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El estado de Israel fue una vez más el país más condenado por la ONU durante
el 2018, luego que la Asamblea General aprobara más de 20 resoluciones
específicas el año pasado en donde destacan la persistencia de construcción
de asentamientos ilegales en Cisjordania, la reapropiación de la ciudad de
Jerusalén y violaciones sistemáticas de los derechos humanos hacia
comunidades palestinas en todo su territorio, las cuales luego de sufrir 70 años
de ocupación y limpieza étnica, siguen viviendo dentro de un sistema de
apartheid. Esto acompañado del reconocimiento y traslado de las embajadas
de los gobiernos de Estados Unidos y Brasil a Jerusalén como capital de Israel,
no es solamente una provocación de estos países, sino también la
profundización de un proceso colonial, que se ha ampliado con el paso de las
décadas y que puede ser fácilmente ilustrado comparando el mapa actual de
la zona en relación a lo que fue la partición original territorial de la ONU de
1947, entre judíos y palestinos.
Lo paradójico en todo esto, es que la salida para acabar con la judeofobia fue
justamente sacar a los judíos de Europa, así como la cristiandad lo quiso
siempre, en vez de pensar de manera plurinacional y cuestionar las bases
mismas de la colonial modernidad que puso a los judíos como un grupo de
seres racialmente inferiores, impuros y culpables de la muerte de Cristo. Más
sorprende que los grupos católicos y protestantes más fanáticos e
islamofóbicos de países como Estados Unidos y Brasil, representados por
Donald Trump y Jair Bolsonaro en la actualidad, sean ahora aliados
incondicionales del estado de Israel.