemos nuestro sostenimiento de la vida cotidiana y
nuestra incorporación diaria de personalidades y actuaciones
sociales como espacios y esfuerzos (re)productivos. Todo
aquello que cansa, que ocupa, que disciplina y tensiona
nuestro cuerpo, pero también todo aquello que lo construye,
que lo cuida, que le da placer y lo mantiene es “trabajo”. Así
pues, podríamos decir que el trabajo, además de una parte
fundamental de la estructura socio-económica en la que nos
insertamos, es una experiencia, aunque de todas es sabido,
que esta descripción líquida poco tiene que ver con la división
laboral tradicional que han reconocido la economía, la socio-

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logía o la antropología hasta hace bien poco.
Como explican varias autoras (Federici, 1999; Pérez Orozco y del Río, 2002; Carrasco,
2004; Durán, 2006; Carrasco, 2006), el concepto clásico del trabajo considera como tal
aquellas actividades productivas, regidas por las leyes del mercado y generalmente llevadas
a cabo en el espacio extra-doméstico. Si tenemos en cuenta que el capitalismo occidental
desde la Modernidad escindió completamente las formás productivas, subrayando la división
entre espacio público (productivo) y espacio privado (reproductivo), esta división laboral se
convierte también en una división sexual, así como en una reglamentación implícita de los
espacios y los tiempos.
Esta división socio-sexual que devaluaba y condenaba a la invisibilidad, a la gratuidad
y a la categoría de no-trabajo toda una serie de actividades generalmente realizadas por las
mujeres no solamente era y es falsa, sino que también ha puesto en el centro de la cuestión
económica la lógica de la acumulación en vez de la lógica de la sostenibilidad, la producción
de mercancías en vez del cuidado de la vida humana, sin cuya energía, fuerza y consumo,
por otra parte, sería inútil e imposible cualquier otra actividad (Pérez Orozco y del Río, 2002;
Carrasco, 2004).
No es casual, pues, que la distinción entre “trabajo” (empleo asalariado, socialmente reco-
nocido) y “no-trabajo” (no remunerado, informal, no legitimado o reglado socialmente) tenga
una correspondencia inmediata en la representación. Hasta hace algunas décadas, nuestro
imaginario del trabajo se reducía a aquel que recoge la definición estrictamente economicista,
el homo economicus y sus actividades dentro de los espacios de producción al uso, dejando
obs-scenae (“fuera de la escena” laboral) y casi irrepresentadas todas aquellas labores que
ejercían las mujeres dentro del espacio doméstico, o aquellas otras no regladas.

SEGUNDA INTRODUCCIÓN:
LOS CUERPOS TRANSNACIONALES DEL NUEVO ORDEN GLOBAL

En el orden jerárquico del trabajo tradicional, sostenido por el prejuicio extradoméstico y la dis-
tancia física, el trabajador (ya sea manual o afectivo) ha sido uno de los ejemplos de la alteridad,
del exceso y de la excreción frente al contrapunto del cuerpo central, el paradigma burgués del
cuerpo ensimismado y autocontenido. El cuerpo del trabajo es, por excelencia, el cuerpo del su-
dor y del cansancio, exterior a la norma, pero carente de autodeterminación, regido por tiempos
externos, y por ello opuesto al epítome del cuerpo moderno, que se presenta como autónomo,
controlado, perfectamente limitado y preciso. Si los cuerpos trabajadores son cuerpos excesi-
vos, cercanos a lo salvaje y rebeldes a las disciplinas sociales, los cuerpos de las trabajadoras
representan el grado máximo de la abyección y de la obscenidad, por su doble condición de mu-
jeres y trabajadoras —incluso por su triple condición, si además de mujeres trabajadoras están
étnicamente significadas, como en el caso de las inmigrantes— (Nead,1998). En el orden visual
hegemónico continuado por el ojo patriarcal del capital industrial, estos cuerpos se instituyen,
como el resto de los cuerpos “otros”, en objetos de estudio y observación. Pocas veces tomarán
el protagonismo escénico, y mucho menos fuera de los ámbitos de producción tradicional.
Desde hace algunas décadas, sin embargo, aunque sigue persistiendo en el cine y los me-
dia el imaginario clásico, el cuerpo del trabajo se ha expandido y diversificado. Con la disolu-
ción de las jerarquías habituales del capital industrial, y la imposición de una falsa reticularidad
que expande lo laboral a todos los espacios y los tiempos, todos y todas nos hemos conver-
tido en “cuerpos de producción” (Ruido, 2005). En este complejo escenario del trabajo en re-
definición, devenimos territorios privilegiados de (re)producción, y las diversidades, los deseos
y las sexualidades se presentan ahora como variables económicas fundamentales, tanto en la

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división laboral como en las diferentes formás del consumo.
El sabotaje al trabajo que se extendiera en el operaísmo de los años setenta (Virno, 2003),
el éxodo de la fábrica, la defección de la clase tradicional parece haberse revertido, y ha pa-
sado a ser no sólo no rechazado, sino rentabilizado y utilizado por el capitalismo en una nueva
fase dominada por el flujo inmaterial de la información, pero sostenida por la materialidad y la
corporeidad (casi siempre femenina) de las enormes factorías transfronterizas. De la produc-
ción concentrada y lineal de la fábrica fordista, hemos pasado a la producción descentralizada
y reticular del postfordismo, donde, gracias a las nuevas tecnologías y sus aplicaciones op-
timizadoras, así como al abaratamiento de los transportes, se escoge el lugar de ensamblaje
en función de los costes de producción, construyendo un entramado de presión corporativa a
nivel mundial inimaginable en otros momentos de la historia. Ya no parece haber exteriorida-
des al régimen de las empresas globales, detentadoras del auténtico poder, ordenadoras de
las agendas políticas de los gobiernos (Federici, 1999; Sassen, 2003).
Como ya anotábamos más arriba, la producción informal se convierte en parte de la nor-
malidad del escenario de la deslocalización y la subsistencia dentro del régimen de domestica-
ción y flexibilidad extrema (de ahí que se hable de una “feminización” de la economía) —véase
Haraway, 1995; Federici, 1999; Vega, 2000; TrabajoZero, 2001—­, de manera que todos los
costes de mantenimiento y seguridad del trabajador o trabajadora recaen sobre él, sin ningún
compromiso por parte del empresario y, cada vez menos, por parte de un estado en crisis que
paga, exclusivamente, por el producto final, incentivando la competencia desleal y salvaje.
La movilidad se instituye como una eficaz estrategia de control en las metrópolis de la
información. Los cuerpos transfronterizos son parte del juego económico (Sassen, 2003),
mientras esas mismás fronteras se convierten en muros inexpugnables cuando el capital no
encuentra una rentabilidad inmediata ­(véase la actual situación de la frontera sur de Europa,
desplazada a Marruecos por los intereses internacionales). Nuestros cuerpos, nuestros afec-
tos, nuestro tiempo de relación, todo parece haber entrado en el juego económico: lo personal,
más que político, es económico.
La precariedad y la fragilidad impuestas en la nueva división del trabajo estructuran nues-
tras vidas en mayor o menor grado, y son algunos de los instrumentos más evidentes del
régimen biopolítico contemporáneo. El consumo, además, se vuelve una de las nuevas formás
privilegiadas de relación social, aquella que nos confiere existencia y visibilidad en el marco
de la economía del capital: el primer producto de la economía inmaterial no es la información,
sino la relación social y su materia prima, la subjetividad (Lazzarato, 2000 y 2001; Precarias
a la Deriva, 2005). El tiempo de no-negocio, el tiempo de ocio, se transforma en tiempo eco-
nómico al evidenciarse como tiempo (re)productivo. El lugar y el momento de la construcción
personal es dirigida por profesionales adecuadamente remunerados (desde entrenadores y
monitores de fitness hasta psicólogos y terapeutas varios) que nos mantienen dentro de los
límites de la “normalidad” física y psíquica.
Los cuidados se convierten en actividades diferidas, incluso a veces subrogadas —como
el caso de las madres de alquiler—, remuneradas, generalmente, por mujeres del llamado pri-
mer mundo a otras mujeres —del segundo o tercer mundo—, regenerando las ya conocidas
estructuras jerárquicas señora-sirvienta que, a largo plazo, afianzan la pauperización de los
países desarrollados y la división sexual del trabajo. De este modo, junto a las clases traba-
jadoras tradicionales y las no tradicionales, aparece un nuevo grupo cada vez más amplio
compuesto por una fuerza de trabajo transnacional, extremadamente frágil y susceptible de la
más profunda explotación (Sassen, 2003), debido a su aberrante condición de “sin papeles”,
personas desalojadas de sus derechos más fundamentales en nombre de la preservación de
una muy discutible definición de ciudadanía.

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MUJERES EN EL TRABAJO/TRABAJO DE MUJERES
ESPACIOS DOMÉSTICO Y ESPACIOS EXTRA-DOMÉSTICO

Como ya señalaba José Enrique Monterde en el título de su libro, la imagen de los trabajadores
ha sido “la imagen negada” en la historia del cine (Monterde, 1997): una imagen que evidenciaba
las jerarquías en el orden de la producción, una visión incómoda para el imaginario moderno, en-
marcado aún por los mismos condicionantes de construcción de la mirada que otras formas de
representación tradicional. El trabajo, sin embargo, nos envuelve, nos recorre, conforma nuestra
realidad, así que no es de extrañar que sea uno de los pilares temáticos del registro documental,
ni tampoco que las primera imágenes en movimiento que conservamos correspondan, precisa-
mente, a los y las obreras saliendo de una fábrica en Lyon (La sortie des usines, 1895).
No es extraño que, igual que ocurre en la literatura del xix y principios del xx, en la primera
cinematografía predomine una visión generalmente paternalista y panóptica. No será hasta
algunos años después que aparezcan otras formás de mirada y otros sujetos de representa-
ción. Desde este supuesto, el cine de los años veinte y treinta afronta la elaboración de discur-
sos sobre su realidad socioeconómica con dos tipos de narrativas fundamentales: los relatos
militantes revolucionarios —cuyos mejores ejemplos debemos al cine soviético, especialmente
a Eisenstein y a Pudovkin— o las descripciones abrumadoras del embrutecimiento y la aliena-
ción de la cadena de montaje industrial, debidas a autores insertados en el orden del capital
industrial. Tanto en Metrópolis (Fritz Lang, 1926) como en Tiempos Modernos (Charles Chaplin,
1936) podemos observar como la sorprendente intuición de sus directores señala ya como el
ritmo de la fábrica estructura y ordena la vida de los personajes, si bien en un caso lo hace en
un tono dramático, casi apocalíptico, que se torna en su parte final resueltamente amenazante,
y en otro, con un marcado acento paródico y crítico.
El cine, una tecnología conformadora fundamental en nuestro tiempo, fue —y es— uno de
las herramientas más significativas de las grandes ideologías del siglo xx. Así, no es de extra-
ñar que, frente a la visión de los trabajadores propugnada por el cine-espectáculo de primer
capitalismo, un entretenimiento en el que se intenta mostrar un mundo sin conflictos o con
conflictos supuestamente resueltos desde la excepcionalidad emocional donde los antagonis-
mos y las luchas sociales aparecen reducidos a meras anécdotas, el cine del socialismo real
subraye, a través de una rotunda monumentalización hipermasculina, el éxito de las prácticas
habituales de la militancia y el protagonismo de la clase trabajadora triunfante. En ambos es-
cenarios, sin embargo, el papel de las mujeres parece ser similar: ni en la victoria disciplinaria
de la corporación y el sacrificio de la —virgen— María de Metrópolis, ni en la conversión revo-
lucionaria por amor al hijo de La madre (V. Pudovkin, 1926) encontramos un auténtico interés
en el retrato de las trabajadoras, sino un mero acompañamiento del que se considera el pro-
tagonista del escenario laboral y sus luchas, el obrero —siempre en masculino—. Las mujeres
son, en uno u otro discurso, meros cómplices, figurantes en las luchas políticas fundamenta-
les, las de clase, sin reivindicaciones o especificidades propias.
A este panorama general de vicariedad habría que sustraer algunos casos de una incipien-
te —y siempre secundaria— lucha feminista que se aprecia, por ejemplo, en La sal de la tierra
(Herbert Biberman, 1954), donde las mujeres cercanas a los protagonistas empiezan a tener
una voz propia, y, en medio de una brutal huelga, se movilizan para impedir el acceso de los
esquiroles a las minas. Esta demostración de firmeza tiene un precio que los obreros no había
previsto: la reclamación de igualdad entre los sexos se entreteje con las reivindicaciones de
igualdad racial de los mineros latinoamericanos (Sand, 2005: 192-195).
Retratando el escenario postbélico posterior a 1945, los filmes neorrealistas, tanto los

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italianos como los debidos a sus diversas variedades estatales, insisten en las consecuencias
miserables de la guerra. Aunque, en general, el periodo de entreguerras y los años posteriores
a la II Guerra Mundial suponen un atrincheramiento de las posiciones y estrategias tradicionales
ya comentadas debido, fundamentalmente, al orden de la Guerra Fría, los cuerpos policroma-
dos de los cincuenta y los sesenta empiezan a construir imágenes más matizadas de los y las
trabajadoras. No me refiero solamente a las profesiones “propias de las mujeres”, que comien-
zan a tener un espacio importante —cuantitativamente hablando— y normalizado en el cine
y los medios de comunicación, sino también a filmes como Danzad, danzad malditos (Sydney
Pollack, 1969), que aprovecha el éxito comercial y el capital de memoria acumulado por el exi-
toso film Las uvas de la ira (John Ford, 1940) para continuar el fresco historicista de la Gran De-
presión americana apuntando nuevas maneras de explotación corporal (Sand, 2005: 217-221).
El cuerpo como escenario o moneda de intercambio económico y la división sexual sub-
yacente en el orden laboral está absolutamente presente en el trabajo realizado por las muje-
res y, sobre todo, en aquellos trabajo “propios de” las mujeres, tanto en el cine como en los
media. Como ya apuntábamos, si hay una “imagen negada” doblemente en la representación
del trabajo, esa es la de las trabajadoras. Si las actividades productivas y sus condiciones
ocupan un espacio generalmente no protagonista, especialmente en la ficción, las acciones y
las formás de la reproducción de la vida en el ámbito doméstico permanecen prácticamente
en la invisibilidad. Los no-trabajos de las mujeres (excepto como afirmación naturalizadora
o como estampa antropológica) son casi ignorados por el imaginario cinematográfico y me-
diático hasta los años sesenta. La reproducción y sus labores sólo aparecen en visiones más
o menos condescendientes, moralistas o mistificadoras, y siempre para reedificar el orden
sexual (véase, por ejemplo, el interesado culto a la maternidad y a la devoción del cuidado
femenino, tan presente en el cine de ideologías diversas). Incluso los filmes más reivindicativos
o celebratorios de la revolución —en todas sus formas— reafirman la división sexual del tra-
bajo, ensalzando la figura de la militante abnegada y resignada, o la de la heroica madre que
reproduce y alimenta hombres para la causa, por no hablar, por supuesto, de la imagen de la
feminidad tradicional (adaptada a cada tiempo y espacio) en donde el cine ha sido una potente
y fundamental máquina retórica, una insustituible “tecnología del género” (de Lauretis, 2000).
Decir hoy que nuestros cuerpos están literalmente construidos a través del cine y los media no
es, creo, ninguna exageración.
En el panorama tradicional de la representación productiva existen algunos trabajos asimi-
lados a la feminidad o casi siempre conjugados en femenino: como ya explicábamos, aquellas
labores ligadas al cuidado, la reproducción, la asistencia o la atención, en cualquiera de sus
vertientes, suelen estar interpretadas por mujeres. Este miedo a la rebelión de la sumisa cuida-
dora —ya sea asistenta, esposa-madre o niñera— se dispara en los filmes norteamericanos de
los ochenta y principios de los noventa. Coetánea de las enloquecidas seductoras que rompen
matrimonios y acosan sexualmente a los hombres que inundan la filmografía estadounidense
de esos años —espejo deformado de las mujeres que, por entonces, estaban empezando a
obtener un escaso pero temido reconocimiento profesional—, La mano que mece la cuna (Cur-
tis Hanson, 1991) representa el epitome de los espejismos masculinistas sobre la perversión
del poder: el miedo del patriarcado a que las mujeres utilicen la maternidad para cambiar el
mundo —en vez de para transmitir sus genes y su propiedad.
Si en el cine y la televisión las cuidadoras, a veces, se rebelan, las secretarias y ayudantes
del jefe parecen reafirmar, casi siempre, la jerarquía y el dominio empresarial, incluyendo mu-
chas veces entre sus servicios habituales, los sexuales y afectivos. Este suele ser el argumento
habitual de muchas telenovelas y soap operas, y así parecen confirmarlo películas como Ar-
más de mujer (Mike Nichols, 1988) donde las protagonistas no dudan en valerse de esas “ar-

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mas” para conseguir ascender en el mundo de los negocios, pero donde el talento de Melanie
Griffith queda supeditado a su atracción por su competidor Harrison Ford. El ejemplo más re-
ciente y exitoso de las secretarias alienadas —aunque de apariencia rebelde— es El diario de
Britdget Jones (2001) de Sharon Maguire, donde Renée Zellweger da forma a una treintañera
obsesionada con el matrimonio y con el reloj biológico: su personaje es el reverso —y el casti-
go— de las poderosas acosadoras de los ochenta, la culminación del asesinato simbólico de
las premisas de la liberación feminista que ya había empezado hace tiempo.
¿Y qué ha pasado con aquellas “triunfadoras” de los ochenta en su papel de jefas? Las
mujeres que han llegado a conseguir algunos puestos en la cooptativa jerarquía laboral pos-
tindustrial lo han hecho a costa de renuncias o carencias que, por supuesto, les pasan factura:
ellas no pueden sustraerse de la insatisfacción que les provoca no saciar sus “instintos” de
madre y esposa, ni del malestar que les genera haber atendido prioritariamente a su carrera
profesional. Pero, entre los trabajos femeninos por excelencia, sin duda es la prostitución
el que ha sido y sigue siendo objeto de mayor cantidad de formalizaciones. Ya sea la mujer
perversa y desencadenante de todos los males, como la Lulú de La caja de Pandora (Georg
Pabst, 1928), inolvidablemente interpretada por Louise Brook, o la inocente y confiada Irma la
Dulce (Billy Wilder, 1963), la prostitución ha sido, en el cine clásico, fruto de un destino “torci-
do”, de la pobreza o de la mala suerte, y nunca ha incluido una reflexión sobre las condiciones
reales de una actividad que no tenía ni tiene aún hoy la consideración de trabajo. El despre-
cio y el miedo que generan la consciencia de la necesidad de la prostitución como parte del
mantenimiento del orden patriarcal que se desprende de La caja de Pandora (que rememora la
historia de Jack el Destripador como telón de fondo y causa de la muerte de su protagonista),
se complementan con el paternalismo abolicionista y sentimental de Irma la Dulce, donde un
bienintencionado pero torpe Jack Lemon, enamorado de Shirley McClaine, pretende solucio-
narle la vida convirtiéndose en su “único cliente” (una versión corrosiva del matrimonio de la
que no sé hasta que punto era consciente Billy Wilder).
Recordemos que en esos momentos algunas artistas y cineastas comienzan a señalar a los
cuerpos, principalmente al cuerpo de las mujeres, como campos de batalla política y territorios
de construcción social (véanse los trabajos de Martha Rosler, Adrien Piper, Hannah Wilke…
o ya durante los años ochenta, los de Cindy Sherman o Barbara Kruger, por poner algunos
ejemplos bien conocidos) (Broude y Garrard, 1994). En esos momentos, el video, una nueva
tecnología con menos rémoras tradicionales que la pintura o la escultura, se convierte en un
eficaz instrumento de reflexión y reivindicación de la performance de la feminidad como un tra-
bajo de construcción de subjetividad imbricado en el sostenimiento del sistema. Sin embargo,
será en el cine donde las estrategias críticas a la representación tradicional adquieran carta de
reconocimiento (Selva y Solà, 2002). Filmes como Jeanne Dielman (debido a la cineasta belga
Chantal Akerman, 1975), un detenido relato de tres días de la vida de una discreta viuda que
ejerce la prostitución dentro de su propio hogar, ponen radicalmente en cuestión los términos
tradicionales del trabajo y los espacios de producción y reproducción de forma paralela a la
redefinición del trabajo que desde los feminismos se estaba haciendo en estos años, y lo hace,
además, utilizando de forma sutil estrategias formales complejas —el tiempo real de los larguí-
simos planos secuencia, el fuera de campo de la “acción principal”, el reencuadre de planos
que fija nuestra atención en los pequeños detalles que anticipan el desenlace final y dotan a
toda la película de una atmósfera dramáticamente fría…— que dificultan su asimilación.
Una década después será una norteamericana, Lizzie Borden, la que explore las condicio-
nes de trabajo de las prostitutas de Nueva York en Working girls (1986). Las protagonistas son
mujeres que definen los servicios sexuales que realizan como un trabajo, aunque son cons-
cientes del prejuicio social que las sujeta y de su capacidad de elección, algo que no todas las

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prostitutas comparten, ya que, como explican recientes trabajos audiovisuales —especialmente
documentales— la prostitución es una de las formás de producción corporal más intensamente
sometidas a las redes de tráfico y esclavitud, generando auténticos desplazamientos globales
que, no es casualidad, siguen en gran medida los movimientos militares transnacionales.
Como explica Lourdes Portillo en su Señorita extraviada (2001), donde explora la opacidad
y la pasividad que imperan en la investigación sobre los asesinatos de Juárez, los y las nuevas
trabajadoras son, ahora, los cuerpos ensamblados de las factorías hipersexualizadas de los
no-lugares de la deslocalización —desde México hasta Indonesia, pasando por la Europa del
Este o la India—, cuerpos desaparecidos sin consecuencias, “fuera de campo” de la mirada
tradicional, irrepresentables, innombrables, como lo fueran los de las prostitutas del Londres
victoriano asesinadas por el Destripador (Nathan, 2005; Ruido, en prensa).
Ni la deslocalización, ni las consecuencias de la aplicación de las condiciones de la nueva
división transnacional del trabajo son ajenas a nuestro contexto inmediato, en el que estamos
asistiendo al desplazamiento de la frontera sur de la Unión Europea. Por poner un ejemplo
reciente, el video documental Frontera sur (2003) de la periodista Helena Maleno y el fotógrafo
Alex Muñoz, pone el acento en las relaciones entre las condiciones migratorias de los norteafri-
canos y subsaharianos hacia la Unión Europea y los intereses multinacionales —especialmente
el sector primario, devenido industria agraria en el “mar de plástico” almeriense—, evidencian-
do la influencia de las cinco grandes corporaciones de semillas transgénicas en las decisiones
políticas últimás de los gobiernos-franquicias.
Si bien en el contexto español se han popularizado últimamente las figuras de las migra-
ciones en muy diversos contextos —especialmente en el documental videográfico y en la tele-
visión—, su protagonismo, sobre todo en el cine, es menos frecuente. Mientras casi todos los
textos audiovisuales documentales construyen discursos bastante dramáticos sobre la reali-
dad inmigrante (Winston, 1995), los filmes de ficción tienen matices diversos que van desde la
dulcificación sensiblera a la victimización.

LA SALIDA DE LA FÁBRICA

En 1995, 100 años después de aquellas primeras imágenes de los Lumière y en clara referen-
cia a ellas, Harum Farocki elabora un complejo ejercicio de montaje, casi a manera de breve
crónica del siglo xx, que vuelve a titular Arbeiter verlassen die Fabrik (Los trabajadores saliendo
de la fábrica). Lo que distingue las múltiples salidas de la fábrica que aparecen en este ensayo
audiovisual respecto a la primera película de los Lumière, es que, a diferencia de aquel, estos
abandonos serán definitivos para muchos y muchas trabajadoras. Si bien la clase trabajadora
tradicional no desaparece, como tampoco desaparece el esfuerzo necesario para la produc-
ción material, sino que se transforma y deslocaliza, también es cierto que se extienden y nor-
malizan formás productivas que desdibujan los límites espaciales y temporales convenidos, y
la información y la comunicación —con muy diferentes formás de aplicación y difusión— de-
vienen ahora mercancías fundamentales.
La coincidencia, en los años setenta, entre algunas fórmulas narrativas y visuales como las
ya apuntadas, la redefinición de los límites del trabajo y la revisión del modelo productivo del
capitalismo industrial, no es casual. Será precisamente el capital, en su nueva fase informacio-
nal o postfordista, el que rentabilizará, con un diferente ordenamiento y regulación de lugares
y horarios, algunas de las estrategias políticas puestas en funcionamiento desde la década de
los setenta (Virno, 2003), convirtiendo perversamente el absentismo de la fábrica, entonces
espina dorsal de las reivindicaciones de clase, en precariedad endémica; transformando los
afectos y la creatividad en saqueo emocional y explotación ilimitada; redefiniendo la reclama-

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ción de flexibilidad y diversidad en domesticación e irregularidad; y desvirtuando, en fin, la
desjerarquización en falsa reticularidad dirigida desde la centralidad de las metrópolis (Villota,
1999; Precarias a la Deriva, 2004; Vara, 2006). Personalidades flexibles a la fuerza, capitaliza-
ción emocional (Holmes, 2005): del repetitivo y monótono trabajo en cadena hemos pasado
a la domesticación de la imaginación y a la explotación de las redes afectivas en una “femini-
zación” del trabajo que poco tiene que ver con la dibujada por las agendas feministas (Vega ,
2000; TrabajoZero, 2001).
Si en el cine clásico el trabajador —y especialmente la trabajadora— había sido “la imagen
negada” de la modernidad, el cuerpo abyecto y excesivo del escenario de la producción, en el
capitalismo informacional, el trabajo en la factoría industrial se convierte en un subgénero codi-
ficado dentro de las representaciones de la producción. Dentro de este subgénero que algunos
autores califican de “adiós al proletariado” (Sand, 2004), destacan algunas revitalizaciones que
de lo que podríamos calificar como “nuevos neorrealismos”, como el cine obrerista francés.
En muchas de estas películas subyace, velada o explícitamente, una crítica a la subversión de
la división sexual del trabajo, y una nostalgia, más o menos evidente, de un mundo donde el
hombre proveedor poseía lugares y tiempos propios —el pub, fundamentalmente— vedados
a las mujeres y sus influencias. Este miedo a la “contaminación” y la “feminización” de los es-
pacios homosociales —y a la cultura del poder que representan— está presente de un modo
muy significativo en The Full Monty (1997) de Peter Cattaneo, donde el orden de la mirada
tradicional se invierte (Mulvey, 1988): el cuerpo objeto del placer escópico tradicional —el de
las mujeres— se convierte en sujeto de mirada voyeur sobre el cuerpo de los hombres, obliga-
dos a trabajar como stripers para paliar una situación de desempleo de la que, indirectamente,
culpan a las mujeres. Una vez más, en vez de una revisión de las formás de la masculinidad y
de su lugar en el sistema de producción, la película insiste en la reafirmación de roles y en una
justificación lenitiva y victimista que, mezclada con el tono propio de la comedia costumbrista,
dibuja un panorama cuando menos inmovilista.
Un ejemplo más cercano de este victimismo indirectamente acusador sería también Los
lunes al sol (Fernando León de Aranoa, 2002) que sigue añorando un universo laboral clásico:
masculino, productivo, dignificador, con la mirada puesta en el pleno empleo, y que despren-
de, igual que el caso anterior, una más o menos controlada ira hacia las mujeres de la película,
las únicas que tienen empleo en este panorama de “feminización” —eso si, precario, mal
pagado, temporal— pero que además han de soportar las violentas embestidas (físicas y emo-
cionales) del miedo que sufren los personajes masculinos.
Más compleja y más delicada es la perspectiva de las obras recientes del francés Laurent
Cantet, especialmente Recursos humanos (1999), donde a la rearticulación sexual del contrato
laboral se une la experiencia del desclasamiento y la desazón, no solo del “abandono de cla-
se”, sino del repensamiento sobre los referentes vitales más inmediatos y sus consecuencias
personales. En esta película se evidencia como el trabajo es más que una actividad económi-
ca, es una potente tecnología constructora de subjetividades y relaciones.
Por otra parte, en un tono aparentemente feminista y tomando como telón de fondo las
difíciles relaciones entre madres e hijas, se desarrolla el film de Benito Zambrano Solas (1999),
donde una limpiadora (un personaje escasamente presente en las pantallas, y prácticamente
siempre de una manera secundaria) habla con claridad de sus condiciones materiales, así como
de las dificultades que éstas comportan en su vida personal. En este escenario, la protagonista
y su madre siguen, a pesar de su voluntad y su fuerza, dominadas por la omnipresencia de un
padre-esposo maltratador ahora enfermo, y la resolución final del conflicto no deja de tener
un cierto tinte de “llamamiento al orden” patriarcal: la protagonista acepta su maternidad bajo
la tutela de un hombre maduro (el paternal vecino, simbólicamente “castrado” por la edad ),

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que recupera indirectamente el control de la situación al apropiarse del fruto de la concepción
biológica de otro hombre —que es expulsado de la escena— en una suerte de “deslocalización
corporal” o de paternidad subrogada que permite la continuación de su herencia.
Ya lo podíamos observar en la distancia que separa dos precisos documentales de Bar-
bara Kopple: mientras Harlan County (1976) relata el éxito de una huelga y de las estrategias
propias de las prácticas políticas de la clase trabajadora tradicional, American Dream (1991)
expone, no sin ansiedad y nostalgia, la ineficacia de estas herramientas en medio de un es-
cenario político y laboral en cambio constante, donde el sistema de producción capitalista ha
mutado y se ha reforzado. La crítica ácida, la parodia y, a veces, la resistencia poética, son
algunas de las herramientas empleadas en algunas propuestas audiovisuales.
Especialmente interesante por su elaboración colectiva y por ser el resultado de un proceso
de investigación militante en forma de encuestas, paseos y reflexiones plurales sería el video
y el libro de Precarias a la Deriva (2004). Este work in progress, no sólo habla en femenino de
la precariedad y las nuevas formás laborales —rompiendo, además, la dicotomía entre trabajo
material y trabajo inmaterial, entre espacios laborales extra-domésticos y espacios laborales
domésticos—, sino que lo hace, además, poniendo el acento en la lógica de los cuidados, y
colocando en el centro de su análisis el sostenimiento de la vida y los afectos. En su estudio,
Precarias a la Deriva da la palabra a mujeres diversas que conducen o intervienen en cada una
de las “derivas”, sexualiza el flâneur baudeleriano e introduce en el aleatorio circuito situacio-
nista los recorridos de las tareas diarias, corporeizando el proceso de producción en una pro-
funda redefinición de lo laboral que va más allá de las propuestas del feminismo de los setenta.
Dentro de la nueva división del trabajo, marcada por el peso de la imagen y de la informa-
ción, y por su distribución, la producción cultural —desde el diseño a la difusión de códigos,
pasando por las figuras generadas la institución arte, etc…— tiene, sin embargo, una ambigua
ubicación dentro del sistema de producción. Mientras gran parte de sus productos son simple-
mente negados o invisibilizados —y por supuesto, no remunerados— (por ejemplo, el trabajo
de los probadores de videojuegos, el que realizan los generadores de software libre o las con-
tribuciones de los participantes en chats y grupos de noticias, por poner algunos ejemplos),
aunque ampliamente rentabilizados por algunas empresas y grupos económicos, las frecuen-
tes representaciones del trabajador y la trabajadora cultural en el cine y los media siguen
abundando en la idea de que la producción cultural es un no-trabajo gratificante y liviano, una
suerte de “recompensa” vocacional donde el dinero no es importante. La valorización social
que podrían significar estas imágenes se convierte en simple “sobre-exposición” fetichista que
en la práctica invisibiliza, ya que es evidente que no ha servido para establecer una considera-
ción laboral clara para sus actividades ni para mejorar sus condiciones materiales —que inclu-
yen muchas veces la gratuidad— (Ruido, 2004; Rowan y Ruido, en prensa). Un buen ejemplo
de esta “sobrexposición” reificadora, sería Carrie Bradshaw, la protagonista de la exitosa serie
de televisión Sex and the City, convertida en un auténtico fenómeno social que influye en la
moda y marca tendencias.
No quiero cerrar este breve repaso por las imágenes de las mujeres en el trabajo sin apun-
tar la posible eficacia de la representación para contribuir a la valorización social de algunas
actividades que en nuestro escenario postindustrial siguen sin ser definidas generalmente
como trabajo.
Salvando la enorme distancia que le confieren sus muy diversas significaciones sociales,
sus variadas remuneraciones y sus distintas situaciones dentro del sistema económico, que
son del todo incomparables, parece haber ciertas intersecciones entre la producción cultural,
el trabajo sexual y el trabajo de cuidados y de atención, que comparten no solo las dificultades
de reconocimiento laboral, sino también la mistificación en sus representaciones. Si conveni-

11
mos, como otras autoras, que la producción de las imágenes comparte marcos similares a los
del sistema de producción socio-económico (Benjamín, 2001; Steyerl, 2005), la posibilidad de
conseguir diseñar y difundir representaciones políticamente activas y valorizadoras exigiría en-
tonces una reflexión anterior: las imágenes no generarían por si mismás reconocimiento, sino
que traducirían valores sociales y/o económicos ya existentes que sería necesario cambiar
previamente para que sus representaciones se transformen y transformen.

Como explica la realizadora Hito Steyerl en un reciente texto que reactualiza el clásico
de Walter Benjamín de 1934 “El autor como productor”, el sistema de construcción
de las imágenes está estrechamente vinculado al sistema de producción y al régimen
económico en el que se insertan […] Si en un esquema capitalista tradicional la reivin-
dicación de los trabajadores de la cultura pasaba, como explicaba Benjamín, por posi-
cionarse en las relaciones de producción (por ejemplo, a la manera de Bertolt Brecht,
evidenciando el pacto de la representación), el nuevo sistema de producción exige una
negociación permanente con unas condiciones de producción en continuo tránsito,
una muestra constante del “fuera de campo” representacional, ya que cuando registra-
mos precisamente este proceso, estamos actuando de forma vicaria y dando lugar a
un “nuevo objeto cultural”.
(Rowan y Ruido, en prensa)

Tiempo real,
2003 / 43 minutos
Videoensayo documental

12
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14
LA REPRESENTACIÓN
DE LA VIOLENCIA /
LA VIOLENCIA DE LA
REPRESENTACIÓN:
DE JACK EL DESTRIPADOR A CD. JUÁREZ,
PASANDO POR LA PANTALLA DE LA TV
2
LA DEFINICIÓN Y LA PERCEPCIÓN DE LA VIOLENCIA

Cada tres o cuatro días. Casi todas las semanas. Con seguri-
dad todos los meses. Encendemos el televisor, sintonizamos
cualquier canal de noticias estatal, y ahí está: la última víctima
del denominado “terrorismo doméstico”, de la “violencia de
género”. Entonces, algo aparentemente tan simple como defi-
nir un acto de violencia en carne propia, o describir un espacio
o situación que nos agrede, se convierte en un ejercicio de dis-
cernimiento crítico entre lo definido por los medios de comuni-
cación como violencia y lo percibido corporalmente como tal.
Los índices de mortalidad, el auge de las agresiones de-
nunciadas, los perfiles y medidas de los actores del drama
y, en todo caso, los abusos más flagrantes de la publicidad:
esos son los actuales límites de las definiciones consensua-
das para la violencia sexual. Y es que dentro del orden polí-
tico de asimetría sexista en el que vivimos donde la violencia
es un elemento constitutivo, la enunciación misma de su
existencia es un “problema”, una desagradable cuestión que,
hasta hace algunas décadas, había pertenecido al reducido
mundo de lo privado, y que gracias a las denuncias y reivindi-
caciones del movimiento feminista se transformó en público.
Imbuida en lo más profundo del orden heteronormativo,
estructural en cualquiera de las formás del patriarcado en su
larguísima historia, las diversas manifestaciones de la violen-
cia están íntimamente ligadas al mantenimiento de la jerarquía
de los sexos, y como explica Bourdieu (2000) naturalizadas,
ahistorizadas y, por tanto, desapercibidas, excepto en sus
devastadores efectos individuales.
De acuerdo con Michel Foucault (Foucault 1995, 1996),

15
la violencia forma parte del régimen biopolítico moderno,
gobernador y artífice no sólo de nuestra muerte, sino también de nuestra vida, actuando como
productor y reproductor de corporeidades y discursos. La violencia no es sólo —ni fundamen-
talmente— destructiva, sino también constructiva: está en el origen mismo de nuestros cuer-
pos y sus relaciones, de nuestras formás de comportamiento social, sexual y laboral, en un
grado tan intenso que resulta imperceptible y lo que es peor, altamente tolerado.
En un estado como el español, con una historia reciente elaborada a partir de mitos fun-
dacionales homegenizadores y defensivos ante el miedo a la diferencia y la contaminación (la
mujer, el gitano, el moro, el marica…), las primeras movilizaciones, los primeros síntomás y
verbalizaciones del rechazo a la violencia provienen de un movimiento feminista que eclosiona
a la muerte del dictador y que tendrá ya algunas de sus manifestaciones públicas aún en vida
de éste, en 1975 (me refiero, claro está, a las primeras Jornadas feministas de Liberación, aún
clandestinas, y también a diferentes actos de la celebración, en ese mismo año, del Año Inter-
nacional de la Mujer) (Vega, 2005).
En ese momento, aunque sin olvidar nunca la enorme ruptura de la herencia de la desarti-
culación política y el imperativo moral de la dictadura, el contexto internacional no era mucho
mejor: la extensión del silencio ante las agresiones —especialmente si se producían en el
espacio doméstico— y la connivencia institucional ante cuestiones que se consideraban “per-
sonales” permitían la impunidad y la complicidad social con prácticas de control y dominio bien
extendidas. La eclosión de la llamada “segunda ola del feminismo” y sus diferentes vertientes,
fue definitiva para, al menos, romper esa dicotomía público-privado y denunciar que, como
muy bien señalaron, “lo personal es político”. Las movilizaciones entonces de miles de mujeres
consiguieron con su presión y sus denuncias cierta receptividad en torno a temás como la vio-
lación, el maltrato y la sujeción física y psicológica, también dentro de la institución matrimonial.
En este panorama, la generación de conciencia, la verbalización y la denuncia que permi-
tían diferentes encuentros o las celebraciones del 8 de marzo eran pasos muy importantes.
Siguiendo esquemáticamente su evolución (Vega, 2005) podemos diferenciar diversos temás
de lucha, especialmente entre 1975 y 1995: repensamiento del cuerpo y de la sexualidad,
aborto, violación —fuera y dentro del matrimonio—, divorcio, SIDA o prostitución, serían los
más significativos.
Pero, si parece claro que la toma de la palabra y el protagonismo de las movilizaciones han
correspondido al movimiento feminista, el papel de las mujeres que protagonizaron estas luchas
ha sido usurpado por otras y otros que, no solo han reescrito institucionalmente sus actuacio-
nes, sino que han cambiado la lógica de su proceso, ocultando la génesis de la violencia sexual
y anteponiendo la “gestión” al “análisis y la desactivación de los cimientos del sexismo”.
La entrada en las agendas políticas de la violencia “de género” se hace, pues, no solo re-
legando la autogestión de las mujeres, que pasan a ser tuteladas como las y los menores, sino
también de los intereses y el enfoque de los diversos feminismos. En definitiva, supone la elec-
ción de una vía paliativa de las consecuencias —causantes de una extrema alarma social— en
vez de desentramar la génesis de las causas (Marugán y Vega, 2001).
Este enfoque privilegiado desactiva la acusación sobre el orden sexual como generador de
la violencia centrando casi exclusivamente la atención en el castigo sobre sus formás coyuntura-
les más radicales, los asesinatos y los malos tratos punibles, al tiempo que reduce su campo de
percepción y olvida la violencia estructural, así como formás “menos graves” de agresión, como
la violación, la cosificación constante, los abusos verbales y psicológicos, la carencia de una
estructura de conciliación laboral ni mínimamente real —al tiempo que continúa la intervención
en la reproducción por parte del estado a través, por ejemplo, de una insuficiente ley de aborto—
o las formás de violencia sistémica que siguen floreciendo en el lenguaje y en los cuerpos socia-

16
les, alentadas o sostenidas por las propias instituciones, la escuela o la iglesia (Bourdieu, 2000).
El estado —y por extensión las diversas empresas a través de las que éste ha externaliza-
do la gestión de la violencia— se ha convertido, en estrecha connivencia con los media, en el
definidor de los “límites de la violencia”, en el elaborador principal del discurso público sobre
ella, olvidando la historia de las reivindicaciones y análisis feministas, o al menos, neutralizan-
do la politización del orden sexual como cuestionamiento de fondo.

LA MIRADA COMO CONSTRUCCIÓN Y COMO FORMA DE DOMINIO

Esta ocultación de las causas para privilegiar los efectos de la violencia conlleva políticas
represivas fuertes que, si bien reducen la sensación de impunidad, no disminuyen, como ya
comentábamos, la violencia estructural, reafirman las posiciones de víctimás y agresores como
categorías, y afianzan la idea de las mujeres como un colectivo a proteger, sin reflexionar, in-
sistimos, en el origen y la historia de las formás de la violencia sexual.
En esta falta de voluntad en remover las bases del contrato sexual (Pateman, 1995) que
subyace a nuestro modelo social heteronormativo y en la casi exclusiva actuación represiva
sobre sus brutales efectos, se apoya una de las dicotomías más falaces y más activas del
sostén de la violencia: el pensar la violencia física como diferente de la violencia simbólica, una
“violencia sin cuerpo”, una “violencia menos grave”.
La violencia física, cristalizada por el maltrato corporal y por sus últimás consecuencias,
el asesinato, se presenta como devastadora, como inatajable si no es a través del castigo
(previa denuncia de la propia víctima, a la que se responsabiliza de su situación sin proveer, en
muchos casos, una red de ayuda sostenida), pero como desligada de los patrones de compor-
tamiento “normales”: el “maltratador” es una excepción, una rareza solo explicable como con-
tinuador, a su vez, de una cadena de maltrato o de una educación traumática y especialmente
misógina, de la misma forma que la “víctima” se asociaba —y se sigue asociando, en muchos
casos— con fenómenos de desestructuración, miseria, promiscuidad o alteridades varias (otra
raza, otras costumbres, otras formás de vida poco “civilizadas”).
Aunque la marginalidad del maltrato y sus consecuencias parezca ya un mito en deca-
dencia, no por ello los límites de la violencia y el enfoque público de la cuestión, así como los
términos de la ubicación de identidades y responsabilidades dentro de este ámbito, parecen
haber cambiado sustancialmente.
El indignante panorama de las muertes, algunas de ellas tristemente anunciadas, engulle
todo el protagonismo mediático. Dentro de la lógica productora de la biopolítica, el cuerpo de
las mujeres ha sido considerado, históricamente, el cuerpo otro, el cuerpo impuro y propicia-
torio, el cuerpo liminal. Así lo explica la antropóloga Mary Douglas (Douglas, 1991), siguiendo
el concepto de abyección de Kristeva (Kristeva, 1982); y así nos lo describe Linda Nead (Nead,
1998) en su recorrido por la historia del desnudo femenino cuando presenta el cuerpo femenino
modelado siempre como exceso o discrepancia del cuerpo autónomo y heroico del paradigma
masculino. No es de extrañar, pues, que ese diseño exterior de nuestros cuerpos no coincida
con nuestra realidad, y que la alienación y la frustración de ese paradigma imposible se traduz-
can en algunas de las formás de violencia más brutales que vivimos las mujeres y también los
hombres —y no sólo, precisamente, en las últimás décadas, tal y como parecen descubrir los
informativos y programás de tv—: la anorexia, la bulimia, la agorafobia, la vigorexia…
Como dice Julia Kristeva (1988) y otras teóricas de la lingüística y el psicoanálisis, el
lenguaje es un territorio de hegemonía patriarcal, un espacio donde las mujeres hacemos
un esfuerzo por significar nuestra carencia. Una vez introducidas en el universo homosocial,
todas las lenguas, todas las hablas, parecen dejar sentir su violencia inaugural: la neutralidad

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del masculino frente a la partícula diferenciadora del femenino, el matiz que rebaja o incluso
humilla (“hombre público”/“mujer pública”, “modista”/“modisto”…), el desdeñoso nombrar de
lo innombrable (“coñazo”, “hijo de puta”…), no son más que ya muy conocidos ejemplos de un
doloroso descubrimiento: el lenguaje nos traiciona, y apropiarnos de él es un trabajo político a
realizar desde el feminismo.
Pero quizás, la prueba más flagrante de nuestra carencia es la inexistencia simbólica,
esa dificultad para hacernos entender —a pesar de tener fama de charlatanas, o quizás por
ella…—, ese ostracismo que se nos aplicaba —y se nos sigue aplicando en muchas ocasio-
nes— en la educación, en las prácticas políticas, en los espacios públicos diversos —desde
la pandilla hasta la asamblea—, etc… Y nada más evidente para traducir la inadecuación
que la falta de nombres para designar los órganos sexuales de las mujeres hasta la llegada
de la taxonomía moderna: éramos el reverso del órgano masculino, el negativo del falo, la
concavidad, el reflejo (Laqueur, 1994).
Esta asimetría fundamental, eje sustentador de la violencia, tiene en la representación,
como nos recuerdan las teóricas feministas del cine, un espacio fundamental de su actividad.
Si bien “Placer visual y cine narrativo” fue un texto contestado incluso dentro del femi-
nismo, e incluso más tarde matizado por la propia autora, la acción negativa o la desestética
(Lauretis, 1993) han sido una constante en las formás de subversión de las imágenes de las
feministas. De Teresa de Lauretis a Peggy Phelan, la “sospecha” de la visibilidad como meta
política o, al menos, su matiz, ha estado presente en casi todas las teóricas de al imagen (Phe-
lan, 1993). Todas ellas advierten de los peligros de la inscripción, del carácter vicario de la (re)
presentación —presentación en lugar de—: si ser invisible es no tener existencia en el orden
simbólico del imaginario patriarcal, tener visibilidad requiere un trabajo constante de distan-
ciamiento y reflexión que ha hecho que algunas mujeres en las últimás décadas las acusen de
normativizadoras y “aguafiestas” del placer visual. Sin volver a su estrecho planteamiento de
los setenta ni tampoco promover, necesariamente, una renovación de sus estrictos formatos
audiovisuales, me parece, sin embargo, que sus análisis de las imágenes y su desnaturaliza-
ción de la mirada son extremadamente útiles para entender la representación como una prácti-
ca política (Ruido, 2000).
Pero definitivamente entenderemos la relación entre violencia simbólica y violencia física si
recurrimos, precisamente, al escenario privilegiado de la violencia sexual: el espacio de convi-
vencia de nuestro régimen de economía amorosa.
La propia experiencia del amor que se nos transmite es errónea y necesariamente violenta.
Ante la aparente “indefinibilidad” del amor, ante un sentimiento incontrolado y perturbador ela-
borado desde la heteronormatividad romántica como parte de un proceso de sujeción y pro-
ducción de espacios diferenciados (espacio público masculino/espacio doméstico femenino)
que acompaña al incipiente modo de producción del capitalismo industrial, bell hooks reclama
simplemente “claridad” (hooks, 2005).
Está claro que el “la maté porque era mía” no tiene ninguna oportunidad de ser conside-
rado amor ante la aplastante lucidez de estas palabras. Quizás la mayor parte de nuestras
propias vivencias, modeladas bajo la atenta mirada de héroes mezquinos y heroínas sufrientes,
merecerían otra consideración que ser llamadas “historias de amor”. Sin embargo, siglos de
literatura e imágenes ofuscadas las legitiman y las articulan.
Ya lo decía Godard: una película es un revolver y una chica. La violencia y el sexo, el amor
y la muerte, han estado invariablemente unidos en nuestra cultura. Esta unión se ha susten-
tado en justificaciones varias, explicadas por la antropología, el psicoanálisis o la sociología,
como la necesidad de control sobre la reproducción, la distribución sexual del trabajo y los
roles familiares a partir de la carga reproductiva, y enmarcan la calidad de las mujeres como

18
bienes de circulación y relación política “apropiados“ y “distribuidos” por los hombres (Levi-
Strauss, 1983; Osborne, 1993). Si bien cabría suponer que estas justificaciones son, hoy por
hoy, completamente inadecuadas, el intento de desmontaje del orden dominante y una cierta
igualdad legal conseguida por las mujeres en algunos países, parecen haber acelerado o acen-
tuado, precisamente, los casos de violencia.
Pero, ¿existen realmente más casos de violencia contra las mujeres o simplemente los
conocemos más, gracias al mayor número de denuncias y sobre todo, al papel mediador de la
prensa y la tv?
Y, en todo caso, como apunta Cristina Vega, ¿“la posibilidad de fuga de las mujeres” es la
explicación única a este fenómeno? (Vega, 2005: 33). La contestación parece más compleja.

EL CINE Y LOS MEDIA COMO (RE)CONSTRUCTORES DE LAS CATEGORÍAS


DE VÍCTIMA Y AGRESOR: LA REPRESENTACIÓN DE LA VIOLENCIA/
LA VIOLENCIA DE LA REPRESENTACIÓN

Como se apunta más arriba, la entrada de la denominada “violencia de género” en las agendas
políticas se produce básicamente a partir de los años ochenta, y a raíz de las reivindicaciones
del movimiento feminista en su llamada “segunda ola”. En algunos estados, como luego en
nuestro propio marco local, se adoptarán medidas de carácter de represivo, y solo posterior-
mente se introducen también acciones de carácter preventivo o reeducacional.
Como justificación y trasfondo de estas medidas es muy importante el papel del cine, pero
sobre todo el de los medios de comunicación como conformadores de opinión. Son estas
potentes máquinas retóricas las que convierten la agresión y el maltrato contra las mujeres en
un tema de debate público, le dan visibilidad —podríamos decir que “se adueñan” de su incor-
poración al territorio de lo público al dotar fundamentalmente su imaginario más difundido—,
las que enuncian el discurso sobre la violencia y establecen, junto con el estado y sus diversas
ramificaciones, los límites de la misma, e incluso elaboran el diseño y evolución de las identi-
dades de víctimás y agresores.
El imaginario social de la cuestión, el papel de víctimás y agresores y su ubicación social,
económica o sexual están teñidas de prejuicios y estereotipos —el maltrato y la agresión
como excepción en las relaciones entre los sexos, la víctima como responsable última de su
situación, el agresor como un enfermo o un monstruo…—, pero también, no lo olvidemos,
comparten las presiones propias de cualquier producto mediático (espectacularización y sen-
sacionalismo regido por los índices de audiencia, desatención ante lo que se considera “repe-
titivo” y “monótono” privilegiando casos especialmente “turbios” —muchas veces basados en
simples conjeturas—, juicios morales paralelos, simplificación, criminalización, fetichización,
etc…) (Kitzinger, 2005; Sanmartín, Grisolía y Grisolía, 1998).
La representación de la violencia está regida por la idea de control que subyace a la visi-
bilidad, y por tanto de ejercicio de comprensión política, de control del discurso sobre la reali-
dad, es decir, de la violencia propia de la representación. Sus formás y sus hábitos subrayan y
redundan en la falta de análisis de las causas, y potenciando la sensación de fragmentariedad
y aleatoriedad pueden —¿quieren?— aumentar, en última instancia, la sensación de descon-
fianza, miedo y victimización de las mujeres.
El papel de los medios y su régimen de dirección del discurso sobre la violencia y sus lí-
mites no es nuevo, y tiene hitos importantes que distinguen diversas etapas. Como dibuja con
extraordinaria lucidez y riqueza Judith Walkowitz en La ciudad de las pasiones terribles (1995),
el caso de Jack el Destripador, durante el otoño de 1888, y el Tributo de las doncellas, en 1885,
sentaron las bases de las relaciones del tratamiento mediático moderno de la violencia sexual,

19
y ayudaron a fomentar la idea del espacio público como lugar de peligro para las mujeres y
del espacio privado como terreno de dominio del contrato social asimétrico, una construcción
sexual de la realidad que aún hoy sigue vigente en nuestro más profundo imaginario colectivo
(Osborne, 1993).
Tanto en el affaire denominado El tributo de las doncellas (1885), sobre la prostitución in-
fantil, como en el caso de Jack el Destripador, la prensa escrita, pero sobre todo la Pall Mall
Gazette y su director, W. T. Stead, tuvieron un papel fundamental en la interpretación de los
hechos y en sus consecuencias políticas.
No es casual que el hecho fundamentalmente subrayado en la difusión de los cinco o qui-
zás seis asesinatos de Jack el Destripador, producidos entre los meses de agosto y noviembre
de 1888 en el distrito de Whitechapel (Londres), fuese que sus víctimás eran trabajadoras
sexuales (Walkowitz, 1995).
Como explican varios de las y los estudiosos de la época victoriana (Gallagher y Laqueur,
1987; Goldstein, 1991; Walkowitz, 1995), la construcción del cuerpo moderno tiene en la pros-
tituta el referente complementario básico de la esposa burguesa, el “ángel de hogar”: el cuerpo
cloaca de la puta permitía la estabilidad de la institución matrimonial, al tiempo que su concep-
tualización como alteridad peligrosa escenificaba —y dificultaba— la (im)posible relación entre
mujeres de distintas procedencias sociales en el espacio público.
Como explica Walkowitz y otras estudiosas del XIX, el capitalismo había encerrado a al-
gunas mujeres en el espacio doméstico, pero también había construido nuevos espacios de
interacción, especialmente los relacionados con el consumo. De esta forma, la aparición de la
figura del Destripador se convierte en una baza política de gran oportunidad para controlar la
socialización femenina. Es muy significativa la connivencia entre poder e información en una
prensa (encabezada por la Pall Mall Gazette ) que inventa, literalmente, un eficaz fenómeno pe-
riodístico sobre la reproducción de esquemás narrativos melodramáticos que sirve para fusti-
gar a las desarraigadas y amedrentar a las burguesas, intentado provocar su pasividad y frenar
las incipientes actividades políticas de antiviviseccionistas, sufragistas, damás del Ejército de
Salvación, etc… (Gallagher y Laqueur, 1987; Goldstein, 1991; Walkowitz, 1995).
Nunca encontrado —o no buscado— por la policía, impune de las —¿oportunas?—
muertes de una mujeres que se presentaban como desordenadas, viciosas y pendencieras,
uno o varios, el relato mil veces repetido del Destripador es el primero de los grandes dramás
mediáticos contemporáneos, y ha servido de ejemplo a variopintos imitadores en las décadas
siguientes, desde el estrangulador de Boston y el de Hillside hasta los crímenes de la cadena
de montaje de Juárez. Su nueva “edad de oro” se producirá en los ochenta, tal vez como
contestación —¿como ocurre ahora?— a la protesta y fuga masiva que el movimiento femi-
nista había estado construyendo desde mediados de los sesenta al calor del nacimiento de
los nuevos movimientos sociales.
Los ochenta, los años de Reagan y la Teacher, son, tal y como los describe Susan Faludi,
años de “reacción”. No es casualidad que los retratos de mujeres enloquecidas por una liber-
tad que no saben gestionar (Acusados, 1988) o inundadas por el éxito laboral pero carentes de
hijos y maridos (Atracción fatal, 1987) desborden las pantallas. La violencia se convierte en el
ingrediente fundamental de la relación entre sexos en un cine que parece reflejar el enfado y el
miedo de una masculinidad en crisis profunda (Faludi, 1993).
El colofón mediático a la nueva reacción fue la detención, a finales de 1980, del llamado
Destripador de Yorkshire, tras cometer trece asesinatos entre octubre de1975 y finales del
ochenta, seis de ellos de “mujeres inocentes” —es decir, que no eran prostitutas o desarraiga-
das— (Walkowitz, 1995).
Si bien es verdad que ha habido otros casos de violencia o abuso tratados por los me-

20
dia (el “caso Nevenka”, por ejemplo, en 2001, convenientemente desviado debido a las
consecuencias políticas que tendría escarbar en las jerarquías y divisiones sexuales dentro de
la clase política), desde ese momento la atención sobre el tema se centra casi exclusivamente
en los asesinatos de parejas y ex parejas, así como en campañas que proponen la voluntad de
la víctima como paso fundamental para salir de la situación de abuso, sin tener cubiertos total-
mente, muchas veces, los pasos posteriores a seguir tras esa denuncia y sin tener en cuenta la
falta de autoestima y voluntad que acompaña al maltrato.
Dos hechos interfieren nuestro escenario de violencia sexual (Vega, 2005): la irrupción
tardía en España de los reality shows y su percepción de la realidad, y el paralelismo indirecto
de la violencia contra las mujeres —al que acaba denominándose “terrorismo doméstico”— y
el terrorismo de ETA. En ambos casos, la lucha armada y la violencia patriarcal, el estado se
presenta como regidor del conflicto y detentador de la capacidad de castigo (es decir, de la
impartición de violencia “de derecho”) y en ambos casos utiliza la represión en vez del análisis
y la historización del conflicto.
En cuanto a la aparición de los realitys, y como ya varias y varios estudiosos del tema han
señalado, la percepción de la experiencia que nos ofrecen estos programás está íntimamente
ligada con la forma de producción postindustrial, convirtiendo nuestra experiencia en una
experiencia diferida y controlada —no en vano el rey de los shows televisivos se llama Gran
Hermano—, generando en nosotros mismos y respecto a los demás un “hueco”, una distancia
de recepción que, sin duda, interfiere con nuestra percepción de la violencia representacional y
real (Lazzarato, 1992).
¿La tv o el cine son un modelo para la violencia?¿Se copian sus formas? ¿Jack el Des-
tripador tiene nuevos recipientes o son los informadores e informadoras los que justifican y
potencian la similitud y la imitación como noticia? (Sanmartín, Grisolía y Grisolía, 1998; Garrido
Lora, 2002). La literatura al respecto es mucha, tanto estatal como foránea.
¿Nos enfrentamos a una “necesidad de control” sobre la información o al menos de sus
formás en nuestro universo neoliberal?
A juzgar por una cierta recesión en la espectacularización de las imágenes y en las diferen-
cias que se aprecian en las campañas institucionales con respecto a las primeras (parece que
la solución no está ya ”al alcance de tu dedo”, como rezaba algún slogan, y que los hemato-
más ya no se tapan con maquillaje, como seguramente recordaréis en cierto spot institucional),
yo diría que, sobre todo, las instituciones han empezado a tomar en cuenta la representación
como un ejercicio de violencia en si mismo.
En esta necesidad evidente de cuidado sobre las imágenes —que por cierto, no ha llegado
a la publicidad o al lenguaje de ciertos portavoces, territorios donde impera el deseo machista
más plano, que ya se sabe es bastante reaccionario— tienen un protagonismo privilegiado los
ejercicios audiovisuales de resistencia que algunas mujeres y hombres vienen realizando des-
de los años setenta.

REPENSAR LA DICOTOMÍA VÍCTIMA/ VERDUGO:


¿QUÉ OCURRE CUANDO LAS MUJERES EJERCEN VIOLENCIA?

No voy a detenerme aquí en dilucidar en que medida la tv y el cine intervienen en la cons-


trucción de modelos para el ejercicio de la violencia, y cual es su responsabilidad respecto a
otros producciones culturales o educativos. En casi todas las series de tv, sean de producción
norteamericana o estatal, se aprecia, es cierto, un cierto cambio “formal”, por ejemplo, en la
incorporación de personajes homosexuales, de diferentes razas o de diversas nacionalidades,
que han pasado a ser “la cuota políticamente correcta” del programa. Pero en lo que atañe

21
al papel de las mujeres, creo que existe un claro retroceso con respecto, incluso, a los años
noventa. El estereotipo femenino se ha esclerotizado aún más a través de la hipersexualización
o de la hiperresponsabilidad, o bien se ha teñido de peligrosidad o control maternal sobre unos
personajes masculinos cada vez más infantiles y torpes, que actúan movidos por los hilos
benevolentes de sus féminas, ante las que se comportan sin ningún tipo de correspondencia
emocional, pero de las que, irremediablemente, acaban consiguiendo el perdón, porque, ya se
sabe, ¡así son los hombres!
Está claro que el mensaje es, nuevamente, la asimetría fundamental: no la diversidad o el
respeto a la diferencia, sino el sometimiento al deseo normativo, en cualquiera de sus formas.
En la situación establecida, el umbral de “normalidad” para la agresividad del comporta-
miento de las respuestas de hombres y mujeres es claramente diferente.
En la película de Marguerite Duras Natalie Granger (1972), Lucía Bosé y Jeanne Moreau
discuten sobre la “inadecuación” de Natalie, una niña violenta, es decir, que no actúa tal y
como se esperaba de ella —con dulzura, sumisión, recato…
Y es que la sanción social del ejercicio de la violencia en las mujeres (las decapitadoras,
las asesinas —Medea, Salomé, Judith… —, las brujas), es, en nuestra cultura, muy grave: se
considera una monstruosidad, una inversión —e invasión— intolerable gravemente penada.
Sin llegar a esos extremos, todas hemos padecido —¡aún!— los parámetros del ejercicio de la
violencia en nuestra vida cotidiana: un chico tiene “carácter”, una chica es una “histérica”; un
chico es “perseverante”, una chica una “terca”; un chico es un “seductor”, una chica es una
“puta”, una “facilona”… Desde nuestro bagaje educacional y sentimental, muchas veces el pen-
sarnos a nosotras mismás como seres violentos nos produce rechazo, nos produce desazón.
Así, no es nada extraño que la ira y el resentimiento acumulado durante siglos explote en
muchas de las producciones literarias y audiovisuales de mujeres desde hace mucho tiempo,
pero especialmente desde los años setenta, ironizando y cuestionando este orden de las cosas.
Si bien los casos de Thelma y Louise (1991) de Ridley Scott y su respuesta radical, Baise
moi (2001) de Virginie Despentes y Coralie Trinh Thi, son diferentes, resultan también fallidos.
Fallidos porque, en ambos casos, el ejercicio de la violencia es un remedo irritado del mie-
do y la represión que ellas han sufrido. Fallidos por el daño que ellas mismás se hacen, por su
propia violentación (véase la escena de la violación que desencadena, en “Baise-moi”, toda la
narración), pero sobre todo fallidos porque las mujeres pagan con su vida o su libertad la sub-
versión puntual del orden. No parece haber salida en la emulación, no parece haber “atribución
de poder” en la inversión.
Pero sí existen ejercicios sutiles, agenciamientos mucho más inteligentes que rehuyen la
confrontación de la dicotomía y que, desde mi punto de vista, han dado pasos importantes
para sabotear la mirada hegemónica del placer escópico unívoco y, también, para contestar
con contundencia a los discursos mediáticos paralizantes y simplificadores.

REPENSAR LA DICOTOMÍA VÍCTIMA/ VERDUGO:


ALGUNOS EJERCICIOS AUDIOVISUALES DE RESISTENCIA
Y SUBVERSIÓN DE LAS UBICACIONES TRADICIONALES

Entre las últimás producciones visuales de hombres y mujeres de dentro y fuera del estado
español, podemos encontrar trabajos desestabilizadores de los referentes institucionales, per-
turbadores en sus matices sobre los límites de la violencia.
Algunas de ellas, difíciles de clasificar o simplemente peor distribuidas, las hemos podido re-
visar recientemente dentro del proyecto “Cárcel de amor” llevado a cabo por el Museo Nacional
Cento de Arte Reina Sofía en 2005, o hemos podido releerlas a través del texto que una de sus

22
responsables, Virginia Villaplana, escribe dentro de la publicación homónima (Villaplana, 2005).
Otras, incluso algunas muy difundidas y comerciales, siguen resultando de difícil visión.
Ese es, por ejemplo, el caso de las películas del alemán Michael Haneke que nos enfrentan
a la imposibilidad del close-up cuando desnuda a la violencia de sus aparentes razones y la
muestra tal y como es, como una estrategia política de dominio a cualquier precio. Si en Funny
games (1997) el secuestro, el abuso, el maltrato y el asesinato aparecen sin motivo, como un
“juego” insoportable, con La pianista (2001) descubrimos que nuestro umbral de obs-cenidad
(Kristeva, 1982; Ruido, 2000) nada tiene que ver con la visión directa de la sangre o el golpe,
sino que se resiente ante la alteración del orden dicotómico víctima–verdugo y ante la impo-
sible aceptación de nosotras mismás como autoinfligidoras de violencia. La pianista (basada
en un relato de la austriaca Elfriede Jelinek) evidencia como ningún ensayo las complejas
posiciones que interpretamos en el ejercicio del poder, y aborda la violencia, como ya lo hacía
Foucault (Foucault 1995, 1996), como un mecanismo de producción de subjetividad dentro del
régimen de biopolítico.
En este texto solo voy detenerme en el análisis más pormenorizado de dos casos concre-
tos que considero especialmente significativos en sus enfoques y recorridos políticos, Calling
the ghost (1996), cuyo escenario es el campo de concentración de Omarska dentro de la gue-
rra de la ex Yugoslavia, y Señorita extraviada (2001), que analiza las desapariciones y muertes
de Ciudad Juárez en la última década.

1 La violencia de la estetización / la estetización de la violencia


Decía el cineasta Jacques Rivette, refiriéndose a una película de Gillo Pontecorvo sobre los
campos de concentración nazis, que “hay cosas que deben abordarse con miedo y temblor”.
Si la ironía y la parodia, como comentábamos más arriba, son algunos de los instrumentos
más eficaces de lucha contra el imperio de la violencia, no podemos sino acordar con Rivette
en la imposibilidad del análisis político desde la estetización del horror, que me parece que
tiene, en el film de Liliana Cavani Portero de Noche (1973), uno de sus ejemplos más claros.
Hermosa y terrible en su esterilidad y su disculpa, la película de la cineasta italiana ha sido
ya polémica en muchas ocasiones, pero nos sirve aquí para introducir una de las contestacio-
nes más contundentes y eficaces a las estrategias de la guerra. Ya decía Teresa de Lauretis
que la labor política de las feministas en el cine no podía ser otra que la desestética, y el traba-
jo de Mandy Jacobson y Karmen Jelincic en Convocando a los fantasmas(1996), donde relatan
la experiencia de dos abogadas de Bosnia-Herzegovina en el campo de concentración de
Omarska, no podría estar más cerca de esta idea, que nada tiene que ver con la carencia de
belleza convencional o cualquiera de sus normativizaciones.
Si en el film de Cavani la mujer justifica a su agresor diferenciándolo del resto de los nazis
e incorporando una torpe parodia anoréxica del irrepresentable control de la producción indus-
trial de muerte que fueron los campos de concentración, la película de Jacobson y Jelencic da
voz a las propias víctimás que rememoran una práctica milenaria de guerra, la violación, dentro
de unos campos de concentración aún posibles después de Auschwitz. Pero lo que es más
significativo del documental es que el relato no está sostenido por la voz de unas víctimas,
sino por las palabras de unas mujeres que han conseguido, tras años de lucha, que el Tribunal
de La Haya considere, por fin, la violación dentro de una guerra como un crimen punible.
Las imágenes de Calling the ghost son exactamente lo que reza su título: un llamamiento,
una reivindicación de los cuerpos del maltrato y de la muerte, algunos de ellos completamente
fantasmales. Las estrategias visuales de Jacobson y Jelencic recuerdan aquí a las utilizadas
por Alain Resnais en la implacable Noche y niebla (1955): nada mejor que las huellas, que los
restos, que la metonimia imborrable de las torturas para hacer hablar a los fantasmas. El ejer-

23
cicio de la violencia se vuelve, en sus residuos más leves, mucho más eficaz que el enfoque
directo sobre la sangre, porque evidencia su capacidad de resistencia y normalización, su inte-
gración (y su justificación) en la narración de la Historia.

2 La violencia sobre los cuerpos ensamblados/ la violencia del ensamblaje de cuerpos


Si suscribimos que la violencia es un eficaz mecanismo del régimen biopolítico, es lógico per-
cibir que sus mutaciones se producen paralelamente a los cambios tecnológicos y, especial-
mente, en la aplicación de estos cambios al sistema de producción y reproducción.
Si Michel Foucault (Foucault, 1996) habla del paso de una sociedad panóptica, vigilada
desde la confluencia de la mirada, a una sociedad autodisciplinada, con mecanismos de vigi-
lancia más sutiles y poliédricos, no es de extrañar que el ejercicio y la gestión de la violencia
sexual en la actualidad haya incorporado las estrategias de la deslocalización y el ensamblaje
en sus nuevas optimizaciones.
Esta reorganización, la de la externalización y la repetición, la de la fragmentación y las
piezas reemplazables de la cadena de montaje postfordista en la liminalidad de la frontera
post-NAFTA, es la que recoge la película de la mexicana Lourdes Portillo Señorita extraviada
(2001), una reflexión en imágenes sobre la responsabilidad de los media y su falta de respeto
por las asesinadas y desaparecidas, y sobre la ausencia de voluntad política para acabar con
la violencia (la violencia estructural del estado y del capital representado, en este caso, por las
multinacionales que explotan las maquilas).
Desde el descubrimiento del cadáver de la primera víctima en 1993 hasta hoy, ya son más
de 1000 las mujeres y niños desaparecidos o muertos en Ciudad Juárez —en cifras no oficia-
les—. Las muertas, todas ellas jóvenes, pobres y, a veces, trabajadoras sexuales además de
empleadas de la maquila, siguen —igual que las muertas de Whitechapel— en la impunidad
más absoluta. Como expone Portillo a través del cruce de declaraciones de su inteligente
montaje, mientras en la tv y la prensa se produce un indignante aireamiento de los datos
personales y las costumbres de estas chicas, y un enjuiciamiento sobre su supuesta falta de
calidad moral —“todas son unas putas”—, las empresas prohíben que las firmás donde traba-
jaban se hagan públicas para evitar cualquier implicación.
Como evidencia Portillo, un cúmulo de venganzas sociales, desidia e intereses cruzados
de los grupos de comunicación, el estado, la delincuencia organizada y las grandes corpo-
raciones, han decidido la muerte física y también la muertes simbólica de estas mujeres,
asesinadas y violadas —“chingadas”, en el doble sentido mexicano, víctimás de la “doble
vida”/”doble vía” y de la nueva división sexual del trabajo.
Como analiza con gran inteligencia Debbie Nathan (Nathan, 2005) las mujeres de Juárez
son las nuevas Malinches, las nuevas traidoras “abiertas” al paso del capital extranjero, cóm-
plices de la humillación y “feminización” del macho de un país, México, colonizado y manejado
por el imperio norteamericano en connivencia con su propia clase política.

No es accidental que las imágenes de la economía y la cultura de la frontera se fusio-


nen con imágenes de degeneración sexual […] El cuerpo humano representa simbó-
licamente el sistema social, siendo los márgenes del cuerpo la representación de los
márgenes del sistema. […]
Vila resalta la obsesión histórica de México acerca del papel de los “cuerpos de muje-
res abiertos” ejemplificado por la preocupación del país por Malintzin, la amante india
e intérprete de Hernán Cortés. […] De manera harto reveladora, Malintzin también res-
ponde a otros nombres: doña Marina, La Malinche y La Chingada.
(Nathan, 2005:302-303)

24
El ciclo se reproduce y la espectacularización mediática se convierte, como en 1888, en el
eje modelador del nuevo melodrama tardocapitalista (ahora en versión serial killer televisivo):
una clase dirigente masculina que sexualiza el trabajo para perpetuar el control; un asesino
—en este caso, seguramente varios— que reprimen, violan y matan para recortar brutalmente
el acceso al espacio social y económico de las mujeres.
Jack el Destripador reaparece, contextualizado, en este caso, en los nuevos escenarios de
la (re)producción: las plantas de ensamblaje de los cuerpos fragmentados.

Tiempo real
2003 / 43 minutos
Videoensayo documental

25
1 2

26
3 4

1 La voz humana
1997 / 7 minutos
Videoacción

2 Cronología
1997 / 9 minutos
Videoacción

3 La memoria interior
2002 / 33 minutos
Videoensayo documental

4 Ficciones anfibias

27
2005 / 33 minutos
Videoensayo documental
Cuerpos de produccion
(carteles para intervencion urbana)

28
CUERPOS DE
PRODUCCIÓN
ALGUNAS NOTAS SOBRE CUERPOS,
MIRADAS, PALABRAS Y ACCIONES
EN TIEMPOS DE (INS)URGENCIA Y
PRECARIEDAD
3
No plegarse, no desmarcarse, sostener conjunta­
mente esta tensión, empujar los límites, esperar-exigir
la valentía y el compromiso de quienes capitulan
cayendo en el consabido juego del orden y la ley
(esa lección ya la conocemos, cómo vais a explicar/
pagar luego esta deserción). Buscar la alteración
«natural” del cotidiano (¡esa huelga social!), perderse
en lo común para cuestionarlo (como hacemos con
el sexismo y la homofobia que jalonan no pocos de
*Este texto es un extracto de la intro- los lemás que se gritan estos días), cortocircuitar el
ducción al libro PERMUI, Uqui y RUI- vanguardismo que desprecia nuestro físico y nuestra
DO, María (eds.): Corpos de producción. inteligencia, establecer un hilo histórico con quienes
Miradas críticas e relatos feministas en saben y reconocen lo que nos juga(ba)mos. Amar lo
torno ós suxeitos sexuados nos espacios tienes en el cuerpo
públicos. Concellería da Muller, Santia- Ranma, “Lo que tienes en el cuerpo”,
go de Compostela, 2005. http://acp.sindominio.net,
domingo 23 de marzo de 2003

Gracias heroína manga por la oportunidad de tus palabras.


Este texto está dedicado a todas y todos l@s que, en
estos días, estamos escribiendo con nuestros cuerpos
nuestra(s) propia(s) historia(s).
Hace ahora más de un año, en enero de 2002, empezába-
mos a trabajar en Cuerpos de producción, un proyecto que se
definía como un espacio interdisciplinar de colaboración entre
artistas, activistas y teóric@s de diversos campos y que pre-
tendía elaborar textos escritos y visuales sobre/en el espacio
público de la ciudad de Santiago de Compostela. Partiendo
de la confluencia con ciertos discursos alternativos —o abier-
tamente discrepantes— a los elaborados por las instituciones
homologadas, esta obra quería pensar sobre los mecanismos

29
de generación de conocimientos, sobre la posibilidad de
construir imágenes críticas de nuestros cuerpos en los espacios públicos, sobre nuevas for-
más de visibilidad implicada y sobre la confluencia de algunas prácticas artísticas y algunas
prácticas políticas en esta última década.
Nuestra posición de partida estaba claramente influida por el bagaje propio —fundamen-
talmente por nuestra militancia feminista— y por las experiencias aprendidas de aquellas y
aquellos artistas y colectivos que, desde los años setenta, pero especialmente durante los
cercanos ochenta y noventa, habían generado nuevas formás de producir arte herederas de
la ruptura conceptual y de las luchas políticas del 68 que contradecían o al menos resistían
las maneras tradicionales —objetos fetichizables, mercancías únicas y auráticas basadas en
la maestría del artista “genio”…—. Nuestros referentes, por el contrario, eran —y son— dis-
cursos, imágenes o acciones que conforman lo que se ha llamado un “nuevo género de arte
público”, representaciones implicadas, necesariamente contextualizadas y que exigirían, por
parte de l@s espectador@s y usuari@s de las propuestas, una actitud activa. Eran —y son—,
lo que en el proceso de reedificación museística y en la —a veces bienintencionada— nor-
malización —neutralizadora— ha venido llamándose “arte político”, directamente producido
o inspirado por algunos discursos críticos (como los feminismos, las relecturas del marxismo,
los estudios culturales, los estudios postcoloniales, diversas aportaciones desde la teoría
queer…), que estaban sosteniendo nuestro proyecto.
Este “nuevo género de arte público”, estas formás situadas e implicadas que, en definitiva,
buscarían activar el espacio de “autonomía relativa”1 que el arte proporciona para construirlo
como un territorio posible de acción política, se oponían a lo que en su contundente escrito
Agorafobia Rosalyn Deutsche2 denomina “arte público oficial”, embellecimiento cívico, utilita-
rismo colaborador del diseño urbano, imágenes y logotipos conniventes con desalojos y rees-
tructuraciones especulativas, utilizadas institucionalmente para ocultar el carácter conflictivo
del espacio público. Un “nuevo género de arte público” que, como explicitaba Deutsche en
una bien articulada crítica desde el feminismo a las posiciones de la izquierda tradicional, tenía
también que cuestionar la mirada hegemónica y subrayar la cuestión de la subjetividad en la
representación como prioridad política.
Frente a las críticas de Rosalyn Deutsche y de diversas/os autor@s y artistas, se levanta
una posición nostálgica y reduccionista de nuevo llamamiento al consenso (ejemplificada en
su texto por el marxismo economicista de Thomás Crow, pero relativamente vigente en ésta y
otras variables) que acusan al feminismo y a las reivindicaciones específicas de ciertos colecti-
vos de balcanizar las luchas de la izquierda y de confundir al “potencial público del arte políti-
co” con sus diversas unidades de conflicto.

Sus quejas no son sino un lamento por la decadencia del yo masculino y un intento de
restaurar lo que Homi Bhaha denomina, en otro contexto, “el masculinismo como po-
sición de autoridad social”, una posición ocupada históricamente por el hombre pero
con la que las mujeres también se pueden identificar. 3

Teniendo en cuenta estas referencias, y asumiendo nuestra doble condición de sujetos po-
líticos activos y nuestra función específica de constructoras de imágenes resistentes y posibles
transmisoras de experiencias, en la base de nuestra iniciativa aparecían delimitadas tres líneas
de acción política y de intereses subyacentes que dibujaban con claridad el marco de trabajo:
• la referencia a la ampliación del concepto de trabajo a todos los órdenes de la vida en
relación a lo que Michel Foucault llama la aplicación del biopoder y la consiguiente generación
de plusvalía de nuestros cuerpos en todos los ámbitos y tiempos, es decir, nuestra consciencia

30
de “cuerpos de producción”;
• la necesidad de repensar los términos de la democracia representativa, de un concepto
de ciudadanía igualitarista, restrictivo y ligado, en gran medida, a la visibilidad proporcionada
por un trabajo asalariado regular, y en definitiva, la necesidad de actuar como sujetos políticos
sexuados y la oportunidad de pensar algunas de las formás de acción política contemporánea
como deudoras de varias aportaciones de los pensamientos feministas escasamente recono-
cidas y que nos gustaría evidenciar;
• y, en consecuencia, la deconstrucción de las formás de representación de nuestros cuer-
pos dentro del universo mediático que nos inunda y el cuestionamiento de la visibilidad como
una meta política en si misma, conscientes de la estructura de dominio que, en mayor o menor
grado, conlleva toda representación. En última instancia, el pensar al posibilidad de una repre-
sentación no reproductiva, utilizando palabras de Peggy Phelan.4
Cuerpos de producción se proponía, entonces, como un proyecto de reflexión sobre la
generación de plusvalías a partir de nuestros cuerpos en los espacios públicos instituidos por
el capitalismo postfordista, sobre la fetichización del deseo y sobre los modelos canónicos de
identidad sexual subvertidos desde la consciencia de la mascarada paródica y desde políticas
de identificación resignificadoras más allá de la dicotomía esencialista de lo “naturalmente”
masculino o femenino: en el instante de confluencia de los objetos-mercancía y de las miradas
de las máquinas-deseantes que tod@s somos, se cosifica y se retroalimenta el ciclo del con-
sumo y de la pasividad que nos paraliza y oculta los antagonismos y las muchas diversidades
aletargadas bajo la aparente homogeneidad del estereotipo de belleza, del canon familiar, del
estándar de ocio...
Los espacios públicos, lugares de construcción de las experiencias colectivas y lugares
de desplazamiento de nuestras propias subjetividades corporeizadas, se privatizan paulatina-
mente y suspenden sus coordenadas; se convierten, en las nuevas narraciones totalizadoras,
en territorios distópicos carentes de localización y contexto, pasos a nivel con barreras —mu-
chas veces invisibles— canjeables por la producción inmaterial de nuestros cuerpos.
Todos ellos, desde los aeropuertos, los cajeros automáticos o las autopistas, hasta las pla-
zas y las aceras de nuestras ciudades ocupadas por las mesas de los cafés y los escaparates
y vallas publicitarias, tienen el signo de los “no-lugares”, espacios de tránsito donde nuestras
identidades —y muchas veces nuestros derechos más básicos— se ven restringidas e incluso
a veces suspendidas, territorios donde el concepto de “espacio público” es imposible, donde
cualquier heterogeneidad o diversidad es asimilada y desactivada en su disolución como obje-
to/sujeto productivo.
Antagonismos de clase, diferencias sexuales, diversidades de etnia, cultura, religión o
nacionalidad... alteridades, disensos, heteroglosias: “la producción inmaterial” disuelve en el
imperativo gratificante y omnívoro del consumo el dominio difuso de las empresas en red, de
los estados-franquicia de las democracias liberales, y transforma la memoria en una presente
continuo, paraliza la consciencia de la colonización del trabajo en nuestras vidas.
El imperio de la producción se prolonga a nuestros cuerpos desde las sociedades dis-
ciplinarias a las sociedades autovigiladas, autoimpositivas, generadoras no sólo de sutiles
dispositivos de control y sujeción sino también de un régimen biopolítico que alcanza nuestras
subjetividades, nuestros sueños.
Somos sujetos-flujo en “no-lugares” —recorridos de distancias más que físicas, libi-
dinales—, sujetos en tránsito, lo sabemos, influidos por la mirada placentera hegemónica.
Asumiendo estos condicionantes, y desde posiciones discursivas discrepantes y no lineales
querríamos, a través de este proyecto, repensar nuestras representaciones mediáticas, po-
ner sexo a su interesada neutralidad reafirmando nuestra mirada y nuestros deseos, atisbar

31
los intereses de clase que las conforman, su imperialismo cultural universalizador, indagar la
posibilidad de la visibilidad de nuestros cuerpos más allá de la reificación y de la permanente
(im)posición jerárquica de alteridad respecto a un modelo de referencia: (re)significados a partir
de fragmentos diversos, microrrelatos dispersos, textos de (re)lecturas siempre contextuales,
representaciones que interrumpan o, al menos, dificulten la (re)producción.
Ahora, aquí, en el tiempo del desplazamiento de las leyes del valor, del trabajo-consumo,
en el tiempo de la producción difusa, inmaterial, sostenida por nuestros cuerpos: evidenciar
la posibilidad de estrategias de resistencia y ocupación de los territorios colectivos más allá
de las formás de movilización de la clase trabajadora tradicional y de su concepto del trabajo
como catalizador/aglutinador.

LOS CUERPOS PRODUCTIVOS:


EL TIEMPO DE LA BIOPOLÍTICA Y DEL PROLETARIADO COGNITARIO

El trabajo inmaterial, el trabajo intelectual masificado, el trabajo del “intelecto general”,


bastará para comprender concretamente la dinámica y la relación creativa que existe
entre la producción material y la reproducción social. Cuando reinsertan la producción
en el contexto biopolítico, la presentan casi exclusivamente en el horizonte del lenguaje
y la comunicación. En este sentido, uno de los errores más graves de estos autores fue
la tendencia a tratar las nuevas prácticas laborales de la sociedad biopolítica atendien-
do solamente a sus aspectos intelectuales e incorpóreos. Sin embargo, en este contex-
to, la productividad de los cuerpos y el valor del afecto son absolutamente esenciales.
Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, 2000

En el paso del ciclo de la producción fordista, cuyo escenario era la fábrica, a la producción
postfordista, sin un espacio predeterminado, inmaterial, reticular, carente de stock, informacio-
nal y comunicativa, se cumple el orden del biopoder de las sociedades de control postmoder-
nas frente a las sociedades disciplinarias modernas de las que ya hablara Michel Foucault en
su Historia de la sexualidad, cuyo primer volumen se publicaba en 1976.5
Como apunta la cita introductoria extraída de Imperio de M. Hardt y A. Negri, en el tiempo
de las mercancías inmateriales, los cuerpos no dejan de producir, sino que producen total y
permanentemente: somos, como indica el título de nuestro proyecto, cuerpos de producción, y
en constante producción.
Lo somático, lo corporal, se convierte en territorio de plusvalía, confluyendo ahora los
espacios y los tiempos anteriormente separados de producción y reproducción: trabajo y vida
son una misma cosa, ocio y negocio concuerdan en estrategias y referentes, en una exteriori-
dad al capital imposible.
Junto a una producción material informatizada y comunicada, aparece una producción
intelectual masificada y una fuerza de trabajo cuya labor primordial será la transmisión y mani-
pulación de códigos previamente generados.
Si la producción fordista integraba el consumo en su ciclo, la producción postfordista inte-
gra la comunicación y el intercambio afectivo que la configuran: el consumo es una nueva for-
ma de relación social, la forma que nos confiere existencia y visibilidad privilegiada en el marco
de la economía del capital global.
El trabajo inmaterial es una interfase entre producción y consumo, un eslabón corporal
entre la subjetividad producida por las relaciones sociales/comerciales y la mercancía inma-
terial, que no se destruye en el consumo, sino que se transforma, retroalimenta el ciclo de su
generación: el primer producto del trabajo inmaterial no es la información, sino, antes de ella,

32
la relación social, y su materia prima, la subjetividad.6
Flexibilidad, precariedad(es) de diversos tipos, capitalización emocional: del repetitivo y
monótono trabajo en cadena hemos pasado a la rentabilización de la imaginación, a la explo-
tación de los afectos y la comunicación.
Las formás propias de la acción política, su imaginativa contingencia y sus tácticas han
sido absorbidas y puestas a producir: frente a una composición de clase más o menos homo-
génea estructurada en torno al trabajo asalariado y sus condiciones, en el tardocapitalismo
global enfrentamos una nueva definición de clase y trabajo donde los límites del empleo asala-
riado aparecen como escasamente significativos para su articulación, y donde el proletariado
no se compone solamente, como en la clásica jerarquización, de trabajadores no propietarios
de los medios de producción, sino, cada vez más, de trabajadoras y trabajadores intelectuales
caracterizados por unas condiciones altamente precarias y cambiantes: el cognitariado.
Junto a las clases trabajadoras tradicionales y las no tradicionales, aparece un nuevo gru-
po cada vez más amplio compuesto por una fuerza de trabajo transnacional, extremadamente
frágil y susceptible de la más profunda explotación, debido a su aberrante condición de “sin
papeles”, es decir, de personas desalojadas de sus derechos fundamentales en nombre de la
preservación de una muy discutible definición de ciudadanía.
Si bien, como decíamos más arriba, las fronteras del trabajo atraviesan nítidamente el em-
pleo asalariado y van mucho más allá para buscar un nuevo concepto de “trabajo total” (ten-
dríamos que hablar aquí de los trabajos invisibles, como el trabajo doméstico; del voluntariado;
de los cuidados y trabajos afectivos efectuados por amor que ayudan a sostener el orden
capitalista y el patriarcado7; de los trabajo invisibilizados —que no invisibles— como el trabajo
sexual… casi siempre realizados por mujeres) y de “producción a tiempo completo”, la ocupa-
ción asalariada regular, aquella tradicionalmente ostentada por los hombres-proveedores de la
familia patriarcal, sigue apareciendo como garantía de legitimidad social y, consecuentemente,
como la forma de obtención de ciudadanía plena y visibilidad social.
Las paradas, las subempleadas, las nuevas componentes del cognitariado, algunas antiguas
proletarias, las trabajadoras y los trabajadores de economías residuales (los y las campesin@s,
por ejemplo) y, mucho más gravemente, las personas sin papeles, hemos/han pasado a ocupar
una posición subalterna en las formás de representación social o somos/son casi completamen-
te invisibles. De los más o menos delimitados tiempos de vida y producción, nos encontramos
en la era del “trabajo total”, de la constante generación de plusvalía. Tal vez por esto, por esta
falta de límites y por la constancia en la explotación se hable de “feminización” del trabajo.
Las mujeres llevamos centenares de años reivindicando las emociones y los cuerpos como
territorios y armás políticas, sin embargo ¿el biopoder difuso y copartícipe que Michael Hardt
propone frente al biopoder jerárquico de Foucault reconoce esta genealogía? ¿Subvierte real-
mente la división sexual del trabajo o más bien se limita a reconocer el valor de la afectividad y
los cuidados subrayando en el fondo, como ya lo hiciera Carol Gilligan, una esencialista, inmo-
vilista y binaria “ética del cuidado” reafirmadora?8

Trabajo/Acción/Intelecto
Como apuntábamos más arriba y como explica Paolo Virno en un iluminador texto titulado
Virtuosismo y revolución: notas sobre el concepto de acción política,9 el Trabajo ha absorbido
los rasgos distintivos de la acción política gracias a la connivencia entre la producción contem-
poránea y un Intelecto que se ha vuelto público y ha hecho su irrupción en el mundo de la vida
y las experiencias; es decir, se ha corporeizado.

En la época postfordista, es el trabajo el que cobra las apariencias de la Acción: im-

33
previsibilidad, capacidad de empezar de nuevo, performances linguísticas, habilidad
para la elección entre alternativas, con una consecuencia fatal: en relación a un trabajo
cargado de requisitos “accionistas”, el paso a la Acción se presenta como una deca-
dencia o, en el mejor de los casos, como un duplicado superfluo.10

Lo que ha provocado el eclipse de la Acción es, precisamente, la simbiosis del Trabajo con
el concepto de intelecto general, definido por Marx como “la fuerza vital de la sociedad”.
¿Cómo recuperar “la fuerza vital de la sociedad”, la inteligencia general, para la Acción política?
Según explica Paolo Virno, desalojándola del Trabajo y elaborando un tránsito hacia la
esfera pública de este Intelecto general que pasa por lo que este autor denomina “éxodo” (la
salida fuera de los límites del Estado), es decir, por la capacidad de todas y de todos para las
acciones defectivas, para el boicot, para el abandono, para la pasividad activa. Para lo que
algunas autoras, como Marguerite Duras llamaban, simplemente, el silencio. Un silencio de
habla, un silencio que construye una posibilidad otra de comunicación con el cuerpo.
Virno, igual que Negri cuando abandona la línea de pensamiento de Hobbes y Hegel a
favor de Spinoza, avanza con sus formás de actuación una desobediencia radical, una demo-
cracia más allá de los márgenes parlamentarios del estado, cuya protagonista será la multitud,
pero no una multitud indiferenciada y compacta, sino una multitud de multitudes, plena de
diversidades, compuesta de cuerpos antagonistas y no dialécticos, sexuados, con etnia, con
opción sexual… con afinidades y discrepancias diversas.
Trabajo/No trabajo: el abandono y la defección en la producción inmaterial.
La capacidad de negación, de éxodo, de abandono, ha adquirido en la época de la pro-
ducción omnívora un amargo sabor. El tiempo parcial obligado y la precariedad, otrora sabota-
je y eficaz fórmula de resistencia para algunas y algunos trabajador@s —especialmente para el
obrerismo italiano de los setenta—11 se han convertido en una estrategia de presión y control
dosificado empleado con crudeza por el capital transnacional.
El ensamblaje ente “virtuosismo y revolución” requiere nuevas herramientas para su viaje
hacia una esfera pública emancipatoria.
La producción cultural, nuestra forma de trabajo cognitarial, utiliza las posibilidades de las
redes informacionales de la net-economía como ninguna otra mercancía, a la vez que sigue
articulando sus ideas de éxito y reconocimiento sobre premisas de autonomía de horizonte
liberal: no necesito a nadie, escondo mis carencias, despersonalizo mis vínculos para regene-
rar la falaz imagen del demiurgo; me autorresponsabilizo de mi salario y necesidades básicas,
flexibilizo mis horarios y condiciones hasta adoptar el trabajo como forma de vida.
La “economía doméstica fuera del espacio doméstico” nos ha convertido a todas y todos
en proletarias/os propietarias/os de nuestros medios de producción, resolviendo en la indivi-
dualidad burguesa la paulatina erosión de los estados de bienestar (háztelo tu misma y hazte
a ti misma).
En la pared de mi dormitorio/estudio tengo libros de Toni Negri que alientan al sabotaje y
a la desvinculación de la idea de trabajo capitalista, y un cartel con un graffiti situacionista que
dice: Ne travaillez jamais!, pero yo soy una mujer precaria, y nunca he podido permitírmelo.
Mis ocupaciones están consideradas como el prototipo del trabajo inmaterial: ordeno y
sistematizo datos, colaboro activamente en la circulación de discursos ya elaborados, y en
algunas ocasiones, construyo mis propios discursos, sin alejarme demasiado de las nuevas
narrativas maestras del hipertexto, pues los códigos empleados están ya preestablecidos. Mi
interés diario es cambiarlos, contradecirlos, contaminarlos. Cuando no estoy muy cansada, a
veces, lo consigo parcialmente.

34
¿Somos cuerpos ciudadanos?:
los sujetos políticos sexuados y las ciudadanías diferenciales

La necesidad de ese escucharnos, co-participar y actuar tiene que ver con esto. Colo-
car nuestros cuerpos, con toda su complejidad debe partir de un sentir común que se
debe ir tejiendo abandonando toda identidad en sentido fuerte para poder redefinirse
en nuevos momentos y a partir de nuevos gestos que han sido los que, entre otras
cosas, han posibilitado la multiplicidad de juegos creativos y excesos varios de estos
días. Buscar la crítica de ese común (como se decía en otro texto), pero ir andándolo
desde otra perspectiva con los ojos bien abiertos, atentas y atentos, con herramien-
tas que ya tenemos construidas, otras que habrá que elaborar (extender otros lemas,
hacer frente a los ya consabidos que te devuelven como en un flash a un campo de
fútbol, conectar el discurso de la guerra con nuestra realidad social —precariedad,
privatización, militarización, migración y libre circulación, lucha feminista...— esto es
enriquecerlo, crear tal vez, símbolos que puedan hacerse extensibles con un discurso
amplio reconocible ...), para poder seguir atendiendo, que no es sino “tender a” de
forma activa, pero un “tender a” en el que resuenan los ecos propios de la escucha de
quien atiende y se tiende atendiendo.
Anónimo. Repensándonos: de lo que excede en estos días,
http://acp.sindominio.net, jueves 27 de marzo de 2003

Algunas páginas atrás, y en referencia a la aberración que supone considerar “ilegales” a algu-
nas personas por el mero hecho de traspasar las fronteras de garantía del marco legal consen-
suado proporcionado aún por los estados nacionales, hablábamos del concepto de ciudadanía.
No es mi intención dibujar aquí una historia de la ciudadanía y sus límites, por otra parte,
suficientemente explicada en el discurso de Mª Xosé Agra durante el Seminario de Cuerpos
de producción y publicado en este libro,12 sino cuestionarme, como supuesta “ciudadana de
pleno derecho” la pertinencia de este concepto y su posible vinculación con formás profundi-
zadoras de la democracia, más allá del marco representacional.
Por ciudadanía entendemos, más allá del derecho a voto o a tener un pasaporte que per-
mita una cierta movilidad —¡qué no es poco en estos tiempos!—, el derecho a construir, en
palabras de Alexander Kluge y Oskar Negt, “esfera pública” de oposición frente a una esfera
pública de mera representación13, es decir, un estado de posibilidades de articulación pública
de la experiencia necesario para la “fábrica de lo político”. En este sentido, la esfera pública
sería el producto de las y los ciudadan@s como sujetos políticos activ@s, un territorio, nece-
sariamente elaborado a partir de los antagonismos y las diferencias y no, como preconiza el
horizonte liberal, como un espacio de consenso.
La ciudadanía teóricamente plena ha sido, hasta hace muy poco tiempo, un derecho res-
tringido o carente para las mujeres, subaltern@s y demás “marginales inadecuados” (pobres,
locas y locos, no heterosexuales, hombres y mujeres no blancos/as…) y exclusivo del para-
digma tácito del sujeto político, aparentemente neutro, pero en realidad ropaje de los hombres
blancos, de clase media o alta y socialmente heterosexuales.

¿Somos, entonces, cuerpos ciudadanos? ¿Queremos serlo?


Sólo si, como explica Hector C. Silveira Gorski a partir de Chantal Mouffe en su introducción
al libro Identidades comunitarias y democracia, entendemos la ciudadanía como una práctica
y no como una identidad, solo si la corporeizamos y la construimos como diferencial y trans-

35
versal, si la entendemos como un instrumento de dotación emancipatoria, este derecho puede
dejar de ser constrictivo y autorreferencial, y puede convertirse en una herramienta útil para
todas nosotras. 14
Si tuviera que subrayar algunas de las ideas fundamentales que los diversos pensamientos
feministas han aportado a las prácticas políticas contemporáneas, y en que medida las han
modificado, señalaría — ­ como lo vengo haciendo a lo largo de este y otros textos y de los dife-
rentes escritos que han acompañado a este proyecto— fundamentalmente dos cuestiones: en
primer lugar, apuntar la capacidad del cuerpo de elaborar discurso y conocimiento, y la conse-
cuente corporeización del sujeto político, su sexualización y localización concreta, frente a una
concepción desmaterializada y abstracta de los sujetos de las acciones; en segundo lugar, y
en estrecha vinculación con lo anterior, reivindicar la concepción de la experiencia (cuyo terri-
torio de producción es el cuerpo) como constructora de historia(s).
Más allá del marco de la equiparación falaz de lo neutro, algunas teóricas recientes como
Beatriz Preciado, hablan de “equivalencia” desde las diversidades15, y otras, como Iris Marion
Young, denuncian en sus textos el imperialismo, el hostigamiento y la marginación que impone
la ciudadanía universal y las jerarquías implícitas en la igualdad —¿iguales a quién?, ¿qué pa-
radigma se esconde en este concepto?—, defendiendo un modelo de “ciudadanía diferencial”
donde no sólo esté presente el “sujeto político sexuado”, sino donde tengan cabida también
las diferencias raciales, nacionales, religiosas, de opción sexual, etc…
La profundización democrática y la participación no vicaria de los diversos colectivos so-
ciales pasa, según esta última autora, por la ampliación de los intereses de clase tradicional
y debe operar, necesariamente, con varios factores conjuntos ligados a la experiencia de sus
miembros, que deberían constituirse en grupos de afinidad autónomos con voz directa en
sus comunidades:

Al ejercer su ciudadanía, todos los ciudadanos/as deberían asumir el mismo e impar-


cial punto de vista, que trasciende todos los intereses, perspectivas y experiencias
particulares. Pero esa perspectiva general imparcial es un mito. Las personas necesa-
ria y correctamente consideran los asuntos públicos en términos influidos por su ex-
periencia y su percepción de las relaciones sociales. Diferentes grupos sociales tienen
diferentes necesidades, culturas, historias y percepciones de las relaciones sociales
que influyen en su interpretación del significado y consecuencias de las propuestas
políticas, así como en su forma de razonar políticamente. 16

Otras autoras, como por ejemplo Chantal Mouffe, comprometida con la necesidad de la
evidenciación de los antagonismos en la esfera pública, apuntan, sin embargo, la posibili-
dad de una práctica feminista dentro de la corriente radicalizadora de la democracia sin una
sexuación específica del sujeto. Sin prescindir de una revisión de las identidades fuertes,
pone el acento sobre el esencialismo que se derivaría de la existencia de un sujeto sexual-
mente diferenciado:

Estoy de acuerdo con Carole Pateman en que la categoría moderna de individuo ha


sido construida de tal manera que postula un ‘público’ universalista, homogéneo, y
que relega toda particularidad y diferencia a lo “privado”; y también en que esto trae
consecuencias muy negativas para las mujeres. Sin embargo, no creo que el remedio
sea reemplazarlo por una creación sexualmente diferenciada, “bi-genérica”, del indi-
viduo, ni agregar las tareas consideradas específicamente femeninas a la mera defini-
ción de la ciudadanía. 17

36
Si bien es cierto que, como dice Chantal Mouffe, la construcción de un sujeto procesual
políticamente consciente no puede suponer únicamente la suma de “lo considerado espe-
cíficamente como femenino” sobre las características “masculinas” del sujeto moderno, no
podemos obviar que, como apuntaba Iris Marion Young, la universalidad ideológicamente
comprometida de éste ejerce una presión homogeneizadora que expulsa la experiencia y el
cuerpo de la construcción de la ciudadanía desde su misma base: la atención a las diversas
diferencias, y entre ellas a la diferencia sexual —y a las diferencias sexuales—, sería la prime-
ra premisa para conseguir una igualdad diversa, una ciudadanía diferencial localizada, que
atendiera a las necesidades específicas de cada una, de cada uno: la elaboración de un sujeto
político sexuado parece imprescindible para lograr la integración material del cuerpo en la for-
mación de la(s) identidad(es) social(es) y la corporeización de la acción política, todavía esca-
samente postpatriacal, y en algunas de sus manifestaciones, homófoba y sexista.
Insuficientemente reconocidas en su genealogía y, muchas veces, superficialmente asimi-
ladas, la corporeización y sexuación de los sujetos políticos y la necesidad de construir una
historia plural y experiencial se han convertido, sin embargo, en substrato de algunos de los
lemás de los movimientos de resistencia global.
Ya sabemos que el capital puede rentabilizar el sexo, la raza o la nacionalidad como meras
variables de explotación. Estamos asistiendo al saqueo neutralizador de la diferencia sexual y
a la obtención de visibilidad por medio del consumo de algunos gays y algunas lesbianas en el
denominado “capitalismo rosa”.18
Desde el feminismo como una praxis política y rememorando la pregunta que Anna Jónas-
dóttir proponía en el título de su libro, nos preguntarnos, ¿le importa el sexo a la —mediática-
mente denominada— antiglobalización?
Si atendemos al aún importante desconocimiento y a la invisibilización de gran parte de
los discursos producidos por las mujeres, o si nos paramos a escudriñar con atención algunas
palabras e imágenes esgrimidas como lemás supuestamente compartidos en las movilizacio-
nes de los últimos años, como dice la cita de introducción de este capítulo, un incómodo flash
nos devuelve a la ruidosa camaradería fraternal de los campos de fútbol.
Si, es verdad que las manifestaciones parecen haber salido de la unidad monolítica y de
las aburridas y grises procesiones de los partidos y del sindicalismo al uso, y discurren ahora
recorridas por el color de la fiesta, por el goce de los cuerpos y por una afectividad recién es-
trenada (por cierto, todos ellos aspectos deudores, en gran parte, de algunos pensamientos y
algunas estéticas críticas con el austero ascetismo de las prácticas políticas materialistas más
tradicionales, imbuidas de las dificultades de expresión emocional y la desarticulación corporal
a la que se han visto confinados la mayor parte de los hombres —y mujeres— en la cultura del
estrechísimo deseo edípico).
No sólo parece urgente pensar en que medida estas formás de actuación en el espacio
público pueden ser asimiladas y desactivadas (todo táctica es contingente, todo modo de ha-
cer tiene que estar en constante cambio, recordemos a Michel de Certeau)19, sino que también
sería necesario reflexionar hasta que punto los gestos y las palabras de los cuerpos en los
espacios públicos repiten, en el fondo, dinámicas y deseos vicarios.

37
LOS CUERPOS VISIBLES (Y LOS INVISIBLES):
¿ES POSIBLE UNA REPRESENTACIÓN NO REPRODUCTIVA?

Así se explicaba que ella hubiera sido para muchos hombres el epítome de la mujer
perfecta. Había edificado él mismo el santuario de sus propios deseos, ¡se había
convertido él mismo en la única mujer que hubiera podido amar!. Si una mujer es ver-
daderamente hermosa sólo cuando encarna del modo más completo las aspiraciones
secretas del hombre, no es raro que Tristessa se convirtiera en la mujer más hermosa
del mundo, una mujer increada que no hacía concesiones a la humanidad.
Angela Carter. La Pasión de la Nueva Eva, 1977

Conscientes de que la producción de lo visible es un segmento más del trabajo inmaterial, y


que, como tal, está sujeta a sus mismos códigos de gestión y capitalización, como ya exponía-
mos en los primeros párrafos de este escrito, la deconstrucción de la representación y de las
narrativas de nuestros cuerpos permanentemente productivos y la reflexión sobre la posibili-
dad (o no) de construir imágenes y discursos cuando menos resistentes o de difícil asimilación
por parte de la industria cultural-mediática, se presentaba como el motor fundamental del pro-
yecto Cuerpos de producción.
Si, como explica Griselda Pollock,

Las prácticas culturales son definidas como sistemás significantes, como prácticas de
representación [...]. La representación necesita ser definida (contextualizada) desde va-
rios puntos. La representación de los textos y las imágenes no refleja el mundo como
un espejo, mera traducción de sus fuentes, sino que es algo remodelado, codificado
en términos retóricos. [...] La representación puede ser entendida como una ‘articula-
ción’ formal visible del orden social 20

entonces, el orden de la representación de nuestros cuerpos deviene estrategia política,


deviene tecnología 21 de construcción de la subjetividad y de la propia carne, mucho más “cul-
tural” y permeable a las relaciones de poder de lo que su aparente asiento biológico podría
hacernos pensar: ni las imágenes, ni las narraciones, ni las diferencias convertidas en alterida-
des por un sistema visual aparentemente natural e inmutable, ni los propios cuerpos, campos
de batalla de las relaciones sociales, pueden permanecer ajenos a la acción política.
La lucha por la visibilidad en el espacio público ha sido una de las grandes batallas del
feminismo y de todas aquellas teorías críticas contemporáneas que han sido conscientes de
la calidad de las imágenes como reflejo de los diversos ejercicios de poderes sociales: los es-
pejos no reflejan sino aquello que es instituido, y nuestros ojos solo perciben lo que la luz de la
mirada tradicional, una estructura de dominio, estrechamente alumbra.
Desde los años setenta, algunas autoras, especialmente en el ámbito de la teoría fílmica
y de la práctica cinematográfica 22 —aparato ideológico de extrema importancia dentro de la
industria de la cultura para construir hegemonía y asentar el control a través de dispositivos fe-
tichizadores y estereotipos inmovilizadores— han analizado y despiezado los mecanismos de
la mirada y del lenguaje, evidenciando su univocidad y su incapacidad para la horizontalidad,
su calidad de binomio levantado sobre el dominio del ojo y el logos, sobre el control del sujeto
—si, ya sabemos, neutro— sobre el objeto, en esta correspondencia obligada, condenado a la
cosificación y a la falta de interacción.
Conscientes del dominio que subyace a toda representación —como su propio nombre

38
indica, una presentación en lugar de— y conocedoras de la dinámica neutralizadora de aquello
que se hace visible, pero también sabiendo que la permanencia en la negatividad absoluta, en
el rechazo insistente, puede ser una acción defectiva inutilizada, nos planteamos: ¿es la visibi-
lidad una meta política primordial?, y si lo es, ¿qué visibilidad?
Atendiendo a los análisis que sobre los textos escritos y audiovisuales habían hecho
algun@s hombres y mujeres de generaciones anteriores, como ya indicábamos unos párrafos
atrás, la negatividad, la desestetización, 23 la defección y, a veces, la invisibilidad, pueden ser
—lo son, lo han sido— una estrategia política resistente, en algunos momentos, altamente eficaz.
Sostenidas por las prácticas de disrupción del flujo escópico que hemos aprendido —evi-
dencia de los mecanismos de construcción de la representación, dialéctica negativa, ruptura de
los límites entre lenguaje visual y verbal, distanciamiento, etc…—, la confianza que anima este
proyecto está firmemente asentada en la posibilidad de construir imágenes y cuerpos que tra-
duzcan y subviertan las relaciones de dominio de la mirada pasiva, imágenes y cuerpos hiper-
textuales, palimpsestos, sabedores de su triple elaboración —por el patriarcado, por el capital,
por los media—, conscientes de la mascarada interpretativa de las identidades: esos territorios
que yo llamaba en otro momento “hipercuerpos”24 , insumisos a los estándares divergentes
de la feminidad y la masculinidad, reflexivos y conocedores de su relación tecnológica con la
subjetividad inmaterial, y que Teresa de Lauretis llama “sujetos excéntricos”, materiales de difícil
espectacularización, excesivos o carentes, no trascendentes, sujetos debordantes de los már-
genes de la heteronormatividad y del orden de las clases tradicionales o de los estados.25
De la mano de estos cuerpos inadecuados y de estas posiciones de sujeto periféricas o ex-
céntricas —que no exteriores—, parece posible construir una representación, que si bien no es
ajena totalmente a la vicariedad, cuando menos puede ser “no reproductiva” —y por ello eman-
cipadora—: una representación, como explica Peggy Phelan, tangencial, no e-vidente, basada
en las huellas, en los índices, en la evocación, siempre contingente, nómada, des-marcada.

La recurrente contradicción entre “las políticas de identidad” con su acento en la visibi-


lidad, y la desconfianza de la visibilidad del “deconstruccionismo psicoanalítico”como
fuente de unidad o totalidad necesita ser redefinida, resuelta.[...]
No estoy sugiriendo la persistencia en la invisibilidad como una política al servicio de
la privación de derechos, sino más bien que la oposición binaria entre el poder de la
visibilidad y la impotencia de la invisibilidad es falsa. Hay una forma de poder real en la
permanencia en la des-marcación/no-representación; hay serias limitaciones en consi-
derar la representación visual como una meta política.
La visibilidad es una trampa; asume la vigilancia y la ley, provoca voyeurismo, fetichis-
mo, apetito colonial/imperialista de posesión. 26

Porque, alentadas por lo que Martha Rosler denomina la “representación participativa” 27,
pensamos que nuestra labor como artistas y productor@s culturales a favor de las luchas de
aquí y ahora es construir representaciones y relatos y gestos que den cuerpo a nuestros sue-
ños y posibiliten la transmisión de nuestras experiencias, que generen memoria y conocimien-
tos colectivos, que dibujen narraciones de la multitud de multitudes de la que formamos parte,
que produzcan historia(s).
Entrelazar las autobiografías de todas, de todos para desafiar los límites de lo visible y lo
invisible, seguras de que con ello, y con la presencia persistente de nuestros cuerpos en las
calles —
­ los cuerpos de todas, los cuerpos de todos— , llevamos a cabo una acción política.

Las estrategias autobiográficas ofrecen otro ejemplo de formás de ruptura con la cade-

39
na de lo visible. Diarios, memorias y recolecciones de apuntes son marginalizados para
impedir que la voz de la gente gane un lugar en la arena de la visibilidad. Estos son unos
formatos, a menudo y con muy pocas excepciones, condenados a la invisibilidad. [...]
Como estrategias, ellos retienen todo su potencial subversivo. Con su efecto de des-
plazamiento sobre la oposición entre lo público y lo privado —predominante en los
trabajos de personas de color así como en los movimientos de mujeres— las formás
autobiográficas no implican necesariamente narcisismo, y lo personal se convierte
en comunitario, no sólo en mero acceso privilegiado a las cuestiones privadas de un
individuo. [...] Así, la autobiografía con su carácter singular y colectivo es una vía de
construir historia y de reescribir la cultura. 28

Barcelona, marzo-abril de 2003

1 Para una referencia más extensa G.: El poder del amor. ¿Le importa el dentro del libro Blanco, P, Carrillo, J,
a este término, acuñado por Suzane sexo a la Democracia?. Cátedra, Ma- Claramonte, J & Expósito, M (eds.): op.
Lacy, véase el texto de Felshin, Nina: drid, 1993, así como una contestación cit. (2001), págs. 268-271.
“¿Pero esto es arte? El espíritu del arte y ampliación del “valor de los afectos” 14 Véanse al respecto Silveira Gorski,
como activismo” dentro del libro Blan- expuesto por Jónasdóttir en Vega, Hector (ed.): Identidades comunitarias y
co, P, Carrillo, J, Claramonte, J & Ex- Cristina: “Tránsitos feministas”, Pue- democracia. Trotta, Madrid, 2000, o en
pósito, M (eds.): Modos de hacer. Arte blos. Revista de Información y Debate. un tono muy diferente, algunas revi-
crítico, esfera pública y acción directa. Madrid, octubre, 2002, nº 3 (II época). siones desde diversos feminismos del
Universidad de Salamanca, Salaman- 8 Véanse, al respecto, Hardt, Michael: término ciudadanía, como por ejemplo,
ca, 2001, así como la intervención de “Trabajo afectivo”, accesible en Enci- Sassen, Saskia: Contrageografáis de
Montse Romaní dentro del seminario clopedia de los espejos www.nodo50. la globalización. Género y ciudadanía
de Cuerpos de Producción titulada org/enciclopediaespejos y el libro de en los circuitos transfronterizos. Tra-
“Políticas espaciales”, publicada en Gilligan, Carol: La moral y la teoría. ficantes de sueños, Madrid, 2003 o
este volumen. Psicología del desarrollo femenino. McDowell, Linda: Género, identidad y
2 Deutsche, Rosalyn: “Agorafobia” FCE, México, 1994. lugar. Cátedra, Madrid, 2000.
en el libro Blanco, P, Carrillo, J, Clara- 9 Virno, Paolo: “Virtuosismo y revo- 15 Véase Preciado, Beatriz:
monte, J & Expósito, M (eds.): lución: notas sobre el concepto de Manifiesto contrasexual. Opera Prima,
op. cit. (2001). acción política”, publicado en el nº Madrid, 2002.
3 Deutsche, Rosalyn: op. cit (2001), 19-20 de la revista Futur Antérieur 16 Young, Iris M.: ”Vida política y dife-
pág. 338. (París, 1994) y editado en castellano en rencia de grupo: una crítica del ideal
4 Véase Phelan, Peggy: Unmarked: el libro del mismo autor Virtuosismo y de ciudadanía universal” en Castells,
The politics of performance. Routledge, revolución. La acción política en la era Carme (comp.): Perspectivas feministas

NOTAS
Nueva York, 1993. del desencanto. Traficantes de sueños, en teoría política.. Paidós. Barcelona,
5 Foucault, Michel: Historia de la Madrid, 2003. Está disponible también 1996, pág. 106.
sexualidad (3 vols.) Siglo XXI, Madrid, en la red en http://sindominio.net/bi- Iris M. Young expone en este texto una
1995 (1º ed. vol.1 1976; vols. 2 y 3 blioweb/pensamiento/virno.html argumentada crítica al universalismo
1984). Véase también, a cerca del 10 Virno, Paolo: op. cit. (2003), pág. 91. igualitarista, así como al llamado “dife-
término biopolítica, Foucault, M., “Naci- 11 Véase, por ejemplo, Negri, Antonio: rencialismo mayoritario” de Benjamin
miento de la biopolítica”, Archipiélago, Dominio y sabotaje. El viejo Topo, Barber, a partir de lo expuesto por este
nº 30, 1997. Barcelona, 1979. autor en el libro Strong Democracy:
6 Véase Lazzarato, Maurizio: “El ciclo 12 Véase en este mismo volumen Participatory Politics for a New Age
de la producción inmaterial”, ContraPo- Agra, Mª Xosé: Ciudadanía y (Berkeley/University of California Press.
der, nº 5, Madrid, invierno 2001. cuerpos políticos. Berkeley, 1984), y, frente a él, propone
7 Véase, al respecto, el discutible pero 13 Véase Kluge , Alexander y Negt, un sistema de gobierno basado en gru-

40
interesante libro de Jónasdóttir, Anna Oskar: “Esfera pública y experiencia” pos de subalternos autoorganizados,
con poder de decisión y de veto en la “Considero que la concepción del 22 Desde estas páginas, mi reconoci-
vida política comunitaria: “Barber no sujeto que puede construirse desde la miento más profundo para estas mu-
teme la disrrupción de la mayoría y de crítica feminista no tiene por qué ser jeres (Laura Mulvey, Marguerite Duras,
la racionalidad por el deseo y el cuerpo, necesariamente ‘un sujeto genérico’ Martha Rosler, Teresa de Lauretis,
a diferencia de lo que sucedía con los ontológicamente fundamentado en lo Yvonne Rainer, Marita Sturken, Chan-
teóricos republicanos del siglo XIX. Sin femenino. (...) tal Akerman, Kaja Silverman, Trinh T.
embargo, sigue concibiendo el ámbito La idea de sujeto como proceso sig- Minh-ha, Barbara Hammer, Ann Kaplan,
público cívico como algo definido por la nifica que él- ella no pueden ser vistos Barbara Kruger, Lizzie Borden, Giulia
mayoría, lo opuesto a la afinidad grupal por más tiempo coincidiendo con su Colaizzi, Peggy Phelan, Sadie Benning
y a las necesidades e intereses parti- conciencia sino que debe ser pensado …y un largo etcétera), que nos han
culares. Distingue nítidamente entre como una identidad compleja y múlti- posibilitado una praxis y un corpus de
el ámbito público de la ciudadanía y la ple, como el sitio de una interactuación lectura de las imágenes líquido, habi-
actividad cívica, por un lado, y el ám- del deseo con la voluntad, de la subje- table y rico, y nos han proporcionado
bito privado de las identidades, roles, tividad con el inconsciente”. (Campillo, horas de intenso placer y activismo.
afiliaciones e intereses particulares, por Neus: Crítica, libertad y feminismo. La 23 Véase al respecto, por ejemplo,
otro”. Young, Iris M.: op. cit. (1996), conceptualización del sujeto. Episteme, Lauretis, Teresa de: “Estética y teoría
pág. 105. Valencia, 1995, págs. 16-17. feminista: reconsiderando el cine feme-
Para una perspectiva más amplia sobre 18 A este respecto, y desde una po- nino” dentro del catálogo 100 %. Junta
su discurso, muy útil para nosotras a sición queer nada complaciente, es de Andalucía/Ministerio de Cultura,
pesar de estar absolutamente centrado muy interesante el texto de Romero, Sevilla, 1993.
en el marco social norteamericano, Carmen: “ De diferencias, jerarquiza- 24 Véase Ruido, María: “Hipercuerpos:
véase Young, Iris M.: La justicia y la ciones excluyentes y materialidades apuntes sobre algunos modelos
política de la diferencia. Cátedra. de lo cultural. Una aproximación a la mediáticos en la elaboración de la
Madrid, 2000. precariedad desde el feminismo y la representación genérica”, disponible
En esta misma línea de crítica a la teoría queer”. Revista de Relaciones en www.intrepidas&sucias.com y en
ciudadanía universal cabría citar, por Laborales (monográfico “Reconoci- www.efimera.org/intrepidas
ejemplo, a Moller Okin, S.: “Desigual- miento, redistribución y ciudadanía”), 25 Véase Lauretis, Teresa de: “Sujetos
dad de género y diferencias culturales” Madrid, 2003. excéntricos” en el libro de la misma au-

NOTAS
o a Phillips, Anne: “¿Deben las feminis- 19 Véase Certeau, Michel de: Artes tora titulado Diferencias: op. cit. (2000).
tas abandonar la democracia liberal?”, de Hacer (vol. 1): La invención de lo 26 Phelan, Peggy: op. cit. (1993), pág.
ambos textos en Castells, Carme cotidiano. Universidad Iberoamericana, 6 (la traducción es mía).
(comp.): op. cit. (1996). México D.F , 2000. 27 Véase Rosler, Martha: “Si vivieras
17 Mouffe, Chantal: “Feminismo, ciu- 20 Pollock, Griselda: Vision and Diffe- aquí” dentro del libro Blanco, P, Ca-
dadanía y política democrática radical” rence. Routledge, Nueva York, 1994, rrillo, J, Claramonte, J & Expósito, M
en Beltrán, Elena y Sánchez, Cristina pág. 6 (la traducción es mía). (eds.): op. cit. (2001).
(eds.): Las ciudadanas y lo político. 21 Véanse Foucault, Michel: Tecnolo- 28 Trinh T. Minh-Ha: “The World as
Instituto Universitario de Estudios de la gías del yo. Paidós, Barcelona, 1996 y Foreign Land” dentro de libro When
Mujer/UAM, Madrid, 1996, págs. 10-11. Lauretis, Teresa de: “La tecnología del the moon waxed red. Representation,
Dentro de esta misma línea de cons- género” en el libro de la misma autora gender and cultural politics. Routledge,
trucción de un sujeto político no sexua- Diferencias. Horas y horas, Nueva York, 1991, págs. 191-192.
do estaría también Neus Campillo: Madrid, 2000.

41
1 2

42
1 a 4 Plan Rosebud 1:
La escena del crimen
2008 / 113 minutos
Video ensayo documental, largometraje

43
ALGUNOS TRABAJOS
EN VIDEO

Cronología
1997 / 9 minutos
Grabada y editada en la
Escola de Imaxe e Son
(1997-2008)
4
A través de un recorrido fragmentario por un libro de texto de
historia contemporánea paralelo a un recorrido por mi propio
cuerpo marcado por algunas de las “grandes fechas” dentro
de la cultura occidental, la acción en video Cronología cues-
de A Coruña (EIS) tiona los límites de la radical separación entre la Historia
y la historia (de la history y la story), evidenciando —a través
de la narración de la dilatada vida de una mujer que abarca
más de 200 años y que asiste, sin proponérselo, a los gran-
des eventos políticos institucionales—, la calidad de elabo-
ración asociada al poder del relato histórico, así como la
necesidad de toma de conciencia de nuestra capacidad de
construcción de la historia como sujetos políticos sexuados.

La voz humana El silencio material. El lenguaje como territorio de debate


1997 / 7 minutos / el cuerpo como generador de discurso (después de algu-
Grabada y editada en la nos años…)
Escola de Imaxe e Son La voz humana, videoacción realizada en 1997, es un trabajo
de A Coruña (EIS) sobre la violencia del lenguaje, sobre la utilización pública de
la palabra y sobre la operatividad de los discursos construi-
dos bajo premisas no consensuadas sino impuestas.
Tomando como punto de partida un fragmento del libro
de Miguel Cereceda El origen de la mujer sujeto (1996), donde
el autor habla de diversos territorios lingüísticos y de su vin-
culación genérica, este proyecto reflexiona sobre la voz de las
mujeres (no siempre propia, sino muchas veces mero reflejo
de formás estereotipadas), y propone una fusión cuerpo/llen-
guaje —una rematerialización del discurso— que genere un
territorio híbrido extendido, más allá de la asimilación acrítica
de paradigmás hegemónicos, pero también lejos de la posi-
ción ahistórica del silencio vacío.

44
Ethics of care Este proyecto propone el bricolaje-fragmentación como una
1999 / 17 minutos práctica política activa e indaga en la posibilidad de la cons-
Generado a partir de trucción de una mirada placentera transformadora a partir de
la elaboración de los dos una lectura transversal de representaciones mediáticas ho-
diaporamás (1998) que mologadas —la pornografía, la publicidad o el canon artístico
conforman los ejes centrales tradicional.
del video y realizado, La imagen pornográfica, un modo de representación
nuevamente, en colaboración especialmente asociado a la fragmentación y el destrozo de
con Chus Pato y María los cuerpos —incluso a la violencia sobre ellos—, puede ser
Esteirán, la grabación de las descubierta —también por las mujeres— como una forma de
imágenes tuvo lugar durante oposición frente al desnudo artístico, frente al cuerpo coor-
una rave en la Sala Nasa de dinado y continuo elaborado por el canon; puede ser leída,
Santiago de Compostela el de esta manera, como una forma de resistencia, como una
14 de mayo de 1999 estrategia de desestetización a través de la saturación y la
evidencia en el interior mismo de la mirada voyeurística más
manida, descubriendo una de las fisuras del poder hegemó-
nico en las que podemos apoyar no solo una forma de crítica,
sino una posición política operativa frente a la mirada única.

Sinopsis ensayos documentales

La memoria interior Este trabajo, producto de un viaje a Alemania realizado en


2002 / 33 minutos diciembre de 2000 y de una investigación personal de más de
Idioma original: dos años de duración, aborda el tema de la construcción de
castellano / gallego la memoria y de los mecanismos de producción de la historia.
Subtitulado: inglés A través del relato de la historia de mi familia, indaga en el
recuerdo de la reciente emigración desde el estado español
a Europa, y reflexiona sobre los mecanismos del olvido y el
recuerdo, recuperando la idea de la construcción de la memo-
ria como un nexo y un diálogo, y la elaboración a partir de la
experiencia personal frente a la idea de historia y de memoria
oficial, restringida a lo institucional y articulada en torno a la
estetización y la desactivación de los sujetos políticos.
La memoria interior subraya el protagonismo del cuerpo
como territorio de memoria y ausencia, y como agente político.
Los cuerpos emigrantes son cuerpos registrados, transeúntes
necesarios, flujo de fuerza de trabajo obligada al desplaza-
miento, y ausentes recordados que retornan años más tarde.

Tiempo real En un texto de 1993, “Virtuosismo y Revolución”, Paolo Virno


2003 / 43 minutos expone algunos de los componentes fundamentales del de-
Idioma original: nominado trabajo inmaterial, al tiempo que se pregunta cómo
castellano volver a dotar de (contra)poder aquellos rasgos que, como la
Subtitulado: inglés flexibilidad, la reticularidad, la imaginación o la capacidad de
improvisación, habían sido patrimonio de algunas prácticas
políticas y que, paulatinamente, han sido asimilados y renta-
bilizados por las formás de producción transnacionales hasta

45
convertirlas en las estrategias propias del capital global.
Como ya había ocurrido con algunos productos del arte,
la Historia de las mercancías se desmaterializa y se refetichi-
za, adquiere las maneras y las plusvalías de la producción
simbólica: es el tiempo del trabajo a tiempo completo, de los
cuerpos productivos más allá del horario laboral.
Habitantes del “trabajo total”, desde los setenta y frente al
sindicalismo tradicional, el llamamiento a la deserción produc-
tiva se convierte en una posición de resistencia fundamental.
En este clima redefinitorio y a partir de mi propia experiencia
como trabajadora cultural se sitúa Tiempo real, un proyecto
que trata de investigar sobre la posibilidad/oportunidad de
construir una visibilidad y una narratividad propias de la nueva
clase trabajadora.
Estructurado en torno a dos ejes —(des)organización y
(re)alojo— que articulan las estrategias señaladas en el párra-
fo anterior, y con la emblemática película de Chantal Akerman,
Jeanne Dielman (1975), como material (de)constructivo funda-
mental, este proyecto quiere ser una investigación implicada
sobre algunos grupos de mujeres europeas que trabajan en
torno a las actuales condiciones de precariedad, un trabajo
que propone una lectura paralela de algunos discursos y ac-
tuaciones feministas y algunas estrategias de representación
como prácticas políticas referenciales.

Ficciones anfibias, Ficciones anfibias surge en 2003 al amparo de la iniciativa


2005 / 33 minutos Processos Oberts y termina en el 2005 con P-O-2 (Queda la
Idioma original: marca). www.p-oberts.org
castellano / catalán El proyecto es un intento de análisis sobre los cambios
Subtitulado: sociales, económicos y emocionales que las nuevas condi-
castellano / inglés ciones de producción, impuestas sobre el textil tradicional
ubicado en el cinturón industrial de Barcelona, han generado
en la población de estas ciudades, muy especialmente en la
vida de las trabajadoras y extrabajadoras de estas fábricas.
Terrassa y Mataró, con una historia socio-industrial bien
conocida, se presentaban como un terreno abonado para
ubicar dos casos de estudio concretos sobre las relaciones
de la representación y los cambios acaecidos en el territorio
del trabajo y el empleo. Este trabajo documental se centra en
el fenómeno de la deslocalización, un efecto generado por la
optimización máxima del capital transnacional, que produce
la degradación de las condiciones de trabajo no solo fuera
de nuestro espacio económico europeo, sino también dentro
del propio estado. El video contrapone el discurso mediático,
maniqueo y victimista, con las palabras de las y los trabaja-
dores textiles —tanto estatales como extranjeros—, al tiempo
que señala como la economía informal en el sector textil —los
llamados talleres ilegales— no son un producto de las últimás

46
oleadas inmigrantes, sino que proceden de la reestructuración
que el sector había experimentado en los años ochenta con
el cierre de muchas fábricas que se “domestican” y subsisten
a través de estas formás de producción flexible. Las últimás
imágenes (Birmingham y Londres) aluden a ciertos modelos
latentes en estas transformaciones, algunas de ellas tan cer-
canas y exitosas como la denominada “marca Barcelona”.

Plan Rosebud 1: El primer capítulo de Plan Rosebud se centra en el reciente


La escena del crimen, debate social en torno a la llamada Ley de memoria histórica
2008 / 113 minutos en España, y la actual relación entre los lugares de memoria y
Video ensayo las políticas de memoria, y las industrias culturales, muy es-
documental, largometraje pecialmente estudiados, en nuestro caso, a través del turismo
de guerra y el turismo conmemorativo —que forma el grueso
del material de los cuatro escenarios que contiene esta prime-
ra película—. Este estudio, igual que la segunda parte de Plan
Rosebud, se estructura en cuatro capítulos y tres intermedios,
y no sólo se limita al Estado español, y en especial a Galicia
(el lugar donde yo —y el general Francisco Franco— hemos
nacido), sino que se presenta como un estudio comparativo
con Reino Unido y, en general, con las políticas de memoria
europeas tras la II Guerra Mundial. El motivo para escoger el
Estado británico como variable comparativa más significativa
tenía que ver con el hecho de ser una democracia europea
bien establecida con un pasado completamente diferente al
que nosotros hemos heredado de la dictadura franquista, y,
sin embargo, como descubrimos a lo largo de este proceso,
con dinámicas bastante más similares de lo esperado en lo
que se refiere al entrelazamiento entre las industrias culturales
y la memoria —un fenómeno imparable y supraestatal debido
a la globalización económica— y también con políticas de
memoria igualmente selectivas en lo que atañe a episodios
que puedan contradecir o cuestionar las narrativas heroicas
compactas y lineales que transmiten el Estado o los medios
de comunicación —me estoy refiriendo, por ejemplo, al esca-
so eco que han tenido las investigaciones sobre los campos
de prisioneros alemanes e italianos en Reino Unido hasta
hace bien poco.
Los tres intermedios de esta primera parte del proyec-
to desarrollan temás privilegiados desde el principio en los
diversos esbozos del trabajo: la construcción y control del
cuerpo por diversos organismos de control, ya sea mediante
la represión o mediante la legislación de políticas sociales; la
capitalización del pasado y la deconstrucción de las mitolo-
gías históricas transmitidas a través de las políticas de memo-
ria; y, por último y de forma muy central, la relación del cine
con la construcción de la memoria personal y colectiva y de
las narrativas históricas —especialmente visible en algunos

47
ejemplos utilizados en colisión o reafirmación con las palabras
y las imágenes recogidas por nosotros, como Raza (1941), de J. L. Sáenz de Heredia, Harka
(1941), de Carlos Arévalo, Esa pareja feliz (1951), de Luis G. Berlanga y Juan Antonio Bardem,
o The longest day (1964), de Darryl F. Zanuck.
Los cuatro escenarios que desarrolla Plan Rosebud 1 estaban contenidos ya en la vi-
deoinstalación La escena del crimen, que presentamos por primera vez en noviembre de 2007,
y extensamente explicados en el texto del mismo nombre. Este material se centraba en la
reutilización actual de campos y colonias penitenciarias ubicadas en Galicia y Gran Bretaña (el
cementerio de Ourense y la isla de San Simón en Vigo), el Eden Camp (en Malton, North Yorks-
hire, actual emplazamiento del Museum of the Peoples War), así como en un recorrido sobre la
actual industria del turismo en la Alta Normandía, a través de las cinco playas del desembarco
aliado en 1944, Pointe du Hoc y el pueblo de Sainte-Mère-Èglise.
La memoria como instrumento político, como herramienta de construcción de Estado,
pero también, como explica Jorge Blasco en El arte turístico de la memoria, la memoria como
fetiche, la memoria como objeto de mediación del viaje, aunque éste sea a una escena del
crimen, a un escenario de represión o guerra. Como ese inefable turista parapetado tras la
cámara, tal vez ninguno de nosotros podamos soportar el enfrentamiento con los escenarios
de la muerte, y por eso, más que en ningún otro lugar, el souvenir, que no el recuerdo, se con-
vierte en un objeto de transición. Los lugares de memoria, aquellos que, según Pierre Nora, la
sociedad civil o el Estado —o ambos— consideran territorios simbólicos imprescindibles para
el desarrollo y mantenimiento de la memoria colectiva, se han convertido, desde hace ya dé-
cadas, en parte complementaria o central de itinerarios turísticos. Ya sea en forma de memo-
riales, tumbas, escenarios de batallas, archivos o documentos, la cosificación de la memoria
introducida en el sistema capitalista y poscapitalista sigue un curso ascendente.
Visitar estos territorios del pasado releídos ha tenido, para nuestra experiencia y nuestra
investigación, una rara cualidad de autenticidad: todos ellos, pero especialmente los más
cercanos, Ourense o San Simón, nos obligan a enfrentar el problema de la ubicación de la
memoria en el presente, de la utilización política de estos espacios y del futuro de su conser-
vación. Tal y como comentábamos con Jo Labanyi en el encuentro que con ella sostuvimos en
Barcelona en mayo de 2007, ¿cómo preservar los escasos restos de los campos de concen-
tración, las precarias huellas de las colonias penitenciarias o los pocos campos de trabajo que
subsisten? ¿Es necesaria su museificación o debemos reutilizarlos, mantenerlos a través del
cambio, del uso, de la revitalización, aun al precio de la turistización de estos lugares?. Pero si
queríamos hablar de lugares de memoria y de su resignificación actual, no podíamos dejar de
visitar el lugar más controvertido dentro del Estado español, construido para el propio dictador
para albergar sus restos y presentado como “lugar de reconciliación”.
Junto con los cuatro escenarios ya contenidos en La escena del crimen, esta primera
película aporta nuestra grabación del 31º aniversario de la muerte del general Franco el 18
de noviembre de 2006, el último acto permitido en el Valle de los Caídos antes de la aproba-
ción de la Ley de memoria. Al igual que nos confesaba Cecilia Bartolomé en la entrevista que
le hicimos en Madrid a principios de 2007 en relación a su filme Después de..., las sensacio-
nes fueron contradictorias. Si en algún momento podríamos pensar que el Estado español
había superado completamente el legado dictatorial y el orden social que lo escenifica, estas
imágenes —de sorprendente parecido a las grabadas por los hermanos Bartolomé a finales
de los setenta— no sólo evidencian aún la resistencia de un pequeño pero ruidoso grupo de
nostálgicos, sino que contextualizan, y esto sí nos parece preocupante, la posición revisio-
nista de la derecha parlamentaria, al tiempo que revelan un substrato social sino inmovilista,
al menos pasivo, que sigue pensando que es mejor “no remover el pasado” y que la Transi-

48
ción es imperfectible.
Plan Rosebud 2: Y precisamente en la Transición española y en su contexto
Convocando a los cultural, así como en los últimos años del laborismo británico
fantasmas de los setenta y en la llegada al poder de la líder conserva-
2008 / 120 minutos dora Margaret Thatcher, enfoca su atención la segunda parte
Video ensayo del filme y trata de desmontar, a través del análisis de algunos
documental, largometraje casos concretos de movimientos sociales y de producciones
de la cultura popular, la idea de la Transición como un pacto
de elites, el discurso oficial, teleológico y compacto de una
clase política que, con Adolfo Suárez y el rey Juan Carlos al
frente, “salvó” al Estado español de una nueva guerra civil
posibilitando el cambio “pacífico” a un régimen democrático
—como podemos ver y escuchar, por ejemplo, en el relato
mitológico-mediático por excelencia, La Transición española,
la serie dirigida por la periodista Victoria Prego en los prime-
ros años del Gobierno de Felipe González.
De nuevo el discurso épico, construido a través de los
media y de cierto tipo de cinematografía, falsea, desde nues-
tro punto de vista, el trabajo real y la madurez de una socie-
dad civil que, desde hacía décadas, sostenía una resistencia
más o menos solapada contra las estrategias represivas e
instrumentalizadoras de la dictadura. Nuestro interés aquí
es estudiar la cultura popular en relación con las diferentes
fuerzas sociales protagonistas del cambio político —desde el
sindicalismo de base hasta el movimiento feminista, pasando
por las asociaciones de vecinos o los colectivos de gays y
lesbianas— y analizar por qué y cómo ciertas imágenes del
cine militante que trasparentan el esfuerzo colectivo de estas
luchas han sido relevadas o incluso censuradas indirecta-
mente para posibilitar la narrativa triunfante, personalista y
lineal que todos hemos aprendido a través de la televisión o la
prensa de mayor difusión.
Los tres intermedios de Plan Rosebud 2 desarrollan parti-
cularmente una visión crítica de estas estrategias mediáticas
y culturales, haciendo hincapié sobre las políticas informa-
tivas, sobre la producción de la música popular en relación
al contexto social y sobre la práctica desaparición y desco-
nocimiento del cine militante y sus formás de producción y
distribución (hablamos, por ejemplo, de los casos de Carlos
Varela y el Colectivo de Cine de Clase en el Estado español, y
de Cinema Action o Berwick Street Collective en Reino Unido,
no desaparecidos, pero sí museificados, como nos explicaba
en Londres en mayo de 2008 Humphrey Trevelyan, que fuera
miembro de Berwick Street Collective). En este caso, el con-
trapunto comparativo con Gran Bretaña es especialmente
interesante, tanto porque para los productores culturales de
los setenta y ochenta en España, Londres era una referencia
inevitable —especialmente para los músicos de la llamada

49
“Movida”—, como por el paralelismo social que supone la
crisis económica sufrida durante el prethatcherismo y el thatcherismo que tiene su reflejo
tardío en la reconversión de la industria pesada en España y el ciclo de luchas sociales de los
80 que ésta produjo, y que establecen un continuo con el ciclo de protestas comenzado ya
durante el último franquismo con consecuencias gravísimás para la clase trabajadora (muertes,
cárcel y durísimás represalias).
Por su parte, los cuatro capítulos desarrollados en Plan Rosebud 2 proponen una conti-
nuación con el contexto de la primera parte de la película y presentan un tratamiento parecido,
desde el contexto actual, de algunos lugares concretos. Las minas de wolframio de Casaio y
Fontao y su relación con la política económica y empresarial del franquismo; las bases ame-
ricanas establecidas en Europa a partir de la política diseñada por la Guerra Fría —Estaca de
Bares y Greenham Common, para ser más precisos—; la represión ejercida sobre los trabaja-
dores en Gran Bretaña y en el Estado español durante los setenta y ochenta —y en concreto,
los acontecimientos del 10 de marzo de 1972 en Ferrol—; así como el ciclo de luchas y la po-
sibilidad de agenciamiento de nuestros propios cuerpos y subjetividades propiciados por los
diversos feminismos y los distintos movimientos de gays y lesbianas durante las décadas de la
Transición y el prethatcherismo, conforman los espacios físicos y temporales de esta segunda
parte del filme.
Entre ambos territorios espacio-temporales, tanto en el británico como en el español, se
extiende una línea conceptual tenue pero común. Como ya comentaba al comienzo de este
escrito, las formás de control del Estado sobre nuestros cuerpos y nuestras subjetividades
(lo que Foucault llamó la biopolítica) trazan interesantes intersecciones entre ambos paisajes
a pesar de sus evidentes diferencias. Si entre los años treinta a los cincuenta las políticas re-
presivas del Estado español —con los campos de concentración y las colonias penitenciarias
como máximos ejemplos— dominaban con estrategias brutales el cuerpo individual y social
—muy especialmente el de las mujeres—, en los sesenta y setenta observamos como el cuer-
po colectivo muta con la entrada del turismo y el capitalismo global. Pero será sobre todo con
la muerte del dictador cuando este cuerpo colectivo se travista, se “coloque”, y se vaya de
fiesta en un paréntesis extático que parecía enterrar para siempre el nacionalcatolicismo dic-
tatorial y sus interminables herencias. Sin embargo, la llegada de la pandemia del sida algunos
años después del “fallido” —¿o tal vez no?— golpe de estado militar del 23 de febrero de 1981
supone una brutal vuelta al orden.
Los estados —y en este caso, el Estado español— utilizan la pandemia como una metá-
fora del desorden social, como un instrumento represivo en medio de una década, los años
ochenta, de intenso sabor conservador. De nuevo, las políticas de control reaparecen aunque
en formás diferentes: la prevención deviene proteccionismo, y la autonomía política y sexual
deviene una socialdemocracia postmoderna comandada por un nuevo Partido Socialista Obre-
ro Español-PSOE que “rediseña” una nueva España bajo el signo del olvido y el consenso.
Este mismo PSOE renovado es el que hoy, apropiándose del capital simbólico republicano que
antes desechó, ha elaborado una Ley de memoria pobre y escasa, que no hace sino revalidar
nuevamente el pacto transicional bajo la mirada severa del Partido Popular.
Aparentemente callados, pacientemente expectantes, los fantasmás de nuestra desmemo-
ria se han paseado por los cuentos domésticos de nuestras abuelas, por películas y novelas
desde mucho antes de la muerte del dictador. Sin embargo, como escribe certeramente Tzve-
tan Todorov en Los abusos de la memoria, la convocatoria a los fantasmás no puede ser una
obligación porque “recobrar el pasado es, en democracia, un derecho legítimo, pero no debe
convertirse en un deber [...] El derecho al olvido existe también”. Olvidar y recordar son parte
del proceso de permanente construcción de la memoria, y sería cruel condenar, ya sea desde

50
instancias públicas o privadas, a aquellos que han vivido hechos tantas veces traumáticos al
permanente recuerdo. Por supuesto, tampoco es deber del Estado “legislar” la memoria, sino
proporcionar medios y disipar obstáculos que puedan entorpecer su investigación para ser el
“informante de la historia”, como ya apuntábamos.
Entonces, si el Estado no debe ser su depositario único, ni su único transmisor, ¿no somos
nosotros, la sociedad civil, los que ahora tenemos un cierto “deber” de memoria? Como pro-
ponía la cita de Walter Benjamin que encabeza este texto, nuestra intención en este complejo
y largo proceso de trabajo era “cepillar la historia a contrapelo”, convocar y escuchar a los
fantasmas, y descubrir entre las ruinas narraciones menos ordenadas y compactas, más difu-
sas y orgánicas, que posibiliten otras historias. Si hemos conseguido transmitiros a vosotros
algunas de estas preguntas y sospechas, y contribuir al debate sobre nuestro contexto actual
de las políticas de memoria, nuestro objetivo fundamental estará cumplido.

La voz humana
1997 / 7 minutos
Videoacción

María Ruido (Pidre, Ourense, 1967) (directora, 1997); chips:01, Circuitos Santiago, 2006, Praga, Berlín y Milán.
Doctora en Bellas Artes, Universidad emergentes de la cultura digital Corpos de producción, Lost in Sound,
de Vigo, España; licenciada en Historia (coordinadora, 2001); Cuerpos de 2003, y Proxecto-Edición, 2006 y 2008,
del Arte, Universidad de Santiago producción: miradas críticas y relatos Centro Gallego de Arte Contemporáneo
de Compostela, España; estudios feministas en torno a los sujetos exposiciones individuales:

de Teoría del Arte, Centro de Arte sexuados en los espacios públicos de Plataforma de video, 1998 (cgac)
e Comunicaçao Visual de Lisboa, Santiago de Compostela (curaduría). y What´s The Price of Love?, 2003
Portugal. Actualmente es profesora exposiciones colectivas: (Iglesia de la Universidad) en Santiago

SEMBLANZA
de Diseño e Imagen en la Facultad en Barcelona, ovni 2003, cccb; Total de Compostela; Os traballos e os
de Bellas Artes de la Universidad de Work, 2003, Sala Montcada; Processos días, 2006, Galería Ad Hoc, Vigo.
Barcelona, España. Oberts 2003-2005. Fuera de Barcelona: Proyecto en curso: Plan Rosebud,
proyectos: Seminario Representación Digitales 02, Bruselas; Outsourcing, sobre documentalidades, lugares y
femenina: La pervivencia de modelos 2002, Londres; Atelier Europe: a small políticas de la memoria, Proxecto-

51
patriarcales y su cuestionamiento, post-fordian drama, 2004, Munich; Edición, coproducción: cgac, marco y
Fundación Ramón J. Sender–uned Videozone 3, 2006, Tel Aviv; Destino: Fundación Luis Seoane.
W& © Textos: María Ruido

Todas las obras reproducidas: © María Ruido y


Centro Gallego de Arte Contemporáneo (cgac)

Editor: María Ruido


Coordinación editorial: Ruth Estévez
Cuidado de la edición: Azul Aquino
Diseño editorial: Alcíbar Vázquez

EXPOSICIÓN

Curadores: Carles Guerra y Andrés Hispano

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