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Ahora bien, ¿por qué ese subdesarrollo? ¿No será que justamente
haría falta, para promover la disponibilidad como categoría a la vez ética y
cognitiva, que saliéramos al fin del viejo tándem de la moral y la
psicología, de las virtudes y facultades, y modificáramos profundamente
la concepción misma de nuestro ethos? Porque discretamente, sin estri-
dencias, deslizada incidentalmente entre nuestras frases, esa noción no
deja de entablar sordamente una revolución. Socava el andamiaje en
función del cual nos representamos: el sujeto pasa a concebirse ya no
como pleno, sino como hueco. Al hacerlo, apela a una inversión más
profunda, previa a tantas otras anunciadas inversiones de valores. Para
el sujeto se trata en efecto nada menos que de renunciar a su iniciativa
de “sujeto”. Un sujeto que de entrada presume y proyecta, elige, decide,
se fija fines y se procura los medios. Pero si renuncia momentáneamente
a ese poder de dominio, al que lo invita la disponibilidad, entonces teme
que la iniciativa de la que se vale no tenga límites y se vuelva intem-
pestiva; que le cierre el paso a la “oportunidad”, lo bloquee en una
conversación estéril consigo mismo y ya no lo deje acceder a nada. ¿Pero
acceder a qué? Justamente, no sabe “a qué”. Si el sujeto renuncia a su
propia herencia, desconfía de su propiedad, es porque presiente que el
privilegio que se confiere a sí mismo, atándolo a sí mismo, lo encierra
dentro de límites que ni siquiera puede sospechar.
Al menos está claro que Freud llega a ese punto por un interés estraté-
gico, puesto que se trata de abrir una primera brecha en el sistema de
defensa del paciente. No obstante, esa concepción de una captación que
se realiza por desprendimiento alteraría demasiado profundamente todo el
edificio occidental del dominio de sí como para ser abordado por él más
explícitamente. De manera que constatamos, por un lado, la extrema
prudencia con la que Freud se interna en ese camino, entrando en puntas
de pie: no fue conducido a esa “regla”, nos dice, sino por sus “propias
decepciones” y porque debió dar “marcha atrás” en la persecución de
sus propias rutas; y quizás por otra parte, según admite, esa “técnica”
no sea adecuada más que para su“individualidad”. ¿No hay un exceso de
precauciones en ese preámbulo, o qué convicción se le impone entonces
en ese punto, a su pesar? Ya que, por otro lado, según repite, se trata de
la única prescripción que sostiene.
III – Pasemos a China y busquemos ese otro lugar que rompería nues-
tras concepciones. Porque lo que impresiona cuando uno se introduce en
el pensamiento chino es comprobar que lo que yo entiendo aquí por
disponibilidad, lejos de ir en contra de los trayectos cognitivos autorizados,
fundados en nuestras facultades, constituye su condición de posibilidad;
o bien que, lejos de haber permanecido como una noción embrionaria,
sin valer más que a modo de exhortación familiar, confiada en un aparte
de la escena, la disponibilidad está en el principio mismo del comporta-
miento del Sabio: es anterior a todas las virtudes. Aunque es un prin-
cipio no principio. Erigir la disponibilidad como principio la contradiría por
la misma razón que la disponibilidad es una disposición sin disposición
fija. En esto concuerdan, ya sea que la aborden desde una u otra pers-
pectiva, todas las escuelas chinas desde la Antigüedad (lo que denomino
un fondo de acuerdo del pensamiento). E incluso resumiría naturalmente la
enseñanza del pensamiento chino de la siguiente manera: es sabio
quien sabe acceder a la disponibilidad –con eso basta. Por tal motivo,
el pensamiento chino nos sorprende con su antidogmatismo (aunque lo
com-pense el ritualismo).
Vemos así que el “justo medio”, un tema tedioso como pocos y que
creeríamos que se deriva de la sabiduría popular, sale al fin de su cha-
tura. Adquiere un relieve inesperado. Ya no es banal, sino radical. Ya no
consiste en quedarse en un ámbito endeble, miedoso, a medio camino
entre los opuestos y temiendo el exceso (“ni tanto ni tan poco”, como
dice el refrán); evitando pues prudentemente aventurarse tanto hacia un
lado como hacia el otro y afirmar fuertemente su preferencia. “Medio-
cridad” que no es “dorada”, como se ha dicho,sino opaca, gris. No, el
justo medio, para quien sabe pensarlo con rigor (Wang Fuzhi) es poder
hacer tanto lo uno como lo otro, es decir, ser capaz tanto de un extremo
como del otro. Es en esa “igualdad” del igual acceso tanto a lo uno como a lo
otro donde está el “lugar-medio”. Tres años de luto por la muerte del padre,
nos dicen, no es demasiado; aunque beber copas sin medida durante un
banquete tampoco es demasiado –de ningún modo exagero. El riesgo
consiste más bien en estancarse en un lado y que se nos cierre la otra
posibilidad. En oposición a ello, la disponibilidad consistirá en mantener
el abanico completamente abierto –sin rigidez ni evasión– de manera de
responder plenamente a cada solicitación que surge. Plenamente quiere
decir sin dejar de lado ni desatender nada, porque ningún carácter o
sedimentación interior habrá de obstaculizar esa ductilidad.
Que el psicoanalista sea invitado a ser “insulso” antes que “frío” (con
la frialdad de hielo de la superficie del espejo, dice Freud, por la cual el
psicoanalista debe hacerse “opaco” y abstenerse tenazmente –
¿costosamente?– de todo afecto) es algo que se entenderá mejor si pen-
samos en el elogio de la insulsez que se encuentra al comienzo del
primer tratado chino de caracterología (de Liu Shao, en el siglo III). Que
de entrada el Sabio sea llamado “insulso” significa que en él las
cualidades no se perjudican entre sí y ni siquiera entran en rivalidad.
Por tal motivo, la insulsez es la primera cualidad de la personalidad, aun
antes de que se tome en cuenta su “inteligencia” (el hecho de ser
“entendido-ilustrado”, dice con mayor precisión el chino, manteniendo
aún el estado de tensión y polaridad para evitar toda monopolización de
la cualidad). Porque la “inteligencia” ya es una determinada orientación
de nuestras disposiciones, una acentuación particular que conduce a una
selección: ¿acaso no conduce ya a cierta parcialidad? ¿No sería ya una
pérdida? Pero la insulsez de la personalidad, que es previa, no proyecta
de antemano ninguna función y puede reaccionar muy directamente a lo
que denomina la situación, desarrollando a su vez –“en su momento”–
una u otra potencialidad. No se deja bloquear en ninguna disposición,
aunque fuera de una virtud o de una facultad: el sabio que sabe ser
insulso, al no estar condicionado por ningún pliegue de su mente
convertido en hábito, ni tampoco privilegiar de entrada ninguna
aptitud dentro de sí, despliega su capacidad “a su gusto” y sin
estancarse en ella.
ALUSIVIDAD
--¿Con qué derecho puedo creer [vanidoso ego] que en ese proceso
que me atraviesa podré aislar un acto, con principio y fin, el cual
declaro que me pertenece (yo pienso) y del cual me sitúo como
sujeto [lo cual supone un situarse,darse importancia] ?
Demasiada preeminencia, arrogancia, que se otorga el SUJETO.
Es lo que Laozi llama: “hablar sin hablar” (yan wu yan). Porque hablar (en
cuanto a lo primordial: el “camino”) no puede hacerse de un modo
denotativo y determinativo, ni siquiera significativo. Al mismo tiem-
po que no se [lo] puede decir en particular, se [lo] da a entender
indefinidamente, y esa es la manera de no traicionarlo. Pretender
apoderarse de ello de manera aislada, “sostenida”, es dejar[lo]
escapar: no hay lugar definido donde observar[lo], pero todo lo que
se dice, se diga lo que se diga, se deja atravesar por ello.
Por eso la palabra que expresa ese objeto no-objeto sólo dice
“apenas”, solamente puede poner en el camino, indicialmente, y
por lo tanto también es “insulsa”. Zhuangzi le da importancia a esa
palabra disponible que no procura decir, pero que no deja de hacer
pasar: palabras que se renuevan día a día, sin fijeza, pero que son
las únicas en condiciones de evocar, sin dejar de fluir y de verterse,
por derramamiento. Son a la vez “libres de toda intención” y no están
“atadas a ninguna posición”, sin nada que las fije o las retenga, ya
que no se dejan regir por el punto de vista “alcanzado” por su autor
que sería obstinado de cualquier manera, ni tampoco por el orden
agregado de la lengua y de la lógica, son también las mejor
dispuestas, por su misma evasividad, dice Zhuangzi, para ir “hasta
el fondo” en cada caso del “lote” de aquello que “proviene así de
uno mismo” en su incesante proceso.
De igual modo en China se dice que toda palabra –la menor pala-
bra– puede ser alusiva del tao. A la manera de los gestos más fami-
liares, cortar leña y llevar agua, cualquier enunciado que venga a la
mente, por más tosco, lapidario, incongruente o insensato que
parezca, remite al camino (el chan –zen en japonés– hizo con ello
incluso su pedagogía del “despertar”). Al señalar desde lejos, de
modo anecdótico, fortuito, insólito y hasta absurdo, lo alusivo remi-
te a ello incluso de manera mucho más pertinente, constante, en la
medida en que es puramente incidental, sin afectación y sin abs-
tracción.
Sino que, tal como dice la expresión china que vale igualmente para la
palabra y para la pintura, se pintan “las nubes [para] evocar la
luna”. Las nubes y la luna pertenecen al mismo paisaje, al mismo
orden de realidad. Pero las nubes (que se pintan) invaden la luna
para dejarla transparentar: no son pintadas por ellas mismas, sino
para hacer que ésta última emerja al lado. No se describe el sol, como
en Platón, para evocar en otro plano.