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Charles Mopsik*
Esta cita sitúa en una estrecha relación dos fragmentos de Rabed, que de
ordinario son considerados como totalmente distintos y que, en consecuencia,
son estudiados por separado por los especialistas. El primer fragmento es el
que hemos reproducido anteriormente; el segundo es un comentario del
versículo de Génesis 1, 26-27 que trata de la creación del hombre masculino y
femenino a imagen de Dios. Para entender el sentido exegético de esta
lectura son necesarias algunas precisiones previas. El Rabed escribe en una
época en que la filosofía aristotélica se impone, en especial por medio de la
obra de Maimónides, como un criterio de verdad. La solución aportada por el
alegorismo maimonidiano a la espinosa cuestión del estatuto de los
antropomorfismos bíblicos, que ciertamente no era nueva, estaba en vías de
imponerse como una verdad dogmática, pero contrariaba profundamente a los
partidarios de las soluciones más tradicionales, deseosos de evitar el
inevitable reduccionismo de las alegorías. Frente a la solución de Maimónides
–la imagen de Dios en el hombre es sólo su intelecto- estas personalidades
recurrieron a tradiciones que en realidad nada debían a la filosofía, pero que
implicaban elementos mucho más atrevidos y llenos de peligro con respecto al
estricto monoteísmo.
Una versión algo diferente de este pasaje es referida por R. Jacob ben
Habib, autor del Eyn Yaakov (14):
Rabbí Jeremías hijo de Eléazar dice: Cuando el Santo, bendito sea, creó
al primer hombre, lo hizo andrógino, como está escrito: Macho y hembra los
creó... y les ha dado el nombre de hombre (Gen. 5, 2) (23).
Veremos en seguida que otros textos del Talmud pueden ser no obstante
invocados en apoyo de la concepción del juez de Narbonne. Pero la
exposición del Rabed recuerda muy de cerca las concepciones de los juristas
de la Escolástica. Es muy significativo que el mandamiento relativo a la mujer
con menstruación sea considerado como siendo dado al hombre, que a su
vez somete a su mujer. Dios no se dirige a la mujer para darle sus
prescripciones, sino al maestro de la mujer, que es su esposo. Éste debe
conformarse a ellas al mismo título que a las reglas establecidas para su
cultura, así como a otras de las que el Rabed nos ofrece una larga lista. A fin
de cuentas, en la medida en que la mujer es como un miembro del cuerpo del
esposo, y que éste ha recibido mandamientos concernientes al uso de su
cuerpo –como la circuncisión-, debe someter a su esposa a tales imperativos
al mismo título que su propio cuerpo está sometido a los mandamientos
divinos. El fondo de esta estructura excluye por completo toda verdadera
reciprocidad, en la medida en que uno de los componentes aparece aquí
como un apéndice del otro. Es preciso señalar aún la gran claridad de la
explicación de Rabed; en lugar de explicar el mandamiento de la separación
durante las menstruaciones invocando, como un poco más tarde hará
Nahmanides, por ejemplo, precauciones higiénicas y médicas, o como siglo
antes había hecho un Rabbí del Talmud invocando la alegría provocada por
los reencuentros de los esposos, que son como novios uniéndose por primera
vez (36), el doctor de Narbonne comprende y explica este mandamiento
recurriendo a un argumento de pura autoridad: es con el fin de manifestar su
poder sobre ese miembro del hombre que es la mujer, de ejercer su autoridad
en tanto que primer propietario de todo lo que posee el hombre, que Dios ha
prescrito los mandamientos sobre la relación con la esposa. Es, si se quiere, a
fin de que el hombre, propietario en segundo plano de la mujer, no llegue a
establecerse en la posición de un maestro supremo, que el primer Maestro
somete sobre este punto al hombre a sus órdenes. Toda la problemática del
Rabed está centrada en la cuestión del poder y de su ejercicio, de su
repartición y de su origen. Dios es percibido ante todo como Gobernador
supremo. Sus mandamientos son puros actos de autoridad,
independientemente de su positividad intrínseca y de su significado particular.
Si Dios manda, es para que se le obedezca. Otras veces en su libro R.
Abraham ben David tiene ocasión de definir el deseo, y para hacerlo recurre a
una teoría de origen aristotélico: El deseo que se impone al hombre proviene
de la potencia del alma vegetativa que es [el alma] animal (37) (p. 115).
Posteriormente se verá a los cabalistas recurrir a otra concepción muy distinta
para explicar la naturaleza del deseo, la de la unidad primitiva en una sola
alma del hombre y de la mujer y la de la fuerza que tiende a hacer que se
reúnan. Otra explicación más tardía será la imbricación de lo masculino y de
lo femenino en una misma persona y la propensión de lo semejante a unirse
con lo semejante (38). El deseo por el otro sexo será explicado por medio de
concepciones que sitúan su origen en otro plano, mucho más elevado que el
de la función vegetativa. A veces, algunos cabalistas intentarán conjugar
ambos planos en un sistema que integre apetito orgánico y deseo de las
almas, y que les lleve a unirse íntimamente. Ocurre incluso que la
yuxtaposición de estos dos niveles permite a los cabalistas explicar el origen
del deseo homosexual, del que pueden encontrarse bastantes versiones más
o menos fácilmente conciliables. Para Mordekhaï Yaffé, por ejemplo, a
diferencia del deseo por el otro sexo, el deseo por el propio sexo proviene
exclusivamente del alma "natural", y no está enraizado en una aspiración de
las almas a reunirse para reconstituir el individuo completo, varón y hembra,
que existía antes del nacimiento (39). Esta consideración puede ser entendida
como una crítica del mito platónico del andrógino, en tanto que éste incluye el
caso de un ser doble con dos componentes del mismo sexo. Tal concepción
es impensable para nuestros cabalistas, para quienes la dualidad no puede
ser sino bisexuada (40).
Una visión ambivalente de la mujer
Ellos serán una sola carne. R. Abraham, hijo de R. David, explica: Una
sola carne, y ella no se abandonará a los demás hombres como los animales,
pues ella y su marido son una sola carne, es decir, que aquel que va con la
mujer de otro hombre es como si fuera con su marido. Según la explicación de
Bekhor Chor: Parece que el objetivo consista en que ella ame a su marido
(Tossaphot ha-Chalem, I, Jerusalén, 1982, p. 108).
Yo haré una ayuda para él. A fin de que ella le ayude y le asista para dar
de comer a su ganado, para cumplir sus tareas. Yo le haré una ayuda, a él, y
no a las bestias y a los animales, cuyas hembras no ayudan a los machos
(ibid. p. 108). O también: Una de sus costillas [o vértebras]. ¡Dificultad! ¿Por
qué la mujer ha sido creada de una vértebra, y no de otro miembro? Es a fin
de que la mujer doble sus vértebras y sirva a su esposo (ibid. p. 111a).
No es bueno que el hombre esté solo (Gen. 2, 18). El Santo, bendito sea,
dice: Yo soy único y él es único, si puede decirse así; esto se parece a dos
poderes. Según Rachi: A fin de que no se diga que hay dos poderes
(rechouyot), el Santo, bendito sea, es único en lo alto y no tiene consorte.
Éste es único abajo y no tiene consorte" (ibid. Ver el Midrach Pirqé de Rabbí
Eliézer, cap. 12).
En este pasaje, el problema del dualismo aparece también, pero con otra
perspectiva. Esta vez es el propio Dios quien quiere evitar que haya dualismo
entre un poder superior y un poder inferior, ejercido por Adán. No se trata,
como para el Rabed, de un dualismo entre entidades superiores antitéticas,
más evocador de su forma gnóstica. La elección de Rachi en su intento por
hacer concordar los dos relatos de la creación del hombre supone una
primacía del primero, en el que varón y hembra son creados juntos y en el
mismo momento, y el segundo relato, en el que el hombre original bisexuado
se ve dividido en dos mitades, es enseñado como siendo la continuación del
anterior. En cambio, para el Rabed, el segundo relato da cuenta del primero y
ofrece su último significado: la dualidad masculino-femenino desaparece en
provecho de una unidad masculina que es lesionada en su plenitud corporal
por la extracción de un órgano que será modelado por Dios en mujer. Aparte
de las implicaciones sociales y jurídicas de una tal concepción, la visión de la
mujer que supone –o que se desprende de- esta interpretación de la creación
de la humanidad considera a la esposa como la presencia junto al hombre
(masculino) de una encarnación de su herida y de su imperfección primera.
En tanto que miembro del hombre, la mujer le pertenece, pero ella es también
un órgano que falta a su integridad original, recuerdo incesante de aquello de
lo que carece, manifestación exterior de un vacío interior. Algunos
comentaristas no han ignorado el hecho de que esta situación evoca el parto:
en esta ocasión inicial y única es el hombre el que da a luz a la mujer,
inversión del orden natural, acaparamiento mítico por el varón de un privilegio
estrictamente femenino:
Esta vez es un hueso salido de mis huesos (Gen. 2, 23), desde entonces
y para siempre, será a la inversa, el hombre nacerá de la mujer... u otra mujer;
todos vienen de la mujer (Tossaphot ha-Chalem, op. cit. p. 116a).
Al principio, el Santo, bendito sea, creó a Adán y Eva, pero Eva no era de
carne sino de lodo, y estaba unida a la tierra, y era un espíritu maléfico. Por
ello, el Santo, bendito sea, la apartó de Adán y le dio otra Eva en su lugar, lo
que significa el versículo: Le quitó una de sus costillas (Gen. 2, 21), a saber,
una primera Eva que le dio, y rellenó el vacío con carne (ibid.), que es la
segunda Eva, que era de carne, ya que la primera no lo era (citado en
Midrach Talpiot, fol. 199a, y ver el Zohar I, fol. 34b, p. 193 del tomo 1 de
nuestra traducción, y Zohar Hadach, fol. 16c, p. 586, ibidem, trad. de B.
Maruani).
Para el Zohar, esta Lilith no era la ayuda anunciada por el versículo
bíblico; representa el lado puramente terrestre de Adán, la "unida a la tierra",
vestigio de las potencias ctónicas que contribuyeron a la constitución del
hombre material y, en consecuencia, rebeldes a su gobierno.
Así, un cabalista como Isaac de Acre identifica este doble rostro con los
dos querubines que corresponden a las sefiroth macho y hembra, Tiferet y
Malkuth (Belleza y Realeza):
Esta séfira [la Malkuth] y la sexta [Tiferet] son llamadas "doble rostro" (dou
partsoufim) y también "querubines", aunque cada una de las diez [sefiroth]
sean también llamadas "querubín" o "dios" (el), "YHVH" o "tu Dios" o "Elohim"
o "Santo, bendito sea" o "Chaddaï", dependiendo de la circunstancia (Méirat
Enayim, éd. Erlanger, Jerusalén, 1981, p. 9).
Los querubines son del orden de Tiferet y Malkuth, pues tienen un rostro
(partsouf) de hombre (Comentario sobre el Sefer Yetsira, 1, 1).
NOTAS
19. Eugnoste III, 76, 13-77-9, trad. M. Tardieu en Ecrits Gnostiques, Codex
de Berlin, Le Cerf, 1984, p. 178, y ver The Nag Hammadi Library, p. 214 [cf.,
en castellano, "Eugnosto, el Bienaventurado", en A. Piñero (ed.): Textos
gnósticos. Biblioteca de Nag Hammadi I, Tratados filosóficos y cosmológicos,
Madrid, Trotta, 1997, pp. 459-478] .
26. Un maestro judío del siglo II, el Tanna Elicha ben Abouya, apodado
Aher, "el otro", fue considerado como renegado porque dijo: "Hay dos
poderes". Ver Hagiga 15a y cf. nuestra obra Le Livre d'Hénoch hébreu, pp.
246-248. Puede leerse también la tesis de Albert Assaraf, Recherches sur
Elisa ben Abuya, París III, Centre Censier, 1984-1985. Ver además la crítica
de la explicación "gnóstica", todavía en boga, de la apostasía de Elicha, por
Simone Pétrement, Le Dieu séparé, París, 1984, p. 653. El estudio más
innovador a este respecto es el libro de Yehoudah Liebes, El pecado de
Elicha; los cuatro que entraron en el Pardès y la naturaleza de la mística judía
talmúdica (en hebreo), Academon, Universidad Hebraica, 1990.
27. Contra Apión, XXIV, 201, trad. L. Blum, pp. 93-94 [Contra Apión,
Madrid, Aguilar, 1967; Autobiografía; Sobre la antigüedad de los judíos
(Contra Apión), Madrid, Gredos, 1994; Autobiografía; Contra Apión, Madrid,
Planeta-De Agostini, 1996; Autobiografía; Sobre la antigüedad de judíos;
Contra Apión, Madrid, Alianza Editorial, S. A., 19983].
38. Ver por ejemplo Plotino, Enéadas, VI, 9, 11, trad. Béhier, París, 1981,
p. 188 [Eneada sexta, Madrid, Aguilar, 1967; Enéadas. Libros V-VI , Madrid,
Gredos, 1998]: "Lo semejante no se une más que a lo semejante". Esta
fórmula se remonta a Platón, Gorgias, 510b, y a Aristóteles, Ética a Nicomaco,
VIII, 1, 1155. Se la vuelve a encontrar en la literatura judía desde el siglo I en
Flavio Josefo, Contre Apion, XXIII, § 193 (trad. Léon Blum, París, 1972, p. 92).
41. Este midrach dataría del siglo X. Ver G. Scholem, Les grands courants
de la mystique juive, rééd. París, 1983, p.190. [Las grandes tendencias de la
mística judía, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica de Argentina, 1993,
y Madrid, Siruela, 1996], y ver también Les origines (cit.), p. 313. En el Zohar
este texto es citado en la parte I, 34b (p. 193 del tomo 1º de nuestra
traducción). Lilith era antes considerada como un demonio femenino
engendrado por Adán tras su separación de Eva, subsecuente a la caída. Ver
Talmud babilónico, Erouvin 18b. La demonio Lilith es conocida en la mitología
mesopotámica y cananea, y se la encuentra en los escritos de los sectarios de
Qumran (ver "Chiré chévah méqoumran lépahed oulévahel rouhot récha", B.
Nitsan, Tarbiz vol. LV, n° 1, Oct. Dic. 1985, pp. 27-28) [cf. Textos de Qumrán,
edición y traducción de Florentino García Martínez, Madrid, Trotta, 1992,
"Himnos contra los demonios", pp. 399, 401, 404, etc.]. Este demonio
femenino amenaza a las mujeres de parto o a los recién nacidos. Es
interesante observar la transformación tardía de este demonio, engendrado
por Adán entre otros espíritus malvados, en su primera compañera, mientras
que, por el contrario, interviene en las fuentes anteriores como un vástago de
Adán consecuencia de la interrupción de las relaciones del primer hombre con
Eva. En este tipo de literatura medieval asistimos a una demonización de la
mujer como compañera igual y creada con el hombre, y es el viejo demonio
Lilith quien le presta tales rasgos.
42. Ver Tossaphot ha Chalem, ed. Gellis, Jerusalén, tomo 1, pp. 115-116.