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Pisces in mensa, el pescado en la antigua Roma

Los primeros romanos no parecen haber sido consumidores habituales de


pescado, como refleja la cita de Ovidio:

“Los peces nadaban sin temor a ser capturados por los humanos de esos tiempos,
y las ostras estaban seguras en sus conchas.” (Fastos, 6. 173-4)

Durante la República la presencia del pescado en la dieta de los romanos estaba


prácticamente restringida a las poblaciones situadas en zonas cercanas al mar o a
los ríos, sin embargo, se aprecia un cambio en la dieta de gran parte de la
población, por el que se abandonó la frugalidad pasada y se refinó la elección de
los alimentos en las mesas romanas debido a la influencia de la cultura griega
como consecuencia de la expansión de Roma sobre Grecia.

De su consumo en esa época dejó constancia Apuleyo en su obra Apología


contando que el poeta Quinto Ennio escribió entre el siglo III y II a. C. una obra en
verso, Gastronomía, en la que enumera varias especies marinas que eran
apreciadas en su tiempo.

“Quinto Ennio escribió una Gastronomía en verso; enumera en ella incontables


especies de peces, que sin duda había conocido gracias a un estudio
concienzudo. Recuerdo unos cuantos versos; voy a recitarlos:
la comadreja marina de Clupea aventaja a todas; en Eno hay muchos mejillones;
en Abido abundan las rugosas ostras. Hay peines de mar en Mitilene y también en
Caradro, en la región de Ambracia. En Brindisi es bueno el sargo; adquiérelo, si es
de gran tamaño.

Has de saber que el mejor jabalí de mar es el de Tarento; compra el esturión en


Sorrento y en Cumas el escualo azul. ¿Cómo he podido pasar por alto el escaro,
manjar casi digno del supremo Júpiter (el más grande y sabroso se pesca cerca
de la patria de Néstor), el melanuro, el tordo, la mérula y la sombra de mar? En
Córcira, el pulpo, las suculentas cabezas de róbalo, los caracolillos, los múrices, los
mejillones y también los sabrosos erizos de mar.” (Apuleyo, Apología, 39, 2-3)

El cambio en la alimentación, motivado por la influencia griega, sufrirá un impulso


en el siglo II a.C., y será más visible entre los ricos en la celebración de sus
banquetes, sin embargo, aunque la mayor parte de la población continuó
alimentándose fundamentalmente con aquello que les era más accesible y
asequible, comenzaron a tomar pescado, sobre todo, en salazón o conserva,
gracias a su precio más barato, por su aporte de proteínas, al no poder adquirir la
carne que era más cara.

Hacia finales de la República el pescado, principalmente, el de mar, se había


convertido en un destacado símbolo de riqueza y estatus en Roma, y los autores
más moralistas culpaban a la influencia griega sobre la gastronomía de este
cambio en el gusto de los romanos.

Tanto en Roma como en Grecia se consideraba al pescado como una exquisitez


que por su alto precio solo los muy acomodados podían permitirse con cierta
regularidad. Según Plinio, en su tiempo, un pescado caro costaba lo mismo que
contratar un cocinero.

“Asinio Céler, un ex consul, lanzó un reto a todos los que derrochaban dinero en
este pescado — desde luego es más fácil contar el hecho que decir quién ganó—
al haber comprado un solo salmonete en Roma por ocho mil sestercios durante el
principado de Gayo. Esta cifra me hace desviarme de mi propósito para recordar
a aquellos que, en sus quejas del lujo, siempre estaban protestando de que los
cocineros se cotizaban más caros que los caballos. Pues, ahora, los cocineros
están al precio de tres caballos y los pescados al de los cocineros, y ya
prácticamente ningún mortal está mejor pagado que el más experto en hundir la
fortuna de su amo.” (Plinio, IX, 31)

Todavía a finales del Imperio el precio del pescado era caro. En el año 301 d. C.,
según el Edicto de Diocleciano, una libra de pescado fresco de mar, de primera
calidad, costaba 24 denarios, mientras que una libra de carne de buey, cordero o
cabra, costaba 8 denarios.
Con el fin de presumir ante los invitados y tratar de agradarlos se recurría a
comprar pescado a cualquier precio, incluso si ello podía suponer un coste
excesivo para el bolsillo del anfitrión.

Quiero acoger a lo grande hoy en mi casa a personas de mucho rango, para que
tengan la impresión de que nado en la abundancia. Entrad y daos prisa, que no
haya que andar esperando cuando llegue el cocinero; yo me voy ahora al
mercado, para comprar todo el pescado que haya al precio que sea. (Plauto,
Pseudolo, 168)

En su obra Aulularia Plauto habla de los pescados que los cocineros preparan para
una celebración:

ÁN. — (Saliendo de casa de Megadoro y hablando con los otros cocineros


dentro.) Dromón, escama el pescado. Tú, Maquerión, deshuesa el congrio y la
murena, lo más rápido que puedas, yo voy a la casa de al lado, a pedirle a
Congrión un molde para pan. (Aulularia, II, 9)

Para los escritores como Ovidio, que deseaban contrastar los excesos del presente
con la simplicidad del pasado, el consumo de pescado daba ejemplo de la
actual disipación y fastuosidad. El pescado era propio de una época de lujo que
no tenía que ver con la dieta sencilla y más vegetariana de los antepasados que
se correspondía con la rectitud moral y la virtud.
Sin embargo, sería normal pensar que la gente que los habitantes de las orillas de
ríos y lagos pescarían y comerían su propio pescado fresco, aunque este no habría
sido accesible a los residentes en las ciudades por su alto precio, aunque sí
consumirían el pescado en salazón, más barato.

El principal mercado de pescado de la ciudad de Roma, el Foro Piscatorio,


suministraba pescado fresco y en salazón además de salsas de pescado, que
estaban también disponibles en los mercados de otras ciudades y núcleos rurales
de Italia.

La exagerada demanda de pescado esquilmó algunos caladeros y provocó la


importación de pescado traído de otros mares, como escribe Juvenal en una de
sus sátiras.

“Del dueño será el mújol que manda Córcega o el que mandan los escollos de
Tauromenio (Taormina), pues nuestro mar está todo esquilmado y ya no da
abasto, mientras la glotonería se enardece al tiempo que el mercado rebusca una
y otra vez con redes en las proximidades y no dejamos crecer los peces del
Tirreno.” (V, 92)
La rareza y precio de ciertos pescados contribuyó a su clasificación como
producto de lujo. Al final de la república y al principio del Imperio, el precio y el
tamaño de un pescado tenía más valor que su sabor. La compra competitiva, era
un pasatiempo favorito de los gastrónomos romanos, y se conseguía gran prestigio
pagando un precio desorbitado en las subastas de pescado.

Séneca cuenta una anécdota sobre un caso de subasta de un salmonete.

“Tiberio César, a quien le fue enviado un salmonete de un tamaño descomunal,


habiendo ordenado que lo llevaran a vender al mercado – mas ¿por qué no
añado su peso e incito la gula de algunos?; decían que fue de cuatro libras y
media de peso-: “Amigos – dijo-, mucho me equivoco si ese salmonete no lo
llegan a comprar o Apicio o P. Octavio.” La conjetura sobrepasó a lo que
esperaba. Se sacó a subasta, venció Octavio y entre los suyos consiguió la
inmensa gloria de haber comprado por cinco mil sestercios el pescado que César
había vendido y ni siquiera Apicio lo había comprado. Vergonzoso fue para
Octavio el pujar en tan gran cantidad, no para aquel que lo había comprado
para enviarlo a Tiberio, aunque yo también lo hubiese censurado, [ya que] se
admiró de una cosa de la que creyó que César [era] digno.” (Séneca, Epis., XCV)

Las enormes sumadas pagadas por el pescado ganó la desaprobación de


muchos romanos conservadores. Apuleyo relata en su obra Las Metamorfosis
cómo un edil encargado del control de precios del mercado echa a perder el
pescado que Lucio había comprado para la cena por castigar al vendedor.

«Estoy encargado de la sección de abastos, soy edil. Si te apetece algo, lo tendrás


en seguida».

Le doy las gracias: había asegurado suficientemente mi cena con la compra del
pescado. Pero Pitias, al ver mi cesta y sacudirla para ver mejor el pescado:

«¿Cuánto -me pregunta- te han costado estos boquerones? «Me costó trabajo -le
digo- para sacárselos al pescadero por veinte denarios.

25. Al oírme, me coge del brazo en el acto y, metiéndome de nuevo en el


mercado: «¿A quién -me dice- has comprado aquí este saldo?». Le señalo a un
pobre viejo, sentado en un rincón. Inmediatamente, con sus prerrogativas de edil,
increpándolo con la mayor rudeza: «Ahora -dice- ya no tenéis consideración ni
para nuestros propios amigos ni, en general, para ningún forastero; ponéis un alto
precio al pescado más ruin y, con la carestía de los víveres, reducís esta ciudad, la
flor y nata de Tesalia, a la condición de un desierto o de un picacho solitario. Pero
ello no pasará impunemente. Yo me encargaré de mostrarte, bajo mi
administración, cómo se ha de reprimir a los desaprensivos». Y, vaciando en el
suelo la cesta, manda a su oficial pisotear los pececillos y triturarlos todos hasta el
último. Después, satisfecho de su severidad, mi amigo Pitias me invitó a salir:
«Querido Lucio, me conformo con dar una lección como ésta al pobre viejo».
(Metamorfosis, I, 24-25)

El praefectus annonae y el praefectus urbis constituían la autoridad estatal para la


inspección de los productos alimenticios en general, aunque la inspección directa
la llevaban a cabo los aedili curuli, funcionarios que se dedicaban tanto al control
de los alimentos, determinando si eran o no aptos para el consumo, como a vigilar
que se pagasen los impuestos. Los romanos no debían estar siempre de acuerdo
con la calidad y frescura de ciertos productos, las cuales dejaban que desear en
el caso de ciertos productos, como el pescado, que, sin la adecuada
conservación, en seguida empezaba a oler. En la obra Los Cautivos de Plauto hay
un ejemplo:

ERGÁSILO. — Y luego los pescadores, que ofrecen al público pescado pocho,


transportado en jamelgos de torturante trote; con su peste hacen largarse al foro a
todos los paseantes de los atrios de la basílica: a la cara les voy a tirar yo sus
banastas de pescado, para que se enteren del suplicio que hacen pasar a las
narices ajenas. (Plauto, Los Cautivos, IV, 2)

Servir un pescado entero en un banquete significaba demostrar la riqueza y el


status del anfitrión al igual que lo hacían un pavo real con sus plumas o un jabalí
entero en la mesa.

Ammiano Marcelino cuenta que había anfitriones que hacían traer a la mesa una
balanza para pesar el pescado delante de sus invitados y hacían que todo
quedara registrado por escrito.

“Oyese en medio de un festín pedir balanzas, y es que el dueño de la casa quiere


saber con precisión lo que pesa un pescado, un ave rara o un lirón servido en su
mesa. ¡Qué exclamaciones entonces! Todos ponderan sin término, pero no sin
fastidio, las dimensiones de la pieza: jamás se vio cosa igual. Y no es esto todo. Allí
hay lo menos treinta secretarios, estilo y tablillas en mano, tornando nota exacta
de la composición de los servicios y número de los manjares; pareciendo aquello
el interior de una escuela, pero sin maestro.” (Historia de Roma, XXVIII, 4, 13)

Trocear el pescado para que pudiera caber en una fuente arruinaría el principal
propósito de comprar un pescado grande, que era impactar a los comensales al
ver un gran espécimen en una bandeja que formase parte de una elegante
vajilla.
“Enormes salmonetes cubren tus fuentes damasquinadas; tú, camarón, apareces
rojo en mis platos de tu mismo color.” (Marcial, Epi., II, 43)

Los escritores satíricos aprovecharon el consumo de caros pescados para criticar


la ostentación y el lujo. Servir distintos tipos de pescados a los invitados, según su
nivel social, en las típicas cenas romanas debió ser algo habitual.

“Mira con qué largo talle divide su bandeja la langosta que se le sirve al señor, y
de qué espárragos está guarnecida todo en derredor despreciando con su cola el
banquete, cuando en alto llega a manos del apuesto camarero. En cambio, a ti
se te sirve en estrecha escudilla un cangrejo endosado en medio huevo: una cena
de velatorio.

A Virrón se le sirve una morena, la más grande que ha llegado de los estrechos de
Sicilia; en efecto, mientras amaina el Austro, mientras se achanta y en su encierro
pone a secar las alas empapadas, redes temerarias desprecian la boca de
Caribdis: a vosotros os aguarda una anguila, parienta de la larga culebra,
acostumbrada a plantarse por las alcantarillas en medio de la Subura o un lucio
del Tíber rociado de motas y también él natural y vecino de sus orillas, cebado en
los remolinos de la cloaca.” (Juvenal, Sat. V)

Las más altas élites mostraron hasta qué grado llegó la ostentación de la riqueza
en la comida y consumo de productos caros como el pescado. Entre las
excentricidades de algunos emperadores destacan las mencionadas en la Historia
Augusta a propósito de Heliogábalo, quien no comía pescado cuando estaba en
la costa, pero se lo hacía traer cuando estaba lejos de ella, con el consiguiente
gasto que conllevaba; hacía servir vísceras y barbas de salmonete en vez de la
carne y mandaba hacer albóndigas de pescado, con ostras y mariscos, además
de servir el pescado en salsa azul para que recordase al mar.

“Comía siempre los peces con condimentos azulados, como si se hubieran cocido
en agua de mar conservando su color natural.” (Historia Augusta, Heliogábalo, 24)

Los pescados exquisitos podían valer para hacer regalos y atraerse a los invitados
por diversos motivos, por ejemplo, que asistan a la lectura de sus poemas.

“No sé si Febo huyó de la mesa y de la cena de Tiestes, pero nosotros Ligurino,


huímos de la tuya. Es ella abundante y abastecida de exquisitos manjares, pero
nada en absoluto me gusta cuando tú estás recitando. No quiero que me pongas
rodaballo ni un salmonete de dos libras, tampoco quiero hongos boletos, no quiero
ostras: ¡cállate!” (Marcial, Epi. III, 45)

Por su consideración de producto de lujo el pescado, sobre todo el fresco, se


podía destinar a impresionar a algunos miembros destacados de la sociedad
enviándolo como obsequio. En un papiro egipcio se conserva una carta del año
108 d.C., escrita por Lucio Beleno Gemelo a su hijo Sabino, en la que se propone el
envío de aceitunas y pescados a un escriba al que le ha sido concedido un cargo
administrativo para ganarse su favor en caso de ser necesario.

Lucio Beleno Gemelo a su hijo Sabino: saludos y buena salud. Debes saber que
Elouras, el escriba real, ha sido nombrado adjunto del estratego Eraso, según una
carta de su excelencia el prefecto. Si lo crees correcto, envíale una artaba de
aceitunas y algo de pescado, ya que queremos utilizarle… Papiro Fay. 117 (Origen:
Euhemeria, Arsinoites)

La demanda de pescado fresco para satisfacer las necesidades del mercado


generó un lucrativo negocio aprovechado por algunos Romanos emprendedores
que criaron varias especies en estanques llenos de agua dulce o salada.

“Sergio Orata fue el primero de todos en construir viveros de ostras, en Bayas, en


época del orador Lucio Craso antes de la guerra contra los marsos, y no por razón
de gula, sino de codicia, ya que por ese invento suyo percibía grandes ganancias,
como corresponde a quien fue el primero que inventó los baños colgantes para
vender a continuación las casas de campo con tal acicate... Por la misma época
Licinio Murena fue el primero que ideó los viveros de los demás peces, ejemplo
que siguieron después hombres de la nobleza, como Filipo y Hortensio. Luculo,
después de perforar incluso un monte junto a Napóles con un coste superior al de
haber edificado su casa de campo, hizo un canal y dio entrada al mar. Por esta
razón Pompeyo Magno lo llamaba «Jerjes togado». A su muerte los peces de
aquel estanque fueron vendidos por cuatro millones de sestercios.

Concibió antes que otros un vivero concretamente para las morenas Gayo Hirrio,
el cual aportó Ia cantidad de seis mil morenas para las cenas triunfales del
dictador César, en concepto de préstamo, pues, en realidad, no quería
permutarlas por dinero ni por otra mercancía. Esos viveros hicieron vender su casa
de campo, de un nivel por debajo de modesto, en cuatro millones de sestercios.

Después se puso de moda el afecto por algunos peces determinados. En Baulos,


en la zona de Bayas, el orador Hortensio tuvo un estanque en el que llegó a querer
tanto a una morena que se cree que lloró por ella cuando murió.”
A Lucio Licinio Murena le concede Plinio el haber inventado los estanques para
peces con agua salada, ya que los que tenían agua dulce ya estaban
funcionando anteriormente. Estos los podían mantener cualquier persona, pero los
de agua salada eran caros de construir y salía muy costoso mantenerlos y tener los
peces en buen estado, por lo que solo los ricos podían permitírselos.

“El ejemplo de Murena, cuyo nombre se supone que provenía de la crianza de las
morenas, fue seguido por otros nobles romanos como Quinto Hortensio, Gayo Hirrio
y Lucio Licinio Luculo. A Lúculo se le conoce por haber hecho construir un canal
que atravesaba una montaña para permitir la entrada del agua del mar a sus
estanques y remover el agua para evitar la podredumbre, por lo cual se ganó el
sobrenombre de Jerjes togado, ya que el general persa había mandado hacer un
canal en el istmo del monte Atos para que pasara su flota.

Por el contrario, Lucio Lúculo en Nápoles, tras haber perforado el monte e


introducido una corriente marina en los estanques, que a su vez refluía, no cedía
ante Neptuno en pesca, pues estaba hecho de tal forma que parecía haber
sacado a sus amigos los peces, en tiempo caluroso, a lugares más fríos, como
suelen hacer los ganaderos de Apulia, que por las cañadas llevan el ganado a los
montes Sabinos. Pero mientras construía en la zona de Bayas tanto se consumía de
cuidado que al arquitecto le había permitido que gastara el dinero como si fuera
suyo en tanto que un túnel llevara desde los estanques hasta el mar, habiendo
construido un dique para que la marea pudiera entrar y salir de nuevo al mar y
refrescar las piscinas dos veces al día desde el orto de la luna hasta la luna nueva
siguiente”. (Varrón, De Agricultura, III, 17, 9)

Algunos estanques tenían compartimientos para separar las especies, puesto que
algunas se consideraban tan voraces como para devorar a las otras, por ejemplo,
las morenas.
Los estanques privados (piscinae o vivaria piscorum) proporcionaban pescado
fresco a las mesas de los propietarios y un excedente que llevar a vender en el
mercado. A los invitados en la villa se les permitía pescar como deporte. Algunos
peces se consideraban mascotas, principalmente el salmonete y la morena, de tal
forma que se domesticaban y acudían cuando eran llamados.

“Y el sedal no busca su presa en un mar lejano, sino que la liña echada desde la
alcoba y desde la cama la engancha un pez al que se ha visto desde lo alto. Si
alguna vez Nereo siente la tiranía de Eolo, la mesa, segura con lo suyo, se ríe de las
tempestades: una piscina cría los rodaballos y las lubinas en la propia casa, la
delicada morena acude nadando hasta su cuidador, el nomenclátor cita a un
mújol conocido y, a la orden de que se acerquen, acuden los viejos salmonetes.”
(Marcial, Epi. IX, 30)

Se decía que Hortensio lloró cuando su morena favorita murió y que Antonia,
esposa de Druso, le puso a la suya pendientes.

“En la misma casa de campo, Antonia, la mujer de Druso, le puso unos pendientes
a una morena a la que tenía cariño. Por la fama de esta morena hubo algunos
que quisieron conocer Baulos.” (Plinio)

Pero los pescados mantenidos en estos estanques podían tener una función más
siniestra, servir como castigo para los esclavos que enfurecían a sus amos, como se
cuenta de Vedio Polión, quien parece haber tenido costumbre de hacerlo.
“Necesario es atacarla en diferentes puntos y con precauciones; como por acaso
no seas tú persona de tal manera importante, que puedas imponer tu autoridad,
como hizo el divino Augusto la noche en que cenaba en casa de Vedio Polión.
Rompió un esclavo un vaso de cristal; Vedio mandó que lo cogiesen y le diesen
una muerte poco común en verdad; quería que lo arrojasen a las enormes
lampreas que llenaban su vivero. ¿Quién no hubiese creído que las alimentaba
por lujo? era por crueldad. El esclavo se escapó, refugiose a los pies de César y
pidió por toda gracia morir de otra muerte y no convertirse en pasto de peces.
Conmoviose César ante aquella cruel novedad, y mandó dar libertad al esclavo,
romper ante sus ojos toda la cristalería y rellenar el vivero. De esta manera debía
César castigar a su amigo; esto era usar bien de su autoridad. ¿Mandas sacar
hombres del convite para desgarrarlos con nuevo género de tormentos? ¿quieres
por una copa rota dislacerar las entrañas de un hombre? ¿en tanto te estimas que
impones pena de muerte delante de César?” (Seneca, De la Ira, XL)
La demanda de ostras para abastecer las refinadas mesas romanas se convirtió en
un negocio lucrativo. Sergio Orata fue el primero en instalar lechos de ostras en
Baia en la costa de Campania durante el siglo I a.C. Llevó a cabo una obra
extensiva a alto coste para cercar el lago Lucrino para preservar la tranquilidad de
sus aguas y proporcionar las mejores condiciones para criar las ostras. Su inversión
parece haber sido muy provechosa porque tales ostras gozaban de fama por su
excelente sabor. Por ello se llevaban a Baia desde otras regiones para que al ser
alimentadas en el lago Lucrino, donde cogían su sabor único.

“Fue éste el primero que atribuyó a las ostras del Lucrino el sabor superior, ya que
las mismas especies de animales acuáticos son mejores unas en un lugar y otras en
otro, como las lubinas en el río Tiber, entre los dos puentes, el rodaballo en Ravena,
la morena en Sicilia, el élope en Rodas e igualmente otras especies, para no hacer
un repaso exhaustivo de cocina. Todavía no estaban sometidas las costas de
Britania, cuando Orata ya estaba ensalzando las ostras del Lucrino. Después se
consideró de igual interés ir a buscar las ostras a Brundisio, al último confín de Italia
y recientemente, para zanjar la discusión entre los dos sabores, se ideó calmar en
el Lucrino el hambre del largo trayecto desde Brundisio.”

Según Plinio en 115 a.C. se aprobó una ley suntuaria para limitar los excesos en la
mesa, por la cual se quería prohibir el consumo de ostras y otros mariscos. Las
ostras que se traían de lugares más remotos, como la costa inglesa, se cree que se
transportarían en barcos con tanques de agua adaptados para conservaras vivas.

Algunos reconocidos gastrónomos exhibían su capacidad para adivinar el origen


del pescado que se les servía.

“Era (Montano) capaz de distinguir al primer bocado si las ostras se habían criado
en el Circeo o en el estanque Lucrino o en los fondos de Rutupia (ciudad del
condado de Kent), y decía la costa de un erizo con sólo mirarlo.” (Juvenal, sátira
IV)

A pesar de la recomendación de algún médico sobre no comer ostras crudas,


esto no parece haber importado a algunos anfitriones que las presentaban sin
cocinar, servidas a lo sumo entre hielo.

En el Satiricón se encuentra una escena en la que dos sirvientes simulan una pelea
durante la cual se rompe una vasija de la que caen ostras y otros moluscos que se
sirven inmediatamente a los invitados.

“Consternados por una violencia propia de personas ebrias, pusimos toda nuestra
atención en los contendientes y pudimos observar cómo del vientre de las vasijas
caían ostras y vieiras, que un esclavo recogía en una bandeja y ofrecía a los
comensales.” (Petronio, Satiricón, 70)

Sin embargo, a pesar del aprecio que parecía existir por las ostras en la cocina
romana, para algunos no eran el manjar más adecuado.
“¿No crees que esas ostras, una carne muy indigesta que ha sido engordada en el
lodo, no contagia nada de su pesadez fangosa?” (Séneca, Epis. XCV)

De la popularidad del salmonete se tiene noticia por las referencias al alto precio
pagado por algunos ejemplares, lo que demuestra hasta qué punto llegaban
algunos para impresionar a sus comensales.

“Ayer vendiste un esclavo por mil doscientos sestercios para cenar bien, Caliodoro,
una sola vez Y no cenaste bien. Un salmonete de cuatro libras que te compraste
fue la pompa y el plato fuerte de tu cena. Dan ganas de gritar: “¡Esto no es un pez,
tragón, no lo es! ¡Es un hombre! ¡Te estás comiendo un hombre, Caliodoro!”.
(Marcial, X, 31)

El deseo de impresionar a sus invitados se refleja en una historia contada por


Séneca en la que se mandaba traer a la mesa salmonetes vivos encerrados en
recipientes de cristal para que los asistentes disfrutasen de los cambios de
tonalidad de los peces mientras luchaban por sobrevivir.

“Te extrañas de que suceda esto: ¡cuánto más increíble son los actos provocados
por el afán de placer cuantas veces imita a la naturaleza o la supera! Los peces
están nadando en el estanque e, inmediatamente antes de la comida, se atrapa
uno para que sea servido en el momento justo de la comida. Parece poco fresco
el mújol si no muere en manos del comensal. Se llevan encerrados en vasijas de
vidrio y se observa el color de los que están muriendo. Mientras se debate con la
vida, la muerte hace pasar su color por múltiples tonalidades. A otros los matan
dentro del garum y los sazonan vivos. Hay quien cree que es cuento el que los
peces pueden vivir bajo tierra y ser desenterrados en lugar de pescados. ¡Cuán
increíble les parecería el escuchar que un pez nada en el garum y que no se le
mata para la cena, sino en el transcurso de la cena, cuando ha hecho las delicias
de todos y ha nutrido los ojos antes que el estómago!” (Séneca, Cuestiones
Naturales, III, 18, 2-3)

Se intentó criar salmonetes en estanques, pero eran muy delicados y no se


adaptaban fácilmente a vivir en un entorno artificial. Marcial recomienda el mar
como su mejor hábitat.

“Respira en el agua de mar traída, pero ya sin fuerza, el salmonete. Desfallece.


Dale el mar de verdad: se pondrá fuerte”. (Epi. XIII, 79)

Sin embargo, Varrón menciona que algunos los cuidaban con excesivo mimo en
sus viveros, hasta el extremo de no sacrificarlos para ofrecerlos en las cenas, y, en
cambio, comprarlos en los mercados.

“Cuando nuestro amigo Quinto Hortensio tenía viveros construidos con gran
dispendio cerca de Bauli, fui tan frecuentemente con él a su granja como para
saber que él siempre solía enviar a comprar peces a Puteoli para la cena.

Ni siquiera era bastante para él no alimentarse de los viveros, sino que también él
mismo los alimentaba a su vez y ponía mayor cuidado de su parte para que sus
mújoles no pasaran hambre que el que yo tengo para que mis asnos no pasen
hambre en Rosea, y ciertamente con ambas cosas, esto es, tanto con el pienso
como con la bebida, administraba la vitualla con mucha más prodigalidad que
yo, pues yo con un esclavito, no mucha cebada y con agua de casa alimento a
mis valiosos asnos; Hortensio, en primer lugar, tenía muchos pescadores que
suministraban y le apilaban con frecuencia pececillos pequeños que eran
consumidos por los grandes.” (Varrón, De Agricultura, III, 17,6)
Debido a la gran demanda de estos peces hubo que importarlos desde Córcega
y Sicilia porque se estaban agotando.

Las morenas se capturaban vivas y se llevaban a los criaderos romanos. Gayo


Hirrio suministró seis mil ejemplares para los banquetes del triunfo de Julio César.

“Y este pez, aunque se importaba, no era raro en Roma. Según cuenta Plinio,
cuando el dictador Gayo César ofreció al pueblo festines con ocasión de su
triunfo, compró al peso seis mil morenas a Gayo Hirrio. El fundo del tal Hirrio,
aunque no era grande ni extenso, se vendió, como es sabido, por cuatro millones
de sestercios, a causa de los viveros que contenía.” (Macrobio, Saturnales, III, 15)

La lubina muy apreciada por su carne suave y blanca se pescaba en las aguas
del Tíber que procedían del mar y por ello se trasladaban con prontitud al
mercado en Roma donde era comprada por los más refinados gourmets.

“La lubina de lana recoge las bocas del Timavo eugáneo, apacentándose de las
aguas dulces junto con la sal marina.”

Horario señala que los mejores ejemplares eran los pescados en el Tíber, pero
Columela refleja que los gourmets se fueron decantando por la lubina pescada en
el mar, frente a los ejemplares pescados en los lagos del Lacio y del sur de Etruria.
Para demostrar la predilección del producto pescado en el mar frente al pescado
en lagos Varrón cuenta que Filipo, invitado por Umidio, escupió un pedazo de
lubina al comprobar por el sabor que no era producto del mar, aunque por el
aspecto así lo había creído.
“… ¿quién tenía vivero sino de agua dulce y en él tan sólo squalos y mugiles?
¿Qué engreído, por el contrario, no dice ahora que no hay ninguna diferencia si
tiene el estanque lleno de aquellos peces o de ranas? Cuando Filipo se alojó en
Casino como huésped de Umidio y se le hubo servido un hermoso pez lobo de tu
río, ¿acaso no lo escupió tras gustarlo y no dijo ‘que me muera si no creí que era
un pez’? “(Varrón, De re rusticarum, III, 3, 9)

El escaro era muy estimado por los romanos como lo era por los griegos. Se
encontraba en las costas griegas y de Asia menor por lo que se importaba desde
esas tierras hasta que Optato, comandante de la flota romana, se encargó de
traer ejemplares en barcos acondicionados con tanques de agua para después
arrojarlos en las costas de Campania.

“En efecto, el prefecto de la escuadra Optato, sabiendo que el escaro era un pez
tan desconocido en las costas de Italia que ni siquiera teníamos en latín un
nombre para este pez, transportó una ingente cantidad de escaros en naves
viveros, y los arrojó al mar, entre Ostia y Campania, y, con un ejemplo asombroso y
nunca visto, sembró peces en el mar como quien siembra frutos en la tierra; y
como si todo el interés público consistiera en ello, durante cinco años dedicó su
esfuerzo a que si, por casualidad, alguien capturaba un escaro entre otros peces,
al punto lo devolviera al mar incólume e intacto.” (Macrobio, Saturnales, III, 16)
Al igual que los salmonetes mencionados por Séneca que se traían a la mesa vivos
Petronio cita en su obra el uso del escaro para estimular el apetito a través de la
vista.

“Se trae vivo a nuestras mesas


El escaro que vive en las aguas de Sicilia
Y la ostra cogida a orillas del lago Lucrino
Sube el precio de las cenas, y estimula el apetito
A costa del bolsillo.” (Petronio, Satiricón, 119)

Según Marcial lo verdaderamente exquisito del escaro era su hígado,


despreciando su carne.

Este escaro, que llega consumido por las olas del mar, por sus vísceras es bueno; el
resto no sabe a nada. (Epi. XIII, 84)

El esturión no tuvo gran aprecio en la época de Plinio, pero si mucho tiempo antes
y después. Macrobio resalta que era recibido en las mesas con gran pompa.

“Pero que los antiguos lo apreciaban, puedo probarlo con claros testimonios,
tanto más que veo que su popularidad regresa a los banquetes, como si retornara
a la patria desde el exilio. De hecho, cada vez que, por cortesía vuestra, participo
en un banquete sagrado, observo que este pez es servido al son de una flauta por
criados coronados de guirnaldas.” (Macrobio, Saturnales, III, 16)

La dorada, aunque era un pez marino, se aclimataba muy bien a las aguas de los
viveros artificiales donde empezaron a ser criadas desde que Sergio Orata, el cual
cogió su sobrenombre de dicho pez, las puso de moda. Marcial destaca que las
de mejor sabor eran las que se alimentaban en las aguas del lago Lucrino.

“No toda dorada merece alabanzas y precio, sino la que tenga como único
alimento las conchas del Lucrino.”

Los más sabrosos rodaballos se importaban de la costa Adriática pero también se


criaban en viveros con otras especies como las murenas. Columela recomendaba
cercar una extensión de lodo en la costa para criar mariscos y pescados planos
como el rodaballo. Algunos ejemplares debían alcanzar un gran tamaño, como se
ve en uno de los epigramas de Marcial.
“Por más que una amplia fuente contenga al rodaballo, el rodaballo es más
amplio, sin embargo, que la fuente.” (Epigramas, XIII, 81)

La pesca de un enorme rodaballo sirve a Juvenal para criticar el gobierno tiránico


del emperador Domiciano, ya fallecido. El pescador lo regala al emperador por
temor y los miembros de su consejo son reclamados, lo que les aterroriza, para
consultar un asunto trivial, qué hacer con el pescado. Los consejeros deciden que
el pez es un signo de las futuras victorias de Domiciano sobre sus enemigos y para
no cortarlo en trozos proponen construir una fuente en la que quepa entero. Una
vez tomada la decisión el autor expresa el deseo de que el emperador realmente
se hubiera ocupado en esos temas menores en vez de en hacer desaparecer a
tantas personas ilustres durante su reinado.

“Cuando ya desgarraba a un mundo agonizante el último de los Flavios y Roma


era esclava de un Nerón calvo, en el Adriático un rodaballo de asombrosa largura
se presentó ante la casa de Venus que se asienta en la dórica Ancona, y llenó la
bahía… El patrón de la barca y la liña reserva el monstruo para el pontífice
supremo. Pues ¡quién se atrevería a sacar a la venta o comprar tal pez, si hasta las
costas están llenas de infinitos delatores?... Entonces el picentino dijo: “Recibe este
don, excesivo para el hogar de un particular. Dedíquese al gusto propio la
jornada, corre, alivia de carga tus tripas y da buena cuenta de este rodaballo
reservado para tus días. Él solo se dejó pescar.” … Pero no había fuente del
tamaño del pez. Así que se convoca a reunión a prebostes por él aborrecidos y en
cuyo rostro se asentaba una palidez producto de aquella amistad desdichada e
importante… Buen agüero tienes aquí de un triunfo grande y sonado. Cogerás
prisionero a algún rey o de su carro britano caerá Arvígaro. … ¿Lo van a trocear?
Hay que librarlo de semejante estropicio- dijo Montano-, que se disponga un
cacharro profundo capaz de abarcar un ancho redondel con su tenue muro… Se
levantan todos, se da por concluida la reunión y reciben la orden de marcharse
aquellos prebostes a los que el general supremo había hecho arrastrar… y ojalá
hubiese dedicado mejor a estas pamplinas todo aquel tiempo que empleó en sus
crueldades, cuando impunemente y sin nadie que las vengara le quitó a la Urbe
vidas ilustres y gloriosas.” (Juvenal, Sátira IV)

El atún se consumía fresco, pero sobre todo se dedicaba a su conservación como


salazón. Las partes desechables, como las vísceras, se utilizaban en la preparación
de las salsas de pescado.

El atún es, de hecho, uno de los manjares más citados en la poesía de contenido
gastronómico y debe su presencia como producto de lujo a las colonias jonias,
que lo exportaban en salazón desde el Ponto Euxino, donde Sinope era ciudad
famosa por sus conservas de atún al tratarse, según Estrabón, del lugar más
adecuado para su captura. Thynnus era el nombre para el atún, pero al más joven
se le denominaba cordyla o cybium. Marcial cita éste último en las invitaciones a
cenar a sus amigos.
“Si sueles tomar aperitivo, no te faltarán humildes lechugas de Capadocia, y
puerros de fuerte olor, y un buen taco de atún, disimulado entre huevos partidos.”
(Epigramas, V, 78)

Otras especies se consumían con frecuencia en las mesas romanas, como distintas
variedades de mariscos, moluscos o los erizos de mar. Estos últimos solían tomarse
con una salsa de miel mezclada con algunas hierbas.
“Ése, aunque pinche los dedos con su caparazón espinoso, al quitarle la corteza,
será un tierno erizo.” (Marcial, Epi. XIII, 86)

Los crustáceos ya se consumían entre los griegos y se servían como entrantes,


desde las pequeñas quisquillas hasta las langostas y bogavantes. En la obra El
Banquete de los Eruditos se habla de todos ellos.

“Mientras todavía estaba hablando Ulpiano, entraron unos esclavos trayendo en


fuentes unas langostas más grandes que el orador Çalimedonte, el cual era
llamado «Langosta» a causa de su afición a este plato. En efecto, Alexis, en Dorcis
o La que silba, nos refiere que era aficionado al pescado en general, lo mismo que
otros comediógrafos, diciendo así:

Ha sido decidido por votación entre los pescaderos,


según dicen, erigir una estatua de bronce de Calimedonte
en la plaza del pescado durante las Panateneas,
con una langosta asada en la diestra,
en la idea de que él es el único salvador
de su oficio, y todos los demás un castigo.” (Libro III)

Los pescados exóticos o caros estaban normalmente restringidos a la clase social


alta que los consumían en celebraciones familiares o festividades de relevancia
social. En lo que respecta a la variedad de los pescados se puede apreciar una
jerarquía en cuando a los productos más y menos codiciados, que no sólo
respondía al gusto gastronómico de los individuos, sino que simbolizaban el estatus
social y económico de cada uno.

En una escena de la obra de Plauto, Los Cautivos, los dos personajes discuten
porque uno de ellos (Ergásilo) pide algunos alimentos considerados como
manjares, entre ellos, pescados como la lamprea y el atún, mientras que el otro
(Herión) responde que ninguno de ellos los comerá en su casa porque solo le
puede ofrecer otros menos costosos.

Er.— No te sofoques. ¿Das orden o no das orden de que se pongan al fuego las
ollas, que se lave la vajilla, que se ponga a calentar en las ardientes vasijas el
tocino de jamón y los demás manjares? Y di que vaya otro a comprar pescado.
He. — Éste sueña despierto.
Er. — Y otro que compre carne de cerdo y de cordero y pollos.
He. — Anda, que sabes vivir bien, si hubiera de qué.
Er. — Jamón y lamprea, bacalao, escombro, raya y atún, y queso fresco.
He. — Te va a ser más fácil nombrar todos esos platos que comerlos aquí en mi
casa, Ergásilo.
ER. — ¿Pero es que te crees que yo digo todo esto por interés mío?
He. — Ergásilo, ni vas a quedarte sin comer algo hoy aquí, ni va a ser mucho más
que algo lo que comas, no te llames a engaño. O sea, que es mejor que traigas el
estómago preparado para una comida corriente.

No todas las especies de pescado gozaban de la misma consideración entre los


ricos romanos. Algunos peces pequeños como la sardina y el boquerón, además
del llamado pez lagarto, el siluro y la caballa se destinaban a las mesas más
humildes. Juvenal describe la cena de un hombre mezquino que da pobres
raciones a sus esclavos y él mismo pasa hambre, en la que se incluyen algunos de
estos pescados baratos.

“Castiga con inicua ración el vientre de sus esclavos, en tanto que él también
pasa hambre, pues ni siquiera soporta jamás consumir todos los mendrugos
mohosos de pan moreno, acostumbrado a guardar el picadillo de la víspera en
pleno septiembre, así como a dejar para la ocasión de otra cena habas
veraniegas en tarro sellado junto con una tajada de pez lagarto o con medio siluro
podrido, y a encerrar fibras contadas de puerro troceado”. (Juvenal, sátira XIV,
131)

Las sardinas aparecen entre los alimentos consumidos en los banquetes


organizados de asociaciones de tipo religioso. Los pescados pequeños y fritos se
consideraban propios de la gente sin muchos recursos.
Para Galeno son nocivos los peces procedentes de agua dulce y los de costa,
mientras que no lo son los que viven tanto en agua salada como dulce, por
ejemplo, el mújol, que está a medio camino entre mar y río; aunque aconseja
evitar la ingestión de los que proceden de ríos próximos a las urbes.

El escritor Ausonio dejó un catálogo de peces de río, en este caso del Mosela, que
también se servían en las mesas romanas. De algunos, habla con admiración por
ser muy apreciados en su tiempo.

…Y tú, barbo, golpeado en las hoces del Saravo que se desliza por seis bocas que
resuenan en rocosos pilares, tras alcanzar este río de fama mayor, practicas más
libre tus amplios desplazamientos: tú eres más exquisito en la peor edad, a ti te ha
correspondido, de entre todos los mortales, una vejez gloriosa. No te pasaré por
alto, salmón, de carne roja y brillante; los golpes fluctuantes de tu ancha cola se
transmiten desde lo hondo de la corriente hasta la superficie de las ondas, cuando
aparece un secreto impulso en el agua tranquila; tú, de pecho protegido por
escamas, de cabeza escurridiza y futuro plato de una cena dudosa, puedes pasar
sin estropearte largo tiempo, notable por las manchas de la cabeza; a ti tus
entrañas abundantes y tu vientre que cuelga por efecto del grasiento abdomen
te hacen vacilar…
Y no dejaré de hablar de ti, perca, delicias de las mesas, digna tú, entre los peces
fluviales, de vivir también con los marinos, la única capaz de rivalizar con los
encendidos salmonetes: pues no careces de sabor, y además en tu fuerte cuerpo,
las carnes se aprietan en bloques separados por las espinas. También el lucio, a
quien por diversión se le dio un nombre latino, habitante de las lagunas, el
enemigo más hostil de las quejumbrosas ranas, acecha los remansos oscuros entre
ova y cieno. Aquí se mueve excitado sin que se le escoja como plato de mesa
ninguna en tabernas cargadas de humo maloliente. ¿Y quién no conoce las
verdes tencas, consuelo del pueblo, y los alburos, presa de los anzuelos de los
niños, y los sábalos, que
crepitan en los hogares, comida de pobres? (Ausonio, Mosela)

Ausonio alaba al salmón porque no se echa a perder tan fácilmente, a la perca la


iguala a los salmonetes por su sabor, del lucio dice que es demasiado bueno para
servirlo en tabernas miserables y, según él, las tencas y sábalos son comida para
pobres, por lo tanto, serían pescados baratos.

Algunas especies se recomendaban con fines terapéuticos como los mejillones


que mezclados con otros ingredientes ayudan a aliviar el estreñimiento, según
escribe Horacio en su sátira dedicada al arte de cenar.

“Si tu tripa está perezosa y estreñida,


El tapón lo empujarán el mejillón, los moluscos baratos
Y la breve hierba acedera, pero con un blanco de Cos.” (Sátira, II, 4)

El origen de considerar afrodisiacos a algunos pescados y mariscos proviene de la


creencia que la diosa Afrodita tenía su palacio decorado con motivos marinos y
que se alimentaba de diversos ejemplares de la fauna marina.
El deseo de proporcionar una suculenta cena a base de pescados podía llevar a
ciertos propietarios a caer en la trampa que algunos caraduras les tendían para
aprovecharse de su dinero y de su credulidad. Cicerón relata el caso de un
estafador que vende a un hombre una propiedad haciéndole creer que existe
gran variedad de pesca en los alrededores.

“Cayo Canio, un caballero romano, un hombre con cierto ingenio y una


respetable cultura literaria, fue a Siracusa para comprar una propiedad destinada
al descanso. Un tal Pitio, al enterarse mientras realizaba algún negocio bancario, le
dijo que él poseía una que no quería vender, pero que se la ofrecía para su
disfrute, invitándole a cenar en ella al día siguiente. Pitio, que era muy conocido
por sus negocios, reunió a todos los pescadores y les pidió ir a pescar delante de su
villa. Cuando Canio llegó para cenar, vio lo que Pitio había preparado, un gran
número de barcas estaban a la vista y los pescadores traían a Pitio todo lo que
habían pescado. Canio entonces exclamó: ¡Cuántas barcas! ¡Cuánto pescado! Y
Pitio respondió que con todos esos peces se abastecía el mercado de Siracusa,
porque para la villa sobraba. Canio le ruega que le venda la propiedad y tras
pagar un alto precio, Pitio le vende incluso el mobiliario. Cuando Canio ya
instalado invita a sus vecinos a cenar, no ve ninguna barca y pregunta a uno de
sus invitados si hay fiesta para los pescadores. El interpelado contesta que, por lo
que él sabe, no hay nunca pescadores ahí y por tanto le extrañó lo del día
anterior. Canio se enfurece, pero, ¿qué puede hacer?” (Cicerón, De los deberes,
III, 14)

Para triunfar en una cena en la que se ofrecían suculentos pescados no solo


bastaba con comprar los mejores y más caros, sino que había que saber
cocinarlos y combinarlos con la mejor salsa para así convencer a los comensales
para seguir degustando la comida.
“Y no basta barrer los peces del puesto caro,
Si no se sabe a cuáles les va mejor la salsa y cuáles asados
Harán que se acode de nuevo un comensal cansado.” (Horacio, Sátiras, II, 4)

El pescado podía cocinarse con distintos condimentos que hacían su degustación


variada. El famoso gastrónomo Apicio dejó escritas varias formas para preparar el
pescado, ya fuera a la brasa o guisado.

PATINA MULLORUM LOCO SALSI. Plato de barbo en lugar de pescado salado


Pelar unos mújoles, colocar en una tartera limpia; añadir la cantidad de aceite
necesaria y poner en el centro el pescado salado. Dejar que hierva. Cuando esté,
echar vino con miel o vino de pasas, espolvorear pimienta y servir.

MINUTAL MARINUM. Menú marinero


Poner pescados en una tartera; añadir garum, aceite, vino y el caldo. Cortar
minuciosamente unos puerros bulbosos y coriandro; hacer pequeñas albóndigas
de pescado, trocear la carne del pescado cocido y echar unas ortigas de mar
bien lavadas. Una vez cocido todo, picar pimienta, ligústico, orégano, triturarlo,
rociar con garum y con su propio jugo, echarlo en la tartera. Cuando hierva,
romper el preparado, mezclar bien, remover y espolvorear pimienta, y servir.

También el poeta Horacio cuenta cómo se sirve un de los pescados más selectos y
caros de la época, la morena, con una salsa en la que enumera los ingredientes
durante una cena con invitados en una de sus sátiras.

“Se trajo anguila servida en una fuente nadando


entre quisquillas. A esto el amo dijo: `Ésta se ha
pescado preñada, porque tras el parto la carne es peor.
La mezcla de la salsa es: el primer aceite que prensó
el molino de Venafro, el garum de los jugos del pez ibero,
vino de cinco años, pero nacido a este lado del mar,
mientras se cuece (ya cocido conviene el de Quíos como
ningún otro), pimienta blanca, y también vinagre que haya
cambiado la uva de Lesbos al fermentar.” (Sátira, II, 8)

La salsa de pescado, garum, usado anteriormente por los griegos durante siglos, se
utilizó en la cocina romana como condimento para sazonar los guisos o como
guarnición para acompañar los alimentos.

“En los lados del repositorio pudimos ver también cuatro Marsias. De sus odrecillos
escurrí garum con pimienta sobre unos pescaditos que parecían nadar en un
canalillo.” (Petronio, Satiricón, 36)

Había cuatro variedades de salsa de pescado, garum, liquamen, muria y allec. Sin
embargo, la palabra garum designaba la salsa de más calidad y se usaba de
forma genérica.
Su proceso de fabricación era sencillo: se introducían las partes no cárnicas del
pescado (cabeza, cola, aletas, tripas, agallas...) en agua con sal, lo que evitaba
su putrefacción. A esta mezcla se le añadían otros productos, como pequeños
peces, vino, o miel. Después se dejaba macerar durante unas tres semanas,
durante las cuales se debía remover para que la sal, el pescado, las especias y los
demás productos se entremezclaban, produciéndose una especie de pasta con
impurezas en su interior, la cual tras someterse a un prensado se licuaba y el líquido
recogido constituía el garum, mientras que el residuo sólido era el allec.
Los tipos de garum dependían de si se realizaban con un solo pescado, como el
atún, o de una mezcla de varios pescados. El sabor variaba según el condimento
añadido, el oenogarum añadía vino, el oxygarum añadía vinagre, el hydrogarum
añadía agua. También se podía combinar con hierbas, especias y miel.
“Fue el primer general romano que ofreció públicamente garum mezclado con
agua, que hasta entonces era una comida militar y cuyo uso restableció poco
después Alejandro.” (Historia Augusta, Heliogábalo, XXIX, 5)

El más apreciado en Roma era el garum sociorum (garum de la compañía) que


provenía de Cartagena, de donde se exportaba a Roma y todo el imperio. Se
hacía con escombros (caballas). En la época de Plinio dos congios de este garum
costaban 1.000 sestercios.
El naturalista latino Plinio en su Historia Natural escribe:

“Actualmente el garum mejor se obtiene del pez escombro en las pesquerías de


Carthago Spartaria. Se le conoce con el nombre de sociorum. Dos congios no se
pagan con menos de 1000 monedas de plata. A excepción de los ungüentos, no
hay licor alguno que se pague tan caro, dando su nobleza a los lugares de donde
viene. Los escombros se pescan en la Mauretania y en la Bética, y cuando vienen
del Océano se cogen en Carteia, no haciéndose de él otro uso.” (XXXI, 94)

El flos gari o flor de garum era probablemente la porción líquida extraída en primer
lugar durante la producción y se consideraba la mejor. En las etiquetas que
acompañaban las ánforas donde se envasaba se especificaba la calidad del
garum, por ejemplo, optimum para el de mejor calidad y penuarium para el de
baja.

“De la primera sangre de escombros todavía respirando, recibe garo de lujo, un


regalo caro.”
(Marcial, XIII, 102)

Varios autores han dejado explicaciones de cómo se preparaba la salsa garum.


La de Gargilio Marcial es la siguiente:

“Se debe utilizar una vasija de tamaño grande, unos treinta litros de capacidad,
en cuyo fondo se debe colocar una capa de hierbas aromáticas, como el hinojo,
menta, orégano, tomillo, albahaca, anís, etc., después se añade otra capa de
pescado troceado, salmones, sardinas, anguilas o cualquier tipo de pescado;
finalmente se cubre con una gruesa capa de sal. Este proceso se repite varias
veces y una vez lleno el recipiente se deja reposar durante siete días y a partir de
entonces y durante veinte más se remueve, y para concluir se cuela el jugo
obtenido, que tendrá un olor penetrante, y, a veces, putrefacto, aunque no
impedirá ser muy apreciado.”

El garum sabemos que se tomaba no sólo como acompañamiento y condimento


de pescados y carnes, sino también solía beberse sólo como un brebaje saludable
y apetecible para abrir el apetito y como aperitivo, pues daba vitalidad y
estimulaba al bebedor.

No todos estaban de acuerdo en las cualidades positivas del garum y criticaban


su sabor y su efecto nocivo para el estómago.

¿No crees que esa salsa de la sociedad, cara podredumbre de peces ya pasados,
no quema las entrañas con su descomposición salobre? (Séneca, Epis. XCV)

El gastrónomo Apicio da una receta para eliminar el mal olor del garum:

“Para conseguir que el garum deje de producir el mal olor que le es característico,
hay que ponerlo en un recipiente y ahumarlo bajo un fuego de laurel y ciprés, y
verterlo después de haberlo expuesto al aire; si estaba muy salado había que
añadirle una cantidad de miel igual a un sexto de su volumen…”

El liquamen era otro manjar similar, que originalmente definía un preparado


realizado con peces diversos, y que con el paso del tiempo fue confundiéndose
con el garum, llegando a ser sinónimos. Liquamen es el término usado siempre por
Apicio en sus recetas para referirse a la salsa de pescado y también por el edicto
de precios de Diocleciano.

Muria es la salmuera empleada para conservar el pescado durante el transporte y


también para las aceitunas o el queso. En algunos platos se utilizaba como
ingrediente más barato que el garum.

“Temiendo que me hubiera desagradado el aceite que me habías enviado,


repetiste tu regalo y lo hiciste aún mayor al añadir el condimento de la salmuera
de Barcelona. Mas tú sabes que ese nombre de «salmuera», que usa el vulgo, ni
suele ni puede decirse, desde el momento que los más sabios de nuestros
antepasados y los más reacios a las palabras griegas no tenían una en latín para
designar el garum. Yo, por mi parte, cualquiera que sea el nombre de ese «licor de
los aliados» llenaré mis platos, para que ese jugo poco frecuente en las mesas de
nuestros mayores inunde mis cucharas (Ausonio, Epístola a Paulino, 21)

El allec estaba compuesto en su origen por los posos resultantes tras la producción
del garum. Se consideraba de inferior calidad y lo utilizó Catón para alimentar a
sus esclavos cuando escaseaban las aceitunas. Era más pastoso que el garum y
las otras salsas y no siempre se consideró de peor calidad porque, como indicó
Plinio, Apicio popularizó como una exquisitez el allec elaborado con el hígado del
salmonete, al mismo tiempo que se obtenía variedades con ostras y otras
especies.
Marcial cita el allec como un condimento menor dentro de la cocina romana en
un epigrama en el que critica a un tal Bético por comer lo que otros desprecian,
por ejemplo, la sardina, y por tener, por tanto, un gusto que no va con la
tendencia de la época.

“No te gusta, Bético, ni el salmonete ni el tordo y nunca te agrada la liebre ni el


jabalí. Tampoco te petan los canapés ni los daditos de pastel. Ni Libia ni Fasis te
envían sus aves. Los alcaparrones y las cebollas que nadan en una salmuera
(allec) putrefacta y la magra de una paletilla rancia, eso lo devoras, y te chiflan las
sardinas saladas y el atún de piel blanca en escabeche; bebes vino resinoso y
evitas el falerno. Sospecho que tu estómago tiene no sé qué vicio bien oculto,
pues, ¿por qué, Bético, comes carroña? (III, 77)

Con peces de gran tamaño (atún, bonito, caballa), era habitual utilizar como
ingredientes las vísceras del animal junto a la sangre y las agallas para
confeccionar las salsas, mientras que la carne limpia y troceada se preparaba en
salazón (salsamentum). Si se empleaban peces de tamaño más pequeño
(boquerones, sardinas) éstos se utilizaban completos.
Para su maceración era necesario colocarlas en capas alternadas con sal durante
unas tres semanas, producto que evitaba la putrefacción y generaba un alimento
que podía conservarse durante meses. Estas prácticas, posiblemente heredadas
del mundo fenicio-púnico, convirtieron a esta industria en muy rentable, ya que la
longevidad de la carne salada
permitía su comercialización en todo el Mediterráneo y su alto aprovechamiento
en la alimentación del ejército.
En el siglo I, Manilio escribe en su obra Astronómica como se prepara el garum y la
salazón de pescado (salsamentum) cuando los pescadores tren los peces recién
cogidos.

“También entonces, cuando las presas yacen en toda la playa, se produce una
segunda carnicería sobre la primera: son cortados sus miembros, y lo que era un
solo cuerpo es distribuido para usos diversos. Una parte resulta mejor si se le saca el
líquido y otra si lo retiene. De aquélla fluye un líquido precioso, es arrojado lo mejor
de la sangre, que mezclado con sal equilibra el paladar. Todo el otro montón
seco, que es la mayor parte, se junta y se mezclan sus formas hasta desaparecer
todas, proporcionando un alimento de uso común con su salsa. O bien, cuando él
mismo se detiene muy parecido al azulado mar, una nube o multitud de peces se
queda parada y sin movimiento y, rodeada, es cogida en la amplia red, pasando
a llenar enormes cisternas y toneles de vino, y a arrojar su aportación de líquido,
que se une con las otras y fluye a una masa viscosa tras haberse disgregado la
parte interna.” (Astronómica, V, 667)

Hispania era famosa por la variedad y cantidad de sus pescados desde tiempos
muy antiguos. Se mencionan en escritos griegos las salazones de Sexi (Almuñécar)
y el garum de Cartagena, como en El Banquete de los Eruditos.

“Son mejores las salazones de Aminclas y las hispanas llamadas de Saxitania, pues
son más ligeras y sabrosas». Estrabón, por su parte, en el libro III de su Geografía,
afirma que, junto a las islas de Heracles, frente a Cartago, se encuentra la nueva
ciudad de Sexitania, de la cual recibe su nombre la salazón homónima; y que hay
otra (ciudad) denominada Escombroaria,
por las caballas (skómbroi) que se capturan allí; de ellas se elabora el mejor garo.”
(Libro III)
La importancia que algunos daban al pescado como lujo gastronómico se
combina con el valor que algunas especies tenían para otras funciones, como en
este texto, que describe por qué hay que tener en consideración a la sepia, la
cual debía ser alimento de sabios por su gusto y por el uso que se puede hacer de
su tinta para escribir.

Con nombre femenino designa a uno y otro sexo


y la blanca sepia encierra carga negra como la pez.
Ningún pescado más provechoso vaga por el azul,
y el precio después de su captura debería doblarse.
Nos da alimento con su carne, da figuras de letras con su hiel,
y a pesar de su apariencia pequeña sirve para las dos cosas.
Esta es la comida que les conviene tomar a los sabios,
que al morderla gusta y además certifica sus dedos. (Antología Palatina, 107)

La existencia de pequeños estanques o fontanas junto a los triclinia (comedores)


parece indicar que se construían para añadir una sensación placentera durante
las cenas, mientras se escuchaba el murmullo del agua al fluir y se veía a
pececillos nadar añadiendo color al entorno. Por ello son frecuentes las
representaciones de divinidades acuáticas junto a ejemplares de la fauna marina
en estos elementos funcionales y decorativos.

“Aquí se abre un comedor de techo alto con sus puertas de doble batiente; a su
lado una conducción de metal fundido: el agua cae desde lo alto sobre una
piscina situada ante las puertas y los peces que han seguido este canal
encuentran nadando un comedor agitado por las aguas.” (Sidonio Apolinar, Epis.
18)
Los escritores cristianos en su anhelo de criticar los excesos y lujo de la sociedad
romana del Imperio denostaron el consumo de pescados que se traían de lugares
lejanos por creer que fomentaban la gula y podían provocar enfermedades.

“Antífanes, médico de Délos, ha afirmado que una de las causas de las


enfermedades era esta gran variedad de alimentos; los descontentos con la
verdad abominan, por una multiforme ostentosidad, la simplicidad del régimen
alimenticio, y se preocupan por importar alimentos de ultramar.
Yo siento piedad por esta enfermedad, pero ellos no se avergüenzan de celebrar
su glotonería. Su preocupación se centra en las murenas del estrecho de Sicilia, en
las anguilas del Meandro, en los cabritos de Melos, en los mújoles de Esciato, en los
crustáceos del cabo Peloro, en las ostras de Abidos; no descuidan tampoco las
anchoas de Lípari ni la naba de Mantinea, ni tampoco las acelgas de Ascra y
buscan los pectineros de Metimna y los rodaballos del Ática, los zorzales de Dafne,
los higos secos negros color golondrina, por los que el infortunado persa llegó a
Grecia con cinco millones de hombres.” (Clemente, El Pedagogo, II, 1)

El pez fue un símbolo pagano de la fertilidad y prosperidad que luego adoptaron


los cristianos. Estos parecen haber preferido consumir más pescado que carne en
los ágapes que celebraban durante sus reuniones, quizás debido a que según
ciertas creencias, los alimentos procedentes del mar simbolizaban la pobreza, en
contraposición a los de tierra que simbolizaban riqueza.
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de la investigación; E. GARCÍA VARGAS Y D. BERNAL CASASOLA; ARQUEOLOGÍA DE LA
PESCA EN EL ESTRECHO DE GIBRALTAR, ed. D. BERNAL CASASOLA
Food in the Ancient World, Joan Pilsbury Alcock; Google Books

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