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Paul Mason: Utopía y Storytelling

Paul Mason abrió su ciclo de presentaciones en el Museo Reina Sofía citando el relato de
Sir William Temple, embajador inglés en Amsterdam que en 1668 publicó sus Observations
upon the United Provinces of the Netherlands. Y nos cuenta cómo en ellas el diplomático se
deslumbra con lo que puede ser el destino de Europa, fijándose en una ciudad pujante en cuyos
canales se proyecta el porvenir de la navegación y el comercio.
Ese entusiasmo por lo que vendrá está en las palabras de Temple y se trasluce también en
las de Mason. Un entusiasmo con el que quiere contagiar al auditorio, cuando invita a imaginar
qué ciudad del mundo podría ser hoy la que deje avistar un nuevo futuro, con un nuevo sistema,
y así pensar en las formas que tomará ese nuevo sistema cuando la economía de mercado
desaparezca.
Pero el remate de la historia de Mason va más allá de buscar una visión de futuro.
También quiere ser la historia y el itinerario de un nombre. Nos decía que en el Siglo XVII
nadie llamaba capitalismo al capitalismo, y que si quisiéramos saber cuándo se usó por primera
vez, ni siquiera podríamos localizarlo en los textos de Marx. Para eso tendríamos que llegar a
comienzos del Siglo XX, cuando ya hacía ya más de tres siglos que vivíamos en él. Es por esa
razón que Mason piensa que el nombre de ese sistema que vendrá todavía es un misterio. Según
él no tiene por qué ser ni socialismo ni comunismo, pero que solo por desafiar su ausencia él lo
ha llamado postcapitalismo. Y nos dice que no espera que su título prospere, pero prefiere
ponerlo en la recámara como una alternativa antes que dejar en su lugar un signo de
interrogación. Contado así, el futuro al que aspira Paul Mason parece tener todos los
componentes del misterio y la aventura. Una manera de desafiar a nuestra curiosidad y, una vez
más, al entusiasmo.
¿Qué relación se establece, entonces, cuando un observador crítico se decide a mirar el
mundo real con ojos fascinados? Según yo lo veo, aparece la utopía.
Aquí la utopía no es (ni se debería considerar) una ingenuidad o una imagen
bidimensional, sino un sistema articulado a partir de múltiples discursos. Y a pesar de que la
propia narración de la utopía pueda tender –muchas veces- a la desmesura, yo evitaría la
tentación de considerarla como una calificación irónica. Si alguien se sintiera convocado a
pensarla así, yo le sugeriría que ese canon está jalonado por clásicos como La República de
Platón, la Nueva Atlántida de Francis Bacon, o en sus formatos más “ficcionales”, por novelas
como Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift o el Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Hasta en
un sentido más arriesgado me atrevería a incluir en esta lista a La Divina Comedia de Dante. En
ella una importante parte de su texto funciona como metarrelato político de la realidad, que se
extiende a través de una geografía imposible, fundando así una de las primeras grandes distopías
de la historia.
Puestas en este contexto, utopías y distopías se conectan en una dinámica recíproca de
muñecas rusas. Es imposible pensarlas por separado, sin un entrelazado a través del cual se
relacionan y retroalimentan en una tensión constante y creciente.
En cualquier caso para mí la utopía sería ante un proyecto político condensado bajo la
forma de un género y un artefacto literario específico con la gran capacidad, paradójica, de
introducir fuertes consensos en la realidad.

Un nombre y su alcance

Cuando Tomás Moro interviene en esta larga tradición literaria, poniéndole nombre a la
Utopía, lo que asienta también son unas bases de uso para el término que legitiman y permiten
su trasvase entre texto y realidad. Estas mismas bases definirán a su vez los rasgos de estilo con
los que futuros utopistas menos “literarios” diseñarán sus propias alternativas; y son de las que
dispondrá Paul Mason para estructurar su libro Postcapitalismo.
Ya en la semántica originaria de la palabra utopía concurren dos condiciones esenciales:
el no lugar (ou-topos) y el buen lugar (eu-topos). Esto le concede el carácter combinado de ser
al mismo tiempo un espacio (no) geográfico y un espacio político.
La literatura de corte utópico se ha ocupado de reforzar estas relaciones imaginarias,
mediadas por lo deseable y lo factible. El arte del relato utópico residiría, así, en la capacidad de
resolver la tensión entre estos dos polos para convencer a otros de que en los argumentos que
uno expone está contenida la realidad de un futuro alternativo. Y para conseguir eso necesita de
un par de ojos, un observador, un cronista. Prácticamente toda la literatura de viajes contiene –
proporcionadamente- una dimensión fantástica que está instalada en la mirada del testigo. La
correlación asimétrica entre verdad, fantasía y verosimilitud, queda en manos de un único
narrador que no puede ser disputado.
El testimonio de perplejidad de Sir William Temple en Amsterdam, que Mason reproduce,
se convierte de pleno derecho en un eco de su propia fascinación. De esa manera convierte la
búsqueda de la ciudad futura, del sistema por venir, en un ítem imprescindible de su agenda
política y personal. (te parece?)
No es el único ponente del ciclo Seis contradicciones y el fin del presente, del Museo
Reina Sofía, que ha planteado discutir las coordenadas políticas del futuro en una disputa directa
con las narrativas distópicas, sobre todo cuando estas tienen una relación directa con el territorio
de la tecnología. Tanto Trebor Scholz como Tiziana Terranova apuntaron, en su momento, la
importancia de proponer discursos (esperanzadores) alternativos a los universos tipo Matrix o
Black Mirror.
Así la utopía no se ofrece solo como un nuevo paradigma sino, también, como un tono.
En política la dialéctica entre texto y tono tiene mucho que decir sobre la capacidad de inspirar y
avistar otros caminos. Es cierto que el tono está siempre contenido y es parte de un texto; pero
también es cierto que hay un momento en que -por su potencia- el tono se autonomiza, e igual
que una mancha de aceite es capaz de invadirlo todo. Dominar el tono es parte también del arte
del relato utópico. Antes lo relacioné con la desmesura porque es difícil imaginar un discurso
utópico tibio, pero también se lo puede encontrar asumiendo formas más sutiles sin perder un
ápice de su contundencia textual.
Mirado desde un punto de vista en el que se pueda conectar utopía y tono, el texto de
Postcapitalismo se despliega en tonos casi pasionales, mucho más cercanos a los de la
dramaturgia que a los de la prosa sociológica o científica. Es cierto que muchos de los
materiales del libro están enhebrados a partir de datos y discusiones de teorías políticas, pero esa
discusión se traduce y baja a tierra a través de fuertes técnicas de popularización.

El relator y sus técnicas

Uno puede leer el libro de Mason desde el punto de vista de un debate que él -como
observador/cronista-, quiere establecer con la realidad política, con los sustratos de esa realidad
y con ciertos indicadores de cambio. Esa forma de estructurar el texto puede dar la sensación
(muy) aparente de que su aproximación es, ante todo, fáctica. Sin embargo, si se va más allá y
se presta atención a la técnica, esta impresión puede empezar a ceder.
Todos los capítulos se abren con relatos. Todos son la historia de un personaje (llámese
Kondratieff, Marx o Bogdanov), de un sistema, o de una tecnología. Esas historias tienen el
formato de pequeños episodios de aventura que, primero, establecen el tono/código en que
deberían ser leídos, y luego permiten desembarcar en el desarrollo de cada una de sus tesis.
No es nada novedoso. Desde las tácticas del nuevo periodismo hasta los teasers, cold
openings, y cliffhangers televisivos, trabajan con este mismo fin. Y el arsenal de Mason está
muy enfocado en convertir esos comienzos de capítulo (y algunas de sus transiciones) en
espacios lúdicos, de desafío al lector.
Si uno relaciona esta técnica y la que utilizó en el arranque de su charla en el Museo, con
su recurrencia a la duda, la curiosidad y la maravilla, puede ver cómo comparten el mismo
código. Ambas desafían la capacidad de asombro, e introducen un espacio tentador de
suspensión de la incredulidad.
Generar esta actitud es una de las tareas milenarias que el relato de ficción ha asumido en
todas sus manifestaciones. El espectador/lector que ha suspendido la incredulidad permite que
lo imposible, lo alternativo, lo deseable, penetre en su mente. Las utopías y las distopías, sobre
todo. Vista desde esta perspectiva, la política se convierte en el gran territorio de seducción para
acometer con las transformaciones del mundo real y se manifiesta como uno de los desafíos más
ambiciosos para este tipo de narrativa.
Pero este panorama no estaría completo si no nos detuviéramos en otro aspecto
profesional de Mason: su trabajo como corresponsal televisivo. Mirándolo desde este rol, su
desempeño se podría leer como el de un narrador absoluto. Una máquina de contar. Es cierto
que en sus reportes el relato puede quedar mediado por la imagen, la edición, o los recortes que
opera sobre él la transmisión en vivo. Pero cuando todo eso se despeja, lo que queda es una voz.
La voz es la gran ordenadora del relato. La voz, aunque sobre decirlo, organiza y se organiza a
partir de las lógicas narrativas de la oralidad. La dinámica que gobierna el relato oral disputa
todo el tiempo (pero no anula) la dinámica que despliega la prosa. El poder que da la palabra
dicha es, casi por tradición, el sentido que antecede todos los demás sentidos. Podemos
recomponer las piezas que intervienen en la recepción, pero si nos encontramos frente a frente
con el caos en el sentido, ahí aparece la voz como gran ordenadora y reconstituyente.
Así también se puede imaginar que para un tipo de narrador como Paul Mason, la palabra
hablada se antepone a cualquier otro recurso que pueda utilizar. Me animo a decir que su libro
Postcapitalismo es una exposición política y social compleja, construida a partir de recursos y
capas de muchos tipos, pero hilado a través de fuertes técnicas de oralidad. Para exagerar este
diagnóstico, creo que Postcapitalismo es un relato oral de corte utópico atrapante y complejo, y
habría que posicionarse ante él en este sentido.
Visto así, no hay que hacer ningún esfuerzo de imaginación para ver la continuidad
histórica entre el gran cronista de los viajes y el corresponsal periodístico contemporáneo. Una
especie de narrador que en la caverna de Platón, les cuenta a los ciegos lo que hacen las
sombras.
No importa cuán detallado sea un reporte o documental, él resuelve con su relato la
distancia física que nos separa de la realidad. Y no es porque no tengamos ojos para ver ni
imágenes que mirar. Es porque no hay más forma de encontrarle un sentido a esas cosas que no
alcanzamos a percibir que establecer un vínculo de auditorio cautivo con el testigo y su palabra.

La larga sombra de Brecht

El tercer evento que protagonizó Paul Mason en el Museo Reina Sofía fue la proyección
de “Why it’s still kicking off everywhere?”. La película, que se filmó para la BBC2 en el Young
Vic de Londres a partir de su obra de teatro, resume dos de sus experiencias: una es la
participación en los distintos levantamientos que tuvieron lugar en plazas de ciudades como El
Cairo, Nueva York, Madrid, Londres o Atenas. La segunda es la resaca de esos levantamientos.
Cómo las luchas fueron remitiendo y algunas de sus consecuencias terminaron en el recambio
de viejas alternativas reaccionarias por nuevas alternativas reaccionarias, o en la clausura de
procesos de rebeldía como el de Syriza en Grecia.
Paul Mason abre (y cierra) esa obra con una anécdota de Bertolt Brecht que dice que el
teatro debería ser entendido como el relato que hace de un accidente de tránsito alguien que lo
ha visto, a aquellas personas que no estaban allí. Si uno da por buena y verdadera esta lógica, se
puede ver que tanto en cómo abrió su primera charla, escribió su libro o dio inicio a su obra, hay
una técnica y hasta una ética en común. La técnica/ética del narrador testigo, el narrador
pionero, el primero que cuenta a los ausentes lo que ellos necesitan saber.
Yo no creo que haya una manera tajante de separar cada una de estas diferentes dinámicas
que utiliza Paul Mason para establecer su diálogo crítico con la realidad que vivimos. En ellas
está, en parte, el formato del relato utópico, el del viaje fantástico y del viajero no menos
fantástico. Está la textura y el poder de una oralidad que lo hereda todo de Homero, Sófocles o
Shakespeare. Pero también está esa moralidad narrativa brechtiana, que propone sustituir el
accidente de tránsito por otra dimensión: la de los grandes accidentes de la política y la historia
que nos rodean. Y todo eso sin que pierdan su tonalidad emocional y sensible; con el foco
siempre puesto en la textura microscópica de lo humano. Todas colaboran y se retroalimentan
entre sí, pero el fin es siempre el mismo: provocar el pensamiento y generar debate.
Del paso de Mason por Madrid, yo, personalmente, no me sentí tan apelado por la letra
dura de su diagnóstico político, en el que asume el fin cercano e inevitable del capitalismo,
como por –parafraseando a Borges- el tamaño de su esperanza: la necesidad de abrir un espacio
de reflexión sobre las medidas urgentes que pueden llevar al sistema que lo sustituirá. Y me
pareció que hoy su desafío personal está puesto en una reelaboración constante de una
dramaturgia eficaz para ese discurso político. Eficaz como procedimiento para encapsular la
comprensión del pasado, pero también como un dignísimo artificio de inspiración.
La lección fundamental, me parece, es que el ejercicio consciente de contar y discutir la
realidad es ante todo un acto de rebeldía. No hay nada de natural en él, ni es algo que se pueda
dejar librado al azar. Tiene que ser una práctica cotidiana y hay que aprenderla y saber ejercerla
como tantas otras cosas.
La socióloga británica Ruth Levitas, que ha dedicado gran parte de su trabajo a las
relaciones entre el pensamiento utópico y la transformación efectiva de la realidad, insiste
mucho en darle un lugar privilegiado a la utopía como método de investigación y análisis. No
para convertirlo en el método, sino en un recurso metodológico que permita operar en niveles de
ensayo y especulación que muchas veces un enfoque más “científico” no lo permite. Para ello
cita a Ernst Bloch o a Fredric Jameson, quienes proponen educar y elaborar la relación entre
utopía y deseo. No como un proceso moral, sino como una técnica crítica. Algo similar a lo que
el sueco Fredrik Torisson sugiere en su libro Utopology, sobre utopía y arquitectura: no buscar
diagnósticos privilegiados, ni programas contundentes para transformar la realidad. Lo que
necesita buscarse, con el auxilio del pensamiento utópico, son marcos críticos amplios y
arriesgados. Si el elemento de fuerza de la utopía reside en su capacidad de imaginar, entonces
lo que se necesita es potenciar este aspecto sin ceder a la presión de dar soluciones.
En esa frecuencia, Levitas señala cómo Karl Marx evitó la tentación de ofrecer un plan
que dijera cómo debería ser la sociedad que él avizoraba, porque entendía eso como un territorio
peligroso en el que era imposible predecir las necesidades y los deseos del futuro. Para ella,
Jameson o Bloch, lo más importante era que pudiéramos resolver las formas elaboradas para
imaginar, que las cosas que en sí pudiéramos imaginar.
Si todo esto es cierto, si aquello de lo que habla Levitas es posible y la experiencia que
nos transmite Mason es útil, entonces habrían más vías para recorrer. Ya no tendríamos que
dejar la fuerza de nuestras historias y las problemáticas que estas nos plantean, en manos de
unos pocos para que las reduzcan o deformen. Por eso para mí hoy hablar de postcapitalismo,
ya sea como meta, metáfora, transición o cambio, sería la gran excusa que podríamos encontrar
para hablar de las transformaciones que necesitamos e importan. Esas que nos permitan
reapropiarnos de una vez por todas del rol político, social y subversivo de la palabra.

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