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Una aproximación a la historia de las infancias: La infancia leída en clave tiempo

Autora: Lic. Betty Korsunsky

“…los hombres se parecen más a su época


que a sus padres”. Y los hombres y
mujeres de hoy difieren de sus padres y de
sus madres porque viven en un presente
“que quiere olvidar el pasado y ya no
parece creer en el futuro”.
(Debord, G., 1990)1

En este trabajo2 nos proponemos desarrollar de qué manera la concepción del


tiempo, en cada período cultural, condiciona la representación de la infancia que cada
sociedad tiene, tanto desde una perspectiva histórica, diacrónica, como en un corte
transversal.
Elaborar una historia de la infancia requiere un trabajo interdisciplinario –de
historiadores, sociólogos, abogados, médicos, antropólogos, psicólogos, etcétera –, lo
que implica reconocer la imposibilidad de abarcar la infancia desde la mirada de una
sola disciplina. Sin embargo lo interdisciplinario, hoy en día, constituye un desafío: es
una perspectiva que hay que construir frente a las diferencias disciplinares que la
modernidad ha reforzado como especialización.
Actualmente hay consenso en considerar que un recién nacido tiene que ingresar
en un orden simbólico, tanto cultural como social, tránsito que no es automático ni
natural; para que este se produzca se hace necesario, entre otras condiciones, el
desempeño de las funciones parentales establecidas por los parámetros de la sociedad a
la que adviene
Geertz C.(1987) propone diferenciar los aspectos culturales de la vida humana
de los sociales, y tratarlos como factores independientemente variables, aunque
mutuamente interdependientes: “Por cultura podemos entender un modo históricamente
transmitido de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones
heredadas y expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales los hombres se
comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida”.
Define al sistema social “como la estructura de la interacción social misma”.
Caracterizar la cultura como un sistema ordenado de significaciones y de
símbolos en cuyos términos tiene lugar la interacción e integración social, hace posible
concebir un individuo que puede interpretar su experiencia y organizar su conducta. De
este modo, los fenómenos socioculturales, desde la perspectiva de su operatividad,
producen eficacia simbólica tanto para el individuo como para la interacción social
grupal de la cual forma parte.
Entiendo, al igual que muchos autores, que para comprender la infancia de hoy
es necesario considerar la historia de la infancia, es decir: tomar en cuenta la
interpretación de las lentas transformaciones de las costumbres y prácticas

1
Guy Debord “Comentarios sobre la sociedad del espectáculo”. Barcelona Anagrama 1990
* Este trabajo corresponde al cap. 1 del libro Niños del psicoanálisis. Comp. A. Rosmaryn. Bs As.
Asociación Escuela de Psicoterapia para Graduados 2005
2
Recibió un premio en el 1 Congreso Argentino de Salud Mental "Encrucijadas Actuales" AASM
2006. / Presentación como miembro de APdeBA

1
socioculturales que acarrearon cambios en la manera de representar la infancia. Se trata
de hallar cierta regularidad en la conjunción de esta representación, las prácticas de
crianza y los sujetos requeridos para el futuro.
Según de Castro, L. (2001), “reconstruir históricamente la infancia significa
buscar, dentro de cada formación social, la configuración prevaleciente de significados,
articulándolos al conjunto de representaciones que, en el imaginario social, se
relacionan con los diferentes momentos de la existencia humana en la trayectoria de
vida, desde la concepción hasta la muerte. De este modo las representaciones sociales
sobre la infancia tienen que ver con el conjunto de representaciones sobre los otros
momentos de la existencia, con aquellas representaciones que reflejan el sentido de la
vida, de la muerte, del paso del tiempo y de las relaciones con los otros”.
Encontrar este sentido en su construcción histórica implica analizar cómo las
prácticas socioculturales (representaciones, discursos, acciones, instituciones)
posibilitan, circunscriben y determinan ciertos tipos de experiencias durante la infancia.
Asimismo, en cada momento de la historia existe una concepción sobre el
tiempo y una experiencia ligada a lo temporal, que determinan diversas formas de
percibir la realidad y de modelizar el pensamiento y la acción.
En cada cultura y en determinadas organizaciones sociales, las diversas
respuestas a qué es la vida, qué es la muerte, cuál es el proyecto de vida, cuáles sus
objetivos, delinearán el lugar y la función de la familia en la crianza y educación de los
niños (Berenstein, I. 2000). 3

La Antigüedad
En la cultura de la antigüedad greco-romana, el tiempo era concebido como circular y
continuo. El ideal era lo completo, idéntico a sí mismo, lo inmutable, y la circularidad
garantizaba a los hombres el eterno retorno de lo mismo, de este modo encontraban
certezas.
La historia era pensada a través de ciclos repetidos y predecibles como el
movimiento cíclico y fijo de los astros. Esta concepción permitía crear un futuro
organizado a partir de un pasado que se repite. Hay una preeminencia de la objetividad
de los acontecimientos por sobre la experiencia subjetiva. Al ser el tiempo un
continuum inasible, la historia auténtica era lo visto, lo percibido. Todo lo cual guiaba
sus categorías universales de lo bueno, lo justo, lo bello.
Este era el contexto de la infancia ateniense. El niño recibía educación hasta los
15 años. Se le formaba el carácter y se le proveían recursos a través del conocimiento de
la vida política, de los asuntos de la ciudad y de qué era ser ciudadano, hasta que
llegara a ser un integrante autónomo de la sociedad. En el arte griego encontramos
representaciones realistas de los niños y representaciones idealizadas de la infancia en
su gracia y armonía. Los pequeños Eros abundaban en la época helénica, cuando se
privilegiaba el ideal de belleza física, erótica y deportiva.

3
Berenstein, I.
Según este autor podemos considerar “la educación una metodología que una sociedad emplea para instituir un
determinado tipo de subjetividad, sujetos requeridos por esa sociedad, y posteriormente transmitirla a sus sucesores.”
“Aquello que es formación desde un marco social, desde otro puede ser y de hecho es pensado como deformación.”
Lo natural “es lo que la cultura decide qué es natural. Nuestros métodos educativos operan en la dirección de formar
el sujeto social”. La educación de los niños está relacionada con lograr los fines que cada sociedad propone. La
educación (su diferencia con enseñanza) se entiende como “la formación del sujeto que atraviesa la propia estructura
del conocimiento y tiene un carácter inconsciente respecto a éste. Por esto mismo hay regímenes políticos que
prohiben ciertos y determinados conocimientos en las escuelas ”
En 2004, por ejemplo, fue público el intento del presidente de Italia de suprimir la teoría de la evolución
darwiniana del plan de estudios de la escuela media, y reemplazarla por la historia bíblica de la creación.

2
Respecto a la sexualidad, tanto en Roma como en Grecia los niños atraían a los
hombres mayores, y las prácticas iban desde las caricias hasta la penetración anal. La
ley permitía la homosexualidad y en las regiones donde esto no sucedía, los hombres
tenían esclavos para tal fin. Estar en la etapa de la infancia incluía para el niño la
posibilidad ser utilizado como objeto sexual sin que mediara el pago, lo cual era
considerado ilegal.
Lloy deMause (1982) señala que no podemos pensar la homosexualidad en la
antigüedad como lo hacemos en la actualidad, por lo que prefiere llamarla
“ambisexualidad” (de hecho, ellos mismos utilizaban el término “ambidextro”).
En Esparta se educaba para que el sujeto adulto formara parte del estado. Por lo
cual producía niños, con el criterio de conducirlos a integrar el conjunto social. La
crianza familiar se extendía hasta que el niño tenía siete años, y estaba basada en la
pertenencia del sujeto a la sociedad. A partir de esa edad, su educación quedaba a cargo
de las instituciones del estado. El objetivo de esa educación era poner al niño al servicio
de la comunidad y que aceptara el orden establecido. El consejo de ancianos era el que
decidía si un recién nacido varón era apto para ser un futuro guerrero y, en relación a las
niñas, si podían ser buenas gestadoras de ciudadanos espartanos.
Desde sus orígenes, como nos dice Lyotard, J.F. (1998), la humanidad hizo uso
del relato mítico como un medio apto para controlar el tiempo. El mito, en la
antigüedad, permitía ubicar una secuencia de acontecimientos en un marco constante
entre el principio y el fin de una historia. La idea de destino, que durante mucho tiempo
prevaleció en las comunidades humanas, presupone la existencia de una instancia
atemporal, que “conoce” en su totalidad la sucesión de los momentos constitutivos de la
vida, individual o colectiva. Lo que ocurrirá está predeterminado en el oráculo divino y
los seres humanos no tienen más tarea que desplegar identidades ya constituidas. Así, el
oráculo de Apolo, pronunciado al momento del nacimiento de Edipo, por ejemplo,
prescribe el destino del héroe hasta su muerte.

El Medioevo
Con la cristiandad llega una concepción lineal, rectilínea del tiempo; desde la infancia
los hombres se dirigen hacia la purificación. Se trata de un mundo finito y limitado en
su duración y los acontecimientos nunca se repetirán, pues la vida es el intermedio de la
salvación final ya prevista, relatada en el Génesis.
El presente inasible une pasado y futuro. El tiempo histórico depende del tiempo
eterno de la divinidad, que es inmóvil, perfecto, idéntico a sí y completo, a diferencia
del tiempo humano que es contingente y tiende hacia la perfección. Subjetivamente es
un tiempo teológico, orientado hacia la purificación.
En este marco, la educación medieval tenía un fuerte componente comunitario y
familiar. Los niños se formaban en los talleres artesanales. El arte o el oficio se
transmitía generalmente de padres a hijos. Existían distintas comunidades, como la de
los ebanistas, de los productores de calzado, de los pintores, de las sederías, etc.
La edad valorada era la del adulto maduro. En la crianza, el vínculo parento-
filial era mucho más distante que el que caracteriza a la modernidad. Ross, J.B. (1982)
relata que, en Italia, en los siglos XIV y XV, los niños de clase media apenas nacidos
eran puestos en manos de su ama de leche, quien generalmente vivía en el campo.
Raramente eran visitados. Entre sus dos y siete años retornaban a su hogar. A partir de
los siete años, los varones eran llevados como aprendices de oficio a convivir con un
maestro, que no era necesariamente el padre. Las niñas entraban a los nueve o diez años
a un convento.

3
El niño era considerado una forma inmadura del adulto. Las edades, como fuente
de variación, eran ignoradas.
El concepto de infancia es de adquisición tardía en la historia de la humanidad;
es recién en la modernidad que se la conceptualiza.

La Modernidad.
Pensar sobre el sentido de la infancia hoy impone transitar previamente su
construcción en la modernidad.
Podemos caracterizar a la “modernidad” como el proceso creciente, iniciado en
el siglo XVII y aún antes, de racionalización de las ciencias y de las sociedades, que
coincidirá, y no por azar, con la expansión capitalista e industrial propia del siglo
XVIII.
Al considerar a la naturaleza en tanto imprevisible, se creía en la razón como
método de control de lo que asusta y angustia a los sujetos y como marco de
experimentación. El cogito cartesiano presuponía el abandono de los afectos, la
imaginación, la ilusión, con el fin de obtener un conocimiento verdadero y objetivo.
Agamben, G. (2001) considera que la concepción del tiempo de la edad moderna es una
laicización del tiempo cristiano rectilíneo, teleológico y en este sentido irreversible. La
concepción moderna del tiempo le ha quitado a la concepción cristiana la idea de un fin,
la salvación, y la ha vaciado de cualquier otro sentido que no sea el de un proceso
estructurado conforme al antes y después. Agrega Agamben que esta representación del
tiempo como homogéneo, rectilíneo y vacío surge de la experiencia del trabajo
industrial. Desde el modelo proveniente de la mecánica moderna y de las ciencias
naturales, se incorpora la idea de tiempo como progreso, desarrollo y evolución, que
orienta la mirada hacia un proceso cronológico continuo.
Este tiempo cronológico cuantificable como una línea imaginaria que debía ser
recorrida era inherente a la noción de infancia. De ahí el intento de considerar
“objetivamente” al niño, tratando de captarlo en su permanencia y en su esencia. La
razón no era sólo utilizada como método, sino que de ella se obtenía el conocimiento,
con certezas y definiciones. La idea de infancia quedó así sometida al concepto de
progreso, y de este modo se renunció a considerar el tiempo vivido, subjetivo, en
beneficio del conocimiento científico. Por lo tanto, prevalece la continuidad histórica
objetiva y si los mitos toman primacía, es ahora para puntualizar un origen: el necesario
para la aplicación del método de la razón. Se trata de darle un origen temporal a la
causalidad de los hechos y a la medición de las capacidades del infante.
En la segunda mitad del siglo XIX, los factores económico-sociales, el ascenso
de la burguesía, la consolidación del Estado y el desarrollo de políticas sociales,
propician que se instale la educación del ciudadano a través de la institución escolar.
Esto produce un cambio sustancial en relación con la visión de la infancia: se
constituye en la etapa de la vida óptima para la formación del ciudadano.
Una idea de tiempo lineal, evolutivo y predictible permite concebir la infancia como
etapa en la que se educa para un tiempo futuro. Podemos imaginar, siguiendo a Pelento,
M., que el enunciado desde la perspectiva de un niño, podría ser este: “Cuando sea
grande seré como mi padre o maestro, pero sabré más que ellos, porque el mundo
progresa, evoluciona”.
El nuevo estatuto del tiempo concebido a través de la institución escolar como
organizador social incide en la posición de la infancia como primer escalón para forjar
un futuro ciudadano productivo. Este proyecto es acompañado por una disciplina
severa: se esperaba un niño quieto y el castigo era empleado para tal fin.

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A fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la infancia fue objeto de interés
de la medicina, lo que hace a la disminución de la mortalidad infantil. El cuidado del
cuerpo del niño se contraponía a las severas medidas disciplinarias a las que se lo
sometía y que transformaban el cuerpo en un objeto. En medio de esta concepción, en la
que se cruzan el proyecto de una sociedad industrial y el cuidado del cuerpo, surgió
desde la pedagogía un movimiento de resistencia. Entre otros, señalo a María
Montessori (Italia, 1907), quien diseñó un método cuyo énfasis estaba puesto en el niño.
La inclusión de sus intereses en el método para formarlo enriqueció el concepto de
infancia. El cuerpo libidinizado, su desarrollo sensorio-motor ocuparon un lugar
importante; fue este el tiempo de los juguetes denominados didácticos, a través de los
cuales se perseguía el contacto con el niño y su estimulación. Sin duda esto marcó un
cambio: la infancia comenzó a ser comprendida como movediza.
En otro lugar, pero al mismo tiempo, Freud y Ferenczi comenzaban a pensar las
condiciones necesarias del desarrollo psíquico, dándole un lugar libidinal a la infancia.
Podríamos resumir lo planteado hasta aquí apelando a la siguiente cita: “El telos
de la modernidad es el progreso continuo y normativizado como evolución. Surge la
infancia como el origen de las características del adulto racional. Desde el nacimiento se
uniforma la trayectoria de la vida imponiéndole una dirección/finalidad, secuencia de
etapas según la dimensión cronológica” (de Castro, L., 2001).
Podríamos destacar que, en la primera mitad del siglo XX, al desarrollo de la
infancia se le aplica la lógica deductiva, elevada a la categoría de trayectorias de la vida
humana y universal que son explicadas por la psicología del desarrollo. La idea de niño
normal se funda en la posibilidad de reducir las idiosincrasias individuales y culturales a
determinados denominadores comunes, considerados criterios o normas características
de la edad. Se minimizan las diferencias entre los sujetos y se maximizan las
semejanzas. Aquellos por naturaleza “débiles” e “indolentes”, los niños “problema”,
debían ser detectados y separados, medida preventiva de la influencia negativa sobre los
otros.
Lo normativizado para el niño se expresaba mediante frases como: “ya llegó”, “ya
consiguió”, “todavía no consigue”, “no lo hace o no lo puede hacer”. La infancia podía
ser explicada universalmente según parámetros objetivos y neutros. Es esta idea de
universalidad la que desubjetiviza las infancias, del mismo modo en que lo que no podía
ser medido, los procesos subjetivos infantiles, fueron desechados. La infancia “normal”
suprime el carácter fluido, sorpresivo, contradictorio y revoltoso de la vida infantil.
Esta representación del niño se imbrica con la demanda político-institucional de
escolarización propia de la modernidad y tomó forma en las políticas sociales y
educacionales, con sus ideales de bienestar, atención y orientación de las familias,
corrigiendo desvíos. En el imaginario social se “naturaliza” un ambiente ideal para vivir
y criar a los niños.
La modernidad dejó, además, otras marcas: la psicología científica, racional y
ordenada tuvo un papel preponderante en el descubrimiento de la primera infancia y por
ende se privilegió el primer año de vida, que fue tomando relevancia a partir de la
consideración de los cuidados físicos y psicológicos del bebé.
Hasta los años 60, según lo desarrollado hasta aquí, el énfasis estuvo puesto en
las influencias ambientales; el niño era considerado un ser pasivo, sujeto y efecto de su
ambiente. En la década del setenta hubo un cambio: el niño pasó a ser tratado como
competente, con disposiciones, en una posición activa y de reciprocidad para establecer
relación con el adulto. Desde bebé ejercía influencias sobre sus cuidadores, precoz en la
comprensión de las emociones y sentimientos del otro. La representación de la infancia
viró al punto de que el niño fue considerado capaz de actividad racional, intencional y

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planeada, tanto en la vida familiar como en los ámbitos de juego y placer. Además, el
desarrollo de la “razón” introduce la computadora en la educación, como instrumento de
“aceleración” y “estimulación” del desarrollo cognitivo.
En una palabra: la ciencia del modernismo prometió verdades y certezas,
ignorando todo lo que se presentaba como incógnita y misterio. Con el conocimiento
científico se podía dominar al mundo: esta fue su ilusión, coincidente con la sujeción
del hombre a la máquina. La modernidad concibió, pues, relatos totalizadores y
universales, predicción y explicación de la real-objetivación de la subjetividad.

La contemporaneidad
El pasaje cultural de lo moderno a lo contemporáneo impone aclarar lo que hoy
se denomina posmodernidad. En 1979, Lyotard sostiene que hay un cambio en el
estatuto del saber, al tiempo que las sociedades entran en la llamada edad posindustrial
y las culturas en la edad posmoderna. La posmodernidad sería la cultura que
correspondería a las sociedades capitalistas avanzadas, posindustriales, surgidas a partir
de los años cincuenta sobre la base de la reconstrucción de posguerra. La
posmodernidad como edad de la cultura tiene como referencia a la modernidad, ya sea
que se la considere como su contrapartida, como su continuidad o su superación. Para
Lipovetzky, G. se trata de una segunda fase de la modernidad, en la que se acentúa el
proceso de personalización. Marc Augé, en una línea afín con Lipovetzky, G., habla de
una “sobremodernidad”, indicando con este término que las sociedades posindustriales
viven “excesos” de la modernidad. Exceso de acontecimientos, saturación de imágenes
y exceso de individualización.
Actualmente estamos ante una gran discusión en relación con la noción del
tiempo. La ciencia contemporánea desestructura la concepción clásica de previsibilidad
y reversibilidad temporal: no se pueden ignorar ya los fenómenos imprevisibles. La
teoría de la complejidad o del caos nos permite reinterpretar al mundo social y
subjetivo, donde el azar, lo imprevisible y la historia adquieren nuevos sentidos.
Discontinuidades, duraciones heterogéneas y reordenamientos que hacen pensar la
continuidad temporal como un constructo, una interpretación de un pasado que precede
a un futuro, ante el acontecimiento no predictible ni determinado. La causalidad estaría
dada por interpretación.
Cabe citar a Calabrese (2004), quien dice que “El paradigma de la complejidad
introduce una nueva comprensión del tiempo en la producción de novedad y el
acontecer; la pregunta por los porqués pierde sentido, pues es infinita la cantidad de
posibilidades en la auto-organización de un sistema”
¿Cuál es la condición temporal en la sociedad posindustrial?
Siguiendo a Lyotard, en relación con el presente, decir que algo acontece
significa que el sujeto está desapropiado. La expresión “sucede que...” impersonal, es la
fórmula misma del no dominio de sí sobre sí mismo. Y esto es testimonio de que el
sujeto infantil es esencialmente pasible de una alteridad recurrente.
Se presenta un conflicto en relación con la posibilidad de determinar los límites
dentro de los cuales la conciencia es capaz de abarcar una diversidad de momentos,
informaciones –como se dice hoy– y “actualizarlas” cada vez que sea necesario.
Compartimos una compulsión a comunicar y asegurar la comunicación de cualquier
cosa: objetos, servicios, valores, ideas, lenguajes, gustos, expresada en el contexto de las
nuevas tecnologías, que tienden, dado el uso que se hace de ellas, hacia la
desimplicación, la desresponsabilidad, hacia la dominación de la cotidianeidad. La
televisión expresa esta tendencia en la programación que realiza, en el control de la
memoria de cada sujeto y en la producción de lo que hay que “pensar”.

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En este sentido, Lyotard destaca que los relatos históricos –verdaderas reservas
de información a disposición de las sucesivas generaciones en el contexto de la cultura
tradicional– permitían la transformación de la carga emotiva ligada al acontecimiento en
secuencias de información susceptibles de generar sentido. Esas memorias estaban
estrechamente ligadas al contexto histórico y geográfico en el que actuaban, es decir:
eran memorias marcadas por la localización terruña. Con el capitalismo expansivo, deja
de ser el lugar de nacimiento y crianza un referente identificatorio. Dejaron de ser
generadores de sentido subjetivo para la infancia las plazas, el barrio, la casa del vecino,
como lugares-tiempo de interacción social en los que había un hacer con otros pares. El
estar y compartir el tiempo, que constituía hasta hace no mucho un matrimonio
indisoluble, ha sido reemplazado por el transitar de padres y niños por dichos lugares,
en una soledad nómade y permanentemente en contacto a través de los teléfonos
celulares. Así, pareciera que el niño es mirado por sus padres, pero no hay un verdadero
“hablar”: el interlocutor está lejos, en otro teléfono celular.
Las nuevas tecnologías, en cuanto proporcionan modelos culturales que no están
inicialmente arraigados en el contexto cultural local, representan un medio notable de
superar el obstáculo puesto por la cultura tradicional a la captación, el tránsito y la
comunicación de las informaciones. Esta accesibilidad generalizada ofrecida por los
nuevos bienes culturales apenas parece ser, según Lyotard, un progreso. La penetración
del aparato tecnocientífico, desde la política económica y social, en el campo cultural no
significa de ninguna manera que haya un aumento del conocimiento, de la sensibilidad,
de la tolerancia y de la libertad para la infancia (1998).
¿Cómo se sintetiza hoy el tiempo en nuestro pensamiento y nuestra práctica?
En la cultura judeo-cristiana occidental, la percepción del tiempo se sustrae a la
dependencia y experiencia de los eventos; se piensa que todo en el universo es
instantáneo. Esta concepción es uno de los elementos definitorios de la modernidad
posindustrial.
En este contexto, un modo de controlar un proceso es subordinar el presente a lo
que se llama todavía el “futuro”, que en estas condiciones quedará completamente
predeterminado; el presente mismo dejará de abrirse hacia un “después” que resulta
incierto, contingente, azaroso. Los intercambios se producen si su efecto está
perfectamente garantizado, y esto hace que se lo considere como realizado. Garantías,
seguridad son medios de neutralizar lo novedoso, lo ocasional, de prevenir el advenir; el
placer debe sacrificarse al interés de la expansión posindustrial. El gustar y el hacer
están constreñidos a las demandas externas, hay que consumir idiomas, doble
escolaridad, etc. Distinto es el recorrido propio en el intercambio con lo que se hace: la
dialéctica entre el ser y el hacer no es necesaria porque no hace falta desear y pensar con
otros para consumir.
El proyecto contemporáneo no funda su legitimidad en el pasado, sino en el
futuro. Una cosa es proyectar y otra programar el futuro como tal. Lo que algunos
denominaron posmoderno designa una ruptura entre el programa individualista que
neutraliza las experiencias y el proyecto que tiene en cuenta lo imprevisible y azaroso
del intercambio dentro de la red social.
Que deba educarse a los niños es una circunstancia que no proviene más que del
hecho de que no están del todo dirigidos por la naturaleza, ni programados. La
comunidad adulta hace del niño, inicialmente desamparado con respecto a la
humanidad, su rehén. Este fenómeno, que atraviesa los tiempos, pone de manifiesto la
falta de humanidad de la que esta comunidad adulta padece.
Mendilaharsu S. señala (1995) que “el paso cultural de lo moderno a lo
contemporáneo nos hace preguntar junto con Prigogine cuál será nuestro papel en un

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mundo de relojes o de autómatas. Es posible reconocer un campo de posibilidades
diferentes de subjetivación de la infancia, y no sólo el conflicto inconciliable y el
infierno de la negación de lo humano.”
Lyotard (1998), con espíritu crítico, dice que “el desarrollo impone ganar
tiempo. Ir rápidamente es olvidar rápidamente, no retener más que la información útil.
Pero la escritura y la lectura son lentas y avanzan a reculones en dirección a lo
desconocido”.
Hoy, algunas de las representaciones de la infancia remiten a la concepción del tiempo
como mercancía, que es funcional a una infancia consumidora; a la infancia que ve
pasar el tiempo; a la infancia sin experiencia. Esto actualiza, entonces, la pregunta
acerca de cómo se va estructurando la subjetividad de la infancia dentro del imaginario
social posindustrial. ¿Se modifican las condiciones en que el niño convive con los
otros? ¿Cómo construye su mundo interno y el mundo de sus relaciones sociales? ¿Nos
alcanzan los modelos de pensamiento y comprensión? A la infancia la relacionamos con
la familia, pero esta familia está cada vez más ausente de las prácticas cotidianas. Las
teorías psicológicas y educacionales todavía enfatizan, como en la modernidad, el lugar
que le cabe a la familia; pero en verdad es un lugar que hoy ella no puede ocupar.
Otro interrogante surge respecto de la mencionada “instantaneidad” de esta
época. Es interesante la posición de Bauman, Z (2003), quien alude a que la tendencia
hacia la instantaneidad tecnológica, que todavía no se ha alcanzado totalmente, tiene
efectos sobre la correlación entre el tiempo y el valor. El término “instantaneidad”
parece referirse a un movimiento muy rápido y a un lapso muy breve, pero en realidad
denota la ausencia de tiempo como factor para que ocurra un acontecimiento y, por
consiguiente, su ausencia como elemento en el cálculo del valor. Porque el tiempo, en la
actualidad, no es un elemento que requiera ser considerado para alcanzar un logro, un
objetivo. Como todas las partes del espacio pueden alcanzarse en el mismo lapso, es
decir: sin tiempo, ninguna parte del espacio es privilegiada, ninguna tiene un valor
especial.
El tiempo instantáneo es también un tiempo sin consecuencias. “Instantaneidad”
significa una satisfacción inmediata, “en el acto”, pero también significa el agotamiento
y la desaparición inmediata del interés. El tiempo-distancia del modernismo que
separaba el fin del principio tiende a desaparecer: sólo hay “momentos”, puntos sin
dimensiones. Las fuentes de incertidumbre también se han reducido, en el marco de lo
instantáneo. El momento es convertido en una “experiencia de sensaciones inmortal” y
ocupa el lugar de los “sueños” que quedó vacío. Cada momento parece infinitamente
espacioso, no hay límite para lo que pueda extraerse de un momento, por breve y fugaz
que sea. La duración eterna, el largo plazo como motor y principio de toda acción, dejó
actualmente de cumplir su función. La durabilidad, asociada a eternidad e inmortalidad,
ha pasado a desaparecer, reemplazada por lo transitorio, por las instancias de lo que se
usa y consume al instante. La nueva instantaneidad del tiempo cambia radicalmente la
modalidad de cohabitación humana, y también la manera como se consideran los temas
de los colectivos sociales. Lo cual nos lleva a pensar las relaciones actuales entre tiempo
y poder.
Los grupos denominados “manos libres”, que se acercan a las fuentes de
incertidumbre, dominan los que se mueven y actúan más rápido. Los que no y no
pueden dejar su lugar a voluntad son los dominados. El tener o hacer a largo plazo, las
durabilidades perdieron su atractivo y pasaron de ser un logro a ser una desventaja.
Es la conjunción entre el descomprometerse, la capacidad de estar en otra parte y la
aceleración en la decisión, lo que para Bauman da cuenta de la dominación. Esta

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consiste en conseguir infantes normativizados que se comporten como monótonos
predecibles.
Si lo valorizado es lo instantáneo, ¿cómo transitar por la credibilidad, la
confianza y la responsabilidad por las consecuencias de los actos?
Escritos contemporáneos sobre las representaciones sociales de la infancia y el
consumo de objetos, sobre la tecnología, manifiestan irritación y critica. Dichos
trabajos, creo, no diferencian las relaciones sociales-capitalistas-consumistas-de
marketing de las producciones simbólicas culturales, desarrollos de la tecnociencia en
sus distintas manifestaciones. Abundan referencias a la realidad virtual, a lo instantáneo
y efímero de las imágenes, a la ilusión de “realidad” virtual, todo lo cual es confrontado
con “la marca” del intercambio con otros, como condición necesaria de la construcción
significativa de recuerdos y de subjetividad.
Piscitelli (1994) piensa que “lo que irrita en principio en este cuadro es la
sustitución que se está haciendo de la experiencia humana por la información, que
sustituye la riqueza de la experiencia vivida”. Sin embargo, continúa, “lo que está en la
raíz de la verosimilitud de las realidades virtuales es de la misma naturaleza que lo que
está en la raíz de la experiencia de la realidad ‘material’. Se trata de la habilidad que el
ser humano, y fundamentalmente el niño, tiene de ‘tapar’ agujeros y de hacernos creer
que lo real es lo real”. Para los niños, la dificultad en distinguir entre ilusión y
percepción es la regla, no la excepción. Arribamos a representaciones de la infancia
planteadas como disyunción, atribuyéndose los efectos negativos de la tecnología al
capitalismo expansivo. De esta manera se llega a descartar la virtualidad mediática
como una posibilidad de intercambio productora de sentido, o se enfatiza lo negativo
para la infancia al participar en un contexto de redes virtuales sociales.
Específicamente en nuestro país, hubo un momento histórico importante: la
Argentina, en el año 1989, aprobó con cuatro enmiendas la Convención Internacional
sobre los Derechos del Niño, y en 1994 la estructura jurídica reformó la Constitución; el
resultado de esa reforma es acorde a la versión argentina de tal Convención. Se incluyó
una doctrina universal que pondera y cualifica la participación ciudadana como un eje
central en la vigencia actual de los Derechos Sociales, Políticos, Económicos y
Culturales. Bajo los paradigmas de la nueva Constitución, se ubica el plano de las
políticas públicas en relación a una insalvable responsabilidad del Estado que es el
garantizar los Derechos del Niño en los cuatro puntos antes mencionados.
En la contemporaneidad, entonces, surge la concepción de los niños como
sujetos de derecho, lo que implica la necesidad de ser protegidos en sus derechos en el
marco de esta Ley.
Sabemos que la aprobación de 1989 “no era el resultado de un debate amplio y
generoso en el conjunto de la sociedad civil, ni siquiera en la sociedad política” (Liwsky
N.). Es decir: el conjunto de la sociedad no tuvo una participación efectiva para
impulsar su aprobación; no se apropió realmente de sus contenidos y, en especial, no se
pudieron apropiar de ellos los sujetos-actores centrales de esta Ley, es decir los niños y
adolescentes. La realidad parece mostrar que los menores son sujetos de derecho en la
letra de la ley, pero que desconocen esos derechos y no los experimentan en el ámbito
de las relaciones sociales concretas.
Con todo, el marco de la Ley nos vertebra como Nación y diferencia las
políticas sociales según las infancias, particularizadas de acuerdo con cada región o
provincia. También nos une a una tendencia mundial que, en la contemporaneidad,
cambió desde el campo tutelar del modernismo hasta el campo de los derechos humanos
de la infancia.

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En nuestro país es importante este marco de los Derechos de la Infancia, después de
la década del 70, tiempo de los “Falcon verdes”; por lo cual nombraré algunos de los
derechos reconocidos al niño: “…a la vida, a tener un nombre y nacionalidad, a conocer
a sus padres, a no ser separado de sus padres… a expresar libremente su opinión… a
disfrutar el más alto nivel de salud, seguridad social y educación” …” Los padres tienen
obligaciones comunes de crianza y desarrollo del niño, etcétera.” (Constitución de la
Nación Argentina- Santa Fe-Paraná-1994-Tratados Internacionales de jerarquía
constitucional]
¿Pero cómo pone a trabajar esta Ley sobre la infancia el discurso mediático? La
participación implicada es transformada en un mero estar informado y la consecuencia
inmediata de esto es ser “sujeto” de opinión “ya”. Los derechos estarían garantizados,
en el imaginario social, solo por la información. La consumición de información
instaura a la infancia en la temporalidad del instante.
El Estado nacional, como sucede mundialmente, ha devenido Estado técnico
administrativo. Pero esto no implica el borramiento de su responsabilidad tanto hacia
la infancia, según el marco jurídico de la Convención tal como lo cita la misma Ley,
como frente a la banalización que el discurso mediático realiza del reconocimiento del
niño como sujeto de derecho. Responsabilidad tanto en la construcción de espacios, en
políticas sociales, económicas, de salud, como en cualquier otro modo de prácticas en
instituciones públicas, intermedias o privadas escolares.
Es en la presencia y el hacer con otros donde encontramos los límites que irán
construyendo con responsabilidad el mundo de la infancia. El niño, además de recibir
los efectos de su medio, es a su vez generador de intercambios y puede tener injerencia
causal en los sucesos y sus marcas, al pertenecer a una red de interacciones y
combinaciones infinitas dentro de un magma de saberes e incertidumbres. Desde esta
perspectiva, este acontecer quizás puede desplegarse, también, a través del contacto
logrado mediante la infinita realidad virtual.
La construcción de la representación de la infancia contemporánea que logre
operar con un pensamiento crítico sobre las realidades (material y virtual), con una
reflexión crítica al construir relatos, relatos que comienzan en un entredós, en la
intimidad de la relación parento-filial, pueden abrir múltiples alternativas. La eficacia
subjetiva, al estar implicado el niño en este entredós, surgirá al ir tejiendo bordes
significativos de la experiencia.
“Todavía la deuda para con la infancia no se salda,
pero basta con no olvidarla para resistir, y tal vez
para no ser injusto. La tarea de la escritura, el
pensamiento, la literatura, las artes es aventurarse a
dar testimonio de ello.” Lyotard (1998)

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