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Torah, Biblia cristiana y Corán:

Tres religiones y un solo Absoluto.

Dr. P. Miguel Ángel Tábet

El título propuesto para esta conferencia se presenta denso y articulado. Alude, en efecto, por una
parte, a la relación entre los textos sagrados utilizados por tres religiones diferentes, cristiana,
hebrea y musulmana, por otra, a las implicaciones que tales escritos tienen en la vida religiosa de
las comunidades respectivas, en particular por lo que se refiere a la fe en un único Dios — verdad
compartida por las tres comunidades mencionadas — y a las consecuencias de carácter ecuménico
que dicho hecho comporta. Para seguir un orden en la exposición, comenzaremos por analizar el
primer aspecto, es decir, el de la relación entre la Biblia cristiana, la Torah y el Corán, para pasar
después a examinar las perspectivas de carácter religioso y ecuménico entre las tres grandes
religiones monoteístas.

I. Biblia cristiana, Torah y Corán

Estas tres expresiones —Biblia cristiana, Torah y Corán—, aparentemente lineares y de uso común
en el diálogo social y eclesial, poseen en realidad un significado complejo y diversamente
ramificado. Indican, por una parte, los textos considerados sagrados respectivamente por cada una
de las tres grandes religiones monoteístas, cristianismo, judaísmo e islamismo. Libros forjados, por
tanto, según la propia creencia, por una iniciativa del todo divina, y relacionados con los eventos
fundacionales de la propia religión, entre los que se cuenta la misma puesta por escrito del texto
sagrado (la Escritura). Esos libros se consideran por tanto depositarios de una revelación
trascendente, orientada a la salvación de los propios creyentes. Son contemplados como palabra de
Dios comunicada a los hombres. Las tres expresiones (Biblia, Torah, Corán), sin embargo, apuntan
cada una a diversas realidades, que distan de ser complementarias; es decir, son términos
polisémicos. Basta pensar, por lo que se refiere a la ‘Biblia cristiana’, que es necesario distinguir la
‘Biblia católica’ de la ‘Biblia protestante’ y éstas de la ‘Biblia ortodoxa’, y no solo desde un punto
de vista digamos cuantitativo (número de libros que las componen) —circunstancia que tiene su
importancia si se considera la cuestión canónica desde el punto de vista general—, sino sobre todo
cualitativo, siendo diferente lo que una u otra comunidad religiosa entiende por ’Escritura sagrada’.

1. La Biblia católica, protestante y ortodoxa

Si nos atenemos al aspecto meramente cuantitativo, la diferencia salta a la vista. Existen, en efecto,
siete libros del Antiguo Testamento[1] y algunas breves secciones de otros tres libros[2] que
perteneciendo a la Biblia católica no forman parte de la Biblia protestante, sobre un total de 73
libros que componen el canon bíblico[3] de la Iglesia católica (46 libros del Antiguo Testamento y
27 del Nuevo Testamento). Respecto al Nuevo Testamento, aunque el número de libros no varía,
existe sin embargo una diversa actitud entre católicos y protestantes por lo que se refiere a la
importancia o dignidad que se les atribuye[4]. Respecto a las otras confesiones cristianas, aunque
éstas adoptan en general para el Nuevo Testamento el canon completo, para el Antiguo, o
cuestionan la canonicidad de los deuterocanónicos (Iglesias ortodoxas griega y rusa)[5] o añaden
algunos libros apócrifos (Iglesias copta, etiópica y armenia), un proceso, sin embargo, poco
definido en el interior de la mismas Iglesias[6].

Las diferencias entre las Biblias en el seno del cristianismo son todavía mayores, como hemos
señalado, si se juzgan las cosas desde el punto de vista cualitativo, que es lo que por otra parte ha
ocasionado también la diversificación cuantitativa. Lo ponen de manifiesto algunas
consideraciones de orden teológico, cristológico y eclesiológico que señalamos a continuación.

a) Noción de Biblia católica

Según la teología católica, existen tres elementos que caracterizan esencialmente la noción de
‘Biblia’. En primer lugar, su unión indisoluble a la Tradición viva de la Iglesia[7], de modo que
forma junto con ella «un único depósito sagrado de la Palabra de Dios» (DV 10). La misma
formación de la Escritura constituye un momento singular del camino recorrido por la Tradición,
ya que forma parte constitutiva de la misma. La Iglesia católica confiesa por esto que no es posible
alcanzar exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado, y que ha de recibir y
respetar la Tradición «con el mismo espíritu de devoción» que la Escritura (DV 9)[8]. La
conciencia eclesial reconoce además que entre los varios carismas distribuidos por el Espíritu en la
Iglesia para la interpretación de la Escritura, uno del todo específico corresponde a la autoridad
magisterial, pues, si bien es verdad que «todos los miembros de la Iglesia tienen un papel en la
interpretación de las Escrituras», en el ejercicio de su ministerio pastoral «los obispos, en cuanto
sucesores de los apóstoles, son los primeros testigos y garantes de la Tradición viva en la cual las
Escrituras son interpretadas en cada época»[9].

Un segundo aspecto que define la ‘Biblia católica’ concierne al modo en que se concibe la puesta
por escrito de los libros que la forman, o lo que es lo mismo, al concepto de ‘inspiración bíblica’.
Según la teología católica, el proceso de composición de los libros sagrados fue un proceso divino-
humano en el que Dios y el autor humano intervinieron cada uno con la propia potencialidad
creativa, de modo que, si por una parte Dios se debe considerar ‘Autor’ de la Sagrada Escritura, lo
es en cuanto que inspira a los autores humanos: «Dios, actuando en ellos y por medio de ellos, hizo
que éstos escribieran, como verdaderos autores, todo y sólo lo que El quería», según la fórmula
adoptada por el Concilio Vaticano II (cf DV 11). De ahí que «todo lo que los autores inspirados o
hagiógrafos afirman debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo» (DV 11). Según la teología
católica, en consecuencia, «las Sagradas Escrituras contienen la palabra de Dios y, por ser
inspiradas, son en verdad la palabra de Dios» (DV 24). Por otra parte, los autores humanos son
«verdaderos autores» de sus libros.

El tercer elemento que identifica la Biblia católica está vinculado al problema hermenéutico. En la
teología católica, en efecto, se reconoce la existencia de dos principios fundamentales de
interpretación, íntimamente vinculados e irrenunciables, radicados en el hecho de que «Dios ha
hablado a los hombres en la Escritura a la manera humana» (DV 12). Por esto, junto al
fundamental quehacer hermenéutico de indagar lo que los autores humanos quisieron
verdaderamente afirmar por medio de sus palabras teniendo en cuenta las condiciones de su tiempo
y de su cultura (a través del estudio de los géneros literarios y de las maneras de sentir, de hablar y
de narrar en los tiempos remotos), hay otro principio no menos importante y sin el cual la Escritura
quedaría como letra muerta: «La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que
fue escrita» (DV 12). Esta afirmación implica tres exigencias fundamentales en la interpretación,
señalados también en DV 12: a) prestar atención «al contenido y a la unidad de toda la Escritura»,
pues por muy diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura es una en razón de la
unidad del designio de Dios, del que Cristo Jesús es el centro; b) leer la Escritura en «la Tradición
viva de toda la Iglesia», pues la Iglesia encierra en su Tradición la memoria viva de la Palabra de
Dios; y c) estar atento «a la analogía de la fe» (cf Rm 12, 6) o «regla de verdad», es decir, a la
cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la Revelación

b) La noción de Biblia protestante

Como es sabido, con la revolución teológica y cultural realizada por la Reforma protestante en los
albores del Renacimiento, surgió una nueva mentalidad que se separaba del modo en que hasta
entonces había sido interpretada y estudiada la Biblia en el seno del cristianismo. Se trataba en
definitiva de un modo nuevo de concebir y entender la misma naturaleza de la Sagrada Escritura.
El fundamento de esa mentalidad fue la perspectiva que había sido forjada por el pensamiento
inmanentista aplicado al campo religioso (interesa no lo que es Dios en sí mismo, sino lo que es
para mí); y su principio hermenéutico, el de la sola Scriptura preconizado por Lutero. Este
principio considera que la Escritura es el único depósito de la Revelación, la única autoridad
divina, independiente, por tanto, de cualquier instancia externa; intérprete de sí misma (scriptura
sacra sui ipsius interpres), siendo totalmente clara y persuasiva. Como consecuencia, Lutero afirmó
que ante la Escritura solo se encontraba el juicio individual del lector o del intérprete, postulado
que recibió el nombre de principio del ‘libre examen’. En esta perspectiva, los promotores del
protestantismo, Lutero y Calvino, coincidieron; solo se diferenciaban en cuestiones de matiz.
Lutero subrayaba la acción cuasi instrumental de la lectura de la Biblia: esta sería ‘autopistós’, es
decir, llevaría consigo la fuerza de conversión; Calvino acentuaba la iluminación directa del
Espíritu sobre cada fiel. Pero tanto uno como otro rechazaron la institución divina del Magisterio y
el valor normativo de sus decisiones, y no dieron otro valor a la tradición de fe que la de ser un
mero fenómeno humano.

Respecto a la inspiración bíblica, los fautores de la reforma protestante acentuaron hasta tal punto
el aspecto divino del texto sagrado que llegaron a concebir la inspiración como una especie de
‘dictado mecánico’. Por otra parte, más que dirigir sus reflexiones al acto original por el que se
afirma que la Escritura está inspirada por Dios, consideraron principalmente uno de sus efectos: su
eficacia, es decir, el hecho de que la Escritura ‘inspira a Dios’, mueve hacia Dios, crea un
sentimiento de Dios; produce esa ‘fe fiducial’ que marcó el pensamiento teológico de Lutero. En
consecuencia, en la teoría de los reformadores, ‘Biblia inspirada’ y ‘creyentes que la reconocen
como tal por la iluminación del Espíritu’ constituyen un círculo teológico-hermenéutico. En
tiempos sucesivos, al faltar el tercer elemento del círculo hermenéutico, la Iglesia, el subjetivismo
terminó por prevalecer. Esto se verificó de modo radical en la forma asumida por la teología
protestante en los siglos XVIII y XIX, cuando se consolidó el llamado protestantismo liberal, de
cuño racionalista, que llegó hasta la negación de la inspiración divina como realidad trascendente y
sobrenatural y, en consecuencia, a la negación de la índole peculiar de los libros sagrados. En la
teología protestante más reciente, no obstante, han existido corrientes de pensamiento que han
aceptado una cierta noción de inspiración bíblica. Un caso extremo, ciertamente desenfocado, es el
aceptado una cierta noción de inspiración bíblica. Un caso extremo, ciertamente desenfocado, es el
que presenta el llamado fundamentalismo, que concibe de modo rígido la inspiración bíblica como
‘dictado del Espíritu palabra por palabra’, no llegando a reconocer que la palabra de Dios ha sido
formulada en un lenguaje y en una fraseología condicionados históricamente. En otras corrientes
de pensamiento, el concepto de inspiración ha sido más matizado, conservando siempre, sin
embargo, claras diferencias respecto a la noción católica de inspiración[10]. Especial interés
presenta la teología inspiracionista de K. Barth, para el que la inspiración es un misterio inefable
que la teología no podrá jamás explicar. Una exégesis exclusivamente racional oscurecería
peligrosamente la intervención de la gracia divina[11].

c) La noción de Biblia ortodoxa

No existe propiamente hablando una perspectiva ortodoxa de la Biblia. En líneas generales, ésta se
ha caracterizado por el énfasis puesto en algunos elementos también reconocidos por la teología
católica, aunque no en la forma en que han tomado cuerpo en la concepción ortodoxa. Los
elementos que se podrían considerar comunes son principalmente dos: el valor dado a la Tradición,
que la teología ortodoxa concibe como testimonio presente del Espíritu, principio permanente de
crecimiento y renovación; y la perspectiva cristológica, que considera a Cristo punto de referencia
y de unión de la totalidad de la Biblia, en la que Él se hace presente. La teología ortodoxa, sin
embargo, se caracteriza: a) por la prioridad que concede al ámbito litúrgico sobre el dogmático y
canónico; b) por el modo de concebir la perspectiva eclesial de la lectura de la Biblia, que tendría
como fin, más que el conocimiento de las verdades dogmáticas o morales, participar, tramite la
experiencia, de la vida divina; y c) por el concepto hermenéutico de theoria o theopia, según el cual
la teología (búsqueda de la verdad de fe), inseparable de la theoria (contemplación religiosa de
Dios), se concibe como una experiencia existencial de la verdad, que viene autentificada por su
contraste con la Escritura y la Tradición[12]. Por la tendencia de cierto rechazo intelectual propia
de la teología ortodoxa, no encontraremos una formulación clara sobre temas como la inspiración o
la interpretación de la Escritura. Ciertamente, en los principales representantes de la ortodoxia,
Sergej Nikolaevic Bulgakov y John Meyendorff por ejemplo, se descubre un rechazo del
fundamentalismo en medida semejante al rechazo del hipercriticismo, y una noción de inspiración
que deja amplio margen a la exégesis histórico-crítica.

2. La Torah hebrea

Cuando se habla de ‘Biblia hebrea’ conviene precisar que esta expresión está lejos de coincidir con
lo que los cristianos llamamos ‘Antiguo’ o ‘Primer Testamento’, no solo porque en la Biblia hebrea
faltan los libros deuterocanónicos y el mismo orden canónico de los libros contiene no pocas
diferencias con el de la Biblia católica, sino sobre todo por el marco religioso-teológico que
determina el concepto de ‘Biblia hebrea’ y que conlleva un modo específico de lectura y de
interpretación. Este marco religioso es el de una religión que define un pueblo y una práctica de
vida a partir de un escrito revelado y de una tradición oral, mientras que, del lado cristiano, es por
el contrario la fe en el Señor Jesús, muerto, resucitado y vivo para siempre, Mesías e Hijo de Dios.
Estos dos puntos de partida crean para la interpretación de las Escrituras dos contextos, que a pesar
de los muchos contactos y semejanzas, son radicalmente diferentes. Por eso conviene utilizar la
expresión ‘Biblia hebrea’ o el término ‘Torah’ (formado por la raíz y-r-h, enseñar, indicar) para
designar el conjunto de los libros sagrados del pueblo de Israel, aunque este último término posee
un significado polivalente, designando también frecuentemente los primeros cinco libros de la
Biblia, el Pentateuco en la terminología cristiana, y en este sentido adopta dicho término el
Corán[13]. Sin embargo, ya la antigua tradición hebrea había utilizado el término Torah para
designar el conjunto de toda la Biblia. En nuestros días es común designar la Biblia hebra con el
acrónimo TaNaK[14] o con la expresión hebrea Miqra’, que connota la idea de libro para ser
recitado en voz alta.

El hecho de que desde los primeros siglos de la era cristiana el término Torah hubiera sido utilizado
también para cualificar la tradición oral (la Torah she-be-‘al peh), ayuda a comprender el lugar
eminente de esta tradición en el pensamiento rabínico postbíblico. Ésta se considera
indisolublemente unida a la Torah escrita (Torah she-bi-ktav) y en íntima correlación con ella. Se
debe a los rabinos que vivieron en los siglos sucesivos a la destrucción del segundo Templo, es
decir, después del año 70 d.C., el trabajo de recopilación de la tradición oral, que confluyó en tres
obras monumentales, punto de referencia privilegiado para el judío creyente: la Mishnah (de la raíz
sh-n-h, repetir [para aprender]), redactada a inicios del siglo III por Yehuda ha-Nasí; el Talmud (de
la raíz l-m-d, estudiar, aprender) en su doble forma (babilónico y jerosolimitano) y la Tosefta (de la
raíz h-s-f, suplemento, añadido)[15]. Aunque las discusiones sobre la preeminencia de la Torah
escrita sobre la oral es un tema abierto en las escuelas rabínicas, resulta claro que la tradición
normativa representada por la Mishnah y el Talmud no es del mismo rango que el de la Torah
escrita, cuya lectura ocupa un puesto privilegiado en la liturgia sinagogal. Según la concepción
rabínica, sin embargo, la Torah oral es también revelación divina a semejanza de la Torah escrita, y
como ésta, procede de Moisés a través una cadena ininterrumpida de trasmisión[16].

De lo dicho se puede concluir afirmando que si bien la Biblia cristiana y la Biblia hebrea se
encuentran en las ‘Sagradas Escrituras de Israel’, que han pasado a formar parte de la Biblia
cristiana, la Biblia cristiana-católica no solo se distingue por poseer un canon más amplio respecto
a los libros del Antiguo Testamento, sino también por haber asumido un cuerpo de libros, el Nuevo
Testamento, que confiere una nueva y original configuración a la Biblia cristiana, sobre todo desde
el punto de vista hermenéutico. Gracias a esa nueva colección de textos, el cristianismo está
convencido del carácter cristológico que poseen los libros veterotestamentarios, sin que por otra
parte, a éstos se les niegue su carácter histórico contextual. El cristianismo vive en efecto de la fe
en que las promesas veterotestamentarias crearon una esperanza para el futuro, que alcanzaron su
cumplimiento en Jesús de Nazaret, el Cristo Hijo de Dios. Es de Él del que hablan en última
instancias las Escrituras del pueblo hebreo, y a la luz del misterio de Cristo se deben leer para ser
plenamente comprendidas[17].

3. El Corán y la Sunna

Muchos de los relatos y enseñanzas del Corán[18] guardan cierta semejanza con los textos de la
Biblia, como son algunos hechos de los patriarcas de Israel (especialmente de Abraham), de la
historia de Moisés y gran parte de las narraciones de la sura 19, denominada «Mâryam» (María). El
mismo Mahoma[19] reconocía dicha semejanza, como se deduce de una sura que afirma que todo
cuanto se haya en el Corán «ya se encontraba insinuado en las escrituras de los antiguos» (sura
26,196). El Corán señala también el carácter revelado de los libros de los hebreos y los cristianos
(sura 2,136), que poseerían por consiguiente un reflejo de la «Madre del Libro» (sura 13,39; 43,4),
es decir, del prototipo del Corán que se encuentra junto a Dios, aunque, por otra parte, sostiene que
esos libros habían quedado abrogados porque solo Mahoma habría recibido el mensaje pleno de la
verdad: «Dios ha hecho descender sobre ti, ¡oh Profeta!, según verdad, el Libro que confirma los
que le precedieron. Anteriormente hizo descender el Pentateuco y el Evangelio, como guía para los
hombres, y [ahora] ha hecho descender el Furqân (la Distinción)» (sura 3,3). Mahoma retenía por
otra parte que las palabras de los libros de los hebreos y cristianos habían sido alteradas y
manipuladas (sura 4,46; 5,41), de modo que ni los hebreos ni los cristianos tenían los textos
verdaderos (originales)[20]. Esta afirmación ha sido utilizada desde tiempos de Mahoma para
explicar las evidentes diferencias existentes entre el Corán y la Biblia por lo que respecta a la
historia bíblica: el único texto autentico y verdadero para el islamismo es el Corán. En realidad, las
diferencias, entre otras causas, se deben a que Mahoma no tuvo conocimiento directo de los textos
canónicos de la Biblia, sino a través de sus numerosos contactos con comunidades judías y
cristianas (éstas, fuertemente influenciadas por las herejías nestorianas y monofisitas) en sus viajes
por la Transjordania y Siria, como también en Medina. Mahoma se sirvió además de los escritos
apócrifos y gnósticos que entonces circulaban en gran número entre cristianos y judíos.

a) El Corán

Desde un punto de vista formal, el Corán (al-qur’ân, lo que viene expuesto en voz alta,
proclamación, recitación, y por tanto texto sagrado para recitar salmodiándolo)[21] difiere
notablemente de la Biblia hebrea y cristiana. Éstas no se limitan a proponer unos principios
sapienciales, sino que delinean sustancialmente una historia de la salvación, con un complemento
de textos proféticos, sapienciales y poéticos. El Corán, por el contrario, es fundamentalmente una
compilación, sin un orden aparente, de narraciones edificantes, enunciados religiosos, preceptos
rituales, jurídicos y sociales, en forma de advertencias, promesas, leyes, documentos y
autotestimonios, con las características del lenguaje hablado, motivo por el que las varias partes
comienzan generalmente con la expresión «Qul» (¡Di!, ¡habla!)[22]. No expone por tanto,
propiamente hablando, una historia de la salvación. Concibe, por el contrario, un concepto de
historia que se despliega en un desarrollo cíclico. Su codificación tuvo inicio bajo los compañeros
y discípulos de Mahoma, y se llevó a cabo sustancialmente bajo el califa Utmán, hacia el 650
d.C.[23], que ordenó las suras (capítulos; sing. sura) no en orden temático ni siguiendo un
desarrollo histórico, sino generalmente por su longitud, de modo que las más largas
(cronológicamente las más recientes) se encontrasen al inicio y las más breves (las más antiguas) al
final[24]. La comprensión del Corán requiere tener presente la unión vital que hubo al inicio entre
las afirmaciones contenidas en el libro y el contexto histórico de la comunidad de tiempos de
Mahoma, lo que ha dejado una clara impronta en sus 114 capítulos y 6206 versículos (ayat)[25].

Bajo el aspecto religioso, el Corán es considerado por los musulmanes ‘Palabra de Dios’ en el
sentido estricto de la expresión; superior a cualquiera otra doctrina y a cualquier otro libro sagrado,
y por eso del todo inimitable[26]. Se le suele definir come «el discurso de Dios dirigido a su
Enviado y registrado entre las dos tapas del Musjaf[27]» (Ibn Khaldun, † 1406). Lo habría recibido
Mahoma y transmitido sin solución de continuidad a la comunidad religiosa por él fundada. El
problema por tanto de las fuentes de las que se habría servido Mahoma para formar el Corán no
existe para los musulmanes ortodoxos[28]: la única fuentes es el Libro arquetipo celeste que está en
el cielo junto a Dios, escrito en una lengua inefable, revelado en sucesivos momentos a Mahoma
por el ángel Gabriel en el espacio de veinte años (610-630 d.C.)[29], en lengua árabe[30], para que
fuera por todos comprensible. La idea radical que Mahoma tenía de Dios como ser completamente
trascendente y por encima del mundo humano explica la función mediadora esencial del ángel
Gabriel, pues nadie puede tener una relación o diálogo directo con la divinidad. Es opinión común
Gabriel, pues nadie puede tener una relación o diálogo directo con la divinidad. Es opinión común
entre los musulmanes que ya en tiempos de Mahoma todo el contenido del Corán había sido puesto
por escrito, aunque la recopilación en un único volumen se habría realizado poco tiempo después.

El concepto de inspiración divina del Corán es por tanto esencialmente diverso del concepto
católico y en general cristiano. En la teología musulmana, cada palabra es inspirada y sagrada
porque no es otra cosa que la reproducción exacta en lengua árabe del Libro sagrado que está en el
cielo junto a Dios. Esto explica la tradicional resistencia de los musulmanes a la traducción del
Corán[31], como también la unción con la que viene tratado en la lectura pública y privada. En la
concepción teológica católica, come vimos, la acción del hombre como colaborador de Dios en la
composición de los textos tiene un relieve especial, diversificándose los libros según las cualidades,
preparación cultural y contexto histórico en el que vivió el autor humano. La Biblia es palabra
divina y a la vez palabra humana, o si se quiere, lenguaje divino encarnado en un lenguaje
humano. Por esto, mientras que los autores del Antiguo y del Nuevo Testamento pueden ser
designados en sentido estricto como ‘autores’ de sus libros, no se puede decir lo mismo de
Mahoma; más aún, sería una blasfemia afirmarlo, porque solo Dios sería el único autor del Corán.
Las consecuencias de carácter hermenéutico en uno y otro caso son evidentes: para el musulmán,
el Corán no se interpreta, y ninguna autoridad está llamada a ofrecer una ‘buena lectura’[32]; en la
exégesis católica, existe una lectura contextual formada por diversas instancias.

b) La Sunna

Para la corriente teológica ash‘arita (fundada en el siglo X por Abu-l-Jasan al-Ash‘âri)[33], el


Corán no habría sido creado: pertenecería indisolublemente, como Palabra de Dios, a la esencia
divina. Sería por esto único e insuperable. No todas las corrientes dentro del Islam aceptan esta
teoría; más aún, el comportamiento de la mayor parte de los creyentes musulmanes está
fuertemente determinado por el modelo de vida representado por el Mahoma de la ‘Sunna’
(tradición, usanza, costumbre). Ésta es la segunda fuente de ley revelada del Islam. Ella es la que
ha trasmitido gran parte de la biografía de Mahoma y de sus compañeros. Las raíces literarias de la
Sunna son los jadîth (narración, comunicación), breves narraciones sobre la vida de Mahoma[34] y
sus enseñanzas, pronunciadas tanto en público como en privado, sobre la práctica de las
obligaciones religiosas y el comportamiento social. Están escritos en estilo directo y gráfico, con
expresiones lapidarias, y fueron recogidos y fijados por escrito por los discípulos de Mahoma.
Hacia el siglo IX se emprendió el trabajo de codificación, existiendo seis compilaciones
importantes, todas del siglo noveno[35]. Hoy día existen manuales de uso ordinario que contienen
selecciones de jadîth[36]. Pero la Sunna es en sí algo más: es el documento literario de la tradición
o, si se quiere, la totalidad de los documentos. La Sunna está sólidamente incorporada en el sistema
legal y cultual (shari‘a) de los sunitas, que agrupa el noventa por ciento de los musulmanes, aunque
también posee un gran valor para los chiítas, que sin embargo la interpretan de modo parcialmente
diverso y rechazan algunos jadîth[37]. De ahí que los musulmanes sean denominados también
«pueblo de la Sunna»[38].

c) El Corán y los referentes históricos

La finalidad del Corán no es la mediación de verdades históricas salvíficas, como es el caso de la


Biblia, sino la de ser una guía espiritual para los fieles: una «cuerda sólida» (jabl matin) che
conduce a Dios. Por este motivo, no fue escrito con un interés sobre la veracidad histórica de las
narraciones, sino para remover la religiosidad del creyente y mostrarle la vía de una vida justa. El
Corán es, en consecuencia, un auxiliar literario-pedagógico tanto para la piedad como para la
satisfacción personal literario-estética. Los personajes bíblicos son por eso presentados como
personajes ideales[39]. El Islam no está por tanto proyectado hacia la historia como el cristianismo
o la religión hebrea. En la estructura de la dogmática, a los personajes y hechos mencionados les
corresponde un lugar secundario. De ahí que en el Islam sea relativamente fácil relativizar y hacer
aceptable el contenido de las historia proféticas. Además, en el centro del mensaje coránico no se
encuentra un pueblo o un hombre, sino la sabiduría divina, que el Corán reclama para sí. A
diferencia de los Evangelios, el Corán no es la historia del fundador de la religión. Fueron sobre
todo los sabios musulmanes Tabari († 923) y Zamajshari († 1144) a tratar los argumentos de las
sagas coránicas en el ámbito de la exégesis. Se trata de una reelaboración libre, género particular de
la literatura árabe (qisas al-anbiya). Una exégesis más moderna se encuentra en Mujammad
Khalafallah. En su disertación, el autor defiende la tesis por la que la narración del Corán contiene
frecuentes alegorías (ramz) sobre cuyo significado es necesario interrogarse.

II. La pasión por el Absoluto en las tres grandes religiones monoteístas

Para poder clarificar la relación que media entre las tres grandes religiones monoteístas y poder
formular algunas consecuencias útiles al diálogo interreligioso, consideraremos primero las
características de cada una de ellas.

1. Experiencia histórica de Dios y religiosidad hebrea

a) Ortopraxis y artículos de la fe

Es común afirmar que el judaísmo se configura más sobre un modo recto de actuar (ortopraxis) que
sobre una fe, unos dogmas, unos principios (ortodoxia). La afirmación tiene en gran parte visos de
verdad, en el sentido de que en el mundo hebreo no existen, en la medida que no existe un
magisterio unitario y unificador, lo que en el ámbito católico se designan como ‘dogmas’, verdades
de fe definida, establecidas por la autoridad suprema y vinculante para todos los creyentes. Es
también cierto, por otra parte, que la tradición rabínica ha preferido siempre exponer la propia fe
religiosa siguiendo una vía de adherencia a los textos bíblicos y a la tradición, ya sea tratándolos
libremente con una finalidad didáctica y parenética por medio del arte de narrar (la haggadah) o a
través de una exposición de carácter jurídico o legal (exégesis halákica)[40], en vez de abordar el
tema bajo un aspecto teológico-sistemático[41]. Este hecho se debe en gran medida al concepto de
‘sabiduría’ que predomina en la mentalidad judía, de raigambre bíblica, entendida no como ciencia
de los primeros principios al modo aristotélico sino como un saber que se hace vida y está llamado
a moldear la actuación humana en sus diversas facetas; un conocimiento, por tanto, que es fe y
vida, doctrina y práctica[42]. Por este motivo, en el judaísm han sido siempre el culto y las
oraciones litúrgicas vehículo privilegiado de la manifestación de la fe.

Con lo dicho no se pretende afirmar que en el judaísmo no haya lo que se podría designar como
‘artículos de fe’. Existen, y en primer lugar la confesión de fe hebrea conocida con el nombre de
Shema‘ (escucha)[43], de la primera palabra de Dt 6,4: «Escucha, Israel: Yahvé es nuestro Dios;
Yahvé es único», afirmación que el judío creyente sabe que es inseparable de las palabras del
Deuteronomio que siguen a continuación —«Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma y con toda tu fuerza» (v. 5)—, y del mandato de meditar dichas apalabras y
trasmitirlas a las generaciones siguientes: «Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto
hoy. Se la repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así
acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia entre tus
ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas» (vv. 6-9)[44].

No es posible, por esto, reducir el judaísmo a una suerte de ‘legalismo’, a pesar de que en el mismo
ámbito hebreo no rara vez se haya insistido en el aspecto principalmente práctico y legal de la
religión. Se puede observar en este sentido los esfuerzos de los pensadores judíos a través de la
historia por establecer una especie de credo de fe hebrea, y su coincidencia en establecer como
máximo principio el de la fe en el Dios Uno, en conformidad con el monoteísmo característico de
la Biblia hebrea. Notable son los trece principios establecidos por Maimónides en su comentario al
tratado misnaico Sanhedrín, incluidos en forma abreviada en la liturgia sinagogal cotidiana[45].
Josef Albo[46] los redujo a tres: la existencia de Dios, el origen divino de la Torah y la retribución
de los justos.

En este contexto se comprende que la teología de las obras en el pensamiento hebreo se entienda
no como algo aislado, sino como un otro modo de interpretar la Torah, pues las palabras del texto
bíblico incluyen «la actuación, la explicación, la narración y el misterio, uno dentro del otro», come
afirma un conocido texto del Zohar[47]. Tanto la observancia como el estudio son necesarios para
penetrar la esencia de la Torah, pues solo quien practica los preceptos en ella contenidos puede
alcanzar su significado interior, espiritual[48]. Esta observancia se entiende, por otra parte, no
como un medio para adquirir méritos, sino como fidelidad a la alianza que Dios quiso establecer
con Israel, a la que el pueblo respondió: «Todo lo que el Señor ha dicho, lo seguiremos y
escucharemos» (Ex 24,7). Una fidelidad que fue exigida también a las generaciones futuras: «Y no
solamente con vosotros hago yo hoy esta alianza y esta imprecación, sino que la hago tanto con
quien está hoy aquí con nosotros en presencia de Yahvé nuestro Dios como con quien no está hoy
aquí con nosotros» (Dt 29,13-14). Como señal de esta fidelidad, los judíos observantes han
procurado desde entonces vivir escrupulosamente los preceptos de la Torah, en todos sus detalles,
regulando cada acto de la propia existencia. Para la tradición judía, en efecto, la aceptación del
‘yugo de los preceptos’ es siempre una consecuencia de la aceptación del ‘yugo del reino de los
cielos’, es decir, de la proclamación de la unicidad de Dios nacida de la escucha obediente a su
palabra, que encuentra en el Shema‘ su más alta expresión. Y es desde esa perspectiva desde
donde se consideran los ordenamientos de la vida práctica, también las de carácter antropológico,
que abarcan los aspectos más comunes y cotidianos de la existencia, regulados por la halakah,
como son los preceptos referidos a la pureza legal, que miran a vivir en conformidad con lo que se
considera «bueno y recto a los ojos de Dios» (Dt 11,28).

b) Trascendencia e inmanencia de Dios

Vinculada a la fe en un Dios Uno, en el pensamiento rabínico y judío en general se descubre un


conjunto de creencias que configuran la propia religiosidad, a la vez que expresan lo que se podría
llamar la ‘experiencia hebrea de Dios’. El Dios Uno de la fe judía no es un Dios de tal modo
sumido en su trascendencia que al hombre no le quede sino aceptar como misterio su alteridad y
renunciar del todo a comprenderlo. Tampoco es el Dios de la filosofía griega, inaccesible y carente
de relaciones vitales, trazado mediante reflexiones metafísicas. El pensamiento hebreo ve a Dios
siempre presente en la historia, un Dios trascendente pero a la vez ‘inmanente’, cercano al
hombre[49]. Es el «Dios de Abraham, Isaac e Israel, que con signos y milagros condujo a Israel
fuera del Egipto, lo alimentó en el desierto y le dio la tierra, después de haberlos conducido
milagrosamente a través del mar y más allá del Jordán. Es el Dios que envió a Moisés con su
Torah, y después de él a una serie de profetas que han confirmado su ley»[50]. Es, por tanto, el
Dios de la elección de Israel, el Dios liberador y salvador, el Dios de la alianza con Abraham, el
Dios del Sinaí y el Dios de las promesas[51], títulos que se entrelazan con los diversos nombres
divinos que la Biblia atribuye a Dios, más que con palabras, al describir sus acciones[52], entre las
cuales se encuentran principalmente los de Creador, Dios supremo (El, Elohîm), Omnipotente
(Shadday), El que es (Jhwh), Señor (Baal), Señor de los ejércitos (Jhwh Sabaot), el Santo (ha-
Qadosh), Misericordioso (ha-Rajman), Padre (‘Ab). Este último nombre divino expresa el íntimo
ligamen que une el pueblo con Dios y ha pasado de modo privilegiado a la liturgia sinagogal[53].
El Dios del judío creyente, en definitiva, es un Dios que ha intervenido constantemente en la
historia del pueblo de Israel con múltiples y diversificadas manifestaciones, como narra la Torah;
una historia que no es considerada como algo pasado, sino como una realidad presente, que se
repite de algún modo en cada tiempo, y que tiene implicaciones para el momento actual.

Importante en este sentido es el concepto de ‘memorial’, ‘recuerdo’ (del verbo zakar)[54], uno de
los fundamentos de la religiosidad y de la piedad hebrea. La observancia de los preceptos
comprende una dimensión marcada por el ‘recuerdo’, y a su vez, no se da un auténtico recuerdo
sin que se exprese en un modo concreto de actuar. El recuerdo de las acciones de Dios en la
historia o, si se prefiere, la experiencia de Dios experimentada por el pueblo del Israel bíblico no se
agota en unos eventos acaecidos, sino que constituye una realidad en grado de plasmar la vida
cotidiana de cada miembro del pueblo judío. Cuando por ejemplo, en el tercer pasaje bíblico
contenido en el Shema‘ se lee que Dios manda a los israelitas a que ellos y sus descendientes se
hagan flecos en los bordes de sus vestidos y pongan en ellos hilos de púrpura violeta para que al
verlos se acuerden de todos los preceptos de Yahvé (Nm 15,38-39), el creyente judío entiende que
Dios establecía un precepto para que en la vida cotidiana del futuro pueblo de Israel resonara el
reclamo de la voz del Sinaí y de este modo el pueblo se acordase de sus mandamientos, y
cumpliéndolos fueran «hombres consagrados a Dios» (v. 41). El pueblo de Israel vive por medio
de esta lógica en un continuo recuerdo de lo acaecido, ligado al pasado, pero como un medio para
hacer actualmente presente la historia bíblica. Algo semejante se puede decir de los tefillim
(filacterias)[55] en cuyo interior se encuentra escrito en pergamino algunos pasajes bíblicos, el
primero de los cuales dice: «Acordaos (zakhor) de este día en que salisteis de Egipto, de la casa de
servidumbre, pues Yahvé os ha sacado de aquí con mano fuerte […]. En aquel día harás saber a tu
hijo: “Esto es con motivo de lo que hizo conmigo Yahvé cuando salí de Egipto”. Y esto te servirá
como señal en tu mano, y como recordatorio (zikkaron) ante tus ojos, para que la ley de Yahvé esté
en tu boca; porque con mano fuerte te sacó Yahvé de Egipto» (Ex 13,3-10). Los tefillim recuerdan
así al creyente judío los avatares de la salida de Egipto, para que reviva el significado presente de
dicho acontecimiento con todas sus exigencias morales. Se podría afirmar también que le recuerdan
a Dios su alianza (cf Jr 14,21), no tanto por la fidelidad de la comunidad actual, sino por la
fidelidad de los padres (cf Dt 9,27). La ‘memoria’ hebrea se convierte así en un lugar de encuentro
con Dios[56].

c) La experiencia litúrgica de Dios


La experiencia de Dios en el hebraísmo ha tomado diversas formas a lo largo de la historia, que
van desde las elaboraciones de índole filosófica con elevados acentos de espiritualidad que
florecieron a partir del siglo X[57] hasta las de las más variadas corrientes de la mística hebraica
nacidas a lo largo de los siglos: el esoterismo de la época talmudica, la Cábala medieval, el
Jasidismo askenazita, el Jasidismo de la Europa oriental y otras formas derivadas[58]. No han
faltado tampoco corrientes de pensamiento racionalistas e iluministas[59]. Por su carácter más
general y porque pone de manifiesto de un modo especialmente vivo los sentimientos y vivencias
de la religiosidad popular y las coordenadas de la espiritualidad judía tomada en su conjunto, nos
detendremos en la experiencia litúrgica y doméstica de Dios.

La relación del fiel judío con Dios cobra en efecto fuerza particular en lo que los rabinos llaman
«servicio del corazón» (Taanit 2a), liturgia sinagogal formada por diversas oraciones recitadas en
tres momentos del día, las dos primeras, la de la mañana (shajrit) y la del mediodía (minjah), en
recuerdo de los sacrificios del templo, la tercera (‘arvit) al final del día. Ellas inculcan la gratitud
hacia Dios y recuerdan su justicia y su misericordia. Las cuatro partes en las que cada uno de estos
momentos de oración se dividen celebran con tonos diversos la unidad, la eternidad y la
omnipotencia de Dios en contraste con la fragilidad humana, y van rememorando los beneficios
materiales y espirituales que Dios dona con largueza cada día para mover a obrar el bien, la
constante presencia de Dios en medio de su pueblo, la fe en la inmortalidad del alma y en la
resurrección. La parte central de estas plegarias es la recitación de la oración llamada Shema‘, la
confesión del Dios Uno, origen de todo y Señor del universo. A ella sigue la «Plegaria de las
dieciocho bendiciones», también llamada Tefillah, es decir «oración» por excelencia, o ‘amidah,
porque se recita estando todos de pie. Esta oración recibió probablemente su forma definitiva a
fines del I siglo o inicios del II d.C., pero ya era conocida en la época de Jesús. En ella se
mencionan los puntos esenciales de la religiosidad hebrea: el reconocimiento de la santidad y
omnipotencia de Dios, el deber de santificar su nombre, la necesidad de la conversión (teshuvah)
—«condúcenos con una perfecta teshuvah hacia ti»—[60]…; se pide asímismo conocimiento,
inteligencia y comprensión, el perdón por los pecados, la reunión de los exiliados, la venida del
Mesías, la restauración del culto de Jerusalén, el restablecimiento de la justicia, la recompensa de
los justos, la paz, la salud, el bienestar y muchas gracias más. En la Tefillah se acude también a
Dios para que escuche las súplicas y acepte la acción de gracias que se le ofrece. Con otras tres
oraciones se concluye la liturgia sinagogal: la Qedushah, en la que se invoca el nombre de Dios
para que su reino se manifieste sobre la tierra; el ‘alenu leshabbeaj, oración de alabanza y de acción
de gracias a Dios por sus beneficios, y el Qadish, oración que expresa nuevamente el deseo de que
se establezca definitivamente el reino de Dios. Si se tiene presente que las plegarias diarias son
acompañadas algunos días de la semana (lunes, jueves y sábado) por la lectura de una parte del
Pentateuco seguida por una sección de los libros proféticos, se comprende que el judío creyente
renueva constantemente su conciencia histórica y religiosa, actualizando cada día su relación de
respeto y de amor hacia Dios y el prójimo, y todo esto acompañado de continuos actos de
agradecimiento, alabanza y súplicas a Dios.

Quedaría incompleto este cuadro que hemos trazado si se olvidara que la vida personal y familiar
del judío es toda ella una especie de liturgia, configurada por un conjunto de oraciones y
bendiciones: al levantarse y al acostarse, sobre las comidas, al lavarse las manos, al vestirse y
muchas otras, de modo que se puede afirmar que la vida cotidiana del hebreo queda sacralizada en
cada uno de sus actos. En particular, es en el hogar doméstico donde se desarrollan y se cumplen la
mayor parte de los preceptos (mitzwot) de la ley, llegando a ser el hogar familiar como un lugar
sagrado, un pequeño santuario. Las palabras del Dt 6,6-9 son como el fundamento de toda una
tradición familiar en su relación con Dios: «Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto
hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así
acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia entre tus
ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas». La mezuzah, pequeño rótulo de
pergamino cerrado en un estuche con las palabras de Dt 6,4-9 y 11,13-21, colocado sobre las
puertas de las casas, sirve para atraer sobre toda la familia la protección de Dios.

d) La experiencia de Dios en algunos pensadores judíos modernos

Ante los avatares por los que ha pasado el mundo hebreo en los últimos cien años, algunos
pensadores judíos desde diversas perspectivas han intentado dar respuestas a los nuevos
interrogantes que han ido surgiendo. En líneas generales, el hebraísmo moderno gira sobre tres
conceptos fundamentales, aunque sean interpretados en forma variada: Torah, redención, tierra.

La visión cultural-religiosa de Martin Buber (1878-1965), Franz Rosenzweig (1886-1929) y de


Emmanuel Lévinas (1905-1995), tres de los pensadores hebreos de mayor notoriedad del último
siglo, son particularmente significativas por el especial relieve que han dado a la espiritualidad y a
la religiosidad judía. Para Buber, en oposición a la mentalidad ortodoxa, el hebraísmo no puede ser
conservado por mera continuación, sino hecho activo y transformado, de modo que llegue a ser
más sano y libre. Y esto solo se puede lograr si se entiende el hebraísmo como un proceso
espiritual que se realiza en la medida en que progresan y se vinculan siempre más perfectamente las
ideas de unidad, de acción y de futuro, es decir, en la medida que la tensión espiritual abarca todo
el pueblo, las ideas penetren la realidad cotidiana y el espíritu informe la vida. Ciertamente, estas
ideas no rara vez han evolucionado hacia una concepción fuertemente antropocéntrica,
entendiéndose la espiritualidad judía o bien como un empeño de perfeccionar el mundo a través del
propio perfeccionamiento personal, gracias a los lazos que unen al hombre con cualquier otra cosa
existente (A.J. Kook, 1865-1935), o bien en un dimensión mesiánica concretizada en infundir en la
vida de cada día un sabor de eternidad hasta que la separación entre el bien y el mal quede anulada,
y Dios se realice en la vida de cada individuo y en la vida de la colectividad, y se establezca así el
mundo de la Unidad (A.J. Heschel).

Franz Rosenzweig, en su obra cumbre Der Stern der Erlösung (La estrella de la redención), a
diferencia de Buber se presenta como filósofo de la tradición judía, concediendo mucha más
importancia a la mediación entre pensamiento religioso y ejercicio práctico de la religión. Por ello
sostuvo frente a Buber una visión tradicional de la Torah, muy cercana al concepto de Torah del
judaísmo talmúdico, y él mismo se reconoció expresamente en la praxis religiosa tradicional
componiendo varios escritos sobre la formación y la educación hebrea. Rosenzweig trató de
recomponer de este modo la separación que Martin Buber habría introducido entre historia bíblica
y postbíblica basada en la oposición entre religión (realidad organizada) y religiosidad. Buber, en
efecto, con respecto a toda la restante tradición judía halákica concedía un puesto de privilegio a la
edad arcaica de Israel, en la que incluía a los profetas, Jesús de Nazaret y el Jasidismo de Europa
oriental (aunque su interpretación del Jasidismo era más bien un medio para expresar su posición
personal en relación con ese movimiento místico que una descripción verdadera del Jasidismo
histórico).

Una vía diferente siguió Emmanuel Lévinas (1905-1995), tal vez el más importante de los filósofos
judíos recientes. Lévinas desarrolla su reflexión en plena dependencia de la Biblia (Torah escrita) y
del Talmud (Torah oral), y concibe una filosofía llamada justamente de la 'alteridad'. Lévinas, en
efecto, intenta establecer un puente entre el pensamiento bíblico y el pensamiento griego. Según él,
existe una tensión entre las dos tradiciones, por lo que se hace necesario hacer resonar en el
lenguaje filosófico una 'palabra' que proceda del más allá. No se trata simplemente de traducir las
ideas bíblicas al lenguaje filosófico, sino de orientar y conferir sentido a la razón filosófica
mediante esa extraordinaria tradición que es la tradición hebrea, con su concepto de trascendencia
y alteridad. Su obra más importante, Totalidad e infinito[61], se refiere precisamente al significado
del 'otro' en la investigación metafísica. Así como en la Biblia existe el primado de ese otro que es
Dios, y nos acercamos a Dios cuando vivimos dirigiéndonos a aquel 'otro', nuestro semejante; del
mismo modo la solicitud por el rostro del extranjero, de la viuda, del huérfano nos pone a su vez en
contacto con el 'Infinito'. La obra de Lévinas es, en este sentido, la respuesta de un pensador judío
a la deshumanización que existe en nuestro tiempo.

2. La religión cristiana: fe y amor a Dios, Uno y Trino, en Cristo y en la Iglesia

Considerando que el lector de estas páginas posee suficientes conocimientos de la religión cristiana
y sabe de la pasión por el Absoluto que existe ella, aunque no siempre se haga vida en sus
miembros y exista desafortunadamente un proceso extendido de secularización, destacaremos solo
algunos elementos centrales y de especial interés para nuestro estudio. Para una mayor claridad de
exposición nos centraremos en la religión católica, a la que consideramos paradigma de las
religiones cristianas. Como premisa podemos señalar que el cristianismo posee un patrimonio
religioso en parte común con la religión hebrea a causa de la herencia religiosa recibida a través de
los libros que constituyen la Biblia hebraica, por lo que muchas de las expresiones de la propia fe y
de la piedad poseen analogías con las que profesa y vive el judaísmo.

a) La pasión por el Absoluto, el Dios Uno y Trino, misterio central de la religión cristiana

La pasión por el Absoluto, el Dios único, ha quedado subrayada en el Catecismo de la Iglesia


Católica[62], compendio de la fe cristiana, en la siguiente solemne afirmación: «Nuestra profesión
de fe comienza por Dios, porque Dios es "el Primero y el Ultimo" (Is 44, 6), el Principio y el Fin
de todo. El Credo comienza por Dios Padre, porque el Padre es la Primera Persona Divina de la
Santísima Trinidad; nuestro símbolo se inicia con la creación del cielo y de la tierra, ya que la
creación es el comienzo y el fundamento de todas las obras de Dios» (CIC 198). Y en el parágrafo
dedicado a las consecuencias de la fe en el Dios único[63] se leen las siguientes palabras: «Creer
en Dios, el Único, y amarlo con todo el ser tiene consecuencias inmensas para toda nuestra vida:
— Es reconocer la grandeza y la majestad de Dios: "Sí, Dios es tan grande que supera nuestra
ciencia" (Jb 36, 26). Por esto Dios debe ser "el primer servido" (Santa Juana de Arco). — Es vivir
en acción de gracias: Si Dios es el Único, todo lo que somos y todo lo que poseemos viene de él:
"¿Qué tienes que no hayas recibido?" (1Co 4, 7). "¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha
hecho?" (Sal 116, 12). — Es reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los hombres:
Todos han sido hechos "a imagen y semejanza de Dios" (Gn. 1, 26). — Es usar bien de las cosas
creadas: La fe en Dios, el Único, nos lleva a usar de todo lo que no es él en la medida en que nos
acerca a él, y a separarnos de ello en la medida en que nos aparta de él (cf Mt 5, 29-30; 16, 24; 19,
23-24): “Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de ti / Señor mío y Dios mío, dame
todo lo que me acerca a ti. / Señor mío y Dios mío, despójame de mí mismo para darme todo a ti”
(S. Nicolás de Flüe, oración). — Es confiar en Dios en todas las circunstancias, incluso en la
adversidad. Una oración de Santa Teresa de Jesús lo expresa admirablemente: “Nada te turbe /
Nada te espante // Todo se pasa / Dios no se muda // La paciencia todo lo alcanza / quien a Dios
tiene // Nada le falta / Sólo Dios basta” (poes. 30)».

Si esta fe en Dios Uno puede encontrar algunos paralelos en la religión judía por las raíces
comunes que tienen una y otra religión, lo que caracteriza y distingue la religión cristiana es sin
duda su creencia en que ese Dios Uno es a la vez Trino en Personas, realidad que considera
misterio central y fuente de todas las otras verdades reveladas, a las que ilumina. Un misterio que
fue revelado con la encarnación del Hijo de Dios y esclarecido gracias al envío del Espíritu Santo.
La fe en un Dios Uno y Trino es común a las diferentes religiones cristianas, que se diferencian
más bien en otros aspectos, como es el mismo modo de entender el misterio trinitario, concepto que
ciertamente revierte de algún modo sobre la misma noción de Dios. Sobre la fe en la Trinidad es
elocuente un texto de S. Gregorio Nacianceno, llamado también ‘el Teólogo’, dirigido a los
catecúmenos de Constantinopla con palabras de gran emotividad: «Ante todo, guardadme este
buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los
males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el
Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de
ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y
Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin
distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje
[…]. Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios
todo entero […]. Dios los Tres considerados en conjunto […]. No he comenzado a pensar en la
Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la
Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo»[64].

b) Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, «camino, verdad y vida»

Caracteriza esencialmente también la religión cristiana su fe en la encarnación de la segunda


Persona de la Trinidad, Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre, verdadero Dios y verdadero
hombre, que sufrió y murió por la salvación de todos los hombres, y ahora resucitado vive para
siempre. Este Jesús es confesado por la Iglesia como el Mesías prometido (el Cristo), anunciado en
las Escrituras y esperado por el pueblo de Israel. No es por eso exacto afirmar que la fe cristiana
sea una ‘religión del Libro’, a semejanza de la religión hebrea o la musulmana[65]. El cristianismo
no es una religión del libro: «es la religión de la "Palabra" de Dios, "no de un verbo escrito y
mudo, sino del Verbo encarnado y vivo"»[66]. En consecuencia, las Escrituras alcanzan su
verdadero significado en su relación a Cristo, a la luz de su Persona; o dicho de otro modo, es
preciso para comprenderlas que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, abra el
espíritu a la inteligencia de las mismas (cf Lc 24, 45).

En este sentido, la Iglesia ha considerado siempre como principal misión suya la de conocer cada
vez más y dar a conocer en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios; comprender el
significado de sus gestos y palabras; los signos por Él realizados para conducir a todos los hombres
a la plena comunión con Dios: sólo Él, en efecto, puede conducir al Padre en el Espíritu y hacer
partícipes de la vida de la Santísima Trinidad. De este conocimiento amoroso de Cristo es de donde
brota el deseo de anunciarlo, de evangelizar y de llevar a otros al "sí" de la fe en Jesucristo,
sintiendo al mismo tiempo la necesidad de conocer siempre mejor esta fe[67].
La fe en Cristo la expresa de modo sublime san Pablo en la carta a los Efesios con estas palabras:
«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de
bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la
fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de
antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su
voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él
tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su
gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el
Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para
realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en
los cielos y lo que está en la tierra. A él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano
según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad, para ser
nosotros alabanza de su gloria, los que ya antes esperábamos en Cristo. En él también vosotros,
tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él,
fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia, para
redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria» (Ef 1,3-14).

c) La Iglesia y la celebración del misterio cristiano

La fe católica confiesa además otra verdad central: que Dios dispusiera convocar a los creyentes en
Cristo en la santa Iglesia, la «familia de Dios»[68], la cual, prefigurada ya desde el origen del
mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua alianza,
había de ser constituida por Cristo en la plenitud de los tiempos, manifestada por la efusión del
Espíritu y llegar gloriosamente a su plenitud al final de los siglos. «El mundo fue creado en orden a
la Iglesia», decían los cristianos de primeros tiempos[69]. Hubo una preparación lejana a la reunión
del pueblo de Dios que comenzó con la vocación de Abraham, a quien Dios prometió que llegaría
a ser padre de un gran pueblo (cf Gn 12,2; 15,5-6). La preparación inmediata tuvo lugar con la
elección de Israel como pueblo de Dios (cf Ex 19,5-6; Dt 7,6). Por su elección, Israel debía ser el
signo de la reunión futura de todas las naciones (cf Is 2,2-5; Mi 4,1-4), pero debido a su infidelidad
a la alianza (cf Os 1; Is 1,2-4, Ger 2; ecc.), los profetas anunciaron una nueva alianza (cf Ger
31,31-34; Is 55,3). Jesús instituyó esta nueva alianza sellándola con su sangre y sobre ella fundó su
Iglesia[70].

La Iglesia ha nacido por tanto «principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación,
anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la Cruz» (CIC 766). Al terminar la obra
que el Padre le había encargado realizar en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de
Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia. Es entonces cuando la Iglesia se
manifestó públicamente ante la multitud y se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos
mediante la predicación[71]. La Iglesia es, por su misma naturaleza, misionera, enviada por Cristo
a todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (cf Mt 28,19-20; Ad Gentes 2, 5-6). Es en
la Iglesia donde Cristo realiza y revela su propio misterio como la finalidad del designio de Dios:
«recapitular todo en Él» (Ef 1, 10). Al desposorio de Cristo y de la Iglesia San Pablo lo denomina
«gran misterio» (Ef 5, 32); y porque la Iglesia se une a Cristo como a su esposo (cf Ef 5, 25-27),
por eso se convierte a su vez en Misterio (cf Ef 3, 9-11). San Pablo escribe a este propósito: el
misterio «es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria» (Col 1, 27; cf CIC 722).
Para llevar a cabo su obra de salvación, Cristo ha querido estar siempre presente en su Iglesia,
principalmente en los actos litúrgicos; sobre todo en el Sacrificio de la Misa, «no sólo en la persona
del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció
en la cruz”, sino también, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en
los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su
palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está
presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde
están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20)»[72]. En
la liturgia terrena el cristiano pregusta y participa a la vez de «aquella liturgia celestial que se
celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo
está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero;
cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los
santos, esperamos participar con ellos y acompañarlos; aguardamos al Salvador, nuestro Señor
Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestamos con Él en la
gloria»[73].

d) Liturgia cristiana y liturgia judía

Puesto que la Iglesia de Cristo estaba «preparada maravillosamente en la historia del pueblo de
Israel y en la Antigua Alianza»[74], la liturgia de la Iglesia conserva como parte integrante e
irremplazable, haciéndolos suyos, algunos elementos del culto de la antigua alianza, principalmente
la lectura del Antiguo Testamento, la oración de los Salmos; y sobre todo la memoria de los
acontecimientos salvíficos y de las realidades significativas que encontraron su cumplimiento en el
misterio de Cristo. La Iglesia, relee y revive todos estos acontecimientos de la historia de la
salvación en el "hoy" de su liturgia. Un mejor conocimiento de la fe y la vida religiosa del pueblo
judío tal como son profesadas y vividas aún hoy ayuda por eso a comprender mejor ciertos
aspectos de la liturgia cristiana. Para los judíos y para los cristianos, en efecto, la Sagrada Escritura
es una parte esencial de sus respectivas liturgias: para la proclamación de la Palabra de Dios, la
respuesta a esta Palabra, la adoración de alabanza y de intercesión por los vivos y los difuntos, el
recurso a la misericordia divina. La oración de las Horas, y otros textos y formularios litúrgicos
tienen sus paralelos también en la oración judía, igual que las mismas fórmulas de nuestras
oraciones más veneradas, por ejemplo, el Padre Nuestro.

La relación entre liturgia judía y liturgia cristiana, sin embargo, presenta grandes diferencias de
significado y de contenido, especialmente porque según la fe de la Iglesia, Cristo actúa ahora por
medio de los sacramentos, instituidos por Él para comunicar su gracia; signos sensibles (palabras y
acciones), accesibles a nuestra humanidad actual. En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y
realiza principalmente su misterio pascual. En ella el acontecimiento de la Cruz y de la
Resurrección permanecen y atraen todo hacia una nueva Vida. De ahí que, por ejemplo, así como
la celebración de la Pascua para los judíos es un recuerdo de la historia orientado hacia el porvenir;
para los cristianos, es el memorial realizado en la muerte y la resurrección de Cristo, aunque
siempre en espera de la consumación definitiva (cf CIC 1096). En la liturgia de la nueva alianza,
por otra parte, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los
sacramentos, es un encuentro vivo y vital entre Cristo y la Iglesia, en la que actúa el Espíritu Santo
en los corazones de los fieles: «La gracia del Espíritu Santo tiende a suscitar la fe, la conversión del
corazón y la adhesión a la voluntad del Padre. Estas disposiciones preceden a la acogida de las
otras gracias ofrecidas en la celebración misma y a los frutos de vida nueva que está llamada a
otras gracias ofrecidas en la celebración misma y a los frutos de vida nueva que está llamada a
producir» (CIC 1098).

3. El islamismo, sistema de creencias y prácticas rituales

Según un jadîth, la fe islámica consiste en «creer en Dios, en sus ángeles, en sus libros, en sus
enviados y en el último Día, como también en la predestinación para el bien o para el mal»; el
«buen actuar» (ijsân), en «servir a Dios como si lo viésemos, porque, aunque no lo veamos, Él nos
ve» (sura 4,135). El islamismo se presenta así como un sistema de creencias, ciertamente pocas y
esenciales (seis principales ‘artículos de fe’)[75], y de prácticas religiosas prescritas por la ley
divina (shari‘a)[76], que ordena y organiza la vida de la comunidad[77].

a) El Dios del Islam y el hombre

La fe en la unicidad de Dios (tawjid) es el primer pilar de la profesión de fe islámica: «No existe


otro Dios que Allâh»[78]. Esta fe en el Dios único se menciona más de 2500 veces en el
Corán[79], lo que constituye un testimonio creyente de gran envergadura en la historia
humana[80]. Creer en Allâh significa creer que está dotado de todos los ‘atributos de la perfección’
y desprovistos de los ‘atributos de la imperfección’. A estos atributos de la perfección
corresponden los 99 «nombres más bellos» de Dios[81], citados en el Corán, que todo buen
musulmán los enumera con la corona (subja); entre ellos destacan cuatro principalmente. Para los
musulmanes, en efecto, Dios es sobre todo el Misericordioso, el Único, el Trascendente y el
Omnipotente. No se puede reducir a uno solo el nombre de Dios, pues sería querer limitarle: el
nombre, en el ámbito musulmán, es concebido como una especie de prisión; su variedad indica
grandeza, belleza, excelencia. Uno de los nombres más bellos de Dios es el de ‘Verdadero’ (al-
Jaqq), y gracias a este atributo la humanidad ha encontrado la verdad auténtica que está en el
Corán. Como obligación de todo buen musulmán está en consecuencia la de adorar a Allâh,
testimoniarle gratitud, obedecerle y evitar todo lo que no es propio de su divinidad universal.

Dios es también el Creador de todas las cosas, de los ángeles[82] y del hombre[83], a quienes
dirige con su Providencia. Providencia, inmortalidad del hombre y eternidad del mundo son tres
dogmas aceptados por la teología ortodoxa musulmana, cuyo máximo exponente en el período
medieval fue el célebre al-Ghazzali († 1111). Sin embargo, el concepto de Providencia divina es
entendido en la religión musulmana como soberano arbitrio de Dios; una concepción voluntarista
de los designios divinos por la que todo lo que ocurre es porque Dios lo ha decidido, pero también
podría ser decretado lo contrario sin menoscabo de su infinita perfección[84]. La fe islámica afirma
también la predestinación, basada en el conocimiento que tiene Dios de las cosas futuras
(omnisciencia). Los actos de los hombres, por tanto, tanto los llamados libres como los necesarios,
acaecen por voluntad del Omnipotente, por un decreto suyo establecido ab aeterno y por el
conocimiento que Dios tiene en el momento de su realización. Sin embargo, se sostiene a la vez
que Dios da al hombre la fuerza para obrar, para que haga propias sus acciones, por lo que tales
acciones son libres y responsables, sin que por esto se salgan de la potencia de Dios[85]. En este
marco, se introduce la idea de pecado como violación voluntaria de las leyes y normas de la
religión islámica; una concepción ciertamente legalista y extrínseca a la persona, fundada en la idea
de que los mandamientos de Dios han de ser obedecidos por ser formalmente justos en cuanto
establecidos por Dios.
Respecto a la justicia divina y al Juicio final, el Corán sostiene que la prosperidad de los malvados
en este mundo se debe a que Dios les quiere recompensar sus buenas acciones antes de que el
castigo eterno se cumpla para ellos en el más allá. El Corán reconoce, en efecto, la existencia de un
Juicio universal realizado después de la resurrección general, la retribución según las propias
acciones e intenciones, la felicidad futura (el Paraíso) y la condenación eterna (el Infierno)[86],
aunque no para un musulmán, cuyo castigo es solo transitorio[87]. El Paraíso es visto según
coordenadas humanas, vinculado a gozos terrenos, aunque perfeccionados (gozos nobles y
espirituales de los bienes creados, esposas purísimas, etc.); la visión de Dios es considerada más
bien como algo accidental. El fin último del hombres no es Dios, sino el Paraíso o el Infierno,
ciertamente preparados por Dios. Existe también en la escatología musulmana una figura
mesiánica, el Mahdî (guiado por Dios), pero a la que se le atribuye una función de índole
terrena[88].

El pensamiento islámico es en general optimista. El creador del mundo es el Dios benévolo y


verdadero. Lo que es sublime es este Dios; y lo espiritual tiene el máximo valor. El deseo místico
del fiel consiste en el abandono de su propia voluntad para abandonarse en la voluntad de Dios,
consciente de que Dios le ha concedido la voluntad precisamente para esto. Este hecho, sin
embargo, ha conducido la teología musulmana a una especie de desinterés por las cosas concretas
de este mundo, uno de los elementos disgregantes que más han contribuido a determinar la
decadencia islámica a nivel mundial en los últimos siglos.

b) El ideal moral, las prácticas religiosas y la mística

El musulmán debe comprometerse para alabar a Dios por medio de la profesión de fe y de las
obras, de modo que el principio guía de su actuar sea: «Yo testimonio que existe un único Dios; yo
testimonio que Mahoma es su siervo y su enviado». Ciertamente, la primera parte de la fórmula es
mucho más importante que la segunda, y solo a ella se atuvo Mahoma, no exigiendo la fe en su
persona. A esto se habría opuesto el teocentrismo acentuado de la religión islámica[89]. Esto no se
opone a que se reconozca que Dios haya mandado precedentemente a la venida de Mahoma
hombres electos, impecables e infalibles, para advertir a los pueblos y a las naciones de sus
pecados, entre los cuales se encontraría Jesús[90].

Por su orientación hacia un único Dios y por algunas de las fuentes de la doctrina coránica (la
Biblia y los Evangelios), la religión musulmana posee elementos que permiten una orientación
hacia un alto ideal moral. Es célebre en este sentido un texto de Tâhir al Giazâ’irî en su catecismo
intitulado «Las perlas teológicas»: «Quién es el hombre feliz?: — El hombre feliz es el creyente
virtuoso, respetuoso de los derechos de Dios y de las criaturas, que sigue la ley revelada ante el
tribunal de su conciencia y de la de los otros, y que se substrae de la vanidad de la morada terrestre.
Este es el hombre feliz, que tendrá sus grandes recompensas y otras más. Pidamos a Dios — sea Él
glorificado y exaltado—, que nos conceda esta gracia y nos ponga en el numero de los que siguen
la mejor de las vías»[91]. El mismo Corán, en la sura 17 del «Viaje Nocturno» (versículos 22-39),
recuerda con bastante aproximación, glosándolos, el contenido de los diez mandamientos (Ex 20,2-
17; Dt 5,6-21), como también hacen algunos jadîth de la Sunna que precisan el contexto jurídico y
psicológico. Por esto, las exigencias de llevar una vida virtuosa no se reducen a los llamados
«cinco pilares» del islamismo, aunque éstos constituyan su máxima manifestación como exigencias
obligatorias y signos de ser buen musulmán y pertenecer a la Umma (comunidad). Estos pilares
son la profesión de fe en el único Dios y en Mahoma su enviado (Shajada) que garantiza la
salvación a todos los que la pronuncian con un corazón sincero[92], la plegaria ritual o canónica
hecha cinco veces al día (salât)[93], la décima o pago de la limosna ritual (zakât)[94], el ayuno
durante el mes lunar de Ramadán (sawm, siyâm)[95] y el peregrinaje a La Meca para quien no esté
impedido (jaÿÿ)[96], a los que muchos musulmanes añaden la guerra santa (ÿijad)[97], entendida
por las corrientes moderadas como lucha personal y social por la mejora del individuo y el
establecimiento mundial de un orden islámico, pero como una acción politico-militar por las
corrientes más extremistas, que consideran la guerra santa de defensa e imposición del Islam un
acto de devoción exigido por la misma fe islámica al que no se puede renunciar[98].

La experiencia espiritual musulmana ha alcanzado una máxima expresión en el Sufismo[99],


movimiento místico que nació bajo el impulso de ideas tomadas de la espiritualidad cristiana y de la
gnosis, promoviendo un islamismo más interior y profundo, que acentúa las dimensiones
personales en las relaciones entre Dios y los hombres. Fue y sigue siendo un correctivo a la
teología coránica de la absoluta trascendencia divina. Al contrario de la teología musulmana, que
apela a la razón y crea una rígida estructura religioso-doctrinal extraña de a toda emoción en Dios y
cerrada a la vida espiritual, con una tendencia a la abstracción, una especie de «idolatría
metafísica»[100], el Sufismo se dirige a los sentimientos, comunicando un fuerte ardor religioso y
dejando un cierto margen a una teología del amor de Dios hacia el hombre. Por la atracción que
ejerce sobre las actitudes religiosas de sus adeptos, el Sufismo se convirtió históricamente en uno
de los cauces principales que facilitó la extensión de la fe islámica. La lucha por su supervivencia,
sin embargo, no ha sido fácil, encontrando una fuerte oposición en los últimos siglos por parte de
los sectores religiosos más pragmáticos, en particular por el movimiento teológico-militar de los
wahabíes[101].

III. La especificidad religiosa de las tres religiones monoteístas

Nuestras consideraciones precedentes han puesto de relieve que las religiones hebrea, cristiana y
musulmana están unidas en la confesión de un Dios único y trascendente. Esto es de por sí un gran
bien. Pero es necesario precisar cuál es la especificidad de la fe en el Dios Uno de cada religión
para que la verdad no se desvirtúe; es decir, para que cada religión monoteísta pueda ser definida
adecuadamente y un verdadero progreso en el diálogo ecuménico e interreligioso sea eficaz. Es
ciertamente ambigua la afirmación de la existencia en las diversas grandes religiones monoteístas
de ‘una misma fe en el Único Dios’, como se si tratase de un común denominador sobre el cual se
pudiera construir una religión universal. Una tal afirmación traicionaría las respectivas religiones,
reduciendo a Dios a un concepto que solo se encuentra en la razón filosófica: el ‘Dios uno’ de los
tratados de teodicea[102]. Mas exacto es hablar de que las tres religiones confiesan la existencia de
un Dios único, añadiendo, a renglón seguido, que el monoteísmo profesado por una y otra religión
son formalmente diversos, con profundas diferencias de espíritu y de contenido.

a) La plenitud de la revelación: ¿la Torah, el Corán, Jesucristo?

Una primera diferencia se encuentra a nivel de lo que se considera la ‘plenitud de la revelación’,


que para el judaísmo se encuentra en la Torah, siendo la revelación del Sinaí el acontecimiento
fundamental y fundacional de su historia; para el cristianismo en Jesucristo, Verbo de Dios
encarnado, manifestado en la historia y continuamente presente entre los hombres a través de la
Escritura y sobre todo de la vida litúrgico-sacramental de la Iglesia; y para el islamismo en el
Corán, última revelación que recapitula todas las demás y que Mahoma, «el enviado de Dios y
sigilo de los profetas» (sura 33,40)[103] anunció a los hombres.

La confesión de fe cristiana por la que el Dios trascendente y creador, en un designio libre de su


voluntad, quiso asumir una naturaleza humana en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre,
de modo que en Él que lo invisible de Dios se hiciera visible (viéndole a él se ve al Padre: cf Jn
14:9), no encuentra lugar alguno en las religiones judía y musulmana. En ninguna de estas dos
religiones existe un concepto de encarnación de Dios; de un Hijo de Dios hecho carne, «Camino,
Verdad y Vida» (Jn 14,6) para los creyentes de todos los tiempos. Mas aún, la aceptación de una
tal afirmación contradiría la esencia misma de una y otra religión, hebrea y musulmana. Para la
religión judía, la noción de ‘inmanencia de Dios’, sin duda de gran fuerza, alcanza su mayor
expresividad en la fórmula «habitar junto a los hombres», derivada del verbo shakhan (habitar), de
donde mishkan (morada: Ex 38,21), la tienda de reuniones durante la época del desierto donde
Dios se manifestaba. Los rabinos, ampliando el concepto, crearon el apelativo Shekhinah
(inhabitación), para indicar la especial presencia de Dios entre los hombres; sobre todo entre los
miembros de la comunidad hebraica. No se trata indudablemente de una encarnación[104]. En la
Torah escrita y oral es donde se encontraría la plenitud de la revelación salvífica de Dios. Su centro
es la Torah de Moisés (el Pentateuco); los Nebi’im (Profetas) y Ketubim (Escritos), su primera
forma de interpretación mediante la intervención del Espíritu; y la Torah oral el horizonte
hermenéutico que relaciona la palabra revelada sólidamente a su constante interpretación y
actualización[105].

Para el Corán y el islamismo, el concepto de trascendencia de Dios deja poco espacio a un


concepto de inmanencia, idea desconocida en general por la doctrina teológica musulmana con
excepción de los sufíes, pues el concepto islámico de creación tiende a separar radicalmente el
Creador de las criaturas. La religión musulmana tiene en efecto de característico un teocentrismo
acentuado y una antropología poco definida. Por otra parte, el Corán termina por sustituir en la
vida del musulmán lo que es Jesucristo para el cristiano[106]. El Corán, en efecto, según los
seguidores del Islam, tiene todo cuanto pertenece a la revelación de Dios para la propia salvación.
Es el culmen de la revelación. La labor de la teología y sobre todo de la ciencia del derecho
musulmana implica solo un trabajo de interpretación — o más bien de aplicación — de la letra
coránica. Se descubre en esta visión un proceso de reducción de la revelación divina, que, como
señalaba Juan Pablo II, aleja al hombre de lo que «Dios ha dicho de sí mismo, primero en el
Antiguo Testamento por medio de los profetas y luego de modo definitivo por medio de su Hijo.
Toda esa riqueza de la autorrevelación de Dios, que constituye el patrimonio del Antiguo y del
Nuevo Testamento, en el islamismo ha sido de hecho abandonada»[107].

b) La concepción de Dios: un Dios Uno, un Dios Trino

Lo dicho tiene indudablemente consecuencias por lo que respecta el modo en que cada una de las
grandes religiones monoteístas concibe Dios en Sí mismo. Para el cristianismo, el Dios Uno es un
Dios que se ha de confesar subsistente en Tres Personas, como fue revelado por Jesucristo. El
misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana, fuente de
todos los otros misterios de la fe, la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y
esencial en la jerarquía de las verdades de fe. «Toda la historia de la salvación no es otra cosa que
la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con
ellos»[108]. Para el judaísmo, por el contrario, la proclamación de la unidad de Dios excluye
radicalmente la doctrina de la Trinidad, combatida especialmente por los filósofos hebreos del
período medieval, los cuales trataron de demostrar la imposibilidad lógica de hablar de «Tres en
Un Dios» (Saadia Gaón) y quisieron demostrar la irracionalidad de la Trinidad (Yehudah ha-Leví)
o su desconocimiento por parte de la Torah (Josef Albo). Por este motivo, en la tradición rabínica
se ha procurado explicar de diversas formas el sentido que adquieren algunas expresiones del
lenguaje de la Biblia que parecen querer definir realidades quasi-personalizadas y en las que la
teología católica ha vislumbrado una revelación, aunque todavía en sombras, del misterio trinitario,
como son, por ejemplo, el uso del plural ’Elohîm para designar a Dios y las expresiones ‘Palabra
de Dios’, ‘Espíritu’ y otras semejantes que parecen suponer realidades diversas[109].

El Corán, por su parte, considera del todo inaceptable la doctrina trinitaria (sura 4,171; 5,73),
aberración doctrinal que haría sospechoso el monoteísmo del cristianismo, e insiste en la absoluta
unicidad inquebrantable del Dios único. Al rechazo de la Trinidad, la religión islámica une la
negación de la divinidad de Jesús. Jesús sería, sí, un «servidor», al que Dios habría favorecido y
puesto como ejemplo a los hijos de Israel (sura 43,59); un grande profeta milagrosamente nacido
de María Virgen[110]; incluso el Mesías, en el sentido de ‘tocado por la bendición divina’[111]:
pero no Dios (sura 5,116-117) o Hijo de Dios (sura 9,30), puesto que, en una visión
exageradamente material de la realidad espiritual, Dios no tiene hijos (sura 19,35). Ciertamente, las
doctrinas rechazadas en el Corán eran las conocidas por Mahoma a través de sus contactos más o
menos habituales con las comunidades judías y pseudo-cristianas que habitaban en Arabia[112],
pero este rechazo condujo a que, en los siglos sucesivos, los pensadores musulmanes, aunque
mejor informados de la doctrina cristiana sobre la Trinidad, hubieran estado de acuerdo en afirmar
que el monoteísmo cristiano era incompatible con el monoteísmo musulmán. Es por esto que la
divergencia entre las diversas religiones monoteístas se sitúa a nivel de la misma fe en Dios, antes
de expresarse en diversos otros dogmas. El cristianismo cree en una unicidad diferenciada de Dios,
que implica una vida y un dinamismo interno en el mismo Dios: cree en el Dios Uno y Trino; Uno
en esencia y Trino en Personas.

c) El fiel creyente ante Dios

En este tema, las tres grandes religiones monoteístas coinciden en el gran respeto y veneración, que
puede llegar a un verdadero entusiasmo y fervor, que profesan hacia Dios. Se puede pensar, por
ejemplo, en el lugar central que ocupan los Salmos en la piedad y religiosidad judía y cristiana, y
en oraciones como la del Trono muy recitada por los musulmanes piadosos[113]. Sin embargo, la
actitud fundamental del fiel de cada una de las mencionadas religiones en su relación con Dios es
profundamente diversa, precisamente por el distinto concepto que cada una tiene de Dios[114].

— La actitud hacia Dios en la religión islámica queda caracterizada esencialmente por dos
términos, imân (fe) e islâm (sumisión a Dios). Se trata en primer lugar de una ‘fe’, entendida
ciertamente como adhesión a los seis artículos fundamentales de la religión islámica y como
esfuerzo moral manifestado en la observancia del códice moral islámico. Esta ‘fe’, sin embargo,
reviste la forma de una ‘ciega aceptación’ del mensaje religioso[115], de las revelaciones de Allâh
anunciadas por Mahoma en su predicación, ante las que el creyente se debe postrar en adoración
sin pretender inquirir en su significado. En la religión musulmana, fe y razón no van a la par, sino
que más bien la una tiende a anular la otra. En este contexto religioso no es aplicable el principio
agustiniano-anselmiano «fides quaerens intellectum», que ha guiado la teología cristiana a lo largo
de la historia. Por esto, «el Dios del Corán es un Dios de tremenda majestad del que se predica
constantemente una incognoscibilidad radical. No existe acceso directo a la realidad de
Dios»[116]. Los diversos aspectos del Ser divino pueden ser nombrados, pero no propiamente
conocidos. Por otra parte, aunque la fe islámica supone una actitud existencial de confianza en el
poder benéfico de Dios a favor del creyente, no llega a establecer una relación personal del
creyente con un Dios personal que se le revela ni comporta un proceso de transformación interior.
En la teología coránica no existe, en efecto, un concepto de gracia y de fe como transformación
interior del hombre[117], así como tampoco de capacidad que permita penetrar en el misterio
divino, que permanece siempre absolutamente inaccesible al hombre[118].

El segundo término que define la actitud del creyente musulmán ante Dios es el de ‘sometimiento’,
en conformidad con el significado etimológico de la palabra ‘islam’, nombre con que los
musulmanes designan su propia creencia y con el que desean ver designada la religión que
practican[119]. Éste término aparece en el Corán prácticamente como sinónimo de ‘imán’ (fe) y
vinculado a ‘muslem’ (hombre que se somete) y ‘mu’min’ (creyente). Se trata, ciertamente, del
sometimiento al Dios Creador, Sustentador y Juez, para estar en paz con Él y consigo mismo. El
islamismo se puede definir por esto como «la religión que profesa vehemente no solo la fe en un
Dios sino también y sobre todo la sumisión a Dios»[120]. Bajo este aspecto y según una
determinada perspectiva gnoseológica, la religión musulmana considera a Moisés y a Jesús
destinatarios y propagadores del mensaje islámico, pues ellos se sometieron a Dios, buscando
cumplir su voluntad. Ellos habrían sido profetas islámicos, como lo fue Mahoma. Modelo de este
sometimiento a Dios habría sido dado por el primer hombre, Adán, considerado el primer profeta
del Islam. Precisamente por esto el Islam rechaza el concepto de pecado original, pues un profeta
como Adán no habría podido cometer una acción que hubiera acarreado un grave daño para sus
descendientes[121].

— En la religión judía, la actitud religiosa del hombre se manifiesta fundamentalmente en la


fidelidad operativa ante una tradición cristalizada en la Torah escrita y oral. Lo esencial de su
religiosidad se realiza así en el cumplimiento de los preceptos de Dios (miswah). La Torah no se
concibe por tanto como un conjunto doctrinal sino como una directiva para actuar. Puesto que
deber del hombre es cumplir la voluntad de Dios, el particular modo de vida hebreo, ha sido fijado
por la halakah como explicación que guíe su realización. La halakah ofrece la base práctica para la
distinción entre lo justo y lo injusto, para obra el bien y evitar el mal. La relación con Dios no debe
por tanto ser simplemente teorizada, sino vivida, aunque se haga necesario el conocimiento de las
observancias y preceptos para poder corresponder a sus exigencias de modo exacto y completo. Es
la abundancia de las obras buenas a decidir el destino del hombre. Ciertamente, en el judaísmo no
se trata de decisiones puramente éticas, pues éstas tienen como fundamento la fe en Dios, fuente de
la vida.

— El cristianismo, vinculándose a la fe de Israel en el único Dios, le ha dado una nueva


dimensión. Jesús, en efecto, asumió el concepto bíblico de Dios como Padre no solo para enseñar
que Dios era Padre de todos los hombres y no de una etnia particular, sino para revelar con sus
acciones y palabras que Él era el Hijo Unigénito del Padre, venido al mundo para rescate de la
humanidad herida por el pecado, y que, siendo primogénito entre muchos hermanos, todos los
hombres somos llamados a vivir, en un sentido real y profundo, una verdadera filiación divina
impregnada de amor para con Dios (cf 1Jn 3,1); una filiación que conlleva la gracia y la
participación de la vida divina, lo cual es completamente impensable sobre todo en el Islam. Jesús,
uniendo en su persona lo humano y lo divino, nos ha mostrado el rostro humano de Dios, haciendo
posible no sólo que le llamemos Señor, sino también y sobre todo Padre. El monoteísmo cristiano
no es por eso un monoteísmo cerrado o contraído sobre sí mismo, sino abierto a una relación de
amor intratrinitaria y a una relación personal de Dios con el hombre.

En este contexto, una realidad que contradistingue el cristianismo es la centralidad del concepto de
‘amor’, de ‘amor a Dios y al prójimo’, predicado por Jesús como síntesis de toda la revelación (cf
Mc 12,28-34); un concepto en parte compartido por la religión hebrea[122], que no encuentra sin
embargo su equivalente en el islamismo[123]. Hablar de una ‘religión del amor’ es en efecto un
lenguaje que colisiona en el Islam con su apreciación de la majestad divina. Para el islamismo, la
relación del fiel a Dios se describe esencialmente en términos de ‘servicio’, ‘obediencia’. La
religión islámica (din), en el sentido coránico del término, consiste en un conjunto de
prescripciones impuestas por Dios a las que el hombre ha de someterse para merecer la felicidad
presente y futura. En su cumplimiento, más allá de las disposiciones de su corazón, se encuentra la
salvación futura, que está asegurada porque el musulmán alcanza su salvación esencialmente con
solo confesar que Dios es uno y Mahoma su profeta. Para él, aunque sus acciones no hayan sido
buenas[124], no existe posibilidad de un infierno eterno. Evidentemente, estas consideraciones
alcanzan su validez a un nivel meramente formal, siendo de hecho atenuadas en el contexto de la
habitual vivencia religiosa.

Respecto a la religión judía, si bien ésta profesa el amor a Dios y al prójimo, concepto que
encuentra su fundamento por lo que se refiere a Dios en Dt 6,5 y en el ámbito del comportamiento
interpersonal en Lv 19,18, sin embargo, el amor hacia los enemigos exigido por Jesús en la nueva
economía de la gracia (cf Mt 5,38-41) es sentido en la apologética hebrea como contrario a los
principios del recto orden espiritual y como instrumento capaz solo de conducir a la relajación de
las costumbres. En el cristianismo, el amor a Dios y al prójimo no tiene límites porque encuentra su
paradigma formal en la donación total de Jesús sobre la Cruz. El cristiano ha de amar a los demás
como Jesús ha amado a los hombres, hasta dar su vida en rescate por la humanidad (cf Jn 13,34-
35; 15,12-14). Una de las más altas expresiones del sentido del ‘amor’ en el cristianismo se
encuentran en las siguientes palabras: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es
Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo
único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a
otros. A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y
su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1Jn 4,8-12).

Reflexiones conclusivas

De las consideraciones hechas se sigue que si bien no faltan elementos que asemejan las tres
grandes religiones monoteístas, las diferencias que se descubren son mayores[125], sobre todo por
lo que se refiere a la relación entre el cristianismo y el Corán. En este último caso nos parece que se
pueden aplicar las palabras del estudioso de las religiones J. Morales: «Cualquier intento riguroso
de encontrar en el Corán sentidos o atisbos cristianos está condenado al fracaso, y no es el mejor
camino para establecer el necesario diálogo con los musulmanes». Y añade: «El Corán contiene
pasajes, como algunos de los ya mencionados más arriba, que son reacción expresa contra
enseñanzas cristianas, tanto trinitarias como cristológicas»[126]. Esto no impide que se pueda y se
deba afirmar que la Iglesia, y con ella todos los cristianos, “mira con aprecio a los musulmanes que
adoran al único Dios, Viviente y subsistente, Misericordioso y Todopoderoso, Creador del cielo y
de la tierra, que habló a los hombres”[127].

Mucha más semejanza guarda el monoteísmo de la religión judía con el profesado por la religión
cristiana. Es cierto, por otra parte, que no hay nada en la Biblia hebrea que contradiga a la religión
enseñada por Jesús; más aún, ésta se encuentra en perfecta continuidad con aquella, de la que es su
plenitud. Lo expresa bien la afirmación de san Pablo: «Porque el fin de la ley es Cristo, para
justificación de todo creyente». Hacia Cristo conducía la ley[128]. El Concilio Vaticano II quiso
expresar esta cercanía entre la religión hebrea y cristiana con las siguientes palabras: «La Iglesia no
puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo,
con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la antigua alianza, ni puede olvidar
que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son
los gentiles.»[129].

En cualquier caso, para el cristiano permanecerán siempre válidas las palabras que Juan Pablo II
pronunció en su viaje a Kazajstán (28-9-2001), en un discurso ante un numeroso grupo de jóvenes,
en su mayoría musulmanes: «Sólo en el encuentro con Él, Verbo encarnado, el hombre halla
plenitud de autorrealización y felicidad. La religión misma, sin una experiencia de descubrimiento
con asombro y comunión con el Hijo de Dios, que se hizo nuestro hermano, se reduce a una suma
de principios cada vez más difíciles de entender y de reglas cada vez más duras de soportar».

[1] Se trata de los llamados ‘deuterocanónicos’ del Antiguo Testamento: Sabiduría, Sirácida,
Baruc, Tobías, Judit, 1-2 Macabeos.

[2] Est 10,4-16, 24 (según la numeración de la Vulgata), Dn 3,24-90 y Dn 13-14.

[3] La expresión ‘canon’ la asumimos para designar el catálogo oficial de los libros considerados
sagrados por una determinada religión. En la Iglesia católica, los libros del ‘canon bíblico’
constituyen, junto a la Tradición, la regla de fe y costumbres

[4] En el ámbito protestante es frecuente, por ejemplo, subdividir los escritos neotestamentarios
según tres niveles de dignidad, distinción establecida por el reformador protestante Andrea Rudolf
Bodenstein (1480-1541), más conocido como Carlostadio: de máxima dignidad serían los 4
evangelios; a la segunda clase pertenecerían los Hechos, 13 cartas de Pablo, 1P y 1Jn; al último
grupo pertenecerían Hebreos, Apocalipsis y las otras cinco cartas apostólicas.

[5] La Iglesia ortodoxa griega ha admitido los 27 libros del Nuevo Testamento después de que el
Concilio Trullanum reconociera su canonicidad (año 692). Solo surgieron algunas dudas en
relación con el Apocalipsis, que Focio omitía, siguiendo algunos antiguos cánones bíblicos.
Respecto al Antiguo Testamento, a partir del siglo XVII, bajo el influjo protestante, la admisión o
negación de los libros deuterocanónicos se considera una cuestión de libre discusión entre los
teólogos. En la Iglesia rusa, que admite también todo el Nuevo Testamento, el rechazo de los
deuterocanónicos del Antiguo Testamento se verificó en época muy reciente, en la primera mitad
del siglo XVIII, cuando el emperador Pedro el Grande (1689-1725), por razones nacionalistas,
creó la Iglesia rusa autónoma, separándola de la griega. La Iglesia rusa sufrió entonces la influencia
del obispo ruso Teófanes Prokopowitcz que, entre otras cuestiones, rechazaba la canonicidad de
los deuterocanónicos.

[6] Mas exactamente, la situación es la siguiente. La Iglesia siria acepta actualmente el canon
completo del Antiguo Testamento. Respecto al Nuevo Testamento, los monofisitas admiten el
canon completo, los nestorianos, por el contrario, rechazan casi todos los deuterocanónicos. Las
Iglesias copta y etiópica añaden al canon completo de la Iglesia católica algunos libros. La Iglesia
copta incluye en el Antiguo Testamento los libros apócrifos que aparecen en algunas versiones de
los LXX (Sal 151 y 3 Macabeos); para el Nuevo Testamento incorpora las cartas de san Clemente
Romano y las Constituciones Apostólicas, que en el pasado se atribuían a san Clemente. La Iglesia
etiópica añade también al canon completo del Antiguo Testamento varios apócrifos (Henoc, 4
Esdras, 3 Macabeos, el libro de los Jubileos, la Ascensión de Moisés y varios más); en relación al
Nuevo Testamento, esta Iglesia sigue normalmente el canon de la Iglesia católica, aunque a veces
se encuentran los mismos libros añadidos por los coptos. Por último, la Iglesia armenia añade al
canon completo, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, algunos apócrifos;
concretamente, al Antiguo Testamento: 3 Esdras, 3 Macabeos y varios más; al Nuevo Testamento,
una carta extra-canónica de san Pablo a los Corintios y otra de los Corintios a san Pablo.

[7] Se trata de la Tradición que, derivada de los apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia
del Espíritu Santo. Sobre esta noción, cf la constitución dogmática Dei Verbum 7-9 (para este
documento utilizaremos la sigla: DV).

[8] No extraña por esto que la teología patrística y medieval designase generalmente con el solo
término ‘Escritura’ la ‘Escritura leída en la Tradición’.

[9] Pontificia Comisión Bíblica, Inst. La interpretación de la Biblia en la Iglesia: EB 1466. Este
documento será citado con la sigla IBI.

[10] Dejando aparte las posiciones extremas en un sentido u otro, las posturas del pensamiento
bíblico protestante sobre la inspiración bíblica se pueden reducir a las siguientes: a) se considera la
fórmula ‘inspiración de un libro’ un modo impropio de hablar: la Escritura, se afirma, no es palabra
de Dios, sino que solo la contiene; b) la inspiración en el escritor sagrado se identifica con una de
la siguientes realidades: — el don de la fe que el Espíritu da a todos los fieles; — un impulso inicial
de origen divino para escribir; — un entusiasmo religioso similar al entusiasmo poético. En
general, por otra parte, se tiende a rechazar la teología de la inspiración en el hagiógrafo para
acentuar el efecto salvífico de la Biblia en el lector.

[11] Dogmatique, I 2/3 106. Para Barth, en continuidad con el pensamiento de Lutero, la expresión
«la Biblia es palabra de Dios» sería esencialmente una confesión de fe, cuyo significado es que la
Biblia se convierte en palabra de Dios cuando se adueña del hombre, le toca el alma, le
compromete, transformándose en una revelación directa hecha a él singularmente. Esto solo ocurre
mediante la fe. Pero la Biblia no se constituye en palabra de Dios a causa de la fe, ya que, según
Barth, coherente en este punto con la teología protestante luterana, el hombre es pura negatividad.
Por tanto «no es el hombre el que se adueña de la Biblia, sino que es la Biblia la que se adueña de
él» (ibidem).

[12] Cf P. Vassiliadis, Inspiration, Canon and Authority of Scripture. An Orthodox Hermeneutical


Perspective, en A. Izquierdo (ed.), Scrittura ispirata. Actas del Simposio Internacional sobre la
inspiración promovido por el Pontificio Ateneo «Regina Apostolorum», Vaticano 2002, 193-210.
[13] El término ‘torah’, que aparece en la Biblia hebrea, se puede traducir en primer lugar, como
hace la versión griega de los LXX, por ‘ley’ (gr. nomos), pero su significado bíblico es ciertamente
más amplio que el que sugiere la simple acepción jurídica del término y exige ser traducido más
bien por ‘doctrina’, ‘instrucción’. ‘Torah’ se utiliza generalmente para indicar el ‘Pentateuco’, es
decir el conjunto de los primeros cinco libros de la Escritura, considerados divinamente revelados y
de máxima autoridad por todos los grupos del judaísmo antiguo (fariseos, saduceos, samaritanos,
esenios, la comunidad de Qumrán, etc.). Su autoridad para los judíos deriva del hecho de contener
el códice normativo del pueblo de Israel, por lo que su lectura ocupa un lugar privilegiado en la
liturgia sinagogal. Algunos grupos del judaísmo antiguo, como los samaritanos, admitían solo la
Torah (el Pentateuco); los saduceos probablemente aceptaban también la colección de los Profetas.
Por su importancia, la Torah fue la primera parte de la Biblia hebrea en ser traducida a otra lengua,
al griego, en Alejandría de Egipto, hacia el siglo III a.C., como parte de la llamada Biblia de los
LXX.

[14] El acrónimo está formado por las inicias de las tres partes que constituyen la Biblia hebrea:
Torah (Pentateuco), Nebi’im (Profetas) y Ketubim (Escritos), división que comprende los 24 (o 22)
libros canónicos de la Biblia hebrea. Esta distinción fue fijada definitivamente en los primeros
siglos de la era cristiana por las autoridades rabínicas.

[15] Conviene tener en cuenta que tanto la tradición escrita como la oral plasmada en la Mishnah y
el Talmud son consideradas por los rabinos una revelación divina que, encarnada primero en la voz
de Moisés y de los profetas y después en las páginas de uno o muchos libros, continúa a ser una
‘voz’, y en cuanto tal debe ser leída. Por esto, como dijimos, la Biblia es designada también como
Miqra’ (del verbo qara’, leer a alta voz).

[16] Cf bSanhedrin 99a.

[17] La Biblia católica considera, por otra parte, las tres partes de la Biblia del Antiguo Testamento
a un mismo nivel de inspiración, y por tanto, toda ella como Palabra de Dios.

[18] Las citas del Corán se hacen conforme a la edición Il Corano de F. Peirone, Milán 1979. Los
textos se han confrontado con la edición de Ch.M. Guzzetti, Il Corano, Turín 1993 (2ª edición).
Las traducciones al español son nuestras.

[19] El nombre de Mahoma (Mujammad) significa ‘muy alabado’. Mahoma pertenecía al clan
jashemita de la tribu mecana de los Coreishitas. Era hijo de ‘Abd Allâh y Amina.

[20] La conciencia que Mahoma tenía de que sus enseñanzas estaban asociadas a las contenidas en
los libros sagrados de los judíos y cristianos se pone especialmente de manifiesto en la sura 10,94,
que defiende la veracidad del mensaje de Mahoma por su acuerdo con dichos libros: «Si dudáis de
lo que hemos revelado, preguntad a los que han leído el Libro antes de vosotros. La verdad te ha
alcanzado, venida del Señor: no seas del número de lo que dudan». Mahoma retenía concretamente
como libros sagrados, además del Corán: la Torah o Pentateuco, citado dieciocho veces (cf sura
5,43-48), el Salterio de David, mencionado cuatro veces (cf sura 4,163; 17,55; 21,105 donde se
alude al Sal 37,29), los Evangelios, redactados por apóstoles y discípulos de Jesús, citados doce
veces (dicho siempre en singular, Evangelio: cf sura 5,46-47), que habrían comunicado
respectivamente una revelación a Israel, a los discípulos de Jesús y a los musulmanes. Pero los
musulmanes deben abstenerse de leer otros libros fuera del Corán, el último de los libros divinos,
«una explicación de lo que había antes» (sura 12,111b), «explicación detallada de la escritura
enviada por el Señor de los mundos» (sura 10,37), que abroga todos los anteriores y estará vigente
hasta el Último Día, como declara el Corán en diversos pasajes. Sobre este tema, cf A. Ventura, La
concezione coranica della Torà e del Vangelo, en R. Tottoli (ed.), Corano e Bibbia. Actas del
Simposio Internacional (Nápoles 24-26 octubre 1997), Brescia 2000, 55-64.

[21] Se le designa también con los nombres de revelación (wajy), escritura (kitab), y edificación
(dikr).

[22] Memorizar el Corán forma parte de los deberes de la comunidad islámica, que debe
preocuparse de formar un cierto numero de Jaffiz (pl. Juffaz), expertos del Corán, en grado de
recitarlo todo de memoria.

[23] Ningún crítico serio pone en duda la autenticidad de la edición de Utmán, tercer califa después
de Abu-Bakr y Omar, y uno de los primeros en seguir a Mahoma. Esta edición es la que
permanece en vigor hasta nuestros días, aunque ciertamente, después de Utmán, se llevaron a cabo
reajustes y mejoras todavía por algunos decenios. Una ulterior revisión, restringida a correcciones
de carácter ortográfico para hacer más comprensible el texto, tuvo lugar bajo el califa ommiade
‘Abd al-Malik († 705).

[24] Una excepción es la breve sura al-Fatija con la que comienza el Corán, de particular unción y
solemnidad; muy recitada por los musulmanes. El orden de los versículos en el interior de los
capítulos también se considera revelado (tawqifi). Los títulos de los capítulos no forman parte de la
revelación. Fueron codificados por editores sucesivos. A excepción de la novena sura, todas
comienzan con la basmala: «En el nombre de Allâh, el Misericordioso, el Compasivo». Las suras
se distinguen fundamentalmente entre las que fueron inspiradas en La Meca (en número de 86) y
las de Medina. Éstas, aunque menor en número son más extensas, ocupando casi un tercio del
Corán.

[25] Cada versículo termina generalmente con una palabra que hace rima o asonancia con otros.
Además de la división arriba señalada existe otra introducida para facilitar la recitación. Es una
división en 4, 8 o 30 partes llamadas guz, y en 60 jizb. Así, cada noche del Ramadán se recita un
guz.

[26] En la sura 2,23 se puede leer: «Si dudáis respecto a lo que hemos hecho descender sobre
vuestro servidor, mostrad una sola sura semejante y llamad a vuestros testigos aparte de Allâh, para
que digan que tenéis razón». La teología musulmana ha hecho de la afirmación del carácter
inimitable del Corán una verdad indiscutible. Habría sido un verdadero milagro del Profeta, a
través del cual Dios habría transmitido a los hombres un mensaje de incomparable belleza. En
realidad, aunque el Corán posee un gran poder retórico y exhortativo, no es desde el punto de vista
estético una obra de máxima calidad, al menos para la sensibilidad occidental: palabras superfluas,
repeticiones y discursos poco conexos golpean al lector que por primera vez se acerca al Corán.

[27] Es el nombre que recibe el Corán escrito. Se puede traducir por ‘códice en forma de libro’.

[28] Sus raíces, en realidad, como antes dijimos, se encuentran en el judaísmo rabínico y el
cristianismo (visto este último a través de las confesiones nestorianas y monofisitas), pero con
hondas diferencias de espíritu y de contenido, que dejan indemne la originalidad y el carácter
propio del islamismo (cf J. Morales, El Islam, 48-51). Otras fuentes importantes del Corán se
encuentran en el mundo religioso y social del paganismo árabe preislámico y elementos del
zoroastrismo y maniqueísmo del mundo iránico. Como fuentes menores se encuentran el Talmud y
los escritos gnósticos.

[29] El Corán mismo explica que el texto original y arquetipo, que se encuentra en el cielo,
mediante un proceso que hace descender un fragmento tras otro, fue comunicado a Mahoma. El
mediador fue el ángel Gabriel, que revelaba de tiempo en tiempo una parte en el corazón de
Mahoma (sura 2,97), el cual lo daba a conocer después a sus seguidores. Éstos lo habrían transcrito
sobre el material entonces en uso y retenido en la memoria.

[30] La lengua del Corán es el árabe clásico, de gran fuerza expresiva; esencialmente la lengua
literaria que une todos los pueblos árabes y que resulta a veces muy diferente de la lengua hablada.

[31] Aunque también es verdad que por motivos informativos, religiosos, divulgativos y polémicos
muy pronto el Corán fue traducido a otras idiomas dentro del área musulmana. La primera
traducción latina es del 1143, promovida por Pedro el Venerable, abad de Cluny.

[32] A lo largo del siglo XX surgió en el mundo musulmán un débil revisionismo exegético
motivado por exigencias prácticas, tales como una cierta apertura al mundo occidental y a la
ciencia moderna, pero la oposición al uso de los métodos modernos en la interpretación de los
textos coránicos ha casi anulado tales intentos (cf R. Caspar, Vers une nouvelle interprétation du
Coran en pays musulmans?, «Studia Missionalia» 20 (1971) 115-139).

[33] Esta corriente o escuela teológica, junto a la de al-Mâturidî que se impuso en los territorios
orientales del mundo islámico (Persia y Asia Central), representó una vuelta a la ortodoxia frente a
la corriente llamada mu‘tazila, que subrayaba en el campo de la teología la fuerza de la razón y
proponía una interpretación metafórica del Corán. El movimiento ash‘arita, además de defender
dogmáticamente la verdad del Corán increado, sostenía la absoluta superioridad de la ley (shari‘a)
sobre la razón y negaba la existencia del libre albedrío.

[34] Así, por ejemplo, un conocido jadîth narra que Mahoma pidió a Abu-Bakr la mano de su hija
Aisha, y cuando éste le objetó: «Pero tu eres mi hermano», Mahoma respondió: «Tú eres mi
hermano en la religión de Dios y en el Corán, per ella es halal (algo permitido) para mí».

[35] Con el tiempo se multiplicaron los jadîth, por lo que se hizo necesario acompañarlos con una
garantía de autenticidad, es decir, con la indicación precisa de la cadena de personajes que habrían
transmitido el texto. Fue un trabajo sumamente arduo, debiéndose introducir una clasificación de
los jadîth entre genuinos, buenos y dudosos o débiles, que constituyen la gran mayoría. Ésta es
también la opinión los actuales orientalistas, que cuestionan gran parte de los jadîth. Un jadîth, por
tanto, consta de un texto y de la mención de la cadena de testigos fidedignos de su autenticidad.
Conviene tener presente sin embargo que los movimientos políticos e ideológicos islámicos,
antiguos y modernos, han utilizado los jadîth interpretándolos con gran libertad para apoyar sus
propios argumentos, sin preocuparse demasiado de su autenticidad. Para una edición reciente de
los jadîth en inglés, cf Sahih Muslim. Being Traditions of the Sayings and Doings of the Prophet
Muhammad as Narrated by His Companions. Translated by Abdul Hamid Siddiqi, Lahore 1971-
1975.

[36] Sueles estar divididos por temas y su contenido suministra una idea bastante precisa del
carácter omnicomprensivo y abarcante de la ley islámica respecto a la existencia humana.
[37] Los Sunnitas se distinguen de los Shiítas sobre todo por su interpretación realista de la
legalidad, es decir, los Sunnitas consideran legitima la elección de los primeros cuatro califas,
mientras que los Shiítas reconocen solamente la elección del cuarto, Alí (en cuanto descendiente
directo de Mahoma) y de sus descendientes, pues según su concepción, los sucesores de Mahoma
adquieren este derecho por lazos familiares. Éstos son los llamados Imán. Los Sunnitas, por su
parte, se consideran a sí mismo legítimos representantes del verdadero Islam. Respecto a los jadîth,
los Shiítas no reconocen los que proceden de los compañeros de Mahoma que fueron hostiles a
Alí.

[38] La importancia de la Sunna la pone de relieve el hecho de que a finales del siglo séptimo se
había acuñado el principio por el que «la Sunna es el juez del Corán, y no viceversa», y dentro del
islamismo se ha ido acentuado con el tiempo la idea que la Sunna fue revelada a Mahoma tanto
como el Corán.

[39] Para una presentación sinóptica entre los personajes bíblicos citados por el Corán y por la
Biblia, cf Ch.M. Guzzetti (ed.), Bibbia e Corano. Un confronto sinottico, Cinisello Balsamo 1995
(presentazione di Gianfranco Ravasi). Para los textos bíblicos, cf U. Bonanate, Bibbia e Corano. I
testi sacri confrontati, Turín 1995.

[40] La ‘halakah’ (et.: camino, vía; y de ahí, directiva, norma) es la interpretación legal, jurídica. Se
aplica sobre todo a la Torah con la finalidad de deducir normas de vida y de conducta. Designa
también todo el sistema de determinaciones jurídico-religiosas que se contienen en la Torah escrita
y oral. Por tanto, la halakah regula y orienta la vida judía en todos sus aspectos, hasta en los más
mínimos detalles, de modo que no se da una separación entre vida religiosa y profana. Estas
normas se encuentran preferentemente en el Talmud y en los midrashim más antiguos. La
‘haggadah’ (et.: narración, exposición, enseñanza) es más bien una interpretación de carácter
moral-parenético, con elementos narrativos y a veces legendarios. La haggadah, por tanto, cuenta,
resume y actualiza los grandes acontecimientos salvíficos de la historia bíblica, tratando de
interpretar su significado para el momento presente. Es por tanto una fuente importante para
conocer las ideas espirituales y religiosas del judaísmo rabínico. Se encuentra sobre todo en los
midrashim más recientes y en los libros apócrifos (por ejemplo, Libro de los Jubileos). Para
establecer estos dos géneros de interpretación, los rabinos de los dos primeros siglos de la era
cristiana formularon numerosas reglas hermenéuticas. Sobre las características de la halakah y la
haggadah, cf D. Muñoz León, Derás. Los caminos y sentidos de la Palabra divina en la Escritura,
Madrid 1987, 15-200.

[41] Así se expresa una estudiosa del pensamiento hebraico, Lea Sestieri: «No es la teología en
cuanto búsqueda de la naturaleza de Dios lo que preocupa al hebreo, sino la halakah, si se entiende
por halakah, en su significado originario, ‘camino’, un camino con, que en realidad para la
naturaleza humana tan débil es más bien un camino hacia. Y si es un camino con, se trata de
relación no de esencia» (La spiritualità ebraica, Roma 1987, 43). La traducción es nuestra. El
volumen del profesor P. Navè Levinson, Einführung in die rabbinische Theologie, Darmstadt 1982
(tercera edición ampliada de 1993; trad. it. Introduzione alla teologia ebraica, Cinisello Balsamo
1996) constituye ciertamente un esfuerzo casi único por elaborar una teología rabínica sistemática,
completa y científica.

[42] En este sentido, el conocido estudioso Paolo di Benedetti afirma: «Este ‘uso’ del saber define
(siempre que sea posible una definición) el hebraísmo. Todos los vientos del mundo han venido a
soplarle en contra, pero no lo han destruido, precisamente porque este uso del estudio, que
llamamos ortopraxis, ha sido asumido no por una escuela o por un pequeño grupo de sabios, sino
por todo el pueblo de Israel, cuando, en la conclusión de la alianza sinaítica, Dios dijo: ‘Todo lo
que el Señor ha dicho, lo seguiremos y escucharemos’ (Ex 24,7). Este primado, esta precedencia
del seguir sobre el escuchar (entendido como especulación, estudio, quizá teología) ha hecho que
la jerarquía de las doctrinas resultase invertida y que, como declaraba rabí El‘azar ben Janina’, las
diminutas leyes sobre la ofrenda de las aves (por otra parte ya inexistentes al tiempo de este
maestro) y sobre los días de la menstruación se considerasen fundamentales, y la astronomía y la
geometría solo ‘contornos’ o ‘aperitivos’ (Pirqué Avot 3,22 [18])» (Prologo a la edición italiana del
libro de Navè Levinson antes citado, p. 6). La traducción es nuestra. Sobre el tema, cf P. Stefani,
Introduzione all'ebraismo, Brescia 1995, 135-141.

[43] Oración litúrgica compuesta por algunas bendiciones y por tres textos bíblicos: Dt 4,6-9;
11,13-21 y Nm 15,37-41.

[44] Ideas semejantes sobre la fe en el único Dios se repiten en otros textos bíblicos, cf por ejemplo
Is 41.

[45] Cf L. Cattani (ed.), La preghiera quotidiana d’Israele, Turín 1990, 147-148. Estos son: 1. El
Santo, Él sea bendito, existe y provee; 2. Es Uno; 3. No tiene cuerpo ni forma corpórea; 4. Es
eterno; 5. Solo Él debe ser adorado; 6. Él conoce los pensamientos de los hombres; 7. La profecía
de Moisés, nuestro maestro, sobre él sea la paz, es verdadera; 8. Moisés es el más grande de todos
los profetas; 9. La Torah viene del cielo; 10. Ella no sufrirá cambio alguno; 11. El Santo, Él sea
bendito, castiga los impíos y recompensa los justos; 12. Vendrá el Rey Mesías; 13. Los muertos
resucitarán. El número 13 deriva de los trece atributos divinos que la exégesis judía distingue en Ex
34,6-7.

[46] Hebreo-español (1380-1444) que se preocupó por reforzar la conciencia hebrea dentro de la
comunidad medieval. Albo propuso sus ‘artículos de fe’ en su conocida obra Sefer ha-‘Iqqarim
(Libro de los principios de la fe). De esos artículos dependería todo el conjunto de la religión
hebrea.

[47] Zohar, Midrash Ha Ne‘elam Rut, 83b.

[48] Cf A.J. Heschel, Dio alla ricerca dell’uomo, Turín 1969, 305.

[49] Cf P. Navè Levinson, Introduzione alla teologia ebraica, 71-78.

[50] El texto forma parte de las palabras que Yehudah ha-Levi (s. XII) pone en boca de un
interlocutor hebreo ante el rey que le preguntaba sobre su fe. Ante el asombro del rey, que
esperaba una respuesta de índole más conceptual, el interlocutor judío le habla de un Dios que se
ha revelado en la historia, y le explica al rey: «Tu hablas de unas razón que se basa sobre
suposiciones, reflexiones y sistemática, pero que contiene muchas dudas» (anécdota recogida por
P. Navè Levinson, Introduzione alla teologia ebraica, 47).

[51] Para todos estos conceptos bíblicos, cf el documento de la Pontificia Comisión Bíblica, El
pueblo hebreo y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, Ciudad del Vaticano 2001, II, B.

[52] Para otros nombres utilizados por los rabinos, cf P. Navè Levinson, Introduzione alla teologia
ebraica, 54-59.
[53] Se encuentra, por ejemplo, en la oración llamadas Qadish, que afirma: «Sea escuchada la
plegaria y la súplica de toda la casa de Israel delante de su Padre que está en el cielo».

[54] Este verbo aparece unas 170 veces en la Biblia y por lo general tiene como sujeto a Israel o a
Dios, porque la memoria incumbe tanto al uno como al otro.

[55] Se trata de pequeños estuches de cuero ligados con determinadas correas a la frente y al brazo
izquierdo (cf Mt 23,5).

[56] Sobre este tema, cf P. Stefani, Introduzione all'ebraismo, Brescia 1995, 141-144.

[57] Si se prescinde de Filón de Alejandría (s. I), es necesario remontarse al siglo X para encontrar
en el mundo judío obras filosóficas propiamente dichas. El primer gran filósofo es Saadia Gaón
(882-942), el maestro mas brillante de los albores del Medievo y el primer gran comentador hebreo
de la Biblia. Como filósofo religioso, su exposición más completa se encuentra en el «Tratado
sobre las doctrinas y convicciones de fe», libro que tuvo una profunda influencia sobre el
judaísmo, dándole una base racional que sirvió para defenderle contra los ataques de los caraítas
(potente movimiento fundado por Anán ben David hacia la segunda mitad del siglo VIII, en
Babilonia, que consiguió atraer gran parte del judaísmo oriental y que se caracterizó por su fuerte y
áspera actitud antirrabínica y contra la tradición oral) y los racionalistas independientes. En esta
obra Saadia trata de demostrar el acuerdo que existe entre la fe y la razón, a las que añade la
tradición como tercera autoridad. En la época sucesiva a la generación de los gaones, la
interpretación bíblica ocupó un puesto central junto al estudio del Talmud. Este período se
caracteriza por los diferentes enfoques metodológicos con que es interpretado el texto sagrado. Los
principales representantes de esta exégesis fueron Shelomoh ben Yisjaq (más conocido como
Rashí de Troyes, 1040-1105), Abraham ibn ‘Ezra (1809-1164), David ben Yosef Qimjí (Radaq;
1160-1235), Maimónides (1138- 1204), Mosheh ben Najmán (1194-1270) y Abrabanel (1437-
1508). La característica esencial de todos estos filósofos, no obstante la diversidad de los métodos
empleados, fue la de querer conciliar el patrimonio religioso bíblico y talmúdico con la filosofía, o
mejor todavía, con las corrientes culturales externas al pensamiento hebraico (neoplatonismo,
aristotelismo, cristianismo, islamismo) o con la misma razón.

[58] Cf G. Scholem, Die jüdische Mystik in ihren Hauptströmungen, Rhein-Metzner, Zurigo-


Francoforte 1957 (el libro fue originariamente escrito en inglés, sufriendo diversas elaboraciones
antes de que se publicara en alemán; trad. it. Le grandi correnti della mistica ebraica, Génova
1986). La mística hebrea tiene sus raíces más antiguas en la literatura esotérica que se extiende
entre los siglos III y VI. De ella surge el fenómeno más conocido con el nombre de Cábala
(qabbalah, tradición; del verbo ‘qibbel’, recibir). Sin embargo, propiamente hablando, la Cábala
nace del misticismo judío centroeuropeo, que tuvo una fuerte vivacidad en los círculos de los
jasidim (piadosos), entre quienes destacan Shemuel ben Qalonymus he-Jasid de Espira (siglo XII,
uno de los fundadores del Jasidismo askenazita) y su hijo Yehudah. La obra más importante del
pensamiento cabalístico es el Zohar (Esplendor), obra escrita en un arameo afectado, imitando el
dialecto talmúdico. El Zohar, y en general el pensamiento cabalístico, se caracteriza por considerar
que en cada parte de la Biblia existe un conocimiento secreto, que mira al mundo divino o al de los
demonios, o bien, a las relaciones del hombre con esos dos mundos; por tanto, la Torah debe ser
examinada hasta en sus menores detalles: todo —la forma de las letras, la disposición de los textos,
los números, la etimología de los nombres propios, las formulaciones bíblicas— contienen un
secreto que hay que descubrir. Sin embargo, según la Cábala, el estudio de la Torah no debe
quedar circunscrito al campo del conocimiento especulativo, sino que debe implicar un
compromiso total del místico con el texto. Se trata, por tanto, de una lectura que se experimenta y
que se describe adecuadamente con la imagen del matrimonio entre la Torah (como esposa) y el
místico. Después de la expulsión de los judíos de España (1492), la cabalística tomó acentos de
índole mesiánica. La unión entre la Cábala y las especulaciones mesiánicas produjo diversos
movimientos místicos, en particular el Jasidismo de la Europa occidental.

[59] El fenómeno cultural hebreo conocido como Haskalah (Iluminismo, Ilustración) invade la
Europa central cuando en la Europa oriental, junto al tradicionalismo judío, irrumpía el Jasidismo.
Se configura así el judaísmo reformado, una de cuyas principales figuras es Moses Mendelssohn,
nacido en Dessau, en 1729. Mendelssohn transcurrió gran parte de su vida en Berlín, hasta su
muerte, el año 1786. El intento iluminista de Mendelssohn se expresa en su traducción de la Biblia
al alemán, llamada Bi’ur (1774-1783), palabra que significa 'explicación', 'comentario'. El Bi’ur,
escrito en caracteres hebreos, es una traducción de la Biblia a un alemán un puro y correcto (alto
alemán). Mendelssohn intentaba de este modo modernizar la educación del mundo judío
centroeuropeo, de modo que la generalidad de los judíos pasase del dialecto judío-alemán, el yidis,
al alemán verdadero y propio, pudiendo gustar así la belleza de la lengua hablada y quedar
asimilado por el entorno cultural. Mendelssohn intentaba a la vez que la Biblia se estudiase en sí
misma y por sí misma, oponiéndose así tanto a la tradición askenazí del judaísmo en que se había
educado como a la exégesis alegórica y simbólica, es decir a la lectura de la Biblia a través de los
ojos del Talmud, de los midrashim y de la Cábala. En oposición a este judaísmo reformado surgió
en Alemania la nueva ortodoxia europea que intentaba conservar la tradición, pero aceptando en
cierta medida el iluminismo, con su búsqueda de racionalidad y de asimilación nacional. Entre sus
representantes principales se encuentran Samson Rafael Hirsch (1798-1888), considerado el
fundador de la neo-ortodoxia judía, Samuel David Luzzatto, conocido con el acróstico ShaDaL
(1800-1865), pensador de gran originalidad, Elía Benamozegh (1822-1900) y el exegeta de origen
italiano Umberto Moshe David Cassuto (1883-1951).

[60] Cf P. Stefani, Introduzione all'ebraismo, Brescia 1995, 162-167.

[61] E. Lévinas, Totalité et infini. Essai sur l'extériorité, The Hague 1984 (trad. esp. Salamanca
1977).

[62] Utilizaremos la sigla: CEC. En las líneas sucesivas nos serviremos especialmente de este texto
y de los documentos del Concilio Vaticano II para exponer las líneas esenciales de la doctrina
católica.

[63] Cf CEC 222-227.

[64] Oratio 40, 41: PG 36, 417.

[65] El Corán habla de las «gentes o pueblos del Libro» (Ahl al-Kitâb, sura 3,64-65) para referirse
a los hebreos, cristianos y sabeos. Una designación que no considera la verdadera realidad del
cristianismo.

[66] CEC 108. El texto recoge las palabras de S. Bernardo, Hom. miss. 4, 11.

[67] Cf CEC 429.

[68] Cf Concilio Vaticano II, const. dogm. Lumen gentium 2. La citaremos con la sigla LG.
[69] Hermas, Vis. 2, 4, 1; cf Arístides, Apol. 16, 6; S. Justino, Apol. 2, 7.

[70] Cf LG 9; CEC 762.

[71] Cf Concilio Vaticano II, decret. Ad gentes 4.

[72] Concilio Vaticano II, const. Sacrosanctum Concilium 7. Usaremos la sigla SC.

[73] SC 8; cf LG 50.

[74] LG 2.

[75] Decimos esenciales en el sentido de que, como se ha observado, las creencias de la religión
musulmana corresponden básicamente a lo que conduce la razón natural llevada por sus solas
fuerzas, lo que no se opone a que el creyente, al aceptar la religión de Mahoma, obre por motivos
suprarracionales y en obediencia a un mensaje que se le anuncia como salvífico. No es por eso una
religión puramente racional, aunque prácticamente sus contenidos esenciales pueden ser conocidos
por la razón humana. Sobre el Islam como religión natural, cf J. Morales, El Islam, Madrid 2001,
80-85.

[76] La ciencia del derecho religioso del Islam o fiqh comprende tanto el aspecto religioso como el
civil, es decir, todo lo relacionado con la organización administrativa, jurídica, política y
económica. Este derecho toma sus principios de la shari‘a, la ley divina positiva revelada en el
Corán y en la Sunna, integrada por el consensus de los representantes cualificados y guías
religiosos de la comunidad (ulemas, alfaquíes, distinguidos) y el conjunto de sentencias jurídicas
deducidas a través del procedimiento analógico deductivo llamado qiyâs.

[77] Pocas de esas prácticas religiosas tienen un carácter propiamente cultual, pues el Islam,
además de la sencillez de su doctrina, se caracteriza por el carácter rudimentario de su culto.

[78] La fórmula de confesión completa es: «Confieso que no hay otro Dios que Allâh y que
Mahoma es el Enviado de Allâh» (La illâja illa Allâh wa-Mujammad rasûl Allâh), pero la segunda
parte no encierra el mismo valor que la primera. Esta confesión de fe es llamada Shajada (de
‘shajid’, testigo o mártir). La fórmula no se encuentra en el Corán, aunque la fe en él único Dios
aparece en sus páginas (sura 2,256; 37,35; 47,19). No se conoce con certeza como tuvo lugar su
acuñación definitiva, pero un jadîth narra en su estilo anecdótico que en una de sus expediciones se
le acercó a Mahoma un beduino para preguntarle como podía ir al Paraíso, a lo que éste respondió
«Servirás a Allâh sin asociarle nada», añadiendo después los otros cuatro pilares del Islam.

[79] Cf por ejemplo sura 112; 20,8.

[80] No es extraño por esto que en el Concilio Vaticano II se haya declarado que «la Iglesia mira
con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y
todo poderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios
procuran someterse con toda el alma como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira
con complacencia» (Declaración Nostra Aetate, 3). Este documento será citado con la sigla: NAe.

[81] La expresión se repite frecuentemente, cf sura 7,180; 17,110; 20,8; 59,22-24. Cf A. Scarabel,
I nomi di Dio nel Corano, en R. Tottoli (ed.), Corano e Bibbia, 87-104.
[82] El respecto a los ángeles es una realidad muy sentida en el mundo islámico. La teología
musulmana los concibe como seres compuesto de materia sutil. Entre sus variadas funciones están
la de ser mensajeros y la del cuidado y vigilancia de los hombres (sura 8,50; 13,11). Entre los
ángeles el rango superior lo ocupa Gabriel (sura 2,97), «el espíritu fiel» (sura 26,193), «el espíritu
de santidad» (sura 2,87.254; 16,102). Existe también la creencia en la existencia y acción de
Satanás (Iblîs), que aparece mencionado en muchas suras del Corán (sura 2,34; 7,11-18; 15,30-31;
17,61, etc.). En el Corán también se hace habla de unos seres llamados yinn, seres creados por
Dios de una llama purísima. Pueden ser buenos o malos, musulmanes o infieles como lo hombres,
y serán juzgados por Dios al fin del mundo, recibiendo el premio o el eterno.

[83] Conviene tener presente que la antropología islámica es poco definida. Se concibe, por
ejemplo, que el hombre ha sido creado por Dios, pero no a su imagen y semejanza. Es débil, de
arcilla, aunque Dios ha soplado sobre él su Espíritu. La dignidad del hombre está en su capacidad
para escuchar la palabra del Corán; su mal, en desoír esa misma palabra. El hombre nace bueno y
creyente.

[84] La narrativa coránica describe en ocasiones a Allâh como un ser caprichoso que envía almas
al infierno porque así lo ha decidido arbitrariamente (sura 32,13b). En dicha narrativa no aparece la
idea de satisfacción, requerida para restaurar el rector orden moral alterado.

[85] Se encuentra en efecto un lenguaje de libertad en textos como sura 8,24.27.

[86] Sobre la escatología en el Corán, cf sura 36, en particular 36,52-65. En los versículos 51-59 se
lee: «Se soplará en el cuerno, y helos aquí que salen de sus tumbas y corren hacia su Señor. Dirán:
¡Ay de nosotros! ¿Quién nos ha sacado de nuestro lecho? ¡Esto es lo que el Clemente nos había
prometido! ¡Los enviados fueron verídicos! No habrá más que un único grito, pero helos aquí, a
todos, acusados ante nos. En ese día ningún alma será vejada. No seréis recompensados más que
por lo que hayáis hecho. En ese día los huéspedes del paraíso estarán ocupados, deleitándose. Ellos
y sus esposas estarán en lugares umbríos apoyados en divanes. En el paraíso tendrán frutos y todo
lo que pidan. Se les dirá: ¡Estad en la paz de un Señor Misericordioso! ¡Culpables! Hoy alejaos de
los creyentes!».

[87] En sectas islámicas como la de los jarichíes, una de las sectas más antiguas del Islam,
originada a raíz del primer cisma que en el 657 se produjo al interno de la comunidad aunque hoy
día no es una fuerza digna de atención, se sostiene la convicción de que el musulmán que comete
una falta grave no es solo un pecador sino también un ‘infiel’, por lo que su suerte futura es como
la de éstos.

[88] Se trataría de un personaje sabio y guerrero que vendrá al final de los tiempos para restablecer
la justicia, la paz y la verdad, y devolver al Islam su perfección original. Muchos piensan que ese
personaje sea Jesús.

[89] Por esto, los términos a veces utilizado en occidente como ‘mahometanos’, ‘religión
mahometana’ no se amoldan a la comprensión que el Islam tiene de sí mismo. Tales términos
pueden ser además errados en cuanto que Mahoma no es en absoluto adorado en la religión
islámica. Permanece siempre como un profeta, aunque sea el más grande de los profetas.

[90] El Corán menciona veintiséis profetas-mensajeros (rusol; sing. rasûl), de los que veintitrés son
bíblicos: Adán el electo de Dios, Henoc, Noé el predicador de Dios, Abraham el amigo de Dios,
Lot, Ismael, Isaac, Jacob, José y sus hermanos, Job, Moisés el interlocutor de Dios (el más citado),
Aarón, David, Salomón, Elías, Eliseo, probablemente Ezequiel, Jonás, Zacarías y Juan el Bautista,
además de María y Jesús. Reconoce por otra parte como profetas o mensajeros algunos antiguos
personajes de la tradición árabe: Shu’ayb, Hûd y Salij.

[91] Sobre éste y otros textos, cf M. Borrmans, L’Islam e le sue implicazioni morali e giuridiche,
en «Sètte e Religioni» III, 40-44.

[92] Además de la Shajada, las otras dos oraciones centrales de la religión islámica son la Salawat
(sura 33,56), por la que se asegura la intercesión de Mahoma, y la Básmala, que encabeza todas las
suras del Corán (salvo la 9, que probablemente formaba parte de la precedente). La primera recita
así: «Allâh y sus ángeles oren sobre el Profeta. ¡Vosotros, vosotros que creéis, bendecidlo y
saludadlo con saludo augural». La segunda dice: «En el nombre de Allâh, el Misericordioso, el
Compasivo».

[93] Esta práctica religiosa (sura 2,110; 11,114) debe ser practicada por todos los musulmanes
adultos, sanos de mente y cuerpo, orientados hacia La Meca: al alba, al mediodía, al atardecer, al
ocaso del sol y ya de noche cerrada. Antes de hacer oración hay que purificarse. El viernes al
mediodía es obligatorio realizar la oración en común, bajo un director de rezos (imán), en la
mezquita, que no es un santuario sino un espacio para la oración, o si no es posible al aire libre.

[94] Esta limosna legal (el diez por ciento de todos los réditos del año), ayuda material a los
necesitados y signo de piedad, es un impuesto de solidaridad, el único al que el musulmán está
obligado según el Corán (sura 2,215) y la Sunna. Hoy día esta limosna sobrevive en su forma no
ritual como limosna de libre iniciativa dentro de los impuestos estatales.

[95] El ayuno del Ramadán (sura 2,183-185), mes sagrado, octavo mes lunar del calendario
musulmán que tiene inicio con la Héjira o salida de Mahoma y sus seguidores de La Meca a
Medina (julio-sept. 622), consiste en la abstención de todo alimento, bebida, medicinales,
relaciones conyugales y otras restricciones más en tanto dure la luz del día. Durante la noche se
come y se festeja, o se reza y medita en la mezquita. La Héjira constituye un momento de gran
importancia para el islamismo, pues entonces se dio inicio al proceso de constitución del Islam
como comunidad militante y teocrática. El pueblo árabe nace entonces como nación, superando
una situación atávica de anarquía tribal.

[96] Está establecido que la peregrinación a La Meca (sura 2,196-197) se realice al menos una vez
en la vida, el 12 mes del calendario musulmán, siguiendo un ritual preestablecido. Vestidos todos
con una misma indumentaria, la peregrinación muestra la igualdad de todos los fieles ante Allâh y
el carácter supranacional de la religión musulmana.

[97] Cf sura 2,190-191; 2,216, en las que se habla de combatir y matar aunque la guerra resulte
odiosa. Las palabras de estas y otras suras, aunque no iban dirigidas contra los infieles en general,
sino contra los politeístas de La Meca, han servido de base para desarrollar una doctrina sobre la
violencia encaminada a difundir la religión de Mahoma. A Mahoma, sin embargo, también se le
atribuyen unas palabras que delinean el Islam como una religión de paz, las que pronunció a su
llegada a Medina después de trece años de persecución: «Extended la paz, dad de comer en torno
vuestro, mantened los vínculos familiares, rezad mientras los demás duermen, así entraréis en el
paraíso de paz».
[98] Cf J. Morales, El Islam, 174-181.

[99] Inspirada por Sûfî, místico musulmán así designado por el vestido de lana que llevaba (sûf en
árabe significa precisamente ‘lana’). En su sistema se sirvió de elementos neoplatónicos y
cristianos, en reacción al árido juridicismo del Islam.

[100] Cf H. Corbin, Le paradoxe du monothéisme, Paris 1981, 14.

[101] Este movimiento, nacido a mediados del siglo XVIII, tuvo por protagonista principal
Mujammd ben ‘abd al-Wahab († 1787), en Arabia. Profesa un puritanismo a ultranza, opuesto a
toda innovación en materia religioso-social, y defiende una vuelta a las condiciones y usos de los
tiempos de Mahoma, queriendo restablecer el primitivo islamismo libre de extrañas influencias al
dogma y a las prácticas religiosas. Se le considera, sin embargo, una secta dentro del islamismo,
por no responder a la fe y a la práctica general de la mayoría de los musulmanes del contexto
histórico en que aquel movimiento apareció.

[102] Para las líneas que siguen non ha sido de gran utilidad la obra publicada por el GRIC
(«Gruppo di ricerca islamico-cristiano»), Bibbia e Corano. Cristiani e musulmani di fronte alle
Scritture, Assisi 1992.

[103] Se debe tener presente que debido al carácter fundamentalmente jurídico del Islam, el
concepto coránico de ‘profeta’ está estrechamente ligado al concepto de ‘legislador’, no al de
mediador. Sobre Mahoma como enviado de Dios, cf sura 48,28-29; 2,151.

[104] Cf P. Navè Levinson, Introduzione alla teologia ebraica, 71-78.

[105] Cf P. Stefani, Introduzione all’ebraismo, 93-99.

[106] Sobre la figura de Jesús en el Corán, vid J. Morales, El Islam, 47. Si el Corán designa a Jesús
como «palabra venida de Dios» (sura 3,39), se trata solo de un mandato creativo, una
denominación extrínseca para indicar solamente el modo de su origen temporal, que en el Corán es
análogo al de Adán. La Palabra como hipóstasis divina encarnada es algo completamente ajeno al
espíritu del Corán.

[107] Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona 1994.106.

[108] CEC 234.

[109] Sobre la actitud de la teología rabínica al respecto, cf P. Navè Levinson, Introduzione alla
teologia ebraica, 72-64.

[110] El Corán habla siempre de María con gran respeto, defendiéndola de las calumnias que
entonces corrían entre los judíos. La consideran «la elegida entre todas las mujeres del mundo», «la
inmaculada» (sura 3,42), a quien Dios distinguió desde el momento de su nacimiento. Se reconoce
su concepción virginal (sura 66,12). Sin embargo, toda la historia de María en el Corán parece
tener «la finalidad de señalar la filiación humana de Jesús; no tanto honrar a la madre por el hijo
cuanto de afirmar el origen humano, aunque milagroso, de Jesús» (C. Amigo Vallejo, Cristianos y
musulmanes, Madrid 2003, 27).

[111] El título de Mesías o Cristo recorre once veces en el Corán y se le considera un nombre
propio reservado a Jesús (sura 3,45), sin embargo, los exégetas musulmanes le dan un significado
diverso del hebreo-cristiano. En vez del significado de ‘ungido’, o ‘consagrado’ para salvar su
pueblo, se le interpreta simplemente como ‘tocado’ de la bendición divina, o bien, que toca a los
enfermos y los cura. El verbo árabe mâsja, del que deriva masîj (mesías), posee los dos
significados; los teólogos musulmanes escogen el menos común, ‘tocar’, porque ignoran la
redención obrada por Jesús.

[112] Se puede señalar que una de las mujeres de Mahoma era judía y otra, María la Copta,
bautizada cristiana.

[113] Así dice: «¡Dios! No hay más Dios que Él, el Viviente, el Subsistente. No le afectan ni la
somnolencia ni el sueño. Suyo es lo que hay en los cielos y en la tierra. ¿Quién podrá interceder
ante Él si no es con Su permiso? Conoce su pasado y su futuro, mientras que los hombres nada
abarcan de Su saber, excepto lo que Él quiere. Su Trono se extiende sobre los cielos y sobre la
tierra, y la conservación de estos no le resulta onerosa. Él es el Altísimo, el Grandioso» (sura
2,256).

[114] Sobre este tema cf H. Schlosser, Fede, en «Dizionario comparato delle religioni
monoteistiche», Casale Monferrato 1991, 218-223.

[115] En el Corán no se ofrece una definición del concepto de fe ni del acto de creer, aunque la
mención de la fe que Mahoma exige a los que siguen su mensaje llena las páginas del texto
coránico. En su significado etimológico, el verbo coránico amana (de la raíz ‘mn), que expresa
confianza, fiabilidad.

[116] J. Morales, El Islam, 91.

[117] Solamente en la corriente mística musulmana, el Sufismo, se descubren impulsos religiosos


que buscan interiorizar e intensificar la fe y la práctica del Islam, aunque este comportamiento se
encuentra sobre todo en las componentes afectivas y en el mundo de las experiencias.

[118] Como explica J. Morales, «El principio teológico cristiano de que el acto de fe no termina en
las palabras sino en la realidad creída, resulta completamente ajeno al pensamiento religioso de los
musulmanes». En estos, «el acto de fe parece así terminarse en las proposiciones de la letra
coránica, es decir, en la palabra de Dios, tal como Dios ha querido comunicarla a sus criaturas.
Hay que asentir extrínsecamente a esas proposiciones invariables, sin plantearse la relación que
puedan guardar con una Verdad misteriosa trascendente» (J. Morales, El Islam, 77).

[119] Entre los musulmanes existe una creencia difusa por la que habría sido Dios mismo quien
habría denominado Islam al monoteísmo predicado por Mahoma.

[120] J. Morales, El Islam, 90.

[121] La religión musulmana afirma la inocencia natural del hombre. Éste es inocente por su
misma naturaleza. Es a partir del uso de la razón cuando comienza a ser contaminado por el mal.
No existe por tanto en la teología islámica un concepto de pecado individual personal cometido por
el primer hombre que se propaga a su descendencia; por el contrario, cada hombre nace sin pecado
y dotado de una natural disposición a someterse a Dios. En la mística islámica, sin embargo, se
admite un instinto presente en el alma que incita hacia el mal.
[122] El hecho de que la religión judía considere el amor a Dios el grado supremo de la
religiosidad lo testimonia la oración llamada Shema‘ (Dt 6,4ss), que se debe recitar dos veces al
día.

[123] Es conocida la frase del arabista católico Luois Massignon (1883-1962), que afirma: «si
Israel se encuentra arraigada en la esperanza, y el Cristianismo proclama la caridad, el Islam se
centra en la fe» (Les trois prières d’Abraham, II. La prière sur Ismaël, Tours 1935, 41). Texto
citado en J. Morales, El Islam, 72.

[124] El códice penal coránico (shari‘a) establece algunas delitos especialmente graves
estableciendo la pena correspondiente: fornicación (sura 24,2-3); la falsa acusación de la mujer
honesta (sura 24,4), el robo (sura 5,38-39), el vandalismo y la rebelión (sura 5,33-34), beber o
difundir bebidas alcohólicas (sura 5,90-92), la apostasía (sura 4,89). La ley del talión por otros
delitos se establece en la sura 2,178-179 y 5,45.

[125] De especial interés son las reflexiones de C. Amigo Vallejo, Cristianos y musulmanes,
Madrid 2003, 37-59. El libro ofrece también algunas consideraciones de gran interés para todo lo
que se refiere al diálogo cristiano-islámico. Recoge y comenta, por otra parte, las orientaciones
magisteriales para hacer fructífero ese diálogo.

[126] J. Morales, El Islam, 101.

[127] NAe 3.

[128] Cf mi artículo Rm 10,4 nel dialogo ebraico-cristiano, en J.M. Galván (ed.), La giustificazione
in Cristo. Atti del II Simposio Internazionale di Teologia della Facoltà di Teologia del Pontificio
Ateneo della Santa Croce (Roma 14-15 marzo 1996), Città del Vaticano 1997, 83-100.

[129] “Por consiguiente, como es tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos,
este Sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos,
que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo
fraterno” NAe 4.

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