Sei sulla pagina 1di 16

I – Disponibilidad es una noción que permanece subdesarrollada en el

pensamiento europeo. Concierne prioritariamente a los bienes, posesio-


nes y funciones. Casi no tiene consistencia, en cambio, del lado de la
persona o del sujeto. A lo sumo, es un término gideano: “Decía que toda
novedad debe encontrarnos siempre enteramente disponibles”. Dado
que no pertenece al orden de la moral ni tampoco al de la psicología, no
es prescriptiva (o entonces no podríamos precisar de qué) ni tampoco
descriptiva (explicativa), no puede pensarse por lo tanto ni como virtud
ni como facultad –que son en efecto los dos grandes pilares o grandes
referentes sobre los cuales hemos erigido nuestra concepción de la
persona en Europa–, esa noción apenas si llega a serlo y se ve dejada
en el estadio de la vaga exhortación; o se vierte, si no, en el subjetivismo
y su emoción fácil, el mismo que mancha también la frase gideana. En
suma, no ha ingresado en una construcción efectiva de nuestra
interioridad. Bien podemos recurrir a ella de un modo familiar, deslizar el
término en la banalidad de nuestras frases como una apelación al buen
sentido, apresuradamente, entre dos puertas, en un aparte –y tal vez
incluso no podríamos en adelante prescindir de ello (como el famoso:
“¡Pero estén disponibles!”)–, no obstante, el hecho es que no vamos más
allá. La posibilidad de que, a partir de allí, se elabore una categoría
completa, ética y cognitiva a la vez, nunca se desarrolló.

Ahora bien, ¿por qué ese subdesarrollo? ¿No será que justamente
haría falta, para promover la disponibilidad como categoría a la vez ética y
cognitiva, que saliéramos al fin del viejo tándem de la moral y la
psicología, de las virtudes y facultades, y modificáramos profundamente
la concepción misma de nuestro ethos? Porque discretamente, sin estri-
dencias, deslizada incidentalmente entre nuestras frases, esa noción no
deja de entablar sordamente una revolución. Socava el andamiaje en
función del cual nos representamos: el sujeto pasa a concebirse ya no
como pleno, sino como hueco. Al hacerlo, apela a una inversión más
profunda, previa a tantas otras anunciadas inversiones de valores. Para
el sujeto se trata en efecto nada menos que de renunciar a su iniciativa
de “sujeto”. Un sujeto que de entrada presume y proyecta, elige, decide,
se fija fines y se procura los medios. Pero si renuncia momentáneamente
a ese poder de dominio, al que lo invita la disponibilidad, entonces teme
que la iniciativa de la que se vale no tenga límites y se vuelva intem-
pestiva; que le cierre el paso a la “oportunidad”, lo bloquee en una
conversación estéril consigo mismo y ya no lo deje acceder a nada. ¿Pero
acceder a qué? Justamente, no sabe “a qué”. Si el sujeto renuncia a su
propia herencia, desconfía de su propiedad, es porque presiente que el
privilegio que se confiere a sí mismo, atándolo a sí mismo, lo encierra
dentro de límites que ni siquiera puede sospechar.

Con lo cual se sobrentiende que no se tratará de una categoría de


renuncia, de invitación a la pasividad, sino en verdad de lo contrario al
solipsismo (del sujeto) y a su activismo. Tampoco se trata de remitirse a
otro poder (a otro Sujeto); dicho de otro modo, transferir a Dios el domi-
nio, como lo hacen los quietistas. No, ese desprendimiento de la disponi-
bilidad es una conquista, y aun más sutil en la medida en que es fluida,
no apretada, no detenida: la noción, al mismo tiempo que es ética, es
estratégica. Una conquista tanto más eficaz en la medida en que ya no
se localiza, ya no se especifica, ya no se impone. Resulta tanto más ajus-
tada continuamente en la medida en que no aspira a algo, nunca es
decepcionada ni tampoco desprovista; no es desviada ni fragmentada.
Conquista tanto más amplia –antes bien ya no conocería límite ni extre-
midad– por el solo hecho de que no se da más una pista a seguir, una
meta que satisfacer, una búsqueda que cumplir, un objeto del cual
apoderarse. Porque esa conquista por desprendimiento ya no está orientada;
no proyecta más. No proyecta ninguna sombra, ya no es conducida por una
intencionalidad, mantiene por consiguiente todo en igualdad. Su cap-
tación es completamente abierta porque no espera nada por captar.

Hay que comprender el término, en efecto, según el recurso que reve-


la su composición. En el prefijo dis- de la disponibilidad no se entiende
solamente la supresión de toda oposición, sino también la difracción en
todas direcciones de la “posición” y por ende su misma disolución.
Al igual que, como dice el adagio, toda determinación es negación, toda
posición es al mismo tiempo privación de otras posibles. Toda posición es
una im-posición. Si disponer es adoptar un determinado orden y un
arreglo, la disponibilidad, volviéndolos dúctiles por la composibilidad
que realiza, les retira toda modalidad particular que fija y que focaliza. La
“apertura” ya no es un voto piadoso, un sucedáneo de lo metafísico y lo
religioso que sueña con una liberación por develamiento –un tema prolí-
fico en la actualidad; sino que se encarna efectivamente en una conduc-
ta y una actitud o, más rigurosamente aún, según dije, en una estrategia.
Así, las virtudes y las facultades ya no pueden parecer en lo sucesivo
sino dispersión y pérdida: al especificarse una con relación a la otra,
cada una se afirma en detrimento de las demás; así como al arrogarse de
entrada una autonomía, esa auto-afirmación no deja de producir un
forzamiento. Pero la disponibilidad confunde (comprende) el plural de su
diversidad en una misma, idéntica, potencialidad; así como al no fijar ni
oponer nada, permanece más acá del esfuerzo y del enfrentamiento. El
conocimiento, al no estar ya orientado, se vuelve una vigilancia que no
se deja reducir por ningún acaparamiento; el bien, que ya no se deja
codificar ni asignar, se torna capacidad de combinar y de explotar sin
pérdida, porque no implica exclusión ni rigidez.

II – Que es preciso abstenerse de privilegiar nada, presumir o proyec-


tar nada; que por lo tanto es preciso mantener en pie de igualdad todo lo
que se escucha para no dejar pasar el menor indicio que pondría sobre la
pista, por más incongruente (inesperado) que parezca; que por consi-
guiente es preciso mantener la atención difusa y no focalizada, es decir,
no regida por alguna “intencionalidad” constituye, como se sabe, el
primer “consejo” que Freud le dirige al psicoanalista. En el fondo, el único
que hay que observar. Porque todos los demás, de cerca o de lejos,
conducen a él. La noción de “disponibilidad” no aparece allí, pero sin
embargo me parece que la reflexión de Freud gira alrededor de ella, e
incluso diría que es aquello que aporta como su verdad. ¿No sería en
efecto el concepto que falta, pero hacia el cual Freud se encamina ineluc-
tablemente, llevado por la necesidad de su práctica, luego de “largos
años” de su propia experiencia, según nos confiesa, o que más bien es
llevado a bordear a lo largo de esas páginas que procuran decir más en
detalle cómo actuar frente al paciente? Aún le falta a Freud superar
muchas resistencias, que actúan sin que lo sepa, en ese recorrido
teórico.

Al menos está claro que Freud llega a ese punto por un interés estraté-
gico, puesto que se trata de abrir una primera brecha en el sistema de
defensa del paciente. No obstante, esa concepción de una captación que
se realiza por desprendimiento alteraría demasiado profundamente todo el
edificio occidental del dominio de sí como para ser abordado por él más
explícitamente. De manera que constatamos, por un lado, la extrema
prudencia con la que Freud se interna en ese camino, entrando en puntas
de pie: no fue conducido a esa “regla”, nos dice, sino por sus “propias
decepciones” y porque debió dar “marcha atrás” en la persecución de
sus propias rutas; y quizás por otra parte, según admite, esa “técnica”
no sea adecuada más que para su“individualidad”. ¿No hay un exceso de
precauciones en ese preámbulo, o qué convicción se le impone entonces
en ese punto, a su pesar? Ya que, por otro lado, según repite, se trata de
la única prescripción que sostiene.

En lugar de lo que yo entiendo por disponibilidad, Freud expone una


fórmula que retomará varias veces como una palabra mágica e insupe-
rable. Freud nos habla –una expresión en adelante fijada– de “atención
flotante” o, traduzcamos con más precisión, “sobrevolando en igual
suspenso”. Y reconozcamos que la fórmula es paradójica: “atención”
pero “flotante”; la mente se dirige hacia, se tiende hacia, pero sin nada
en particular a lo cual estaría atenta. Se concentra (atención), pero sobre
todo a la vez (dispersión). Que Freud no pueda expresar sino en una
fórmula que roza la contradicción la primera regla práctica del psicoa-
nalista ya deja ver bastante bien hasta qué punto ésta socava nuestro
credo teórico, que realza las facultades (del conocimiento) y su capacidad
de “control”. Pues, ¿por qué no atacó el dominio de la conciencia –que
tanto denunció– desde ese otro ángulo: ya no en relación con el incons-
ciente y la censura, el “ello” y el “superyó”, sino desde el punto de vista
del funcionamiento mismo de la mente y de su racionalidad cognitiva?
Pues, ¿qué sería una atención que no obstante se abstiene a su vez de
concentrarse? O bien, ¿qué es una atención, que sin embargo no se deja
conducir por su intencionalidad, en suma, que al mismo tiempo que está
atenta desconfía del objeto de su atención? Porque desconfía sobre todo
de aquello que, en lo que dice el analizante, le interesaría de entrada y la
acapararía, y por ello la haría pasar de largo; desconfía de aquello que le
hablaría al oído al psicoanalista (en el sentido familiar, interesado, de
“eso me suena”) y le impediría conservar el oído abierto, vigilante, y
escuchar efectivamente.

Freud admite sin esfuerzo, en cambio, por qué ha llegado, aunque a


pesar suyo, a esa prescripción que surge de su larga práctica como
psicoanalista, por más que resulte desconcertante. Hay una impractica-
bilidad comprobada de cualquier otro modo de actuar, aunque sólo fuera
debido a la profusión de detalles e ideas incidentales que trae consigo
cada sesión de la cura y que multiplica el número de pacientes y de
años. Ninguna memoria en verdad bastaría para ello. Tampoco se podría
anotar todo. Y más grave aún: al escribir o incluso al taquigrafiar, se hará
inevitablemente “una selección nociva en el material”, porque con ello
uno “enlaza” una parte de su propia actividad mental, que nos desvía del
resto. “Fijando un determinado fragmento con particular agudeza” elimi-
namos al mismo tiempo otro y, como uno sigue en dicha selección sus
expectativas y sus inclinaciones, “estamos en peligro de no encontrar
nunca nada más que aquello que ya sabíamos”.

Es el motivo por el cual hace falta distinguir lo más claramente posi-


ble, según precisa Freud, esa escucha (durante el tratamiento) de lo que
sería la organización de un saber (retrospectivamente y tal como lo
implicaría la investigación). Porque en contra de todo intento de elaborar
racionalmente un caso ejemplar, lo cual exige proceder con método y
tener como meta un progreso (que la ciencia occidental tanto ha procu-
rado promover), “tienen en cambio un éxito mayor” en el transcurso de
la cura, “aquellos casos en que procedemos como sin intención, cuando
nos dejamos sorprender por cada giro que afrontamos constantemente
sin prevenciones ni presupuestos”. “Éxito”: el punto de vista es verdade-
ramente estratégico, no teórico. Se trata pues de una regla de eficacia
en la maniobra y no de cientificidad. Porque sólo esa disposición sin
disposición permite registrar sin pausa y sin esfuerzo así como mantener
“disponible” el material, dándole su oportunidad a todas las posibilidades
y sin perder nada, porque no se ha privilegiado nada que haga abando-
nar algo; de modo que uno se vuelve apto para recibir constantemente,
sin expectativa, toda solicitación que aparezca.

Al revés que la teoría clásica (occidental) del conocimiento y de sus


facultades, Freud abre expresamente el camino a lo que sería la disponi-
bilidad que se le reclama al psicoanalista. ¿No es sin embargo limitado y
forzado en ese camino por el hecho de que no considera esa actitud
–aptitud– sino negativamente: que sólo sea definida como un compor-
tamiento sin prevención ni presuposición (o “sin especular ni cavilar”), es
decir, como atención sin intención? “Disponibilidad” califica ese recurso,
en cambio, sin rozar la contradicción, a la vez unitariamente (concep-
tualmente) y positivamente. Incluso me pregunto si Freud, a falta de un
concepto en la materia, cuanto más avanza en esa reflexión, no es
llevado a distorsionarla y oscurecerla. Comprendo que una “tendencia
de afecto” en el psicoanalista sea peligrosa durante la cura, pero ¿acaso
se trata entonces, como dice más adelante, de “frialdad del sentimien-
to”. (¿O no implica entonces volver a introducir lo afectivo, de manera
molesta, sin perjuicio de que sea de un modo defensivo?) O igualmente,
si entiendo que el psicoanalista debe protegerse de su propia censura
al escuchar al otro, ¿qué puede significar exactamente “servirse de su
inconsciente como instrumento de análisis”? Es decir: ¿cuál es ese
inconsciente-instrumento? Dice también Freud: “Debe dirigir hacia el
inconsciente emisor del enfermo su propio inconsciente en tanto que
órgano receptor” (¿o nos contentaremos con esta imagen demasiado
técnica que se complica, por añadidura, a medida que avanza: “ajustarse
al analizado como el receptor de teléfono está ajustado sobre la plaque-
ta”, etc.?).

De este modo puede entenderse mi estrategia de trabajo. Ya que


resulta evidente, al promover la figura autónoma del sujeto y su estruc-
turación interior pensada a partir de sus facultades, en cuanto propie-
dades, y por lo tanto a partir del flujo del mundo, que el pensamiento
occidental ha obstaculizado una capacidad de “apertura” semejante,
salvo por un tratamiento reactivo y compensatorio en un plano místico,
¿no es ya tiempo de buscar otras perspectivas, y además, en primer
lugar, cómo desarrollar su coherencia también basándose en la razón?
Pensar semejante disponibilidad, como he dicho, implicará pensar dicha
apertura como una manera de operar. Ars operandi: ya no separar más lo
ético y lo teórico de lo estratégico o, como sucede en el pensamiento
chino, la sabiduría de la eficacia. Como noción balbuceante del pensa-
miento europeo y dejada al margen de sus teorizaciones, la disponibilidad
en China resulta ser, por el contrario, el fondo mismo del pensamiento.

III – Pasemos a China y busquemos ese otro lugar que rompería nues-
tras concepciones. Porque lo que impresiona cuando uno se introduce en
el pensamiento chino es comprobar que lo que yo entiendo aquí por
disponibilidad, lejos de ir en contra de los trayectos cognitivos autorizados,
fundados en nuestras facultades, constituye su condición de posibilidad;
o bien que, lejos de haber permanecido como una noción embrionaria,
sin valer más que a modo de exhortación familiar, confiada en un aparte
de la escena, la disponibilidad está en el principio mismo del comporta-
miento del Sabio: es anterior a todas las virtudes. Aunque es un prin-
cipio no principio. Erigir la disponibilidad como principio la contradiría por
la misma razón que la disponibilidad es una disposición sin disposición
fija. En esto concuerdan, ya sea que la aborden desde una u otra pers-
pectiva, todas las escuelas chinas desde la Antigüedad (lo que denomino
un fondo de acuerdo del pensamiento). E incluso resumiría naturalmente la
enseñanza del pensamiento chino de la siguiente manera: es sabio
quien sabe acceder a la disponibilidad –con eso basta. Por tal motivo,
el pensamiento chino nos sorprende con su antidogmatismo (aunque lo
com-pense el ritualismo).

De la misma manera que antes, podemos empezar por aproximarnos


negativamente a la disponibilidad. En esta fórmula de las Analectas de
Confucio (IX, 4), que me sirvió de punto de partida en otro ensayo:

Cuatro cosas que el maestro no tenía: ni


idea, ni necesidad, ni posición, ni yo.

La evidencia china (digo “evidencia” porque no es algo cuestionado) es que


tener una idea, o mejor dicho: exponer una idea ya implica dejar a las
otras en la sombra; es privilegiar un aspecto de las cosas en detrimento
de otros y caer por ello en la parcialidad. Toda idea expuesta es al mismo
tiempo un prejuicio sobre las cosas que impide considerarlas en su
conjunto, en un mismo plano y con equidad. Se ha entrado en la prefe-
rencia y la prevención. En efecto, hay que leer la fórmula en su conti-
nuidad. Si exponemos una “idea”, se nos impone entonces una
“necesidad” (un “hay que” proyectado sobre la conducta); a conse-
cuencia de este “hay que” al cual obedecemos, resulta una posición
fijada en la que la mente se estanca y ya no evoluciona; por último, de
ese bloqueo en una “posición” adviene un “yo”: un yo fijo en su surco y
que presenta un carácter. Ese “yo”, preso de su “posición”, ha perdido su
disponibilidad. Pero la fórmula también hace un círculo: debido a que el
comportamiento se fijó en un “yo”, ese yo expone una “idea”, etc.

En las Analectas de Confucio, abundan las fórmulas en ese sentido: el


hombre de bien es “completo” (II, 14), es decir que no pierde de vista la
globalidad, no deja que el campo de los posibles se restrinja por ningún
lado. No “se empeña a favor ni en contra”, sino que “se inclina” hacia lo
que llama la situación (IV, 10). O bien, dice Confucio acerca de sí mismo,
“no hay nada que pueda o no pueda hacer” (XVIII, 8). Dicho de otro
modo, el Sabio mantiene abiertas todas las posibilidades, sin excluir a
priori ninguna, y se mantiene dentro de lo componible. Por tal razón, no
posee un carácter y no se lo podría calificar: sus discípulos no saben qué
decir de él (Analectas, VII, 18). O bien cuando se clasifica a los sabios en cate-
gorías –por un lado, los intransigentes, que se niegan a sacar siquiera un
poco la mano por el bien del mundo, y por otro lado, los acomodaticios,
dispuestos a cualquier compromiso para salvarlo–, ¿qué dirán de
Confucio? ¿Es intransigente? ¿Es acomodaticio? ¿Dónde ubicarlo (qué
“posición” atribuirle) en esa tipología? “La sabiduría –responderá
Mencio (V, B, 1)– es el momento”: tan intransigente como los más
intransigentes cuando conviene; tan acomodaticio como los más acomo-
daticios también cuando conviene. Ya no está ligado a una u otra pos-
tura, sólo el “momento” sirve de referencia. Porque la “sabiduría” no
tiene un contenido que la oriente o la predisponga; o bien no tiene otro
contenido que volverse disponible en ocasión del momento –renovándose
incesantemente.

Vemos así que el “justo medio”, un tema tedioso como pocos y que
creeríamos que se deriva de la sabiduría popular, sale al fin de su cha-
tura. Adquiere un relieve inesperado. Ya no es banal, sino radical. Ya no
consiste en quedarse en un ámbito endeble, miedoso, a medio camino
entre los opuestos y temiendo el exceso (“ni tanto ni tan poco”, como
dice el refrán); evitando pues prudentemente aventurarse tanto hacia un
lado como hacia el otro y afirmar fuertemente su preferencia. “Medio-
cridad” que no es “dorada”, como se ha dicho,sino opaca, gris. No, el
justo medio, para quien sabe pensarlo con rigor (Wang Fuzhi) es poder
hacer tanto lo uno como lo otro, es decir, ser capaz tanto de un extremo
como del otro. Es en esa “igualdad” del igual acceso tanto a lo uno como a lo
otro donde está el “lugar-medio”. Tres años de luto por la muerte del padre,
nos dicen, no es demasiado; aunque beber copas sin medida durante un
banquete tampoco es demasiado –de ningún modo exagero. El riesgo
consiste más bien en estancarse en un lado y que se nos cierre la otra
posibilidad. En oposición a ello, la disponibilidad consistirá en mantener
el abanico completamente abierto –sin rigidez ni evasión– de manera de
responder plenamente a cada solicitación que surge. Plenamente quiere
decir sin dejar de lado ni desatender nada, porque ningún carácter o
sedimentación interior habrá de obstaculizar esa ductilidad.

El pensamiento chino supo percibir especialmente la diferencia que


hay entre “estar en el medio” y “estar ligado al medio” (permanecer
atado a él). Si por un lado están aquellos que, según sus títulos
convencionales, no sacrificarían un pelo por el bien del mundo, y por el
otro, aquellos que están dispuestos a hacerse masacrar por su salvación,
un “tercer hombre” (Zimo), que está en el medio de esas posturas adver-
sas, parece “más próximo” (Mencio, VII, A, 26). Pero desde el momento en
que “se está ligado a ese medio”, “sin sopesar la diversidad de los
casos”, es como “aferrar una sola posibilidad” y “dejar ir otras cien”; y
por lo tanto también es “arruinar el camino”. Desde el momento en que
nos atenemos a (una posición), se fija un “yo”, el comportamiento se
estanca, algún imperativo o algún “hay que” se estabiliza y ya no esta-
mos en armonía: la plenitud pierde su amplitud y ya no reaccionamos a la
diversidad que se ofrece. Porque la disponibilidad, como disposición interior
sin disposición que se abre a la diversidad, va acompañada de la opor-
tunidad, aquello que nos llega del mundo como lo que llega “a buen
puerto”: está disponible aquel que sabe, como también dijo Montaigne
aunque sin convertirlo en disposición del conocimiento, “vivir en buen
momento”.

Este pensamiento, como dije, no es privativo en China de una escuela


particular; y la misma capacidad de conocimiento tiene como condición
el vaciamiento de la mente: el “conocer” chino no es tanto hacerse una
idea de algo cuanto volverse disponible a algo (cf. Xunzi, cap. “Jiebi”). Se produce
una purgación interior no por medio de la duda que elimina los prejuicios,
sino mediante un abandono generalizado, que se efectúa a nivel del
comportamiento y no del intelecto. De allí surge el desprendimiento que le
da su amplitud al acceso. Hay que cuidarse de dejar que la mente se
vuelva una mente “dada” (cheng xin), dice también Zhuangzi. Una mente
dada, rígida, constituida, cuya actividad entonces se paraliza y que se
encierra dentro de su perspectiva, se vuelve sin saberlo un punto de
vista. La primera exigencia, ya sin proyectar una preferencia o una reti-
cencia, es mantener todas las cosas “en pie de igualdad” (según la
palabra clave de su pensamiento: qi, en el “Qiwulun”). Es incluso porque
sabe mantener todo en un pie de igualdad, como muestra pertinente-
mente Zhuangzi, y está en condiciones de remontarse al fondo indiferen-
ciado, “del tao”, de donde brotan todas las diferencias, que el Sabio está en
condiciones de acoger la menor diferencia en su oportunidad, sin redu-
cirla ni dejarla pasar. El “yo”, que deja de ser un obstáculo (lo que signi-
fica “perder su yo”, wang wo), puede escuchar entonces todas las músicas
del mundo, diversas como son, en su espontáneo ser “así”, a placer, acom-
pañando su despliegue singular (xian qi zi qu, Guo, p. 50).

IV – De modo que me veo llevado a preguntarme, en cambio, tras este


apresurado recorrido: cuando Freud le recomienda al psicoanalista que
sea “frío”, ¿no querrá decir más bien “insulso”, en el sentido en que lo
desarrolló China de acuerdo al recurso de la disponibilidad ? Pero ser
“insulso” no se ordena. ¿Frialdad o bien insulsez del psicoanalista? La
primera es prescriptiva (bajo el modo de una orden rigurosa), la segunda
es una cualidad del ethos [ ethos: conjunto de rasgos y modos de comportamiento
que conforma el carácter o la identidad de una persona o una comunidad. ] (que no
puede ponerse en imperativo). La “insulsez” no es una privación de
sabor (no es insípida), sino un sabor que se queda en el umbral del sabor
y que, apenas pronunciada, no excluye nada. En ésto insisten todos los
comentaristas e incluso lo toman como punto de partida: todo saber sólo
puede afirmarse en detrimento de otro; lo salado ya no es dulce, o lo
dulce es lo no amargo, etc. –todo saber por consiguiente es al mismo
tiempo una pérdida. Pero la insulsez, cuando apenas despunta el sabor o
bien cuando empieza a reabsorberse, hace aparecer todos los sabores en
pie de igualdad. Sin que uno sea más insistente que el otro y nos prive
de él. Como tal, es en verdad el sabor del tao en tanto que fondo indife-
renciado de las cosas –de donde todas emergen y adonde todas retornan (cf.
Laozi, 35: “Cuando pasa por la boca, el tao es insulso y sin sabor”). Lo que
convierte a la insulsez en el sabor disponible que se presta a todas las
solicitaciones.

Que el psicoanalista sea invitado a ser “insulso” antes que “frío” (con
la frialdad de hielo de la superficie del espejo, dice Freud, por la cual el
psicoanalista debe hacerse “opaco” y abstenerse tenazmente –
¿costosamente?– de todo afecto) es algo que se entenderá mejor si pen-
samos en el elogio de la insulsez que se encuentra al comienzo del
primer tratado chino de caracterología (de Liu Shao, en el siglo III). Que
de entrada el Sabio sea llamado “insulso” significa que en él las
cualidades no se perjudican entre sí y ni siquiera entran en rivalidad.
Por tal motivo, la insulsez es la primera cualidad de la personalidad, aun
antes de que se tome en cuenta su “inteligencia” (el hecho de ser
“entendido-ilustrado”, dice con mayor precisión el chino, manteniendo
aún el estado de tensión y polaridad para evitar toda monopolización de
la cualidad). Porque la “inteligencia” ya es una determinada orientación
de nuestras disposiciones, una acentuación particular que conduce a una
selección: ¿acaso no conduce ya a cierta parcialidad? ¿No sería ya una
pérdida? Pero la insulsez de la personalidad, que es previa, no proyecta
de antemano ninguna función y puede reaccionar muy directamente a lo
que denomina la situación, desarrollando a su vez –“en su momento”–
una u otra potencialidad. No se deja bloquear en ninguna disposición,
aunque fuera de una virtud o de una facultad: el sabio que sabe ser
insulso, al no estar condicionado por ningún pliegue de su mente
convertido en hábito, ni tampoco privilegiar de entrada ninguna
aptitud dentro de sí, despliega su capacidad “a su gusto” y sin
estancarse en ella.

Según François Roustang, por oposición a la vigilia restringida de la


vida ordinaria, la “vigilia generalizada” a la que brinda acceso la hip-
nosis, apela también a una digresión sobre China y pasa momentá-
neamente por una reflexión similar sobre la “insulsez”. Pues, ¿qué resulta
más inquietante, efectivamente, que la hipnosis para el racionalismo
europeo y su concepción de un Sujeto soberano que garantiza su control
por medio de sus facultades? Pero justamente lo que sigue siendo tan
sospechoso en el seno de nuestro racionalismo y no se ve abordado
sino en sus márgenes, por ruptura y como en secreto, se revela –por un
desplazamiento a China– como resultado de una coherencia mucho más
común y aun como un viejísimo problema de la humanidad. No porque
en China se trate sobre hipnosis, sino porque el pensamiento chino de la
disponibilidad, cuyo sabor es la insulsez, torna inteligible una apertura a
todas las posibilidades, por indeterminación, sin focalización ni crispa-
ción, donde también puede arraigarse un fenómeno tan desconcertante
como la hipnosis. Como lo prueba la insulsez que se abstiene de caer en
ningún sabor que enseguida la limitaría, esa disposición a lo componible
que es la disponibilidad se revela como una experiencia no excepcional,
sino inmediatamente verificable así como infinitamente compartible. ¿Y
por qué entonces el pensamiento europeo tuvo tantas dificultades para
pensarla?

No se puede entender la dificultad europea para pensar la disponi-


bilidad, o por qué esa noción permaneció subdesarrollada en el pensa-
miento europeo (por qué Freud, por ejemplo, no llega a la regla de la
atención flotante sino dando “marcha atrás” y debido a las “decep-
ciones” de su propia experiencia), sino cuando se toma en consideración
la noción rival que prevaleció en Europa y que bloqueó su desarrollo. En
efecto, llevaría incluso esa oposición hasta la exclusión recíproca: Europa
desconoció el recurso de la disponibilidad porque desarrolló un pensamien-
to de la libertad. ¿Acaso las dos nociones no serían antagónicas hasta la
contradicción? La libertad reivindica una fractura con relación a la
situación en la que el yo está implicado y esa emancipación convierte
precisamente a éste último en “Sujeto” que se arroga una iniciativa.
Exige por su parte una remoción que haga salir, por su poder de negati-
vidad, de las condiciones impartidas. O sea que la libertad promueve
ese ideal por ruptura con el orden del mundo.

Esa es la experiencia que forjaron los “griegos” (o que los forjó), y en


primer lugar en un plano político, de pequeñas ciudades resistiéndose
frente al vasto imperio –en la división de los dos continentes– y que se
niega a someterse al poder del Gran Rey; luego, por la instauración deli-
berada de instituciones propiamente políticas separadas de los lazos
naturales de parentesco (la democracia frente al poder gentilicio heredi-
tario); y además, como emancipación moral del individuo por el dominio
sobre sus pasiones y, en particular, sobre sus “representaciones”, phanta-
siai (lo que llega a su pleno auge con el estoicismo). Resulta pues que la
libertad es el producto de una invención (más que un “descubrimiento”,
como tantas veces se dijo) que en resumidas cuentas es muy singular,
pero cuyas tomas de partido se olvidan en la misma medida en que se
las ha asimilado. A tal punto que el pensamiento clásico pudo plantear
como “universal” el fundarse sobre las leyes de la libertad (la “autono-
mía”), siendo ésta de orden distinto al de las leyes naturales, no física
sino metafísica, y se viera erigida como absoluto.

Lo contrario de la libertad es la servidumbre, como se sabe, pero su


contradicción es la disponibilidad que despliega una relación armoniosa
de integración. En lugar de apartarnos de la situación para volvernos inde-
pendientes, la disponibilidad nos inserta en ella y nos lleva a explotar sus
recursos sin confrontarla. Un yo sabe incluso comportarse mejor en la
medida en que se desarma como “yo” y se ve implicado respondiendo a
las solicitaciones del entorno. Digamos de nuevo las cosas tomando dis-
tancia y a gran escala: el vasto imperio de China no fue engendrado,
como los griegos, en una lucha por la independencia cívica; concibió
entonces lo político como una simple prolongación de las estructuras
familiares, reproduciendo la espontaneidad con vocación reguladora (el
rey-padre), y no para liberarse; y en el plano moral, apeló en verdad a
“triunfar sobre uno mismo”, pero para volver a las normas de conducta y
sociales –integracionistas– que son los “ritos” (según el precepto de
Confucio: ke ji fu li). Por eso no concibió la emancipación y la desaliena-
ción del sujeto por medio de la Libertad, sino por la capacidad que abre
la posición desde todos lados y no se encierra en ninguno, manteniendo
todos los posibles en igualdad de condiciones, que conserva el sujeto
vacío (no thético) y lo pone “por sí mismo” (ziran) en armonía con lo que
le llega del mundo. De allí su capacidad de captar sin suponer, de
escuchar sin proyectar, de entender lo inesperado. Reconozcamos al
menos que hay en ello una coherencia adversa en la cual puede
reflejarse la teoría occidental del sujeto; y que cuando ésta pretende
querer “curar” a ese sujeto, tal vez sea incluso forzoso comenzar por
cruzarse con su práctica.

ALUSIVIDAD

--Cuando hablamos nos instauramos como sujeto que a la vez dice


y piensa, o sea, se pone al comienzo de su hablar reivindicando a la
vez su iniciativa y su responsabilidad; además, afirma a traves de
sus palabras, su autonomía y se concibe en su esencia a partir de
esa capacidad.

--De ahí la crítica de Nietzsche al cógito cartesiano: No soy y quien


piensa (cuando expongo abierta y pomposamente el “yo pienso”);
sino que el pensamiento sale de la sombra y me llega
inesperadamente, y se me impone, me “pasa por la mente”,sin
perjuicio de que luego “yo” me lo apropie, lo convierta en piedra de
toque de mi autonomía y crea poder así comenzar por mí mismo.

--¿Con qué derecho puedo creer [vanidoso ego] que en ese proceso
que me atraviesa podré aislar un acto, con principio y fin, el cual
declaro que me pertenece (yo pienso) y del cual me sitúo como
sujeto [lo cual supone un situarse,darse importancia] ?
Demasiada preeminencia, arrogancia, que se otorga el SUJETO.

--El pensamiento europeo no ha roto con la evidencia: “ algo” que


decir, un sentido que expresar, que la palabra sea coherente con su
objeto y que tenga una significación como meta. El lenguaje supone
de entrada un “ALGO” como objeto de la palabra y a su vez, éste es
susceptible de IDENTIDAD. “Hablar” es “decir”; decir es “decir
algo”; decir algo es “significar” algo. Si no se da “algo” de lo cual se
habla, nuestro habla no está justificado.

Así como las palabras deben ser determinadas por su definición


para no tener más que un solo sentido a la vez, el habla también
tendría como vocación determinar la “esencia” (o “presencia”),
especificándola por su diferencia; y ligaría así indefectiblemente el
lenguaje al Ser. Tal es verdaderamente el pacto “onto-lógico” , del
cual el principio de no contradicción sólo es la consecuencia.

¿Acaso el pensamiento occidental ha salido después explícitamente


de ese protocolo de la palabra, en el cual tan perspicazmente se
abstenía de entrar Heráclito? Es lo que preparó triunfalmente
el suelo de la ciencia que se basa en la determinación.

Justamente, el pensamiento chino nos permite al fin ponernos a


distancia de ese pacto onto-lógico de la palabra que la vincula con
su “cosa” (que decir) y sobre el cual se ha fundado la razón euro-
pea. El pensamiento chino nos aleja para considerarlo. No porque
se rebele contra él, como lo haría un escéptico, sino porque no se
somete a él. El pensamiento chino, sobre todo en su vertiente
taoísta (Zhuangzi), no preconiza decir “algo”, sino decir a gusto –el
“algo” se escapa. “Hablar” ya no requiere necesariamente que se le
asigne un objeto. “La palabra no es más que un soplo”, comienza
reconociendo perfectamente Zhuangzi. “[En] la palabra, está la
palabra (yan zhi you yan), pero de lo que se habla no está determi-
nado”. A. C. Graham, que sin embargo es el mejor traductor en
lengua occidental de Zhuangzi, en lugar de lo que parece rozar la
tautología, y por ende el sinsentido “palabra hay palabra”, traduce
por el sentido (aristotélico) que resulta esperable: “ hablar es decir
algo”, saying says something. Pero precisamente no hay “algo” en chino
–ti o something– que se imponga como objeto del decir, y en ello el
pensamiento chino nos libera de entrada de la obligación atávica de
la significación por determinación de Aristóteles.

La palabra taoísta refiere, pero sin referir; no dice (intencionalmen-


te, apuntando a un objeto), sino que deja pasar. No se “dice” el tao,
sino que todo hace alusión a él y lo evoca de manera persistente.
Zhuangzi lo precisa de modo ejemplar:

Allí donde no hay referencia, hay referencia;


allí donde hay referencia, no hay referencia.

Es lo que Laozi llama: “hablar sin hablar” (yan wu yan). Porque hablar (en
cuanto a lo primordial: el “camino”) no puede hacerse de un modo
denotativo y determinativo, ni siquiera significativo. Al mismo tiem-
po que no se [lo] puede decir en particular, se [lo] da a entender
indefinidamente, y esa es la manera de no traicionarlo. Pretender
apoderarse de ello de manera aislada, “sostenida”, es dejar[lo]
escapar: no hay lugar definido donde observar[lo], pero todo lo que
se dice, se diga lo que se diga, se deja atravesar por ello.

Por eso la palabra que expresa ese objeto no-objeto sólo dice
“apenas”, solamente puede poner en el camino, indicialmente, y
por lo tanto también es “insulsa”. Zhuangzi le da importancia a esa
palabra disponible que no procura decir, pero que no deja de hacer
pasar: palabras que se renuevan día a día, sin fijeza, pero que son
las únicas en condiciones de evocar, sin dejar de fluir y de verterse,
por derramamiento. Son a la vez “libres de toda intención” y no están
“atadas a ninguna posición”, sin nada que las fije o las retenga, ya
que no se dejan regir por el punto de vista “alcanzado” por su autor
que sería obstinado de cualquier manera, ni tampoco por el orden
agregado de la lengua y de la lógica, son también las mejor
dispuestas, por su misma evasividad, dice Zhuangzi, para ir “hasta
el fondo” en cada caso del “lote” de aquello que “proviene así de
uno mismo” en su incesante proceso.

En la poesía china, un buen poema no dice una palabra del senti-


miento experimentado, sino que todo hace que se transparente.
Todo es alusivo, evocando de soslayo aquello que, dicho en parti-
cular, se vería enseguida circunscripto y seco. En la pintura china,
cuando se encargaba pintar un templo, el pincel del letrado se abs-
tenía de trazar su arquitectura, sus muros y sus campanarios, por-
que sería pintarlo como un objeto y limitar de entrada la dimensión
espiritual (shen), de vuelo y no inmóvil, que aquel encarna. Pero
resulta que el artista esboza, como de costumbre, “montañas” y
“ríos” –las tensiones que animan el paisaje– y apenas destacándose
en el camino que zigzaguea por el flanco de la ladera o entre las
sombras de un valle boscoso, la discreta figura de un monje que
corta leña o lleva agua: indicio de que hay un templo cerca, que
sería vano pretender pintar y delimitar –pretender apropiárselo.
Pero esa silueta entrevista lo refiere indefinidamente, hasta en su
labor más cotidiana, que se refiere a ello sin referir, sin fijar[lo] en
“una cosa” –significativa y determinada– que así perdería su verda-
dero alcance.

Para entender el alcance de lo alusivo, hay que comprender el término


que expresa su carácter compuesto en latín: ad-ludere, que en
sentido propio es ir a “jugar” alrededor, “cerca”. Como los delfines
que se acercan y juegan junto al barco.“Hacer alusión” conserva así
la idea de algo que, aunque provenga de lejos, llega a evolucionar
tanto más libremente en la cercanía. La alusión consiste en que lo
que se dice, precisamente porque está alejado de lo que se quiere
decir, hace experimentar más íntimamente lo mentado, ofrecién-
dolo para que sea descubierto. Parte de una distancia (lo que es
“dicho”) para acceder mejor, mediante su superación, a lo que está
en lo no-dicho. La alusión es diferente a la alegoría.La alegoría significa
“otra” cosa distinta de la que expresa verbalmente; dice una cosa, pero
quiere dar a entender otra analógicamente, proyectada en otro
plano, ideal y no concreto: los combates que emprenden físicamen-
te los dioses ya no resultan escandalosos desde el momento en que
representan el combate entre las disposiciones del alma o los
elementos naturales.

La alusión, por su parte, no supone una ruptura de plano, como


entre sentido propio y sentido figurado, ni tampoco una relación de
imagen, sino que va de lo explícito a lo implícito, ofreciendo un
camino que se debe hacer para “aproximarse” a lo que efectiva-
mente está en “juego”.

Lo alegórico tiene doble sentido y requiere ser interpretado;


lo alusivo está a distancia y pide ser captado: el alejamiento que
efectúa es un llamado a la identificación más de cerca –se evalúa
por su fuerza de remisión.

Lo que separa a ambos, en definitiva, es que lo alegórico (al igual


que lo simbólico) implica un desdoblamiento entre imaginante /imagi-
nado (la materia y la idea), entre la benéfica claridad que difunde el
sol en lo alto de lo sensible y la que difunde la idea del Bien, “más
allá de la esencia”, desde la cúspide de lo inteligible. Lo alegórico
es por consiguiente la figura privilegiada de la metafísica, que
siguiendo el gesto platónico ha dividido lo existente en dos y ha
concebido una parte (lo concreto) como la imagen degradada de la
otra, eidôlon, hacia el “Ser” al cual nuestro espíritu debe remontarse.
Lo alusivo depende de una lógica del desvío y no del desdoblamiento con
ello “no presentamos el pensamiento sino con un determinado
rodeo”. No hay allí un “velo” (de lo sensible) por atravesar (para
captar la idea), como en lo alegórico; sino que una inmediatez (del
decir) debe rodearse para buscar más allá la referencia, dándose
así para ser transitada. “Toda obra de arte es una alusión al infini-
to”; o mejor aún, para ponerle freno a la tentación de ruptura meta-
física que arroja lo absoluto en un más allá: “El brillo de lo finito y la
alusión a lo infinito se derraman uno en el otro”.

De igual modo en China se dice que toda palabra –la menor pala-
bra– puede ser alusiva del tao. A la manera de los gestos más fami-
liares, cortar leña y llevar agua, cualquier enunciado que venga a la
mente, por más tosco, lapidario, incongruente o insensato que
parezca, remite al camino (el chan –zen en japonés– hizo con ello
incluso su pedagogía del “despertar”). Al señalar desde lejos, de
modo anecdótico, fortuito, insólito y hasta absurdo, lo alusivo remi-
te a ello incluso de manera mucho más pertinente, constante, en la
medida en que es puramente incidental, sin afectación y sin abs-
tracción.

He llamado valor alusivo, o alusividad, a ese recurso de la palabra. Se


advierte que China ha desarrollado poco lo alegórico, porque ha
trabajado poco el desdoblamiento del mundo, no ha profundizado la
ruptura entre el Ser y el fenómeno. Ha explotado en cambio, muy
conscientemente,esa capacidad alusiva que expresa discretamente.

Sino que, tal como dice la expresión china que vale igualmente para la
palabra y para la pintura, se pintan “las nubes [para] evocar la
luna”. Las nubes y la luna pertenecen al mismo paisaje, al mismo
orden de realidad. Pero las nubes (que se pintan) invaden la luna
para dejarla transparentar: no son pintadas por ellas mismas, sino
para hacer que ésta última emerja al lado. No se describe el sol, como
en Platón, para evocar en otro plano.

Lo que admiro especialmente en Freud es cuando recurre al caso de la


lengua china y advierte, a partir de la poca información que tiene,
pero que es en general exacta, hasta qué punto la lengua china
resulta conducida a la expresión alusiva; y se sirve de ello como
base para dar cuenta de la alusividad inherente a la lengua del sueño.

Además, si hay un país donde la censura política obligó a la expre-


sión alusiva, es precisamente China. Aprendieron el arte de transigir
entre lo dicho y lo no-dicho, lo “lleno” y lo “vacío”, lo implícito y lo
explícito: en ellos lo alusivo es en primer lugar una prudencia estra-
tégica.

Pasemos ahora al contexto freudiano: la resistencia a la satisfacción


de la pulsión surgida de la censura psíquica actúa de tal modo que
aquello que se le viene a la mente al analizante nunca es lo
reprimido en sí mismo, sino solamente algo que se le aproxima,
dice Freud, “a la manera de una alusión”. Desde el momento en que
un deseo no puede expresarse directamente, ya no puede hacerlo
en efecto, en el estadio indicial del síntoma, sino de manera
desviada.

Potrebbero piacerti anche