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El mal es un intruso en la perfecta creación de Dios.

Utilizamos el término caído para describir la situación de


la humanidad después de usar su libertad de elección
para hacer el mal, y usamos el término pecado para
expresar el estado de los seres humanos, que están
separados de Dios. Podemos luchar contra las
consecuencias de esta situación, pero escapar de ellas
no es una opción.

La tragedia nos golpea inesperadamente. Un accidente. Un ataque


terrorista. Un terremoto. Una terrible enfermedad. Cuando lo
inesperado y lo doloroso nos golpea, nuestra inmediata reacción es
preguntar: ¿por qué?

LAS GRANDES TEORÍAS


Ante el problema del mal, los seres humanos han intentado elaborar
diversas explicaciones a lo largo de la historia. Aquí están las más
características.

 El mal no existe. Aunque el mal parece omnipresente, algunos


creen que realmente no existe. Para el filósofo Spinoza, y para
amplias secciones de la espiritualidad oriental, el mal es una
ilusión. Desde esta perspectiva optimista de la vida, deducimos
que existe el mal porque no podemos entender el universo en su
totalidad. “El mal es simplemente un error de perspectiva que
proviene de nuestra finitud y de nuestra limitada visión de las
cosas”.1 Así, el hombre sabio ve más allá de la realidad
inmediata y entiende que lo que llamamos “mal” forma parte del
orden del mundo. “Todo lo que existe es bueno”.2

Como es evidente que ignoramos mucho, en la lógica de esa


reflexión, nos preguntamos si existe el frío. Claro. Todos hemos
sentido frío alguna vez. Y sin embargo, según las leyes de la
física, el frío no existe realmente. Lo que consideramos frío no
es más que un estado producido por la ausencia de calor en un
determinado objeto o lugar. El calor sí que es una realidad
mensurable, resultante de la transmisión de la energía. Hemos
acuñado la palabra “frío” para expresar los diversos grados de
falta de energía. Lo mismo podemos decir de la oscuridad, que
tampoco existe en sí. Llamamos “oscuridad” a la ausencia de
luz. Por eso podemos estudiar la luz, la podemos medir y
descomponer en colores, pero no podemos analizar la
oscuridad, ya que es poco más que una palabra, un término
reservado para describir lo que ocurre cuando falta luz. Del
mismo modo, decimos que el mal existe porque vemos en torno
nuestro, innumerables formas de injusticia, violencia y dolor.
Pero en realidad, al igual que el frío y la oscuridad, el mal
tampoco tiene existencia objetiva. En realidad “mal” es el
nombre que hemos inventado para describir la ausencia de bien.

 El mal es positivo. Otros argumentan, desde una perspectiva


dialéctica paralela, que el mal existe, pero que solo en
apariencia constituye una realidad negativa, ya que está al
servicio del bien. Lo que en un momento dado nos parece malo,
siempre es, a la larga, útil y necesario, aunque nosotros no lo
entendamos. El tomismo explica el mal por su utilidad, dentro de
un proyecto divino global, en el que hasta el pecado resulta ser
una felix culpa (feliz culpa), porque ha permitido el plan de la
salvación que incluye la obra del redentor. Dios utiliza el mal en
aras de un bien mayor.3

Interpretando la realidad desde una perspectiva hegeliana,


evolucionista o marxista, muchos defienden que el mal,
subproducto inevitable de la lucha por la vida –desde la ley de la
jungla a la lucha de clases–, con el triunfo de los más fuertes y
hábiles sobre los demás, a pesar de los problemas colaterales
que conlleva, es a fin de cuentas una realidad positiva que hace
avanzar a la humanidad hacia estadios de desarrollo superiores
y más justos. Por eso, argumentan, bien y mal son conceptos
relativos y ambiguos. Lo que nos parece malo puede no ser más
que una etapa hacia algo mejor. El mal es necesario al progreso
de la historia.

 El mal es inevitable. Para otros, en fin, el mal es una


consecuencia resultante de la libertad. Desde una perspectiva
meramente humana, si analizamos las causas directas de
nuestras desgracias, encontramos que la mayoría vienen de la
violación de las leyes naturales o de nuestras flagrantes
agresiones. Al actuar libremente, todos podemos dañarnos a
nosotros mismos y unos a otros. La falta de respeto a los
demás, bajo la forma de mil y una injusticias, acarrea miseria,
desigualdad económica, opresión social y política... Para el
creyente, si Dios respeta la libertad de sus criaturas no tiene
más remedio que dejar abierta la opción de que estas actúen en
contra de su bien. Nuestro libre albedrío es “el abismo que Dios
no domina”.4 Crear seres libres es correr el riesgo de que estos
actúen mal.5

Está a la vista que la mayor parte del sufrimiento nos lo


causamos nosotros, con nuestro egoísmo, nuestra ignorancia,
nuestra codicia o nuestro odio. Pero también es cierto que,
aunque la mayoría de nuestras desgracias resultan más o
menos directamente de nuestros actos, existen otras formas de
sufrimiento que no son tan fácilmente explicables. Nuestra
inteligencia se empeña en explicarlo todo, incluso el enigma del
mal. Pero nuestros esfuerzos fracasan. Todas nuestras teorías
sobre el origen del mal se estrellan contra escollos lógicos y
zonas de sombra, como si el mal fuese en última instancia
inexplicable. Todo este dolor injusto es un escándalo, que nos
deja perplejos al intentar entenderlo, porque siempre queda algo
que escapa a nuestra capacidad de análisis. Esa “dimensión
inexplicada” del mal que nos rodea constituye un misterio ante el
que no podemos ni callar ni pronunciarnos a la ligera, porque
intuimos que en ella, además de lo humano, hay mucho de
inhumano, y quizá también algo de sobrehumano.

 Un universo imparcial. Si existe un ser superior responsable


del orden del universo, debería ser infinitamente justo y por
consiguiente responsable de que haya alguna relación entre lo
que hacemos y lo que nos sucede. Si todo lo que ocurre en el
mundo es por voluntad divina –se argumenta–, el sufrimiento
debe formar parte de ese plan y, por consiguiente, lo más
razonable no sería luchar contra él sino soportarlo estoicamente,
sin quejarse ni rebelarse contra el destino. Así, la molesta
tensión entre la bondad divina y el sufrimiento humano tendría
explicación, y se resolvería a la larga dentro de un plan
universal. En esa perspectiva el consuelo ante el dolor se
debería buscar en la sumisión a los acontecimientos, ya que
todo resultaría ser fruto de la voluntad divina. ¿Incluido el
sufrimiento de los inocentes…?

Antes de pronunciarnos a favor o en contra de alguna de estas tesis,


tenemos que convenir que el mundo en que vivimos está regido por
leyes naturales, inevitables e imparciales, que nos afectan a todos,
buenos, malos y regulares. Si me caigo en un precipicio la ley de la
gravedad acelera mi caída, aunque sea un creyente intachable y me
haya caído por accidente. Si mi vecino se embriaga tras pelearse con
su mujer, el alcohol afectará a su capacidad de reacción, aunque él no
lo quiera. Si se pone al volante en ese estado y pierde el control de su
vehículo, puede estrellarse o atropellar a alguien.

Lo propio de las leyes naturales es que son universales: funcionan del


mismo modo para todos. Es evidente que lo que ocurre en el mundo
depende a la vez del funcionamiento normal de esas leyes y de
nuestra transgresión de las reglas elementales de convivencia, o de lo
que se ha dado en llamar normas morales. Sea por ignorancia,
torpeza o maldad, todos cometemos errores y causamos algún tipo de
daño, queriendo o sin querer... A veces sufrimos por nuestras propias
faltas, y a veces por culpa de los demás. ¿Sería posible un universo
en que las leyes naturales actuasen según la moralidad del que las
desafía? ¿Sería concebible –o preferible– que los actos de un agresor
contra su víctima no tuviesen ninguna consecuencia en caso de que
esta fuese inocente?

Dicho desde una perspectiva creyente, dada la libertad humana,


¿debería la providencia divina intervenir para evitar las consecuencias
negativas de nuestros actos? ¿A qué nivel? Tomemos un ejemplo
concreto. Un niño se ensucia la camisa durante el desayuno. La
madre le obliga a cambiarse para ir al colegio. El niño sale con prisa
de casa para no llegar tarde y corre al encuentro del autobús escolar.
Su conductor se distrae mirando a una chica que cruza la calle en
minifalda… y atropella al niño. ¿De quién es la culpa? ¿Del niño, que
debería haber evitado mancharse? ¿De la madre por obligarlo a
cambiarse? ¿Del chófer por distraerse? ¿O de la chica por vestirse
así?

¿A qué nivel desearíamos que hubiese intervenido Dios para evitar el


accidente? ¿Ayudando al niño a comer sin mancharse? ¿Quitándole a
la madre su obsesión por la limpieza? ¿Frenando el autobús escolar
en lugar del conductor? ¿Impidiendo a la chica que se pusiese esa
falda? Si el Ser Supremo interviniese en cualquiera de estos niveles
no estaría respetando nuestra libertad. Y “sin libertad el mundo no
sería más que un mecanismo”.6

EL PRECIO DE LA LIBERTAD
La película Todopoderoso (Bruce Almighty, en inglés) describe la
historia de un joven desesperado que, debido a sus muchos fracasos
en la vida, desea resolver sus problemas teniendo poderes divinos. El
Todopoderoso le permite tener tales poderes durante unos días. Pero
los resultados son peores que antes. El joven descubre que hay cosas
que ni Dios mismo puede hacer, porque esas son las reglas del juego
para nuestro universo: la voluntad de las personas no puede ser
quebrantada, ni la gente puede ser obligada a amar. Esta parábola
moderna nos ayuda a entender lo que sucede con el mal. La libertad
ejercida fuera del amor, es decir, fuera del plan divino, daña nuestras
relaciones, creando injusticia, sufrimiento y dolor.7

Si Dios es Padre de todos, y quiere nuestro bien, pero nos ha hecho


libres, es normal que nos deje actuar libremente, por mucho que le
duela y por mucho que nos duela a nosotros. Sin libertad, no podemos
hablar de amor, ya que el verdadero amor no puede ser forzado.8

Podría darnos la impresión de que al Creador “se le ha escapado este


mundo de las manos” en el sentido de que no lo gobierna plenamente.
No porque no pueda, sino por respeto a la libertad de sus criaturas.
Creados a su imagen y dotados de inteligencia suficiente, somos
capaces de cuidar este mundo y llevarlo por buen camino. Pero
también de destruirlo y de destruirnos nosotros. Cuando obramos de
modo insensato, nuestra libertad coarta la suya. Porque, por decirlo de
alguna manera, ante nuestra libertad Dios “renuncia a ser
omnipotente” aunque sea de modo temporal. Por eso él tiene poco
que ver con nuestras desgracias. Quizá en teoría pudiera ahorrarnos
el sufrimiento, pero no lo hace por respeto a nuestras decisiones. Su
omnipotencia se manifiesta en su capacidad de proveer un espacio
para el ejercicio de nuestra libertad.

Algunos se preguntan por qué el Creador no nos puso en una tierra de


Jauja en la que fuese imposible sufrir, en la que no hubiese otra
alternativa que hacer la voluntad divina sin pensar o sin querer.
Viviríamos sin responsabilidades y sin sufrimiento. Pero nos
preguntamos si esa situación sería más deseable, puesto que se
trataría de una existencia sin libertad, y por consiguiente, sin
conciencia y sin amor. Si hay libertad, existe la posibilidad de que
tomemos decisiones equivocadas, y actuemos en contra de nuestro
propio bien o del bien de nuestros semejantes, con lo que aparece el
riesgo de sufrir y de hacer sufrir. Sin embargo, parecería que un
mundo con libertad, y por consiguiente, con riesgos de sufrimiento, es
preferible a una existencia sin ella.9

UN GRAN CONFLICTO CÓSMICO


La Biblia coloca el enigma del mal en el contexto de un gran conflicto
cósmico entre el bien y el mal. El conflicto comenzó con Lucifer, jefe
de los ángeles, quien dirigió una rebelión en el cielo contra el Dios
Creador (Isaías 14:12-15, Apocalipsis 12:7-9). Dios podría haber
destruido a Satanás y a sus seguidores instantáneamente, pero el
resto de los seres inteligentes del universo habrían puesto en duda su
amor y le habrían obedecido por temor y no por amor. Fue en esta
rebelión de Satanás que el pecado tuvo su origen. Satanás introdujo el
pecado a esta Tierra. Según Génesis, Satanás tentó a Adán y Eva,
nuestros primeros padres, y desobedecieron la Ley de Dios (Génesis
3). Cuando se quebrantó la Ley de Dios, apareció el pecado y su
desorden, y como resultado el sufrimiento.

El mal es, pues, un intruso en la perfecta creación de Dios. Usamos el


término caído para describir la situación de la humanidad después de
usar su libertad de elección para hacer el mal, y usamos el término
pecado para indicar el estado de los seres humanos que están
separados de Dios. Podemos luchar contra las consecuencias de esta
situación, pero escapar de ellas no es una opción. Mientras el conflicto
continúe, sufriremos sus consecuencias. Pero un día se demostrará
de una vez por todas que nuestras aflicciones son las consecuencias
de nuestro alejamiento de Dios.

Esta explicación del gran conflicto cósmico puede ser muy


clarificadora siempre que no la utilicemos para justificar el sufrimiento.
Es indudable que el dolor de los inocentes demuestra cuánta razón
tiene Dios al proponernos sus normas, y cuán lamentables son los
resultados de nuestras locuras. Pero eso no minimiza el sufrimiento
presente.

Si así fuera, estaríamos diciendo que el fin justifica los medios.


Entonces tendría razón Elie Wiesel al preguntarnos cuánto sufrimiento
se necesita para probarles a los habitantes del universo que Dios es
amor y que el diablo es un falso. 10 ¿Hace falta para ello más de lo que
ya tenemos? ¿Cuántos niños maltratados, cuántas víctimas de la
guerra, cuántos enfermos crónicos hacen falta para convencer a la
humanidad de la necesidad que tenemos todos de poner en práctica el
amor? ¿No hay suficiente sufrimiento para demostrar que Dios tiene
razón?

Uno se pregunta, en efecto, por qué hará falta tanto tiempo para
acabar con el mal. Pero cuando nos paramos a pensarlo mejor nos
damos cuenta de que ese problema nos concierne personalmente a
nosotros mucho más que a Dios. ¿Cuántos años necesitamos para
aprender algo de la historia de Caín y Abel? ¿Cuántas personas
necesitan morir de hambre para que solidaricemos con los
hambrientos? ¿Cuántos inocentes tienen que ser torturados para
convencernos de que la crueldad es un horror? En esta vida el
problema del mal se plantea tanto del lado de Dios como del nuestro.
SUFRIMIENTO Y RESPONSABILIDAD
Está claro que la degradación de la armonía de nuestro entorno
denuncia una mala gestión en la que todos tenemos nuestra parte de
responsabilidad. Lo que ocurre en esta Tierra lejos de ser el fruto de la
voluntad divina es el resultado de la suma imposible de todas nuestras
voluntades. Si Jesús nos enseña a pedirle a Dios en el Padrenuestro:
“Hágase tu voluntad en la tierra” (Mateo 6:10) es porque esta no se
hace.

Por el mero hecho de vivir en un mismo mundo con nuestros


desvaríos acumulados, creamos un ambiente que determina las
situaciones que perpetuamos. Eso significa que cada uno de nosotros
está implicado, ya desde su origen, en un inevitable contexto de
solidaridad, para bien y para mal. Aunque víctimas inocentes de
desgracias heredadas, cada uno comete a su vez injusticias y errores,
asumiendo así parte de “culpa” en la situación presente del mundo.

Reconozco que mis respuestas a la pregunta “¿Por qué existe el mal


en el mundo?” pueden resultar insuficientes. Lo he constatado ante
mis alumnos cientos de veces. Pero antes de volver a ella, quisiera
recordar que, hasta ahora, apenas nadie me ha preguntado “¿Por qué
existe el bien?” Nuestro grito de protesta –“¿Por qué a mí?”– cuando
algo malo nos pasa, sugiere que todos nos consideramos, más o
menos, como víctimas inocentes de balas perdidas.

Es significativo que la menor maldad que tengamos que soportar nos


indigne, pero que toda la bondad del mundo la demos por sentada...
Siendo que nosotros solos nos bastamos para producir la mayor parte
del daño que vemos en torno nuestro, y que todos –unos más que
otros– somos responsables de esta situación, la pregunta pertinente
no es “¿Por qué sufrimos injustamente?” sino “¿Por qué seguimos
todavía vivos?” Si creyésemos que todo procede del azar y del caos,
tendríamos que concluir que la incógnita última no es por qué existe el
mal, sino por qué existe el bien.

Si el mal no es un poder paralelo equiparable al bien, ya que no forma


parte de la creación original, resulta en cierto sentido evitable.
Decimos que Dios permite lo que ocurre como cuando yo consiento a
mi hijo usar mi bicicleta. Una cosa es permitir un disfrute, en el curso
del cual puede ocurrir una desgracia, y otra causar o desear esa
desgracia.11 Es arriesgado, por lo tanto, hablar de los males que Dios
“permite” y que podría “evitar” en teoría, a partir del concepto abstracto
de su omnipotencia, porque Dios no ejerce todavía todos sus poderes,
ni nosotros estamos siguiendo todavía todas sus propuestas. Ese
atributo divino se hará del todo patente al final de los tiempos, ya que
consiste precisamente en su poder de hacer realidad su
ideal.12 Mientras tanto, debemos observar lo que Dios ha hecho
específicamente en la historia, lo que él está haciendo y lo que él
promete hacer para resolver el problema del sufrimiento. Si Dios sigue
respetando nuestra libertad, podemos escoger respetarlo a él y confiar
en él.

ATISBOS DE ESPERANZA
Si Dios es amor (1 Juan 4:8), solo puede desear lo mejor para sus
criaturas. Por eso podemos confiar en su bondad y al mismo tiempo
combatir los males del mundo causados por nuestro alejamiento de
sus planes. Confiamos en la misericordia divina, a pesar de
experimentar el sufrimiento, porque sabemos que el Creador también
aborrece el dolor (Romanos 8:31-39) y ha planeado su fin definitivo
(Apocalipsis 21:1-4). Sabiendo que el mal solo puede ser vencido por
el bien (Romanos 12:2) buscamos soluciones para ahora, a la espera
del cumplimiento de las promesas divinas más adelante. Lo que ya
sabemos y entendemos de Dios nos permite mantener la fe en él pese
a lo que no sabemos ni entendemos.13

Los grandes maestros de la espiritualidad han visto en el sufrimiento


un camino de retorno a la solidaridad con los demás y al
reconocimiento de la bondad del plan divino. C. S. Lewis, por ejemplo,
escribió: “A Dios no le importa ser el último recurso para sus
criaturas”.14 Muchos de nosotros nos sentiríamos ofendidos en nuestra
dignidad si los demás solo llamasen a nuestra puerta movidos por la
necesidad. Dios, sin embargo, como nos ama con un amor absoluto,
nos acepta de cualquier modo.

De hecho, la religión puede llevar a las personas el alivio o aliento que


necesitan en su estado de sufrimiento. Pero sentirse necesitado de
ayuda, incluida la ayuda divina, no es una debilidad. La conciencia de
nuestros límites no solo es realista sino también necesaria para vivir
una vida plena. Una persona que nunca sintió sed y por lo tanto no
bebió agua probablemente moriría, porque el agua es esencial para la
supervivencia y la sed es el mecanismo protector que nos recuerda
periódicamente nuestra necesidad de agua. Puesto que no podemos
alcanzar objetivamente nuestro destino final sin Dios,15 nuestra sed de
él es un signo de salud espiritual. No sentir esa necesidad sería una
señal peligrosa de que algo no está funcionando. El descubrimiento de
nuestra necesidad de Dios es el primer paso para obtener su ayuda.

Es por eso que nuestros esfuerzos se utilizan mejor, no tratando de


explicar el mal,16 sino esforzándonos por combatirlo. Al hacerlo, nos
unimos en esa lucha cósmica para hacer el bien, animados por la
convicción que el Creador comparte nuestro sufrimiento de alguna
manera. Esperamos el fin de la guerra, pero sabemos que la batalla
crucial ya ha sido ganada y “que nuestros sufrimientos actuales no se
comparan con la gloria que se revelará en nosotros” (Romanos 8:18).
Mientras tanto, mientras las escaramuzas continúan con su
devastador daño colateral, Dios nos dice: Perseverad. Confiad en mí.
Un día el dolor desaparecerá. He aquí, yo hago nuevas todas las
cosas. Mientras tanto, ¡estoy contigo!
* Este artículo es una versión editada y abreviada del original que apareció en el libro del autor titulado "Frente al dolor: aliento y esperanza ante el
sufrimiento humano" (Madrid, España: Safeliz, 2013). Impreso con permiso.

Roberto Badenas PhD, Universidad Andrews, Berrien Springs,


Míchigan, EUA, se jubiló el año 2010, después de una vida de servicio
en la Iglesia Adventista del Séptimo Día en Europa, ocupando
variadas responsabilidades, como pastor, maestro, administrador,
decano del Seminario Teológico Adventista en la Universidad
Adventista de Francia, presidente del Comité de Investigación Bíblica
y director de ministerios de la Familia y Educación para la División
Intereuropea. El Dr. Badenas es autor de numerosos libros. Sus
publicaciones han sido traducidas al español, francés, alemán,
italiano, portugués, rumano y catalán.

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