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Materia: La Construcción Moderna de la Subjetividad

Cátedra: León Rozitchner

Alumno: Claudio O. Véliz - DNI: 17.315.509

T. Práct. Nº 2: El Cristianismo: la Culpa y el Terror

Primer Cuatrimestre de 1999

Facultad de Ciencias Sociales (UBA)


El Cristianismo: la Culpa y el Terror
Introducción:

La estrecha vinculación entre cristianismo y capitalismo será el tema excluyente


del que nos ocuparemos en este trabajo, que posee la modesta pretensión de interpretar y
articular textos de otros autores cuyos aportes hemos juzgado pertinentes.

No obstante, hay una obra en particular en la que haremos hincapié especialmente


por considerarla ineludible para el abordaje que nos hemos propuesto; se trata de La
Cosa y la Cruz, de León Rozitchner, que se constituirá en el eje a partir del cual se
desplazará la escritura.

No exagera Eduardo Grüner (1) cuando le atribuye a dicha obra un carácter y un


poder “fundacional” cuya originalidad consiste precisamente “en esa conjunción que
adelanta ‘lo nuevo’ desde el propio título”. Mucho se ha escrito sobre “la Cosa” desde
el enunciado heideggeriano (que formulaba su interrogante a partir del “inalcanzable
noumeno kantiano”) -reflexiona Grüner-, y lo mismo hubo ocurrido con “la Cruz”, con la
religión cristiana como portadora de nuevas subjetividades; sin embargo -se interroga-
¿quién se ha preguntado por la relación entre la Cosa y la Cruz?. Aquí reside según él
(y compartimos su opinión), la verdadera “fundación” de Rozitchner. ¿Es posible dudar
de ello aún no compartiendo las conclusiones del autor de La Cosa y la Cruz?

El presente trabajo constará de tres capítulos que de algún modo se proponen


como tres momentos sucesivos de la historia de Occidente (Imperio - soc. feudal-
capitalismo) que de ningún modo pretenden remedar el paradigma analítico “necesario e
ineludible” propugnado por cierto marxismo positivista y “productivista”. La
estructuración expositiva que hemos elegido responde sencillamente a nuestro intento de
rastrear históricamente el “devenir” del pensamiento religioso cristiano y su consecuente
accionar.

Quizá las citas resulten abundantes y hasta excesivas, pero insistimos en


concebirlas como un recurso sumamente ilustrativo y esclarecedor, además de considerar
oportuno que los autores nos “hablen” con sus palabras a riesgo de que acaben
contradiciendo nuestras osadas interpretaciones.

Capítulo I
El derrumbe de la Roma imperial

“Los doce siglos que separan el Concilio de Nicea de la Reforma,


fueron un reinado casi sin competencia del cristianismo en su forma
romana (o mejor latina) sobre la cultura, la mentalidad, y la
sensibilidad de la mayor parte de Europa... Como ideología
dominante, el cristianismo se impuso en los Estados, en las
colectividades, en las clases, en los individuos, e impuso también su
visión totalitaria. Desde el nacimiento (respecto del cual el Bautismo
está cada vez más cerca) hasta la muerte, el hombre occidental es
cristiano, su vida está regulada (...) por la administración de los
sacramentos”
Jacques Le Goff

Con la instauración del principado, inaugurado por Augusto, las instituciones de


la República romana comenzaron a perder vigor y significación. Los sucesores de
Tiberio (a quien Augusto había designado su heredero) consiguieron reunir la totalidad
del poder político, militar y religioso, gobernando con el título de “emperadores”. La
organización imperial del Estado romano y la absoluta centralización del poder,
permitieron mantener una paz estable, extender las fronteras geográficas, y consolidar
una verdadera unidad cultural (en que las influencias helénicas resultaron decisivas) con
la consiguiente “romanización” de todos los pueblos de Occidente sometidos por el
Imperio. En tanto, los pueblos orientales, más alejados del centro imperial, lograron
mantener sus tradiciones culturales.

En el siglo III d.c. la organización imperial se verá inmersa en una profunda


crisis: “anarquía militar”, invasiones germánicas, paralización de las actividades
comerciales y artesanales (con la consiguiente ruralización de la vida económica),
disminución de la recaudación impositiva, fin de las guerras de conquista y por lo tanto,
pérdida de la principal fuente de obtención de esclavos. Para muchos autores (en
especial, los marxistas) éste último constituye el punto nodal para la explicación del
derrumbe del Imperio: el agotamiento del régimen esclavista. Estas circunstancias,
sumadas a la organización de una nueva forma de explotación agrícola (el colonato)
promovieron una producción basada en el latifundio que progresivamente se fue
“despegando” de los centros comerciales (ciudades) y desarrollando una actividad
semiautónoma que escapaba al control del Estado romano (germen de la sociedad
feudal).

La debilidad del Imperio, convenció a sus gobernantes de la necesidad de una


centralización aún mayor. La autoridad del príncipe (primer ciudadano) fue reemplazada
por la de un dominus (señor, personaje sagrado investido de poder absoluto). Primero
Diocleciano y luego Constantino intentaron la reorganización imperial amparados por
dicha institución divina: el dominado. Dice el historiador Franz Georg Maier: “...esta
fase de la evolución del imperio está ligada a dos nombres: los creadores de las nuevas
formas de vida del Imperium Romanum Christianum fueron Diocleciano y Constantino.
Incomparablemente más significativos como gobernantes que sus sucesores, afrontaron
la herencia caótica de la anarquía militar, con la desesperada voluntad de conservar y
renovar la organización del imperio, logrando realizar con éxito tan gran empresa” (2)

Monarquía absoluta, burocracia, centralización y militarismo caracterizaron este


período de reorganización, restauración y ejercicio de la soberanía por derecho divino.
Esta antigua tradición teocrática romana (identificación entre el emperador y la
divinidad), se fortaleció aún más en virtud de la influencia de las religiones orientales. El
“nuevo Estado” organizado a base de un complejo aparato centralizado de poder
(burocracia y ejército profesional), estaba coordinado y controlado por el emperador. El
ciudadano, que tiempo atrás había perdido su libertad política, cedía ahora sus
prerrogativas sociales y económicas cumpliendo con la “sagrada” misión de asegurar el
orden imperial.

A esta reorganización del Estado como sistema de soberanía basado en la fuerza y


el derecho divino, Constantino añadió lo que muchos consideraron el aspecto más
revolucionario de su accionar: el reconocimiento del cristianismo como la religión del
Estado, además de su conversión personal (313 d.c.).

A partir de Valeriano (253 d.c.) y mientras pudo gozar de cierta tolerancia, el


cristianismo había logrado expandirse por las provincias orientales reclutando sus
adeptos en la administración y el ejército especialmente; pero el rechazo de los cristianos
a los sacrificios de las divinidades oficiales, les valió el mote de “traidores a la patria” y
fueron acusados de poner en peligro la ayuda divina al Imperio. A esta situación le
sucederán las medidas anticristianas de Diocleciano: persecusiones, prohibiciones para
sus prácticas religiosas, detenciones, destrucciones de Iglesias y quema de libros
sagrados, además de sacrificios y ejecuciones. Según Maier, el error de Diocleciano
consistió en haber “subvalorado el enraizamiento de la nueva fe y su capacidad de
resistencia pasiva” (3).

El accionar de Constantino resulta en cambio más enigmático: ¿se trataba de un


político calculador, amoral y poco preocupado por la mística religiosa, que vio
(pragmáticamente) en el cristianismo, el sustento espiritual y cultural capaz de sostener al
Imperio, o por el contrario estamos hablando de un decidido cultor de la fe religiosa que
gradualmente se fue convirtiendo a la nueva fe con convicción y entusiasmo?. Creemos
que ambas instancias estuvieron presentes a la hora de tomar sus decisiones más
“revolucionarias”. Dice Maier: “Constantino no era ni el puro autócrata ni el homo
religiosus, cuyas decisiones serían independientes de las consideraciones políticas.
Para él, una decisión religiosa podía contener componentes políticos, sin que en ello
viese una contradicción” (4). En la época de Constantino, la unidad político-religiosa
continuaba consolidándose y la intervención de la divinidad en el mundo terreno de la
política y la administración, constituía una meta ineludible. El hombre de estado sentía la
necesidad de recurrir a la fe y a la ayuda divina para lograr la salvación de la
organización estatal.

En un primer momento, la imposición del cristianismo no implicó de ningún


modo la intolerancia y la exclusividad religiosa, pero al cabo de pocos años, el poder
político precipitó la caída del politeísmo pagano y aceleró el proceso de “cristianización”.
La Iglesia cristiana comenzaba así a convertirse en un enorme factor de poder, con el
apoyo y el aval del Estado (donaciones, favores, atribuciones especiales). Este período
se caracterizará entonces por la estatalización del poder religioso y la sacralización del
poder político; Iglesia e Imperio complementaban y unificaban sus intereses.

Monoteísmo imperial e imperialismo cristiano: “Un imperio, un emperador, un


Dios” reafirmaba Eusebio de Cesárea, el principal consejero de Constantino. El
cristianismo se presentaba de este modo como un milagroso elixir capaz de mantener la
unidad el Imperio y de sostener el absolutismo imperial.

Rumbo a la escisión entre Iglesia e Imperio


Teniendo en cuenta la enorme influencia que el cristianismo ejercía sobre el poder
político, Constantino se proponía ahora impedir que las controversias teológicas de la
época, contribuyeran a la disgregación política. Consecuentemente, hacia el año 330
decidió trasladar el centro imperial hacia Oriente, desplazando el peso político de una
Roma en decadencia, en favor de la antigua Bizancio (de ahora en adelante,
Constantinopla) que además de las notables ventajas económicas, comerciales y
estratégicas, se hallaba alejada de las influencias paganas.

La antigua Roma pagana era reemplazada por una nueva Roma cristiana:
Constantinopla. Dirá Maier al respecto: “Aquí se fraguó el futuro papel de Roma: la
despolitización de la ciudad era la condición necesaria para que el papado, como
centro de la cristiandad occidental, pudiese alcanzar un día la independencia” (5). O
como lo expresa el historiador Robert Fossier: “Mucho antes de que Alarico la tomara
en 410, Roma ya no está en Roma, y ha dado paso a un vasto mundo nuevo, abierto a
los hombres en busca de esperanza” (6).

Resultaba evidente entonces, por lo menos en Occidente, que la “teología de la


historia” elaborada por los pensadores cristianos de los tres primeros siglos, que
afirmaba la correspondencia entre el Imperio romano y el Reino de Dios, había perdido
su original convicción. El cristianismo deseaba permanecer ileso ante el inminente
derrumbe de Roma. El historiador italiano Arnaldo Momigliano, lo expresaba de este
modo: “Hacia fines del siglo VI, ya no era tan evidente que la supervivencia del
cristianismo dependiera de la supervivencia del Imperio romano. La idea que le había
parecido evidente a Eusebio -de un Constantino que completa la obra de Augusto-
perdió atractivo. Sobre ese problema se desarrollaron discrepancias básicas, como
puede verse en la distinta orientación de San Agustín y su discípulo Osorio. San
Agustín no estaba tan seguro como Osorio de que un sólo dios en el cielo debiera
reflejarse en un sólo rey en la tierra” (7).

Quizá el pagano Juliano represente el momento culminante del intento por


romper el lazo entre monoteísmo y monarquía que los primeros cristianos se habían
esmerado en (re) ligar. Continúa diciendo Momigliano: “Es muy posible que el
pluralismo de Juliano haya contribuido a convencer a los teólogos cristianos de
repensar la providencialidad del Imperio romano (...). Podemos preguntarnos si al
menos en Occidente el Imperio romano no habría sido más capaz de resistir las
invasiones bárbaras si se hubiese tomado más en serio su estructura plural, tanto en el
cielo como en la tierra. Paradójicamente, la estructura plural del estado pagano,
favoreció la unificación intelectual y lingüistica que el cristianismo no fue capaz de
conservar. Los paganos y los herejes, por no hablar de los judíos, perdieron interés en
el Estado romano. Además, las nuevas lealtades hacia la Iglesia, o más bien las
iglesias, redujeron la lealtad hacia el estado, y las iglesias atraían a los mejores
hombres, los mejores dirigentes. La ganancia de la Iglesia fue la pérdida del Estado”
(negrita nuestra) (8).

Así, la “monarquía de los cielos” lograba sobrevivir a medida que se


desmoronaba la “monarquía terrenal”, el monoteísmo cristiano se fortalecía y
consolidaba mientras se desvanecía el absolutismo imperial. La unidad religiosa
cristiana se convirtió en la contracara de la descentralización, la feudalización y la
fragmentación política y económica de la sociedad medieval.

Mientras que en Oriente mentenía su alianza con el poder político, en Occidente,


la Iglesia a la que ya el Concilio de Nicea había declarado católica, es decir, única
religión verdadera, y por lo tanto, universal, avanzaba sobre el poder terrenal y se
constituía como el soberano absoluto del cielo y de la tierra. Así lo describía Rodolfo
Puiggrós: “En Occidente, la Iglesia avanzó hacia el absolutismo papal y la posesión de
las espadas temporal y espiritual. En Oriente, la Iglesia nunca se emancipó del poder
temporal. Hasta 1123, o sea durante dos siglos y medio, no hubo concilios ecuménicos
en la Iglesia católica. Los que se celebraron a partir de ese año, como el de Letrán, no
fueron convocados por los emperadores, sino por los obispos de Roma y por eso se
llaman papales. El trono romano aspiraba en la Edad Media a tener su propio y único
imperio” (9).
Capítulo II

El cristianismo medieval

“...porque aquellos a quienes consumió el hambre, se liberaron de las


calamidades de esta vida, como sucede en una enfermedad corporal; y a los
que aún quedaron vivos, este mismo azote les suministró los documentos más
eficaces, no sólo para vivir con parsimonia y frugalidad, sino para ayunar
por más tiempo del ordinario sin sentir decaimiento en los espíritus”

San Agustín (La Ciudad de Dios)

Ante el inminente derrumbe material de la sociedad romana imperial y esclavista,


los teólogos cristianos respondieron contraponiéndole un orden celestial-ideal: La
Ciudad de Dios agustiniana. La ciudad terrena, real y tangible (impía e impura)
constituía según Agustín un mero reflejo imperfecto y contaminado por el pecado, de la
Ciudad celestial, abstracta e ideal (pía y pura). Esta dicotomía sólo podía resolverse en
tanto los Estados (ciudades terrenales) se subordinasen a los dictados de la Iglesia, es
decir, a la voluntad de Dios. Sólo a partir de la teocracia universal era posible la
realización del reino de Dios sobre la tierra.

En momentos de crisis política y derrumbe inminente en que los poderes


absolutos incrementan sus crueldades despóticas para evitar la fragmentación, en que
“los dioses antiguos abandonan a los hombres” aterrorizados, se produce lo que
Rozitchner llama “el retorno a la matriz materna”, el regreso imaginario al refugio
maternal protector ante el fracaso del poder político (paterno). Este regreso inconsciente
hacia el último refugio (materno) de los hombres vencidos e impotentes, consolida la
interiorización subjetiva del poder externo despótico y aterrador. Dice Rozitchner: “Allí
el cristianismo ahonda el poder externo en la subjetividad que, por fin, le queda más
profundamente sometida, y le abre al poder político, en el corazón ahora castrado y
contenido, el acceso a todo el ser del hombre. Transforma los conflictos sociales
externos y reales en conflictos subjetivos, individuales e ilusorios” (10).
De este modo, la única salvación para los hombres sometidos se halla en su
interioridad, en una imaginaria y abstracta protección interna (“triunfo clandestino”);
verdadero tránsito desde el “rebelde Jesús histórico” hacia el “Cristo religioso
crucificado”, definitiva consumación de la metamorfosis que convierte la femeneidad
maternal sensible y pulsional en la castidad divina (masculina) del Padre celestial. O para
expresarlo en términos freudianos: lo que los hombres experimentan en estas
circunstancias es la transformación de la coerción externa en coerción interna, operada
por la instancia psíquica a la que Freud denomina superyó, “que va acogiendo la
coerción externa entre sus mandamientos” (11).

La paz ordenada, tan cara a San Agustín, se consolidaría entonces con la


sociedad feudal de la Alta Edad Media; fue Agustín el brillante ideólogo del “fundamento
teológico de la servidumbre medieval”. Afirma el santo en De Civitate Dei: “Así pues, la
primera causa de la servidumbre es el pecado; que se sujetase el hombre a otro hombre
con el vínculo de la condición servil, lo cual no sucede sin especial providencia y justo
juicio de Dios, en quien no hay injusticia y sabe repartir diferentes penas conformes a
los méritos de las culpas (...) Y en aquella paz ordenada con que los hombres están
subordinados unos a otros, así como aprovecha la humildad a los que sirven, así daña
la soberbia a los que mandan y señorean” (negritas nuestras).

Siervos y señores, pecados, culpas y castigos divinos, constituyen los elementos


claves de la argumentación agustiniana. Agustín necesitaba desentenderse de la
concepción esclavista aristotélica que consideraba a los esclavos como seres
“naturalmente” alienados y carentes de razón, para instrumentar una “ontología dualista”
que escinde por un lado un alma naturalmente libre (creada por Dios) y por otro un
cuerpo pecaminoso que se desvía de la ley natural-divina, y que por consiguiente debía
purgar terrenalmente los pecados mediante la servidumbre y las miserias temporales, para
salvar el alma e ingresar a la Ciudad de Dios, única trascendente.

Pero para “cerrar” acabadamente, este paradigma agustiniano debió echar mano
aún de un elemento más: la resignación, es decir, la aceptación pasiva, voluntaria y
gozosa de la servidumbre terrenal (dominio de los hombres) como único camino para
ingresar en el reino celestial (dominio de Dios). Sólo mediante el castigo corporal-
terrenal, era posible liberar el alma. Es el cuerpo carnal, doliente y sensitivo, el que debe
someterse al dominio de un alma abstracta e idealizada, creada por Dios para regirlo.
Dice Puiggrós:“(El cristianismo) afirmaba la intrascendencia y el desprecio de los
bienes terrenales, a la par que señalaba como único bien a la ciudad de Dios,
prometida a los buenos y a los justos para después de la muerte, en el cielo. Para
Agustín, el pecado era causa, explicación y fundamento teológico de la servidumbre
feudal” (12). O como lo expresara Marx: “Los principios sociales del cristianismo
predican la necesidad de una clase dominante y de una clase dominada, y para ésta
última, se contentan con formular piadosamente el deseo de que la primera sea
caritativa. Los principios sociales del cristianismo trasladan al cielo la compensación
(...) de todas las infamias, y justifican de este modo la perpetuación de esas infamias
sobre la Tierra. Los principios sociales del cristianismo declaran que todas las
infamias cometidas por los opresores contra los oprimidos son el justo castigo del
pecado original o de otros pecados, o bien son pruebas impuestas por el Señor, en su
infinita sabiduría a las almas salvadas” (13).

Freud, por su parte, intentó hallar en la desvalorización cristiana de la vida


terrenal, la explicación del triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas: el
cristianismo obró, para Freud, como un verdadero “factor anticultural” que reaccionaba
contra la “cultura establecida” (pagana), responsabilizándola por las miserias y
sufrimientos terrenales. (14).

El dualismo agustiniano no procuró en modo alguno disimular la evidente


influencia platónica. Fue Platón quien diseñó la teoría de la existencia de dos mundos: el
de las ideas eternas e inmutables (mundo verdadero) y el de las cosas u objetos que sólo
constituía un mero reflejo del anterior. Las ideas, verdades abstractas no sensibles
residentes en el alma, eran las verdaderas creadoras de la naturaleza (el mundo de las
cosas). Sin embargo, Agustín va más allá de Platón al proponer una desmedida exaltación
del ser abstracto, eterno, inmóvil e inmutable, y consiguientemente, un acentuado
desprecio por la realidad temporal de los cuerpos sensibles que sólo lograrían redimirse
(servidumbre terrenal mediante) al acceder a la Ciudad de Dios, única verdadera y
trascendente.
Así, la sociedad feudal, inmóvil, esclerosada e incuestionada, encontraba su
correlato ideológico en la existencia de verdades eternas, inmutables y universales que,
paradójicamente, no resultarán estériles a la hora de adecuarse al movimiento, el devenir
y las transformaciones y contradicciones sociales que le sucedieron. La inmoviilidad e
inmutabilidad divinas de la sociedad feudal, no le impidieron al cristianismo asimilar,
adaptarse e incluso condicionar y allanar el camino de la moderna sociedad burguesa-
capitalista ulterior.
Será entonces a la explicación de los “modelos” y conductas individuales y
sociales, productos de la acción recíproca del Estado imperial-absolutista y la Iglesia
cristiana-monoteísta (que trascendieron, adecuándose y consolidándose a lo largo de los
períodos que sucedieron al Imperio), a la que intentaremos aproximarnos desde estas
páginas. Ello se debe a que según nuestra apreciación (y la de Rozitchner, claro está)
dichas manifestaciones marcaron a fuego a nuestra “cultura occidental”, tanto en lo que
respecta al imaginario colectivo-simbólico como a la interioridad individual-subjetiva.
Capítulo III

Cristianismo y Capitalismo

“Cuando se produce la violencia, todo aparece claro, pero


cuando se produce la adhesión, tal vez no sea más que el
efecto de una violencia interior que se oculta en el fondo
del consentimiento más sumiso”
Maurice Blanchot

Para Rozitchner (y en esto consiste la originalidad de su pensamiento y de su


obra), nadie mejor que “el modelo humano de la infinitud religiosa promovido por el
cristianismo” para allanar el camino de la moderna sociedad capitalista. Tanto el triunfo
del capitalismo, como, en gran parte, el fracaso del socialismo (por lo menos del
“socialismo real”) se vinculan efectivamente con la “reorganización imaginaria y
simbólica operada en la subjetividad por la nueva religión del Imperio romano”. La
producción “sensible” de hombres por parte de la religión es una instancia que antecede a
la producción de mercancías (y de hombres) por parte del sistema capitalista (proceso
que Marx describe brillantemente).

No era necesario, para Rozitchner, esperar el influjo del protestantismo ascético


de cuño calvinista (como proponía Weber), para rastrear los orígenes de la “afinidad
electiva” entre cristianismo y capitalismo, “cómplices asociados en el despojo del
cuerpo y del alma”. De lo que se trata entonces, es de desentrañar los mecanismos de
los que el cristianismo se valió desde la Antigüedad clásica para imponer su dominio
sobre los cuerpos y las almas, tan potentes y efectivos éstos, que tras su apogeo y
consagración durante la sociedad feudal, facilitaron posteriormente la instauración y
consolidación del capitalismo. “Nos preguntamos entonces sobre las transformaciones
psíquicas ‘profundas` que el cristianismo preparó como dominación subjetiva en el
campo de la política antigua e hizo posible que el capitalismo pudiera luego
instaurarse: que converjan en el siglo XX, como estamos viendo, ambos a dos
-economía y religión- triunfando juntos al mismo tiempo. ¿Cuál fue la innovación
psíquica en la construcción histórica de la subjetividad que nos acerca esta
experiencia?” (León Rozitchner: La Cosa y la Cruz, pág. 10. En adelante L.R.).
Para Rozitchner, el capital no hace más que apropiarse de los cuerpos vencidos,
derrotados, fraccionados y resignados que el cristianismo preparó previamente a través
de la imposición del modelo agustiniano-paulista; el triángulo trinitario cristiano nos dará
la clave para la explicación de su éxito. Dirá luego Rozitchner: “¿Qué metamorfosis se
produce desde el origen del deseo y las ganas en la corporeidad, que tiene al cuerpo de
la madre, primer objeto de amor, para que ese ímpetu haya podido culminar en anhelo
de acumulación cuantitativa en el ‘cuerpo’ numérico del capital, pero también para que
necesite cobijarse en el cuerpo místico de la burocracia eclesiástica de la Madre
Iglesia?” (L.R.,pág. 18).

El cristianismo transformó el cuerpo sensible en espíritu idealizado; el deseo


gozoso en dolor y sufrimiento abstractos; el amor placentero (materno) en corazón
culpable, desgarrado, circuncidado (privado de la femeneidad materna); las
cualidades humanas en cantidades divinas. Convirtió a las madres-mujeres
carnales y amantes, en Madre distante casta y clandestina, “atesorada” (no
gozada/gastada).

Desde hace aproximadamente dieciséis siglos, el cristianismo, en su expresión


hegemónica agustiniano-paulista (y de algún modo, según Rozitchner, en sus otras
concepciones interpretativas), se encargó sistemáticamente de moldear y modelar los
cuerpos para adaptarlos a las distintas modalidades del sistema dominante. Según
Foucault, “el individuo es sin duda, el átomo ficticio de una representación ‘ideológica’
de la sociedad; pero es también una realidad fabricada por esa tecnología específica
de poder que se llama ‘disciplina’ ” (15).

El “cuerpo capitalista” se constituye entonces como cuerpo dócil, vencido,


desarmado, derrotado física y moralmente, pasible de ser sometido e incapaz de
rebelarse. El capitalismo sólo pudo iniciar sus “operaciones” a partir de la violencia y el
terror que previamente allanó el camino para el sometimiento y la resignación; necesitó
de una acción tendiente a romper relaciones solidarias, reprimir potencialidades
subjetivas, metamorfosear espíritus críticos y rebeldes, e instalar en lo más profundo de
nuestra interioridad, la Ley suprema del vencedor. Sólo cuerpos fragmentados, dispersos,
humillados... Dice Marx en El Capital: “Si el dinero -como dice Augier- ‘viene al
mundo con manchas de sangre en una mejilla’, el capital lo hace chorreando sangre y
lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies”.

Lo distintivo y original (y fundacional, según Grüner) de la obra de Rozitchner,


consiste precisamente en haber rastreado los orígenes de dicha interiorización subjetiva
de los poderes despóticos exteriores, en las influyentes (y peligrosas) sentencias y
concepciones de la religión cristiana, y más específicamente aún en el pensamiento
agustiniano. Rozitchner encuentra en Agustín, la clave para comprender el triunfo del
“modelo espiritual de Occidente”. Las Confesiones de San Agustín trascienden la mera
narración autobiográfica, para instalarse (con éxito, desde ya) como el verdadero
paradigma de la espiritualidad cristiana. No se trata de ningún modo del simple relato
novelado de un desahogo personal, individual, íntimo, sino de un intento de construcción
paradigmática con pretensiones de validez universal. “Si se hubiera quedado en una
confesión personal su propuesta no tendría objeciones; sólo cuando la transforma en
Verdad absoluta y se apoya en el poder político del Imperio para aplicarla, entonces sí
Agustín se convierte en un prototipo fundamentalista y, como tal, peligroso para la
libertad humana. Por eso insistimos en tomarlo tan en serio” (L.R., pág. 21).

Agustín encarna acabadamente el momento en que "la política rebelde y


resistente al poder del imperio romano es suplantada por la religión de Estado en una
estrategia de dominación". De este modo, sus Confesiones constituyen un verdadero
“Manual de Instrucciones” mediante las cuales se organiza una nueva subjetividad
atravesada por el dominio religioso: sometimiento, resignación, culpa y sacrificio
terrenos con el abstracto e interesado objetivo de verter las almas así purificadas
en el reino divino del Padre celestial. La conversión del Jesús rebelde que combatía al
poder religioso e imperial en el Cristo hijo de Dios, derrotado y resurrecto, que muere
para purgar nuestros pecados (y no por haberse rebelado contra el Imperio),
“transfigura toda la memoria histórica de occidente, metamorfosea a la violencia
histórica sufrida en violencia necesaria y divina” (L.R., pág. 13).

La Cosa, la Cruz y el Capitalismo (Conclusión)

“Pero ¿cómo pretendemos decir algo sobre la cosa, sin estar


suficientemente enterados acerca de la verdad que le corresponde?
Al mismo tiempo podríamos plantear la contrapregunta: ¿cómo
pretendemos saber algo acerca de la verdad propia de la cosa, si no
conocemos la cosa misma para poder decidir qué verdad puede y
debe corresponderle?”
Martín Heidegger

“En la historia del erotismo, la religión cristiana desempeñó una


función clara: su condena. En la medida en que el cristianismo rigió
los destinos del mundo, intentó privarlo del erotismo”
Georges Bataille

Ya Marx había descubierto “el síntoma” (según Lacan), logrando desgarrar los
velos tras los cuales las relaciones sociales de poder se ocultaban para “aparecer” como
simples objetos inanimados (fetiches); ya Freud había dado cuenta de la determinación
histórica de la subjetividad mediante el proceso de interiorización psíquica de los poderes
externos, proponiendo un abordaje del aparato psíquico como el “último extremo de la
proyección e interiorización de la estructura social en lo subjetivo” (16); ahora
Rozitchner, por su parte, continúa la senda transitada por ambos maestros, pero como
buen discípulo, lejos de absolutizar o sacralizar sus originales concepciones, las recreará
y dinamizará señalando críticamente ciertas falencias y limitaciones a la vez que intentará
salvarlas.

Por consiguiente, señalará por un lado la vaguedad de una crítica marxista de la


religión tendiente a considerarla como un simple “hecho de conciencia” y por lo tanto,
“superestructural” (mero epifenómeno de las relaciones materiales de producción),
proponiendo como contrapartida, abordarla como una efectiva “técnica subjetiva de
dominio” que ahonda en la profundidad de los mecanismos psíquicos que consolidan
dicha dominación; por el otro lado, antepondrá al Edipo freudiano, heredero de la
tradición trágico-pagana, un Edipo cristiano generador de nuevas subjetividades, un
Edipo-(Agustín) que no se contentará con apartar al padre de su camino (tarea de la que
además ya se ha encargado la madre) sino que también deberá borrar toda marca
materna, sensible, cobijante y femenina de su corazón así circuncidado, para abrazar la
Ley de la Madre casta e insensible (Virgen), “masculinizada” en la figura del Dios-Padre
en que se “resuelve” la trinidad cristiana. “Deberá construir a Dios con su madre
substancial, lo más íntimo e irreductible. Debe alcanzar lo imposible, aniquilarla para
construirlo a Él con los restos de Ella. Debe poner en su oro refulgente el sello paterno
para amonedarla, vaciar sus contenidos en el molde racional de Dios-Padre” (L.R.,
pág. 147).
En la particular impronta (marca subjetiva en tanto negación y
ocultamiento) que el cristianismo (la Cruz) inscribe sobre la Cosa, hallará el
capitalismo la más oportuna y necesaria ocasión para desplegar su triunfo y
expansión indefinidos. ¿Cúal es entonces (y por fin) la Cosa a la que alude Rozitchner?.
Nos dice Grüner al respecto: “(se trata de) la ‘cosa’ freudiana, la indefinible materia
pulsional que se agita en el fondo oscuro de nuestras pasiones y nuestros intereses, de
nuestras ideas y nuestros amores...” (17). La Cosa...deseo pulsional, sensible y
femenino, es precisamente el objeto que el cristianismo niega y oculta. La simbólica
circuncisión peneana del judaísmo, es reemplazada ahora por el desgarramiento cristiano
del corazón sensible y latiente, refugio del amor materno, terrenal, gozoso. “La ley
cristiana oculta el objeto del deseo, no nos dice nada acerca de la cosa buscada, hace
desaparacer hasta su imagen” (L.R., pág. 82).

Ya desde la Antigüedad clásica, nos recuerda Grüner en otro texto (18), había
comenzado a insinuarse el tránsito desde la cultura de la Vergüenza (que impone un
obrar acorde con las exigencias exteriores) a la cultura de la Culpa (que subjetiva e
internaliza las fuentes del terror como “interiorización de la amenaza espectral”); sin
embargo, el pensamiento aristotélico se había encargado de reafirmar el carácter político-
público del castigo, con el fin de evitar que “el sentimiento de responsabilidad
individual introducido por la cultura de la Culpa se transformara en fantasma
universal de contaminación de todos los miembros de la polis, que sus cuerpos fueran
invadidos por un Terror igualador que proviene de su interior” (19). Recién con San
Agustín se confirma la transformación definitiva de la Vergüenza en Culpa, al
instalar en lo más profundo de la subjetividad, la fuente y el origen del Terror. De
este modo, la “subjetivación de la violencia del Poder asumida como autodominación
(que es constitutivo de una cierta forma de la subjetividad occidental) puede ser
también pensada como violencia de la legitimación” (20).

La Culpa cristiana...culpa por el deseo terreno de la Cosa, por el anhelo gozoso


del refugio materno cobijante y sensible, “culpa ante la ley sentida de la madre”, que
conduce a la internalización de la Ley del Padre divino, abstracto, insensible, inmaterial...
Cuerpos vencidos y desarmados, corazones desgarrados y circuncidados, sujetos sumisos
y culpables (que han internalizado la Ley del Padre despótico celestial -legitimación
interna de la violencia exterior-) dispuestos al sacrificio y la resignación terrenales. El
cristianismo ha allanado así el camino del capitalismo en las modernas sociedades
occidentales. La religión cristiana ha logrado producir (y aquí reside el secreto de su
triunfo y su efectividad) “hombres” proclives, en tanto mercancías, a ser producidos y
reproducidos por las relaciones mercantiles capitalistas. He aquí el en-cuentro (fraterno y
oportuno) entre la Ciudad del Capital y La Ciudad de Dios agustiniana.
Notas y bibliografía.

(1) Grüner, Eduardo: “La cosa política y el nido de víboras”, en El Rodaballo nº 6/7,
otoño/invierno de 1997, edic. El Cielo por Asalto, Bs. As., pág. 87.

(2) Maier, Franz Georg: Las transformaciones del Mundo Mediterráneo, edit. siglo
XXI, Méjico, 1984, págs. 29 y 30.

(3) Maier, F.G.: ibídem, pág. 39.

(4) Maier, F.G.: op. cit., págs 40 y 41.

(5) Maier, F.G.: op. cit., pág. 44.

(6) Fossier, Robert: La sociedad medieval; edit. Crítica, Barcelona, 1996, pág.25.

(7) Momigliano, Arnaldo: “Las desventajas del monoteísmo”, en De paganos, judíos y


cristianos, F.C.E., Méjico, 1996, pág. 250.

(8) Momigliano, A.: ibídem, pág. 259.

(9) Puiggrós, Rodolfo: La Cruz y el Feudo, Carlos Pérez editor, Bs. As., 1969, pág. 82.

(10) Rozitchner, León: La Cosa y la Cruz, edit. Losada, Bs. As., 1997, pág. 136.

(11) Freud, Sigmund: “El porvenir de una ilusión”, en Obras Completas, edit. Losada,
Bs. As., 1997, pág. 2965.

(12) Puiggrós, Rodolfo: op.cit., págs. 116 y 117.

(13) Deutsche Brüsseler Zeitung, 12-9-1874; citado por Puiggrós, R. op. cit., pág 116.

(14) Freud, Sigmund: “El malestar en la cultura”, en op. cit.

(15) Foucault, Michel: Vigilar y castigar, edit. siglo XXI, Arg., 1989, pág. 198.

(16) Rozitchner, León: Freud y el problema del poder, edit. Plaza & Valdés, Méjico
1987, pág. 15.

(17) Grüner, Eduardo: op. cit.

(18) Grüner, Eduardo: Las formas de la espada, edit. Colihue, Bs. As., 1997.

(19) Grüner, E.: ibídem, pág. 16.

(20) Grüner, E.: ibídem, pág. 25.

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