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III ¿PARA QUÉ DROGAS?

DE LA DIALÉCTICA DE LA HUIDA Y BÚSQUEDA DEL


MUNDO

¡Ay, quién nos contará la historia completa de los narcóticos!


que es casi la historia de la “cultura”, de la denominada cultura superior.
Friedrich Nietzche,
Die Fröbliche Wissenschaft, 86

1. HISTORIA DE LA CULTURA COMO HISTORIA DE LA


ABSTINENCIA

Hace dos mil quinientos años, el Sócrates platónico introdujo una admonición
previa contra el entusiasmo, en términos filosóficos, cuyas consecuencias, incluso
hoy en día, siguen siendo difíciles de aquilatar. No todo dominio por medio de
las denominadas fuerzas divinas puede figurar en el futuro como comprensión
adecuada. Sólo de los raros casos de manía filosófica-de la nostalgia, causada por
Eros, por el reencuentro con la esfera de las ideas- emanan, según Platón, efectos
aún beneficiosos para la verdad. El resto de obsesiones e “influencias” han de ser
rechazadas como perturbaciones del alma y de su capacidad de juicio. Partiendo
de la admonición previa platónica respecto a la clasificación de la exaltaciones, se
llegó en la escuela de Aristóteles y sus discípulos a una prohibición, si bien no
formal si fáctica, del entusiasmo. De entonces a esta parte, la filosofía es más
ciencia que inspiración, más el avance en el curso seguro de las ideas que el
extravío en el bello riesgo del entusiasmo. Desde entonces, para proclamar
vindicaciones de la verdad, ya no le basta al profesional remitirse al dios que lo
usa como alta voz; ni siquiera un filósofo que empina el codo, pese al in vino
veritas, tiene un acceso privilegiado a mejores argumentos. Desde que Sócrates, en
el banquete ominoso, desestimó los argumentos de su poético predecesor en la
palabra como meros arrebatos entusiastas, el discurso extasiado tiene muy escaso
crédito entre filósofos —porque filosofar, aunque se hable de los más alados
temas, debe significar, sin excepción, argumentar, y argumentar quiere decir
hablar en estado de sobriedad—. El trabajo de la academia ateniense se funda en
el designio de teoría higiénica de construir, únicamente con el alma sobria, un
puente para la intuición de las últimas razones. Quien no quiera someterse a esta
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prohibición antientusiasta, tiene que seguir intentándolo con la tradicional mezcla
de éxtasis y religión, de escucha confusa y perturbación de conciencia —la
academia, en todo caso, se ufana de haberse librado del favor antojadizo del
estado anímico excepcional—; pretende atravesar el país de la verdad sin drogas
ni otros medios de transporte ilegales. Desde Aristóteles, pertenece al código de
honor de la comunidad argumentadora la convicción de que es mejor perder el
hilo estando sobrio que expresarse con la más eximia de las inteligencias estando
drogado.

Tal vez no sea totalmente ociosa esta visión retrospectiva cuando se trata de
entender las preocupaciones de la sociedad contemporánea occidental respecto a
sus miembros adictos en una perspectiva de amplitud histórica. También las
actuales campañas contra la droga, sean con miras terapéuticas, religiosas,
policiales o jurídicas, merecen ser interpretadas como parte de un complejo
drama psicohistórico. El sentido de esas campañas no queda claro mientras no se
tenga en cuenta que son parte de una batalla titánica entre la embriaguez y la
sobriedad que, desde hace varios milenios, se ocupa de escandir la historia de las
culturas avanzadas. En la lucha por la justa medida de la sobriedad, combina con
la justa medida de exaltación o “misión”, se lleva a cabo una especie de guerra
mundial de fondo en la cultura, una guerra con frentes confusos y alianzas
camufladas por todas partes. En este conflicto de individuos, pueblos y
civilizaciones, se dirime el medio de hacer llevadera la vida, demasiado dura, en
las escabrosas relaciones de las denominadas culturas avanzadas. En esas
descomunales batallas instintivas, los hombres se esfuerzan por manipular el peso
del mundo que se ha hecho desproporcionadamente agobiante; y así es como lo
comparten y soportan de consuno, lo reducen restringiendo necesidades, se lo
cargan a otro, lo olvidan y lo relegan al letargo especialmente con ayuda de
estupefacientes. Cierto es que una notable parte de la humanidad sintió y
practicó, en todo tiempo, la verdad rebelde de la aseveración de Fichte: “[…]
pues el ser racional no está destinado a cargador”1. Es más, el no querer anularse
bajo la carga se ha conformado como la columna vertebral de la libertad y la
voluntad de autodeterminación. Al mismo tiempo, otra parte seguramente más
numerosa de la humanidad empleó todo su raciocinio en doblegarse con
resignación bajo el yugo del mundo; el hombre, puesto en razón y sobriedad, se
dispuso a dar a la existencia el significado de un ejercicio de obediencia frente a
lo inevitable e inalterable2. No hay que caer en el error de ver en esas conductas
nada más que una metafísica de sherpa al estilo oriental. El entendimiento
dominante del hombre adulto, en latitudes occidentales, también contiene una

                                                                                                               
1 J.G. Fichte, Die Bestimmung des Menschen, Hamburgo, p. 105.
2 Cfr, en este libro, la sección 3, “El cercado, el firme, el deprimido propio Tu”, del primer capitulo, p. 56 y ss.
  2
fuerte dosis de esa teoría de la obediencia en la que, hasta hoy, sobrevive la
herencia estoica. Allá donde ésta es aún activa, sigue en vigor la convicción de la
bondad básica del mundo y de lo razonable de la realidad. Si fuera de otro modo,
los miembros de gremios terapéuticos, los drogoterapeutas los primeros, tendrían
que cerrar sus consultas. Y es que se encuentran respaldados para explotarlas sólo
en tanto pueden figurar como abogados dignos de crédito de un accesible
principio de realidad sobrio en un accesible mundo bueno. ¿Cómo, si no, iban a
ofrecer sus servicios contra las falsas ascensiones celestiales de las drogas?

En general, los filósofos no se han hecho célebres porque hayan tenido mucho
que decir en lo tocante a la cuestión de la embriaguez y las drogas. Su reputación
estriba en su abstinencia de los dulces venenos de la vida y en su consuelo
metódico que desestima todas las convicciones apresuradas. Con toda razón se
tiene a los filósofos por gente que considera improcedente toda sujeción exterior
del entendimiento. Si reconocieran algo así como un honor profesional, éste
procedería de que ellos se complican más a la hora de establecer sus criterios que
otra gente3. En cierto modo, filosofar no es otra cosa que la forma procesal de la
sobriedad. En semejante perspectiva, los filósofos podrían ser, en todo caso,
actores en lucha contra los estados excepcionales de la psique y los extravíos de la
razón, pero no interlocutores adecuados para una conversación sobre la
constitución adicta del hombre.

El dialogo filosófico-terapéutico, sin embargo, promete ser más fértil, si se


reconoce en el mismo pensamiento filosófico inicial el equivalente a un
fenómeno de embriaguez o adicción. Esto presupone que ciertos estados
extasiados e inspirados que, en proporción conocida, aparecen en los más
elevados registros de la meditación filosófica, ya no los arrinconamos como
místicos, sino que los entendemos como el más íntimo y típico quehacer del
pensamiento filosófico clásico. Hecha esa concesión, la reserva contra el
entusiasmo aparece bajo otra luz; y, al mismo tiempo, metafísica y teoría de las
drogas, ontología y endocrinología, se iluminan mutuamente; teoría del
conocimiento y éxtasis ya no son distritos blindados uno frente al otro. Si damos
por bueno que la forma básica de la “gran” teoría filosófica debe presentarse,
necesariamente, como monísmo metafísico, de eso resulta que la cúspide de la
comprensión filosófica, el apex theoriae como ascensión al uno correspondiente,
no es accesible sin la dislocación del sujeto en una excepcional situación
iluminada. De manera que el “instante de la verdad” sólo podría acontecer —en
la medida de un universo interpretado monísticamente— en la medida que el

                                                                                                               
3 Cicerón hizo notar, al respecto, en De inventione, que se trata de no indagar sobre materia alguna temere atque

arroganter, a ciegas y con presunción.


  3
sujeto se ha preparado para ir “hasta el fondo” en una visión unitaria. Sin
arrobamiento no hay primera filosofía. Una adecuada interpretación teórica de
semejante estado está, aun con todo, obligada a un aplazamiento temporal y es
natural que no alcance una forma lingüística articulada más que a posteriori. Con
esa articulación, se instituye la labor perpetua de la segunda filosofía. Ésta, a su
vez, intenta exponer en forma de comprensión lógica lo que in actu está más allá
del discurso. La articulación lingüística del monismo místico sería el arrecife
donde debe zozobrar, de la antigüedad a esta parte, el entusiasmo filosófico. Así
que lo que expendía en la academia y sus seguidoras era, desde el principio,
segunda filosofía que habla de la primera. Cuando Platón dijo que antes había
auténticos sabios y hoy, en cambio, nada más que aficionados a la sabiduría, no
hacía aforismos sino que publicaba el secreto del oficio4. Con eso, evocaba una
tradición oral del tiempo de los poderosos maestros extáticos que eran célebres
en la antigua Grecia como chamanes o iatromantes5. La filosofía nació cuando los
descendientes de los magos se establecieron en la polis y hubieron de
acomodarse a las reglas de la intermediación y verborrea urbana. En el momento
en que la extática quedó sometida a la retórica, se desarrolló una magia civil cuyos
discípulos comenzaron a dedicarse a oficios en apariencia completamente
desembriagados como políticos, psicólogos, oradores, educadores y juristas. Así y
todo, en la vida de Platón debió haber cinco o seis momentos en los que también
él, el distinguido y distante literato y lógico, se encontró, no en la reflexión, sino
en la iluminación. Pero, como siempre, las experiencias culminantes de los viejos
maestros del pensamiento parecen haber sido encargadas in persona y, visto desde
tales premisas, su quehacer discursivo no sería más que, de entrada, el propio
etiquetaje y desembriaguez de una iluminación inicialmente inexpresable. Tener
que hacerse sobria en la propia elaboración de su formulación sería el destino
inmanente que, en sí misma, la filosofía cumple en su progreso.

                                                                                                               
4 También, en última instancia, se trasluce algo del secreto de esa diferencia en el idealismo alemán que cultiva
metódicamente el antagonismo entre conciencia iluminada y secuencia argumentativa.
5 En griego, médico que cura mediante la adivinación. “Iatromántis” era uno de los calificativos de Apolo (Nota

del traductor). Iatromantis es una palabra griega cuyo significado literal es más simplemente traducida como
“médico–vidente” o “curandero”. El iatromantis era una forma griega de chamán, que se relaciona con otras figuras
semimiticas como Abaris, Aristeas, Epiméndes y Hermótimo. En la época clásica, Esquilo usa la palabra para
referirse a Apolo y a Asclepio, hijo de Apolo. Según Peter Kingsley, los iatromantis eran figuras griegas que
pertenecían a una tradición chamánica con orígenes en Asía Central. Una de las principales prácticas de éxtasis,
meditativa de estos curanderos profetas era la incubación (ἐγκοίµησις, enkoimesis), ritual que consiste en dormir en
un lugar sagrado para adquirir un estado de conciencia especial. Más que una técnica médica, la incubación permite
que un ser humano experimente un cuarto estado de conciencia diferente al dormir, soñar ó al ordinario de vigilia:
un estado que Kingsley describe como “la conciencia misma” y que compara con la turiya o samadhi de la tradición
yoguica de la India. Kingsley identifica al filósofo presocrático Parménides como a un iatromantis. Esta
identificación ha sido descrita como “fascinante”, sino también como “muy difícil de evaluar su veracidad”. Se
puede consultar: Kingsley, Peter. En los lugares oscuros de la Sabiduría. Inverness, Golden Sufi Center, 1999.

  4
Esa labor de desembriaguez progresa grosso modo en dos grandes fases. En la
primera, el éxtasis razonable se crea una interpretación propia con ayuda de la
metafísica como ontología teológica: al mismo tiempo, desarrolla una rutina de
grandes pensamientos que se reproducen en formas en buena medida
reconocibles desde Aristóteles a Leibniz; así y todo, el escepticismo académico de
los antiguos tiende, ya en la Baja Antigüedad, a restar su fuerza a las grandes tesis,
prefiere estar suspendido en una distancia neutral entre las opiniones académicas.
En la segunda fase, la razón, aún más desembriagada, deshace sus metafísicas
construcciones cimerianas y desemboca, por fin en una total abstinencia de tesis
elevadas —ahora pretende no diferenciarse ya de un pensamiento cotidiano
ilustrado—. Solo así es posible que algo que empezó en Parménides acabe en
Wittgenstein. Parece que el entusiasmo filosófico no pudiera, en su edad
temprana, entrar en escena de otro modo que no fuera como teología o doctrina
de las primeras cosas. El primer descubrimiento del espíritu —por asumir la bella
fórmula de Bruno Snells— se consumó en el idioma de un idealismo epifánico
que se recreaba haciendo notar que, al abrigo de las palabras humanas, obraban,
en última instancia, irradiaciones divinas. A una teoría completamente
desembriagada ya no se le permiten semejantes patas de banco. Los individuos
que filosofan en el presente deberían, antes que nada y aun cuando quisieran
articular estados místicos en causa propia, aprender a hablar sobrios sobre el
éxtais, y eso quiere decir llevar adelante una biología de los estados excepcionales
en el marco de una física común del conocimiento. Puesto que vivimos en la
época del segundo descubrimiento del espíritu, ahora mismo sería el momento
adecuado para la iniciación de un endomorfinismo especulativo de los estados
excepcionales de la psique observados científicamente. Se debería llamar algún
día por su nombre químico a las sustancias transmisoras que guían los estados de
lo vivido como unidad absoluta; es más, se registraría ese mismo conocimiento
de los nombres como una capacidad del cerebro, o del universo creador, o de la
totalidad holográfica —una investigación que conduciría a una especie de
brahmanismo bioquímico. Hoy no se necesita poseer ningún especial
conocimiento en materia de escuela o investigación de movimientos de filosofía
actual para saber que, en ella, se habla de todo, nos sólo del endomorfismo de la
especulación; y es que , ciertamente, quiere entender algo de todo, no sólo de la
elaboración y supresión de la diferencia entre el propio Yo y el ser por medio de
mecanismos endocrinos o quimioéticos. Ninguna época estuvo tan lejos de
considerar, y mucho menos asentir, que el monismo místico sea la tarea
pendiente del pensamiento filosófico. Antes bien, los teóricos contemporáneos
se jactan de exterminar en sí los últimos vestigios del éxtasis y sus destellos
teológicos. Disfrutan contribuyendo a la victoria del espíritu de la desembriaguez
propia. El gremio en pleno se presenta hoy en completa y consciente ausencia de
embriaguez, como si fuera el sujeto tratado en una cura de desintoxicación que
  5
ha transcendido épocas. Incluso ha conseguido olvidar la misma cura, de manera
que ya no tiene ningún sentido, para la gente de la corporación, hablar de unidad
universal, epifanía, autocontemplación de lo divino y cosas por el estilo de un
modo que no sea el de la perspectiva histórica. El oficio se previene del
entusiasmo con ironía o entrecomillados. Casi se puede decir ya, a modo de
definición, que un filósofo es alguien que no sabe qué son estados elevados en la
contemplación. La empresa teórica contemporánea ha perdido el olfato para
percatarse de que, entre sentimiento elevado y autopercepción, hubo un tiempo
en que se observó una honda correspondencia. Cuando Aristóteles —quién no
era, precisamente, un exaltado entre las cabezas antiguas— habló del
pensamiento pensante de por sí, aún había, cuando menos, un eco en el espacio
de una remota experiencia cumbre; aún no estaban lógica y éxtasis
completamente alejadas entre sí —un cielo común, aun cuando fuera el de
Eleusis y sus drogas iniciáticas, se tendía sobre ambos polos—. Si se vuelve la
vista hacia el factor entusiasta de las filosofías antiguas, se puede extraer una
conclusión altamente instructiva del diagnóstico de las modernas. Se muestra que
psicohistóricamente, tampoco la filosofía, entendida como disciplina, va contra
corriente y que también ella, con sus medios obedece la tendencia global del
proceso de civilización. Bajo esa óptica, la civilización al estilo occidental se
interpreta como el proceso de imposición de drogas sustitutorias —con la
anulación de la consciencia de que se trate de drogas sustitutorias—. De modo
que tanto más indefensa aparecerá una sociedad ante la irrupción de drogas
“duras”, cuanto más adelantada sea. Tal vez no esté ya lejos el momento en que
se pueda contar la historia de la cultura humana bajo el título de una teoría de las
drogas sustitutorias: al principio era abstinencia.

2. DROGAS SANTAS

Para empezar cualquier reflexión crítica sobre los orígenes del consumo humano
de drogas debería sacrificarse un moderno hábito de pensamiento. La
investigación histórica de las drogas proporciona la que para los hombres
contemporáneos resulta asombrosa lección de que la asociación de droga y
adicción representa, esencialmente, una vinculación moderna. Para comprender
la antigua realidad del consumo de drogas, sería preciso romper la profana alianza
predominante de droga y adicción, y concebir ambas como magnitudes
básicamente diversas. El desafío de la cuestión a los investigadores actuales
estriba en retrotraerse, con ayuda de la fuerza imaginativa histórica, a una época
en que las drogas actuaban, sobre todo, como vehículos de un tráfico fronterizo
metafísico y ritualizado. El uso ritualmente acotado de drogas forma parte, desde
el punto de vista psicológico, de la desaparecida era universal del Antiguo
  6
Mediumismo6. En este se concibe el interior humano en la medida en que está ya
delimitado, no tanto como esfera anímica, cerrada y autónoma 7 , sino como
espacio de manifestación y escenario para lo que ha de llegar, acontecer y
consumarse. De manera diversa a la actual percepción de la individualidad en el
homo clausus, subjetividad significa, en la era antigua de las drogas sacras, una
disponibilidad o accesibilidad elevada para lo no-siempre-manifiesto y, sin
embargo, más supremamente real, que acostumbra a descubrirse en estados
psíquicos excepcionales. El “interior” humano se abre y ofrece en la medida en
que es orquesta y pantalla para la epifanía de fuerzas sobre y extrahumanas cuyos
representantes sacros podrían ser cualesquiera de las sustancias que, en la
moderna jerga farmacéutica, se llaman drogas. Pero la palabra droga seguirá
siendo una designación defectuosa en tanto la entendamos sólo con un interés en
su identificación químico-farmacéutica y policiaco-cultural. En el orden del
mundo antiguo mediumiano, las “drogas” poseían un status fármaco-teológico
—ellas mismas son elementos, actores y fuerza del cosmos ordenado en donde
los sujetos intentan integrarse con miras a su superviviencia—. Las ayudas
farmacéuticas son especialmente requeridas en tiempos en que los individuos se
sienten enfermos y extraños. En ellas buscan asilo los hombres cuando están
persuadidos, por sí o como cuerpo social, de que se presenta una interrupción de
la armonía global. De manera que las sustancias psicotrópicas no se utilizan para
la embriaguez privada sinoque actúan como reactivos de los santo, como
abrepuertas de los dioses. Ernst Jünger ha formulado un significativo aspecto de
remotos usos de drogas cuando, mediante la embriaguez inducida por ellas, quiso
conocer un “desfile triunfal de plantas a través de la psique”8. La expresión trae
muy bien a colación el principio de permeabilidad medial que formaba parte de la
constitución arcaica y preautonómica del sujeto. Pero, con su acento en la calidad
de “triunfal”, distorsiona la esencia del mismo paso; hierbas sagradas, hongos y
extractos no tienen nada que ganar ni que perder de la parte humana; se trata de
una magia de reposición que propicia la embriaguez custodiada por las plantas a
fin de recobrar la participación humana en la integridad del mundo.

                                                                                                               
6 Al escribirlo con mayúscula, quisiera hacer notar que, aquí, se trata de un concepto temporal psicohistórico,
como Edad de Piedra o antiguo Régimen. Presentar la historia de lo psíquico como historia del mediumismo o
como transformación estructural de la obsesión en general sería, en este momento, el desiderátum capital de una
historia de la cultura en perspectiva filosófica. Una historia tal debería destacar, ante todo, que la llamada cultura
avanzada, es decir, el período de la formación del Yo monoteísta, debe ser entendido como la era del
Mediumismo Medio; la época en que los hombres tan solo debían dejarse poseer por uno. De la ruina de esa
estructura nace el Neomediumismo posmoderno. Cfr. También en este volumen la sección “El determinado,
elegido, entusiasmado propio Yo”, p. 37 y ss.
7 Cfr., referente a su génesis, las observaciones sobre la doctrina socrático platónica y el perfectivismo físico, en

este volumen, p. 37 y ss.


8 Ernst Jünger, Annäberungen, Stuttgart 1978, p. 44.

  7
Con la palabra integridad se denota algo de una evidencia tan palmaria para
hombres de la antigüedad como abstrusa para nosotros: una reivindicación de
concordancia entre curación y culto. Incluso en pleno renacimiento actual de
medicinas mágicas alternativas, esa mutua correspondencia sigue siendo tan
enigmática como siempre. Hasta qué punto imperaba en la antigüedad la idea de
los fármacos divinos y qué religiosamente se podía pensar de la curación, podría
mostrarlo un himno sacrificial del Rigveda, una de las más antiguas recopilaciones
de himnos hindúes sagrados.

He degustado cabalmente el dulce elixir vital,


Que sugiere buenos pensamientos y ahuyenta la necesidad,
Y en el que se regocijan dioses y mortales,
Que llaman “miel” a dulce alimento […]
Hemos bebido Soma, nos hemos hecho inmortales.
Hemos llegado a la luz, hemos encontrado a los dioses.
¿Qué nos podrá hacer la malquerencia? ¿Qué, oh inmortal (bebida), el
designio de un hombre mortal?
El custodio de nuestro cuerpo eres tú, oh Soma.
Has entrado en cada miembro como guardián […]
Se alejan sufrimientos, desaparecen enfermedades,
Las fuerzas de la tiniebla están espantadas.
Soma ha surgido en nosotros con su poder;
Hemos alcanzado el principio donde se rejuvenece la vida de los hombres
Unido a los padres, oh Soma,
Te extiendes sobre el cielo y la tierra,
A ti queremos honrar con sacrificios
Que nos harán señores de toda riqueza9.

Aunque no estemos iniciados en los arcanos profesionales de los sancritólogos,


en una lectura profana podemos, cuando menos, captar una notable alusión del
texto sagrado: es patente que forma parte de la lógica de esta invocación a la
bebida que, entre embriagadora bebida divina y la misma divinidad, no se hace
distinción alguna —al menos, no con la agudeza propia de la diferenciación
aristotélica entre sustancia y atributo o esencia y efecto—. Justamente esa no
distinción muestra cómo la llamada droga está englobada, sin resto alguno, en la
esfera sacra 10 . En consecuencia, apenas podría hacerse un deslinde entre la
relación con ella y el contacto con la divinidad. Por otra parte, el mito hindú no
tiene el mínimo interés en disimular que el dios Indra hace ostensiblemente un
                                                                                                               
9 Citado de Mircea Eliade, Geschichte der relgiösen Ideen. Quellentexto. Traducción y edición de Günter Lanczkowski,

Friburgo/Basilea/Viena, 1981, p. 208 y ss.


10 Cfr. Charles Malamoud, Cuire le monde. Rite et pensée dans l’Inde ancienne, París 1984, p. 55 y ss.

  8
consumo enorme de soma, hasta el extremo de que, en todo caso el dios y no el
pequeño consumidor brahmánico, parece afectado por síntomas de un problema
de adicción.

Lo que, a primera vista, parece ser un problema lógico implica una diferencia
psicológica radical entre antigua y moderna experiencia de éxtasis y embriaguez.
La bebida, que conlleva la cualidad de la inmortalidad, la participa a sus
bebedores, igual si son dioses que hombres, en virtud de una intervención mágica
incorporada. De tales indicios se desprende que la fantasía histórica no bastaría
para trasladarse a un mundo donde está en vigor semejante lógica. Salvo que una
cierta proporción de aventura espiritual entre en juego, este campo
paleopsicológico seguirá vedado al pensamiento contemporáneo. Nos hemos
topado por casualidad con el nombre de Ernst Jünger entre aquellos que se han
sentido capaces de una aproximación a los misterios toxicológicos de culturas
pretéritas. Cito un pasaje de su trabajo sobre embriaguez y drogas en el que
Jünger, al arrimo de las investigaciones del germanista Wilhelm Grönbech, pone
a prueba el conjuro de un festín nórdico.

“Se sentaron, pues, juntos a esperar a Wod o Wotan [...]


“La cuerna fue ‘el corazón del festín’; era parte de él, como la espada lo es de las
joyas. La bebida tenía un hondo propósito como recuerdo de los hechos de los
padres y antepasados, incluso como conjuro del mundo mítico. Todo iba a ser
abandonado; debía quedar fuera junto con afecto y desafecto, fortuna e
infortunio, mientras ellos se sentaban juntos y bebían como en el corazón de una
nave de madera donde el silencio y el sosiego fueran cada vez mayores, al tiempo
que crecía la agitación interior.
“Entonces, también el mundo exterior se hace mántico, perceptible. Ruidos que
vienen de fuera suenan como avisos y presagios. El oído escucha tras los sonidos:
el ladrido de los perros y el grito de las aves adquieren fuerza admonitoria.
La vista se transforma; atraviesa los muros, también los de los sucesos, hasta más
allá del futuro […] La cuerna ‘gira en torno al fuego’; los hombres se saturan de
fuerza, pero no de aquella que presta la irresistible furia guerrera. No reluce de
dentro a fuera y no se hace escandalosa ni violenta en las espadas. Más bien es
calmada y apacible, aunque también agobiante. El tiempo se dilata de manera
insoportable. Eso no quiere decir que se prolongue, sino que se tensa hasta la
rotura. Pierde la duración y gana peso. Se hace cortante y opresivo, se hace
tiempo de sino, se hace tiempo de Nornas11.

                                                                                                               
11 Diosas escandinavas del destino. (Nota del traductor)
  9
“Así se declara el silencio que, de vez en cuando, rasga mi suspiro, un quejido. Se
hace inminente lo que es aún más fuerte que ejército y armas […] cierne el
destino efectivo. Son contracciones de parto.
“No terminan de golpe. Las voces de afuera se hacen más quedas, hasta
enmudecen. El fuego, en torno al que giraba la cuerna, arde sin vibraciones en la
luz apacible que se ocultaba en el corazón de las llamas abrasadoras. Ahora es
cuando han entrado en función; cada cual lo siente, cada cual lo sabe, lo mismo si
las percibe en su traza que en el resplandor que irradian. Ahora ya no hay tiempo.
“Se hace sentir aún más rato en los rostros, los cabellos, las armas y atuendos.
También en los ojos que escrutan el porvenir en lontananza.
“Eso explica la ausencia de temor. Quien compartió la mesa una vez con ellas
conserva la serenidad hasta la sala ardiente. Seguirá adelante a través de las llamas
[…] ” 12

Pueden juzgarse las cualidades de esta prosa como se prefiera; en todo caso, es
patente que tenemos ante nosotros un intento de derribar la ontología de la
trivialidad mediante la que las interpretaciones del mundo desprovistas de
embriaguez se dispensan una constitución dogmática. Aquellos mundos
desaparecidos donde, en cada esquina, en cada tienda, bajo cada árbol mágico,
podía “darse” lleno de misterio lo viniente, compareciente o recurrente de la
manera descrita u otra, no se diferencian especialmente de los actuales y nuestros
en que conozcan un uso elaborado de la droga, sino en que no conocen
problema alguno de droga. Podían presentarse las más extremadas formas de
embriaguez; sin embargo, por lo que sabemos, en aquellos tiempos, no se habla
de adicción. Para esos mundos, casi se podría proclamar la regla empírica: cuanto
más profunda la experiencia de droga, más imposible la adicción. Lo que la
tendencia a la adicción excluye, ya de entrada, es la forma ritual del éxtasis y la
definición sacramental de las realidades manifestadas mediante la sustancia
embriagadora. Uso la expresión sacramental en un sentido fuertemente impreg-
nado de magia que excede a todo; algo que los europeos, aun cuando fueran
católicos, aún entienden de su experiencia cotidiana religiosa. Lo dicho se puede
imaginar por medio de un experimento mental. Supongamos que la hostia
consagrada del ritual católico se preparara con una gota de dietilamina de ácido
lisérgico, la famosa criatura de Albert Hofmann, la toma de la comunión cristiana
tendría entonces derecho a ser nombrada con el mismo título que el soma o el
peyote. Menudearían apariciones de Cristo y visiones del Padre en la misma
proporción que las alucinaciones divinas eleusinas; el cristianismo sería, entonces,
una religión sintética de trance, como el xango brasileño o el candomblé,
ampliada con los componentes de la teología griega. Con eso finaliza el
                                                                                                               
12 Ernst Jünger, Annäherungen, Stuttgart 1978, pp. 156-157.
  10
experimento. Ahora entendemos por qué no podemos exigir del sacramento
clave antiguo europeo, la última cena, más de lo que nuestra civilización, en
definitiva, es capaz de dar. Como aquí se encarna una tendencia mundial a las
relaciones sobrias, la última cena es un sacramento de participación sin
alucinaciones. Hay, pues, buenas razones para ofrecer pan poco nutritivo a los
laicos y exquisito vino de celebrar al clero; se ofrece sucedáneo protestante
piadoso bajo ambas especies. Eso habla con suficiente elocuencia de la dirección
que nuestra civilización ha introducido toto genere en la cuestión de la participación
en la sustancia divina. A quien se fije con atención no se le escapará que la
“racionalidad occidental” se materializa ejemplarmente en un sacramento de la
privación. Esto, nota bene, ya lo captaron los teólogos antes de que viniera la
Ilustración a despejar el ritual. Tras la victoria, en el debate eucarístico del siglo
XVI, de los teóricos simbolistas protestantes sobre los católicos místicos de la
presencia real, quedó bien evidente cómo el alma moderna es expulsada del
paraíso de la participación embriagadora. La modernidad calvinista sólo
reconocerá los misterios de la droga sustitutoria: el culto del dinero y del éxito
intramundano. Quien no pueda acceder a esas drogas sustitutorias es arrojado, de
hecho, a las llamadas drogas duras. No son por casualidad los Estados Unidos la
nación de la tierra más reconcomida por problemas de droga. Son el país que
vive como ningún otro de drogas sustitutorias. Quien no puede drogarse con
éxito o dinero simplemente tiene que consolarse con los “sustitutos de gracia
química” —como llamó Aldous Huxley a las drogas “reales”—. Heroína es la
droga sustitutoria americana para las drogas sustitutorias éxito y triunfo. Del
fármaco divino que procuraba la participación en la esencia de lo inmortal, se ha
hecho, en el mundo protestante, un veneno narcisista que corrompe las almas
con alucinaciones de misión y predestinación.

3. LA IRRUPCIÓN DE LAS ADICCIONES.


DE LA FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU PROPENSO A LA
ADDICCIÓN.

Tras este repaso, por fuerza muy rapsódico, a las dimensiones religiosas y
paleopsicológicas del uso de drogas, naturalmente se impone a la conciencia
moderna la pregunta de cómo pudo originarse la que nos parece tan espontánea
unión de droga y adicción. ¿Cómo fue posible que la adicción diera con la droga?
¿Por qué medio adquieren las sustancias psicotrópicas la reputación de ser
“drogas” y hacer adictos? ¿Cómo pudo nacer la certificación objetiva de que hay
sustancias que, como tales, son esclavizadoras del ánimo y productoras de
adicción? ¿Cómo pudo generalizarse la certificación psicológica de que, por
naturaleza, haya individuos “propensos” a la adicción? No se esperará que estas
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preguntas encuentren aquí una respuesta satisfactoria; dudo que las competencias
de los filósofos y psicohistoriadores actuales alcancen como para plantearse
problemas de este orlen y magnitud con perspectivas de éxito. Lo que quiero
intentar a continuación no puede tener más significado que el de un sondeo
provisional del terreno que una investigación venidera debe proponerse para su
estudio detallado.

Para que la típica asociación moderna de droga y adicción pudiera tener lugar,
tuvieron que actuar de consuno, tal y como lo pienso, tres grandes hechos
notables en la historia de la subjetividad, cada uno de los cuales ha requerido para
sí un periodo de desarrollo de varios milenios. La enormidad e inconclusión de
ese proceso conlleva el inconveniente de que no podamos dotarnos de distancia
ante él ni elaborar un enfoque en perspectiva. A despecho del riesgo de ser
víctima de una titulación especulativa de las relaciones, quisiera, a continuación,
nombrar tres grandes tendencias de la historia de la subjetividad de las que
nuestras reflexiones adicto y drogo-teóricas podrían obtener vías de prospección.

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FICHA:

SLOTERDIJK, Peter. Extrañamiento del mundo. Editorial Pre-textos, Valencia,


2001, pp. 123-139

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