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María Virgen Madre Oyente, Orante y Oferente

P. Javier Alson smc

MARÍA, VIRGEN MADRE

La Virgen María es madre de Cristo, madre de Dios, la mujer pura y limpia de pecado en

la cual Dios engendró a su Hijo, en la cual encarnó el verbo eterno. Ella con limpio

corazón recibió la Palabra en su seno y dio el mejor fruto de toda la humanidad,

Jesucristo. Ella estaba exenta de pecado original y libre de toda mancha de pecado, por

lo cual vivía en el estado de Adán y Eva antes de caer en el pecado; vivía abierta

completamente a Dios.

María es imagen y modelo de la Iglesia toda, porque al principio la Iglesia fue María y

Jesús en su seno, ese fue el origen de la Iglesia, por eso decimos que la Iglesia es santa,

porque en su origen viene de Dios, y comenzó en María, la toda santa e inmaculada

Virgen y Madre de Dios. La Iglesia de esta manera es también Virgen y Madre, porque

por obra del Espíritu Santo engendra a nuevos hijos de Dios y los santifica hasta llevarlos

a la casa del Padre. En su actitud de oración, en su liturgia, en su escucha de la Palabra

de Dios, en su dimensión oferente, la Iglesia tiene su mejor modelo en María; ella es el

comienzo y el más perfecto ideal al cual la Iglesia quiere llegar, el icono de la Iglesia.

La Marialis Cultus nos dice: María es también la “Virgen-Madre”, es decir, aquella que

“por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con

hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo” (52): prodigiosa maternidad

constituida por Dios como “tipo” y “ejemplar” de la fecundidad de la Virgen-Iglesia, la

cual “se convierte ella misma en Madre, porque con la predicación y el bautismo

engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo,

y nacidos de Dios” (53). Justamente los antiguos Padres enseñaron que la Iglesia

prolonga en el sacramento del Bautismo la Maternidad virginal de María. Entre sus

testimonios nos complacemos en recordar el de nuestro eximio Predecesor San León

Magno, quien en una homilía natalicia afirma: “El origen que (Cristo) tomó en el seno

de la Virgen, lo ha puesto en la fuente bautismal: ha dado al agua lo que dio a la Madre;

en efecto, la virtud del Altísimo y la sombra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo

que María diese a luz al Salvador, hace también que el agua regenere al creyente” (54).

Queriendo beber (cf. Lev 12,6-8), un misterio de salvación relativo en las fuentes

litúrgicas, podríamos citar la Illatio de la liturgia hispánica: “Ella (María) llevó la Vida

en su seno, ésta (la Iglesia) en el bautismo. En los miembros de aquélla se plasmó

Cristo, en las aguas bautismales el regenerado se reviste de Cristo” (55). (MC 19)
Así Dios por medio de María realiza su obra redentora, actuando de forma extraordinaria

en ella y cumpliendo su designio de salvación; María es la madre de Cristo y la madre de

los que viven por Cristo, la madre de la nueva creación, engendrada del agua y del

Espíritu.

VIRGEN OYENTE

La Virgen María, nos dice el Marialis Cultus, que es el modelo mejor para la Iglesia en

su actitud cultual, ella es Virgen oyente, orante y oferente. Queremos ahora, siguiendo

algunas indicaciones de la doctrina conciliar sobre María y la Iglesia, profundizar un

aspecto particular de las relaciones entre María y la Liturgia, es decir: María como

ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios.

La ejemplaridad de la Santísima Virgen en este campo dimana del hecho que ella es

reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad

y de la perfecta unión con Cristo (43) esto es, de aquella disposición interior con que la

Iglesia, Esposa amadísima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio

rinde culto al Padre Eterno. (MC 16).

Cuando hablamos de culto estamos indicando que hay algo importante para la vida del

creyente. En la Biblia encontramos los vestigios del culto cuando Caín y Abel le ofrecen

a Dios sus diferentes ofrendas y Dios acepta las de Abel y no acepta las de Caín. Pasó

algún tiempo, y Caín hizo a Yahveh una oblación de los frutos del suelo. También Abel

hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. Yahveh

miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual

se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. (Gn 4,3-5). En realidad la oblación

de Caín no fue grata a Yahveh porque éste le ofreció los frutos que no servían para

comer, en cambio Abel le ofreció el mejor cordero que tenía.

Al principio leemos en la Biblia el relato del Génesis, Dios creó al hombre y la mujer y

les habló algunas cosas, indicándoles lo que no debían hacer, sobre todo les mandó no

comer del árbol de la sabiduría del bien y el mal. Aquí entra en juego el oír. Eva fue la

primera que oyó otra voz, diferente a la de Dios, y desobedeció la orden del Creador. La

serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yahveh Dios había

hecho. Y dijo a la mujer: «¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los

árboles del jardín?» Respondió la mujer a la serpiente: «Podemos comer del fruto de

los árboles del jardín. Mas del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios:

No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte.» Replicó la serpiente a la mujer: «De


ninguna manera moriréis. (Gn 3,1-4) El haber escuchado otra voz y otra orden

determinó una ruptura dramática entre la criatura y el Creador. Antes de esta ruptura,

Dios le hablaba al hombre directamente, cara a cara, pero después de la desobediencia,

el hombre y la mujer se esconden de Dios, se ha roto algo en la relación espiritual con

Dios. Oyeron luego el ruido de los pasos de Yahveh Dios que se paseaba por el jardín a

la hora de la brisa, y el hombre y su mujer se ocultaron de la vista de Yahveh Dios por

entre los árboles del jardín. (Gn 3,8)

El resultado de esta ruptura es la muerte. Dios le vuelve a hablar al hombre indicándole

varias cosas que de ahora en adelante le resultarán más difíciles, como es el trabajo; la

tierra queda maldecida y difícil para obtener el fruto necesario para vivir, Al hombre le

dijo: «Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había

prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento

todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del

campo.(Gn 3,17-18) y lo más dramático de todo, después de una vida llena de

dificultades y sufrimientos: polvo eres y al polvo volverás: Con el sudor de tu rostro

comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo

y al polvo tornarás.» (Gn 3,19).

Aquí se resalta nuevamente el escuchar; “por haber escuchado la voz de tu mujer”, el

hombre se equivocó detrás de la mujer, ambos escucharon una voz que no era la de Dios

y la muerte es el fruto de este pecado.

La muerte significa muerte espiritual; el ser humano está separado de Dios, y por sí

mismo no tiene la capacidad de vivir; su cuerpo está sometido al desgaste natural,

después de una vida más o menos larga, como todos los animales, volverá al polvo. El

hombre no es un Dios, como le había engañado la serpiente, sino que dramáticamente

queda enfrentado a su realidad natural; queda a merced de la naturaleza, como

cualquier otro ser vivo, con un lapso limitado de tiempo.

Oír, escuchar, obedecer a Dios, se relaciona con vida, desobedecer, desoír, se relaciona

con muerte: Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh. Amarás a Yahveh

tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. (Dt 6,4-5) Si escuchas

los mandamientos de Yahveh tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas a Yahveh tu Dios,

si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y

multiplicarás; Yahveh tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla

en posesión. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a postrarte


ante otros dioses y a darles culto, yo os declaro hoy que pereceréis sin remedio y que

no viviréis muchos días en el suelo que vas a tomar en posesión al pasar el Jordán. (Dt

30,16-18)

Nuestro drama espiritual, radical y profundo, como seres humanos, es estar sometidos

a la vida y a la muerte, y esta vida y muerte se relacionan con la escucha o no escucha

de Dios. En la medida que el ser humano se da cuenta de su muerte, comienza a buscar

más profundamente el sentido de su vida. Dado que no tenemos la capacidad de

salvarnos por nuestro cuerpo, por nuestra sabiduría humana, por nuestras capacidades

dentro del mundo y la sociedad, la primera sabiduría es darnos cuenta de nuestra

muerte; y en la medida que percibimos nuestro pecado, nos damos cuenta de la relación

que existe entre ese pecado y Dios, entre nuestro alejamiento de Dios, que implica la

muerte, y nuestra comunión con Dios, que implica la vida.

Dentro de la historia humana, la Virgen María fue la primera que escuchó de nuevo

plenamente a Dios (Virgen oyente) ella obedeció en todo a su Creador, y recuperó como

mujer la desobediencia de Eva, como afirma San Ireneo, que Eva escuchó a la serpiente,

al demonio, y entró la muerte en el mundo, y María escuchó al ángel de Dios y entró la

salvación al mundo. En este sentido oír y obedecer están íntimamente relacionados. Si

no escuchamos a Dios, no le obedecemos, y si no le obedecemos, no tenemos vida en

nosotros sino muerte.

El ser humano, para recuperar la vida espiritual, comenzó a realizar un culto a Dios,

porque ya no tenía una relación directa, cara a cara, sino que en su espíritu se sentía

solo, lleno de preocupaciones, angustias y sufrimientos, y la manera de ir recuperando

esa presencia en el espíritu fue a través del culto. La liturgia es la acción más importante

de la Iglesia, y es por medio de la liturgia que la Iglesia recupera la gracia de Dios

perdida en nuestros primeros padres, Adán y Eva; es por medio de la liturgia que la

Iglesia recupera la Vida y sale de la muerte.

El culto es el camino de regreso al Padre, y en el culto se dan los otros dos elementos

que la Marialis Cultus nos enseña acerca de María; se da la oración (Virgen orante) y la

ofrenda (Virgen oferente). Hay que tomar muy en serio el culto, la celebración de los

Misterios o Sacramentos, porque es a través de ellos que los cristianos recuperamos la

gracia perdida en Adán. La Marialis Cultus nos dice que María es modelo para ese culto

de la Iglesia, y el primer paso del culto es la escucha de Dios, luego la oración y luego

la ofrenda.
María es Virgen oyente porque desde el comienzo no pecó, al contrario, ella es la “llena

de gracia”, que escucha con atención al ángel, es lo que hace la Iglesia al comienzo de

la liturgia, escuchar la Palabra de Dios en silencio y apertura, para ser fecundada por

ella y dar frutos de vida eterna; la Marialis Cultus nos dice: 17. María es la “Virgen

oyente”, que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino

hacia la Maternidad divina, porque, como intuyó S. Agustín: “la bienaventurada Virgen

María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo” (45); en efecto, cuando

recibió del Ángel la respuesta a su duda (cf. Lc 1,34-37) “Ella, llena de fe, y concibiendo

a Cristo en su mente antes que en su seno”, dijo: “he aquí la esclava del Señor, hágase

en mí según tu palabra” (Lc 1,38) (46); fe, que fue para ella causa de bienaventuranza

y seguridad en el cumplimiento de la palabra del Señor” (Lc 1, 45): fe, con la que Ella,

protagonista y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre los acontecimientos de

la infancia de Cristo, confrontándolos entre sí en lo hondo de su corazón (Cf. Lc 2, 19.

51). Esto mismo hace la Iglesia, la cual, sobre todo en la sagrada Liturgia, escucha con

fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de

vida (47) y escudriña a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los

acontecimientos de la historia. (MC 17).

La escucha tiene que ver, como lo afirma San Agustín en esta cita arriba mencionada,

con la fe. Creer en Dios es escucharlo y asentir con el corazón. La desobediencia de Eva,

y luego de Adán, significa falta de confianza en Dios, falta de lealtad hacia Él. La

obediencia de María recupera la lealtad y la confianza, se fía de Dios, le cree y obedece.

La obediencia, podríamos decir, es una fe que asiente, una fe asintiente. En cambio la

desobediencia es una pérdida de la confianza, en última instancia, es una pérdida de

una fe asintiente; el ser humano sigue creyendo en Dios, pero ya no lo ve como un amigo

sino como un enemigo, alguien que le da miedo. La Virgen María oye a Dios y se dispone

a servirle: Dijo María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc

1,38).

Para ir recuperando la presencia de Dios a través del culto, lo mejor que puede hacer la

Iglesia es oír la Palabra de Dios, escuchar de nuevo la voz de Dios que resuena en la

proclamación del Antiguo y Nuevo Testamento, comenzar por donde comenzó el mal,

como diría San Ireneo, en la recirculación, lo que se anudó con la desobediencia por

escuchar al mal, se desata recorriendo el camino al contrario, comenzando por escuchar

a Dios para ir recuperando su presencia perdida.


En esta Palabra está la Vida, ella tiene la voz de Dios que resuena en el silencio de la

soledad del hombre caído; el llamado de Dios: dónde estás? (Gn 3,9) no para castigar al

hombre, sino para amarlo y salvarlo del mal, así como hizo en el jardín del Edén, cuando

a pesar del pecado Yahveh Dios hizo para el hombre y su mujer túnicas de piel y los

vistió. (Gn 3,21) Un Padre amoroso quiere ayudar a sus hijos, a pesar de su

desobediencia, los protege y les promete una salvación futura, un futuro Mesías

Salvador que vencerá la serpiente y logrará recuperar lo que se había dañado en la caída

de Adán y Eva. Entonces Yahveh Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho esto, maldita

seas entre todas las bestias y entre todos los animales del campo. Sobre tu vientre

caminarás, y polvo comerás todos los días de tu vida. Enemistad pondré entre ti y la

mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su

calcañar.» (Gn 3,14-15).

Cuando Dios le dice al hombre que volverá al polvo, no es tampoco una maldición,

porque Dios no maldice el hombre, sino a la tierra; es para que el hombre sepa que no

es Dios, y el volver al polvo es una medicina para curarse de la soberbia, el veneno que

la serpiente inyectó en el ser humano. La conciencia de la muerte será para el hombre

el motivo de reflexión, de inseguridad y de humillación más profundo. Por medio de esta

medicina el ser humano va a disponerse a caminar y volver hacia Dios, y en la medida

que tome conciencia de su debilidad e incapacidad de darse la vida a sí mismo irá

abriéndose a Dios, sobre todo a escucharlo; la enseñanza de Israel se puede resumir en

el principio de los mandamientos de Dios: escucha Israel (Dt 6,4). El pueblo de Israel,

pasando cuarenta años a través del desierto, deja atrás la mentalidad del mundo,

representada en el Faraón de Egipto, y renace en medio de la nada, de la inseguridad,

del cansancio, del hambre, de la sed. El pueblo que accede a la tierra prometida es un

pueblo purificado y que ha ido reabriendo sus oídos a Dios; Josué lo plantea como una

ratificación de alianza: El pueblo respondió a Josué: «A Yahveh nuestro Dios serviremos

y a sus voz atenderemos.» Aquél día, Josué pactó una alianza para el pueblo; le impuso

decretos y normas en Siquem. (Jos 24,24-25).

En definitiva, la actitud que la Iglesia debe cultivar es la de escuchar de nuevo a Dios,

atentamente, en silencio profundo, respetuoso y amoroso; Dios no le ha negado su

gracia, sino que el pecado ha cortado de tal manera la relación del ser humano con Dios

que es necesario andar por los caminos de vuelta a Dios; es necesario callare y dejar

que Dios nos hable al corazón, aunque al comienzo no seamos capaces de escuchar casi
nada, sin embargo, por un acto de fe obediencial vamos tomando la actitud que María

nos enseña como la Virgen Oyente.

VIRGEN ORANTE

Una vez que la Iglesia comienza a escuchar nuevamente a Dios, puede también

comenzar a hablarle; el diálogo interrumpido por la desconfianza del primer pecado

debe nuevamente recomenzar; aunque sea un diálogo pobre, balbuciente, como el niño

que está comenzando a hablar, pero poco a poco se va desarrollando más y logrando

restablecer la confianza perdida.

El principio de la soledad está en la sensación de que nadie nos escucha, o de que no

vale la pena contarle a nadie lo que nos pasa. Cuando Cristo estuvo agonizando en la

Cruz, llegó al terrible momento de decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has

abandonado? (Mc 15,34) lo cual implica el sentimiento de la ruptura total con el Padre;

aquel Hijo amado, que siempre estuvo unido a su Padre Dios; que llegó hasta la cruz por

esa unión amorosa con el Padre, sintió la terrible realidad de la soledad espiritual, que

es el fruto más amargo al paladar, consecuencia del pecado.

Recuperar la oración significa recuperar el diálogo con Dios; recuperar la presencia

amorosa de Dios; recuperar la confianza. Escuchamos y respondemos con nuestras

palabras y nuestro amor; vamos recuperando la confianza de que Alguien nos oye; de

que Alguien nos comprende y se ocupa de nosotros, así como lo hizo, a pesar de nuestra

desobediencia, cuando nos vistió con pieles en el relato del Génesis.

La Iglesia es la maestra de oración; dentro de ella los fieles van recuperando esta

apertura con Dios, y María es el modelo más perfecto para la Iglesia, que sigue a Jesús,

que le imita, que le escucha y obedece para ir recuperando la unión perdida con el Padre.

La Marialis Cultus nos dice: María es, asimismo, la “Virgen orante”. Así aparece Ella en

la visita a la Madre del Precursor, donde abre su espíritu en expresiones de glorificación

a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el “Magnificat”(cf. Lc 1, 46-55), la

oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen

la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque —como parece sugerir S. Ireneo—

en el cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán que presentía al Mesías (cf. Jn 8, 56)

(48) y resonó, anticipada proféticamente, la voz de la Iglesia: “Saltando de gozo, María

proclama proféticamente el nombre de la Iglesia: “Mi alma engrandece al Señor…” “

(49). En efecto, el cántico de la Virgen, al difundirse, se ha convertido en oración de

toda la Iglesia en todos los tiempos.


“Virgen orante” aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica

una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando

el primero de sus “signos”, confirme a sus discípulos en la fe en El (cf. Jn 2, 1-12).

También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: los Apóstoles

“perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre

de Jesús, y con sus hermanos”(Act 1, 14): presencia orante de María en la Iglesia

naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado

su misión de intercesión y salvación (50). “Virgen orante” es también la Iglesia, que

cada día presenta al Padre las necesidades de sus hijos, “alaba incesantemente al Señor

e intercede por la salvación del mundo” (51). (MC 18)

Toda la tradición de Israel, todo lo más excelente de ese pueblo educado por Dios en la

fe, se concentra en María, la perfecta Israelita, la israelita de verdad, como le dice Jesús

a Natanael, en quien no hay engaño, en quien no hay doblez: Vio Jesús que se acercaba

Natanael y dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño.»

(Jn 1,47) La doblez, el engaño, la ambigüedad, son uno de los frutos más terribles del

pecado; nuestra conciencia está dividida; tanto fue el engaño de la serpiente que en vez

de adquirir una conciencia más sabia y clara para diferenciar las cosas, quedamos rotos

en nuestro interior; no solamente divididos de Dios y de nuestros hermanos, sino

divididos y rotos dentro de nosotros mismos.

La oración va haciéndonos salir de esta doblez y acomodando nuestra conciencia,

volviéndola a su estado original, que es la transparencia delante de Dios, de los demás

y de nosotros mismos; la claridad, la sinceridad, la sencillez, la pureza de corazón.

Recuperar la inocencia perdida en Adán y Eva.

Jesús se retiraba constantemente a orar al Padre; nos enseñó muchas veces la manera

como tenemos que orar, desde la humildad, desde nuestra pobreza espiritual, desde

nuestra realidad; y nos enseñó la oración más perfecta, el Padre Nuestro. Además,

cuando estaba a la mesa con sus discípulos, el día antes de morir en la Cruz, nos dijo:

hagan esto en memoria mía, y de esta manera nos indicó y dejó como tarea la oración

más agradable al Padre, el sacrificio de la Eucaristía, la entrega de su propio Hijo

perpetuamente.

De esta manera el culto en la Iglesia pasa inexorablemente por ese acto de entrega de

Jesús al Padre en la cruz. No es simplemente un culto israelita, donde se hacía oraciones

y se ofrecía algún animal en sacrificio, sino que es un culto cristiano, donde se ora al
Padre pero dentro de la ofrenda del Hijo, como el vehículo más perfecto para recuperar

lo que se había roto. La oración de la Iglesia se da de la manera más efectiva y plena en

el culto litúrgico, especialmente en la celebración de la Eucaristía.

La Iglesia, en su oración, intercede, como María en las bodas de Caná, por toda la

humanidad, para que tengan Vida, para que tengan la gracia de Dios en abundancia,

para que vayan recuperando lo que se había perdido, la relación verdadera con el Padre,

el Hijo y el Espíritu Santo. La Iglesia en su oración, como lo hizo desde el comienzo junto

con María en Pentecostés (Cf Hch 1,14) espera al Espíritu Santo de Dios, quien la va a ir

llevando hasta la verdad plena, quien la va a ir purificando y santificando, preparándola

para el encuentro definitivo con Dios, las bodas del Cordero.

La oración de la Iglesia sirve no solamente para interceder por la humanidad sino

también es indispensable en el proceso de santificación de cada cristiano. La liturgia de

la Iglesia tiene en sí misma sentido pleno y la misión de llevar a plenitud la gracia en la

Iglesia. Es el comienzo de la liturgia celestial aquí en la tierra; es el comienzo de la

recuperación de la gracia de Dios perdida; es el camino que Dios nos otorgó para

recorrer el camino a la inversa, para reparar lo que se rompió al comienzo.

La liturgia es el reencuentro con la Vida perdida; es la manera de salvarnos; es la forma

de salir del polvo al cual estamos destinados por nuestra naturaleza humana biológica.

En la celebración litúrgica recibimos la Vida de Dios y comenzamos a entrar en el Reino

del Padre; en el paraíso perdido. La Eucaristía es el árbol de la Vida que Dios en el

Génesis bloqueó a Adán y Eva y que recuperamos gracias a Cristo.

Y para que quede más clara la infinita misericordia de Dios, que en vez de dejarnos

perder en nuestra soberbia, llegó hasta el extremo de sacrificar a su propio Hijo en la

Cruz para redimirnos del pecado, tenemos los demás sacramentos de la liturgia,

especialmente la Confesión, donde es Cristo mismo quien nos perdona por medio del

sacerdote. Cuando necesitamos volver a hablarle a Dios, pero estamos caídos en nuestra

miseria, tenemos esa inmensa gracia de hablarle de nuestro pecado, pidiendo su perdón

y misericordia. El sacramento de la Penitencia es la puerta abierta al diálogo con Dios;

es el comienzo de nuestra oración, es el primer paso de recuperar la relación perdida,

tal como nos lo muestran los evangelios tantas veces, que hay que comenzar desde

abajo para relacionarse con Dios, como el fariseo y el publicano cuando van al templo a

orar, o la parábola famosa del hijo pródigo, quien después de hacer una vida disoluta,

de pecados, fuera de la casa de su padre, regresa a la relación con él, y lo primero que
hace es reconocer su falta: Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra

el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus

jornaleros.” (Lc 15,18-19) El padre reacciona de manera contraria a lo que el hijo

esperaba y le recibe con todo el amor posible, expresado en la fiesta y el gasto para ella.

La alegría del padre es que el hijo ha vuelto a la vida, y es la realidad que ocurre en el

sacramento de la Penitencia, volver a la Vida perdida por causa del pecado. Pero el padre

dijo a sus siervos: “Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su

mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y

celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba

perdido y ha sido hallado.” Y comenzaron la fiesta. (Lc 15,22-24)

La oración es la recuperación progresiva del diálogo sincero y abierto con Dios, y en esto

María es el mejor ejemplo para la Iglesia, el cántico del Magnificat nos muestra un

ejemplo de ello: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios

mi Salvador…

VIRGEN OFERENTE

La respuesta del ser humano ante la oscuridad, inseguridad y angustia espiritual, es el

sacrificio a Dios, o en el caso de las religiones paganas, a los supuestos dioses, como

vemos en la Biblia de los pueblos que rodeaban a Israel. La manera de relacionarnos

con Dios es por medio de la ofrenda, del sacrificio. Lo podemos notar en el libro del

Génesis con las ofrendas de Caín y de Abel para ganarse el favor de Dios. El mismo

Abraham cada vez que realizaba alguna etapa importante de su vida levantaba un altar

y sacrificaba un animal a Dios, como forma de oración, de culto divino.

La ofrenda implica el sacrificio de algo que nos cuesta, por eso Dios no aceptó la ofrenda

de Caín, porque utilizó frutos que prácticamente debía echar a la basura, mientras que

Abel sacrificó un cordero sano, sin defecto, que implicó desprenderse de algo valioso, y

fue aceptado por Dios.

En la época actual, con la sociedad científica tecnológica, la sociedad materialista de

consumo o de otro tipo, se ha perdido la dimensión sacrificial, el sentido cotidiano y

profundo del sacrificio. La salvación se da por medio de la ciencia, la tecnología, el

dinero, el poder, el placer, la libertad, pero sutilmente la sociedad va cayendo en un

profundo engaño, de nuevo el engaño original; si sabemos mucho podemos controlar

todo y no necesitamos humillarnos ante Dios, porque ya somos dioses; la antigua

soberbia vuelve a invadir el corazón de la humanidad.


Mientras tanto la humanidad sigue sometida al mandato primero de Dios: ganarás el

pan con el sudor de tu frente, y el ser humano sufre en miles de millones de personas

que no tienen a veces ni siquiera para comer decentemente, para curarse, para estudiar,

para vivir en un hogar como debe ser. El que sufre, sufre solo y callado, porque nadie lo

va a oír, nadie lo va a escuchar. El drama de la ruptura espiritual con Dios está

totalmente fresco, y la sociedad se las arregla para que los que viven más o menos bien

no perciban el sufrimiento de los demás. El egoísmo, la indiferencia, el placer egoísta y

hedonista son los reyes de la tierra.

La sociedad se ha vuelto consumista y ya desde los niños se van creando seres

insaciablemente egoístas que exigen todo y están dispuestos a dar nada para nadie; una

enfermedad social terrible y grave. El pecado sigue su trabajo devastador, pero Dios

obra con su poder y voluntad de salvación atravesando toda esa realidad terrible que

envuelve al ser humano, y ofrece la posibilidad de recuperar el sacrificio, la ofrenda,

recuperar la dimensión oferente de la vida humana.

La Marialis Cultus nos dice sobre María oferente: Finalmente, María es la “Virgen

oferente”. En el episodio de la Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-35), la

Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes

relativas a la oblación del primogénito (cf. Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre

(cf. Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo a la historia salvífica: esto es, ha

notado la continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al

entrar en el mundo (cf. Heb 10, 5-7); ha visto proclamado la universalidad de la

salvación, porque Simeón, saludando en el Niño la luz que ilumina las gentes y la gloria

de Israel (cf. Lc 2, 32), reconocía en El al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido

la referencia profética a la pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían

en un solo vaticinio al Hijo, “signo de contradicción”, (Lc 2, 34), y a la Madre, a quien la

espada habría de traspasar el alma (cf. Lc 2, 35), se cumplieron sobre el calvario.

Misterio de salvación, pues, que el episodio de la Presentación en el Templo orienta en

sus varios aspectos hacia el acontecimiento salvífico de la cruz. Pero la misma Iglesia,

sobre todo a partir de los siglos de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la Virgen

que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), una voluntad de

oblación que trascendía el significado ordinario del rito. De dicha intuición encontramos

un testimonio en el afectuoso apóstrofe de S. Bernardo: “Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada,

y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre. Ofrece por la reconciliación de todos


nosotros la víctima santa, agradable a Dios” (56). (MC20)

Para poder ser redimidos, el Hijo, el Verbo encarnado, llegó al sacrificio máximo de su

vida en la Cruz. No bastó su sabiduría y predicación a los apóstoles y al pueblo en

general; no bastaron los muchos milagros realizados, el drama comenzado en Adán

requería un sacrificio mayor; una satisfacción más profunda. Jesucristo se ofreció a sí

mismo, conscientemente, por los pecados de la humanidad, como lo afirma en la última

cena cuando ofrece el pan y el vino: Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio

diciendo: «Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es

derramada por muchos para perdón de los pecados. (Mt 26,27-28)

El sentido sacrificial de la fe lo encontramos muchas veces en el Antiguo Testamento,

sobre todo el terrible momento cuando Abraham siente que Dios le pide sacrificar a su

hijo querido Isaac, el hijo de la promesa, el descendiente, y él está dispuesto a hacerlo;

es decir, a dejar todo lo que tiene por agradar a Dios, así como hizo al salir de su tierra

para andar en el desierto siguiendo el llamado de Dios. Díjole: Toma a tu hijo, a tu único,

al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécele allí en holocausto en uno de los

montes, el que yo te diga.» (Gn 22,2) Y al final Dios le indica que no lo haga, y Abraham

ha demostrado su adhesión y amor incondicional a Dios; tenemos aquí una figura que

va anunciando el sacrificio de Jesús en la Cruz. Dijo el Ángel: «No alargues tu mano

contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que

no me has negado tu hijo, tu único.» (Gn 22,12)

Otro ejemplo menos comentado pero de terribles consecuencias es cuando Jefté, hijo

de Galaad, va a la guerra contra los Ammonitas y gana; éste le promete a Yahveh que

sacrificará el primero que salga a su encuentro al llegar, y resulta que es su propia hija

quien le sale al encuentro. Y Jefté hizo un voto a Yahveh: «Si entregas en mis manos a

los ammonitas, el primero que salga de las puertas de mi casa a mi encuentro cuando

vuelva victorioso de los ammonitas, será para Yahveh y lo ofreceré en holocausto.» (Jue

11,30-31) Al momento de llegar a su casa le sale al encuentro su hija, y Jefté no

retrocede su promesa a Dios. Cuando Jefté volvió a Mispá, a su casa, he aquí que su hija

salía a su encuentro bailando al son de las panderetas. Era su única hija; fuera de ella

no tenía ni hijo ni hija. Al verla, rasgó sus vestiduras y gritó: «¡Ay, hija mía! ¡Me has

destrozado! ¿Habías de ser tú la causa de mi desgracia? Abrí la boca ante Yahveh y no

puedo volverme atrás.» Ella le respondió: «Padre mío, has abierto tu boca ante Yahveh,

haz conmigo lo que salió de tu boca, ya que Yahveh te ha concedido vengarte de tus
enemigos los ammonitas.» (Jue 11,34-36) Al final Jefté sí sacrifica a su única hija; en

realidad ella se dispone a la voluntad sacrificial de su padre, y acepta morir porque Israel

ha sido librado del enemigo, por un bien para todos. Lo mismo hará Jesús en la cruz,

cuando entregue su vida en sacrificio, en holocausto al Padre, por los pecados de toda

la humanidad, para resolver el mal que había comenzado en Adán y Eva. Por esto San

Pablo llama a Jesús el Nuevo Adán, si por el primer Adán entró el pecado en el mundo,

y afectó a todos los hombres, por el segundo Adán, Jesucristo, se recupera la gracia de

Dios, y afecta también a todos los hombres. (Cf Rm 5,14-15). San Justino Mártir y San

Ireneo, Obispo de Lyon, son los primeros autores cristianos, del comienzo del siglo II,

y hablan de María como la Nueva Eva, la Nueva Madre de los que viven por la gracia de

Cristo. Así vemos que se da una regeneración, como una nueva creación, donde Dios

repara el daño del origen, y regresa el hombre al jardín del Edén, a la gracia perdida.

El sentido sacrificial de Jesús es original, único e inalcanzable. Su entrega y fidelidad al

Padre son de tal profundidad infinita, que Él llega a sentir la única manera de reparar el

mal, entregándose como holocausto a la muerte, morir para Dios, su Padre. Jesús toma

en sí mismo todo el sentido sacrificial del Antiguo Testamento, de Abraham, de todos

los fieles creyentes, y el sentido sacrificial de toda la humanidad, de todas las religiones,

y en sí mismo, en su cuerpo, en su entrega amorosa de la cruz, realiza el único sacrificio

que devuelve la Vida a los hombres. En la Eucaristía la Iglesia nos ofrece este único y

eterno sacrificio, y comiendo del Pan de Dios, el Cuerpo de Cristo, estamos saliendo del

influjo del mal y recibiendo la Vida.

María participa de la manera más profunda, más humana y a la vez dentro de la fe de la

manera más espiritual que podamos imaginar. La Marialis Cultus nos dice: Esta unión

de la Madre con el Hijo en la obra de la redención (57) alcanza su culminación en el

calvario, donde Cristo “a si mismo se ofreció inmaculado a Dios” (Heb 9, 14) y donde

María estuvo junto a la cruz (cf. Jn 19, 15) “sufriendo profundamente con su Unigénito

y asociándose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose con ánimo materno a su

sacrificio, adhiriéndose amorosamente a la inmolación de la Víctima por Ella

engendrada” (58) y ofreciéndola Ella misma al Padre Eterno (59). Para perpetuar en los

siglos el Sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó el Sacrificio Eucarístico, memorial de

su muerte y resurrección, y lo confió a la Iglesia su Esposa (60), la cual, sobre todo el

domingo, convoca a los fieles para celebrar la Pascua del Señor hasta que El venga (61):

lo que cumple la Iglesia en comunión con los Santos del cielo y, en primer lugar, con la
bienaventurada Virgen (62), de la que imita la caridad ardiente y la fe inquebrantable.

(MC 20).

Lo que nos quiere indicar el documento es que María no solamente sufre terrible y

desconsoladamente por el sacrificio de su Hijo Jesús, sino que ella misma participa de

este sacrificio ofreciéndolo al Padre Eterno para salvar a la humanidad. Aquí vemos

plenamente presente la actitud sacrificial de María, la más perfecta de los israelitas y la

más perfecta de los cristianos. Ella sufre por la muerte de su Hijo en la cruz, pero ella

también participa con su voluntad a este sacrificio infinito, como lo hizo la hija de Jefté

al vencer su padre a los ammonitas. María es la llena de gracia, la llena de Dios, sin

sombra de pecado, totalmente unida a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y participa con

su sí, no solamente en el momento de la encarnación del Verbo, sino ahora, en el

momento más difícil, en la Cruz de Cristo, sin echarse para atrás.

María oyó a Dios, oró y ofreció a Dios el sacrificio más precioso, su propio Hijo, para

salvarnos del mal. Ella es nuestra madre espiritual, la Nueva Eva, la nueva madre de los

que viven por Cristo. Ella nos enseña como Iglesia a ofrecer, a recuperar el sentido

sacrificial de nuestras vidas. Ninguno de nosotros puede ofrecer algo más grande a Dios

que el Cuerpo y la Sangre de su propio Hijo en el sacrificio Eucarístico, pero podemos y

debemos unirnos a ese sacrificio nuevo y eterno, así como lo hizo María, uniendo al

sacrificio de Cristo, que está siempre abierto y eternamente presente y activo, nuestros

propios sufrimientos, ofrendas y sacrificios. Dios nos va a recibir dentro del amor de su

Hijo Jesucristo.

Nadie va a superar a Jesús en su sentido sacrificial, pero sí podemos descubrirlo cada

vez mejor y agradecerle; es por eso que Eucaristía significa “Acción de gracias”. Damos

gracias a Dios porque reconocemos el infinito amor manifestado en el sacrificio de

Jesucristo para sacarnos del poder del mal. Porque sin ese sacrificio hubiera sido

imposible salir del poder del pecado y de la muerte. Teniendo conciencia de nuestra

pobreza espiritual, de nuestra incapacidad de salvarnos por nuestra propia fuerza y

capacidad de conocimiento, que quedan en el ámbito puramente corporal y terrenal, nos

abrimos a la realidad del espíritu; la acción de Dios por medio de la liturgia, que actúa

en nuestro ser y nos hace recuperar la relación perdida con el Padre Creador.

Nuestra vida sigue sometida al mandato de Dios: al polvo volverás, pero ahora está

recibiendo el fruto del sacrificio de Cristo, llenándose de la Vida que perdura por encima

de la muerte. La Iglesia, nosotros, debemos recuperar nuestro sentido oferente, dentro


de la ofrenda de Jesús, y María es la mejor maestra para recuperar esta dimensión

cultual. Toda nuestra vida es una ofrenda a Dios, como San Pablo nos indica: Os exhorto,

pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una

víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. (Rm 12,1) y la

carta a los Hebreos nos invita: = Ofrezcamos sin cesar, = por medio de él, = a Dios un

sacrificio de alabanza, = es decir, = el fruto de los labios = que celebran su nombre. (Hb

13,15).

Debemos ubicarnos en el verdadero sentido sacrificial y oferente; no podemos superar

a Jesús, no podemos estar por encima de María, la madre de Jesús. El único sacrificio

que realizó la redención completamente fue el de Jesús en la Cruz, Él es la víctima

universal, el Cordero de Dios que quitó el pecado del mundo. Y la asociación de María

con este sacrificio de su Hijo es la ofrenda y sacrificio espiritual más puro y perfecto que

la Iglesia y la humanidad toda podrá ofrecer, porque ella era la madre del Cordero sin

mancha, ella misma la Bella Cordera, sin mancha de pecado, como dijo Melitón de

Sardes. María se unió al sacrificio de Cristo en el mismo momento en que se estaba

realizando, y por eso su ofrenda supera todas las ofrendas posibles de los cristianos, y

además, como lo indica la Marialis Cultus, ella asintió, cooperó con su voluntad,

entregando a su Hijo al Padre para llevar a cabo la obra de redención, necesaria para

liberarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte.

La Iglesia, Esposa de Cristo, continúa ofreciendo sobre todas las cosas el sacrificio

eucarístico, que nace en la Cruz de Cristo y se mantiene abierto para siempre a lo largo

de la historia humana. Es el árbol de la Vida que Dios había custodiado en el Edén y

ahora se abre a la humanidad. Por medio de esta Cruz recuperamos la Vida perdida al

principio por causa del pecado y recuperamos la presencia y confianza con Dios nuestro

Padre. Dentro de este sacrificio de Cristo, acompañado por la ofrenda dolorosa y

fielmente amorosa de María, nosotros ofrecemos nuestras vidas, con todos sus

sufrimientos, con todos sus problemas, sus alegrías y tristezas; y además ofrecemos

todas aquellas ofrendas y sacrificios que de corazón queremos ofrecerle a Dios. Así

vamos recuperando la dimensión sacrificial en nuestras vidas y gracias a esta

recuperación, Dios nos va dando la verdadera libertad, porque en vez de estar sometidos

a cualquier cosa material, ideología, deseo, ambición; nos sometemos de verdad a Dios

y Él nos libera del yugo del pecado.

La verdadera recuperación del sentido sacrificial se da al redescubrir el sentido de


pecado y reconocer ante Dios nuestro propio pecado; ese es el sacrificio más difícil para

cada uno de nosotros, el que más nos cuesta. Si lográsemos entrar en esta nueva lógica

que nace del Espíritu, ya eso sería ampliamente válido, porque lo importante no es crear

un mundo propio de ideas y de supuesta santidad sino aceptar lo que Dios ve en

nosotros, aceptar la mirada de Dios, que nos indica de verdad quiénes somos y de qué

manera estamos rechazando a Dios y al prójino; estamos rechazando la profunda verdad

de nosotros mismos. Por eso dice el anciano Simeón, hablando del sacrificio de Cristo a

María: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal

de contradicción -y a ti misma una espada te atravesará el alma, a fin de que queden al

descubierto las intenciones de muchos corazones (Lc 2,34- 35).

Debemos aceptar el sacrificio de Cristo, ese es el principio de nuestra salvación, esa es

la recuperación de la verdadera sabiduría perdida en Adán, esa es la recuperación de la

humildad y el combate de la soberbia, que nos hace creer que nos salvamos por nuestra

propia capacidad humana. En la medida que aceptamos el sacrificio de Cristo y que

entramos en el misterio del sufrimiento de María, la espada de su alma, vamos

recuperando la verdad, vamos descubriendo las intenciones de nuestro corazón y vamos

descubriendo lo que está oculto incluso a nuestra propia conciencia; aquellas dobleces,

aquellas ambigüedades, aquellos pecados que son los que nos matan espiritualmente.

Vamos recuperando el verdadero temor de Dios, el sentido oferente de nuestras vidas,

el sentido sacrificial (sacrum facere) hacer sagradas nuestras vidas, porque al

reencontrar la sensibilidad a la ofensa que hacemos a Dios, podemos cambiar nuestra

actitud soberbia y comenzar una nueva vida, que toma en cuenta a Dios y por lo tanto

recuperamos la gracia perdida en Adán. De esta manera podremos también replantear

las relaciones con el prójimo y cambiar nuestro mundo desde la renovación de nuestra

mente por medio de la recuperación de la vida en el espíritu, de la relación espiritual

con Dios.

La Eucaristía, y la Confesión, adquieren para nosotros la vital importancia que de verdad

tienen; por medio de los sacramentos accedemos a la Vida verdadera, la que no se

acaba; nos liberamos de la mentira, nos alimentamos de Cristo, recuperamos la

semejanza de Dios perdida en el pecado, recuperamos la filiación divina y accedemos al

Reino de Dios, a la herencia que Él quiere darnos. En la Eucaristía vamos dirigiendo y

concentrando toda nuestra vida, y haciendo una ofrenda agradable a Dios en Cristo,

uniéndonos a Él cada vez con mayor profundidad y amor, junto con María, el modelo
más perfecto en esta participación eucarística, ofreciéndonos a nosotros mismos, como

María lo hizo, en el sacrificio de Cristo. Nuestra identidad fundamental es ser Iglesia, la

Esposa del Cordero, y participar con Él de su amor al Padre, prepararnos para las Bodas

del Cordero, santificarnos cada día con su Amor, pero si no entramos en la lógica

oferente y sacrificial, no podemos acceder a la dimensión amorosa, a la recuperación de

la confianza perdida, a sentirnos hijos de nuevo ante Dios Padre.

María, después de pasar por toda la experiencia de la vida de su Hijo Jesús, queda

marcada para siempre con la nueva vocación maternal adquirida en el momento de la

redención, cuando Jesús desde la Cruz le manda ser la madre de sus discípulos amados:

Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre:

«Mujer, ahí tienes a tu hijo.» (Jn 19,26). La Iglesia desde siempre la ha sentido y

adoptado como madre espiritual; ella sigue, como buena madre, trabajando por nuestra

salvación, cumpliendo la voluntad salvífica de Dios, ayudándonos a recuperar la gracia

perdida. Su maternidad espiritual trabaja constante y calladamente en sus hijos

adoptivos, a los cuales cuida con el mismo amor con el que ama a Jesús. Ella, la llena de

gracia, sabe lo que implica el pecado, sabe el dolor y el sufrimiento que trae el pecado,

y por eso ella trabaja con todo su amor para liberarnos de él, para salvarnos, para que

recuperemos la gracia de Dios. Ella, además de ser la madre de Cristo, madre de Dios,

es la madre de la Iglesia, modelo perfecto de fidelidad, amor y ofrenda de su ser, modelo

de oración y de escucha de la Palabra de Dios, maestra de la vida espiritual, del camino

de recuperación de la gracia. Santa María, madre de Dios y de la Iglesia, acompáñanos

en nuestro caminar hacia Dios. Amén.

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