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Ei n el siglo XXIII, la máquina del tiempo es una realidad. No está al alcance de


todos porque la ciencia sigue siendo patrimonio ■ del Estado, pero sí de los
cosmonautas, ya que es la manera que tienen, después de un viaje por planetas
lejanos, de regresar a la Tierra cuando todavía en la Tierra les conocen.

En el siglo XXIII quedan cosmonautas sentimentales. Cosmonautas a quienes se les


murió una novia primaveral y llegan a los cuarenta años añorando el momento en que
la amaron.

Un cosmonauta poético decide poner la máquina del tiempo al servicio de sus


sentimientos. Se trata de revivir el viejo amor; sobre todo, de revivir el
instante, el preciso instante del primer delirio (ocurrido, bueno es saberlo, una
semana antes de que la preciosa chica muriese en un adefesio de accidente).

Se transporta veinte años atrás, que es muy poco esfuerzo para la máquina, y allí
está la joven esperándole. La emoción del cosmonauta es profunda; pero el tiempo es
inexorable, y avanza. El cosmonauta no quiere que avance, porque sería comenzar, a
una semana de plazo, la enfermiza peregrinación emocional.

Hubo en su amor un momento de perfecta entrega, de supremo placer no solo físico.


Ese es el instante que ha buscado con la ayuda de la panoplia de enchufes,
transistores, oscilógrafos y fusibles.

Llegan los amantes al viejo prado hoy desaparecido. El episodio comienza a re-
suceder, pero el cosmonauta ha tomado precauciones. La idea es que la máquina, en
el momento glorioso, se detenga. Y que el instante lo sea entonces para toda la
eternidad.

Largos meses ha trabajado hasta dar con la fórmula que le permitirá prolongar el
punto más bello de su vida por los siglos de los siglos.

Así ocurre. Lo consigue. La máquina se le rompe y el universo se le detiene.

Y hay un espantoso grito de dolor que se prolonga y se prolonga y no cesará jamás.

La máquina del tiempo

Ei n el siglo XXIII, la máquina del tiempo es una realidad. No está al alcance de


todos porque la ciencia sigue siendo patrimonio ■ del Estado, pero sí de los
cosmonautas, ya que es la manera que tienen, después de un viaje por planetas
lejanos, de regresar a la Tierra cuando todavía en la Tierra les conocen.

En el siglo XXIII quedan cosmonautas sentimentales. Cosmonautas a quienes se les


murió una novia primaveral y llegan a los cuarenta años añorando el momento en que
la amaron.

Un cosmonauta poético decide poner la máquina del tiempo al servicio de sus


sentimientos. Se trata de revivir el viejo amor; sobre todo, de revivir el
instante, el preciso instante del primer delirio (ocurrido, bueno es saberlo, una
semana antes de que la preciosa chica muriese en un adefesio de accidente).

Se transporta veinte años atrás, que es muy poco esfuerzo para la máquina, y allí
está la joven esperándole. La emoción del cosmonauta es profunda; pero el tiempo es
inexorable, y avanza. El cosmonauta no quiere que avance, porque sería comenzar, a
una semana de plazo, la enfermiza peregrinación emocional.

Hubo en su amor un momento de perfecta entrega, de supremo placer no solo físico.


Ese es el instante que ha buscado con la ayuda de la panoplia de enchufes,
transistores, oscilógrafos y fusibles.

Llegan los amantes al viejo prado hoy desaparecido. El episodio comienza a re-
suceder, pero el cosmonauta ha tomado precauciones. La idea es que la máquina, en
el momento glorioso, se detenga. Y que el instante lo sea entonces para toda la
eternidad.

Largos meses ha trabajado hasta dar con la fórmula que le permitirá prolongar el
punto más bello de su vida por los siglos de los siglos.

Así ocurre. Lo consigue. La máquina se le rompe y el universo se le detiene.

Y hay un espantoso grito de dolor que se prolonga y se prolonga y no cesará jamás.

La máquina del tiempo

Ei n el siglo XXIII, la máquina del tiempo es una realidad. No está al alcance de


todos porque la ciencia sigue siendo patrimonio ■ del Estado, pero sí de los
cosmonautas, ya que es la manera que tienen, después de un viaje por planetas
lejanos, de regresar a la Tierra cuando todavía en la Tierra les conocen.

En el siglo XXIII quedan cosmonautas sentimentales. Cosmonautas a quienes se les


murió una novia primaveral y llegan a los cuarenta años añorando el momento en que
la amaron.

Un cosmonauta poético decide poner la máquina del tiempo al servicio de sus


sentimientos. Se trata de revivir el viejo amor; sobre todo, de revivir el
instante, el preciso instante del primer delirio (ocurrido, bueno es saberlo, una
semana antes de que la preciosa chica muriese en un adefesio de accidente).

Se transporta veinte años atrás, que es muy poco esfuerzo para la máquina, y allí
está la joven esperándole. La emoción del cosmonauta es profunda; pero el tiempo es
inexorable, y avanza. El cosmonauta no quiere que avance, porque sería comenzar, a
una semana de plazo, la enfermiza peregrinación emocional.

Hubo en su amor un momento de perfecta entrega, de supremo placer no solo físico.


Ese es el instante que ha buscado con la ayuda de la panoplia de enchufes,
transistores, oscilógrafos y fusibles.

Llegan los amantes al viejo prado hoy desaparecido. El episodio comienza a re-
suceder, pero el cosmonauta ha tomado precauciones. La idea es que la máquina, en
el momento glorioso, se detenga. Y que el instante lo sea entonces para toda la
eternidad.

Largos meses ha trabajado hasta dar con la fórmula que le permitirá prolongar el
punto más bello de su vida por los siglos de los siglos.

Así ocurre. Lo consigue. La máquina se le rompe y el universo se le detiene.

Y hay un espantoso grito de dolor que se prolonga y se prolonga y no cesará jamás.

La máquina del tiempo

Ei n el siglo XXIII, la máquina del tiempo es una realidad. No está al alcance de


todos porque la ciencia sigue siendo patrimonio ■ del Estado, pero sí de los
cosmonautas, ya que es la manera que tienen, después de un viaje por planetas
lejanos, de regresar a la Tierra cuando todavía en la Tierra les conocen.
En el siglo XXIII quedan cosmonautas sentimentales. Cosmonautas a quienes se les
murió una novia primaveral y llegan a los cuarenta años añorando el momento en que
la amaron.

Un cosmonauta poético decide poner la máquina del tiempo al servicio de sus


sentimientos. Se trata de revivir el viejo amor; sobre todo, de revivir el
instante, el preciso instante del primer delirio (ocurrido, bueno es saberlo, una
semana antes de que la preciosa chica muriese en un adefesio de accidente).

Se transporta veinte años atrás, que es muy poco esfuerzo para la máquina, y allí
está la joven esperándole. La emoción del cosmonauta es profunda; pero el tiempo es
inexorable, y avanza. El cosmonauta no quiere que avance, porque sería comenzar, a
una semana de plazo, la enfermiza peregrinación emocional.

Hubo en su amor un momento de perfecta entrega, de supremo placer no solo físico.


Ese es el instante que ha buscado con la ayuda de la panoplia de enchufes,
transistores, oscilógrafos y fusibles.

Llegan los amantes al viejo prado hoy desaparecido. El episodio comienza a re-
suceder, pero el cosmonauta ha tomado precauciones. La idea es que la máquina, en
el momento glorioso, se detenga. Y que el instante lo sea entonces para toda la
eternidad.

Largos meses ha trabajado hasta dar con la fórmula que le permitirá prolongar el
punto más bello de su vida por los siglos de los siglos.

Así ocurre. Lo consigue. La máquina se le rompe y el universo se le detiene.

Y hay un espantoso grito de dolor que se prolonga y se prolonga y no cesará jamás.

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