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CUENTOS CORTOS DE LEÓN TOLSTOI

El Salto
Un navío regresaba al puerto después de dar la vuelta al mundo; el tiempo era bueno
y todos los pasajeros estaban en el puente. Entre las personas, un mono, con sus gestos
y sus saltos, era la diversión de todos. Aquel mono, viendo que era objeto de las
miradas generales, cada vez hacía más gestos, daba más saltos y se burlaba de las
personas, imitándolas.

De pronto saltó sobre un muchacho de doce años, hijo del capitán del barco, le quitó
el sombrero, se lo puso en la cabeza y gateó por el mástil. Todo el mundo reía; pero el
niño, con la cabeza al aire, no sabía qué hacer: si imitarlos o llorar.

El mono tomó asiento en la cofa, y con los dientes y las uñas empezó a romper el
sombrero. Se hubiera dicho que su objeto era provocar la cólera del niño al ver los
signos que le hacía mientras le mostraba la prenda.

El jovenzuelo lo amenazaba, lo injuriaba; pero el mono seguía su obra.

Los marineros reían. De pronto el muchacho se puso rojo de cólera; luego,


despojándose de alguna ropa, se lanzó tras el mono. De un salto estuvo a su lado; pero
el animal, más ágil y más diestro, se le escapó.

—¡No te irás! —gritó el muchacho, trepando por donde él. El mono lo hacía subir,
subir... pero el niño no renunciaba a la lucha. En la cima del mástil, el mono,
sosteniéndose de una cuerda con una mano, con la otra colgó el sombrero en la más
elevada cofa y desde allí se echó a reír mostrando los dientes.

Del mástil donde estaba colgado el sombrero había más de dos metros; por lo tanto,
no podía cogerlo sin grandísimo peligro. Todo el mundo reía viendo la lucha del
pequeño contra el animal; pero al ver que el niño dejaba la cuerda y se ponía sobre la
cofa, los marineros quedaron paralizados por el espanto. Un falso movimiento y caería
al puente. Aun cuando cogiera el sombrero no conseguiría bajar.

1
Melania y Akulina
Aquel año llegó pronto la Semana Santa. Apenas se había terminado de viajar en trineo,
la nieve cubría aún los patios y por la aldea fluían algunos riachuelos. En un callejón,
entre dos patios, se había formado una charca. Dos chiquillas de dos casas distintas —
una pequeña y la otra un poco mayor— se encontraban en la orilla. Ambas tenían
vestidos nuevos: azul, la más pequeña; y amarillo, con dibujos, la mayor. Y las dos
llevaban pañuelos rojos en la cabeza. Al salir de misa, corrieron a la charca y, tras
enseñarse sus ropas, se habían puesto a jugar. La pequeña quiso entrar en el agua sin
quitarse los zapatos; pero la mayor le dijo:

—No hagas eso, Melania; tu madre te va a pelear. Me descalzaré; descálzate tú también.

Se quitaron los zapatos, se metieron en la charca y se encaminaron una al encuentro


de la otra. A Melania le llegaba el agua hasta los tobillos.

—Esto está muy hondo; tengo miedo, Akulina.

—No te preocupes, la charca no es más profunda en ningún otro sitio. Ven derecho
hacia donde estoy.

Cuando ya iban juntas, Akulina dijo:

—Ten cuidado, Melania, anda despacio para no salpicarme.

Pero, apenas hubo pronunciado estas palabras, Melania dio un traspié y salpicó el
vestidito de su amiga. Y no sólo el vestidito sino también sus ojos y su nariz. Al ver su
ropa nueva manchada, Akulina se enojó con Melania y corrió hacia ella, con intención
de pegarle. Melania tuvo miedo; comprendió que había hecho un desaguisado y se
precipitó fuera del charco, con la intención de correr hacia su casa. En aquel momento
pasaba por allí la madre de Akulina. Al reparar en que su hija tenía el vestido manchado,
le gritó:

—¿Dónde te has puesto así, niña desobediente?

—Ha sido Melania. Me ha salpicado a propósito.

La madre de Akulina agarró a Melania y le propinó un golpe en la cabeza. La pequeña


alborotó con sus gritos toda la calle y no tardó en acudir su madre.

2
El Origen del Mal
En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es
más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el
lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.

En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí,


para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra
cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del
mal.

—El mal procede del hambre —declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el
tema—. Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le
viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días
no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa
la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un
momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre
él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme
soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre! No cabe duda de que
el hambre es el origen del mal.

El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.

—Opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin
hembras, sobrellevaríamos las penas. Más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a
nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella
"¿Habrá comido?", nos preguntamos. "¿Tendrá bastante abrigo?" Y cuando se aleja un
poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un
gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. Empezamos
a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo
entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red.

3
El Poder de la Infancia
—¡Que lo maten! ¡Que lo fusilen! ¡Que fusilen inmediatamente a ese canalla...! ¡Que lo
maten! ¡Que corten el cuello a ese criminal! ¡Que lo maten, que lo maten...! —gritaba
una multitud de hombres y mujeres, que conducía, maniatado, a un hombre alto y
erguido. Éste avanzaba con paso firme y con la cabeza alta. Su hermoso rostro viril
expresaba desprecio e ira hacia la gente que lo rodeaba.

Era uno de los que, durante la guerra civil, luchaban del lado de las autoridades.
Acababan de prenderlo y lo iban a ejecutar.

"¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de estar siempre en nuestras manos. Ahora


lo tienen ellos. Si ha llegado la hora de morir, moriremos. Por lo visto, tiene que ser
así", pensaba el hombre; y, encogiéndose de hombros, sonreía, fríamente, en respuesta
a los gritos de la multitud.

—Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado contra nosotros —exclamó alguien.

Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a una calle en que estaban aún los
cadáveres de los que el ejército había matado la víspera, la gente fue invadida por una
furia salvaje.

—¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para qué llevarlo más
lejos?

El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más la cabeza. Parecía odiar a la
muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.

—¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los sacerdotes y a esos canallas!
Hay que acabar con ellos, en seguida, en seguida... —gritaban las mujeres.

Pero los cabecillas decidieron llevar al reo a la plaza.

Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento de calma, se oyó una vocecita


infantil, entre las últimas filas de la multitud.

—¡Papá! ¡Papá! —Gritaba un chiquillo de seis años, llorando a lágrima viva, mientras
se abría paso, para llegar hasta el cautivo—. Papá ¿qué te hacen? ¡Espera, espera!
Llévame contigo, llévame...

4
Pobres Gentes
En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana,
remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la
costa... La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los
pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está
cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en
el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por
el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca;
y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene
miedo.

Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once... Juana se
sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y
tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les
llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como
en verano, corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que
dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el
pescado. "Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme", piensa Juana; y
vuelve a prestar atención a la tempestad. "¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo
y ten piedad de él", dice, persignándose.

Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por
la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja
el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El
viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado;
Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. "No tiene quien
la cuide", piensa, mientras llama a la puerta. Escucha... Nadie contesta.

5
El Primer Destilador
Un pobre mujik se fue al campo a labrar, sin haber almorzado. Llevó un pedazo de
pan. Después de haber preparado su arado, escondió su mendrugo debajo de un
matorral, y lo cubrió todo con su caftán.

El caballo se había cansado; el mujik tenía hambre. Desenganchó su caballo y lo dejó


pacer; luego se acercó para comer. Levanta el caftán; el mendrugo había desaparecido.
Busca por todos lados, vuelve y revuelve el caftán, lo sacude: no aparece el mendrugo.

"¡Qué raro es esto! —pensaba—. ¡No he visto pasar a nadie, y, sin embargo, alguien
me ha llevado el mendrugo!"

El mujik quedó sorprendido.

Y era un diablillo que, mientras labraba el mujik le había robado la comida. Luego se
escondió detrás del matorral, para escuchar al mujik y ver cómo se enfadaba y
nombraba al demonio.

El mujik distaba de estar contento.

—¡Bah! —dijo—. No me moriré de hambre. El que me haya quitado la comida la


necesitaba, sin duda: ¡que le haga buen provecho!

El mujik se fue al pozo, bebió agua, descansó un momento, y volvió a enganchar el


caballo, tomó el arado y se puso de nuevo a trabajar.

El diablillo se enfureció mucho al ver que no había logrado hacer pecar al mujik. Fue
a pedir al diablo jefe que lo aconsejase. Le refirió cómo había tomado el pan al mujik,
y cómo este, en vez de enfadarse, había dicho: «¡Buen provecho!»

El diablo en jefe se enojó.

—Ya que el mujik —le dijo— se ha burlado de ti en esta ocasión, es que tú mismo has
dejado de cumplir tu deber. No has sabido hacerlo bien. Si dejamos que los mujiks y
las babás se nos suban a las barbas, esto va a ser intolerable... No puede esto concluir
de este modo. Vete, vuelve a casa de ése, y gánate el mendrugo, si quieres comértelo.
Si antes de tres años no has vencido a ese mujik, te daré un baño de agua bendita.

6
Sin Querer
Volvió a las seis de la mañana y, según costumbre, pasó al cuarto de aseo; pero, en
lugar de desnudarse, se sentó o, mejor dicho, se dejó caer en una butaca... Poniendo
las manos en las rodillas, permaneció en esa actitud cinco, diez minutos, quizás una
hora. No hubiera podido decirlo.
"El siete de corazones", se dijo, representándose el desagradable hocico de su
contrincante, que, a pesar de ser inmutable, había dejado traslucir satisfacción en el
momento de ganar.
—¡Diablos! —exclamó.
Se oyó un ruido tras de la puerta. Y apareció su esposa, una hermosa mujer, de cabellos
negros, muy enérgica, con gorrito de noche, chambra con encajes y zapatillas de pana
verde.
—¿Qué te pasa? —Dijo, tranquilamente; pero, al ver su rostro, repitió—: ¿Qué te pasa,
Misha? ¿Qué te pasa?
—Estoy perdido.
—¿Has jugado?
—Sí.
—¿Y qué?
—¿Qué? —Repitió él, con expresión iracunda—. ¡Que estoy perdido!
Y lanzó un sollozo, procurando contener las lágrimas.
—¿Cuántas veces te he pedido, cuántas veces te he suplicado que no jugaras?
Sentía lástima por él; pero también se compadecía de sí misma, al pensar que pasaría
penalidades, así como por no haber dormido en toda la noche, atormentada,
esperándolo. "Ya son las seis", pensó, echando una ojeada al reloj que estaba encima
de la mesa.
—¡Infame! ¿Cuánto has perdido?
—¡Todo! Todo lo mío y lo que tenía del Tesoro. ¡Castígame! Haz lo que quieras. Estoy
perdido —se cubrió el rostro con las manos—. Eso es lo único que sé.

—¡Misha! ¡Misha! Escúchame. Apiádate de mí. También soy un ser humano. Me he


pasado toda la noche sin dormir. Estuve esperándote, estuve sufriendo; y he aquí la
recompensa. Dime, al menos, la cantidad que has perdido.

7
Demasiado Caro
Existe un reino pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre Francia e Italia.
Se llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes, menos que un pueblo grande. La
superficie del reino es tan pequeña que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por
persona. Pero, en cambio, tienen un auténtico reyecito, con su palacio, sus cortesanos,
sus ministros, su obispo y su ejército.

Este es poco numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército.
El reyecito tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para el
tabaco, el vino y el alcohol y existe la decapitación. Aunque se bebe y se fuma, el
reyecito no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios ni podría
mantenerse él, a no ser por un recurso especial. Ese recurso se debe a una casa de
juego, a una ruleta que hay en el reino. La gente juega y gana o pierde; pero el
propietario siempre obtiene beneficios. Y paga buenas cantidades al reyecito. Las paga,
porque no queda ya en toda Europa una sola casa de juego de este tipo. Antes las hubo
en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las prohibieron
porque traían muchas desgracias. Llegaba un jugador, se ponía a jugar, se
entusiasmaba, perdía todo su dinero y, a veces, incluso el de los demás. Y luego, en su
desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un tiro. Los alemanes prohibieron a sus
príncipes que tuvieran casas de juego; pero no hay quien pueda prohibir esto al reyecito
de Mónaco: por eso sólo allí queda una ruleta.

Desde entonces, todos los aficionados al juego van a Mónaco, pierden su dinero y el
beneficio es para el rey. Por medio de un trabajo honrado no puede uno construirse
palacios. El reyecito de Mónaco sabe que eso no está bien, pero ¿qué hacer? Es
necesario vivir. No es mejor mantenerse de los impuestos sobre el alcohol o el tabaco.

8
La Muñeca de Porcelana
Una carta escrita por Tolstoi seis meses después de su matrimonio a la hermana más
joven de su esposa, la Natacha de Guerra y Paz. En las primeras líneas, la letra es de
su mujer, en el resto la suya propia.

21 de marzo de 1863

¿Por qué te has vuelto tan fría, Tania? Ya no me escribes, y me gusta tanto saber de
ti... Aún no has contestado a la alocada carta de Levochka (Tolstoi), de la que no
entendí una palabra.

23 de marzo

Aquí ella empezó a escribir y de pronto dejó de hacerlo, porque no pudo seguir. ¿Sabes
por qué, querida Tania? Le ha ocurrido algo extraordinario, aunque no tanto como a
mí. Como ya sabes, al igual que el resto de nosotros, siempre estuvo constituida de
carne y hueso, con todas las ventajas y desventajas inherentes a esta condición:
respiraba, era tibia y a veces caliente, se sonaba la nariz (¡y de qué modo!) y, lo más
importante, tenía control sobre sus extremidades, las cuales —brazos y piernas—
podían asumir diferentes posiciones. En una palabra, su cuerpo era como el de
cualquiera de nosotros. De pronto, el día 21 de marzo, a las diez de la noche, nos
sucedió algo extraordinario a ella y a mí. ¡Tania! Sé que siempre la has querido (no sé
qué sentimiento despertará ahora en ti), sé que sientes un afectuoso interés por mí y
conozco tu razonable y sano punto de vista sobre los hechos importantes de la vida;
además, amas a tus padres (por favor, prepáralos e infórmales de lo sucedido), es por
esto que te escribo, para contarte cómo ocurrió.

Aquel día me levanté temprano, paseé mucho rato a pie y a caballo. Almorzamos y
comimos juntos, después leímos (aún podía hacerlo) y yo me sentía tranquilo y feliz.
A las diez le di las buenas noches a la tía (Sonia estaba como siempre y me dijo que
pronto se reuniría conmigo) y me fui a la cama. A través de mi sueño la oí abrir la
puerta, respirar mientras se desvestía, salir de detrás del biombo y acercarse a la cama.

9
Los Tres Ermitaños
El arzobispo de Arkangelsk navegaba hacia el monasterio de Solovki. En el mismo
buque iban varios peregrinos al mismo punto para adorar las santas reliquias que allí
se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico y el barco se deslizaba sin la
menor oscilación.

Algunos peregrinos estaban recostados, otros comían; otros, sentados, formando


pequeños grupos, conversaban. El arzobispo también subió sobre el puente a pasearse
de un extremo a otro. Al acercarse a la proa vio un pequeño grupo de viajeros, y en el
centro a un mujik que hablaba señalando un punto del horizonte. Los otros lo
escuchaban con atención.

Detúvose el prelado y miró en la dirección que el mujik señalaba y sólo vio el mar,
cuya tersa superficie brillaba a los rayos del sol. Acercóse el arzobispo al grupo y aplicó
el oído. Al verle, el mujik se quitó el gorro y enmudeció. Los demás, a su ejemplo, se
descubrieron respetuosamente ante el prelado.

—No se violenten, hermanos míos —dijo este último—. He venido para oír también
lo que contaba el mujik.

—Pues bien: éste nos contaba la historia de los tres ermitaños —dijo un comerciante
menos intimidado que los otros del grupo.

—¡Ah!... ¿Qué es lo que cuenta? —preguntó el arzobispo.

Al decir esto se acercó a la borda y se sentó sobre una caja.

—Habla —añadió dirigiéndose al mujik—, también quiero escucharte... ¿Qué


señalabas, hijo mío?

—El islote de allá abajo —repuso el mujik, señalando a su derecha un punto en el


horizonte—. Precisamente sobre ese islote es donde los ermitaños trabajan por la
salvación de sus almas.

—¿Pero dónde está ese islote? —preguntó el arzobispo.

—Dígnese mirar en la dirección de mi mano... ¿Ve usted aquella nubecilla? Pues bien,
un poco más abajo, a la izquierda..., esa especie de faja gris.

10
Dios Ve la Verdad Pero No la Dice Cuando Quiere
En la ciudad de Vladimir vivía un joven comerciante, llamado Aksenov. Tenía tres
tiendas y una casa. Era un hombre apuesto, de cabellos rizados. Tenía un carácter muy
alegre y se le consideraba como el primer cantor de la ciudad. En sus años mozos había
bebido mucho, y cuando se emborrachaba, solía alborotar. Pero desde que se había
casado, no bebía casi nunca y era muy raro verlo borracho.

Un día, Aksenov iba a ir a una fiesta de Nijni. Al despedirse de su mujer, ésta le dijo:

—Ivan Dimitrievich: no vayas. He tenido un mal sueño relacionado contigo.

—¿Es que temes que me vaya de juerga? —replicó Aksenov, echándose a reír.

—No sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de la ciudad; y,
en cuanto te quitaste el gorro, vi que tenías el pelo blanco.

—Eso significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.

Tras de esto, Aksenov se despidió de su familia y se fue.

Cuando hubo recorrido la mitad del camino se encontró con un comerciante conocido,
y ambos se detuvieron para pernoctar. Después de tomar el té, fueron a acostarse, en
dos habitaciones contiguas. Aksenov no solía dormir mucho; se despertó cuando aún
era de noche y, para hacer el viaje con la fresca, llamó al cochero y le ordenó enganchar
los caballos. Después, arregló las cuentas con el posadero y se fue.

Ya había dejado atrás cuarenta verstas, cuando se detuvo para dar pienso a los caballos;
descansó un rato en el zaguán de la posada y, a la hora de comer, pidió un samovar.
Luego sacó la guitarra y empezó a tocar. Pero de pronto llegó un troika con cascabeles.
Se apearon de ella dos soldados y un oficial, que se acercó a Aksenov y le preguntó
quién era y de dónde venía. Este respondió la verdad a todas las preguntas, y hasta
invitó a su interlocutor a tomar una taza de té.

11
Jodynka
No comprendo esa terquedad. ¿Por qué te obstinas en madrugar y mezclarte con la
gente del pueblo, cuando puedes ir mañana con la tía Viera, directamente a la tribuna?
Desde allí lo verás todo. Ya te he dicho que Behr me ha prometido que entrarás.
Además, tienes derecho, por ser dama de honor.

Así habló el príncipe Pavel Golitsin, conocido en el mundo aristocrático con el


sobrenombre de Pigeon, a su hija Alejandra, de veintitrés años (a la que llamaban Rina),
la noche del 17 de mayo de 1896, en Moscú, víspera de una fiesta popular, organizada
con motivo de la coronación. Rina, robusta y hermosa muchacha, con el perfil
característico de los Golitsin —nariz corva de ave de presa—, había dejado de
apasionarse por los bailes y otros placeres mundanos desde hacía bastante tiempo; y
era, o al menos se consideraba, una mujer intelectual y amiga del pueblo. Siendo hija
única y muy querida de su padre, hacía lo que se le antojaba. Aquel día había tenido la
idea de asistir a la fiesta popular con su primo; no con la Corte, sino con el pueblo. Iría
con el portero y un cochero de los Golitsin, que tenían intención de salir por la mañana,
muy temprano.

—Pero, papá, lo que quiero no es ver al pueblo, sino estar con él. Quisiera saber cuáles
son sus sentimientos por el joven zar. Es posible que, por una vez...

—Bueno, haz lo que quieras. De sobra conozco tu testarudez.

—No te enfades, querido papá. Te prometo que voy a ser muy juiciosa. Además, Alek
no se apartará de mí ni un momento.

Por extraño e insensato que le pareciera ese proyecto, el príncipe no pudo menos que
acceder.

—¡Claro que sí! —Replicó a la pregunta de si podía llevarse el coche—. Pero cuando
llegues a la Jodynka, me lo mandas.

—Muy bien, conforme.

La muchacha se acercó a su padre, que la bendijo siguiendo su costumbre; le besó la


mano, blanca y grande, y se fue.

12
Después del Baile
—Usted sostiene que un hombre no puede comprender por sí mismo lo que está bien
y lo que está mal, que todo es resultado del ambiente y que éste absorbe al ser humano.
Yo creo, en cambio, que todo depende de las circunstancias. Me refiero a mí mismo.

Así habló el respetable Iván Vasilevich, después de una conversación en que habíamos
sostenido que, para perfeccionarse, es necesario, ante todo, cambiar las condiciones
del ambiente en que se vive. En realidad, nadie había dicho que uno mismo no puede
comprender lo que está bien y lo que está mal; pero Iván Vasilevich tenía costumbre
de contestar a las ideas que se le ocurrían y, con ese motivo, relatar episodios de su
propia vida. A menudo, se apasionaba tanto, que llegaba a olvidar por qué había
empezado el relato. Solía hablar con gran velocidad. Así lo hizo también estaba vez.

—Hablaré de mí mismo. Si mi vida ha tomado este rumbo no es por el ambiente, sino


por algo muy distinto.

—¿Por qué? —preguntamos.

—Es una historia muy larga. Para comprenderla habría que contar muchas cosas.

—Pues, cuéntelas.

Iván Vasilevich movió la cabeza, sumiéndose en reflexiones.

—Mi vida entera ha cambiado por una noche, o mejor dicho, por un amanecer.

—¿Qué le ocurrió?

—Estaba muy enamorado. Antes ya lo había estado muchas veces; pero aquél fue mi
gran amor. Esto pertenece al pasado. Ella tiene ya hijas casadas. Se trata de B***. Sí,
de Varenka V***... —Iván Vasilevich nos dijo el apellido—. A los quince años era ya
una belleza notable, y a los dieciocho esta encantadora era esbelta, llena de gracia y
majestad, sobre todo de majestad. Se mantenía muy erguida, como si no pudiera tener
otra actitud. Llevaba la cabeza alta, lo que, unido a su belleza y a su estatura, a pesar de
su extremada delgadez, le daba un aire regio que hubiera infundido respeto, a no ser
por la sonrisa, alegre y afectuosa, de sus labios y de sus encantadores y brillantes ojos.

13
El Sueño
I
—No la considero hija mía, compréndelo. Pero, de todos modos, no soy capaz de
dejarla a cargo de personas extrañas. Arreglaré las cosas de manera que pueda vivir
como se le antoje; mas no quiero saber nada de ella. Nunca hubiera imaginado una
cosa así... ¡Es terrible!... ¡terrible...!

Se encogió de hombros, sacudió la cabeza y alzó los ojos. Era el príncipe Mijail
Ivánovich Sh., un hombre sesentón, quien hablaba así con su hermano menor, el
príncipe Piotr Ivánovich, de cincuenta años, mariscal de la nobleza de esa provincia.

La conversación tenía lugar en la ciudad provinciana, a la que había ido el hermano


mayor, desde San Petersburgo, al enterarse de que su hija, que huyera un año atrás, se
había instalado allí con su criatura.

El príncipe Mijail Ivánovich era un anciano apuesto, lozano, de cabellos grises y


hermoso rostro, de expresión altiva. Su familia constaba de su esposa, una mujer vulgar
que, a menudo, reñía con él por cualquier nimiedad; de su hijo, un muchacho
despilfarrador y juerguista, aunque "decente", según decía el viejo; y de dos hijas, la
mayor, que se había casado bien y vivía en San Petersburgo, y la pequeña, Liza, su
favorita, que había huido de casa hacía casi un año, apareciendo por aquellos días, con
su criatura, en aquella lejana ciudad provinciana. Piotr Ivánovich hubiera querido
preguntar a su hermano en qué condiciones se había marchado Liza y quién era el
padre del niño; pero no se atrevió. Aquella misma mañana, cuando su mujer demostró
compasión a su cuñado, Piotr Ivánovich había podido ver el sufrimiento en el rostro
de Mijail Ivánovich, los esfuerzos que hacía por ocultarlo, bajo una expresión de
altivez; y que, para cambiar de conversación, le había preguntado cuánto pagaba por
el piso. Durante el almuerzo, rodeado de familiares e invitados, se había mostrado
burlón e ingenioso, como de costumbre.

14
El Ahijado
I
Un pobre mujik tuvo un hijo. Se alegró mucho y fue a casa de un vecino suyo a pedirle
que apadrinase al niño. Pero aquél se negó: no quería ser padrino de un niño pobre. El
mujik fue a ver a otro vecino, que también se negó. El pobre campesino recorrió toda
la aldea en busca de un padrino, pero nadie accedía a su petición. Entonces se dirigió
a otra aldea. Allí se encontró con un transeúnte, que se detuvo y le preguntó:

—¿Adónde vas, mujik?

—El Señor me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy joven, para
consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me haya muerto. Pero como
soy pobre nadie de mi aldea quiere apadrinarlo, por eso voy a otro lugar en busca de
un padrino.

El transeúnte le dijo:

—Yo seré el padrino de tu hijo.

El mujik se alegró mucho, dio las gracias al transeúnte y preguntó:

—¿Y quién será la madrina?

—La hija del comerciante —contestó el transeúnte—. Vete a la ciudad; en la plaza


verás una tienda en una casa de piedra. Entra en esta casa y ruégale al comerciante que
su hija sea la madrina de tu niño.

El campesino vaciló.

—¿Cómo podría dirigirme a este acaudalado comerciante? Me despediría.

—No te preocupes de eso. Haz lo que te digo. Mañana por la mañana iré a tu casa,
estate preparado.

El campesino regresó a su casa; después se dirigió a la ciudad. El comerciante en


persona le salió al encuentro.

—¿Qué deseas?

15
—Señor comerciante, Dios me ha enviado un hijo para que cuide de él mientras soy
joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por mi alma cuando me muera. Haz
el favor de permitirle a tu hija que sea la madrina.

—¿Cuándo será el bautizo?

—Mañana por la mañana.

—Pues bien, vete con Dios. Mi hija irá mañana a la hora de la misa.

16
Tres Muertes
Era en otoño. Por la gran carretera rodaban a trote largo dos carruajes. En el primero
viajaban dos mujeres. Una era el ama: pálida, enferma. La otra, su criada: gorda y de
sanos colores. Con la mano rolliza enfundada en un guante agujereado trataba de
arreglar los cabellos cortos y lacios que salían debajo de su sombrero desteñido; su
pecho erguido, envuelto en una manteleta, respiraba salud; sus vivaces ojos negros
contemplaban unas veces, a través de los vidrios, los campos en fuga, y otras miraban
a la dama tímidamente o se volvían con inquietud hacia el fondo del coche. El
sombrero de la dama se balanceaba, colgado de un costado del coche, frente a la
sirvienta, que llevaba un perrito faldero en su regazo. Los pies de ésta descansaban
sobre varios estuches esparcidos en el fondo del vehículo, y chocaban a cada sacudida,
a compás con el ruido de los muelles y la trepidación de los vidrios.

La clama se mecía débilmente reclinada entre los cojines, con los ojos cerrados y las
manos puestas en las rodillas. Fruncía las cejas y de cuando en cuando tosía. Estaba
tocada con una cofia de viaje, y en el cuello blanco y delicado llevaba enredado un
pañolón azul. Una raya perfectamente recta dividía debajo de la corta sus cabellos
rubios extremadamente lisos y ungidos de pomada: había no sé qué sequedad extraña
en la blancura de esa raya.

La tez ajada y amarillenta habla aprisionado en su flojedad las delicadas facciones: sólo
las mejillas y los pómulos mostraban suaves toques de carmín. Tenía los labios resecos
e inquietos; las pestañas ralas y tiesas. Y sobre el pecho hundido caía en pliegues rectos
la bata de viaje. Su rostro revelaba, a pesar de tener los ojos cerrados, cansancio,
exasperación y prolongado sufrimiento.

El lacayo, apoyándose en el respaldo, cabeceaba en el pescante. A su lado, el cochero


gritaba y fustigaba a los caballos, y volvía de cuando en cuando la cara hacia el otro
coche.

17
El león y el perrito
En un jardín zoológico de Londres se mostraban las fieras al público a cambio de
dinero o de perros y gatos que servían para alimentarlas.

Un hombre que deseaba verlas y que no tenía dinero para pagar la entrada, atrapó al
primer perrito callejero que encontró y lo llevó a la Casa de Fieras. Le dejaron pasar e
inmediatamente echaron al perro a la jaula del león para que este se lo comiera.

El perrito, asustado, se hizo un ovillo en un rincón de la jaula y el león se acercó para


olfatearlo. Entonces el perro se puso patas arriba y empezó a menear la cola.
El león lo tocó ligeramente con la garra y el perrito se levantó, se sentó sobre sus patas
traseras y lo miró.

El león lo examinó, moviendo su enorme cabeza, y se alejó de él sin hacerle el menor


daño.

Al ver que el león no se comía al perrito, el guardián de la jaula le echó un pedazo de


carne. El león apartó un trozo y se lo dio al perro.

Al llegar la noche, el león se echó en el suelo para dormir y el perro se acomodó a su


lado, colocando su cabeza sobre la pata de la fiera.

A partir de entonces, los dos animales vivieron en la misma jaula. El león no le hacía
ningún daño al perrito, dormía a su lado y, a veces, incluso jugaba con él.

Cierto día, un señor visitó la Casa de Fieras y reconoció al perrito, que se le había
extraviado. Fue a pedirle al director que se lo devolvieran, pues ese animal era de su
propiedad. Pero cuando trataron de sacarlo de la jaula para dárselo, el león se enfureció
y no hubo forma de conseguirlo.

Así, el león y el perrito vivieron en la misma jaula durante un año entero.

Al cabo del año, el perro enfermó y murió.

El león no quiso comer, se puso triste y olfateaba al perrito, lo lamía y lo acariciaba


con la pata.

18
Al comprender que su amigo había muerto, se enfureció, empezó a rugir y a mover la
cola con rabia, tirándose contra los barrotes de la jaula, como si quisiera destrozarla.

Así se pasó todo el día. Luego se echó al lado del perrito y permaneció herido y quieto,
sin permitir que nadie se llevara de la jaula el cuerpo sin vida de su amigo.

El guardián creyó que el león olvidaría al perrito si le metía a otro en la jaula, y así lo
hizo, pero, ante su asombro, vio como el león lo mataba en el acto y lo devoraba.
Luego, se echó nuevamente, abrazando al perrito muerto, y permaneció así durante
cinco días.

Al sexto día, el león también murió.

19
El campesino y los pepinos
Una vez, un campesino fue a robar pepinos a una huerta. Mientras se deslizaba hacia
el sembrado, pensaba: "Si consigo llevarme un saco entero de pepinos, los venderé y
con ese dinero compraré una gallina. La gallina pondrá huevos, los empollará y nacerán
muchos pollitos. Criaré los pollitos, los venderé y compraré una lechoncita. Cuando
crezca, tendrá una buena cría. Venderé los lechoncitos y me compraré una yegua, que
me dará potros. Los alimentaré, los venderé y después me compraré una casa y haré
una huerta. Sembraré pepinos en ella, pero no permitiré que me los roben. Pondré
unos guardias muy severos, para que me vigilen los pepinos. Y, de cuando en cuando,
me daré una vueltecita por allí y les gritaré: '¡Eh, amigos, vigilen con más atención!'.

Sin darse cuenta, el campesino se olvidó de que estaba en un huerto ajeno y dijo esas
palabras en voz muy alta. Los guardianes de la huerta, al escuchar su llamada de
atención, se abalanzaron sobre él y le dieron una buena paliza.

20
El zar y la camisa
El zar estaba muy enfermo y dijo: "¡Daré la mitad de mi reino a quien me cure!".
Entonces todos los sabios se reunieron para tratar de curarlo, pero ninguno supo cómo
hacerlo. Uno de ellos, muy viejo, dijo cómo el zar podía recuperar la salud: "Si se
encuentra un hombre feliz sobre la tierra y le ponen su camisa al zar, este se curará".

El zar ordenó que buscaran a un hombre feliz por todo el mundo. Sus enviados
recorrieron todos los países, pero no hallaron lo que buscaban. No había ni un solo
hombre que estuviera contento con su vida. Uno era rico, pero enfermo; otro estaba
sano, pero era pobre. Y el rico y sano, se quejaba de su mujer o de sus hijos. Todos
deseaban algo más y no eran felices.

Un día, el hijo del zar pasó por delante de una pobre choza y oyó que en su interior
alguien exclamaba:

"Gracias a Dios he trabajado, he comido bien y ahora puedo acostarme a dormir. Soy
feliz, ¿qué más puedo desear?".

El hijo del zar se llenó de alegría e inmediatamente ordenó que le trajeran la camisa de
aquel hombre, para llevársela a su padre, y que le dieran a cambio de todo lo que
quisiera.

Los servidores entraron a toda prisa en la choza del hombre feliz para quitarle la
camisa, pero se sorprendieron al descubrir que el hombre era tan pobre, que ni siquiera
una camisa tenía.

21
22
23
La aventura del bosque

Dos hermanos viajaban juntos; hacia el medio día se tendieron en el bosque para
descansar.
Cuando despertaron vieron cerca de ellos una piedra, con unas palabras escritas sobre
ella; las descifraron y esto fue lo que leyeron:
Que quien encuentre esta piedra camine por el bosque hacia el Oriente; que en su
camino hallará un río; que lo atraviese; en la otra orilla verá a una osa con sus crías;
que coja los ositos y escape a la montaña sin regresar. Allí verá una casa, y en aquella
casa encontrará la felicidad.
Entonces dijo el menor al mayor:
--Vamos juntos; a lo mejor podamos atravesar el río, agarrar los ositos, llevarlos a
aquella casa y encontrar ambos la felicidad.
Pero el mayor replicó:
--No iré en busca de los osos, ni te aconsejo que lo hagas. En primer lugar, porque nada
prueba que lo que está escrito sobre esta piedra sea verdad, a lo mejor se trata de una
broma; en segundo lugar, porque es muy posible que hayamos leído mal lo que ahí dice;
y además, aun admitiendo que todo esto sea verdad, pasaremos la noche en el bosque,
no hallaremos el río y nos vamos a perder. Y si hallamos el río, ¿acaso vamos a poder
atravesarlo? Tal vez sea muy ancho y su corriente rápida. Y en caso de que lográramos
pasarlo, ¿crees que sería fácil apoderarse de los ositos? La osa nos degollaría, y en vez de
la felicidad encontraríamos la muerte. Por otra parte, aunque consiguiéramos agarrar
los ositos, no nos sería posible escapar sin poder descansar antes de llegar a la montaña.
Por último, no veo en qué consista la bendita felicidad que se encuentra en aquella casa;
a lo mejor no se trate sino de una dicha con la que nada podamos hacer.
Y el hermano menor repuso:
--No comparto tu opinión; sin motivo alguno no se escribió eso en esta piedra. El sentido
de las palabras es claro y preciso. Primero el peligro no es tan grande como lo pintas. En
segundo lugar, si no somos nosotros los que vamos, otro podrá descubrir esta piedra,
hallar la felicidad en lugar nuestro y nosotros nos quedaremos sin nada.

24
Por otra parte, nada se consigue
sin esfuerzo. Y, además, yo no
quiero pasar por cobarde.
A lo que dijo el hermano mayor:
--Bueno, ya sabes el proverbio: "La
codicia rompe el saco", o aquel otro:
"Más vale pájaro en mano que cien
volando".
Contestó el menor:
--Y yo he oído decir: "Quien no se arriesga no pasa el mar", y también: "Bajo una piedra
inmóvil no corre el agua". ¡Creo que es hora de partir!
Así que el menor se fue y el otro se quedó.
Un poco más lejos, en el bosque, el menor encontró un río, lo atravesó, y junto a la orilla
vio una osa que dormía; cogió las crías y, sin volver a ver atrás, echó a correr hacia la
montaña. En cuanto llegó a la cima, una multitud de gente salió a su encuentro y le
transportó a la ciudad, donde le nombraron rey.
Reinó durante cinco años; al
sexto, otro soberano más
fuerte que él le declaró la
guerra, se apoderó de la
ciudad y le expulsó.
Entonces, el hermano menor
quedó de nuevo en la calle y
volvió a la casa del mayor,
que vivía pacíficamente en el
campo, ni rico ni pobre.

Los dos hermanos sintieron mucho gusto contándose su vida.


--Bueno, ya lo ves –le dijo el mayor– que yo tenía la razón. Mientras yo he vivido sin
peligros, tú, que fuiste rey, has vivido en cambio una vida llena de tormentos.
A lo que respondió el menor:
--No me arrepiento de mi aventura del bosque; es cierto que ahora ya no soy nada; pero
tengo, para embellecer mi vejez, el corazón lleno de recuerdos, mientras que tú no los
tienes.

25
El perro muerto

U na tarde llegó Jesús a las puertas de una ciudad y pidió a sus discípulos que se adelantaran
para preparar la cena.
Sintiéndose impulsado hacia el bien y el amor, él se fue por las calles hasta la plaza del
mercado.
Allí vio en un rincón a un grupo de gente
mirando algo en el suelo y él también se
acercó para ver qué era lo que tanto les
llamaba la atención.
Era un perro muerto, con una soga al
cuello que había servido para arrastrarle
por el lodo. Jamás cosa más vil, más
repugnante, más impura se había
ofrecido a los ojos de los hombres.
Y todos los que estaban en el grupo
miraban hacia el suelo con desagrado.
--Esto contamina el aire -dijo uno de los presentes.
--Esta carroña va a ser un estorbo en el camino por mucho tiempo -dijo otro.
--Miren su cuero -dijo un tercero--: no hay pero ni un sólo pedazo que pueda servir para
hacer unos caites.
--Y sus orejas -exclamó un cuarto-son asquerosas y
están llenas de sangre.
--Lo han de haber ahorcado por ladrón -añadió otro.
Jesús les escuchó, y dirigiendo una mirada de
compasión al animal inmundo, dijo:
--¡Sus dientes son más blancos y hermosos que las
perlas!
Entonces el pueblo, admirado, se volvió hacia Él y
exclamó:
--¿Quién es éste? ¿Será Jesús de Nazaret? ¡Sólo Él podía encontrar de qué compadecerse
y hasta algo que alabar en un perro muerto...!
Y todos, avergonzados, se inclinaron ante el Hijo de Dios y siguieron su camino.

26
El campesino y el espíritu
de las aguas

A un campesino se le cayó su hacha en el río y, dolido, se puso a llorar. El espíritu de


las aguas se compadeció de él, y presentándole un hacha de oro, le preguntó:
--¿Es la tuya?
Respondió el campesino:
--No, no es la mía.
El espíritu de las aguas le llevó otra de plata.
--Tampoco es ésa -dijo nuevamente el campesino.
Entonces el espíritu de las aguas le llevó su propia hacha.

Al verla, el campesino exclamó:


--¡Esa es la mía!
Para recompensarle por su honradez, el espíritu de las aguas le regaló las tres hachas.
De vuelta en su casa, el campesino enseñó su regalo, contando aquella aventura a sus
compañeros.
Uno de ellos quiso hacer lo mismo, se fue a la orilla del río, dejó caer su hacha y se puso
a llorar.
El espíritu de las aguas le presentó un hacha de oro y le preguntó:
--¿Ésta es la tuya?
El campesino, contentísimo, respondió:
--¡Sí, sí, esa es la mía!
Entonces el espíritu de las aguas no le dio ni la de oro ni la suya, en castigo por haberle
engañado.

27
Mil monedas de oro

U n hombre rico quiso repartir mil monedas de oro a los pobres, pero como no sabía a
cuáles pobres debía darlas, fue a buscar un sacerdote, y le dijo:
--Quiero dar mil monedas de oro a los pobres, pero como no sé a quiénes darlas, prefiero
que agarre usted el dinero y lo distribuya según le parezca. El sacerdote le respondió:
--Es mucho dinero, y yo tampoco sé a quiénes darlo, porque tal vez a unos les daría
demasiado mientras que a otros demasiado poco. Mejor dígame usted a cuáles pobres es
preciso dar su dinero y qué cantidad debo yo dar a cada uno. El rico resolvió:
--Si no sabe usted a quién dar este dinero, Dios lo sabrá: déselo entonces al primero que
llegue.
En la misma parroquia vivía un hombre muy pobre, que tenía muchos hijos y que estaba
enfermo y no podía trabajar. Este pobre leyó un día en los salmos: Yo fui joven y he
llegado a viejo, y nunca he visto a un justo desamparado ni a sus hijos mendigar.
Pero el pobre pensó:
--¡Ay de mí! Estoy abandonado de Dios, y, sin embargo, no he hecho nunca mal a nadie...
Voy a ir a buscar al sacerdote para preguntarle cómo es posible que se encuentre una
mentira como ésta en las Escrituras.
Y salió en busca del sacerdote; y al presentarse donde él, el sacerdote pensó:
--Este pobre es el primero que llega: le daré las mil monedas de oro del rico.

28
El manantial

E n un caluroso día de verano, tres viajeros se reunieron junto a un ojo de agua que estaba al
lado del camino, rodeado de algunos árboles y de un zacatito húmedo; el agua, pura como
una lágrima, caía en un recipiente labrado naturalmente en la piedra; luego se
derramaba para regarse por la campiña. Los viajeros descansaron a la sombra de
aquellos árboles y bebieron agua del manantial. Junto a él vieron una piedra en la cual
se leían estas palabras: "Sean como este ojo de agua".
Los caminantes leyeron las palabras escritas en la piedra, luego se preguntaron por su
significado.
--Es un buen consejo -dijo uno de ellos, que era comerciante--. Así como un crique no
para de correr, llega lejos, recibe agua de otros ríos y se convierte en un gran río, así
también debe hacer uno, ocupándose de sus asuntos, y de esa manera siempre triunfará
y conseguirá riquezas.
--No -dijo el segundo viajero, un joven--. A mi entender, esas palabras significan que el
hombre debe guardar su alma de las malas inclinaciones y de los malos deseos; su alma
debe mantenerse tan pura como el agua de este manantial. Ya ven que ahora esta agua
da fuerzas a los que, como nosotros, nos paramos aquí para beber, pero si viniera de
atravesar todo el mundo y estuviera turbia, ¿qué utilidad tendría?, ¿quién quisiera
entonces bebérsela?
El tercer viajero, que era anciano, sonrió y dijo:
--Este joven tiene razón. El manantial, dando de beber a los sedientos, nos enseña a
practicar el bien con todo el mundo, sin esperar recompensa, sin contar con el
agradecimiento.

29
Dos hermanos

L o que vamos a contar sucedió cuando aún no existía la ciudad de Jerusalén, en los fértiles
campos sobre los cuales fue luego edificada, y que eran cultivados por una desparramada
población de campesinos judíos.

En aquellos lugares estaban las viviendas de dos hermanos, muy cerca una de otra.
Ambos eran casados. El menor tenía cuatro hijos, y el mayor ninguno.
Al morir el padre, en lugar de repartirse la tierra que
heredaron, habían decidido sembrarla en común, y
cuando maduró el trigo y se hizo la recolección,
partieron la cosecha en dos porciones iguales.
Pero aquella noche el hermano mayor no podía
conciliar el sueño.
-¿Habremos repartido bien el trigo? –Pensaba-. Mi
hermano tiene más familia que yo, que sólo tengo a
mi mujer. Él necesita pan para sus cuatro hijos.
No podía apartar esta idea de su espíritu, ni retrasar para otro día el pensar sobre eso.
Al fin, mucho antes del amanecer, se levantó, fue a los graneros, y con trigo suyo
acrecentó la parte de su hermano. Después se fue a dormir tranquilo.
Pero también el hermano menor se había despertado inquieto con la duda de si el reparto
había sido hecho según la justicia.
-Mi mujer y yo somos fuertes –se decía-. Tenemos, además, cuatro hijos que pronto han
de poder ayudarnos a trabajar. En cambio mi hermano y su mujer son menos jóvenes
que nosotros y, por otra parte, no tienen hijos en que fundar esperanza. ¿Quién les
ayudará cuando ellos se debiliten? Hay que anticiparse a la hora de su vejez y aumentar
desde ahora su fortuna.
Y como era todavía de noche, le pareció el mejor momento para hacer con sigilo su
propósito. Se fue a los graneros y añadió una buena cantidad de trigo al acopio de su
hermano. Después volvió a su aposento y se durmió rápidamente, cuando empezaban a
cantar los gallos.
Al siguiente día, ambos notaron con sorpresa que sus montones seguían siendo iguales.
Se miraron, pero ninguno dijo una palabra.
Por la noche cada uno hizo lo mismo que la vez anterior. Pero al llegar la mañana, como
si fuera cosa de magia, vieron que no se había alterado la igualdad de las partes.

30
Lo mismo sucedió durante varias noches y días consecutivos, y no sabían qué pensar,
pues los montones permanecían siempre iguales, como si en vez de hacer lo que se
proponían lo hubiesen soñado.
Hasta que una noche se levantaron por casualidad a la misma hora, y se encontraron
frente a frente, a la puerta del granero.
Entonces, sin decirse nada, hicieron con todo el trigo un solo montón y se fueron a
dormir con un sueño tan profundo como el de la niñez.
Y así fue después todos los años, hasta el término de sus días.

31
Tres preguntas

H abía una vez un rey al que se le ocurrió que si conociera la respuesta a las siguientes
tres preguntas, nunca fallaría en ninguna cuestión. Las tres preguntas eran:
¿Cuál es el momento más oportuno para hacer cada cosa? ¿Quién es la persona más
importante con la que debemos tratar? ¿Cuál es la acción más importante?
El rey publicó un edicto a través de todo su reino anunciando que cualquiera que pudiera
responder a estas tres preguntas recibiría una gran recompensa, y muchos de los que
leyeron el edicto emprendieron el camino al palacio; cada uno llevaba una respuesta
diferente al rey.
Como respuesta a la primera pregunta, unos le aconsejaron planificar detalladamente su
tiempo, dedicando cada hora, cada día, cada mes y cada año a ciertas tareas y seguir este
plan al pie de la letra. Sólo de esta manera podría esperar realizar cada cosa en el
momento oportuno.
Otros le dijeron al rey que era imposible planear todo de antemano y que más bien
debería desechar toda distracción inútil y permanecer atento a lo que sucedía, para saber
qué hacer en cada momento. Pero alguien más insistió en que el rey, aunque estuviera
atento a todo, solo nunca iba a poder saber cuándo debía hacer cada cosa, por lo que en
realidad necesitaba rodearse de sabios consejeros para actuar conforme a su consejo.
Pero todavía otros más plantearon que para ciertas cosas se requiere de una decisión
inmediata y que no permite esperar los resultados de una consulta, así que si uno quiere
decidir bien, es necesario conocer el futuro, pero sólo se puede llegar a conocer de
antemano el futuro consultando a los adivinos.
Las respuestas a la segunda pregunta tampoco estuvieron de acuerdo. Unos decían que
las personas más importantes para el rey eran sus administradores; otros más bien
pensaban que eran los sacerdotes; otros más, que eran los médicos y, por últimos, había
quienes sostenían que eran los guerreros.
Como respuesta a la tercera pregunta de cuál era la acción más importante, decían unos
que eran las ciencias, otros insistían en que era la estrategia de hacer la guerra y los
últimos planteaban que era la adoración a Dios.
Y puesto que las respuestas eran todas distintas, el rey no aceptó ninguna y a nadie le
dio la recompensa.
Después de varias noches de reflexión, el rey resolvió visitar a un solitario que era famoso
por su sabiduría. Este solitario vivía en la montaña y solamente recibía gente pobre. Así
pues el rey se vistió como un simple campesino y se fue a buscar al solitario.

32
Al llegar cerca del lugar donde el solitario habitaba, el
rey se bajó de su caballo, dejó atrás a sus
guardaespaldas y se fue solo a su encuentro. El rey lo
halló cavando en el jardín frente a su ranchito. Cuando
el solitario vio al extraño, movió su cabeza en señal de
saludo y siguió con su trabajo. Era claro que la tarea le
resultaba dura, pues se trataba de un hombre débil y
flaco, y cada vez que metía la pala en la tierra para
removerla, respiraba con dificultad.
El rey se le acercó y le dijo:
- Hombre sabio, he venido para pedirte que me respondas tres preguntas:
¿Cuál es el momento que uno debe tener en cuenta para no perderse nada y luego no
tener de qué arrepentirse?
¿Cuáles son las personas indispensables, las que debemos preferir más que a todas?
¿Qué acciones son las más importantes y las que uno debe realizar primero que nada?
El solitario le escuchó atentamente pero no respondió. Solamente se escupió en la mano
y siguió cavando. El rey le dijo:
- Has de estar cansado, déjame que te eche una mano.
El solitario le dio las gracias al rey, le pasó la pala y se sentó en el suelo a descansar.
Después de haber removido dos surcos, el rey se
detuvo y repitió sus preguntas. El solitario tampoco
esta vez contestó sino que se levantó y, tomando la
pala, le dijo:
- ¿Por qué no descansas? Ahora yo puedo seguir
cavando.
Pero el rey no le dio la pala y continuó cavando. Así
pasó una hora, luego otra y finalmente el sol comenzó a ponerse tras las montañas. El
rey soltó la pala y dijo:
- Sabio, vine a verte para que me respondieras a mis preguntas, pero si acaso no puedes
darme respuesta, dímelo abiertamente, y yo entonces me regresaré a mi casa.
-¡Allí viene alguien corriendo! dijo el solitario, miremos quién es.
El rey volteó a ver y de repente ambos vieron a un hombre de barba que salía corriendo
del bosque. Sus manos las presionaba sobre una herida sangrante en su estómago. El
hombre corrió hacia el rey, cayó al suelo, cerró los ojos y se quedó inmóvil, gimiendo con
voz débil.

33
Al rasgar los vestidos del hombre, el rey y el solitario vieron que éste había recibido una
profunda cuchillada. El rey le limpió la herida lo mejor que pudo y luego usó su pañuelo
y la toalla del solitario para vendarle, pero la sangre no dejaba de correr y el rey varias
veces quitó la venda empapada en sangre para volver a vendar la herida. Cuando se
detuvo la hemorragia, el herido recuperó la conciencia y pidió un trago de agua. El rey
fue a traerle agua fresca y calmó la sed del herido.
Mientras tanto el sol se había puesto y el aire de la noche había comenzado a refrescar.
El rey y el solitario entre los dos cargaron al hombre hasta el rancho y lo acostaron. El
hombre cerró los ojos y se aquietó. El rey estaba tan rendido después del largo viaje y el
trabajo, que se acostó a la entrada del rancho y se durmió la noche entera.
Cuando despertó a la mañana siguiente no entendía dónde estaba ni quién era ese
hombre barbudo acostado en la cama, que lo miraba fijamente con mirada
resplandeciente.
-Perdóname, le dijo el hombre barbudo con voz débil, cuando se percató que el rey había
despertado y lo contemplaba.
- Pero si yo no te conozco ni tengo nada que perdonarte, le respondió el rey.
-Tú no me conoces, Majestad, pero yo te conozco a ti. Yo era un enemigo tuyo declarado
y había jurado vengarme de ti, porque durante la última guerra mataste a mi hermano y
me quitaste mi propiedad. Cuando supe que habías venido solo a la montaña, decidí
matarte al regreso. Pero después de emboscarte todo un día y ver que no volvías, salí de
mi escondite para buscarte. En lugar de dar contigo, me topé con tus guardaespaldas y
me hirieron. Por suerte pude escapar y corrí hasta aquí. Si no me hubieras acogido y
vendado mis heridas, seguramente me hubiera desangrado y ahora ya estaría muerto.
Yo deseaba matarte y tú en cambio me has salvado la vida. Si vivo y tú me lo permites,
yo te juro que seré un fiel servidor tuyo por el resto de mi vida y ordenaré a mis hijos y a
mis nietos que hagan lo mismo. Por favor, Majestad, concédeme tu perdón.
El rey se alegró muchísimo de ver qué tan fácilmente había logrado reconciliarse con su
enemigo, y no sólo le perdonó, sino que le prometió devolverle su propiedad y enviarle a
sus propios médicos y servidores para que le
atendieran hasta que estuviera
completamente restablecido.
El rey se despidió del herido, salió del rancho
y buscó al solitario. Por última vez, antes de
dejarle, quería pedirle una respuesta a sus
preguntas.
El solitario estaba afuera y caminaba de
rodillas, sembrando verduras entre los surcos abiertos el día anterior.

34
El rey se dirigió a él y le dijo:
-Hombre sabio, por última vez te ruego: ¡responde a mis preguntas!
El solitario se sentó en cuclillas sobre sus piernas flacas, alzó la vista al rey y le dijo:
- Tus preguntas ya han sido contestadas.
- Pero, ¿cómo?, preguntó el rey confuso.
- Ayer, si no te hubieras compadecido de mi edad y no me hubieras ayudado a cavar el
terreno, te hubieras regresado solo y ese hombre te hubiera atacado y entonces te habrías
arrepentido de no haberte quedado conmigo. Por lo tanto el momento más oportuno fue
el que pasaste cavando mi terreno; y yo en ese momento era para ti la persona más
importante y la acción más importante consistió en ayudarme a mí...
Más tarde, cuando llegó corriendo el herido, el momento más oportuno fue el tiempo
que pasaste curando su herida, porque si no le hubieses cuidado habría muerto y habrías
perdido la oportunidad de reconciliarte con él. Así que él se convirtió en la persona más
importante para ti y lo que le hiciste fue la acción más importante...
Grábate entonces lo siguiente: sólo hay un momento importante y es el ahora, pues tan
solo tenemos dominio sobre el presente. La persona más importante es siempre esa con
la que estás, porque nadie puede saber si tratará con otra persona en el futuro. Y la acción
más importante es ser bondadoso con ella, porque para eso es que fuimos enviados a
este mundo.

35
¿Cuánta tierra necesita un hombre?

(Adaptación)
L a vida se vuelve imposible cuando no se tienen tierras propias, pensaron Pascual y
su esposa. Y se pusieron a calcular cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien
dólares. Vendieron un potrillo, y la mitad de sus cerdos, pusieron a trabajar a uno de
sus hijos en una construcción y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron luego prestado
el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso,
Pascual escogió una parcela de veinte manzanas, donde había selva, fue a ver a la dueña
y se la compró.
Pascual ahora tenía su propia tierra. Pidió
semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una
buena cosecha. Al cabo de un año había logrado
saldar sus deudas con la señora y su cuñado.
Así se convirtió en finquero, y cortaba sus
propios árboles, y alimentaba a su ganado en
sus propios pastos.

Cuando salía a arar los campos, o a mirar su milpa o sus potreros, el corazón se le llenaba
de alegría. La hierba que crecía y las flores que allí florecían le parecían diferentes de las
de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero
ahora le parecía muy distinta.
Un día Pascual estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo frente a la puerta.
Pascual le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de la Costa
Atlántica, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre
comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para
comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el maíz crecía altísimo y una
manzana daba allí más que cuatro en otras partes. Comentó que un campesino había
trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.
El corazón de Pascual se llenó de ganas de comprar esas tierras.
"¿Por qué me voy a quedar sufriendo en este hueco -pensó- si se vive tan bien en otras
partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con ese dinero comenzaré allá de nuevo y voy a
tener todo nuevo".
Pascual vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su
familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pascual
estaba ahora en una posición mucho mejor que antes. Compró muchas tierras arables y
potreros, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.
Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pascual se sentía complacido,
pero cuando se acostumbró, comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho.

36
Quería sembrar un maizal más grande, pero no tenía tierras suficientes para hacerlo, así
que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas
cosechas, así que Pascual ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente,
pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para
ahorrar el dinero.
"Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería
independiente, y no sufriría estas incomodidades."
Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le
comentó que acababa de regresar de la lejana tierra
de los misquitos, donde había comprado seiscientas
manzanas por tan sólo mil dólares.
-Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo- Yo les
regalé como cien dólares en ropa y provisiones,
además de una caja de café, y les repartí ron, y obtuve la tierra por una bagatela.
"Vaya -pensó Pascual-, allá puedo llegar a tener diez veces más tierras de las que poseo.
Debo probar suerte."
Pascual encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando
consigo a su mozo. Pasaron por un pueblo donde compraron ropa, café, ron y otros
regalos más, tal y como el vendedor le había aconsejado. Continuaron su viaje hasta
recorrer más de trescientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde vivían
los misquitos.
En cuanto vieron a Pascual, salieron de sus ranchos y se reunieron alrededor del
visitante. Le ofrecieron café y le dieron de comer un rico pescado frito con yuca. Pascual
sacó los regalos de su equipaje y los distribuyó, diciéndoles que venía en busca de tierras.
Los misquitos parecían muy contentos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo
mandaron a buscar y le explicaron a qué había llegado Pascual.
El jefe lo escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pascual:
-De acuerdo. Escoge toda la tierra que quieras.
Tenemos tierras en abundancia.
-¿Y cuál será el precio? -preguntó Pascual.
-Nuestro precio es siempre el mismo: mil dólares por día.
Pascual no comprendió.
-¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas manzanas son?
-No sabemos calcularlo -dijo el jefe- Vendemos la tierra por día. Todo lo que puedas
recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es de mil dólares por día.

37
Pascual se quedó sorprendido.
-Pero en un día se puede recorrer muchísima tierra -dijo.
El jefe se echó a reír.
-¡Será toda tuya! Pero con una condición: si no regresas el mismo día al lugar donde
comenzaste, pierdes tu dinero.
-¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?
-Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese
lugar y emprender tu viaje, llevando un azadón contigo. Donde lo consideres necesario,
deja una marca. En cada vuelta, cava un hoyo grande y amontona la tierra; luego iremos
con un arado de hoyo en hoyo. Puedes hacer el recorrido que quieras, pero antes de que
se ponga el sol debes regresar al mismo lugar de donde saliste.
Toda la tierra que cubras será tuya. Pascual se puso contentísimo. Decidió comenzar por
la mañana. Platicaron, bebieron más café, comieron más pescado, y así llegó la noche.
Le dieron a Pascual una cama con buen colchón, muy bien arreglada, y los misquitos se
dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente en la madrugada, para viajar
juntos al punto convenido antes del amanecer.
Pascual se acostó, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.
"¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros
por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará
una gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o se las dejaré a mis mozos,
pero yo escogeré la mejor tierra y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes, y
contrataré dos peones más. Unas noventa manzanas la destinaré a la siembra, y en el
resto criaré ganado."
Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.
-Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.
Se levantó, despertó al mozo (que dormía sobre unos sacos de maíz en una bodega
vecina), le ordenó ensillar los caballos y se fue a despertar a los misquitos.
-Es hora de ir al campo para medir las tierras -dijo.
Los misquitos se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a
desayunar, y le ofrecieron comida y café a Pascual, pero él no quería esperar.
-Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.
Los misquitos se prepararon y todos se pusieron en camino, algunos a caballo, otros a
pie. Pascual y su mozo iban a caballo, y él llevaba un azadón. Cuando llegaron al punto
deseado, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron a una loma y se apearon de los

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caballos, reuniéndose en un lugar. El jefe misquito se acercó a Pascual y extendió el brazo
hacia la llanura.
-Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes. A
Pascual le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, plana como la palma de la
mano y se veía fértil y llena de pasto.
El jefe se quitó su gorra, la puso sobre el suelo y dijo:
-Esta será la marca. Empieza aquí, y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.
Pascual sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó la camisa y se puso una
camiseta sin mangas. Se aflojó la faja y la apretó duro en la barriga, se colgó un morral
con tortilla y cuajada y se amarró una botella de agua al cinturón, se amarró bien las
botas, agarró el azadón y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo.
Todas las direcciones eran tentadoras.
-No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.
Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.
"No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco."
Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pascual, cargando
el azadón, se internó en la llanura.
Pascual caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un hueco
y amontonó la tierra para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que se había
desperezado, apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro hueco. Miró hacia atrás. La
loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y se divisaba al jefe mirando
al horizonte. Pascual calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más caliente;
se quitó la camiseta, se la echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor;
miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.
-He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto
para dar la vuelta. Pero me aflojaré las botas -se dijo.
Se sentó, se aflojó las botas y retomó la marcha. Ahora caminaba más cómodo. "Seguiré
otros cinco kilómetros -pensó-, y luego daré luego vuelta a la izquierda. Este lugar es tan
prometedor que sería una lástima perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece esta
tierra."
Siguió recto por un tiempo, y cuando miró alrededor, la loma ya casi no se veía y las
personas parecían hormigas, y apenas se veían bajo el sol.
"Ah -pensó Pascual-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de dar la vuelta.
Además estoy sudando, y tengo mucha sed."

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Se detuvo, cavó un gran hoyo y amontonó la tierra. Bebió un sorbo de agua y dio la vuelta
hacia la izquierda. Continuó la marcha, el monte era alto y hacía mucho calor. Pascual
comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía. "Bien -pensó-, debo descansar."
Se sentó, comió su tortilla con cuajada y bebió agua, pero no se acostó, por temor a
quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio
caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: "Una hora de
sufrimiento, una vida para disfrutarlo".
Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba de nuevo a dar vuelta hacia la izquierda,
cuando vio un valle muy fértil. "Sería una pena excluir ese terreno -pensó-Aquí los
frijoles crecerían muy bien". Así que rodeó el valle y cavó un hoyo del otro lado antes de
girar. Pascual miró hacia la loma. El aire estaba lleno de vapor y parecía temblar con el
calor, y a través del vapor apenas se veía a la gente de la loma. "¡Ah! -pensó Pascual.
Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto." Y siguió a lo largo del tercer
lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pascual
aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince
kilómetros de su meta.
―No -pensó-, aunque mis tierras no queden bien cuadradas, debo volver ahora en línea
recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra". Pascual cavó un
hoyo apurado.
Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía los
pies chimados y sentía que se le aflojaban las piernas. Deseaba mucho descansar, pero
era imposible si acaso quería llegar todavía antes del poniente. El sol no espera a nadie,
y se hundía cada vez más.
"¡Dios santo! -pensó-, ojalá no haya cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará
si llego tarde?"
Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al
horizonte.
Pascual siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el
paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, tiró la camiseta, el morral y la
botella, y conservó sólo el azadón que usaba como bastón. "¡Ay de mí! He deseado mucho
y lo he arruinado todo. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol."
El temor le quitaba el aliento. Pascual siguió corriendo y los pantalones empapados se le
pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón
batía como un martillo, sus piernas se aflojaban como si no le pertenecieran. Pascual
estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento. Aunque temía la muerte, no
podía detenerse. "Después de que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me
detengo ahora", pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los misquitos gritaban

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y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y
siguió corriendo.
El hinchado y vaporoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy
bajo, pero Pascual ya estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma,
agitando los brazos para que se apurara. Veía la gorra y el dinero, y al jefe sentado en el
suelo, riendo a carcajadas.
"Hay tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la
vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!"
Pascual miró el sol, que ya desaparecía devorado por el horizonte. Con el resto de sus
fuerzas apuró todavía más el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas
apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El
sol se había puesto! Pascual dio un alarido.
"Todo mi esfuerzo ha sido en vano", pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los
misquitos aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se
había puesto, desde la loma aún podían verlo.
Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la
cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pascual soltó un grito. Se
le aflojaron las piernas, cayó de boca y tomó la gorra con las manos.
-¡Vaya, qué tipo tan admirable! -exclamó el
jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras! El criado de
Pascual se acercó corriendo y trató de
levantarlo, pero vio que le salía sangre por la
boca. ¡Pascual estaba muerto!
Los misquitos menearon la cabeza para
demostrar su compasión. Su mozo empuñó el
azadón y cavó una tumba para Pascual y allí lo
sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.

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Donde está el Amor, allí está Dios

(Adaptación)

H abía una vez en una ciudad un zapatero remendón llamado Miguelito. Vivía en un bajareque
construido en un barranco, al cual entraba la luz por una ventana que daba a la calle. Por ella se
veía pasar a la gente. Aunque sólo se distinguían los pies de los transeúntes, el zapatero
reconocía por el calzado a cuantos cruzaban por allí. Viejo y competente en su oficio, era
raro que hubiese en la ciudad un par de botas que no hubieran pasado una o dos veces
por su taller, a las que él no hubiera remendado, poniéndole medias suelas o tacones
nuevos. Por esa razón veía él con mucha frecuencia, a través de su ventana, la obra de
sus manos.
Miguelito siempre tenía encargos de sobra, porque su trabajo era nítido, sus materiales
eran buenos, no cobraba caro y entregaba el calzado que le confiaban el día convenido y
con toda puntualidad. Por esa razón todo mundo lo estimaba y nunca le faltaba trabajo
en su taller.
En todas las ocasiones Miguelito había demostrado ser un buen hombre; pero al
envejecer comenzó a pensar más que nunca en su alma y en acercarse a Dios. Cuando
aún trabajaba en casa de un patrón, murió su esposa dejándole un hijo de tres años.
Habían tenido antes otros hijos, pero todos habían muerto.
Al verse solo con su pequeño hijo, pensó en enviarlo al campo a la casa de un hermano
suyo; pero se dijo:
— Va a ser muy duro para mi pequeño Julián vivir separado de mí. Es mejor que se
quede conmigo.
Así que Miguelito se despidió de su patrón y se estableció por su cuenta. Sin duda, Dios
no había bendecido a Miguelito en sus hijos y cuando el único que le quedaba comenzó
a crecer y a ayudar a su padre, éste cayó enfermo y al cabo de una semana murió.
Miguelito enterró a su hijo. Aquella pérdida hirió tan profundamente su corazón, que
hasta llegó a murmurar de la justicia divina. Se sentía tan desgraciado que con frecuencia
pedía al Señor que le quitase la vida. Le reprochaba no habérselo llevado a él, que era
viejo, en vez de arrebatarle a su único hijo, tan adorado. Hasta dejó de ir a la iglesia.
Pero un día -era por Pascua Florida-, llegó a la casa del zapatero un paisano suyo que
desde hacía ocho años recorría el mundo como peregrino. Hablaron largamente y
Miguelito se quejó amargamente de sus desgracias.
— He perdido hasta el deseo de vivir, decía: sólo pido la muerte. Y es todo lo que le pido
a Dios, porque ya no tengo ninguna ilusión en la vida.
El viejo le respondió:

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— Haces mal en hablar de esa manera, Miguelito. Los humanos no debemos juzgar las
obras de Nuestro Señor, porque sus pensamientos están muy por encima de nuestra
inteligencia. Él ha decidido llevarse a tu hijo y que tú vivas. Luego, así debe ser. Tu
desesperación viene de que quieres vivir para ti, para tu propia felicidad.
— ¿Y para qué se vive entonces, si no es para eso?,
preguntó el zapatero.
—Hay que vivir por Dios y para Dios, contestó el
viejo. Él es quien da la vida y para Él debes vivir.
Cuando empieces a vivir para Él dejarás de sufrir
como ahora y tendrás la fortaleza de sobrellevarlo
todo con paciencia.
Miguelito se quedó callado un momento y, por fin, dijo:
— ¿Y cómo se vive para Dios?
— Cristo lo ha hecho. ¿Sabes leer? No necesitas más que comprar los Evangelios y allí lo
aprenderás. En las Sagradas Escrituras encontrarás respuesta a todo cuanto preguntes.
Esas palabras hallaron eco en el corazón de Miguelito, quien aquel mismo día se fue a
comprar su Nuevo Testamento, impreso en letras grandes, y se puso a leerlo. Se había
propuesto leer solamente en los días de fiesta; pero una vez que hubo comenzado, sintió
en su alma un consuelo tan grande, que adquirió la costumbre de leer todos los días
algunas páginas. A veces se enfrascaba de tal modo en la lectura, que no se decidía a
dejar el libro hasta que se consumía todo el kerosene de su lámpara. Así pues, leía cada
noche y cuanto más avanzaba en la lectura, más claramente se daba cuenta de lo que
Dios quería de él y de cómo hay que vivir para Dios. Así fue penetrando, dulcemente, la
alegría en su alma.
Antes, cuando se iba a acostar, suspiraba y gemía, recordando a su hijo; ahora se
contentaba con decir:
— ¡Gloria a ti, gloria a ti, Señor! Esa ha sido tu voluntad.
A partir de entonces la vida de Miguelito cambió por completo. Antes, en los días de
fiesta, iba a algún bar a beber sus traguitos de ron. A veces bebía con algún amigo y
aunque no se picaba, salía del bar bastante alegre, lo que lo llevaba a decir tonterías y
hasta a insultar a las personas que se topaban con él en su camino. Todo esto
desapareció. Ahora su vida transcurría apacible y feliz. Ya de madrugada se ponía a
trabajar y cuando terminaba su tarea, descolgaba su lámpara, la ponía en la mesa, sacaba
los Evangelios del estante, lo abría y empezaba a leer. Cuanto más leía, más iba
comprendiendo. Una dulce serenidad invadía poco a poco su alma.

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Cierto día le ocurrió que estuvo leyendo hasta más tarde que de costumbre. Había
llegado al Evangelio según San Lucas y vio en el capítulo 6 los versículos siguientes:

―Al que te golpea en una mejilla, preséntale la otra. Al que te arrebate el manto,
entrégale también el vestido‖.
―Da al que te pida, y al que te quita lo tuyo, no se lo reclames‖.
―Traten a los demás como quieren que ellos les traten a ustedes‖.
Después leyó los versículos en los que el Señor dice:
―¿Por qué me llaman Señor, Señor, y no hacen lo que yo digo
―Todo aquel que viene a mí, y oye mis palabras y las pone práctica, les voy a decir a quien
se parece. Es semejante a un hombre que al edificar una casa, cavó y ahondó y puso el
fundamento sobre la roca: y cuando vino una inundación, el río dio con ímpetu contra
aquella casa, pero no la pudo mover, porque estaba fundada sobre la roca‖. ―Mas el
que oyó y no puso en práctica mis palabras, se parece a un hombre que edificó sobre
tierra, sin fundamento. El río dio con ímpetu contra ella y en seguida se desmoronó,
siendo grande el desastre de esa casa‖.
Miguelito leyó estas palabras y su corazón se inundó de alegría. Se quitó los anteojos, los
dejó sobre el libro, apoyó los codos sobre la mesa y se quedó pensativo. Comparó sus
propios actos con esas palabras y dijo:

— ¿Estará mi casa fundada sobre roca o sobre arena? ¡Qué bueno si estuviera sobre roca!
¡Qué feliz se siente uno cuando se encuentra a solas con su conciencia y ha procedido
como Dios manda! En cambio, cuando uno se distrae de Dios, puede volver a caer en el
pecado. De todos modos, he de continuar como hasta ahora, porque esto es bueno. ¡Dios
me ampare! Después de haber pensado así, quiso acostarse: pero le daba lástima
separarse del libro y comenzó a leer el capítulo séptimo. Allí leyó la historia del centurión
y del hijo de la viuda y la respuesta de Jesús a los discípulos de Juan el Bautista. Llegó al
pasaje en el que el rico fariseo invita a su casa al Señor; vio cómo la pecadora le ungió los
pies y se los lavó con sus lágrimas y cómo le fueron perdonados sus pecados. Luego, en
el versículo cuarenta y cuatro, leyó:

―Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no
me diste agua para mis pies: más ella regó mis pies con sus lágrimas y los secó con sus
cabellos.
―No ungiste mi cabeza con aceite: mas ella ha ungido con perfume mis pies.
Leyó este versículo y pensó: ―Tú no me has dado agua para los pies, no me has dado
el beso de la paz, ni has ungido con aceite mi cabeza‖.
Y Miguelito, quitándose de nuevo los anteojos, dejó el libro y volvió a reflexionar.

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―Seguro que ese fariseo era como yo - se dijo- . Yo también he pensado únicamente
en mí. Con tal de beber yo mi cafecito, que no me falte el fuego en el fogón y que no me
haga falta nada, casi no le hago caso al invitado. Sólo pensaba en mí y para nada en el
huésped. Sin embargo, ¿quién era el convidado? ¡El Señor en persona! Si hubiese venido
a mi casa ¿hubiera actuado de esa manera?
Y Miguelito, apoyando los codos sobre la mesa, dejó caer sobre las manos la cabeza y, sin
darse cuenta, se quedó dormido.
— ¡Miguel! — dijo de pronto una voz en su oído. Miguel se despertó asustado.

— ¿Quién es? Preguntó, poniéndose de pie. Miró a la puerta, pero al no ver a nadie, volvió
a dormirse.
Pero en el acto oyó estas palabras:
— ¡Miguel! ¡Miguel! Mira mañana a la calle, porque voy a venir a verte. Volviendo en sí,
se levantó de la silla y se frotó los ojos. Él mismo no sabía si aquellas palabras las había
oído en sueños o en realidad.
Así que apagó la lámpara y se acostó.
Al día siguiente, antes del amanecer, se levantó, hizo su oración acostumbrada y
encendió el fogón. Se puso a cocer su sopa y puso a hervir el agua para su café. Luego se
puso su bata de zapatero y se sentó al pie de la ventana para comenzar su tarea cotidiana.
Mientras trabajaba no podía apartar de su imaginación lo que le había sucedido el día
anterior y no sabía qué pensar. Tan pronto le parecía que había sido víctima de una
fantasía, como que alguien le había hablado en realidad.
— Esas cosas suceden en la vida — se dijo.
Siguió trabajando y de vez en cuando miraba por la ventana y cuando pasaba alguien
cuyas botas no conocía, se inclinaba para ver no sólo los pies, sino la cara del
desconocido.
Pasó un finquero calzando botas nuevas; luego un estudiante; después un viejo soldado
de los tiempos de la revolución, cargando una pala y con unas botas tan viejas como él
mismo.
Ese soldado se llamaba Juan Potosme y estaba posando en casa de un comerciante del
vecindario, que lo había recogido por sus muchos años y su gran pobreza. Y para darle
alguna ocupación adecuada a su edad, le había encargado de barrer la calle frente a su
casa.
El viejo soldado se puso a barrer la calle ante la ventana de Miguelito. Este lo miró y
continuó su tarea.

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— ¡Qué tonto que soy pensando de este modo! — se dijo el zapatero riéndose de sí
mismo... ¡Si es Juan Potosme el que está barriendo la calle y yo me figuro que es Cristo
quien viene a verme! La verdad es que ando perdido en mis fantasías y ya ni sé lo que
pienso.
Sin embargo, al cabo de otros diez minutos, miró de nuevo por la ventana y vio a Juan
Potosme que, apoyando la escoba contra la pared, descansaba y trataba de refrescarse
un poquito.
— Es muy viejo ese pobre hombre — se dijo
Miguel. Se ve que ya no tiene fuerzas ni para
barrer la calle. Tal vez le convenga tomarse un
pinolillito con unas rosquillas.
Al decir esto clavó la aguja de zapatero en el
banquillo, se levantó, sacó el pinolillo, lo
mezcló con agua y azúcar en un pichel y le hizo
una seña a través de la ventana a Juan
Potosme. Éste lo volvió a ver y se acercó a donde lo llamaban. El zapatero hizo una seña
y fue a abrir la puerta.
— Ven a refrescarte un poco, le dijo — has de tener calor.
— ¡Uh, Dios mío mi lindo! Claro que sí: estoy todo sudado — respondió Potosme.
El viejo entró, con el pañuelo se secó el sudor y sus piernas vacilaron.
-No te molestes en limpiarte los zapatos-dijo Miguelito. Yo barreré eso luego: no tiene
importancia. Ven, pues, a sentarte y tomemos juntos un pinolillo.
Llenó dos vasos de sabroso pinolillo y le tendió uno a su invitado. Después le sirvió las
rosquillas en un plato.
Potosme bebió, puso el vaso boca abajo y dio las gracias al zapatero. Pero se le veía en la
cara que encantado se bebería otro vaso de pinolillo.

— Toma más — dijo Miguelito, llenando de nuevo los dos vasos.


Mientras bebía, el zapatero continuaba mirando hacia fuera.
— ¿Esperas a alguien? — preguntó el invitado.
— ¿Que si espero a alguien? Me da vergüenza decirte a quién espero. No sé si tenga o no
razón para esperar. Pero una palabra me ha llegado al corazón.... ¿Habrá sido un sueño?
No lo sé. Figúrate, amigo mío, que anoche estaba leyendo los Evangelios. ¡Cuánto sufrió
Jesús cuando estaba entre los hombres! Has oído hablar de esto, ¿verdad?

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—Sí, algo he oído decir -respondió el soldado- pero nosotros los ignorantes no sabemos
leer.
— Pues, como te digo, estaba yo leyendo cómo pasó por el mundo Nuestro Señor y llegué
a aquel pasaje en el que se dice que él estaba en casa del fariseo y que éste no salió a su
encuentro....Después de haber leído esto, pensé:

―¿Cómo es posible no honrar del mejor modo posible a Nuestro Señor? Si me ocurriese
algo parecido, todo me resultaría poco para honrarle. Sin embargo, el fariseo no lo
recibió bien‖. En esto pensaba cuando me dormí. Y en el momento de dormirme oí que
me llamaban por mi nombre. Me levanté y me pareció que la voz murmuraba:
―Espérame, que vendré mañana‖. Y lo dijo dos veces seguidas....Y no me lo vas a creer.
Tengo esa idea metida en la cabeza y aun cuando yo mismo me burlo de mi credulidad,
sigo esperando a Nuestro Señor.
Potosme meneó la cabeza sin responder. Bebió hasta la última gota de pinolillo y puso
su vaso vacío sobre el plato, pero Miguelito se lo volvió a llenar.

— Toma más — le dijo — y que te aproveche. Pienso que Él, Nuestro Señor Jesús,
cuando andaba por el mundo no rechazó a nadie y buscaba sobre todo a los humildes,
cuyas casas visitaba. Eligió a sus discípulos entre los de nuestra clase, pescadores y
artesanos como nosotros. El que se ensalce será humillado y el que se humille será
ensalzado...Me llaman Señor — dijo — y yo les lavo los pies. El que quiera ser el
primero, que sea el servidor de todos.... Bienaventurados los pobres de espíritu, porque
de ellos es el reino de los cielos.
Juan Potosme se olvidó del pinolillo. Era un anciano sensible: escuchaba y las lágrimas
corrían a lo largo de sus mejillas.
— Vamos, bebe más — le dijo Miguelito.
Pero Potosme hizo la señal de la cruz, le dio las gracias, apartó el vaso y se levantó.
— Mucho te agradezco, Miguelito -le dijo- que me hayas tratado de este modo,
alimentando al mismo tiempo mi alma y mi cuerpo.
— ¡A la orden y hasta la próxima! Acuérdate que me alegra mucho que me vengas a ver,
dijo Miguelito.
Cuando Potosme se fue, el zapatero acabó de tomarse su pinolillo y se volvió a sentar
junto a la ventana para trabajar.
Mientras cosía miraba por la ventana y esperaba a Cristo. Sólo en Él pensaba y en su
imaginación repasaba lo que Él hizo y lo que dijo. Pasaron dos soldados; uno llevaba las
botas del ejército; otro, botas comunes; luego pasó un comerciante con unos zapatos
extranjeros y después un panadero cargando su canasto.

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En esto, frente a la ventana, apareció una mujer con chinelas de hule. Se arrimó a la
pared. Miguelito la vio por la ventana y vio que era una campesina cargando un niño.
Apoyada en la pared, volvía la espalda al viento. Procuraba proteger a su criatura de la
lluvia que comenzaba a caer, pero no tenía nada para abrigar a su niño. Aquella mujer,
a pesar del invierno, no llevaba nada para protegerse del agua.
Miguelito, desde su ventana, oyó al niño llorar y a su madre intentar tranquilizarlo, pero
sin lograrlo.
Se levantó, abrió la puerta, salió y gritó desde las gradas:
— ¡Mujer, ven para acá!
La desconocida lo oyó y se volvió hacia él.
— ¿Por qué te quedas ahí a la intemperie con tu hijo? Ven a mi casa y podrás cuidarle
mejor. Pasa por aquí, por aquí.
La mujer, sorprendida, miraba a un viejo con bata y anteojos que le hacía señas de que
se acercara y le hiciera caso.
Bajó las gradas y entró en el cuarto.
— Ven acá — dijo el anciano — y siéntate junto
al fogón. Caliéntate y da de mamar al pequeño.
— Es que ya no tengo leche — respondió la
mujer. Es más, desde esta mañana no he
probado bocado.
A pesar de todo, la mujer le dio el pecho a su
criatura.
Miguelito se volteó, se acercó a la mesa, tomó
una tortilla con cuajada y un plato sopero y se
acercó al fogón en donde hervía la sopa. Sacó un cucharón humeante lleno de caldo con
verduras, lo vertió en el plato y lo colocó sobre la mesa. Extendió una servilleta y puso
un cubierto.
— Siéntate — le dijo — y come. Mientras tanto, yo te voy a chinear al niño. He sido padre
y sé cuidar a las criaturas.
La mujer se santiguó, se sentó a la mesa y comió mientras Miguelito, sentado sobre su
cama con el niño en brazos, lo besaba para tranquilizarle. Como la criatura a pesar de
todo seguía llorando, a Miguel se le ocurrió amenazarle con el dedo, que alejaba y
acercaba alternativamente de los labios del niño, pero sin tocarlo, ya que su mano estaba
toda negra de pasta de lustrar zapatos y el niño, mirando aquello que se movía cerca de
su rostro, dejó de gritar y hasta comenzó a reír, con gran contento del zapatero.

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Mientras recuperaba sus fuerzas, la recién venida contó quién era y de dónde venía.
— Yo — dijo — soy esposa de un soldado. Hace ocho meses que mandaron en misión a
mi marido y no tengo noticias de él. Vivía de mi empleo de cocinera cuando di a luz. A
causa del niño no quisieron tenerme en ninguna parte y hace tres meses que estoy sin
empleo. En este tiempo he gastado todos mis ahorros. Me he ofrecido como doméstica,
pero nadie me da trabajo, porque dicen que estoy muy flaca. Entonces fui a la tienda de
una comerciante, donde está colocada nuestra hija mayor, y allí me han ofrecido trabajo.
Creí que me lo darían de inmediato, pero me dijeron que vuelva la semana entrante....
La mujer vive muy lejos y estoy agotada y mi pobre criatura también. Por suerte mi
cuñada ha tenido compasión de nosotros y, por amor de Dios, nos deja dormir en su
casa. Si no fuera por eso, no sé qué sería de i hijo y de mí.
Miguelito suspiró y preguntó:
— ¿No tienes capote de invierno?
— No. El que tenía ya está todo viejo y roto y no me sirve más.
La mujer se acercó a la cama y cogió al niño. Miguelito se levantó y, acercándose a la
pared, buscó y halló un viejo capote que tenía guardado.
— Toma — le dijo — está bastante usado, pero siempre servirá para cubrirte. La recién
venida miró el capote, miró al viejo, tomó la prenda y rompió a llorar. Miguelito apartó
la mirada no menos conmovido, fue luego hacia su cama y sacó de debajo de ella un
cofrecito: lo abrió, sacó algo de él y volvió a sentarse frente a la pobre mujer.
Ésta dijo:
— Dios te lo pague. Sin duda, Él es quien me ha traído junto a tu ventana. Sin ti el niño
se hubiera empapado. Cuando me llamaste estaba por caer un gran aguacero y ahora
¡qué soleado está! ¡Qué buena idea te ha inspirado Dios de asomarte a la ventana y tener
compasión de nosotros!
Miguelito sonrió:
— Es verdad que fue Él quien me inspiró esa idea
— dijo. No fue por casualidad que miré por la ventana.
Y le contó su sueño a la mujer, diciéndole cómo había oído una voz y cómo el Señor le
había prometido venir a su casa ese mismo día.
— Todo puede pasar — comentó la mujer, quien se levantó, tomó el viejo capote, lo metió
en su bolso y le dio las gracias al zapatero.
— Quiero ofrecerte esto en nombre de Dios — dijo Miguelito, poniéndole en la mano un
billete de doscientos córdobas. — Es para que puedas comprarle algo al niño. La mujer

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se santiguó; Miguelito también y luego la acompañó hasta las gradas de la puerta. La
recién venida se fue.
Después de tomarse una sopa, Miguelito se puso otra vez a trabajar. Mientras manejaba
su aguja de zapatero no perdía de vista la ventana y. cada vez que una sombra aparecía,
levantaba los ojos para examinar al transeúnte. Pasaban algunos a los que conocía y
otros desconocidos, pero ninguno de ellos tenía nada especial.
De pronto vio detenerse, precisamente frente a su ventana, a una vendedora ambulante,
una señora ya mayor que cargaba un pequeño canasto de naranjas. Le quedaban pocas
porque, sin duda, ya había vendido la mayor parte. Cargaba además un saco con leña
que había debido recoger en los alrededores de una finca y regresaba para su casa. Como
el saco la lastimaba, quiso cambiarlo de hombro y mientras lo hacía, puso en la acera el
canastito de naranjas; ella comenzó a arreglar los pedazos de leña. Mientras la señora
estaba ocupada haciendo esto, un muchacho vago, salido de no se sabe dónde y cubierto
con una gorra hecha trizas, robó una naranja del canasto y trató de escapar, pero la mujer
se dio cuenta y, volviéndose rápidamente, lo agarró de una manga. El muchacho forcejeó,
pero ella lo retuvo con fuerza y le jaló el pelo.
El muchacho gritaba y la señora se ponía cada vez más brava. Miguel, sin perder tiempo,
deja caer al suelo su aguja de zapatero y corre a la puerta. Sale tan en carrera que por
poco rueda por la gradas y se le caen los anteojos en el camino. Llega apurado a la calle
y encuentra a la señora jalando todavía de los pelos al ratero, golpeándolo sin
misericordia y amenazándolo con entregarlo a la policía. El muchacho seguía
forcejeando y negaba su delito.
— Yo no he cogido nada — gritaba — ¿por qué me pegas? ¡Déjame!
Miguel quiso separarlos. Cogió al muchacho de la mano y dijo:
— Déjelo, señora, ¡perdónelo por Dios!
— ¿Qué lo perdone? ¡Ya va a ver este bandido! Ahora mismo lo llevo a la estación de
policía.
Miguel le volvió a suplicar:
— Déjelo ir señora. No lo volverá a hacer. ¡Déjelo en nombre de Cristo!
La mujer soltó a su presa y el muchacho iba a escapar, pero Miguel lo retuvo.
— Ahora le vas a pedir perdón a esta señora y no vuelvas a hacer eso nunca más, porque
yo te vi coger la naranja.
El chavalo rompió a llorar y pidió perdón entre sollozos.
— Vaya — exclamó Miguelito — eso está bien. Y ahora toma una naranja. Yo te la regalo.
Y Miguel cogió una del canasto y se la dio al muchacho.

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— Yo se la pago, no se preocupe — le dijo a la vendedora.
— Mimas demasiado a este bandido — dijo la mujer. Más le hubiera valido una buena
apaleada de la que acordara toda la semana.
— ¿Cómo dice? — Exclamó el zapatero — Nosotros juzgamos así, pero Dios nos juzga de
otro modo. Si tuviéramos que apalearlo por una naranja ¿qué habría que hacer con
nosotros por nuestros pecados?
La anciana guardó silencio.
Miguelito le contó a la señora la parábola del acreedor que perdonó la deuda y del deudor
que, habiendo sido él perdonado, quiso matar a quien le debía.
La vieja y el muchacho escuchaban.
—Dios nos manda perdonar—, prosiguió
Miguelito, porque de otro modo no seremos
perdonados. Hay que perdonar a todos y,
sobre todo, a los que no saben lo que hacen.
La anciana inclinó la cabeza y suspiró.
— No digo que no — murmuró la vendedora,
pero hay que reconocer que estos niños
están muy inclinados a hacer el mal.
— Por eso a nosotros los viejos nos corresponde enseñarles a hacer el bien.
— Eso es lo que yo digo — contestó la anciana. He tenido siete hijos y sólo me queda
una hija.
Y la vieja se puso a contar que vivía en casa de su hija y cuántos nietos tenía.
— Ya ves lo débil que estoy — dijo — y sin embargo trabajo para mis nietos. ¡Son tan lindos
y salen a mi encuentro con tanto cariño! Mi Adelita no se va con nadie sino es conmigo. No
hace más que decirme: ―¡Abuelita, te quiero mucho!‖ Y la anciana se enterneció.

— La verdad es que todo esto que ha pasado no es más que una travesura, así que: ¡vete
y que Dios te proteja! — agregó dirigiéndose al muchacho.

Pero como en aquel momento la anciana iba a cargar de nuevo el saco sobre sus hombros,
el joven se apresuró a decirle:

— Déjeme ayudarle, señora, yo se lo llevaré: usted

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va precisamente por mi mismo camino. Y se fueron juntos, olvidándose la vendedora de
reclamar a Miguel el precio de la naranja. El zapatero, al quedarse solo, los miraba
alejarse y oía su conversación.

Los siguió un rato con la vista y luego volvió a su casa: encontró los anteojos intactos en
las gradas. Recogió su aguja de zapatero y se puso de nuevo

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manos a la obra. Trabajó un poco, pero ya no había suficiente luz para coser. Echó
kerosine a su lámpara, la colgó y continuó el trabajo. Terminada la bota, la examinó:
estaba bien. Recogió sus herramientas, barrió los recortes, descolgó la lámpara, la colocó
sobre la mesa y tomó del estante el Evangelio. Quiso abrir el libro en la página en la que
había quedado en su lectura, pero fue a dar a otra. En aquel momento, recordó su sueño
del día anterior y sintió que algo se agitaba detrás de él. Volvió la cabeza y vio, o al menos
así se lo figuró, que había alguien en un rincón de la pieza...Era una persona, en efecto,
pero no se veía bien.

Una voz le susurró al oído:

— ¡Miguel! ¡Miguel! ¿No me reconoces?

— ¿Quién eres? — preguntó el zapatero.

— Soy yo — dijo la voz - ¡Soy yo!

Y era Potosme. Surgió del oscuro rincón, sonrió a Miguel y desapareció, esfumándose
como una nube.

— Soy yo también — dijo otra voz.

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Y del rincón oscuro salió la campesina con el niño: la mujer sonrió, sonrió el niño y
ambos se desvanecieron en la sombra.

— ¡También soy yo! — exclamó una tercera voz. Aparecieron entonces la anciana y el
muchacho. Éste llevaba una naranja en la mano. Ambos sonrieron y no tardaron en
esfumarse como los anteriores.

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Miguelito sintió en su corazón una inmensa alegría. Se santiguó, se puso los lentes, y leyó
el Evangelio en la página en que lo había abierto:

Porque tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; fui forastero y
me acogiste.

Y al final de la página:

Lo que han hecho por el más pequeño de mis hermanos es a mí a quien lo han hecho
(San Mateo, capítulo 25).

Y Miguelito comprendió que su sueño había sido un aviso del cielo y que, efectivamente,
el Salvador había estado aquel día en su casa y que era a Él a quien había acogido.

55
Dios ve la verdad, pero no la dice sino cuando
quiere

(Adaptación)

En la ciudad de Chinandega vivía hace muchos años un joven comerciante, de apellido


Escobar. Tenía tres tiendas y una casa. Era un hombre de buena presencia, de pelo
crespo. Tenía un carácter muy alegre y se le consideraba como el primer cantante de la
ciudad. En sus años juveniles había bebido mucho, y cuando se emborrachaba,
acostumbraba armar grandes alborotos. Pero desde que se había casado, no bebía casi
nunca y era muy raro verlo borracho.

Un día, Escobar iba a ir a una fiesta a El Sauce. Al despedirse de su mujer, ésta le dijo:

-Juan José: no vayas. He tenido un mal sueño relacionado contigo.

-¿Es que temes que agarre una borrachera? – respondió Juan José, echándose a reír.

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-No sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de otra ciudad y, en
cuanto te quitaste el sombrero, vi que tenías el pelo blanco.

-Eso significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.

Después de esto, Escobar se despidió de su familia y se fue.

Cuando hubo recorrido la mitad del camino se encontró con un comerciante conocido, y
ambos se detuvieron para pasar la noche. Después de cenar, se fueron a acostar, en dos
cuartos vecinos. Escobar dormía poco; se despertó cuando aún era de noche y, para hacer
el viaje con el frescor de la madrugada, pidió que le ensillaran su caballo. Después,
arregló las cuentas con el dueño de la pensión y se fue.

Ya había avanzado unas veinte leguas, cuando se detuvo para dar de comer a su caballo;
descansó un rato en el zaguán de una posada y, a la hora de comer, pidió una sopa. Luego
sacó la guitarra y empezó a tocar. Pero de pronto llegó un grupo de hombres armados
montados a caballo. Se apearon dos uniformados y un oficial, que se acercó a Escobar y
le preguntó quién era y de dónde venía.

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Este respondió la verdad a todas las preguntas, y hasta invitó al que le preguntaba a
tomar una taza de café. Pero él continuó haciendo preguntas. ¿Dónde había pasado
aquella noche? ¿Había dormido solo o con algún compañero? ¿Había visto a éste de
madrugada? ¿Por qué se había marchado tan temprano de la posada? Escobar se
sorprendió de que le preguntaran todo aquello.

-¿Por qué me interroga? –averiguó a su vez-. No soy ningún ladrón, ni tampoco un


bandido. Mi viaje se debe a unos asuntos particulares.

-Soy jefe de policía y te pregunto todo esto porque encontraron degollado al comerciante
con el que pasaste la noche -contestó el oficial-: quiero ver tus cosas -añadió después de
llamar a los soldados y de ordenarles que lo registraran de arriba abajo.

Entraron en la posada y revolvieron las cosas de la alforja de Escobar. De pronto, el jefe


de policía encontró un cuchillo en una de las bolsas de cuero.

-¿De quién es esto? -exclamó.

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Escobar se horrorizó al ver que habían sacado un cuchillo ensangrentado de sus cosas.

-¿Por qué está manchado de sangre? -preguntó el jefe de policía.

Escobar apenas pudo tartamudear lo siguiente:

-Yo... yo no sé... yo... este cu... no es mío...

-De madrugada han encontrado al comerciante, degollado en su cama. La pieza donde


ustedes pasaron la noche estaba cerrada por dentro y nadie ha entrado en ella, a no ser
ustedes dos. Este cuchillo ensangrentado estaba entre tus cosas y, además, por tu
cara, se ve que eres culpable. Dime cómo lo has matado y qué cantidad de dinero le
quitaste.

Escobar juró que no había cometido ese crimen; que no había vuelto a ver al
comerciante, después de cenar con él: que los ocho mil pesos que llevaba eran de su

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propiedad y que el cuchillo no le pertenecía. Pero, al decir esto, se le quebraba la voz,
estaba pálido y temblaba, de pies a cabeza, como un culpable.

El jefe de policía ordenó a los soldados que amarraran a Escobar y se lo llevaran preso.
Cuando lo arrastraban amarrado, se encomendó a Dios y se echó a llorar. Le quitaron
todas las cosas y el dinero, y lo encerraron en la cárcel de León. Pidieron informes de
Escobar a la ciudad de Chinandega. Tanto los comerciantes, como la demás gente de la
ciudad, dijeron que, aunque de joven había sido bebedor, era un hombre bueno.
Juzgaron a Escobar por haber matado a un comerciante de Chichigalpa y por haberle
robado veinte mil pesos.

Su mujer estaba preocupadísima y no sabía ni qué pensar. Sus hijos eran de corta edad,
y el más

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pequeño, de pecho. Se dirigió con todos ellos a León, donde Escobar se hallaba detenido.
Al principio, no le permitieron verlo; pero, después de mucho suplicar, los jefes de la
prisión lo llevaron a su presencia. Al verlo vestido de preso y esposado, la pobre mujer
se desplomó y tardó mucho en recobrarse. Después, con los niños a su alrededor, se sentó
junto a él, lo puso al tanto de los asuntos de la casa y le hizo algunas preguntas. Escobar
relató a su vez, con todo detalle, lo que le había ocurrido.

-Hay que pedir clemencia al tribunal. No es posible que perezca un hombre inocente.

La mujer le explicó que había hecho una apelación; pero que no sabía si prosperaría.

-No fue por nada que soñé que el pelo se te había vuelto blanco, ¿te acuerdas? Has
encanecido de verdad. No debiste hacer ese viaje -exclamó ella; y, luego, acariciando la
cabeza de su marido, añadió-: Mi querido Juancho, dime la verdad, ¿fuiste tú?

-¿Eres capaz de pensar que he sido yo? -exclamó Escobar; y, cubriéndose la cara con las
manos, rompió a llorar.

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Al cabo de un rato, un soldado ordenó a la mujer y a los hijos de Escobar que se fueran.
Esta fue la última vez que Escobar vio a su familia.

Más tarde, recordó la conversación que había sostenido con su mujer y que también ella
había sospechado de él, y se dijo: «Por lo visto, nadie, excepto Dios, puede saber la
verdad. Sólo a Él hay que rogarle y sólo de Él esperar misericordia». Desde entonces,
dejó de presentar solicitudes y de tener esperanzas. Se limitó a rogar a Dios.

Lo condenaron a prisión perpetua y a trabajos forzados, pero, para comenzar, le dieron


en la cárcel una tremenda golpiza que lo dejó medio muerto. Cuando le cicatrizaron las
heridas de los golpes, fue enviado a una isla lejana donde encerraban los peores
criminales. Su familia no supo adónde lo enviaron.

Así vivió veintiséis años; los cabellos se le pusieron blancos como la nieve y le creció una
larga barba, rala y canosa. Su alegría desapareció por completo. Andaba lentamente y
muy encorvado; y hablaba poco. Nunca reía, y, con frecuencia, rogaba a Dios.

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En la cárcel aprendió a hacer botas: y, con el dinero que ganó en su nuevo oficio, compró
el Libro de los mártires, que acostumbraba leer cuando había luz en su celda. Los días
festivos asistía a la misa del capellán de la prisión, leía Los Hechos de los Apóstoles y
cantaba en el coro.

Su voz se había conservado bastante bien. Los jefes de la prisión le tomaron cariño a
Escobar por su carácter tranquilo. Sus compañeros lo llamaban «abuelito» y «hombre
de Dios». Cuando querían pedir algo a los jefes, lo mandaban como representante y, si
estallaba alguna pelea entre ellos, acudían a él para que pusiera paz.

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Escobar no recibía cartas de su casa e ignoraba si su mujer y sus hijos vivían.

Un día trajeron a unos prisioneros nuevos a la isla; venían también condenados a


trabajos forzados. Por la noche, todos se reunieron alrededor de ellos y les preguntaron
de dónde venían y cuál era el motivo de su condena. Escobar acudió también junto a los
nuevos prisioneros y, con la cabeza inclinada, escuchó lo que decían.

Uno de los recién llegados era un viejo, bien plantado, de unos sesenta años, que llevaba
una barba corta entrecana. Contó por qué lo habían detenido.

-Amigos míos, me encuentro aquí sin haber cometido ningún delito. Un día desaté dos
bueyes de una carreta y me acusaron de haberlos robado. Expliqué que había hecho
aquello porque me sentía apurado, porque tenía que arar un terrenito. Además, el dueño
de la carreta era amigo mío. No creía haber hecho nada malo; sin embargo, me acusaron
de robo. En cambio, las autoridades no saben dónde ni cuándo robé de verdad. Hace
tiempo cometí un delito, por el que hubiera debido

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haber estado aquí. Pero ahora me han condenado injustamente.

-¿De dónde eres? -preguntó uno de los prisioneros.

-De la ciudad de Chinandega. Me dedicaba al comercio. Me llamo Jairo Manuel Campos.

Escobar preguntó levantando la cabeza:

-¿Has oído hablar allí de los Escobar?

-¡Claro que sí! Es una familia acomodada, a pesar de que el padre fue condenado a
prisión perpetua. Debe ser un pecador como nosotros. Y tú, abuelo, ¿por qué estás aquí?

A Escobar no le gustaba hablar de su desgracia.

-Hace veinte años que estoy preso a causa de mis pecados -dijo suspirando.

-¿Qué delito has cometido? -preguntó Campos.

-Si estoy aquí, será que lo merezco -exclamó Escobar, poniendo fin a la conversación.

Pero los prisioneros explicaron a Campos por qué se encontraba Escobar trabajando en
las canteras; una vez que iba de viaje, alguien mató a un

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comerciante y escondió el cuchillo ensangrentado entre las cosas de Escobar. Por ese
motivo, lo habían condenado injustamente.

-¡Qué extraño! ¡Qué extraño! ¡Cómo has envejecido, abuelito! -exclamó Campos,
después de examinar a Escobar; y le dio una palmada en el hombro.

Todos le preguntaron de qué se asombraba y dónde había visto a Escobar; pero Campos
se limitó a decir:

-Es extraño, amigos míos, que nos hayamos tenido que encontrar aquí.

Al oír las palabras de Campos, Escobar pensó que tal vez supiera quién había matado al
comerciante.

-Campos: ¿has oído hablar de esto antes de venir aquí? ¿Me has visto en alguna parte? -
preguntó.

-El mundo es un pañuelo y todo se sabe. Pero hace mucho tiempo que oí hablar de ello,
y ya casi no me acuerdo.

-Tal vez sepas quién mató al comerciante.

-Sin duda ha sido aquel entre cuyas cosas encontraron el cuchillo –contestó Campos,

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echándose a reír-. Hasta si alguno lo metió allí. Cómo no lo han cogido, no le consideran
culpable. ¿Cómo iban a esconder el cuchillo en tu alforja si la tenías debajo de la cabeza?
Lo habrías notado.

Cuando Escobar oyó esto, pensó que aquel hombre era el criminal. Se puso en pie y se
alejó. Aquella noche no pudo dormir. Le invadió una gran tristeza. Se representó a su
mujer, tal como era cuando la acompañó, por última vez, a una fiesta familiar. La veía
como si estuviese ante él; veía su cara y sus ojos y oía sus palabras y su risa. Después se
imaginó a sus hijos como eran entonces, pequeños aún, uno vestido con una camisita
nueva y el otro junto al pecho de su madre. Recordó los tiempos en que fuera joven y
alegre; y el día en que hablaba sentado a la entrada de la posada, tocando la guitarra, y
vinieron a detenerle. Recordó cómo lo golpearon en la cárcel y le pareció volver a ver a
su torturador, a los soldados que estaban alrededor, a los demás presos...Se le representó
toda su vida durante aquellos veintiséis años hasta llegar a viejo. Fue tal su
desesperación, al pensar en todo esto, que estuvo a punto de poner fin a su vida.

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«Todo lo que me ha ocurrido ha sido por este malvado», pensó.

Sintió una ira invencible contra Jairo Manuel Campos y quiso vengarse de él, aunque
esta venganza le costase la vida. Pasó toda la noche rezando, pero no logró tranquilizarse.
Al día siguiente, no se acercó para nada a Campos y procuró no mirarlo siquiera.

Así transcurrieron dos semanas. Escobar no podía dormir y era tan grande su
desesperación, que no sabía qué hacer.

Una noche empezó a dar unos pasos entre los catres de los presos. De pronto vio que caía
tierra debajo de un catre. Se detuvo para ver qué era aquello. De pronto, Campos salió
de debajo del catre y miró a Escobar con expresión de susto. Éste quiso alejarse; pero
Campos, cogiéndole de la mano, le contó que había cavado un túnel debajo de los muros
de la cárcel y que todos los días, cuando lo llevaban a trabajar, sacaba la tierra metida en
las botas.

-Si me guardas el secreto, abuelo, te ayudaré a huir. Si me denuncias, me van torturar;


pero tampoco te vas a librar tú, porque te mataré.

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Viendo ante sí al hombre que le había hecho tanto daño, Escobar tembló de pies a cabeza.
Invadido por la ira, se soltó de un tirón y exclamó:

-No tengo por qué huir, ni tampoco tienes por qué matarme; hace mucho que lo hiciste.
Y en cuanto a lo que preparas, lo diré o no lo diré, según Dios me dé a entender.

Al día siguiente, cuando sacaron a los presos a trabajar, los soldados se dieron cuenta de
que Campos llevaba tierra escondida en las botas. Después de una serie de búsquedas,
encontraron el subterráneo que había hecho. Llegó el jefe de la prisión para interrogar a
los presos. Todos se

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negaron a hablar. Los que sabían que era Campos, no lo delataron, porque les constaba
que lo golpearían hasta dejarlo medio muerto. Entonces, el jefe de la prisión se dirigió a
Escobar. Sabía que decía la verdad.

-Abuelo, tú eres un hombre justo. Dime quién ha cavado el subterráneo, como si


estuvieras ante Dios.

Campos miraba el jefe de la prisión como si nada; no se volvió siquiera hacia Escobar. A
éste le temblaron las manos y los labios. Durante largo rato no pudo pronunciar ni una
sola palabra. «¿Por qué no delatarle cuando él ha destruido mi vida? Que pague por todo
lo que me ha hecho sufrir. Pero si lo denuncio, lo maltratarán. ¿Y si lo acuso
injustamente? Además, ¿acaso eso aliviaría mi situación?», pensó.

-Anda viejo, dime la verdad: ¿quién ha hecho el subterráneo? -preguntó, de nuevo, el


jefe.

-No puedo, mi coronel –contestó Escobar, después de mirar a Campos-. Dios no quiere
que lo diga; y no lo haré. Puede hacer conmigo lo que quiera. Usted es el que manda.

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A pesar de que el jefe insistió muchas veces, Escobar no dijo nada más. Y no se dieron
cuenta de quién había cavado el subterráneo.

A la noche siguiente, cuando Escobar se acostó, apenas se hubo dormido, oyó que alguien
se había acercado, sentándose a sus pies. Miró y reconoció a Campos.

-¿Qué más quieres? ¿Para qué has venido? - exclamó.

Campos guardaba silencio.

-¿Qué es lo que quieres? ¡Vete de aquí! Si no te vas, llamaré al guardián -insistió Escobar,
levantándose.

Campos se acercó a Escobar; y le dijo, en un susurro:

-¡Juan José, perdóname!

-¿Qué tengo yo que perdonarte?

-Fui yo quien mató al comerciante y quien metió el cuchillo entre tus cosas. Iba a matarte
a ti también; pero oí ruido fuera. Entonces oculté el cuchillo en tu saco; y salí por la
ventana.

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Escobar no supo qué decir. Jairo Manuel Campos se arrodilló ante su compañero, inclinó
la cabeza hasta el suelo y exclamó:

-Juan José, perdóname, ¡perdóname, por Dios! Confesaré que maté al comerciante y te
pondrán en libertad. Podrás volver a tu casa.

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-¡Qué fácil es hablar! ¿Dónde quieres que vaya ahora?... Mi mujer ha muerto,
probablemente; y mis hijos me habrán olvidado... No tengo adónde ir...

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Sin cambiar de postura, Campos golpeaba el suelo con la cabeza repitiendo:

-Juan José, perdóname. Me fue más fácil soportar los golpes, cuando me torturaron, que
mirarte en este momento. Y como si fuera poco, te apiadaste de mí y no me has
denunciado. ¡Perdóname en nombre de Cristo! Perdóname a mí, que soy un criminal.

Campos se echó a llorar. Al oír sus sollozos, también Escobar se deshizo en lágrimas.

-Dios te perdonará; tal vez yo sea cien veces peor que tú -dijo.

De pronto un sentimiento de dicha invadió su alma. Dejó de sufrir pensando en regresar


a su casa. Ya no sentía deseos de salir de la prisión; sólo esperaba que llegase su último
momento.

Campos no hizo caso a Escobar y confesó su crimen. Pero cuando llegó la orden de
libertad, Escobar ya había muerto.

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El pecador arrepentido

Y dijo a Jesús: “Acuérdate de mí cuando estés en

tu reino.” Y Jesús le dijo: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el
Paraíso.”

(San Lucas, 23, 42-43)

Vivía en la tierra un hombre de setenta años, que había pasado su vida entera en el
pecado.

Este hombre cayó enfermo, pero no se arrepintió. Sin embargo, cuando llegó la muerte,
en su última hora, se echó a llorar y dijo:

-¡Señor, perdóname como perdonaste al ladrón en la cruz!

Apenas hubo pronunciado estas palabras, rindió el alma; y ésta amó a Dios, creyó en su
misericordia y se presentó ante las puertas del paraíso.

El pecador empezó a llamar a la puerta pidiendo que lo dejaran entrar en el reino de los
cielos. Y, desde el otro lado oyó una voz que decía:

-¿Quién es el hombre que llama a las puertas del Paraíso? ¿Qué obras ha hecho en su
vida?

75
Y la voz del acusado respondió, enumerando todos sus pecados, sin mencionar ni una
sola buena obra.

Entonces, la voz de detrás de la puerta dijo:

-Los pecadores no pueden entrar en el reino de los cielos. ¡Márchate de aquí!

-¡Señor, oigo tu voz, pero no te veo la cara ni sé tu nombre! –exclamó el hombre.

-Soy Pedro, el apóstol-dijo la voz.

-Apiádate de mí, Pedro. Recuerda la flaqueza humana y la misericordia divina. ¿No fuiste
discípulo de Cristo? ¿No oíste sus doctrinas de sus propios labios? ¿No viste el ejemplo
de su propia vida? Recuerda el momento en que Él tenía el alma afligida y atormentada
y te pidió por tres veces que no durmieses y orases. Te dormiste, porque el sueño te
cerraba los párpados, y Jesús te sorprendió dormido tres veces. Así he hecho yo.
Acuérdate también de que prometiste a Jesús que no le negarías hasta la muerte; y lo
negaste por tres veces cuando lo llevaron a casa de Caifás.

Lo mismo he hecho yo. Recuerda asimismo que cantó el gallo y que saliste y te echaste a
llorar

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amargamente. Lo mismo he hecho yo. No puedes dejarme fuera.

Pero la voz que llegaba desde el otro lado de la puerta enmudeció.

Al cabo de un rato de espera, el pecador volvió a llamar, suplicando que lo dejasen entrar
en el reino de los cielos.

Entonces otra voz dijo:

-¿Quién es este hombre? ¿Cómo ha vivido en la tierra?

De nuevo el acusador repitió todos los pecados del hombre, sin citar ni una sola obra
buena.

-¡Márchate de aquí! Tan gran pecador no puede vivir con nosotros en el cielo -exclamó
la voz de detrás de la puerta.

-Señor, oigo tu voz, pero no te veo la cara, ni sé tu nombre -dijo el hombre.

-Soy David, el rey profeta -respondió la voz.

El pecador no desesperó y, sin retirarse de la puerta del paraíso, dijo:

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-¡Ten piedad de mí, rey David! Acuérdate de la flaqueza humana y de la misericordia
divina. Dios te ha amado y te ha elevado por encima de los demás hombres. Lo tuviste
todo: un reino, honores, riquezas, esposas e hijos; y, sin embargo, cuando viste desde lo
alto de la terraza a la mujer de un pobre hombre, el pecado se apoderó de ti, te adueñaste
de la mujer de Urías y lo entregaste a la espada de los amonitas. Tú, que poseías una
fortuna, quitaste a un desgraciado su última oveja y lo hiciste perecer. Lo mismo he
hecho yo. Recuerda también que después te arrepentiste diciendo: ―Reconozco mi falta
y me aflijo por haber pecado.‖ Lo mismo he hecho yo. No puedes dejarme fuera.

Pero la voz de detrás de la puerta, calló.

Al cabo de un rato de espera, el pecador volvió a llamar suplicando que lo dejasen entrar
en el reino de los cielos.

Entonces otra voz dijo:

-¿Quién es este hombre? ¿Cómo ha vivido en la tierra?

78
El acusador enumeró una vez más todos los pecados del hombre, sin mencionar ni una
sola obra buena.

-¡Márchate de aquí! Los pecadores no pueden entrar en el reino de los cielos -exclamó la
tercera voz, desde el otro lado de la puerta.-¡Señor, oigo tu voz, pero no te veo la cara, ni
sé tu nombre! -dijo el pecador.

-Soy San Juan Evangelista, el discípulo predilecto de Jesús -respondió la voz.

El pecador se puso contentísimo.

-Ahora sí que no me dejarán fuera. Pedro y David me dejarán entrar porque conocen
la flaqueza humana y la misericordia divina. Y tú, porque estás lleno de amor. ¿Acaso
no fuiste tú, Juan Evangelista, quien escribió en su libro que Dios es amor y que el que
no ama no conoce a Dios? ¿No fuiste tú quien en la vejez ibas repitiendo a la gente:
―Hermanos, ámense los unos a los otros‖? ¿Cómo es posible que me odies y me
rechaces ahora? Reniega de lo que dijiste o ámame y ábreme las puertas del cielo.

79
Se abrieron las puertas del Paraíso, San Juan Evangelista estrechó entre sus brazos al
pecador arrepentido y lo dejó entrar en el reino de los cielos.

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