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¿POR QUÉ SE SUICIDA LA DEMOCRACIA?

A los tradicionales métodos para disponer de la propia vida se les suma ahora
el voto
POR MARCELO FIGUERAS

Puede que no exista una pregunta más urgente. ¿Por qué en el siglo XXI hay
tantos ciudadanos que votan —el recurso democrático por excelencia— para llevar
al poder a gente que eventualmente prohibirá seguir votando, o proscribirá y
encarcelará a sus adversarios, o disolverá el Parlamento, o manipulará el sistema
eleccionario para que nadie lo expulse del palacio — o, de serle posible, todo esto
a la vez? Entre esa forma de expresión política y decir voto así porque no quiero
votar más y renuncio a mis derechos como ciudadano no se aprecia gran diferencia.
Estas multitudes evisceran la democracia con sus propias herramientas,
consagrando líderes que ni en el discurso ni en la práctica disimulan cuánto la
desprecian. Occidente parece renunciar así al experimento mediante el cual Atenas
brilló hace siglos, agotado por las demandas que supone practicar y defender la
libertad y en la esperanza de congraciarse, mediante su sometimiento entusiasta,
con el autócrata de turno.
Es una pregunta digna de politólogxs, sociólogxs, historiadorxs y psicólogxs
sociales, entre otros. (Macri sugeriría sumar meteorólogxs.) Con lo cual subrayo que
no puedo estar en peores condiciones de responderla, siendo apenas un escritor.
En mi gremio consideramos que el hecho de no saber mucho de nada es una
ventaja comparativa, en tanto permite preservar la ingenuidad para seguir haciendo
preguntas incómodas. Y esta lo es, sin dudas. No creo ser el único en entrever que
asistimos al fin de una era, que arrasaría —entre otras cosas— con los sistemas
políticos a los que estábamos habituados. Y sin embargo, la enorme mayoría de la
gente sigue conduciéndose aquí y allá (de Washington a Buenos Aires y de Londres
a El Cairo) como si nada excepcional ocurriese.
Una segunda pregunta, que redireccionaría la original, sería: ¿por qué no
habría de suicidarse la democracia, cuando el planeta entero corre alegremente
hacia el abismo? El lunes 8 el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de
las Naciones Unidas —91 científicos de 40 países, convocados para asesorar a los
líderes mundiales— presentó un informe alarmante, vaticinando hambrunas,
incendios naturales y la muerte masiva de los corales del planeta hacia 2040, o sea
pasado mañana. Un proceso que, según afirman, sólo podría frenarse mediante
cambios en la economía que deberían tener lugar en una escala y mediante una
velocidad “sin precedentes históricos conocidos”.
No faltará el venenoso que pensará: Pero el infarto ecológico no sería obra
exclusiva de las democracias de Occidente. Claro que no. Pero no hay que olvidar
que nadie contamina y depreda como nuestras presuntas democracias. China
consume más carbón pero desarrolla políticas para limitar esa dependencia. En
cambio Trump prometió incrementar su uso y desconocer los Acuerdos de París
que apuntan a reducir la humareda. ¿Y quién es el otro que prometió desconocer
esos acuerdos si llega a Presidente? Un tal Bolsonaro, líder neofascista de ese
territorio monumental llamado Brasil.
Si vamos a conceder que cierta parte de The Second Coming, el poema de
W. B. Yeats, parece escrita no en 1919 sino ayer (“Las cosas se desintegran, el
centro ya no sostiene… / Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los
peores / Están llenos de una intensidad apasionada”), permitámonos creer también
en el noveno verso, aquel que dice: “Seguramente estamos cerca de una
revelación”.

El bien más preciado


Un artículo de George Prochnik en el New Yorker me llevó a las memorias
del escritor austríaco Stefan Zweig, tituladas —ominosamente— El mundo del ayer
(The World of Yesterday, 1942.) Durante la década del ’20, Zweig se había
consagrado como uno de los escritores más populares del mundo y, a la vez, como
“uno de los más eminentes humanistas-pacifistas europeos”. Eso no impidió que en
1934 el canciller austríaco, un fascista llamado Dollfuss, allanase su casa de
Salzburgo en busca de armas que —según arguyó— Zweig pretendía alcanzar a la
resistencia izquierdista. Esto determinó el exilio del escritor y su esposa. Se
instalaron en Inglaterra pero, ante el avance de Hitler (Francia ya había caído,
Londres era bombardeada sistemáticamente y la invasión de la Unión Soviética
estaba en marcha), pegaron el salto hacia los Estados Unidos, donde Zweig
comenzó a escribir sus memorias. A pesar de que entendía que “los
contemporáneos no perciben los comienzos de los grandes movimientos que
determinan sus tiempos”, estaba decidido a tratar de explicar cómo se había
generado el fenómeno del nazi-fascismo.
Zweig admite que nadie se había tomado en serio a Hitler. Se lo consideraba
un payaso, un “agitador de público de cervecerías”, y los pocos escritores que
leyeron Mi lucha se habían contentado con ridiculizar su estilo. Pero la sumatoria de
crisis económica y humillación política creaba un terreno fértil para las fantasías
fascistas de restauración. (Que no se nos escape: entre los términos vergonzantes
que el Tratado de Versalles impuso a los derrotados en la Primera Guerra y la
mortificación que hoy sufre el macho blanco al ver amenazados sus privilegios, hay
muchas zonas en común.) Cuando en 1930 el nazismo explotó en las urnas, Zweig
quiso ver el vaso medio lleno y explicar ese triunfo como consecuencia de sus
virtudes como “derecha moderna”. La victoria nazi debía ser entendida, dijo, “como
una quizás errónea pero comprensible rebelión juvenil” contra la política tradicional.
Pero todo el mundo asumía que el fenómeno implosionaría pronto. Alemania seguía
siendo un país maduro, donde Hitler carecía de mayoría en el Parlamento y los
ciudadanos creían que “su libertad e igualdad de derechos estaba asegurada por la
Constitución”. Tres años después, los límites que aún contenían a Hitler fueron
derribados de un soplo: el Parlamento se incendió, se le echó la culpa a la izquierda
y se usó ese episodio para justificar una brutal represión.
Lo que Zweig percibió fue que la propaganda era crucial para construir ese
tipo de poder. Se trataba de identificar los miedos y frustraciones de cierta población
y de decirle lo que quería oír de forma sencilla hasta el reduccionismo, aunque fuese
una mentira descarada; esos slogans apuntaban a justificar la agresividad
reprimida, a tornarla socialmente aceptable; finalmente la apuntaban hacia sus
adversarios políticos — sus targets, en el sentido del tiro al blanco. A tal efecto
contribuía lo que Zweig llamó “el doping de la excitación”: esa exaltación constante
fogoneada por los medios —con la cual, ay, estamos tan familiarizados— que de la
mano de la inquietud y la inseguridad constantes lleva a la histeria masiva y la
violencia.
Poco tiempo después Zweig huyó de Nueva York para instalarse en Brasil,
donde en un viaje previo lo habían tratado como a un rey. Para el escritor que venía
alertando sobre el suicidio en que Europa incurría, Brasil era el mundo del mañana:
Zweig creía que el futuro pasaba por la clase de mezcla racial que ese país era y
es tan corriente. Como escritor, puedo darme el lujo de imaginar que de algún modo
intuyó la América de Trump que sobrevendría, tan rica en la “amoralidad cínica” que
había percibido en la Alemania de Hitler; y que la misma sensación de un porvenir
funesto lo asaltó al instalarse en Brasil, conduciéndolo al suicidio. En febrero de
1942, Zweig y su esposa se atiborraron de barbitúricos en la casa de Petrópolis y
murieron tomados de las manos. En la carta que dejó explicaba que prefería
retirarse mientras conservaba la dignidad, después de haber vivido “una vida en la
cual la labor intelectual significaba el gozo más puro y la libertad personal era el bien
más preciado sobre la Tierra”.
Cuando su autobiografía se publicó, Zweig ya era parte de El mundo del ayer.

Democracia ma non troppo


Otro artículo, en este caso de Umair Haque en la página Eudaimonia & Co,
me atrajo desde el título: Por qué la democracia americana fue tan fácil de destruir.
Haque parte, como Zweig, de la perspectiva de que el sistema político de los
Estados Unidos se ha suicidado; estaríamos asistiendo a sus estertores. Una de las
razones que tira sobre el paño pasaría por el hecho de que —seamos sinceros—
nos vendieron un producto defectuoso. No sólo se testeó poco al producto
democracia antes de sacarlo al mercado (sólo vivimos bajo democracias formales
una ínfima parte de nuestra historia), sino que además nunca fue lo que el envase
prometía. La célebre democracia fundada por Washington y perfeccionada por
Lincoln fue apenas un experimento limitado a una franja de su gente. (Al igual que
en la Atenas que constituyó su laboratorio original: los demócratas eran apenas un
cuarto de la población, excluyendo a las mujeres, los esclavos y los extranjeros.)
Buena parte de los adultos de los USA actuales nacieron y crecieron en un
mundo donde el matrimonio interracial estaba prohibido y los negros vivían
segregados. “Hasta 1971 —escribe Haque— América sostenía un estado de
apartheid“. Ustedes dirán: Pero eso ya no ocurre. Lo cual no impide que se siga
viendo a los negros como un peligro potencial, según prueban las cifras de víctimas
preferenciales de la violencia policial. Así como acá se baja a negritos por portación
de cara y zapatillas, allá se baja a negros por portación de piel. Y mientras tanto, el
Presidente acusa a los latinos de violadores —para Trump, todos los latinos somos
medio mexicanos— y encierra en jaulas a los niños de los inmigrantes ilegales,
8.000 familias descuartizadas. A la vez sigue empujando la barrera de lo legalmente
permisible. Ahora cuenta en su Corte Suprema con un juez llamado Brett
Kavanaugh, a quien nombraron a pesar de que pesan sobre él múltiples
acusaciones de abuso sexual. Como dijo el humorista John Oliver: La respuesta del
Comité Judicial Republicano a la doctora Ford (la mujer que testificó contra
Kavanaugh) fue: “No es que no le creamos. Es que nos chupa un huevo”.
(La dinámica del fait accompli que practican los Trump, Macri & Co. también
había sido detectada por Stefan Zweig en Hitler y los suyos: la idea de lanzar
medidas extremas pero de a una, para medir cómo el pueblo metaboliza el ultraje y
seguir adelante. “Una píldora por vez —escribió— y un momento de espera para
observar el efecto y ver si la conciencia del mundo digiere la dosis. Y así fueron
aumentando las dosis, hasta que Europa sucumbió”.)
Nuestra realidad es ferozmente jerárquica: primero cuentan los blancos, de
ascendencia europea si es posible; después, sus mujeres; más abajo vienen los
hombres de origen asiático, que por lo menos saben hacer negocios; más abajo
rankeamos los cabezas negras y detrás las cabezas negras y las asiáticas; más
profundo todavía viene el morochaje de origen sudamericano, después los
musulmanes y los negros inmigrantes, y así. Ni en los Estados Unidos ni aquí se
cumple aquello de que todos tenemos los mismos derechos; no es verdad en los
tribunales y tampoco en la calle. El mentado problema de mercadotecnia termina
frustrando a todo el mundo: los privilegiados abominan de la democracia porque los
enfrenta a la perspectiva de verse igualados al vulgo, los pobres abominamos de la
democracia porque aunque nos digan que somos todos iguales, algunos son más
iguales que otros. Ese es el problema de definir un producto no por lo que es, sino
por lo que podría llegar a ser en condiciones ideales. Si vendés un auto volador al
estilo Blade Runner y en la práctica resulta ser un Polo del ’99, no hay forma de que
el comprador no se sienta trasquilado.
“América —dice Haque aludiendo a los Estados Unidos, pero incluyéndonos
involuntariamente— no fue nunca la democracia que creía ser, y que todavía cree
ser”. Por eso mismo, ahora que el paisaje cultural se asoma a escenarios inéditos
(a través de procesos como el de la equiparación racial, con China a la cabeza de
las naciones del mundo, y el de la revolución de las mujeres), los poderosos de
Occidente, hombres y blancos en abrumadora mayoría, tratan de restaurar algo
parecido al mundo de su infancia, donde no se discutía su condición de macho alfa.
Todo lo cual explica por qué quieren borrar un siglo de conquistas. Pero no
echa luz sobre lo esencial: ¿por qué la gente los vota, a pesar de que no disimulan
que recortarán sus derechos y la enviarán a una casta inferior, de cuyo nicho ya no
podrá salir?

Vacas cubanas
La mayoría de los sistemas democráticos que conocemos es un work in
progress. Como están lejos de garantizar los derechos de todos sus ciudadanos sin
que el poder real los combata abiertamente, vivir en ellos supone una tarea
constante de concientización y protesta. Y existe mucha gente que no tiene ganas
de pensar ni de salir a la calle a defender nada. Son aquellos que toleran la
democracia siempre y cuando —Haque dixit— no implique más que “votar cada
pocos años y mientras tanto mirar la tele”. Para estos ciudadanos, el gobierno es lo
de menos mientras se les permita trabajar sin deslomarse, darse un par de gustos
y humillar a los que están por debajo en la escala social.
Y eso es lo que los Trump, Macri y Bolsonaro ofrecen: la posibilidad de que
la ciudadanía haga la suya, deje de estrujarse el cerebro para abarcar algo que
estaría por encima de sus posibilidades y disfrute del circo romano en que se
convirtieron la TV y las redes. ¿O acaso no sirven para desgañitarse contra los
cristianos de turno —esos mugrientos que predican el amor universal— con el
beneficio extra de hacerlo de forma anónima? ¿Para qué sirven estos coliseos
virtuales, sino para bajar millones de pulgares y alentar al Emperador a que los
empuje a los leones?
En algún punto, la cosa es así de simple. Existen sectores de la humanidad
a los cuales la realidad que nos desvela no podría importarle menos. Gente a la cual
le cuesta asumir que existe un mundo más allá de su burbuja, donde pasan cosas
que eventualmente modificarán su circunstancia. Gente para la cual la libertad está
sobrevalorada y que la cambiaría ya mismo, a sola firma, por la promesa de
seguridad económica a perpetuidad. Este sector no comulga con Zweig, para quien
la libertad era “el bien más preciado”. Para ellos lo más preciado sería garantizarse
un bienestar constante, aunque sea módico. ¿O no existían esclavos que, dentro
de las limitaciones del ramo, la pasaban pipa?
Lo que deben entender es que no queda tiempo para seguir boludeando,
porque la expectativa de una esclavitud light es una fantasía. Lo que les espera es
el destino de la vaca cubana de la canción del Indio: podrán estar chochos con su
pastito, sus cuatro estómagos y su digestión lenta, pero si no se avispan ya mismo
les va a caer un cacho de satélite en la cabeza… y fueron. ¿No escucharon a los
científicos de las Naciones Unidas, que apuestan nuestra última ficha a un cambio
tan profundo como urgente?
La única ventaja de esta situación es que se trata de lo que en inglés se llama
no brainer: algo tan claro y evidente que lo entendería hasta un pelotudo. Si no
tomamos medidas drásticas en breve, la que terminará suicidándose no será la
democracia sino la humanidad. El colapso de la ecuación ecológica encadenará
desastres: reducción de espacios sembrables por culpa de las sequías e incendios,
que derivará en escasez de alimentos; poca agua para demasiada gente, que
además habría que compartir con el ganado; relajación de controles sanitarios que
tornará más factible la expansión de pestes que afectarán a humanos y animales.
Estos males no perdonarán a nadie, como comprenderían hasta los poderosos si
hubiesen leído La máscara de la muerte roja. (Me imagino que Mauricio tampoco lo
habrá hecho, por culpa de Netflix.) Por más ricos que sean, el hecho de que
empoderen a tipos como Trump, Bolsonaro y el quetejedi los ubica en el grupo de
los pelotudos que no entienden ni un no brainer. En un planeta que colapsa —en
una nave que se hunde y no dispone de salvavidas—, el dinero sirve de poco. Puede
comprarles un poco de tiempo extra, pero eso es todo. Más temprano que tarde se
los devorarán las pestes nuevas, para las que no habrá antídotos, o sus propios
ejércitos, como hicieron los pretorianos en la Roma Imperial. Al truncarse su vida
antes de tiempo, comprenderán que lo que hicieron contra la democracia no los
preservó del más democrático de los poderes: aquel que encarna la muerte.
Como parte de nosotros también es dura de entendederas, puede que haga
falta más evidencia que nos despabile: continentes enteros que se vuelvan
inhabitables, aguas que suban turbias y achiquen territorios, fenómenos climáticos
que devengan serial killers, virus que enloquezcan y arrasen con millones. Pero,
como el equilibrio de este planeta es delicado y no se sabe qué cosa arrasará cada
ficha del dominó al caer, lo razonable sería no esperar a que eso pase.
En términos numéricos, son muy pocos aquellos que nos condenan a todos.
Si fuésemos la mitad de listos que creemos ser, ya los estaríamos frenando en seco,
juzgándolos por sus crímenes y metiéndolos en un lugar donde ya no puedan hacer
ni hacerse más daño. Después de todo el dinero es una convención, que —como
todas— pierde poder cuando dejamos de creer en ella.
Puede que no comprenda por qué la democracia se suicida, pero entiendo
que no quiero suicidarme con ella; e imagino que ustedes tampoco. Somos muchos
los que creemos que esta vida es, o puede ser, mucho más que el runrún de un
motorcito al que estamos habituados. Todx aquel/la que se haya detenido a
contemplar el cielo, vibrado con la música y amado de verdad sabe que hay mucho
por defender, aun cuando esto suponga la tarea extra de defender a mucha gente
de sí misma. Pero las cartas están sobre la mesa. La opción es ser osados y
creativos ahora mismo —o sea, reconectarnos con la “apasionada intensidad”— o
sentarse a esperar la nada. Llegó la hora de faltarle el respeto a Yeats (después de
todo, si no movemos el culo no habrá futuro desde el cual seguir admirándolo) y
tomar aquel verso de The Second Coming (“Seguramente estamos cerca de una
revelación”) para cambiar revelación por otra palabra que suena parecido.
Referencias
Recuperado de: https://www.elcohetealaluna.com/por-que-se-suicida-la-
democracia/

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