Sei sulla pagina 1di 4

Cultura Popular y contrarreforma – Henry Kamen

La inquisición había sido creada con el propósito específico de combatir la depravación herética de los judaizantes,
con rapidez se involucró con otros delitos, no sólo porque los judaizantes eran con frecuencia también acusados de
ateísmo, usura y bigamia. Los conversos fueron acusados a menudo de ateísmo.

Para buena parte de España el cristianismo seguía siendo exclusivamente una apariencia, una capa de barniz. La
religión del pueblo continuaba siendo atrasada, por mucho que Cisneros y otros prelados hubieran tratado de
reformarla. No dejaba de ser una época de vaga teología, de prácticas religiosas no regulares, de obispos y clérigos
sin sede fija y de una ignorancia generalizada de lo que era la fe tanto por parte de los curas como por la de sus
feligreses. En muchas zonas de España, la gente combinaba la religión formal y la superstición popular en su intento
cotidiano de sobrevivir a unas duras condiciones climáticas y a un elevado índice de mortalidad. La unidad religiosa
habitual era la parroquia rural, que solía coincidir con los límites de la aldea. Como no tardarían en descubrir los
reformadores religiosos y los inquisidores, las parroquias rurales constituían comunidades muy unidas con su
propio tipo especial de religión y con sus propios santos. Además, eran hostiles a cualquier intento por parte de
foráneos —ya fueran inquisidores o gente del clero o de la ciudad— de entrometerse en su estilo de vida.

El Santo Oficio no fue ni mucho menos la única institución que se interesó por la vida religiosa de los españoles. A
finales del siglo XV ya había habido tres canales principales por los que habían empezado a introducirse cambios
en la religión de la Península: las reformas de las órdenes religiosas, reflejadas, por un lado, en la notable expansión
de la Orden de San Jerónimo y, por otro, en la imposición de la observancia reformista a las órdenes mendicantes;
el afán de los obispos humanistas por reformar las vidas de sus clérigos y de la gente. Como en el resto de la Europa
católica, los reformadores humanistas fueron perfectamente conscientes de que su movimiento era minoritario y
de que tardaría su tiempo en filtrarse en la vida de la gente corriente. Sin embargo, las misiones populares se vieron
impulsadas principalmente por la expansión de los jesuitas en la década de 1540. Al mismo tiempo, varios obispos
reformistas intentarían introducir cambios en sus respectivas diócesis.

Ya a comienzos de siglo empezó a realizarse pacientemente un esfuerzo evangelizador. Se percibía que en ambos
casos el problema era el mismo: tanto en España como en el Nuevo Mundo había «Indias» sin fe. A partir de la
década de 1540 como mucho, las autoridades eclesiásticas comenzaron a preocuparse no sólo del problema de la
conversión de los moriscos, sino también del que suponía traer de vuelta al redil las zonas descristianizadas del
país. Además, la inmensa confusión de jurisdicciones suponía un importantísimo obstáculo: las iglesias, los
monasterios, las órdenes religiosas, los señores feudales, los obispos, las ciudades y la Inquisición, todos ponían en
entredicho la autoridad de los demás. La llegada de la Contrarreforma y la promulgación de los decretos del Concilio
de Trento en 1564 unificaron los objetivos de los distintos esfuerzos por perfeccionar la religión llevados a cabo a
comienzos de siglo.

Los inquisidores no eran los únicos miembros de la Iglesia que se dejaban ver. Por aquel mismo período, numerosos
obispos y clérigos visitaban sus diócesis y sus casas religiosas. Los objetivos de su misión no se solapaban
necesariamente. Los obispos estaban básicamente interesados en disponer de buenos curas y en adecentar sus
iglesias, y la Inquisición en la ortodoxia de los feligreses. Los jesuitas también entraron en escena en aquellos años
y convirtieron España en un campo de misiones.

¿Cuál fue la contribución de la Inquisición en la cristianización de España? en la primera etapa de su historia el


tribunal había estado volcado casi exclusivamente en la cuestión de los moriscos, durante el siglo siguiente centraría
básicamente su atención en el 99 por ciento restante de la población. Alrededor de dos terceras partes de los
interrogados por el Santo Oficio en esta segunda etapa fueron españoles católicos corrientes, individuos que no
guardaban relación alguna con herejías formales ni con culturas minoritarias. La nueva política de dirigir la atención
hacia los cristianos viejos no puede considerarse cínicamente un intento desesperado de hallar nuevas fuentes de
ingresos, pues los procesados eran invariablemente gente humilde y pobre; además, en cualquier caso, la posición
económica del tribunal mejoró a partir de mediados del siglo XVI.

El Santo Oficio contribuiría activamente a promover en España las reformas religiosas auspiciadas por la
Contrarreforma. Pero su papel fue siempre secundario, y raras veces decisivo; ayudaba a otros tribunales
eclesiásticos y civiles a investigar determinados delitos sobre los que en muy pocos casos reivindicó tener
jurisdicción exclusiva. En consecuencia, es harto dudoso que su contribución fuera tan importante o tan encomiable
como la de otras ramas de la Iglesia. Ya hemos visto que el intento de ejercer una influencia directa viajando y
visitando los pueblos no había tenido el resultado esperado. Como los procesos inquisitoriales tenían su origen en
presiones provenientes de abajo, el tribunal se encontraba en una posición peculiarmente fuerte para afectar y
moldear la cultura popular, y el volumen que alcanzaron sus procesos en algunas regiones probablemente indique
que llevara a cabo su misión con el éxito deseado. Pero el Santo Oficio jugaba, como mínimo, con una importante
desventaja: siempre pareció un organismo ajeno. Los obispos, a través de los curas de sus parroquias, estaban
directamente vinculados con las raíces del sentimiento comunitario, y podían desarrollar un programa notable de
cambios religiosos basado en la persuasión. La Inquisición, en cambio, era exclusivamente un organismo
disciplinario. Además, estaba operada por foráneos (incapaces normalmente de hablar la lengua local), y aunque
suscitara gran respeto, nunca fue querida. En consecuencia, sus éxitos siempre presentarían fallos.

Los delitos de mayor categoría tratados por el tribunal en los siglos XVI y XVII fueron las proposiciones. Una
proposición era un delito verbal, pero los inquisidores se ocupaban menos de las palabras que de las intenciones
que éstas ocultaban y del peligro implícito que esto podría constituir para la fe y la moral.

La blasfemia, o injuria contra Dios, la Virgen o los Santos, constituía por aquel entonces una verdadera ofensa
pública a Jesucristo, punible tanto por el Estado como por la Iglesia. Con el tiempo, el tribunal dio a este término
una definición mucho más amplia, provocando las protestas de las Cortes castellanas y aragonesas. No obstante, el
Santo Oficio siguió interviniendo en este tipo de delitos, castigando el lenguaje inapropiado según la gravedad del
contexto. Los juramentos blasfemos en el curso de una partida de dados, las insinuaciones sexuales a una joven
durante las procesiones religiosas, no abstenerse de comer carne los viernes, proferir obscenidades contra la Virgen
o no asistir a misa: éstos son ejemplos típicos de los miles de casos juzgados en aquellos tiempos por la Inquisición.

El intento de castigar palabras y acciones fue una pérdida de tiempo y constituyó la principal actividad de la
Inquisición durante las visitas que llevó a cabo a lo largo de los siglos XVI y XVII. El asunto fue particularmente grave
en las zonas rurales.

Los acusados debían recitar en castellano el padrenuestro, el avemaría, el credo, la salve y los diez mandamientos,
así como otras afirmaciones de fe. Muchísimos sólo sabían las dos primeras oraciones, y no pasaban la prueba.
Parece que el listado de los artículos de fe empezó a ser utilizado en la década de 1540, y nos ofrece diversos
testimonios muy clarificadores del afán del Santo Oficio por instruir a los españoles corrientes en materia de
religión. Sin embargo, no hay ninguna prueba válida que demuestre el éxito de tamaña empresa.

La mejora del conocimiento religioso no puede achacarse a la Inquisición. Fue la iglesia doctrinante de la
contrarreforma la que levantó escuelas, hizo que los sermones fuesen obligatorios, fortaleció el rezo de las
oraciones en la misa. Pero aun en su papel negativo y disciplinario, la Inquisición contribuyó en cierto modo a la
evolución de la religión en España. La censura del Santo oficio ha sido vista exclusivamente en su aspecto
destructivo. El Santo Oficio intentó imponer a los españoles un respeto nuevo por lo sagrado, especialmente en
arte, en las devociones públicas y en los sermones. Las devociones públicas estaban en general bajo la supervisión
de los obispos, pero la inquisición también participaba. Ayudó a reprimir los excesos devocionales, tales como la
credulidad en las visiones de la virgen.

Otra cuestión sumamente importante era el asunto de los sermones. Debido al elevado índice de analfabetismo,
no había en tiempos de la Contrarreforma ningún sistema de propaganda más utilizado que el de la palabra hablada.
En consecuencia, no habría ninguna otra forma de comunicación en la que la Inquisición interviniera con más
frecuencia. Los sermones eran para la gente de entonces lo que hoy día es la televisión para nosotros: el sistema
más directo de controlar las opiniones. El impacto que tuvo el Santo Oficio en los sermones probablemente fuera
más determinante que el que tuvo en la literatura impresa. Los obispos normalmente agradecían la intervención
de los inquisidores, pues carecían de la maquinaria necesaria (cuando la tenían) para controlar algunas de las
barbaridades que se predicaban desde los púlpitos de sus iglesias. En ocasiones, la intervención del Santo Oficio
adquiriría tintes políticos.

Podemos datar con cierta precisión el momento en el que el tribunal decidió dar un paso adelante y empezar a
imponer la debida disciplina a la población seglar de religión católica. A partir de mediados del siglo XVI, el clero
español, inspirado en parte por los jesuitas, comenzó a preocuparse por el bajísimo nivel de moralidad y de vida
espiritual que había en el país. Unos cuantos tribunales, encabezados por el de Toledo, demostraron su interés por
actuar contra conductas no cristianas. A partir de la década de 1560, los procesos se multiplicaron, no tanto por
acciones delictivas cuanto por simples ofensas verbales. Los propios inquisidores las catalogarían como
«proposiciones» (esto es, «afirmaciones»). La gente corriente que en una conversación fortuita, o en un momento
de rabia o fatiga, expresara sentimientos que ofendieran a sus vecinos, podía fácilmente verse denunciada a la
Inquisición y ser castigada por sus palabras. Una gran variedad de temas podían ser constitutivos de delito. Las
manifestaciones contra el clero o la Iglesia, o sobre aspectos de la religión y la sexualidad, solían ser las más
recurrentes. En particular, la blasfemia persistente y las afirmaciones sobre «la simple fornicación» eran tratadas
con suma severidad. El delito no estaba tanto en las palabras cuanto en la intención que éstas escondían y el daño
implícito que suponían para la fe y la moral.

Las manifestaciones verbales dirigidas contra un vecino, contra Dios o contra la religión eran tratadas con gran
severidad (como siguen tratándose en muchas sociedades actuales) tanto por las autoridades del Estado como por
las de la Iglesia, pues alteraban la paz de la comunidad. Todos los tribunales de justicia de la época, y no sólo el
Santo Oficio, prestaban, pues, mucha atención a las consecuencias de la palabra hablada. Los inquisidores no salían
a la calle a la caza de «afirmaciones», pues su trabajo no consistía en regular lo que decían los españoles, labor que,
de por sí, era absolutamente imposible llevar a cabo. Tampoco trataban de imponer una forma de control social, y
no se entrometían en la conducta personal de la gente. En la práctica, eran siempre individuos del pueblo los que,
por maldad o por exceso de celo (cosa que ocurría no pocas veces), se tomaban la molestia de denunciar palabras
ofensivas. En resumen, las «afirmaciones» eran denunciadas desde abajo; y sólo cuando se producía la denuncia
cabía la posibilidad de que se abriera un proceso desde arriba.

La conducta sexual de los clérigos estaba arraigada en la tradición rural. La Inquisición se preocupaba
particularmente por un problema: las insinuaciones sexuales durante la confesión. La Iglesia siempre había animado
a los feligreses a confesar sus pecados a un sacerdote para poder recibir la absolución, pero a comienzos del siglo
XVI los testimonios indican que en España, así como en el resto de Europa, lo máximo que solían hacer los católicos
era cumplir con la obligación formal de la confesión una vez al año. Durante la Contrarreforma, las autoridades
eclesiásticas hicieron hincapié en que los creyentes debían comulgar más a menudo y, por lo tanto, confesar sus
pecados con mayor regularidad. El problema consistía en que los españoles eran en general reacios a confesar sus
pecados personales a un cura, del que —probablemente— sabían que tenía aventuras sexuales con feligresas (o
feligreses). El confesionario, como lo conocemos en la actualidad, no apareció en las iglesias hasta finales del siglo
XVII; hasta entonces no había ninguna barrera física entre el confesor y el penitente, de modo que no faltaban las
ocasiones para establecer un contacto físico. Aunque los confesores acusados fueran siempre culpables, como se
desprende no sólo de los testimonios individuales, sino también de los de aldeas enteras, era inevitable que en
algunos casos se considerara que la persona penitente también tenía parte de culpa.

Si consideráramos todas estas actividades fuera de su contexto, nos parecería que el Santo Oficio intervino en
prácticamente todos los aspectos principales de la vida religiosa. Esta impresión podría llevarnos a sacar unas
conclusiones equivocadas. Algunos autores han dado por hecho que la Inquisición fue un arma efectiva de control
social, que mantuvo a la población en su sitio y veló por el cumplimiento de las normas sociales y religiosas de la
Contrarreforma. Otros opinan que los inquisidores consiguieron imponer a la cultura popular de las masas una
cultura elitista, rígida y ortodoxa a la vez. No hay testimonios plausibles que sustenten ninguna de estas dos ideas,
que parecen propias del discurso académico, pero se convierten en insustanciales cuando se examinan
atentamente. El control social siempre era posible cuando se intentaba llevar a cabo dentro de unos límites
específicos y por una autoridad efectiva, pero muy poco plausible cuando se pretendía ejercer en el marco dentro
del cual operaron los inquisidores durante más de trescientos años, a saber, las tres o cuatro unidades estatales
que constituían el territorio hispánico.

La campaña contra la superstición popular fue amplia, marginal a las preocupaciones de la Inquisición en el siglo
XVI pero más importante en el siglo XVII, cuando en algunos tribunales llegó a representar la quinta parte de las
causas. La cultura popular, espcialmente en las zonas rurales, siempre había buscado formas de curación poco
ortodoxas para las afecciones cotidianas: todos los pueblos contaban con curandero que ofrecía remedios. Las curas
podían ser pociones, encantamientos. Se trataba de una subcultura que coexistía con el catolicismo oficial y que no
trataba de subvertirlo, aunque en algunas zonas de cristianos nuevos los hechizos utilizados no eran cristianos en
su contenido. En las zonas rurales el mundo de la magia penetraba hasta en la iglesia, pues muchos clérigos
practicaban costumbres tradicionales, ritos, oraciones, ofrendas, danzas, dentro de la liturgia normal, todo esto fue
rechazado por los obispos reformadores.

La magia y la hechicería no fueron considerados como un gran problema sino hasta finales del siglo XV. Según la
costumbre medieval secular, las brujas debían ser quemadas. La inquisición al principio siguió este ejemplo.

Si todos los tribunales, eclesiásticos y civiles, se hubieran comportado de esta forma, la persecución de las
supersticiones se habría convertido en España en lo que la Inquisición quería que fuera: un medio para disciplinar
a la gente y reconvertirla al cristianismo ortodoxo. El hecho de que gran parte de la jurisdicción sobre brujería se
ejercía en los juzgados seglares, significó que al contrario de lo que se afirma con frecuencia las brujas continuaron
siendo ejecutadas en España.

Los visitantes que pasaban por la península, especialmente si no eran respetuosos con algunos aspectos de la
religión en. España (rehusando quitarse el sombrero, por ejemplo, cuando el Santo Sacramento pasaba por las
calles), corrían el riesgo de ser detenidos por la Inquisición. El tribunal sólo podría actuar con los marinos por lo que
éstos hicieran después de haber llegado-a un puerto español. Las confiscaciones habrían de limitarse a los bienes
del anisado, y no incluirían el buque y su cargamento, ya que estos generalmente no le pertenecían.

Todos los individuos debidamente bautizados —hecho que los convertía ipso facto en cristianos y en miembros de
la Iglesia— estaban condenados a someterse a la jurisdicción del Santo Oficio. Por este mismo principio, vemos
cómo de vez en cuando podían aparecer en los autos de fe herejes extranjeros, siempre y cuando hubieran recibido
el bautismo. La quema de protestantes en Sevilla a mediados del siglo XVI pone de manifiesto el aumento gradual
del número de extranjeros detenidos, fenómeno que no debe de extrañarnos, pues esta ciudad era un puerto
internacional.

Potrebbero piacerti anche