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1. Introducción
Sería equívoco sugerir que la filosofía del lenguaje, incluso cuando la practican los
filósofos analíticos, se reduce al análisis conceptual, a la clarificación de los conceptos
básicos del lenguaje. Hay otros tipos de tareas que, por lo común, se atribuyen los
filósofos del lenguaje: está la clasificación de los actos lingüísticos, de los “usos” o
“funciones” del lenguaje, de los tipos de vaguedad, de los tipos de términos, de las
varias clases de metáforas. Están las discusiones sobre el papel de la metáfora en la
ampliación de los lenguajes, sobre las interrelaciones del lenguaje, el pensamiento y la
cultura; y sobre las peculiaridades del discurso poético, religioso y moral. Se han hecho
propuestas para construir lenguajes artificiales con propósitos diversos. Están también
las detalladas investigaciones acerca de las peculiaridades de tipos especiales de
expresiones, tales como los nombres propios y las expresiones con referencia múltiple,
y sobre formas gramaticales determinadas, tales como la forma sujeto-predicado.
Cuando digo que las manchas que hago sobre un papel, o los sonidos que emito al
hablar con otra persona, tienen significado, ¿qué es lo que quiero decir?, ¿qué es lo que
hace que determinadas palabras o expresiones tengan el significado que tienen y no
otro?, ¿qué diferencia hay entre una ristra de marcas significativa y otra que no lo es?,
¿cómo soy capaz de reconocerla como tal aunque no la haya encontrado antes?, ¿cómo
es posible que unas meras manchas se refieran a fechas, ciudades, países o, en general, a
objetos?, ¿cómo puede una secuencia de signos significar algo verdadero o falso?. Éstas
son algunas cuestiones centrales de la filosofía del lenguaje.
En el Teeteto Platón identificaba el significado de una palabra con la cosa que designa.
La palabra sería una especie de etiqueta fijada en el objeto, ya sea humano (“Sócrates”),
o genérico (“mesa), o un proceso (“estudiar”). A pesar de su atractivo, esta teoría es, sin
embargo, demasiado simple. Quizás valga para los nombres propios, pero estas palabras
constituyen un pequeño grupo, cuya principal característica es no tener significado, ya
que su única función es designar un objeto o persona individua, pero careciendo de
significado “per se”. Por el contrario, con respecto a todas las demás palabras esta
explicación confunde dos dimensiones de la palabra: las que podemos llamar
“connotación” y “denotación”. Es decir, dos palabras pueden tener la misma denotación
(designar o mentar los mismos conceptos) y sin embargo tener distinta connotación (es
decir, diferente significado).
Esta teoría considera que el significado de una palabra (al menos, de las descriptivas,
que constituyen la base de un idioma) es una idea o un concepto, que se encuentra en la
mente del que habla y en la del que comprende tras escucharnos. Esta teoría tiene dos
puntos a su favor:
El concepto o la idea no debe ser comprendido como una especie de objeto mental
suprasensible, sino que debe comprenderse como la capacidad mental de usar las
palabras de manera “humana”, inteligente y adecuada, capacidad que se realiza y
actualiza en nuestras proposiciones. Conocemos el significado de una palabra cuando
somos capaces de comprender lo que significa y de utilizarla correctamente. Pero esta
capacidad del uso correcto implica la existencia de determinados procesos mentales,
eidéticos; por ejemplo, la captación de relaciones de semejanza o analogía entre los
objetos que pertenecen a un conjunto determinado. E igualmente implica la capacidad
de explicar, aunque sea de un modo aproximado, las reglas que gobiernan el uso
correcto de esa palabra. Dicho de otro modo, implica la capacidad de dar definiciones
de nuestras palabras.
3. La teoría referencial
Se ha pensado que toda expresión significativa nombra a algo o a alguien o, por lo
menos, que está en lugar de algo o de alguien, y tiene con ellos una relación del tipo de
la de nombrar (designar, rotular, referirse a, etc.). Ese algo o alguien al que se hace
referencia no tiene que ser una cosa particular concreta y observable, podría tratarse de
una clase de cosas (por ejemplo de los “sustantivos comunes” como ‘perro’), de una
cualidad (‘perseverancia’), de una situación (‘anarquía’), de una relación (‘poseer’), etc.
En realidad lo que se supone es que, en relación con toda expresión significativa,
podemos entender qué quiere decir que ésta tenga un cierto significado, sin más que
observar que hay algo o alguien a los que se refiere: “Todas las palabras tienen
significado, en el sentido simple de que son símbolos que están en lugar de algo distinto
de ellas mismas” (B. Russell, Los principios de la matemática, Buenos Aires, Espasa-
Calpe, 1948, p. 82).
Hay una versión más elemental de la teoría referencial. Ambas versiones suscriben la
afirmación de que para que una expresión tenga un significado debe referirse a algo
distinto de ella misma, pero las dos versiones sitúan el significado en áreas diferentes de
la situación referencial. La versión más elemental considera que el significado de una
expresión es aquello a lo que esa expresión se refiere; el punto de vista más sofisticado
es el de que el significado de una expresión debe identificarse con la relación entre la
expresión y su referente, esto es, que lo constitutivo del significado es la conexión
referencial.
Ninguna teoría referencial será suficiente para dar cuenta completa del significado a
menos que sea verdad que todas las expresiones lingüísticas significativas se refieren a
algo. Sin embargo, parece que las conjunciones y otros componentes del lenguaje que
desempeñan una función esencialmente conectiva – palabras como ‘y’, ‘si’, ‘es’, ‘por
cuanto’ – no se refieren a nada. Los teóricos de la referencia responden a esta objeción,
por lo general, negando que los términos “sincategoremáticos” tengan significado
“aisladamente”, o que estos términos puedan tener significado aisladamente, o que estos
términos puedan tener significado en el sentido más tosco en que se afirma que los
sustantivos, adjetivos y verbos lo tienen.
Por su parte, las teorías descriptivas de la referencia establecen un vínculo tal entre el
nombre y las descripciones que éstas vienen a constituir su definición. De la misma
manera que el predicado “soltero” se define como “persona no casada”, el nombre
propio “Cleopatra” se podría definir como “última reina egipcia de la dinastía
ptolemaica.
3.1 Teoría semántica de fray Luis de León
Para Fray Luis de León, las cosas, además del ser real que tienen en sí, poseen otro ser
del todo semejante al real, pero más delicado que él y que nace, en cierta manera, de él.
La verdad reside en el ser real; la imagen de la verdad, en nuestra boca y en nuestro
entendimiento, cuando corresponde al ser real. Por ejemplo, si se juntan muchos espejos
y los ponemos delante de los ojos, la imagen del rostro, que es una, reluce una misma y
en un mismo tiempo en cada uno de ellos. El ser real en sí -en este caso, el rostro- es
“uno e idéntico”, pero se multiplica como imagen en cada espejo. De igual manera
acontece entre el ser real en sí y la mente de los hombres. En ésta, como en los espejos,
se hacen “imagen” las cosas y, por ello, es “una” con dichas cosas, de modo que “la silla
de la unidad venza y reine sobre todo”. La realidad -el ser real en sí- configura su
imagen en la mente humana, su “eidos”, pero dicta, a la vez, su nombre a la boca. El
nombre, entonces, contiene la imagen del ser real en sí. Fray Luis de León define el
nombre como aquello mismo que se nombra, no en el ser real y verdadero que tiene,
sino en el ser que le da nuestra boca y entendimiento. El nombre, pues, es una palabra
breve, que se sustituye por aquello de quien se dice y que se toma en lugar del ser
verdadero real al que remite o designa.
Hay dos tipos de nombre: los que son imágenes por naturaleza -que están en el alma- y
los que fabricamos nosotros por arte. El nombre por naturaleza corresponde a la imagen
y figura que en el alma sustituye al ser real en sí por la semejanza natural que con él
tiene. En cambio, el nombre por arte es el que fabrican los hombres por medio de la
palabra, al señalar para cada cosa la suya, sirviendo así de sustitutos de las mismas.
Las imágenes por naturaleza son los mismos objetos, en cuanto pensados, las copias de
lo real que los objetos dejan en el espíritu. Estas imágenes por naturaleza son los
verdaderos nombres en sentido riguroso y exacto. Sin embargo, las voces, las palabras -
imágenes por arte– son también calificadas y conocidas como “nombres”. Pero su
adecuación con lo real no está garantizada, pues es cosa puramente humana y, por tanto,
sólo aproximativa; son obra del saber, la costumbre, educación y mil influencias
artificiales y exteriores.
Russell elaboró una teoría radicalmente referencialista, que supone que a cada
categoría lógico-lingüística le corresponde una categoría ontológica. Sostuvo la doctrina
conocida como “atomismo lógico”, que es una combinación de empirismo radical y
lógica. La doctrina del atomismo lógico sostiene que la estructura de las frases (su
gramática o sintaxis) guarda relación con la estructura de los hechos. Así como el
lenguaje es descomponible en unos elementos últimos, también la realidad lo es. Tales
elementos no tienen carácter físico, sino lógico; son entidades inanalizables por el
pensamiento.
Las lenguas naturales son imperfectas e incluso engañosas, pero el filósofo puede poner
de relieve su estructura o “forma lógica” descomponiendo los enunciados en sus
elementos genuinos. Russell distinguió dos tipos de enunciados o proposiciones:
atómicas y moleculares.
Según Russell, hemos de distinguir entre los nombres propios ordinarios y los nombres
lógicamente propios. Los nombres lógicamente propios designan entidades que son
conocidas por familiaridad, es decir, de modo directo. Los nombres propios ordinarios
nombran generalmente objetos conocidos por descripción. En realidad no son más que
descripciones abreviadas. Su referencia es indirecta, a través de las descripciones
abreviadas.
Por ejemplo, si yo hablo del «actual rey de Francia» o del «cuadrado redondo»,
Meinong y Husserl dirían que si bien no existen del modo en que lo hace «el autor del
Quijote», al menos estas entidades fantásticas subsisten. Russell piensa que la idea de
objetos inexistentes, aunque subsistentes, es difícilmente admisible. De lo que se trataría
es de encontrar un medio de obtener, sin ellas, lo que se obtiene con ellas; es decir,
traducirlas y analizarlas como símbolos incompletos que son.
Otra objeción a la teoría de la referencia a objetos sería que, según Russell, amenazarían
el principio de tercero excluso. Así, en la oración «El actual rey de Francia es calvo». Si
enumerásemos las cosas calvas que hay en el mundo, no hallaríamos al actual rey de
Francia, ni en ese conjunto ni en el conjunto de las cosas no calvas. Así, las oraciones A
y B serían falsas:
Hay, pues, que analizar estas proposiciones como símbolos incompletos. El uso del
artículo determinado singular «el», para Russell, sería el siguiente: si tenemos la oración
«El actual rey de Francia», lo que decimos es: la función proposicional «x es rey de
Francia actualmente» es verdadera exactamente para una valor de la variable x. Si ahora
sustituimos «El actual rey de Francia» por un valor real, obtendremos una función
proposicional en la que se han eliminado los símbolos incompletos anteriores y se han
sustituido por funciones proposicionales. La función proposicional
En un primer momento, parece que hemos salido de la dificultad de que una descripción
refiera a objetos al sustituirla por funciones proposicionales, pero veremos que no es así.
Tomemos B) (El actual rey de Francia no es calvo). Esto puede significar dos cosas:
B.1) De el actual rey de Francia es cierto esto: no es calvo
Pues bien, A) y B) son contradictorias cuando B) tiene el sentido de B.1). Ambas dicen
que hay un individuo que es el actual rey de Francia, y mientras una dice que es calvo,
la otra lo niega.
B.2) niega que se den conjuntamente las condiciones de que un individuo sea a la vez
rey de Francia y calvo y, en ese sentido, es contradictoria con C) (que habíamos
traducido a función proposicional). Pero puesto que c expone pormenorizadamente el
contenido de B.1), B.1) y B.2) son contradictorias, con lo cual queda libre de duda el
principio de tertio excluso.
El punto esencial de la teoría de las descripciones es que una frase puede contribuir al
significado de una oración sin tener significado en absoluto aisladamente
En el caso de las descripciones hay una prueba clara de esto: si “el autor de Waverley”
significara cualquier otra cosa en vez de “Scott”, “Scott es el autor de Waverley” sería
falso, que no lo es. Si “el autor de Waverley” significa “Scott”, “Scott es el autor de
Waverley” sería una tautología, que no lo es. Por tanto, “el autor de Waverley” no
significa “Scott” ni cualquier otra cosa; es decir “el autor deWaverley” no significa
nada, quod erat demostrandum (Russell, B., op. cit., p. 87)
El punto esencial de la teoría es que, aunque una expresión sin significado pueda ser
gramaticalmente el sujeto de una expresión con significado, tal proposición, cuando se
analiza correctamente, deja de tener tal sujeto. Por ejemplo, la proposición “la montaña
de oro no existe” se convierte en “la función proposicional ‘x es de oro y una montaña’
es falsa para todos los valores de x”.
Según la teoría figurativa, una proposición es una figura o representación de una parte
de la realidad. Más específicamente, una proposición es una figura -una maqueta- de
una situación real o hipotética. Por ello, comprender una proposición es comprender la
situación o estado de cosas que representa. Quien entiende lo que dice una proposición
sabe qué hecho describe esa proposición en el caso de ser verdadera, pues su sentido es
la situación que dibuja o de la que es figura.
Entre los elementos de la proposición y los elementos de la realidad hay una relación
isomórfica: a cada elemento de la proposición debe corresponder un elemento de la
realidad y uno sólo; y siempre que los elementos de una proposición guarden alguna
relación entre sí, sus imágenes han de guardar la relación correspondiente. Los
elementos de la proposición son los nombres y las constantes lógicas. Los signos
simples o nombres representan objetos. Su significado es el objeto en lugar del cual
están las proposiciones. Las constantes lógicas no son representantes de nada; no son
nombres; no hay una lógica de los hechos, sino sólo de las proposiciones.
¿Y qué son los objetos a los que se refieren los nombres? Wittgenstein dice que son
algo simple, los últimos constituyentes de todo. Se trata de átomos no físicos, sino
lógicos del mundo, que se combinan y forman estados de cosas o situaciones. La
admisión de los objetos responde al postulado de lo simple, lo fijo, lo existente,
requerido como firme por un lenguaje absolutamente preciso. La verdad o falsedad de
las proposiciones exige que los nombres tengan una referencia fija e inequívoca.
Wittgenstein distingue dos funciones semánticas en una proposición. Por una parte lo
que una proposición afirma, que los hechos son de un modo determinado. Por otro lado,
lo que una proposición muestra, esto es, cómo son los hechos. Por ejemplo, en el caso
del cuadro titulado La rendición de Breda, el título dice lo que en el cuadro es
mostrado. El título describe el hecho que el cuadro muestra a través de su forma. Entre
decir y mostrar no hay conexión: una proposición no puede decir nada de cómo se
muestra un determinado hecho, no puede afirmar nada sobre su propio sentido. «La
proposición no puede representar la forma lógica; ésta se refleja en aquélla. Lo que en el
lenguaje se refleja, el lenguaje no puede reflejarlo. Lo que en el lenguaje se expresa,
nosotros no podemos expresarlo por el lenguaje. La proposición muestra la forma
lógica de la realidad, la exhibe» (4.121).
La imagen del lenguaje que late en esta concepción es el lenguaje como medio
universal. La tesis característica es que no podemos adquirir una posición de privilegio
desde la cual proceder a examinarlo. Es más, puesto que “los límites del lenguaje son
los límites de mi mundo” y “la lógica llena el mundo; los límites del mundo son
también sus límites”, el modo en que me represente el mundo dependerá de los recursos
que el lenguaje ponga a mi disposición. El lenguaje viene a dictar entonces las
condiciones bajo las cuales hablamos del espacio lógico.
Son varias las razones por las cuales ha parecido aceptable, o incluso necesario, un
criterio empirista. La más importante es quizá la siguiente: si consideramos que la
significatividad depende en cierto modo de las expresiones que se conecten con
aspectos del mundo extralingüístico al cual se refieren, ¿cómo es posible esa conexión?.
No es que un determinado esquema de sonido esté más relacionado con un aspecto del
mundo que con otro en virtud de sus características intrínsecas, y es difícil suponer que
esos vínculos sean innatos a la mente humana. (Si así fuera, todos los hombres hablarían
la misma lengua). La única alternativa parecería ser la de que esos vínculos se
establecen por medio de la experiencia, a través de repetidos apareamientos de la
expresión con aquello en cuyo lugar está, de acuerdo con la experiencia del que
aprende.
Otra argumentación es esta: ¿qué razones podría tener yo para suponer que un tercero
asigna el mismo significado que yo a una determinada expresión?. Cada uno de
nosotros podría producir una definición verbal de la expresión, pero esto permitiría
alcanzar la conclusión deseada sólo si suponemos que ambos usamos de la misma
manera las palabras de la definición (y, también, que ambos entendemos de la misma
manera la forma oracional ‘Dar una definición de…’). Y la cuestión de si este supuesto
es o no verdadero es exactamente del mismo tipo que aquélla a la que pretendíamos dar
respuesta. Habría quizá una manera de salir fuera de este círculo si, en algunos
momentos, pudiéramos contrastar la hipótesis del significado común sin necesidad de
apoyarnos en la comunidad de significado respecto de otras expresiones. Pero ¿cómo
podría hacerse esta contrastación sino investigando la manera en que la expresión se
apareja o no con los objetos experimentados en la actividad verbal de cada uno de
nosotros? Esto significa, pues, que esas contrastaciones son posibles sólo si es necesario
para la significatividad el que existan esos apareamientos.
En todas las formas del empirismo excepto en la más ingenua, el lenguaje se divide en
niveles o estratos semánticos. El nivel fundamental está constituido por las palabras que
adquieren su significado a partir de su asociación con elementos que pueden
experimentarse directamente. Se sigue de aquí que, para poder adquirir un significado,
las otras palabras deben poder definirse en términos de las palabras del primer nivel y,
además, probablemente, en términos de otras palabras que hayan sido ya definidas.
Algunas palabras adquieren su significado a partir de la experiencia más directamente
que otras, pero en cualquier caso, directa o indirectamente, la experiencia es la fuente
del significado para todas las palabras.
Los positivistas lógicos introdujeron en primer lugar el principio de que para que uno
pudiese hablar con sentido se debería poder especificar una manera de verificar
empíricamente lo que se decía; en otras palabras, debía ser posible especificar qué
observaciones podían incidir en contra o a favor de la verdad de lo que se decía.
Del acuerdo con el uso que los positivistas hacen del término ‘verificabilidad’,
verificabilidad es en realidad equivalente a la disyunción ‘verificable o falsable’, es
decir, ‘susceptible de que pueda decirse que es verdadero o falso’. Por tanto, lo que
realmente se exige es que una determinada oración sea susceptible de contrastación
empírica.
Para Ayer, “un enunciado es literalmente significativo si, y sólo si, es analítico o
empíricamente verificable”. Por literalmente significativo, Ayer entendía “susceptible
de ser mostrado verdadero o falso”. Las proposiciones de la ciencia son de dos tipos:
analíticas y empíricamente verificable. De este modo, la ciencia se constituye o bien en
matemática y lógica formal, o en dato factual verificable.
¿Cómo una proposición carente de contenido empírico puede ser verdadera, útil e,
incluso, sorprendente? Ayer, ante esta pregunta, se niega a buscar refugio en el
racionalismo y mantener la tesis de este en su aseveración de que la razón sea fuente de
conocimiento, independientemente de la experiencia y más válida, incluso, que ella. Por
tal causa, intentará demostrar que las proposiciones analíticas o bien no son acerca del
mundo, o bien no son verdades necesarias, ya que para él no se dan “verdades de
razón”.
Todos los demás enunciados significativos pueden ser verificados o falsados mediante
las observación empírica. Las proposiciones empíricas “son todas y cada una, hipótesis
que pueden ser confirmadas o desautorizadas por la experiencia sensorial real […] no
hay proposiciones finales”. Lo que la experiencia debe confirmar o refutar no es una
mera hipótesis, sino todo un sistema de hipótesis que, por tanto, siempre se encuentra
sometido a cambios posibles según las corroboraciones empíricas que se lleven a cabo.
La función de tal sistema de hipótesis es la de predecir anticipadamente experiencias,
sensaciones futuras. En caso de que nuestras expectativas respecto a dichas hipótesis se
cumplan, se habrán verificado. Es decir, hecho verdad. En caso contrario, resultarán
falsas. De este modo, nuestras verdades empíricas nunca serán absolutamente válidas.
Siempre existirá la posibilidad de hallar una experiencia que las contradiga. Al menos,
en teoría. Por ello, la observación aumenta el grado de confianza con el que es
razonable mantener una hipótesis. Y, en consecuencia, “la racionalidad de una creencia
se define no en relación a una norma absoluta, sino en relación a una parte de nuestra
propia práctica real”. Nada que no sea verificable puede caer en el ámbito de la verdad.
Pero, ¿qué es verificable? Lo verificable es aquello que entra dentro de los contenidos
sensoriales. Entonces, los objetos materiales aparecen como construcciones lógicas a
partir de lo sensorial.
3.4.2 Verificación y semántica en Carnap
Hay que distinguir dos órdenes de verificación: directa e indirecta. Si un enunciado, por
ejemplo, afirma algo respecto a una percepción actual, pongamos por caso “en estos
momentos yo veo un cuadro rojo sobre un fondo azul”, entonces el enunciado puede
probarse directamente acudiendo a mi percepción actual. En la verificación de tipo
indirecto se trata de proposiciones que no son verificables en sí mismas, pero que sí lo
son mediante verificación directa de otras proposiciones ya verificadas con anterioridad.
Por ejemplo: sea el enunciado E1: “Esta llave está hecha de hierro”. Entre los diversos
modos de verificar E1 se encuentra el de índole magnética. Por experiencias anteriores
está comprobado que un imán atrae a los objetos de hierro. Entonces puede inferirse que
“esta llave es de hierro” siguiendo este modelo de razonamiento:
E1 Esta llave está hecha de hierro (Proposición, cuyo contenido quiere ser verificado)
E2 Si un objeto de hierro es colocado cerca de un imán es atraído por éste (Dato físico
perteneciente ya a experiencias comprobadas, verificadas)
E3 Este objeto -una barra- es un imán. (Dato igualmente comprobado y verificado por
experiencias previas)
E5 La llave es ahora atraída por el imán o barra (Conclusión que se verifica igualmente
de modo directo)
Si se analiza este proceso, en seguida salta a la vista que no sale nunca de la dimensión
experimental y que consta de dos clases de proposiciones: las ya verificadas y
certificadas por experiencias previas de la ciencia (E2, E3) y las verificadas
inmediatamente por nosotros (E4, E5). Las proposición E1 no era directamente
verificable. ¿No se construyen también llaves de oro, bronce o plata? ¿Cómo hacer
verdadera -verificar- nuestra proposición E1? Los enunciados E2 y E3, pertenecientes de
antemano a lo ya comprobado científicamente, posibilitan una constatación empírica
que se expresa en E4 de la que se infiere que la llave está hecha de hierro. Caso
contrario, el científico o habría de negar que el hierro fuera elemento constitutivo de la
llave, o buscar alguna explicación plausible del dato negativo experimental. Y cuantas
más sean las experiencias positivas tanto más se acercará el científico a una certeza
“casi absoluta”.
De esta manera, toda aseveración científica debe afirmar algo acerca de percepciones
actuales o acerca de otra clase de observaciones y, entonces, es verificable por ellas; o
bien afirmar enunciados acerca de futuras experiencias que se infieren de la unión de
datos científicos u otros que se someten a constatación empírica. Todo aquello que caiga
fuera de esta dimensión, no pertenece a la ciencia. Su lenguaje no es significativo,
científicamente hablando. La ciencia, pues, es un sistema de hipótesis verificables que,
en última instancia, tocan la realidad. Y todas las proposiciones de su lenguaje
expresivo son reducibles a “enunciados atómicos”, “juicios de percepción”,
“proposiciones protocolares” que son propiamente las empíricas en sentido estricto.
I II
De estas dos columnas, sólo la I se atiene a la corrección tanto gramatical como lógica.
Pero ello da pie a la formación de otras proposiciones en II, carentes de sentido y que,
en consecuencia, ni siquiera son expresables en un lenguaje lógico. La sintaxis
gramatical de “afuera hay lluvia” es plenamente correcta, pero hace posible la
construcción sintáctica “afuera nada hay”, que carece de significado. Y esto porque
“nada” no es término que pueda derivarse o retrotraerse a expresión alguna ligada con la
experiencia. O lo que es lo mismo, “nada” no puede ser controlado ni verificado. Y, al
no poder serlo, pierde cualquier interés científico. Por igual motivo, la proposición “la
nada anonada”, aunque construida en conformidad con la estructura sintáctica de “la
lluvia llueve” -expresión analítica o tautológica-, resulta también sin significado
científico. Es pura poesía. Pero a la poesía no se le pregunta si es o no verdadera.
Sencillamente, decimos que nosagrada o nos desagrada. Los problemas metafísicos y
filosóficos son, para la doctrina carnapiana, todos de índole retórica o poética. Los
filósofos, del mismo modo que los poetas, sistematizan elucubraciones que obedecen a
estados emocionales frente a la vida. La filosofía debe ser sustituida por la lógica de la
ciencia. Es decir, las ciencias que, fundamentalmente, consisten en la sintaxis formal de
su lenguaje.
3.4.2.2 Carnap y el enfoque semántico
Carnap distingue entre semántica descriptiva y semántica pura. La primera versa sobre
los lenguajes naturales e históricos. Puede referirse a una lengua concreta, a un grupo de
ellas o a todas las que existen en general. Siempre se trata, aquí, de la descripción de
datos empíricos. Por este motivo, es una ciencia de enunciados sintéticos. Y su campo
de estudio compete a la lingüística. La semántica pura, en cambio, es de índole analítica
y tiene como objeto la interpretación del significado de sistemas lógicos formalizados.
Por tanto, su acción recae sobre lenguajes idealmente perfectos. La tarea del filósofo
semantista consistirá, pues, en buscar definiciones exactas y adecuadas de los conceptos
semánticos ordinarios y de otros nuevos a fin de elaborar una teoría basada en dichas
definiciones.
Carnap tiene, ante los ojos, el cálculo proposicional de dos valores o bivalente: toda
sentencia ha de ser verdadera o falsa, y examina si dicho cálculo puede ser una
formalización completa de la lógica. Con este fin, lo interpreta desde la semántica
comprobando, así, que contiene en su sistema todas las proposiciones lógicas que
intenta representar. Basta, para conseguir esto, aplicar las reglas de designación
semántica que indican las entidades a las que se refiere el cálculo, y las reglas
correspondientes de verdad.
En “Dos dogmas del empirismo” Quine criticó las dos doctrinas puntales del empirismo
lógicos (“dogmas” los denomina él. Estas dos doctrinas son:
2. Hay dos grandes clases de proposiciones: las analíticas, que son aquellas que resultan
confirmadas o desconfirmadas, según sean verdaderas o falsas, por cualesquiera datos
de observación, y las sintéticas, que son aquellas que resultan confirmadas, o
desconfirmadas, por experiencias y observaciones específicas.
De estas dos doctrinas, la primera -el llamado por Quine dogma reductivista– tiene una
versión fuerte que nos es más familiar: que para cada proposición con significado
empírico (o cognitivo) existe su traducción a un lenguaje fenomenista. La versión (1) es
menos exigente que esta última, pero igual de útil. Ambas versiones comparten lo que
de hecho es objeto de la crítica de Quine: que es legítimo hablar del significado
(cognitivo, empírico) de una proposición considerada aisladamente de las demás.
Frente a esto, Quine arguye que, en general, no puede decirse que toda proposición
tenga un fondo de experiencias confirmatorias que puede considerarse propio. La puesta
en cuestión de (1) conduce, por lo tanto, a una seria modificación de la teoría
verificacionista del significado.
El rechazo de (2) atenta, por su parte, contra otro de los pilares del empirismo lógico:
aceptar que hay dos clases de proposiciones, las analíticas y las sintéticas,
proporcionaba al filósofo empirista una salida a la hora de dar cuenta del estatuto de las
proposición de la lógica y de la matemática. Si se renuncia a (2) los problemas que el
filósofo empirista creía resueltos vuelven a hacer acto de presencia.
Según el Quine de “dos dogmas”, estos dos pilares son mucho menos sólidos de lo que
podría parecer. El argumento de Quine puede desglosarse en dos pasos. El primero de
ellos consiste en apercibirse de que (1) implica (2): si está justificado hablar del
significado de una proposición, habrá que contar con el caso límite de proposiciones
que sean verdaderas y cuyo significado empírico sea nulo. Una vez que hablamos de la
posibilidad de que haya experiencias que confirmen una proposición, no podremos
excluir el caso de esas proposiciones cuyo conjunto de consecuencias confirmatorias (o
desconfirmatorias) sea vacío. Semejantes proposiciones serán verdaderas o falsas con
independencia de qué experiencias se tomen como piedra de toque. (Estas serán las
proposiciones analíticas).
El segundo paso consiste en ver cómo los intentos de definir criterios de distinción entre
proposiciones analíticas y proposiciones sintéticas fallan sistemáticamente hasta un
punto en que llegamos a convencernos de que el criterio buscado simplemente no existe.
En ese mismo momento concluimos que (2) es un principio falso. Ahora bien, si (1)
implica (2) y si éste es falso, el principio (1) también habrá de serlo (según un
razonamiento en modus tollens). Con esto, los dos dogmas han sido rebatidos.
En Dos dogmas Quine examina detenidamente diversos criterios de distinción entre lo
analítico y lo sintético. Veamos alguno de estos argumentos:
Una idea popular que parece estar de acuerdo con la distinción analítico-sintético es
ésta: si deseamos saber si un enunciado es analítico -es decir, verdadero en virtud del
significado de sus términos- basta con que consultemos en un diccionario el significado
que poseen. Esa consulta permitirá determinar, sin investigar cuáles son los hechos del
mundo, su verdad o falsedad. Así, por ejemplo, una ojeada de la palabra hombre, en un
diccionario mínimamente completo, nos permitirá dar con la acepción oportuna que
verifique el carácter analítico de la proposición:
A este planteamiento Quine objeta que los diccionarios sean el tipo de obra que contiene
los significados de las palabras, si por significado se entiende algo diferente de
información empírica o información relativa a los hechos (es decir, al mundo). Por el
contrario, los diccionarios recogen los usos de las palabras, y los lexicógrafos que los
organizan y los redactan no entran en la cuestión de si sus definiciones plasman
significados u otra cosa distinta. De hecho, raro será el diccionario que, en la entrada
correspondiente a esmeralda no diga que las esmeraldas son verdes. Significa esto que
la proposición (c) “Todas las esmeraldas son verdes” es una proposición analítica, es
decir, con independencia de cómo es el mundo, de cómo son las esmeraldas? La
respuesta es tajantemente negativa. (Es más, hay diccionarios que llegan a decir cosas
tales como que las esmeraldas están formadas de silicato de alúmina y de glucina teñido
de óxido de cromo. El que tales sustancias den lugar a un bello color verde cuando se
tiñen de óxido de cromo no es, con seguridad, una circunstancia puramente lingüística,
sino un afortunado accidente de la naturaleza). Por consiguiente, o bien admitimos que
(c) no expresa un hecho del mundo, o bien renunciados a la idea de que los significados
de las palabras son esas cosas que dan los diccionarios.
Una vez arruinada la doctrina de que hay verdades en virtud del lenguaje y verdades en
virtud de los hechos, la concepción empirista del sistema del conocimiento humano ha
de cambiar de un modo radical. Ya no hemos de admitir, para empezar, que las verdades
lógicas y matemáticas estén a salvo de refutación empírica. Todas las proposiciones
habrán de considerarse, a partir de ahora, sintéticas en un mayor o menor grado.
Proposiciones como 7+5 = 12, que hasta ahora se han considerado necesarias, no tienen
un estatuto diferente de (b) o (c). Esto no significa que haya en algún lado
observaciones o experiencias que muestren que 12 no es el resultado de sumar 7 y 5.
Significa que no hay nada que excluya, como posibilidad lógica, un vuelco tal en el
sistema de todo nuestro conocimiento que quite a esas proposiciones el lugar que hasta
el momento se les ha reconocido.
Esta idea se capta mejor si se tiene en cuenta que las proposiciones no se confirman una
a una, sino en bloques o conjuntos. Esto es especialmente cierto en el caso de las
afirmaciones de la ciencia con un contenido teórico más alto (es decir, de aquellas
proposiciones que hablan de entidades inobservables). Ninguna de ellas está sujeta por
sí sola a confirmación. Lo está en conjunción con otras proposiciones auxiliares de
diverso tipo o incluso en conjunción con otras teorías científicas. Por ello, cuando una
proposición queda aparentemente refutada, es posible mantenerla a salvo como
verdadera efectuando cambios en -o renunciando a la verdad de- las proposiciones
adyacentes o acompañantes. Cabe, además, la posibilidad de que estos cambios sean
menos drásticos y mutilen menos el cuerpo de conocimiento acumulado si se efectúan
sobre el aparato lógico o matemático de la teoría o teorías implicadas en el caso. El que
una posibilidad como esta no pueda olvidarse es lo que permite a Quine afirmar que
todas las proposiciones pueden ser objeto de revisión.
Para el empirismo clásico todas las verdades sobre el mundo derivan inductivamente de
la experiencia. A esta visión opone Quine la de que todas las verdades (sin restricción)
pueden serconfutadas por la experiencia. El matiz importante arrastra consigo la
cláusula de que no se confirman (verifican) proposiciones una a una y por separado,
sino en bloques o conjuntos de proposiciones. Esta doctrina recibe el nombre de
holismo semántico. La renuncia a la distinción analítico-sintético y la adhesión al
holismo semántico son pasos obligados en la adhesión a un empirismo sin dogmas.
3.6 Putnam
Las teorías descriptivas de la referencia aceptan la tesis según la cual los términos
generales tienen tanto un sentido, o intensión, como una referencia, o extensión. De
acuerdo con las teorías descriptivas, la intensión determina la extensión, es decir, si
conocemos la intensión de un término podemos fijar con toda precisión su extensión.
Dos hablantes competentes del castellano que tengan en su vocabulario la palabra
“tigre” habrán “captado” el mismo concepto, y estarán en el mismo estado psicológico.
Es por tanto indiferente partir de que la intensión determina la extensión, o considerar
que el estado psicológico (que determina la intensión) es el que determina la extensión.
La razón por al cual el término “agua” tiene la misma extensión en 1750 que en la
actualidad es su rigidez, el hecho de que en ninguno de los dos momentos históricos es
sinónimo del conjunto de propiedades que definen el concepto agua.
Si se introduce el término “agua” mediante una definición ostensiva que utiliza una
determinada muestra con una fórmula del tipo “a esto se le llama ‘agua'”, se presupone
que este líquido es el mismo que aquel al que en mi comunidad lingüística se le llama
agua. De este modo se establece la condición necesaria y suficiente que ha de cumplir
una sustancia para ser agua: la de hallarse en la relación “mismo líquido” (mismoL) con
la sustancia de la muestra. Ahora bien, precisar esta relación mismoL es algo que
compete a la ciencia de cada momento histórico, y se pueden cometer errores. Pero
estos errores no implican que el significado del término “agua” sufra variaciones a lo
largo de la historia, puesto que la intención de los hablantes siempre ha sido la de
aplicar el término a aquella sustancia que comparta la naturaleza de aquello a lo que
realmente se considera tal, y nunca ha existido la pretensión de hacer el término
sinónimo de las descripciones, científicas o no, de la sustancia en cuestión. El
significado es constante, pero nos podemos equivocar al determinar la extensión.
Así, el hecho de que un hispano-hablante podría haber llamado “agua” a XYZ en 1750,
aunque él o los que siguiesen no habrían llamado agua al XYZ en 1800 o en 1850, no
significa que el “significado” de “agua” cambiara en ese intervalo para el hablante
medio. En 1750 o en 1850 o en 1950 uno podría haber apuntado con el dedo al líquido
del lago Michigan en tanto que ejemplo de “agua”. Lo que cambió fue que en 1750
habríamos pensado erróneamente que XYZ guardaba la relación mismoL con el líquido
del lago Michigan, mientras que en 1800 o en 1850 habríamos sabido que ése no era el
caso (ignoro, naturalmente, el hecho de que el líquido del lago Michigan era en 1950 un
agua dudosa) (H. Putnam, “El significado de ‘significado'”, en L. M. Valdés,La
búsqueda del significado, pp. 131-194 (p. 142)
Con respecto a los deícticos (aquellas expresiones cuya referencia sólo puede
determinarse en función de ciertas características del contexto de emisión, “yo”, “aquí”,
etc.), tienen convencionalmente asignado un sentido, pero ese sentido no es suficiente
para determinar la referencia. sólo el conocimiento del contexto de uso puede hacerlo.
En este caso, también se puede afirmar que la intensión no determina la extensión. Pues
bien, en la teoría de Putnam, el medio natural imprime a los términos de género natural
una cierta indicabilidad en la medida en que proporciona el contexto en el que se fija la
referencia y por tanto determina el patrón que sirve para juzgar la pertenencia o no a una
clase de cualquier ejemplar:
Nuestra teoría puede resumirse diciendo que palabras como “agua” tienen un elemento
indicador oculto: el “agua” es una sustancia que guarda con el agua de por aquí una
cierta relación de similaridad. En un tiempo o en un lugar distintos, o incluso en otro
mundo posible, el agua,si es que ha de ser agua, ha de estar con nuestra “agua” en la
relación mismoL. Así pues, la teoría de que (1) las palabras tienen “intensiones”, que
son algo parecido a los conceptos vinculados a las palabras de los hablantes; y que (2) la
intensión determina la extensión, no puede ser verdadera en lo que toda a las palabras
que designan clases naturales, como “agua”, por la misma razón por la que no puede ser
verdadera para el caso de palabras obviamente indicadoras, como “yo” (ibid., p. 152)
Si no todo lo que se sabe acerca de un género natural tiene que ser conocido por el
hablante medio, ¿qué tipo de conocimiento es suficiente para poderlo considerar
competente en el lenguaje? Cuando alguien nos pregunta por el significado de un
término de género natural, la respuesta adopta típicamente la forma de una ostensión, o,
si no disponemos en el entorno de un ejemplar del género natural en cuestión,
ofrecemos una descripción. Esta descripción integrará las características usuales de los
miembros normales de las clase de que se trate. A este conjunto de rasgos generales lo
denomina Putnam estereotipo. Para considerar que una persona conoce una determinada
palabra, son necesarios los siguientes requisitos: 1) ha de hacer un uso cabal de la
misma, 2) su posición en su entorno social y natural ha de ser tal que la extensión del
término en cuestión ha de ser, efectivamente, la totalidad de ese término. Esta cláusula
pretende excluir del conjunto de usuarios conocedores de una palabra a los hablantes de
la Tierra-gemela que denominan “agua” a un líquido distinto al agua de la Tierra. Este
conocimiento mínimo de los términos constituye el estereotipo, que Putnam define así:
De acuerdo con esta tesis, a quien sepa lo que significa “tigre” (o, como hemos decidido
hacer en su lugar, quien haya adquirido la palabra “tigre”) se le pide que sepa que los
tigresestereotípicos tienen la piel rayada. Dicho en términos más precisos: hay un
estereotipo de los tigres (él puede tener otros) que la comunidad lingüística como tal
exige: se le pide que tenga este estereotipo y que sepa (implícitamente) que es
obligatorio. Este estereotipo debe incluir el rasgo de las rayas en la piel, para que su
adquisición se juzgue conseguida (ibid., pp. 169-70)
Si bien los estereotipos recogen rasgos verdaderos de los miembros normales de la clase
de que se trate, puede ocurrir que incluyan algún error que, no obstante, facilite la
comunicación. El tipo y la cantidad de información que integran el estereotipo
dependerán del tema y de la cultura.
3.7 Kripke
Según las teorías descriptivas, consigo referirme a alguien si conozco algún dato que le
identifica de manera unívoca. La pregunta es: ¿es cierto que asociamos a los nombres
propios que usamos este tipo de conocimiento? Y, si no es así, ¿realmente no
conseguimos referirnos a un particular? Para responder a estas preguntas Kripke
propone el siguiente ejemplo: lo único que saben de Einstein la mayoría de los
hablantes es que fue el autor de la teoría de la relatividad, pero si se les pregunta qué
saben de la teoría de la relatividad, en general, lo único que saben es que es la teoría de
Einstein. Se incurre, pues, en una circularidad que no puede, en ningún caso, constituir
el conocimiento suficiente para identificar a un individuo en la realidad extralingüística.
Sin embargo, cuando un hablante de este tipo afirma “Deberían de explicar la teoría de
Einstein en las facultades de Filosofía”, nos parece claro que, a pesar de todo, se refiere
a Einstein.
Los dos ejemplos anteriores no dependen para su validez de que el error sea algo
individual; la situación es similar cuando el error se extiende a la totalidad de los
miembros de una comunidad lingüística
Estos dos ejemplos no dependen para su validez de que el error sea algo individual; la
situación es similar cuando el error se extiende a la totalidad de los miembros de una
comunidad lingüística. Otro ejemplo. Para la mayoría de los miembros de nuestra
sociedad, “Bizet” es el nombre del compositor de la ópera Carmen. Imaginemos que
Bizet no compuso en realidad la obra, sino que se apropió de ella furtivamente. Este
hurto fue posible gracias a que Bizet fue el único testigo de la muerte de su autor real,
M. Grévy, que había dejado la ópera concluida en una repisa de su estancia, pudiendo
de este modo Bizet sustraerla sin levantar sospechas. De acuerdo con la teoría
descriptiva, el referente de un nombre propio es el objeto que satisface la/s propiedad/es
expresadas por el sentido; por lo tanto, el referente de “Bizet” es el objeto del cual se
puede predicar con verdad que es el autor de la ópera Carmen, es decir, M. Grévy. Pero
nuestras intuiciones nos dicen que esto no es así, que a pesar del hurto, cuando alguien
utiliza el nombre propio “Bizet” habla realmente de Bizet y no de M.l Grévy. La
posibilidad definición ijar el referente mediante una propiedad contingente que puede a
la postre ser falsa, permite dar cuenta de este tipo de fenómenos.
Un caso más opuesto si cabe a las pretensiones de las teorías descriptivas viene dado
por la posibilidad de referirse a alguien a pesar de que todo lo que se sabe de él
constituya una leyenda. Kripke ilustra esta posibilidad con el caso del personaje bíblico
Jonás. Aunque los eruditos bíblicos piensan que existió, todo lo que se sabe de él (que
fue tragado por un gran pez, etc.) es obviamente falso, y no es verdadero de ninguna
otra persona. A pesar de todo, es posible referirse a Jonás cuando se utiliza el nombre
propio “Jonás”.
Las teorías descriptivas de la referencia vinculan la teoría del sentido de los nombres
con la teoría de la referencia. Ambas dimensiones son interdependientes: la descripción
que constituye el sentido del nombre sirve, al mismo tiempo, para fijar el referente. La
propuesta de Kripke podría resumirse diciendo que reelabora el problema de la fijación
del referente y lo desliga de la cuestión del sentido. Es decir, una descripción como “La
reina egipcia que se suicidó en el 30 a.C. junto a Marco Antonio”, puede utilizarse para
fijar el referente del nombre “Cleopatra”, pero esto no la convierte en sinónima del
nombre. De este modo, el carácter contingente de la descripción deja de ocasionar
problemas.
El término designador es usado por Kripke para referirse tanto a nombres propios como
a descripciones definidas.
Llamemos a algo un designador rígido si en todo mundo posible designa al mismo
objeto; llamémosle un designador no rígido o accidental si no es éste el caso […] Una
de las tesis que sostendré en estas charlas es que los nombres son designadores rígidos
(El nombrar y la necesidad, p. 56)
Del mismo modo que los nombres propios designan al portador sin ningún tipo de
mediación epistémica, los términos de género natural (agua, cebra, …) designan su
extensión rígidamente. Veámoslo con un ejemplo de Kripke. Imaginemos que, debido a
una serie de cambios atmosféricos, el agua adquiere un ligero color esmeralda y
mantiene el resto de sus propiedades. Sin duda, seguiríamos pensando que el líquido
que llena los mares y ríos, etc., es agua. Supongamos que sucede algo similar con el
resto de la propiedades observables del agua, de modo que llegamos a dudar si el
líquido en que se ha transformado el agua seguirá o no siendo agua. ¿Cuál se supone
que sería la reacción natural para salir de la duda? Parece obvio que acudiríamos a un
experto parar que averiguara mediante un análisis químico si el líquido en cuestión
sigue teniendo la composición química del agua, es decir, H2O. Del mismo modo que la
propiedad contingente de ser el maestro de Alejandro Magno podía servir para fijar la
referencia del nombre propio “Aristóteles” sin convertirse en su sinónimo, las
propiedades observables contingentes del agua pueden servir para fijar la referencia del
término de género natural “agua” sin constituirse en su sinónimo. Al igual que el origen
de Aristóteles como persona es lo que proporciona el criterio para hablar de una
continuidad del referente, la composición química del agua constituye una propiedad
que puede ser considerada como esencial, puesto que es lo que define la clase natural en
cuestión.
Este análisis nos lleva a responder al problema de cómo son posibles los enunciados
contingentes de identidad. Este problema es analizado por Kripke en “Identidad y
necesidad”, y su respuesta es:
(2) (x) • (x = x)
La postura de Kripke es que cualquiera que crea (2) (y la verdad de (2) parece algo
indiscutible), necesariamente tiene que creer (4). Ahora bien, lo que en cuatro se afirma
es que los enunciados de identidad son necesarios.
En todo esto, sin embargo, parece haber una paradoja. Para ilustrar esta paradoja
veamos el enunciado
(5) El primer director general de Correos de USA es el inventor de los lentes bifocales
Parece ser que este enunciado es un enunciado contingente, a pesar de ser un enunciado
de identidad, pues es evidente que no era necesario que el primer director general de
Correos fuese el inventor de los lentes bifocales. ¿Cómo conciliar (4) con (5)?. Según
Kripke esta aparente paradoja queda resuelta si tenemos en cuenta la noción russelliana
de “alcance de una descripción”; es decir, la solución de Kripke consiste en sustituir en
(4) los cuantificadores universales por descripciones; según esto, (5) se podría traducir
como:
(5′) Hay un objeto x tal que x inventó los lentes bifocales, y es una cuestión de hecho
contingente que hay un objeto y tal que y es el primer director general de correos de
USA, y necesariamente x = y
Con esta interpretación de (5), queda salvada la aparente paradoja existente entre (4) y
(5), pues se puede mantener la opinión de que (4) es verdadero a pesar de que el hecho
mencionado en (5) sea un hecho totalmente contingente.
Ahora bien, ¿qué pasa con los nombres propios?. En una primera aproximación, parece
que la función de los nombres propios es la de hacer referencia a un objeto, y no la de
describir al objeto nombrado; de aquí se sigue que si a es b, necesariamente a ha de ser
b. Según esto, cuando hacemos enunciados de identidad entre nombres, si los
enunciados son verdaderos, tienen que ser necesarios. Sin embargo, esto parece falso,
como lo “demuestra” el hecho de que
¿Cómo negar que (6) es una verdad contingente y seguir, por tanto, manteniendo
nuestra tesis de que “los enunciados de identidad son necesarios, si es que son
verdaderos”?. La solución de Russell consiste en afirmar que los nombres propios de (6)
no son nombres propios, sino descripciones.
… si queremos reservar el término “nombre” para cosas que realmente sólo nombran un
objeto sin describirlo, los únicos nombres propios genuinos que podemos tener son los
nombres de nuestros propios datos sensoriales inmediatos, de los objetos “que se nos
hacen presentes de manera inmediata”. Los únicos nombres de esa naturaleza que
aparecen en el lenguaje son demostrativos tales como “esto” y “eso”
(2) Distinción entre a priori y necesario. Una verdad a priori es aquella que puede
conocerse como verdadera independientemente de la experiencia. Un enunciado
necesario es aquel que es verdadero y no puede ser de otra manera. Puede darse el caso
de que todo lo necesario, seacognoscible a priori, pero ello no hace de estas dos
nociones algo idéntico, pues la noción de ser necesario hace referencia a la ontología,
mientras que la noción de cognoscibilidad a priori se refiere a la epistemología.
Otro argumento a favor de la tesis de Kripke es la teoría esencialista. Según esta teoría,
si esta mesa está hecha de madera, corresponde a su esencia el estar hecha de madera,
de modo que una mesa de hierro no podría ser nunca esta mesa. Ahora bien, esta teoría
sólo puede ser verdadera si distinguimos, por un lado, entre verdad a priori y verdad a
posteriori y, por otro, entre verdad necesaria y verdad contingente, pues aunque sea
necesario el que esta mesa no esté hecha de hierro, esto no es algo que conozcamos a
priori pues, ¿cómo podría yo saber, antes de haber visto nunca esta mesa, que estaba
hecha de madera y no de hierro?. Ahora bien, dado que esta mesa no está hecha de
hierro (y esto es conocimiento a posteriori), necesariamente no está hecha de hierro:
… si P es el enunciado de que el atril no está hecho de hielo, uno conoce por un análisis
filosóficoa priori algún condicional de la forma “si P, entonces necesariamente P”. Si la
mesa no está hecha de hielo, necesariamente no está hecha de hielo. Por otro lado,
entonces, conocemos mediante una investigación empírica que P, el antecedente del
condicional, es verdadero, que esta mesa no está hecha de hielo. Podemos concluir por
modus ponens:
P ® •P
P
—————-
•P
La conclusión, ‘p’, es que es necesario que la mesa no esté hecha de hielo y esta
conclusión es conocida a posteriori, ya que una de las premisas en las que se basa es a
posteriori. De esta manera, la noción de propiedades esenciales puede mantenerse
siempre y cuando se distingan las nociones de verdad a priori y verdad necesaria, y yo
la mantengo (p. 118)
… lo que puede ser el caso es que nosotros fijemos la referencia del término ‘Cicerón’
mediante el uso de una frase descriptiva tal como ‘el autor de estas obras’. Pero una vez
que tenemos fijada esta referencia, entonces usamos el nombre ‘Cicerón’ rígidamente
para designar al hombre que de hecho hemos identificado mediante su calidad de autor
de estas obras. No lo usamos para designar a quienquiera que hubiese escrito estas obras
en lugar de Cicerón, si es que alguien más las escribió (pp. 121-122)
Por otro lado, los que defienden que existen enunciados de identidad que no son
necesarios, confunden la necesidad de que algo tenga una determinada propiedad, con la
contingencia de que la propiedad o propiedades de esa cosa produzcan unos
determinados efectos. Por ejemplo, una cosa es que el calor sea el movimiento de las
moléculas (esto es necesario), y otra cosa distinta es que el calor produzca en nosotros el
efecto que produce (esto es contingente). Los que afirman que hay enunciados de
identidad contingentes, confunden la composición del calor con los efectos que produce
en nosotros y, por ello, afirman que el enunciado “El calor es el movimiento de las
moléculas” es un enunciado contingente, cuando lo que realmente ocurre es que es
verdadero.
4. La teoría ideacional
La formulación clásica de la teoría ideacional arranca del filósofo inglés John Locke,
quien, en su Ensayo sobre el entendimiento humano, sección 1, capítulo 2, libro III,
dice:
Resulta, pues, que el uso de las palabras consiste en que sean las señales sensibles de las
ideas; y las ideas que se significan con las palabras son su propia e inmediata
significación.
Éste es el tipo de teoría que, implícitamente, conciben quienes piensan que el lenguaje
es un “medio o instrumento para la comunicación del pensamiento”, o una
“representación física exterior de un estado interno”, o la propia de quienes defienden la
oración como una “cadena de palabras que expresan un comportamiento completo”. En
el pasaje inmediatamente anterior al que se acaba de citar Locke dice:
Aun cuando el hombre tenga una gran variedad de pensamientos, y tales, que de ellos
otros hombres, así como él mismo, pueden recibir provecho y gusto, sin embargo, esos
pensamientos están alojados dentro de su pecho, invisibles y escondidos de la mirada de
los otros hombres, y, por otra parte, no pueden manifestarse por sí solos. Y como el
consuelo y el beneficio de la sociedad no podía obtenerse sin comunicación de ideas,
fue necesario que el hombre encontrara unos signos externos sensibles, por los cuales
esas ideas invisibles de que están hechos sus pensamientos pudieran darse a conocer a
otros hombres… Es así como podemos llegar a concebir de qué manera las palabras, por
naturaleza tan bien adaptadas a aquel fin, vinieron a ser empleadas por los hombres para
que sirvieran de signos de sus ideas; no, sin embargo, porque hubiera alguna natural
conexión entre sonidos particulares aislados y ciertas ideas, pues en ese caso no habría
sino un solo lenguaje entre los hombres, sino por una voluntaria imposición, por la cual
un nombre dado se convierte arbitrariamente en señal de una idea determinada (Locke,
J., Ensayo sobre el entendimiento humano, México, F.C.E., 1982, II, ii, 1)
Según esta teoría, lo que hace que una expresión lingüística adquiera significado es el
hecho de que se la use regularmente en la comunicación como “marca” de una cierta
idea; pero las ideas con las que construimos pensamientos tienen una existencia y una
función independientes del lenguaje. Sólo porque sentimos la necesidad de transmitir a
los demás nuestros pensamientos tenemos que hacer uso de indicaciones observables
por todos de las ideas puramente privadas que se deslizan a través de nuestras mentes.
Una expresión lingüística adquiere su significado a través de ser usada como tal
indicación.
4.1 J. Locke
El signo se constituye en tal por su “estar en lugar de otra cosa”. Por medio de su
referencia, el signo acaba por contener en sí, esa otra cosa a la que remite y que
configura su significado. Aquello en lugar de lo cual se utilizan nuestras palabras son
nuestras ideas o percepciones, simples o complejas, particulares o generales. Resulta,
pues, que el uso de las palabras consisten en que sean señales (signos) sensibles de las
ideas; “y las ideas que se significan con las palabras, son su propia e inmediata
significación” (Ensayo…, II, ii, 1).
Las palabras significan las ideas de quien las usa, y por medio de aquéllas se pretende
expresar éstas. Se da, por tanto, en la significación una referencia de los términos
respecto a las ideas o percepciones de cada individuo concreto y particular que los
emplea.
Aunque las palabras, según las usan los hombres, solamente significan propia e
inmediatamente las ideas que están en la mente de quien habla, sin embargo hacen en su
pensamiento una secreta referencia a otras dos cosas. En primer lugar, remiten a las
ideas de los otros hombres con quienes sostienen comunicación y que se suponen son
iguales o parecidas a las del que habla. Si no sucediera de este modo, no habría
comunicación ni entendimiento alguno entre los hablantes. Las palabras, en segundo
lugar, remiten también a la realidad de las cosas. Por ello, el lenguaje tiene que ver con
la realidad de las cosas. De aquí la relación que debe establecerse entre palabras,
sustancias y modos.
Es verdad que las palabras, en virtud de un uso prolongado y familiar, llegan a provocar
en los hombres ciertas ideas de manera pronta y constante. Este fenómeno inclina
fácilmente a pensar que entre palabra e idea existe un nexo natural. Nada más erróneo,
ya que la significación de la palabra es perfectamente arbitraria. Esto se pone de
manifiesto en el hecho de que las palabras, con mucha frecuencia, dejan de suscitar en
otros las mismas ideas de las que suponemos son signos. Además, todo hombre posee
una tan inviolable libertad de hacer que las palabras signifiquen las ideas que mejor le
parezcan, que nadie tiene el poder de lograr que otros tengan en su mente las mismas
ideas que él tiene cuando usan las mismas palabras que él usa. Es cierto, sin embargo,
que el uso común, por un consenso tácito, apropia ciertos sonidos a ciertas ideas en
todos los lenguajes.
A la hora de expresar una idea -primer nivel- nos encontramos con que las simples son
indefinibles, cosa que no sucede con las complejas. Las ideas simples únicamente se
adquieren por aquellas impresiones que los objetos mismos hacen sobre la mente. Ahora
bien, como las palabras son sonidos, no pueden producir en nosotros ninguna otra idea
simple que no sea, precisamente, la contenida en esos sonidos. Lo contrario acontece
con las ideas complejas. En éstas importa, sobre todo, conseguir una buena definición.
Para ello se precisa enumerar los elementos simples -indefinibles en sí- que están
ligados inmediatamente a la experiencia. Con ello se configura la esencia del nombre
general o común de las cosas, su esencia nominal. Ésta, por tanto, queda constituida en
su contenido significativo a partir de la experiencia procedente del sentido interno o
externo, sometida al proceso de abstracción. Así, la esencia nominal debe distinguirse
de la esencia real de los singulares y de la objetividad de los mismos.
La teoría de Frege tiene a su base dos principios: principio del contexto y el principio de
composicionalidad. Según el principio del contexto, «No se debe inquirir por el
significado de expresiones separadas, sino que debe investigarse su significado en el
contexto de oraciones». Sin embargo, el significado de las oraciones es derivado o
secundario con respecto al de las palabras; el significado de las oraciones está
sistemáticamente determinado, en virtud de reglas composicionales, a partir del
significado de sus partes; éste es el principio de composicionalidad. Lo que propone el
principio fregeano del contexto es que las palabras no significan aisladamente, sino que
su significado es una contribución específica al significado de las oraciones en las que
pueden aparecer. A pesar de lo que pudiera parecer, no existe conflicto entre ambos
principios. El principio de composicionalidad requiere que el significado de las
“palabras”, a diferencia del significado de las oraciones, sea asistemático, es decir,
establecido caso a caso por enumeración. El segundo requiere que el significado de las
unidades léxicas, a diferencia del significado de las oraciones, sea contextual, que las
reglas del significado para las palabras hagan necesariamente referencia al modo en que,
dada una categoría semántica general a la que pertenecen, contribuyan junto con
palabras de otras categorías al significado de las oraciones. El principio del contexto
requiere, en definitiva, que las reglas que determinan el significado de las oraciones a
parir del significado de las palabras no tomen en consideración del mismo modo el
significado de todas las palabras.
En “Sobre sentido y referencia” Frege mantiene la tesis de que una teoría semántica
debe necesariamente asociar dos propiedades semánticas distintas con cada expresión:
la expresión de unsentido y la referencia a un referente. La argumentación fregeana a
favor de esta tesis tiene la forma de una paradoja: se enuncian tres proposiciones,
aparentemente inconsistentes entre sí, cada una de ellas altamente plausible. Se ofrece
entonces la distinción entre sentido y referencia, que posibilita una sutil interpretación
de las proposiciones eliminadora de su aparente inconsistencia; y se concluye la
necesidad de establecer la distinción como el único modo razonable de solucionar la
paradoja.
La primera premisa del argumento de Frege sostiene que términos singulares como ‘el
lucero del alba’ tiene como referencia una entidad objetiva (el planeta Venus, en este
caso); por tanto (bajo el supuesto semántico monista que el argumento de Frege
pretende refutar), tienen una entidad objetiva como significado.
(1) y (2) sólo difieren en el hecho de que contienen expresiones distintas que, sin
embargo, refieren a lo mismo; (2) es el resultado de sustituir en (1) un término (‘el
lucero del alba’) por otro (‘el lucero vespertino’) con la misma referencia. Sin embargo,
(1) y (2) pueden tener diferente valor cognoscitivo para un hablante dado. Uno de los
enunciados puede no ser informativo para esa persona, mientras que el otro sí lo es. De
modo más general, la segunda premisa de la tesis de Frege asevera que un usuario
competente del lenguaje en que están expresados estos enunciados puede aceptar como
verdadero uno y rechazar (o suspender el juicio acerca de) el otro, que sólo difiere del
primero en contener un término singular diferente pero con la misma referencia.
La tercera premisa del argumento de Frege es que las diferencias en valor cognoscitivo
entre los enunciados que acabamos de ilustrar sólo pueden ser explicadas atribuyendo a
las expresiones en que los enunciados difieren diferencias en sus significados. Bajo el
supuesto monista la inclusión de esta proposición produce, junto a las dos anteriores,
una contradicción. Reflexionando sobre la naturaleza del significado de un término
singular, hemos identificado un aspecto del mismo con su referencia, y, tras ofrecer una
caracterización abstracta del concepto de referencia, hemos encontrado buenas razones
para identificar las referencias, y por tanto los significados, de ‘el lucero del alba’ y ‘el
lucero vespertino’. La segunda y la tercera premisa, conjuntamente, conllevan sin
embargo que los significados de esas expresiones (y, por tanto, las referencias, si los
significados son las referencias) son diferentes. Sin embargo, la tercera premisa parece
enteramente plausible. La premisa excluye posibles explicaciones de los fenómenos
presentados en la segunda, distintas de la explicación consistente en que las palabras en
que difieren los enunciados en cuestión tengan diferentes significados.
El problema que Frege intenta poner de relieve, el que realmente motiva su distinción
teórica entre sentido y referencia, consiste en esto: por un lado, un hablante competente
del castellano puede suponer diferentes los referentes de las expresiones en que (1) y (2)
difieren, coherentemente con su competencia lingüística. Mientras que, por otro, existen
razones intuitivas preteóricas para pensar que los referentes son los significados, y que,
por consiguiente, la competencia lingüística consiste en conocer el vínculo lingüístico
de las expresiones con los mismos.
En los casos contemplados en la segunda premisa, las diferencias tienen que ver con
diferencias en los significados, no meramente con diferencias entre las expresiones; y se
trata de diferencias en los significados en el sentido preciso en que conocer el
significado es conocer el referente (aquello por relación a lo cual se evalúa la verdad o
falsedad de los enunciados, su contribución a las condiciones de verdad), y no
meramente de diferencias en las connotaciones asociadas a los términos (excluyendo así
una explicación del segundo tipo).
Sin embargo, el principio general que permite construir los ejemplos que ilustran la
segunda proposición apunta a una interpretación distinta de la tercera, una de acuerdo
con la cual no hay inconsistencia entre las tres -y con ello a una solución del problema.
Los referentes de los términos singulares son entidades objetivas, que sólo pueden ser
conocidas mediante el conocimiento de modos de presentación que las identifican
distintivamente; modos de presentación diferentes pueden, sin embargo, identificar una
misma entidad. La conclusión que Frege extrae de su argumento se apoya en esto: según
Frege, un hablante competente sólo puede conocer la referencia O de un término
singular T conociendo un modo de presentación V que (i) está también semánticamente
asociado con T, y (ii) identifica unívocamente a O. Las diferencias en valor
cognoscitivo ejemplificadas por (1)-(2) se explican porque los distintos términos
singulares están asociados lingüísticamente con diferentes modos de presentación que
los vinculan con la misma referencia. Podemos aceptar ahora la distinción entre la
referencia y el referente; la referencia es el vínculo semántico entre la expresión y el
referente. Pero, para obtener una explicación correcta de las diferencias en valor
cognoscitivo, hemos de añadir que ese vínculo pasa a través de una relación semántica
previa entre la expresión y su sentido. La referencia es el vínculo semántico entre la
expresión y el referente mediado por la relación semántica de la expresión con un
sentido.
Dado que los sentidos son indispensables para “llegar” a las referencias o para
determinarlas, esta explicación es compatible con las consideraciones que sustentaban la
tercera proposición. Frege sostiene que ningún usuario competente del lenguaje puede
conocer “directamente” la referencia de ‘el lucero del alba’, la contribución de estas
expresiones a las condiciones de verdad de los enunciados que las incluyen; se conoce
la referencia de estas expresiones a través del conocimiento de ciertos sentidos que “nos
dirigen” a ellas, individualizándolas. Por consiguiente, la “diferencia en las referencias”
que establece la tercera proposición puede consistir, no en una diferencia en las
entidades significadas, sino más bien en una diferencia en la manera en que se accede a
ellas.
No hay, pues, inconsistencia entre las proposiciones. El argumento de Frege nos fuerza
a adoptar una actitud pluralista, atribuyendo a los términos singulares dos tipos de
propiedades semánticas: un sentido y una referencia. Hacerlo así revela como
meramente aparente la inconsistencia; pero sólo porque el sentido y la referencia de una
expresión no son independientes. Las referencias de los términos singulares están
determinadas por sus sentidos, en la medida en que los sentidos son modos de
presentación o conjuntos de características que individualizan al referente, y sin la
asociación con los cuales las palabras no tendrían referencia.
Según Frege, existe una relación entre signo, sentido y referencia. Esta relación es la
siguiente: cada signo tiene un sentido, cada sentido tiene una referencia; ahora bien, una
referencia no solamente tiene un signo, sino que puede tener varios. En nuestro ejemplo,
la referencia Venus tendría como signos ‘El lucero de la mañana’ y ‘El lucero de la
tarde’.
Por otro lado, no todo sentido tiene por qué tener una referencia. “Las palabras ‘el
cuerpo celeste más alejado de la Tierra’ tienen un sentido; pero que tengan también una
referencia es muy dudoso”.
Si se quiere hablar del sentido de la expresión “A”, basta con usar sencillamente la
locución “el sentido de la expresión ‘A”. En el estilo indirecto se habla del sentido, por
ejemplo, del discurso de otro. Se ve claramente que, incluso en este modo de hablar, las
palabras no tienen su referencia usual, sino que se refieren a lo que habitualmente es su
sentido… La referencia indirecta de una palabra es, pues, su sentido usual
Quizá sea adecuada la siguiente analogía, para ilustrar estas relaciones. Alguien observa
la Luna a través de un telescopio. Comparo la Luna con la referencia; es el objeto de
observación, que es proporcionado por la imagen real que queda dibujada sobre el
cristal del objetivo del interior del telescopio, y por la imagen en la retina del
observador. La primera imagen la comparo con el sentido; la segunda, con la
representación o intuición. La imagen formada dentro del telescopio es, en verdad, sólo
parcial; depende del lugar de observación; pero con todo es objetiva, en la medida en
que puede servir a varios observadores… Pero, de las imágenes retinianas, cada uno
tendría la suya propia. Apenas podría lograrse una congruencia geométrica, debido a la
diferente constitución de los ojos (Frege, op. cit.)
¿Qué ocurre con las oraciones, es decir, con los enunciados asertivos completos?, ¿cuál
es su sentido y su referencia?. Una oración contiene un pensamiento; ¿es tal
pensamiento su sentido o su referencia?. Según Frege, el pensamiento no es la
referencia de un enunciado, sino su sentido.
¿Qué pasa con la referencia?, ¿por qué queremos que un enunciado, además de sentido,
tenga referencia?. La respuesta de Frege es la siguiente:
El enunciado subordinado, por lo general, no tiene por sentido ningún pensamiento, sino
únicamente una parte de alguno y, en consecuencia, no tiene por referencia ningún valor
veritativo. La razón consiste, o bien en que, en la subordinada, las palabras tienen su
referencia indirecta, de modo que la referencia, y no el sentido de la subordinada, es un
pensamiento, o bien en que la subordinada es incompleta debido a que hay en ella un
componente que sólo alude indeterminadamente, de modo que únicamente junto con la
principal puede expresarse un pensamiento, y entonces, sin perjuicio de la verdad del
todo, puede ser sustituida por otro enunciado del mismo valor veritativo, siempre y
cuando no existan impedimentos gramaticales (Frege, o.c)
Las razones por las que no siempre se puede sustituir una subordinada por otra del
mismo valor veritativo, sin perjuicio de la verdad de la estructura enunciativa entera
son:
1. Que la subordinada no se refiere a ningún valor veritativo, al expresar sólo una parte
de un pensamiento. Esto ocurre en la referencia indirecta de las palabras, o cuando una
parte del enunciado alude sólo indeterminadamente, en vez de ser un nombre propio
5. Teorías conceptualistas
Esta teoría ha sido propuesta por todos los que han combatido el psicologismo. La
objeción más corriente a la misma es que parece necesario admitir un universo
“platónico” de significados irreductibles a objetos o a procesos mentales (o, en general,
cognoscitivos). Algunos autores han declarado que no hay más remedio que aceptar tal
universo, cuando menos para algunas “entidades”, tales como las clases, pues de otra
suerte una expresión que designara una clase de objetos (existentes o no) no se referiría
a nada. La clase como tal no existe, pero “subsiste”. Por otro lado, ello obligaría a
sostener que si bien ciertas clases, como la de los cuadrados redondos, no tienen
miembros, subsiste un número infinito de tales cuadrados.
Esta teoría tiene la ventaja de que suprime de un plumazo las cuestiones relativas a la
referencia, a la naturaleza de los procesos mentales y a las entidades “platónicas”
llamadas “significados”. Tiene, por otro lado, el inconveniente de que puede acabar por
disolver todos los significados en usos lexicográficos, y éstos en situaciones lingüísticas
concretas y determinadas. Los defensores de la mencionada teoría no ignoran ese
inconveniente y sugieren, para evitarlo, la elaboración de una “lógica del
funcionamiento de las expresiones”. El problema es si semejante “lógica” requiere algo
más que una clasificación de usos, es decir, si requiere algún esquema conceptual no
derivado de los usos, pero mediante el cual se agrupen éstos.
6.1 Bloomfield
E®R
E1 ® r1, … e2 ® r2…, en ® R1
A la luz de este análisis, Morris formula de manera preliminar una definición de signo:
Si algo (A) rige la conducta de un organismo hacia un objetivo de forma similar (pero
no necesariamente idéntica) a como otra cosa (B) regiría esa misma conducta respecto
de aquel objetivo en una situación que fuera observada, en tal caso (A) es un signo
(Morris, o. c., ver bibliografía, p. 14)
Las palabras del mensaje, según esto, son signos porque rigen la conducta del hombre
en la obtención de un fin de antemano fijado -llegar a la ciudad que desea- de modo
análogo a como lo haría el estímulo del corrimiento de tierras. Toda conducta, en
consecuencia, controlada por los “signos” configura la llamada conducta semiótica.
Para que esta explicación pase de “preliminar” a “definitiva”, Morris elucida cuatro
conceptos implícitos en ella: el de estímulo preparatorio, el de disposición para la
respuesta, el de serie de respuestas y, por último, el de familias de conducta. En primer
lugar, cualquier estímulo que ejerza influjo sobre la respuesta a otro estímulo es
calificado de preparatorio. El “estímulo preparatorio”dispone a un organismo para
responder de cierto modo. Es decir, un organismo, condicionado por determinadas
circunstancias adicionales, produce una determinada reacción. Todo estímulo
preparatorio, pues, provoca una disposición para responder en un sentido preciso a
alguna otra cosa. De aquí derivan los conceptos de “serie de respuestas” y “familia de
conductas”. “Serie de respuestas” es cualquier serie de respuestas consecutivas, la
primera de las cuales tiene origen en un objeto-estímulo y la última acaba consiguiendo
el fin que motivó la serie de respuestas. A cualquier conjunto de serie de respuestas
corresponderá una “familia de conducta”.
Así, se puede interpretar un signo como la disposición que éste suscita en el oyente;
sureferencia o denotatum como el objeto al que tiende la acción a la que está dispuesto
el oyente, y susignificado como las condiciones de las cuales se puede decir que todo lo
que las cumple es una referencia del signo.
De modo similar a como acontece en los juegos, cuyo número no puede fijarse ni
permanecer constante a través del tiempo, los usos del lenguaje no se establecen de una
vez para siempre, sino que van apareciendo nuevas formas de los mismos mientras que
otras desaparecen o caen en “desuso”.
En una amplia clase de casos -aunque no en todos- en los que empleamos el término
significado puede éste definirse así: el significado de una palabra es el uso que de ella
se hace en el lenguaje […] la oración ha de ser vista como un instrumento, y su sentido
como su empleo(Investigaciones filosóficas, párrafo 421)
Fuera del uso un signo en sí está muerto. El signo vive únicamente en el uso… El uso es
como su respiración (o. c., párrafo 432)
Lo que yo doy es una morfología del uso en una expresión. Muestro que tiene tipos de
usos en los que ni por asomo habíais pensado. En filosofía uno se siente forzado a mirar
un concepto de modo determinado. Lo que hago es sugerir, o incluso inventar otros
modos de mirarlo. Sugiero posibilidades en las que no habíais pensado previamente.
Creíais que había una posibilidad o a lo sumo únicamente dos. Pero os hice pensar en
otras. Es más, os hice ver que era absurdo confiar que el concepto se conformara a
posibilidades tan estrechas. De este modo vuestro calambre mental desaparece y quedáis
libres para inspeccionar el campo de uso de la expresión y para describir los diferentes
tipos de uso de ella (Norman Malcolm, “Recuerdo de Wittgenstein”, en Las filosofías de
L. Wittgenstein, p. 59)
Con esta postura, desmantelado el atomismo lógico e invalidado el ideal del “lenguaje
perfecto”, se descarta igualmente cualquier teoría denotacionista o referencial del
significado. El “uso” tiene prioridad sobre el nombrar, denotar o definir. Y, por
consiguiente, no tiene objeto defender esencialismo o univocismo lingüístico alguno.
En un juego son imprescindibles las reglas, en conformidad con las cuales se hace uso
de las piezas. De forma similar, en los innumerables juegos que constituyen el lenguaje,
el uso de las palabras -piezas del juego- viene también regido por reglas. Una misma
palabra, una misma oración, en contextos diferentes, puede cobrar significados diversos
según sean las reglas que norman su “uso correcto” en tales circunstancias. Las reglas,
por ello, ayudan a aprender a jugar un juego determinado, y su aprendizaje se realiza
mediante la repetición de ejemplos. La obediencia a una regla es una práctica o
costumbre que se adquiere, no algo que se derive de un único hombre o que se dé de
una vez para siempre. Las reglas, por tanto, marcan, por un lado, la uniformidad y, por
otro, la diversidad de conductas, de “uso”, en razón de cada juego lingüístico diferente.
Existen tres clases de usos lingüísticos. El uso cotidiano es un uso normal de las
palabras,, cuya normalidad viene dada por el contexto o “juego” dentro del que se
utilizan. Así, en un contexto cotidiano no se acostumbra a designar al agua mediante su
fórmula H2O. Y, sin embargo, esto resulta normal en un lenguaje “científico”.
Tendríamos, entonces, que el lenguaje cotidiano se nos revelaría como una suerte de
paradigma o modelo al cual se habría de acudir siempre para explicar los demás tipos de
lenguaje. Y, según el cual, serían solventados todos los problemas filosóficos.
Otra posible acepción del término uso, en segundo lugar, se determina en razón de su
validez. Esta resulta posible sólo si se fijan los criterios o reglas en virtud de las cuales
las palabras y oraciones valen para ser utilizadas en un “juego lingüístico” y no valen
para ser utilizadas en otro. Por este motivo, en tercer lugar, este uso válido se halla
íntimamente unido al regulado o normado. El lenguaje, en este caso, goza de
significado por someterse a ciertas normas o reglas.
Decir esta combinación de palabras carece de sentido es tanto como excluir de la esfera
del lenguaje a dicha combinación y poner límites al dominio del lenguaje. Pueden, sin
embargo, trazarse límites por distintos tipos de razones. Si rodeo un área con una verja,
una línea o alguna otra manera, puedo hacerlo con el propósito de evitar que alguien
entre o salga; pero también puede tratarse de un juego, cuyos jugadores deben saltar por
encima del límite; o puede mostrar dónde termina la propiedad de un hombre y dónde
comienza la de otro, y así sucesivamente. Por tanto, trazando una línea divisoria no digo
para qué la trazo (o. c., párrafo 499)
6.4.1 Austin
Austin sostiene que los filósofos han supuesto erróneamente que la única ocupación
interesante de una emisión lingüística es registrar un hecho o describir una situación con
verdad o falsedad. Suponer esto es cometer la falacia descriptiva. Un ejemplo de ella es
suponer que ‘Yo sé’ es una frase descriptiva. Uno de los aspectos notables de la
semántica de esta expresión es que se comporta de una manera similar a ‘Yo prometo’.
Podemos decir ‘Espero hacer A, pero puede que no lo haga’, pero sería de algún modo
contradictorio o paradójico decir ‘Prometo hacer A, pero puede que no lo haga’.
Paralelamente, aunque podemos decir ‘Creo que p, pero puede que esté equivocado’,
sería paradójico decir ‘Sé que p, pero puede que esté equivocado’. Este paralelo entre
‘prometo’ y ‘sé’ condujo a Austin a tratar ‘Yo sé’ como una expresión realizativa, una
cuya emisión en las circunstancias apropiadas no consiste en describir la acción que
estamos realizando o el estado mental en que estamos sino realizar esa acción.
Según Austin, hay un tipo de emisiones que parecen enunciados, que no son carentes de
sentido y que, sin embargo, no son verdaderas o falsas como, por ejemplo, ‘Sí quiero
(dicho en el transcurso de una ceremonia nupcial)’. A las oraciones de esta clase, y a las
emisiones llevadas a cabo por medio de ellas, Austin las denominó realizativos y las
contrastó con enunciados, descripciones, informes o, en general, constatativos. Las
emisiones realizativas tienen, al parecer, dos rasgos característicos:
Entender estas emisiones como registros, verdaderos o falsos, de un acto mental interno
es cometer forma de la falacia descriptiva.
(A1) Debe haber un procedimiento convencional aceptado que tenga un cierto efecto
convencional
(A2) Las personas y circunstancias deben ser apropiadas para la invocación del
procedimiento
(B2) completamente.
Hay una importante distinción entre las condiciones A y B, por un lado, y las
condiciones G por el otro. Si se incumple alguna de las condiciones A-B, el acto
intentado es nulo y sin efecto, no se realiza. Austin habla en estos casos de fallos o
desaciertos (Por ejemplo, cuando en el acto de bautizo de un barco, un borracho le quita
la botella a la persona encargada de bautizarlo y dice “Bautizo este barco con el nombre
de Sadam Hussein’ y, a continuación, rompe la botella). Pero si se incumple algunas de
las condiciones G, el acto se logra, aunque se trate de un acto pretendido pero hueco.
Austin denomina a esto último abusos de procedimiento (por ejemplo, cuando digo
‘Prometo hacer A’, pero no tengo intención de cumplir mi promesa).
¿Qué criterios podemos utilizar para clasificar una emisión como realizativa? No es
posible un criterio gramatical claro para distinguir emisiones realizativas. Lo que cabe
esperar como máximo es que toda emisión realizativa sea reducible a una emisión
realizativa explícita y luego, con la ayuda de un diccionario, podamos hacer una lista de
los tipos de verbos realizativos.
(a) Los constatativos pueden estar aquejados también de infortunios. Así, cuando
alguien dice ‘Todos los hijos de Juan son calvos’, pero Juan no tiene hijos. Aquí
tenemos, según Austin, un caso de presuposición: cuando el enunciado presupuesto es
falso, el enunciado presuponiente no es ni verdadero ni falso sino nulo por falta de
referencia, hay una presuposición de existencia cuyo incumplimiento convierte el acto
en nulo y sin efecto. Nos encontramos con un fallo.
(c) Enunciar algo es, después de todo, realizar un acto de habla. Lo es justamente igual
que dar una orden o hacer una advertencia. ‘Enuncio que’ o ‘afirmo que’ son frases
realizativas en la forma normal del realizativo explícito. Al igual que al decir ‘Prometo
devolverte el libro’ hago una promesa, al decir ‘Afirmo que hoy es lunes’ hago un
enunciado.
(A) Acto locucionario: la emisión de una oración con cierto significado. Estos actos, a
su vez, se pueden subdividir en tres:
(A.a) acto fonético: el acto de emitir ciertos sonidos; se trata del aspecto del acto de
habla que estudian la fonética y la fonología, haciendo abstracción de todos los demás;
(A.b) acto fáctico: el acto de emitir ciertas palabras en cierta construcción; es el aspecto
que estudia la sintaxis -incluyendo en ella a la morfología- haciendo abstracción de
otros aspectos.
(A.c) acto rético: el acto de emitir esas palabras con un cierto significado, que Austin
identifica con un cierto sentido y una cierta referencia; es el aspecto que había venido
estudiando la semántica.
A la base de esta tipología hay dos distinciones: (a) la distinción entre significado
locucionario yfuerza ilocucionaria y (b) la distinción entre ilocución y perlocución.
Un problema que se plantea es que, una vez que caracterizamos el acto perlocucionario
como el de producir ciertos efectos o consecuencias por el hecho de decir algo,
advertimos que también los actos ilocucionarios tienen efectos o consecuencias
acoplados. Estos son de tres tipos:
1. Asegurar la captación. Por ejemplo, se debe lograr un efecto en la audiencia para que
el acto de avisar sea llevado a cabo. Si la audiencia no oye lo que digo o no entiende el
significado y la fuerza de la locución, no podemos decir que yo haya avisado.
3. Invitar a respuestas o secuelas por convención. Por ejemplo, preguntar ¿’Sí o no?’ o
hacer una oferta invitan a una respuesta por parte del interlocutor.
del primero puede… decirse que es convencional, en el sentido de que al menos podría
hacérselo explícito mediante la fórmula realizativa; pero el último no podría serlo. Así
podemos decir ‘Arguyo que’ o ‘Te advierto que’ pero no podemos decir ‘Te convenzo
de que’ o ‘Te alarmo que’ (Cómo hacer cosas con palabras, Buenos Aires, Paidós,
1971, p. 103)
6.4.2 Searle
Searle parte del supuesto de que la unidad mínima de comunicación es el acto de habla
del tipo que Austin denominó acto ilocucionario. Un acto ilocucionario se realiza a
través de un acto emisivo, el acto de emitir ciertas expresiones. Pero el acto emisivo no
tienen por qué coincidir con el acto ilocucionario. Por ejemplo, mediante dos emisiones
diferentes como ‘Llueve’ y ‘It’s rainging‘ se puede realizar el mismo acto ilocucionario.
Cada fuerza ilocucionaria puede ser dividida, según Searle, en un número preciso
decomponentes que podemos reducir a seis. Esos componentes constituyen condiciones
de éxito y de satisfacción de todos los actos de habla con esa fuerza. Los componentes
son:
iii. El objetivo directivo, que consiste en tratar de hacer que el oyente lleve a cabo un
curso de acción futuro representado por el contenido proposicional;
iv. El objetivo declarativo, que consiste en producir el estado de cosas representado por
el contenido proposicional en virtud de la realización con éxito del acto de habla por
parte del hablante;
· En las declaraciones o declarativos hay una doble dirección de ajuste. Al lograr éxito
en el ajuste, el mundo se transforma para ajustarse al contenido proposicional, el cual
representa el mundo como siendo alterado de ese modo. Tanto los actos de nombrar,
como los de suscribir y nominar comparten esta doble dirección de ajuste.
· Las emisiones con el objetivo ilocucionario expresivo tienen dirección de ajuste nula o
vacía. No se plantea la cuestión de lograr éxito en el ajuste entre el contenido
proposicional y el mundo. Se presupone que su contenido proposicional es verdadero.
Así, los actos de felicitar, agradecer y condolerse.
Searle afirma que hay sólo cinco fuerzas ilocucionarias primitivas o máximamente
simples. Cada una de ellas tiene uno de los cinco objetivos ilocucionarios, carece de
modo de logro de ese objetivo ilocucionario, su grado de fuerza es neutral y tiene las
condiciones de contenido proposicional, preparatorias y de sinceridad que son
determinadas por su objetivo ilocucionario. Hay además fuerzas ilocucionarias
derivadas de esas cinco primitivas mediante la adición de nuevos componentes
especiales o el aumento o la disminución del grado de fuerza. Las fuerzas
ilocucionarias primitivas son:
6.5 Quine
Quine combate la concepción agustiniana del lenguaje, a la que denomina “mito del
museo”, según la cual los significados podrían imaginarse dispuestos en un museo,
exhibidos con las palabras que los expresan por etiquetas. Esta concepción es vista por
Quine como una falsedad que nos es fácil, y hasta quizás psicológicamente
reconfortante, dar en creer.
Quine critica también la concepción mentalista del lenguaje defendida por el primer
Locke y Wittgenstein. La concepción mentalista del significado no sólo alimenta la
creencia en la existencia de una distinción cualitativa entre verdades analíticas y
verdades sintéticas; alimenta también la creencia en una “división de tareas” entre el
filósofo y el científico. Una cosa es el examen de su verdad o falsedad; otra el examen
del contenido de nuestros enunciados. La segunda, la tarea analítica, es la del filósofo;
la primera, la tarea empírica, la del científico. En un sentido trivial, la segunda es más
importante que la primera: sin saber qué dicen nuestros enunciados, mal podemos
empezar a averiguar su verdad. Pero hay un sentido más importante en el que la
concepción mentalista del significado sitúa la tarea del filósofo en un lugar privilegiado.
Este sentido es epistemológico, y se pone claramente de manifiesto en el dogma
fundacionista del empirismo tradicional. Indicando cuál es el contenido de un
enunciado, el filósofo lo reduce a una afirmación explícita sobre la experiencia sensible,
y con ello pone de manifiesto cuál es el fundamento empírico para su verdad.
Quine se refiere a esta segunda creencia alimentada por la concepción mentalista de los
significados como la creencia en una “filosofía primera”: un saber independiente de la
experiencia y previo a la experiencia; un saber que puede descubrirse y enunciarse
tranquilamente sentados en un sillón, sin hacer ningún tipo de indagación empírica, en
especial sin formular ninguna afirmación de hecho. La lógica, tal y como se concibe en
el Tractatus, es una tal “filosofía primera”. Por lo demás, esta segunda creencia está
estrechamente emparentada con la primera (la creencia en una distinción cualitativa
entre analítico y sintético), pues una “filosofía primera”, esa enunciación de un saber
“sublime”, no empírico y condición de posibilidad de lo empírico, sería precisamente la
enunciación de las verdades analíticas.
Quine propone abandonar las dos creencias alimentadas por la concepción mentalista (el
dogma reductivista, y el dogma de la distinción analítico/sintético). A defender esta
propuesta está dedicado “Dos dogmas del empirismo”. A continuación propone:
aceptemos, siquiera sea como hipótesis, la tesis de la no existencia de una distinción
cualitativa entre enunciados analíticos y sintéticos, lo que explicaría el fracaso de los
intentos definitorios de los partidarios de la distinción, y examinemos sus
consecuencias; al examinarlas encontraremos razones para creer nuestra hipótesis.
Estudiar esta cuestión preguntándose por la traducción entre lenguas para las que ya
existen manuales de traducción no va a llevarnos muy lejos; por otro lado, la
familiaridad con esas otras lenguas puede hacer que los prejuicios mentalistas
distorsionen nuestras conclusiones. Por ello, Quine propone un experimento mental:
imaginar que nos encontramos en una situación de traducción radical. Se trata de
construir un manual de traducción para una lengua para la que no se posee ninguno.
Incluso aquellos que no han adoptado el conductismo como filosofía está obligados a
guiarse por el método conductista en ciertas prácticas científicas; y la teoría lingüística
es una práctica tal. Un científico del lenguaje es, por el hecho de serlo, un conductista ex
officio. Cualquiera que eventualmente resulte ser la mejor teoría de los mecanismos
internos del lenguaje, debe conformarse al carácter conductual del aprendizaje
lingüístico, a la dependencia de la conducta lingüística respecto de la observación de la
conducta lingüística. Un lenguaje se adquiere mediante la emulación social y mediante
la información obtenida de la reacción social a la propia conducta, y estos controles
ignoran cualquier idiosincrasia en las imágenes o en las asociaciones del individuo que
no tengan manifestación en su conducta. Las mentes son indiferentes para el lenguaje en
la medida en que son conductualmente inescrutables (“Philosophical Progress in
Language Theory”,Metaphilosophy, 1, 1970, 1-19, p. 5).
[…] mantengo que el enfoque conductista es obligatorio. En psicología uno puede o no
ser conductista, pero en lingüística no hay elección. Cada uno de nosotros aprende su
lengua mediante la observación de la conducta lingüística de otra gente y mediante el
refuerzo o la corrección que los otros hacen de nuestra balbuciente conducta lingüística
cuando la observan. Dependemos estrictamente de la conducta manifiesta en situaciones
observables. En la medida en que nuestro dominio del lenguaje se ajusta a todos los
puntos externos de control, donde nuestra proferencia o nuestra reacción a la
proferencia de otro puede ser evaluada a la luz de alguna situación compartida, en esa
medida todo está bien. Nuestra vida mental entre los puntos de control es irrelevante
con respecto a la calificación de nuestro dominio del lenguaje. No hay nada en el
significado lingüístico más allá de lo que puede colegirse de la conducta manifiesta en
circunstancias observables (Pursuit of Truth, Cambridge, Mass., Harvard U.P., 1990,
pp. 37-38)
El significado de una expresión será aquello en virtud de lo cual una expresión de otra
lengua es una buena traducción de la primera a esa otra lengua.
· Oración eterna: tiene a la clase vacía como uno de los miembros de su significado
estimulativo (el que representa el significado estimulativo positivo o el que representa el
significado estimulativo negativo). Ejemplo: “Llueve o no llueve”.
Quine define las oraciones observacionales como aquellas oraciones ocasionales para
las que es plausible, siquiera en principio, considerar el significado estimulativo como
“el significado”. Quine las caracteriza del siguiente modo: las oraciones observacionales
son aquellas para las que:
Ahora bien, las hipótesis científicas están infradeterminadas por los datos empíricos.
Diferentes hipótesis son compatibles con los datos empíricos recogidos; desde una
perspectiva realista, cabe pensar que diferentes hipótesis sobre los últimos reductos no
observables del mundo físico son compatibles con la totalidad de los datos empíricos
disponibles, con los hechos recogidos y con los que podrían ser recogidos. Por tanto, es
posible que una hipótesis, por muy bien elaborada que esté, resulte ser falsa. Lo mismo
ocurre con la hipótesis que elabora el lingüista sobre la traducción de oraciones
observacionales. Podría ocurrir que el lingüista haya decidido que la oración
observacional del lenguaje nativo “Gavagai” tiene el mismo significado estimulativo
que la oración observacional del castellano “aquí hay un conejo”; que esta hipótesis esté
muy bien corroborada y, sin embargo, que la hipótesis sea incorrecta.
Cabría esperar que la elección entre diferentes sistemas de hipótesis nos permita
discernir cuándo los nativos hablan de conejos y cuándo hablan de sus partes, pues las
oraciones castellanas “hay un conejo aquí” y “hay una parte (propia) no separada de
conejo aquí” no tienen el mismo significado estimulativo.
¿Cómo se comprueban, empíricamente, las hipótesis analíticas? Según Quine hay cuatro
modos distintos:
2. En el caso de las constantes lógicas hay un método más directo: la regla conductual
de la negación consiste en asentir a ella cuando y sólo cuando se disiente de la oración
negada. Con respecto a la conjunción, se asiente a ella cuando y sólo cuando se asiente a
las dos oraciones conjuntadas. Con respecto a la disyunción se asiente a ella, cuando se
disiente a la negación de las dos oraciones conjuntas (A Ú B «¬(¬A Ù ¬B)). Con
respecto a la implicación se asiente a ella cuando y sólo cuando se disiente a la
conjunción de la primera y la negación de la segunda (A ® B) « ¬(A Ù ¬B)). Quine
denomina “criterios semánticos” a estas reglas conductuales para la traducción de las
constantes lógicas proposicionales.
Estos cuatro criterios ponen, en realidad, de relieve cuatro hechos sobre las
disposiciones lingüísticas constitutivos de ese “aquello en virtud de lo cual” una
expresión de otra lengua es una buena traducción de la primera a esa otra lengua; estos
cuatro hechos son: a) el significado estimulativo de las oraciones observacionales; b) los
“criterios semánticos” para las constantes lógicas proposicionales; c) la analiticidad
estimulativa; y d) la sinonimia estimulativa intrasubjetiva. La indeterminación de la
traducción radical (es decir, la indeterminación de la semántica, o de los significados)
consiste en que estos hechos permiten establecer identidades y diferencias de
significado entre oraciones con mucha menor precisión de lo que intuitivamente
pensamos, pues estos criterios (los únicos que, según Quine, es razonable aceptar) sólo
proporcionan un criterio holista de identidad de significado.
El que la referencia de los términos de la lengua nativa sea inescrutable consiste en que
los criterios naturalistas de aceptabilidad para traducciones no nos permiten determinar
su referencia; no nos permiten determinar si se refiere a un conejo particular, o a un
conjunto de estadios de conejos, o a un conjunto de partes no separadas de conejo, etc.
Esto equivale según Quine a que la ontología supuesta por una lengua es relativa a qué
manual de traducción se escoja. Según como traduzcamos a los nativos, podemos
atribuirles nuestra familiar ontología de objetos de tamaño medio que duran unos años
en el tiempo, pero podemos también atribuirles ontologías extrañas, habitadas sólo por
fugaces estadios de nuestros más familiares conejos, etc.
El intérprete radical cuenta sólo con la observación de la conducta del sujeto y del
entorno en el cual se desarrolla. El intérprete radical ha de suponer, sin embargo, que es
capaz de detectar en el sujeto una actitud básica, a saber, la de tener por verdadera una
emisión. Esta actitud básica corresponde a la noción de creencia. Esta noción, junto con
la noción de verdad, constituyen el bagaje de conceptos semánticos del intérprete.
Aunque se trata de conceptos semánticos, no vician el proceso de la interpretación, ya
que no presuponen que el intérprete conozca ya las creencias del sujeto ni el significado
de sus emisiones.
En cuanto a la verdad, Davidson la considera como una noción primitiva, una noción
trascendentalmente clara, no susceptible de ser definida en términos de otras nociones
más claras que ella misma. Entendemos mejor la noción de verdad que cualquier otra
noción semántica como la de significado, referencia o traducción. Es posible, en
cambio, construir estas otras nociones sobre la noción de verdad.
La tarea del intérprete radical consiste en elaborar una teoría de la verdad acerca de las
emisiones que pretende interpretar, es decir, cuyo significado pretende conocer. Esta
teoría debe dar como resultado teoremas que expresen, para cada oración que se
interpreta, las condiciones en que esa oración es verdadera. Formalmente, los teoremas
en cuestión son enunciados bicondicionales. Así, por ejemplo, si el sujeto a interpretar
habla inglés y el intérprete radical habla castellano, la oración del primero “snow is
white” estará interpretada mediante una teoría, uno de cuyos teoremas es un
bicondicional como el siguiente:
“Snow is white”, emitida por el sujeto, es verdadera si, y sólo si, la nieve es blanca
Que la nieve sea blanca es la condición de verdad de la oración “snow is white”, y el
conocimiento de esta condición nos permite entender la oración en cuestión. Ahora
bien, pensemos que el siguiente bicondicional es igualmente verdadero:
“Snow is white”, emitida por el sujeto, es verdadera si, y sólo si, la hierba es verde.
La justificación de estos supuestos reside, para Davidson, en que sin ellos no sería
posible la interpretación. Y si aceptamos que la interpretación es un hecho, es decir, que
en muchos casos entendemos las emisiones lingüísticas de los demás, habremos de
aceptar que los supuestos de los que depende son verdaderos. La argumentación
davidsoniana parece tener, pues, estructura trascendental (en el sentido kantiano): se
remonta desde un hecho (la interpretación y la comunicación intersubjetiva) hacia sus
condiciones de posibilidad.
Grice comienza con la sugerencia de que un hablante significa no naturalmente algo por
medio de una emisión x si el hablante pretende inducir una creencia en una cierta
audiencia y que especificar cuál era la creencia sería decir lo que significa no
naturalmente x. Pero inmediatamente advierte que no basta con que el hablante tenga
esa intención primaria:
Lo que el caso del pañuelo deja fuera es la comunicación entre el emisor (el referente de
ese ‘yo’) y la audiencia (el detective).
Se necesita, por tanto, añadir una condición ulterior: el emisor debe haber pretendido
que la audiencia reconociese la intención primaria que hay tras su emisión, esto es, la
intención de inducir en ella una creencia. Es decir, tenemos que añadir a la intención
primaria una intención de segundo orden que tiene dentro de su alcance la intención
primaria.
A [el emisor] debe pretender inducir con x una creencia en una audienciay, también
debe pretender que se reconozca esa intención de su emisión. Pero esas intenciones no
son independientes; A pretende que el reconocimiento desempeñe su parte en la
inducción de la creencia, y si no lo hace así algo habrá ido mal en el cumplimiento de
las intenciones de A […]. Brevemente, quizá, podemos decir ‘A significó no
naturalmente algo conx‘ es más o menos equivalente a ‘A emitió x con la intención de
inducir una creencia por medio del reconocimiento de esa intención’ (Grice, “Meaning”,
Philosophical Review, 67 (1957)
(i3) que el reconocimiento por parte de A de la intención (i1) funcione como al menos
parte de la razón de A para su respuesta r.
Grice se pregunta: ¿en qué consiste o de dónde proviene el exceso comunicativo que
circunda e invade la situación conversacional? La respuesta consiste en que se trata de
la múltiple combinación de convención y contexto: bastará, por tanto, con examinar
sistemáticamente las formas en las cuales ciertas convenciones actúan en el interior de
contextos determinados para dar cuenta del “superávit” de significado conversacional.
Por principio, se pueden violar una o dos máximas: esto no implica necesariamente la
ruptura de la cooperación, aunque puede crear un tipo de cooperación ulterior y unos
efectos comunicativos indirectos. La niñera, en el ejemplo anterior, viola un par de
máximas conversacionales aunque, incluso en esas circunstancias o gracias a esto,
consigue ser comunicativa, consigue “cooperar” de una forma particularmente
adecuada. Grice calificó esta parte implícita de la conversación como “implicatura
conversacional”, y concibió el análisis como un trabajo de deducción de las implicaturas
realizado a partir del significado convencional de las expresiones en los contextos
“normales”, añadiéndoles la consideración de los distintos contextos y de las distintas
posibles violaciones (intencionales o no) de las reglas conversacionales.
7. Bibliografía