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Lord Byron, el ermitaño y la mermelada del budín.

Tom Stoppard/Jorge Denevi

El primer principio de la termodinámica,


dice que no se puede ganar.
El segundo, que no se puede empatar.
El tercero, que no se puede dejar de jugar.
Alejandro Dolina

Denevi lo hizo de nuevo. Como en “Copenhague” de Michael Frayn, en 2001, de la mano de uno de un
gran dramaturgo como Stoppard, nos trae en “Arcadia” un texto de un espesor filosófico y científico de
los que rara vez se ve en el teatro.

Una bella escenografía y vestuario representan el mismo lugar con dos siglos de diferencia. La presencia
de un gran ambientador sonoro (con música original incluida) como Alfredo Leirós, dan el marco para un
afinado combate de buenos diálogos y mejores actuaciones que empastan perfectamente en escena
para presentar una puesta de excelencia más allá de opiniones.

En cuanto a las actuaciones, destacaremos, dentro de un estupendo elenco, y como lo hiciéramos con
su trabajo en “El tiempo todo entero” (Andrés Papaleo, 2014) y “Gatomaquia” (Héctor Manuel Vidal,
2007), la superlativa interpretación de Diego Arbelo, un actor que no parece tener techo en su
evolución. De hecho todas las actuaciones están en gran nivel, lo que no sorprende cuando la batuta la
lleva Denevi, pero lo de Arbelo exige destaque. También hay momentos de Mario Ferreira, Alejandra
Wollf y Stefanie Neukirch (con la dificultad intrínseca de interpretar a Tomasina, un personaje que
transita de los 13 a los 16 años). Un aparte merece Juan Saraví, cuya caracterización del personaje de
Ezra Chater, que reiteramos representa un despliegue fabuloso de la enorme vis cómica de este gran
actor.

La anécdota es muy simple en su superficie. En 1809 en una residencia inglesa, Tomasina, una niña de
13 años es educada por su preceptor, Septimus Hodge, de 22 años. Éste se ve involucrado en un tema
de faldas, por el cual es retado a duelo por Ezra Chater (Juan Saraví) y se desarrolla la anécdota entre sus
affaires (junto con los del famoso invitado y amigo suyo que jamás aparece en escena, Lord Byron).

Richard Noakes, un arquitecto paisajista utiliza una máquina de vapor (la primera en su tipo en
Inglaterra) para destruir el viejo Siderly Park al estilo romántico inglés, por uno romántico, con una
ermita.
Doscientos años después, en el presente, esto es investigado por la escritora de best sellers Hannah
Jarvis (Lucía Sommers) en el propio lugar de los hechos. Simbólicamente la búsqueda de Jarvis es un
ataque al romanticismo inglés representado por el propio parque y por el siempre invisible Lord Byron.
Al mismo lugar llega el académico Bernard Night (Mario Ferreira) con intenciones de estudiar otros
aspectos de la casa en la época de Tomasina. Ambos son seducidos por la enorme cantidad de registros
documentales de la biblioteca y los archivos de la caza donde se guardan detalles de todas las presas
cazadas por todos y cada uno de los invitados.

Sidely Park, orgullo de la Residencia Croom, propiedad de la familia Coverly, es el escenario obsceno (en
dos sentidos, es testigo de duelos, infidelidades y robos en el baile pero también está siempre “fuera de
escena”) en el que ocurren cosas sobre las que los personajes solamente pueden especular. Ese es uno
de los mecanismos de la pérdida irreversible de la información, heraldo de la entropía, que marca las
pautas del destino de todos los personajes.
Sobre lo ocurrido fuera de escena solamente se puede conjeturar sobre información parcial traída por
correveidiles, pero sobre lo que ocurrió hace cien años también, porque es imposible que exista un
sistema de registros tan completo como la memoria de Ireneo Funes. La actitud puesta hacia la
formulación y defensa de estas conjeturas, y en definitiva al conocimiento en general, es uno de los ejes
que dan estructura a la obra.
El problema que surge al investigar, es que nuestros resultados serán tan veraces como lo sean las
fuentes de partida, y la necesaria incertidumbre que genera una brecha de un siglo debe ser claramente
establecido. Y en el caso de Sidley Park, estos archivos probarán no ser necesariamente una fuente de
revelación.
El otro eje es doble y su primera rama es la de siempre, la de la humanidad entera, el de saber si somos
seres de libre albedrío o determinados por alguna divinidad despótica a seguir inevitablemente un guion
escrito hace eones, o si, por el contrario podemos, por acción de nuestra libertad e intelecto, ser dueños
de nuestras acciones y deseos.
La segunda rama del eje es la de si somos capaces de conocer el universo, si es un problema de nuestra
finitud humana el no poder hacerlo, pese a que nos paremos sobre los hombros de gigantes para ver
más lejos, o sí, por arte y parte del caos, éste es indeterminable, y no hay forma de aprehenderlo a
cabalidad, porque no solamente no podemos saber qué color tiene una manzana cuando nadie lo está
mirando: ni siquiera podemos saber si sigue existiendo, como lo establece de la referencia ineludible
sobre el tema, el experimento mental de Hilary Putnam que prueba que ni siquiera podemos saber si
somos cerebros en una cubeta alimentados con una ficción que llamamos vida, y que es cerca de 40
años anterior a la película “The Matrix”.

Entre otras cosas, Stoppard juega todo el tiempo en la obra con los números, al inicio, preceptor y pupila
tienen 13 y 22 años, que numerológicamente suman 4. Al final, tienen 16 y 25, que suman 7.
Recordemos que éste se llama Septimus. La matemática, de hecho, es, prácticamente, un personaje de
la obra, partiendo desde el último teorema de Fermat (una proyección del de Pitágoras) y llegando por
fin al intento de describir la naturaleza mediante números, algo que el propio Pitágoras sostenía. Esto lo
intentan tanto Tomasina como Valentín, joven heredero de la casa en el siglo XX (Pablo Varrailhon),
emparentados por sangre pero separados por el contexto tecnológico y la ambición (Tomasina quiere
describir el mundo y su fin, pero Valentín se contenta con graficar la evolución de la población de patos).

El método iterativo propuesto por Tomasina, consistente en tomar una operación matemática y
aplicarla localmente (en un punto) y luego tomar el resultado como nueva entrada y volver a aplicar la
misma operación, y seguir ad nauseam, hasta miles de operaciones sucesivas. La intuición de un lego
diría que si se representaran esos cientos de miles de puntos, el resultado sería un caos amorfo, pero
por el contrario, muchas veces por este mismo procedimiento se logran bellas figuras conocidas como
fractales, la más famosa de las cuales es el conjunto de Mandelbrot, y que probablemente es la que se
muestra en la pantalla del notebook de Valentín cuando le explica a Hannah las matemáticas de su
antepasada.

Esencialmente, es un método de interpolación matemático, y no es, al menos homológicamente,


diferente del de Bernardo o Hannah, de buscar información para lograr definir una imagen sobre la base
de datos faltantes.

Por cierto también juega con los nombres, Tomasina (inspirada en la científica avant la lettre inglesa Ada
Lovelace, única hija legítima de Lord Byron, lleva en el suyo la inevitable referencia al escéptico por
antonomasia, Tomás, y lo comparte con el genial especulativo inglés Thomas More, y ya comentamos el
aspecto de Septimus.
En cuanto al hijo varón de la familia Coverly, (Stoppard indica que en ambas épocas lo represente el
mismo autor) tiene el mismo nombre en las circunstancias, pero pagando el peaje de la perdida de
información que requiere la entropía (ya llegaremos a esto) y pasa de “Augustus” a “Gus”. El futuro lord
Croom del pasado tiene la soberbia de su nombre imperial, pero el modesto joven del presente es
tímido y huidizo.
En lo relativo al pomposo Bernard, el académico venial que intenta demostrar que Lord Byron
protagonizó un asesinato en la casa, Stoppard usa un juego de palabras intraducible. Su nombre real
Bernard Nightingale (ruiseñor) queda como Night y el que Zoe le inventa para que Hannah no sepa que
fue el que defenestró su libro, Peacock (pavo real), queda en Day. Esta dualidad onomástica se refleja en
el personaje, ya que tiene la pose de un pavo real, seduciendo a todas las mujeres de la casa, pero, a
diferencia de esta ave, se cree en efecto que su labor académica es el canto de un ruiseñor, algo que el
espectador rápidamente verá que no es así.

Como primera observación teórica, la obra es, esencialmente, metafísica. Los dos grandes temas de esta
disciplina, cuando se la toma seriamente como en la academia, son el tema de lo trascendente y el de la
naturaleza del conocimiento, y estos dos permean y atraviesan espacio y tiempo a través de las escenas.

Como segunda observación, es una obra sobre el conocimiento y la infrasciencia, todos los personajes
ignoran cosas vitales, en particular los del presente tienen agujeros en su información del siglo XIX, y los
del pasado no saben aspectos de las relaciones entre ellos, y Tomasina en particular, quiere conocer los
secretos del universo.
Los personajes contemporáneos quieren reconstruir el pasado, y mientras Valentín y Hannah investigan
honesta y dedicadamente los archivos de Sidley Park para buscar sustento a sus teorías, Bernard
prefiere inventarse a su gusto y ventaja los detalles faltantes, un proceso conocido como
“interpolación”. Cuando se desea unir dos puntos separados mediante otro, pero carecemos de
coordenadas, se puede ubicar el punto imaginario mediante alguna ecuación de aproximación (lo que
hace Valentín), buscando en otras fuentes por estas coordenadas perdidas (lo que hace Hannah) o a ojo
y antojadizamente, como hace Bernard.
La diferencia radica en que la actitud de Bernard es la de un pedante que busca imponer su voluntad a
pesar de que la evidencia se esfuerce en desmentirlo, o la de un buscador honesto que no busca
imponer su propia opinión sino que se basa en la información que encuentra. El procedimiento pedante
de interpolación se basa en una mecánica igual a la defensa de un niño capturado en una mentira: ante
cada hecho refutatorio se inventa una hipótesis “ad hoc”, o sea “para el caso” que lentamente va, por
acumulación convirtiendo la estructura de la teoría en un amontonamiento sin orden ni belleza que
solamente su detentor (y su prestigio) puede convalidar.

Hay un viejo chiste entre científicos que ilustra la actitud de Bernard: “y si la malvada realidad se obstina
en atacar mi bella teoría, pues tanto peor para ella”.

Como tercera observación, es una obra sobre el orden, el caos y la ciencia. En la época del racionalismo
y el romanticismo, tema de investigación de Hannah, el caos se consideraba como una situación de
desorden, en tanto que contemporáneamente se sabe que meramente es una de orden desconocido. La
búsqueda de los Coverly Tomasina y Valentín de describir el mundo y la naturaleza con los números
proviene, al igual que el teorema de Fermat, directamente de Pitágoras, que creía firmemente en eso. El
procedimiento de ambos también es similar, llenar huecos de información agregando puntos para lograr
una figura que explique algo de la naturaleza.
El segundo, lo hace tomando los datos del registro de caza, cargándolos a la computadora y tratando de
obtener una representación gráfica. La primera, en cambio, lo hace por un sistema que también es un
método de interpolación, pero que, a diferencia de la manera interpretativa/inventiva de Bernard, es
matemática y libre de opinión alguna, es objetiva aunque, como todo en la matemática, incapaz de
contar historias. Esta es una tensión que atraviesa la obra, la que existe entre veracidad y verosimilitud.
¿Realmente “se non è vero, è ben trovato”, es una actitud tan válida para la construcción de un relato
académico como lo es para evadir el enojo de un marido agraviado?
Como cuarta observación, estamos ante una reflexión profunda sobre uno de los aspectos más
dolorosos de la física, la inevitabilidad de la corrupción, la condena al desorden y la muerte que
representa la entropía, esa magnitud que, inevitablemente garantiza que todo es, en definitiva un
triunfo más o menos retrasado de la muerte. Tomasina expresa su perplejidad ante la forma irreversible
en la que la mermelada de su budín de arroz se desparrama irreversiblemente. Esto no es esencialmente
correcto, sí podría volverse atrás, pero con un costo altísimo de energía. Lo que establece la
termodinámica es que un proceso espontáneo no se revierte gratis y eso la lleva a leer el libro que
Septimus le entrega de Carnot acerca de los “cuerpos calientes”, expresión que en el inglés original tiene
dos acepciones literales, la de la física y “cuerpos en celo”.
La entropía agrede todo lo que existe, y la obra la representa fielmente. La mesa central, es
desordenada de manera creciente ya que casi todos los personajes van poniendo objetos sobre ella, y
son tomados por los de la otra época. Una manzana que le trae Gus a Hannah es usada por Tomasina
para ejemplificar su idea de una ecuación que describiera la hoja. Al atravesar el tiempo la manzana
pierde esa hoja, así como la tortuga de Septimus pierde su nombre, o el libro de Chater con anotaciones
de éste pierde la información de quien lo anotó, Augustus pierde letras de su nombre, como ya dijimos,
y el porte regio de su persona, y así por deterioro o simple muerte de quienes presenciaron, los hechos
van perdiendo sus datos y se van desdibujando, como los trazos de la mermelada sobre el budín.

Como quinta y última observación, es una ácida reflexión sobre la relación entre el arte, representado
por Byron, Poussin y Chater, el público, representado por Lady Croom (Alejandra Wolff) y Cloe Coverly
(Florencia Zabaleta) la academia, personificados por Septimus, Hannah y Bernard y las diferentes
actitudes frente a la creación, recreación y apreciación del conocimiento.
Hemos venido delineando la tensión que atraviesa esta línea de fuerzas, entre pedantería y honestidad
(o, lo que es lo mismo entre vanidad y humildad intelectual) en lo relativo a Bernard, Hannah y Valentín
y sus búsquedas. Pero también se da entre Tomasina y su madre, Lady Croom, con respecto a sus
opiniones en cuanto a la reforma del Parque.
Lady Croom justifica el paisaje clásico que está siendo destruido por el romanticismo, a decir de Hannah,
con referencia a que el entorno es como uno de los cuadros de Guercino, retomado por Nicolas
Poussin, “Et in Arcadia ego”, traduciendo el nombre literalmente y mal del latín, como “yo soy en
Arcadia”, cuando el verdadero significado es “Y yo en Arcadia” y representa el tópico del memento
mori, la muerte presente. Aquí la muerte (o la entropía o el caos, que vendría a ser lo mismo) también
triunfará. Lo mismo vale para el enfrentamiento por la apreciación lírica entre Chater (magistralmente
satirizado por Saraví) y Hodge, encargado secretamente de hacer una crítica de la obra “El reposo de
Eros” del primero. Chater está dispuesto a convalidar el affaire de Hodge con su esposa con tal de
obtener una buena reseña.

Nos queda el misterio final, ¿quién es el ermitaño que ocupó por años la inexplicable ermita que Noakes
incrustó en Sidley park? ¿Por qué se encontraron solamente numerosos papeles con cálculos y su
tortuga?
Su identidad es la búsqueda de Hannah, de igual manera que Bernard busca evidencias de que Byron
mató a Chater. Y es revelada porque Gus le trae el dibujo de Septimus con su tortuga (dibujado
originalmente por Tomasina) lo que le permite confirmar que ambos eran la misma persona.
Si hablamos de ermitaños, es inevitable aunque más no sea por fe poética, mencionar el arcano mayor
número nueve del tarot, justamente: el ermitaño. En la figura se ve un anciano con un bastón de siete
nudos (nuevamente el siete) y sosteniendo un farol igual al que lleva Septimus en una escena, para
iluminarse. Simbólicamente representa la búsqueda del conocimiento espiritual, el elemento tierra, y
según aparezca al derecho o al revés, la posibilidad o imposibilidad de un amor.

En su búsqueda matemática de iteraciones y enfriamiento de los cuerpos calientes, Tomasina cree


encontrar que el mundo está condenado a enfriarse y morir. Su protesta de que no todo puede ser
partículas golpeándose y nada más (algo a lo que alude la interpretación del segundo principio de
termodinámica) y sus cálculos afectan a Septimus, que luego de la trágica muerte de su discípula, se
aísla y dedica el resto de su vida a comprobar esos cálculos.
Prometíamos una disquisición final sobre el tema de la entropía, hela aquí: Tomasina tenía razón, su
relación con Septimus ha ido creciendo con el tiempo, y poco antes de su muerte lo urge a que le
enseñe a bailar el vals, alegoría del “abrazo carnal” con cuya referencia comienza la obra. La danza
revela lo que realmente pasa con los cuerpos calientes, y es tan fuerte que se borra la continuidad
temporal y su danza se funde con el baile de disfraces de los personajes contemporáneos, y el aparente
desorden de las parejas en la sala es la evidencia más cabal de que no somos meramente partículas en
colisión.
Aún si viviéramos bajo el puño despótico de la determinación divina, a nuestro espíritu le queda un
último movimiento libre: el deseo. Los cuerpos se atraen por una fuerza que no describe la
termodinámica, y la danza revela formas tan hermosas como las de los fractales.
La muerte, con un campeón tan formidable como la entropía, ganará al final, eso es inevitable. Sin
embargo, como dijo ese gran pensador contemporáneo que es Alejandro Dolina, en el punto cúlmine
del amor, en ese fugaz y eterno instante somos inmortales.
El tiempo pasa, sin embargo y la certeza de la muerte vuelve. Sin embargo, en ese momento, en ese
preciso y fáustico momento, ¿a quién le importa?
Bernardo Borkenztain

FICHA TÉCNICA

Elenco: Diego Arbelo, Stefanie Neukirch, Florencia Zabaleta, Juan Antonio Saraví, Fabricio
Galbiati, Alejandra Wolff, Daniel Spinno Lara, Lucía Sommer, Mario Ferreira, Pablo Varrailhón, Ricardo
Couto (actor invitado), Pedro Cruz (actor invitado). Escenografía: Alfredo Ghierra. Iluminación: Juan José
Ferragut. Vestuario: Johanna Bresque. Peinados y maquillaje: Fernando Robaina. Música
original: Alfredo Leirós. Interpretada por: Nicolás Albornoz, Daniel García, Alfredo Leirós, Diego Piccardo.
Traspuntes: Daniel Pérez, Cristina Techera . Asistente de dirección: Bernardo Trías. Dirección: Jorge
Denevi. 2/05/2015

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