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ALEXANDRA RIPLEY
Este libro está dedicado a
mi madre,
Elizabeth Johnson Braid, y a la memoria de
mi padre, Alexander Joseph Braid.
En una pequeña localidad
del sur de Inglaterra
hay un árbol, no muy alto,
que florece dos veces al año,
por Navidad y Semana Santa.
Éste es el relato de la vida y
peripecias del hombre que lo plantó allí.
ÍNDICE
EL COMIENZO.......................................................................................................9
EL HOMBRE, JOSÉ.............................................................................................13
SU FAMILIA..........................................................................................................19
SU MISIÓN.........................................................................................................386
EPÍLOGO............................................................................................................612
COMENTARIOS DE LA AUTORA.....................................................................613
EL COMIENZO
EL HOMBRE, JOSÉ
1
José y su hijo se encaminaron a paso vivo hacia su casa. Las calles cubrían
mediante diversos tramos de escaleras el fuerte desnivel de las cuestas de la
colina occidental, donde los ricos habían construido sus moradas para recibir
el frescor del viento durante la estación seca y huir del ruido y los olores de
los pobres que vivían y trabajaban en el valle que atravesaba la ciudad.
Por dentro, la casa de José era semejante a la de cualquier habitante
acaudalado de las principales ciudades del mundo mediterráneo. El suelo
estaba cubierto con baldosas, a trechos con mosaico, y las paredes se
hallaban decoradas con frescos de vivos colores. En el centro había un patio
que estaba rodeado de una galería con columnas a la que daban las puertas o
entradas de las diferentes habitaciones. Los esclavos, vestidos con túnicas
de lino y las bandas distintivas de su condición, trajinaban con silencio y
discreción por ella para servir e incluso prever las necesidades de la familia y
sus invitados.
Al entrar, José y Aarón se sentaron en el largo banco que se hallaba junto
a la puerta para que los esclavos les lavaran los pies en las jofainas a tal
propósito allí dispuestas y les limpiaran el polvo de las sandalias.
—Quédate un momento, Aarón. Quiero hablar contigo —dijo José.
Aarón, que interpretó las palabras de su padre más como una orden que
una invitación, delataba con la rigidez del cuerpo sus sentimientos de rabia y
rebeldía.
José reprimió un suspiro. Y también su propia rabia. ¿Qué se había hecho
del apacible e inteligente chico que vivía en su casa con él? Durante los
últimos meses parecía que un extraño hubiera ocupado su lugar.
Sara, la esposa de José, afirmaba que aquello no tenía nada de extraño.
—Recuerda la relación que tenías tú con tu padre. Os peleabais cada vez
que estabais uno cerca del otro. Es tu hijo; es lógico que haya salido a ti.
No obstante, a pesar del profundo respeto que le inspiraba la sa biduría
de Sara y el gran amor que sentía por ella, José pensaba que esa vez estaba
equivocada. Lo que le había dicho su amigo Eleazar tenía más sentido.
—¡Los apremios de la carne, José! —Se había echado a reír Eleazar al
tiempo que descargaba un puñetazo sobre la mesa de la taberna donde se
encontraban—. No somos aún tan viejos para haber olvidado la turbación y la
angustia que da el tener la mente y el cuerpo dominados por tales apremios.
El chico necesita una mujer y no sabe siquiera que es eso lo que necesita.
José miró a su guapo y enfurecido hijo, y le dio un vuelco el corazón.
¿Cómo era posible hablar de cuestiones tan íntimas frente a esa barrera de
hostilidad tras la que se parapetaba Aarón? Tendría que comenzar con otro
tema para -ganarse primero la confianza del muchacho.
—Como sabes, Aarón, me marcho mañana y no regresaré hasta el final del
verano. Durante ese tiempo tú serás el hombre de la familia. Además,
también durante estos meses tomará posesión el nuevo Gobierno, así que voy
a explicarte cómo funciona la política de los romanos para que de esta forma
puedas hacer frente a cualquier contratiempo que surja. Siéntante aquí, a mi
lado. Voy a tardar un rato.
Aarón obedeció, pero con una actitud de rebeldía que dificultaba el
mantenimiento de la calma a José.
La incredulidad sustituyó la insolencia en la mirada del chico a medida que
el padre describía los usos y costumbres que regían las vidas de los romanos.
—Los llaman patronos y clientes —explicó José—. Un hombre poderoso,
como un senador, que son quienes gozan de más autoridad por debajo de la
familia imperial, después de levantarse y vestirse por la mañana sale al atrio
de su casa. Allí le aguarda ya un grupo de entre diez y cuarenta hombres, o
incluso cincuenta. El senador dirige un gesto a uno de ellos y el aludido se
adelanta, saluda al senador, le presenta sus respetos y luego le entrega un
regalo. Quizás un poema en el que alaba la sabiduría del senador, o a su
distinguida familia, o algo por el estilo; también podría ser una jarra de vino o
de aceite, un paño blanco para que se haga una toga o incluso un brazalete de
oro con joyas incrustadas. El senador le da las gracias y le desea una buena
mañana y éxito en sus todas sus empresas.
Después dirige un gesto a otro individuo, y se repite el mismo ceremonial.
Luego desplaza la atención a otro, y a otro más, y así sucesivamente hasta
que decide parar. En ese momento puede que invite a uno o varios clientes a
desayunar con él. Los demás esperan en el atrio. A continuación, cuando sale el
senador, siempre en dirección al lugar del centro de la ciudad que ellos llaman
el foro, todos sus clientes lo acompañan a pie, con la esperanza de que les
dispense una palabra o les permita situarse a su lado en lugar de ir detrás de
él.
—Pero, padre, ¿por qué hacen todo eso?
—Porque el senador tiene poder. Puede ayudar a un hombre para que lo
nombren gobernador de una provincia, como ese Coponio que es procurador
de Judea, convencer al senado para que no lo manden al exilio por un delito
del que está acusado, o influir sobre otro senador para que acepte el
matrimonio de su hija con el hijo del cliente. Existen tantos motivos como
hombres hay sobre la Tierra.
—O sea, que sobornan al senador.
—Ellos no lo consideran así. Lo denominan un regalo, que se ofrece como
muestra de respeto.
—Así el senador hace lo que ellos quieren.
—A veces. No siempre. Ni siquiera con frecuencia.
—Es horrible. ¿Cómo puede alguien tenerse por un hombre cuando hace
algo tan indigno?
—Porque así funcionan las cosas. Todo el mundo actúa del mismo modo. El
senador es su patrono. Pero el emperador, o algún miembro de su familia,
puede ser el patrono del senador; y algunos de los clientes de los senadores
pueden ser patronos a su vez de hombres que tienen incluso menos influencia
que ellos.
—¿Y cómo se sabe quién es quién?
—Cuando se vive en Roma, eso se aprende rápido por pura necesidad.
Además, es su tema predilecto de conversación, porque el poder de un
hombre se mide por el número de sus clientes y la categoría de éstos. Y el
poder es lo único que cuenta en Roma. Unas veces se acumula, otras se
pierde... Nunca hay una estabilidad garantizada.
Aarón esbozó una mueca de desagrado.
—Escúchame bien, Aarón. Los hombres deben plegarse a la corriente de
los usos, o de lo contrario se destruyen.
—Yo no pienso hacerlo. Jamás. No lo haré nunca. ¿Para qué debería
doblegarme? Yo vivo en Jerusalén.
—Donde ahora hay un nuevo procurador romano, que tiene autoridad para
decidir sobre la vida y la muerte de todos los judíos de Judea. Yo, por
fortuna, tengo un patrono más poderoso que Coponio o su patrón.
»Este es el lado malo que tiene eso de convertirse en hombre, hijo mío —
añadió José, y apoyó una mano en el hombro de Aarón—. Es hora de que
comprendas cómo funciona el mundo. Si ignoras estas cosas, serás como el
cordero descarriado del rebaño, sobre el que se abalanzan los lobos. —Aún
percibía el rechazo en la tirantez que presentaban los músculos de Aarón. Le
dio una leve palmada en el hombro—. Aunque la vida tampoco es tan
desagradable, claro. Están los romanos, sí. Pero también existen los pepinos,
que son mucho más gratificantes.
—¿Pepinos? —preguntó Aarón, perplejo.
José sonrió para sus adentros. La palabra le había salido de forma
espontánea, sin pensarlo. Sin embargo, resultaba perfecta. Aquello iba a ser
mucho más sencillo de lo que había previsto.
—Ése era el nombre secreto que tenía yo para mi miembro viril por la
época en que me hice hombre. —Se señaló vagamente la zona genital con el
índice—. Quizá ya te haya ocurrido eso de que tu cuerpo manifieste una
voluntad por cuenta propia.
—¿Te refieres a que mi... crezca y se ponga tieso? —inquirió Aarón,
demostrando ahora un vivo interés.
La cosa ya había comenzado, dedujo José. Eleazar tenía razón.
—Sí —respondió en tono desenfadado, aunque sin el más leve asomo de
risa—. Así ocurrirá. Y te sentirás muy raro, porque tú no se lo habrás
ordenado. Es como tener una criatura singular que forma parte de tu
cuerpo, pero posee vida independiente.
«Pronto te acostumbrarás —aseguró, sonriendo a su hijo—, porque una
vez que empieza, sucede continuamente; siempre en el momento más
inoportuno, cuando puede causar más turbación. Recuerdo una vez en que
estaba hablando con mi abuela sobre unas malas hierbas que ella quería que
arrancara en el huerto, cosas simples y normales, y de repente, sin ningún
motivo, experimenté una erección. Tuve la sensación de que mi túnica se había
ahuecado vanos palmos. Me quería morir de vergüenza.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó Aarón con los ojos abiertos como
platos.
José rió con suavidad. Después de tantos años, aquel momento estaba en
su recuerdo grabado como algo agradable.
—Rebeca hizo como si no se hubiera dado cuenta. Quizá no se dio
realmente cuenta, nunca lo sabré con certeza. Siempre ha sido una dama
estupenda.
»Sea como fuere, arranqué las hierbas del huerto. Entonces se me ocurrió
un nombre para mi independiente apéndice: Pepino.
—¡Padre!
—Había unas buenas matas de pepinos en el huerto —continuó José—.
Uno de ellos era enorme, exactamente igual a la sensación que yo había
experimentado en mi cuerpo. Lo cogí y lo llevé a mi habitación. Esa noche,
cuando me ocurrió lo mismo hice la comparación con el pepino: éste no era ni
la mitad de grande. Me sentí mucho mejor después de comprobarlo.
—Habíame de otras veces.
—¿De las que el pepino me hacía sentir como un idiota? Fueron decenas de
veces, o quizá cientos, pero ésa es la que recuerdo mejor.
—Pepino. —Aarón se echó a reír.
José sumó su risa a la su hijo, con carcajadas aún más estruendosas.
Hacía mucho que no disfrutaba con él de una proximidad tan rara, tan
especial. Quizá fuera aquélla la primera vez.
Aunque deseaba prolongar el momento, las sombras que se alargaban en el
patio le advirtieron de que pronto llegarían sus invitados, y todavía debía
bañarse y vestirse.
José se puso en pie. Anhelaba abrazar al muchacho, su único hijo, pero
sabía que al hacerlo estropearía el clima que se había creado entre ellos.
—Voy a tomar un baño —anunció, permitiéndose tan sólo esbozar una
sonrisa.
El baño, de estilo romano, se encontraba en la planta baja de la casa. Aun
contando con todas las instalaciones propias de una gran ciudad —un teatro
para conciertos y representaciones, un hipódromo para carreras de cuadrigas
—, Jerusalén no disponía ni siquiera de uno de los baños públicos que tanto
abundaban en las otras urbes del imperio. En tanto que los romanos, los
griegos y el resto de pueblos consideraban que la desnudez era algo natural,
sin mayor importancia, la ley judía la condenaba. José, como la mayoría de
personas de su clase, tenía en su casa una réplica reducida de los baños.
Se introdujo en el agua caliente con un ahogado gemido de placer, la mente
todavía puesta en Aarón. Ya era un hombre, al menos físicamente. Resultaba
agradable saberlo; José se hizo el propósito de comenzar a pensar en una
esposa adecuada para su hijo. Lo haría en cuanto se hallara de regreso, en
otoño.
Era una lástima que Aarón no tuviera hermanas, así como que el chico no
quisiera acompañarlo a las propiedades que la familia poseía en Arimatea,
donde podría tener contacto con sus primas y todas las muchachas del
pueblo. A buen seguro, Aarón se quedaría con la lengua trabada si tuviera que
hablar con una chica. Siempre estaba rodeado de hombres... preceptores en
casa y profesores en la academia. Pasaba muy poco tiempo con su madre,
porque ella no era una persona cultivada y él siempre había sido un alumno
con una gran avidez de conocimientos desde que tuvo el primer contacto con
los estudios, cuando sólo contaba cinco años.
José estaba orgulloso y hasta un tanto maravillado por la capacidad
intelectual de Aarón. Aun así, pese a que intentaba reprimirlo, esa
tendencia de su hijo le producía también cierto recelo. Él había sido un
muchacho de acción, no un pensador, cuando tenía su misma edad.
«¡Basta! —se dijo—. Debes reconocer que tú tienes tu parte de culpa. Nunca
lo has llevado a Roma, aunque siempre hayas querido hacerlo. Ni tampoco a
ninguna otra gran ciudad. Alejandría es el centro mundial de la erudición; a
Aarón seguramente le encantaría verla.»
El año próximo sería el momento idóneo para ello, el año en que
oficialmente el chico accedería a la edad adulta. No había una ciudad en el
mundo mejor que aquélla para colmar de placeres a un hombre. José sonrió al
rememorar las experiencias vividas en Alejandría mientras salía de la bañera
caliente para tomar el baño frío en la habitación contigua.
El vigorizante contraste de temperatura le hizo abandonar esas
divagaciones para concentrarse en asuntos más urgentes. Tenía pendientes
muchas decisiones de negocios.
¿Qué regalo debería presentar al procurador Coponio? Lo había conocido
en la recepción que se ofreció con motivo de su llegada a Je-rusalén justo
antes de la Pascua judía, pero la reunión fue tan multitudinaria que José sólo
tuvo tiempo de reparar en la juventud y en el nerviosismo impregnado de
altanería de Coponio. El regalo debía ser caro y halagador. Para un joven
romano que deseaba pasar por un hombre de mundo, aquello equivalía a
pensar en algo griego. Aunque no lo admitieran nunca, los romanos albergaban
el íntimo anhelo de ser tan civilizados como los griegos; éstos, al fin al cabo,
habían sido los creadores de lo que el mundo contemplaba como civilización.
¿Por qué si no hablaban griego en lugar de latín todas las personas de
categoría? El latín se dejaba para los negocios y la política: contratos,
testamentos, arriendos, proclamaciones del emperador.
Sí, una estatuilla griega de gran valor sería el regalo perfecto. José
sonreía mientras se frotaba con la toalla. Tenía el objeto preciso en la
cámara acorazada de sus oficinas de Cesárea: el busto antiguo de un bello
joven. Como devoto judío, jamás habría guardado algo así en su casa, ya que la
ley de Moisés prohibía las imágenes esculpidas. Sin embargo, como negociante
podía utilizarla para granjearse el favor de un gobernador gentil.
Coponio había regresado ya a Cesárea, sede principal del poder romano
en Judea. Para cuando José fuera a esa ciudad, aproximadamente en el plazo
de un mes, el joven romano se encontraría aburrido y solo, puesto que la
primera oleada de visitas de solicitantes cargados de sobornos ya habría
remitido. Y entonces llegaría un hombre que no le pediría ningún favor, con
un regalo cuyo valor superaba al de cualquier otro objeto que él pudiera
poseer... Coponio sentiría ganas de abrazarlo.
La sonrisa de José se ensanchó. «También puedo darle información sobre
los placeres que ofrece Cesárea: ese tipo de cosas de las que él jamás lograría
enterarse por sí solo. Todavía es mi lugar mágico, igual que cuando yo era un
chiquillo que sólo alcanzaba a soñar sus maravillas. Cuando la ciudad era tan
joven como yo.»
Tan joven...
II
SU FAMILIA
2
La tarde siguiente, José entró cojeando, con los pies llagados y en-
sangrentados, por la gran puerta de la muralla de la ciudad justo en el
momento en que iban a cerrarla. Siguió caminando, atraído por el olor del
mar, y cuando vio el magnífico puerto iluminado por la luz del ocaso, se olvidó
al instante del dolor y el cansancio.
Cesárea era una ciudad mágica, blanquísima, cuyo perfil se recortaba
sobre el azul del Mediterráneo. La construcción de su puerto se había
llevado a cabo con meticulosa planificación y métodos revolucionarios. Allí no
se había efectuado una simple extracción de tierra para crear una ensenada u
entrada en la costa. No, la ciudad bordeaba en línea recta la costa. El puerto
estaba abrazado por diques de mármol blanco de diez metros de altura,
reforzados por escolleras, que se adentraban en las aguas para contener su
embate y proteger de las tormentas y el viento a los barcos que se
encontraban allí amarrados.
En los diques había soportales de mármol blanco, bajo cuyo amparo
funcionaban almacenes, talleres, tiendas de suministro y hosterías para los
marineros. Junto a ellos se abrían anchas avenidas que se prolongaban hasta
más de cien metros de distancia de tierra y conectaban en ángulos rectos
con el malecón del sur, que sobresalía unos quinientos metros en dirección al
malecón del norte. En la punta quedaba una enorme entrada guarecida del
oleaje, donde se alzaba el gigantesco faro que guiaba a las embarcaciones.
En el centro del largo muelle adosado a la ciudad se erguía un templo de
mármol blanco, que estaba dedicado al emperador Augusto César, cuyas
esbeltas columnas se reflejaban en las azules aguas del Mediterráneo. El
resto de la ciudad mostraba igual esplendor que la zona portuaria. El palacio
de mármol blanco de Herodes era inmenso y las mansiones adornaban con su
presencia las rectas calles flanqueadas de palmeras. Incluso las casas más
pequeñas, las tabernas, tiendas y establos tenían las fachadas de mármol
blanco.
—¡Chico!
José notó una punzada en el costado. Al abrir los ojos vio una cara, muy
cerca de la suya. Enseguida aquellos labios se plegaron para esbozar una
sonrisa y luego de ellos brotó una carcajada. Era un chiquillo, más o menos de
su edad.
—Más vale que te vayas de aquí—dijo el muchacho, agachandose—. La
guardia reparte bastonazos en la cabeza a las personas que se quedan en los
muelles. ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Asíbal.
—José —respondió él con voz estrangulada por la sequedad de garganta
que le provocaba el sueño y la sed—. Gracias por salvarme de un bastonazo en
la cabeza.
—Ven conmigo. Conozco un sitio donde puedes beber algo. Por la voz,
pareces estar igual de seco que el desierto.
José asintió con un gesto. Sí, tenía mucha sed. Al moverse, el dolor de los
pies lo acabó de despertar. Dirigió de inmediato la mirada hacia el puerto.
Aunque el agua aparecía quieta y falta de color a esas horas de la madrugada,
su visión le procuró la energía que siente quien ha cumplido sus objetivos.
Estaba allí, donde quería estar. Vio al otro chico, que ya se alejaba, y echó a
correr tras él.
Asíbal lo llevó a una taberna. Era evidente que el establecimiento había
permanecido abierto toda la noche, pues los clientes dormían la borrachera
repantingados en los bancos. En el suelo abundaban los charcos de vino
barato y vómito entremezclados, que llenaban de pestilencia el ambiente.
Asíbal se abrió camino entre ellos hasta la barra, tras la cual bostezaba un
corpulento y desaliñado individuo.
—Una copa del mejor vino de Chipre que tengáis —pidió el chico.
—Te crees un potentado, ¿eh? —contestó el tabernero con una
carcajada que más parecía un gruñido—. Lo único de Chipre que encontraréis
aquí será un marinero. ¿Quieres que lo haga mear en una copa?
—Sólo preguntaba —dijo Asíbal, y encogió los hombros—. ¿Qué es lo más
aceptable que podéis ofrecer?
Sin responder, el hombre tomó una jarra y sirvió vino en un vaso de barro
cocido, en cuyo borde se advertía una costra de suciedad acumulada.
—Dame un sestercio —exigió al tiempo que tapaba el vaso de vino con la
mano.
—Paga, José —dijo alegremente Asíbal.
—Eso es demasiado —exclamó José, retrocediendo. Un sestercio era el
equivalente de dieciséis cuadrantes, las monedas que tanto le había costado
acumular. Con ese dinero podía comprar tres o cuatro hogazas de pan. De
improviso sintió un gruñido en el estómago y advirtió que tenía hambre—.
Vamos, Asíbal —dijo, y se encaminó a la salida.
—En la zona del puerto son todos unos ladrones —observó Así-bal cuando
ya respiraban el aire limpio y salobre del mar—, pero valía la pena probar. A
veces, al final de la noche venden el vino con poso por sólo un par de
cuadrantes. Miremos en otras tabernas.
—Lo que de verdad quiero es leche —confesó José.
Aunque deseaba presentar la misma apariencia de mundano desenfado
que percibía en Asíbal, en ese momento su estómago vacío era más
importante que el orgullo.
—Claro. Debiste decírmelo. Conozco una tienda de víveres. Podemos
desayunar juntos.
La tienda no era más que una habitación adosada a un edificio que se
hallaba en un callejón contiguo al muelle. Con el alba se abrieron sus
postigos y de dentro emanó un dulce aroma a pan recién horneado. José se
desprendió la bolsa de monedas que llevaba al cuello. En ese momento la
habría dado entera si fuera necesario, pensó. Nunca se había sentido tan
hambriento y sediento en toda su vida.
En realidad, le bastaron unas pocas monedas para saciar su hambre y la de
Asíbal. Después compró otra hogaza de pan para llevársela, pues no quería
encontrarse sin más opción que aceptar las exigencias de un ladrón cuando
volviera a llegar la hora de comer.
—Regresemos al puerto —propuso entonces, ansioso por ver los barcos a
plena luz del día.
Asíbal no puso reparos. Era un muchacho bien informado. Ninguno de los
dieciséis barcos que se encontraban amarrados a los muelles era fenicio,
aseguró.
—Pero son barcos grandes, y hay tres negros —observó José.
—Cualquiera puede pintar la quilla del color que quiera. Pero estos barcos
son de cabotaje y no salen a alta mar. Todavía es temprano para esa clase de
navegación.
José miró a Asíbal como si éste fuera un mago.
—Sabes tanto... —dijo.
—A tí te lo parece porque eres muy ignorante, José —respondió el chico,
sonriente—. ¿Y qué haces aquí pues, si no sabes nada de barcos?
—Pienso aprender —explicó José, sin tomarse a mal la observación—.
Quiero encontrar trabajo en un barco fenicio para aprender todo lo que
ellos saben.
Esperaba que Asíbal se burlara de él, pero no fue así.
—Un buen plan —comentó el chico—. Para eso he venido también yo aquí.
Lo malo es que no te darán trabajo en un barco fenicio, José, ni tampoco en
ninguna otra clase de barco. —Tocó el borde de la capa de José—. Eres judío,
¿verdad?
—Sí. ¿Y eso qué tiene que ver?
—Nadie emplea a los judíos salvo los propios judíos, por ese día de la
semana en que los judíos no trabajan.
José se quedó boquiabierto. No se había planteado la cuestión del
sabbath, ni siquiera se le había ocurrido. El sabbath era algo tan natural en su
vida que ni tan sólo había considerado la posibilidad de que otros pueblos no
lo observaran.
—No lo había pensado —musitó, más para sí que para Asíbal—. Soy un
grandísimo tonto.
—A mí no me importa. Me gustas. De todas formas podemos ser amigos.
Yo soy fenicio.
—¿De veras? —Asíbal le resultaba más fascinante a cada minuto que
pasaba.
Alentado por la actitud admirativa de José y sus ademanes de ánimo, Asíbal
se lanzó a hablar y durante horas estuvo alardeando y prodigándole toda suerte
de confidencias, aseveraciones e información.
Era fenicio, pero no era oriundo de Tiro ni Sidón ni de ninguna ciudad
portuaria. No todos los fenicios eran marinos.
—No habría bastantes barcos en el mundo —explicó.
No, su padre era labrador, igual que lo habían sido su abuelo y su
tatarabuelo. Él era el menor de ocho hijos y no le correspondía ninguna
herencia.
—Mi padre iba a venderme como esclavo, tal como había hecho con tres de
mis hermanos, pero mi madre no quiso. Como soy el benjamín, soy la niña de
sus ojos, ¿entiendes?
Así pues, la madre fue a ver a un primo, el cual a su vez fue a ver a un tío,
que tenía un hijo casado con una mujer cuyo padrastro tenía un sobrino que
conocía a un hombre que era segundo de a bordo en un barco fenicio.
—Llevo una carta para él cosida por dentro en el borde de la capa. En esos
barcos no admiten así como así al primer fenicio joven que aparece pidiendo
trabajo.
Por otra parte, jamás de los jamases aceptaban a alguien que no fuera
fenicio, de manera que José tampoco habría tenido ninguna posibilidad
aunque no hubiera sido judío.
Pero es que además de judío era tonto. Porque mira que había que ser
tonto para llevar el dinero colgado del cuello. Cualquiera lo adivinaría con sólo
ver el cordón. Debía haber cosido el dinero al cinturón, como él. Se aflojó la
faja e invitó a José a palparle la cintura.
—Es la dote de mi madre —anunció con orgullo—. Obligó a mi padre a
dármela porque soy su preferido.
»Claro que recibiré una paga por mi trabajo en el barco, y entonces
devolveré el dinero a mi madre. Pero como no hay forma de prever cuándo
llegará un barco a puerto, mientras tanto tengo que comprar comida y pagarme
la cama en la hostería de los marineros. Ya llevo cuatro días aquí, por eso
conozco tan bien la ciudad. Me levanto temprano, bajo a ver si ha llegado mi
barco y después tengo el día entero para explorar.
¿Sabía José que Cesárea tenía unos grandes baños romanos, donde se
celebraban los entrenamientos para las competiciones atléticas y que la
entrada era libre? También tenía un hipódromo. Desde dentro, parecía que las
hileras de asientos llegaran hasta el cielo. La lástima era que no habría ninguna
carrera de cuadrigas hasta el cabo de varias semanas, y para entonces él ya
habría embarcado.
¡Pero cerca del hipódromo había un circo, donde al día siguiente se
celebrarían combates! Boxeo, peleas de animales... un león africano lucharía
contra cincuenta lobos. ¿Por qué no iban? Siempre que su barco no llegara
antes, por supuesto.
José no tenía inconveniente en dejar que su nuevo amigo le organizara la
vida. El fenicio era tan alegre, tan divertido y tan enérgico, quejóse se hizo
el propósito de imitar su manera de ser. No era agradable vivir agobiado por
el enojo, el desasosiego y el pesimismo. Deseaba con fervor parecerse a
Asíbal. En cierto modo, deseaba algo más que parecerse a él: deseaba ser él.
—...José, despierta.
La voz de Asíbal resonó como un mazazo en su cabeza. Entonces emitió un
gemido y trató de abrir los ojos, pero uno de los párpados no le respondía.
Asíbal lo zarandeó. Le dolía todo el cuerpo.
—Para —logró articular; también tenía dolorida la garganta.
Miró con el ojo ileso a Asíbal, que sonreía, y vio que le faltaba un diente.
—Me parece que al final igualmente te han aporreado la cabeza —
comentó el fenicio.
José intentó sonreír, pero el dolor era excesivo. Se palpó la cara. La nariz
había perdido su forma habitual. Aún conservaba los dientes en su sitio, pero
tenía los labios hinchados. Hizo un esfuerzo y logró esbozar algo parecido a
una sonrisa.
—Venga. Te ayudaré a levantarte —dijo su amigo—. Con cuidado. Me
parece que tengo el brazo roto o algo así.
—Puedo hacerlo solo. —José se puso de rodillas y después se levantó
despacio. No estaba tan mal como creía.
—¿Te da vueltas la cabeza?
—Un poco; no mucho.
—Entonces mejor será que te apoyes en mí, en el costado derecho. Pronto
anochecerá. Tenemos que llegar a la hostería antes de que oscurezca... Aaay.
—¿Qué pasa?
—Me parece que también me he roto el pie, o el tobillo. Tendrás que
ayudarme tú.
José advirtió que se hallaban en un callejón próximo a la taberna.
—¿Queda lejos la hostería?
—No mucho.
Aliviado por la respuesta, José rodeó la espalda de Asíbal con el brazo.
—Ya está. Vamos. ¿Por dónde es?
—Sigue por el callejón hasta la siguiente calle y entonces gira a la
izquierda. ¡Agh!
—Lo conseguiremos. Apóyate en la pierna buena.
Aunque avanzaban tambaleantes, muy despacio, antes de salir del callejón
ya habían recobrado el ánimo y las fuerzas suficientes para reírse de su
lamentable estado.
Al llegar a la esquina de la calle, un hombre se fijó en ellos.
—Eh, chicos, ¿qué os ha pasado? Menuda pinta tenéis. Me alegro de no
haber estado en la pelea en la que habréis participado.
José alzó la vista y vio una blanca dentadura rodeada de una tupida barba
negra. El hombre cubría su cabeza con una especie de turbante de lino azul.
—Te sangra la cabeza, chico —dijo—. Espera. Toma. —Estiró de la punta
del turbante y lo desenroscó con asombrosa facilidad—. Enjúgate. Tienes un
aspecto de pesadilla. Yo me ocuparé de tu amigo.
José notó que el desconocido le liberaba del peso de su amigo, y cogió el
pedazo de tela.
—Gracias —dijo con voz carrasposa. Después se llevó la tela a la cabeza y
quedó aterrorizado al ver que se empapaba al instante.
—Gracias —dijo también Asíbal—. Sois un soporte más firme que mi
amigo.
—¿Qué hacéis...? Un momento, ¿qué es esto?
José se volvió hacia su salvador, porque había percibido un matiz
diferente en su voz.
—No sé de nadie que se ponga dos cinturones a la vez —comentó el
hombre—, y menos que uno lo lleve debajo de la túnica, a no ser que esté
relleno de dinero.
José vio que Asíbal caía al suelo y que el hombre extraía algo brillante de
su propio cinturón.
—No...
Entonces dejó caer el pedazo de tela y se inclinó, pero cuando hubieron
transcurrido los pocos segundos que tardó en advertir lo que ocurría, poco
pudo hacer. Cayó de rodillas junto a su amigo y observó cómo aquel individuo
desaparecía entre la creciente oscuridad.
—¡Auxilio! —gritó. Tomó a Asíbal en brazos y lo estrechó contra su
cuerpo. Pesaba mucho—. ¡Auxilio! —volvió a gritar.
Se dio cuenta de que estaba llorando, y sintió vergüenza, pero fue incapaz
de parar. Sabía, sin acabar de comprenderlo, que aquella pesada flaccidez
significaba que Asíbal estaba muerto.
No quería reconocerlo de forma abierta. Permaneció arrodillado durante
horas, llorando, meciendo en sus brazos el cuerpo inerte del muchacho.
Los guardias de la guarnición romana lo encontraron al hacer la ronda.
Aunque eran rudos, lo trataron bien. A la luz de una antorcha, lo separaron de
Asíbal, lo pusieron en pie y, mientras uno de ellos lo sostenía, lo interrogaron.
El que llevaba la antorcha iluminó con ella la zona y entonces José vio el
brillo de la sangre de Asíbal derramada en el suelo.
—No hay ningún cuchillo —comprobó el romano—. El chico dice la verdad.
—¿Tienes otra ropa? —preguntó otro.
José sacudió la cabeza y el dolor le hizo ver fulgurantes chispas.
—Tienes tú más sangre encima que tu amigo. Te has empapado. Toma. Su
manto casi no está manchado; quítate el tuyo y envuélvete con éste. Así no se
te verá la túnica. Ven, te llevaremos a la hostería. Allí tienen un baño donde
podrás lavarte.
Hasta la mañana siguiente, José fue incapaz de coordinar los pen-
samientos, de recordar. «No voy a llorar —se juró a sí mismo—. No voy a
llorar.»
Alguien le había lavado la túnica. Al vestirse, descubrió en el borde de la
capa de Asíbal un trozo rígido donde no había ninguna mancha de sangre
reseca.
Después de pagar por la cama y la limpieza de la túnica, preguntó cómo
llegar a la tienda de víveres que se hallaba próxima al muelle.
«Me enrolaré en el barco fenicio. Seré fenicio y no judío. Seré Así-bal, que
se presenta con una carta de recomendación al capitán.»
El capitán del Isis era un hombre alto, musculoso y altivo. Escrutó por
segunda vez la carta y de nuevo observó a José de arriba abajo. Era evidente
que estaba irritado.
—De acuerdo —dijo al fin—. Encontraremos la manera de que seas útil.
Pero ten presente una cosa, Asíbal. —Volvió a mirar la carta—: Si no trabajas
duro y obedeces todas las órdenes sin rechistar, te devolveremos al lugar de
donde has venido.
—Haré todo lo que me digáis —prometió con vehemencia José.
—Señor —precisó el capitán—. A todos los superiores del barco les darás
el tratamiento de «señor».
—Sí, señor.
—Tendrás una paga de un sestercio por día, que te será entregada al final
del viaje, si has trabajado bien.
—Sí, señor.
Aquella cantidad le pareció una fortuna a José, que sólo aspiraba a que le
permitieran trabajar. Ni en sueños había esperado que además le pagaran
por ello.
—Ve a la cocina, por esa escalera. Al cocinero le agradará tener un
ayudante tan pequeño, porque el espacio que hay abajo es escaso.
—Sí, señor.
—No te quedes ahí parado haciéndome perder el tiempo, chico. Vete.
José se marchó corriendo.
El cocinero le dio un manotazo en la cabeza en cuanto apareció en la cocina.
—Eso para que no se te olvide quién manda aquí —dijo.
—Sí, señor —murmuró José.
El sopapo le había caído justo en una herida que aún no había sanado del
todo, y el dolor le cortó la respiración. De todas formas, merecía la pena
soportarlo. Estaba en el barco, en el mar, aunque desde la cocina sólo se
percibía el olor a fritura con aceite de oliva: el aroma de las azules aguas del
puerto no llegaba hasta allí.
Durante los cinco meses siguientes, José apenas tuvo ocasión de
contemplar el mar. Solamente salía a cubierta por la noche, para dormir en
una estera que por la mañana enrollaba y guardaba en una caja de madera,
semejante a un sarcófago, junto a las del resto de la tripulación.
De día permanecía en la cocina, fregando ollas, cuencos y vasos,
troceando, pelando, machacando, picando o removiendo alimentos, o bien
sirviendo la comida a los marineros, según le ordenaba el cocinero. También
llevaba la comida a los remeros y recogía sus escudillas, que luego limpiaba y
guardaba en un cesto.
Otra de sus obligaciones era vaciar los grandes bacines donde defecaban y
meaban los remeros. Asimismo, aprendió el vocabulario del barco.
Aquellos hombres, encadenados a los bancos y a los remos, le inspiraban
compasión, hasta que el encargado le hizo ver que no eran dignos de ella.
—Son todos criminales —explicó—. Les dieron a elegir entre pasar diez
años remando o ser vendidos como esclavos para toda la vida. Dado que la
mayoría son asesinos, nadie pagaría gran cosa por ellos. ¿Quién quiere un
esclavo que podría matarlo mientras duerme?
José se acordó de Asíbal y deseó con todas sus fuerzas que el asesino del
chico estuviera encadenado a un remo. A partir de entonces, se limitó a
entregar las escudillas a los remeros y limpiar sus excrementos, sin mirarlos.
Las marcas de latigazos que algunos tenían en la espalda le producían regocijo.
El gran barco navegó desde Cesárea a Alejandría, luego a Cartagena,
Massalia, Putedia, y finalmente a Sidón, la principal ciudad portuaria de
Fenicia. En los puertos, José ayudaba a cargar y descargar la mercancía, en
balas, cajas, sacos, odres y ánforas de todos los tamaños concebibles.
En esas ocasiones podía contemplar el mar desde la pasarela que
comunicaba con cubierta, pero apenas tenía tiempo para ello.
La entrada al puerto de Alejandría le ofreció, al menos, la compensación
de la asombrosa vista de su inmenso faro. Aun con la espalda doblada bajo el
opresivo peso de la carga, logró ver el fabuloso edificio. La ciudad, no
obstante, quedaba oculta más allá del almacén donde descargaba los fardos, y
cuando se halló de nuevo a bordo tuvo que bajar de inmediato a la cocina.
El trabajo en un barco resultó ser muy distinto a lo que había so ñado.
Nunca solicitaban su colaboración para izar, arriar o arrizar la vela. Nunca
tenía oportunidad de hablar con el timonel, que manipulaba las dos largas
palas de la popa. Jamás podía proyectar la mirada sobre tierra cuando
estaban cerca de la costa, ni sobre la infinita superficie del agua en alta mar.
Le quedaba, con todo, el balanceo del barco durante el día, y por la noche,
durante los breves segundos que tardaba en caer rendido de sueño, el olor
embriagador del agua que transportaba el viento. Ni por un instante se
arrepintió de la decisión que había tomado. Estaba donde quería estar. Al
inicio del viaje tenía una fuerza considerable para un chico de su estatura.
Cuando éste terminó, había crecido más de dos centímetros y poseía unos
músculos de acero.
—Te has portado bien, chico —lo felicitó el capitán al entregarle la paga—.
Puedes volver la próxima temporada. Preséntate en Sidón a mediados de mayo.
¿De acuerdo, chico?
—Sí, señor.
Loco de alegría, José fue en busca del cocinero para contárselo.
—Supongo que no iré a quejarme por eso al capitán —dijo éste. Luego le
dio un manotazo en la cabeza—. Pero no te olvides de quién manda aquí.
Su trato con el cocinero había sido lo más parecido a una relación de
amistad con que había contado durante aquellos meses.
José estuvo a punto de ahogarse; cuando por fin alcanzó la playa, vomitó
grandes cantidades de agua y permaneció largo rato tosiendo y jadeando.
José no estaba seguro de que las plantas que había recogido no fueran
venenosas. Todas le eran desconocidas. Las probaría más tarde en pequeñas
cantidades. Por lo pronto, había visto lo que esperaba ver desde lo alto de la
colina.
No se advertía ni rastro de las personas procedentes de la otra orilla, ante
cuya visión había echado a correr. Pero abajo en la playa había decenas de
cestos —o al menos así le parecía—, que estaban llenos de algún material
pesado. Tenía que tratarse de algo pesado, porque cada marinero cargaba
sólo uno. Los transportaban por la playa que rodeaba la isla, hasta el barco.
La isla volvía a ser una isla. La lengua de tierra había desaparecido,
inundada por la marea. Él había averiguado el secreto que con tantas
precauciones protegían los fenicios.
—¿Qué es eso?
José señaló una de las cajas que había junto a los bancos de los remeros,
encajadas en unos huecos especiales, entre los orificios por donde salían los
remos.
—No te hagas ilusiones, cocinero. Parece plata, pero sólo es estaño. No
sirve para comprar nada.
—¿Y de qué crees que están hechos los sestercios, mentecato? —lo
contradijo el compañero con el que compartía remo—. Pues de bronce, y el
bronce se fabrica mezclando cobre y estaño. El viejo Augusto César lo
pasaría mal si no le suministráramos estaño, porque entonces debería
utilizar plata, o el oro que dicen que tiene guardado en grandes cantidades en
su palacio de Roma.
José se desplazó para servir la comida a los remeros que ocupaban el
siguiente banco.
—¿Cuándo estará listo ese cabrito, cocinero?
—Cuando el capitán dé permiso para encender el fuego.
—Remad más deprisa, compañeros. Me apetece tomar algo más
sustancioso. Ya estoy harto de caldos.
José estaba contento de que aún faltara un mes para las fechas en que lo
esperaban en Anmatea. Tenía mucho que aprender para el año siguiente, y
aquellos conocimientos no podía obtenerlos en la alquería.
José llegó a Arimatea cuando se recogía la aceituna, tal como había hecho
los años anteriores. Guardó silencio mientras Josué intentaba hacerle ver la
magnitud de sus pecados. Esa vez, sin embargo, no lo azotó. A los quince años,
José era demasiado mayor para recibir castigo físico.
Aparte, había algo más, algo no expresado que había hecho modificar la
actitud del padre. Aquel hijo se había convertido en un extraño, en una
persona desconocida para él.
Un extraño, y también un hombre. Esta impresión nada tenía que ver con
un tradicional y arbitrario reconocimiento de la mayoría de edad. Ese José
ya no era un joven rebelde. En sus ojos ardía una firmeza inquebrantable.
Era un hombre que sabía con certeza cuáles eran su lugar y objetivo en el
mundo.
A Josué ese desconocido le inspiró respeto y a la vez pena, pues sabía
que había perdido a su hijo.
—Te ves distinto este año, José. —Sara lanzó este comentario, a modo de
interrogante, con un leve fruncimiento de ceño que indicaba su desconcierto.
José contó a la chica casi todo lo sucedido, aunque omitió revelarle el
destino secreto de los fenicios. No es que desconfiara de la discreción de
Sara, sino que se sentía ligado por un compromiso de honor a los hombres del
Halción, a la selectísima tripulación de la que había pasado a formar parte.
—El viaje de este verano ha sido el más emocionante de todos —dijo,
resumiento la experiencia.
»He aprendido mucho. Sara, ahora ya sé lo que voy a hacer con mi vida.
Será estupenda, y quiero compartirla contigo. Ya es hora de que nos
desposemos. —Le ofreció una caja de cuero con adornos dorados—. Éste es mi
regalo de compromiso. Me dijeron que Cleopatra de Egipto lo llevó en una
ocasión. Te voy a hacer mi reina y como tal te voy a tratar... Sara, no te rías.
Hablo en serio.
—Ya lo sé —reconoció ella y le dio un beso en la mejilla, aunque siguió
riendo—. ¡Es que dices unas tonterías! Es como si escuchara a mi padre, en
lugar de a un amigo, transmitiéndome lo que ha decidido o dejado de decidir
por mí. No seas bobo, José. Sólo tengo doce años, y no puedo ser tu esposa,
ni mucho menos tu Cleopatra. ¿Qué hay en la caja? ¿Un áspid por el que debo
dejarme morder como hizo ella? ¿Lo ves? Conozco su historia.
José tiró la caja al suelo y le tomó las manos.
—Yo te quiero, Sara. Pensaba que tú sentías lo mismo, que estábamos
predestinados a estar juntos.
—Claro que sí. Siempre lo he sabido, José.
—¿Y me quieres también?
—Sabes que sí. Siempre te he querido y probablemente siempre te querré.
—Eso es lo único que importa.
—Por supuesto. ¿Por qué no empezabas por ahí, en lugar de perorar sobre
Cleopatra?
Le soltó las manos y, con timidez, la rodeó con los brazos. Ella se acercó
más y apoyó la cabeza contra su pecho.
—Qué agradable —murmuró—. José, ¿me enseñarás a besar?
El joven se consagró con entusiasmo a la educación de su futura esposa
durante más de una hora. Como amaba a Sara con todo su corazón, ni por un
instante recordó cómo había aprendido aquello que le enseñaba. Fue en
Alejandría, en el mismo lugar donde había comprado el collar de flores de
lapislázuli que iba a regalarle para los esponsales.
El «estudiante joven» era un hombre más viejo que el padre de José. Por
fortuna para éste, sentía un amor apasionado por el misterio de los cielos y
los significados de los cambios que era posible percibir en los movimientos de
los cuerpos celestes. Para él, la navegación era una aplicación menor, aunque
valiosa, del escaso conocimiento que el hombre había conseguido acumular con
los siglos.
—Como comprenderás, José de Arimatea, deberemos realizar buena
parte de nuestro trabajo durante las horas de oscuridad. La trayectoria del
sol podrás aprenderla en pocos días.
Pienso estudiar día y noche, señor. Tengo gran necesidad de aprender.
Aquélla era la actitud perfecta para granjearse los favores de Teócrates.
A continuación éste formuló a José una decena de preguntas prácticas sobre
su experiencia, salud, costumbres, modo de vida y anterior educación, y a
partir de las respuestas le organizó la vida. Lo llevó a una pequeña
habitación que estaba abarrotada de mesas y de jóvenes que leían
pergaminos, discutiendo a un tiempo entre sí sobre el contenido de sus
lecturas. Teócrates golpeó el mármol del suelo con el bastón para reclamar
atención.
—Micah —ordenó—, ven conmigo.
—Aquí tienes a tu mentor —presentó—. Micah, éste es José. También es
judío. Búscale un sitio donde alojarse y comer, llévalo a los baños e intégralo al
grupo con el que vienes aquí de noche. Os veré a los dos a la hora prevista
para retirar la cubierta del techo.
—Ven —lo invitó Micah, sonriendo, antes de conducirlo por un laberinto
de corredores hasta una puerta que daba a una calle estrecha y tranquila—.
Hay una vinatería cerca de aquí. Es un jardín, donde se puede pensar al
amparo del bullicio. Espero que seas rico, porque yo estoy arruinado.
José estaba a punto de descubrir la vida civilizada llevada a su más alto
grado de fruición. Alejandría se había concentrado durante siglos en
desarrollar los placeres de los sentidos, indagar en ellos, refinarlos y
elaborarlos hasta alcanzar una cima de sofisticación insospechada para él
antes de que su buena fortuna lo llevara hasta allí en busca de conocimiento.
El jardín estaba rodeado de muros, y se hallaba adornado con enredaderas
dispuestas en elegantes arabescos y con estatuas de cuerpos desnudos, de
hombre y de mujer, solos o emparejados en sutiles posturas eróticas.
Les sirvieron, en copas de cristal, un vino de un paladar que no se parecía
en nada a los que antes había probado José. Al beberlo sentía unos leves
chispazos de calor en la garganta y en la cabeza.
—Tómalo a sorbos y no a tragos. Así, amigo que has sucumbido al
embeleso de las estrellas, prolongarás el placer.
Micah se encontraba cómodamente repantingado en su sillón de mármol
cubierto de cojines de seda. José trataba de imitarlo, pero se sentía tan
torpe como un buey que se hallara atrapado en un lodazal.
—Tienes la sensación de ser un patán acabado, ¿eh? —Micah había
empleado un tono amistoso, sin asomo de burla ni malicia—. Te he traído aquí
a propósito, José, para que te sintieras así... ¡No, espera! No te enfades. Esto
es Alejandría. Ésta es la manera como vive la gente aquí, la expresión natural
de su forma de pensar. No quiero decir con ello que tenga nada de natural, al
contrario. Todo se controla, manipula y complica hasta extremos rayanos en
la perfección. Algunos alejandrinos llevan las cosas hasta límites más que
perfectos, lo cual llega a ser bastante curioso. Pero tú no corres el peligro de
caer en esa exageración, te lo prometo.
»No te propongo que te vuelvas como nosotros, José. Solamente intento
mostrarte cómo somos. No desperdicies las energías en la desaprobación, la
crítica o la oposición. Lo único que debes hacer es adaptarte lo suficiente
para no llamar la atención y no verte así ridiculizado ni maltratado. Si lo
logras, podrás concentrarte en lo que has venido a hacer en Alejandría,
porque nadie te importunará.
José reflexionó sobre las palabras de Micah y le pareció que no le faltaba
razón. De todas formas, como no tenía nadie más a quien recurrir, debía
aceptar el consejo que éste le brindaba.
—¿Qué debo hacer?
Micah lo llevó a un extremo del puerto. Al otro lado, el gran faro se alzaba
imponente en su isla. José observó con mirada de experto los barcos que
permanecían anclados allí. Todos eran romanos y, a juzgar por su punto de
flotación, todos tenían vacías las bodegas. Debían de estar aguardando para
recibir una carga de cereales procedentes de las generosas reservas
guardadas en los almacenes que se encontraban diseminados por todo el delta
del Nilo. Deseó suerte a sus tripulaciones. La temporada de navegación
tocaba a su fin: a buen seguro tendrían que hacer frente a más de una
tormenta durante la larga travesía de regreso a Puteoli.
—No me prestas atención, José.
—Perdona, Micah. ¿Qué decías?
—Decía que eres un hombre muy afortunado. Hay una profunda piscina
con agua del mar justo dentro del recinto del antiguo palacio real. El
gobernador romano se halla ausente, como de costumbre. Uno de sus
esclavos será tu profesor de natación. Te presentaré al vigilante de la puerta
contigua al puerto. Está todo arreglado. No olvides darle una buena propina
cada vez que vayas.
Sólo con mirar el agua, José revivió el terror a ahogarse. Estaba
asustado.
—¿Cuántas clases se necesitan para aprender?
—¿Quién sabe? —contestó Micah, al tiempo que encogía los hombros—. A mí
me enseñaron de muy pequeño, y no recuerdo nada. No te preocupes. Tienes
un profesor muy competente.
Micah mostraba una expresión peculiar, como si contuviera la risa. «Si
tiene a alguien ahí adentro con un látigo en la mano, le voy a dar una paliza que
se va a acordar», pensó José.
—Séptimo, éste es el caballero que ha venido a nadar en la piscina —dijo
Micah mientras depositaba con disimulo una moneda de plata en la mano del
hombre.
—Pasad, por favor —invitó con una reverencia el portero a José.
—¡Micah! ¿No vas a entrar conmigo?
—¿Para qué? —respondió Micah mientras se alejaba—. Yo ya sé nadar.
En torno a la piscina había una columnata con tejado, que daba sombra a
varios divanes, mesas y tiestos de palmeras. Una joven se levantó de uno de
los divanes.
—Hola, eres José, ¿verdad? Yo me llamo Nefert y seré quien te enseñe a
nadar.
Una mujer. José no supo qué decir ni qué hacer. ¿Cómo se le había
ocurrido a Micah disponer las cosas de forma que hiciera el ridículo delante de
una mujer? No era de extrañar que estuviera riendo para sus adentros.
—Verás que es muy fácil —aseguró la mujer—. Mírame a mí.
Se desabrochó la túnica por los hombros y ésta cayó al suelo. Luego se
acercó al borde de la piscina, levantó los brazos y se zambulló en el agua.
Sus abultados pechos se habían levantado al poner los brazos en alto.
José estaba aturdido. Nunca había visto una mujer desnuda, sólo niñas de
corta edad, y a menudo había fantaseado a la vista de los senos de las mujeres
cubiertos por la ropa en las calles y hasta en la sinagoga. Sintió deseos de
tocarlos. Parecían más excitantes, suaves y atractivos de lo que había
imaginado. «Vergüenza debería darte», se reprendió a sí mismo. Con las manos
intentó disimular su erección.
Nefert asomó la cabeza y se puso a nadar boca arriba, con los brazos
estirados a ambos lados, moviendo despacio las manos. Sonrió, enseñando
unos dientes blancos que estaban flanqueados por unos labios de un rojo
intensísimo. Tenía la piel de una dorada tonalidad morena y llevaba el pelo
recogido en numerosas trenzas rodeadas de aros de oro dispuestas en bucles
en torno a la cabeza. José la miraba, mudo de admiración. Una gruesa línea de
kohl enmarcaba sus ojos y los párpados estaban pintados de color verde. Bajo
la superficie del agua veía sus pechos, que se balanceaban, flotando, y los
pezones, rojos como los labios.
—No aprenderás a nadar si te quedas ahí arriba —advirtió la mujer—.
Quítate la ropa, siéntate en el borde y luego deslízate hacia el agua. Yo te
recogeré desde abajo.
José era incapaz de mover ni un pie. Se había quedado sin habla.
—Comprendo —dijo Nefert.
Apoyó las manos en el borde de la piscina y con un grácil movimiento se
sentó en él antes de ponerse en pie.
—Querido y joven José —murmuró. Se acercó con airoso paso y posó las
manos mojadas en su cuerpo. Por encima de la tela, le rodeó los testículos con
la mano mientras le frotaba el pene con los pulgares. José exhaló una
exclamación—. Quítate ese manto —ordenó.
José la obedeció. Cuando ella retiró las manos, volvió a emitir un grito
ahogado. La mujer ya estaba aflojándole el cinturón y enseguida le quitó la
túnica. José recibió el frescor de sus manos, que se deslizaron bajo el
taparrabos, con un gemido de éxtasis. Al poco eyaculó, manchando la tela con
un caudaloso chorro de esperma.
—Magnífico —canturreó Nefert—. Eres igual que un elefante. Estoy
impaciente por sentirte dentro. Hagamos el amor, mi dulce y varonil José.
Él se dejó guiar con paso vacilante hasta un diván, sobre el cual lo tumbó
Nefert presionándole los muslos y el abdomen después de quitarle el
taparrabos. Trató de incorporarse.
—No, quédate así —susurró ella al tiempo que sacudía la cabeza, y al
hacerlo, de su pelo cayeron unas gotas de agua que fueron a parar al pecho de
José—. Dame las manos —pidió entonces. En realidad fue ella quien las tomó,
agarrándolo por las muñecas. Luego se inclinó sobre él, y depositó un pecho en
cada una de sus manos—. Ah, qué bien —exclamó—. No estrujes mucho,
elefante mío. Así es mejor.
La mujer le acarició el escroto y a continuación el pene, que aumentaba
rápidamente de tamaño, mientras él sentía la creciente rigidez de sus
pezones. Después colocó las rodillas a ambos lados de sus muslos y con las
manos guió el pene hacia una cálida y suave cavidad, cuyo contacto arrancó un
nuevo grito de la garganta de José.
—Eres estupendo —dijo Nefert.
Pegó las manos a las de José y dirigió las de éste sobre sus senos al tiempo
que movía el cuerpo sobre él en sentido longitudinal. Luego se incorporó con
rapidez. Con ello le dejó las manos vacías, pero ya todo su ser estaba
embargado de calor y de un intolerable placer que emanaba de los movimientos
y las alternacias de presión de su miembro en el interior del misterio que
entraña la mujer. Agarró los muslos de Nefert e intentó penetrar más hondo
en ella, atrayéndola hacia sí. Volvió a eyacular, una y otra vez, hasta quedar
tembloroso y jadeante.
—Ah, mi querido muchacho —musitó Nefert. Le besó los párpados y las
comisuras de la boca—. Me hace muy, muy dichosa que quisieras aprender a
nadar.
Después le ofreció pasteles de miel, vino endulzado y uvas tan rotundas
como sus senos. José le rogó que volvieran a hacer el amor, y de nuevo se
acoplaron. En aquella ocasión, sin embargo, fue él quien la tumbó sobre el
diván y se introdujo por sí solo en la cálida y húmeda oquedad. Trató de
moverse despacio, de prolongar las indecibles sensaciones que invadían con
intensidad cada vez mayor su cuerpo, pero pronto abandonó todo
pensamiento o idea de control. Tras un frenético y primitivo vaivén, se vació
en ella al tiempo que profería un grito de placer.
—¿Te he hecho daño? Seguro que sí... —José estaba acongojado por el
miedo y la culpa.
Nefert le dio un suave beso en los labios, en señal de perdón.
—Lo que quiero...
—Dímelo, por favor. No tienes más que decírmelo. Haré cualquier cosa.
—Quiero nadar plácidamente en la piscina. Ven conmigo, José.
Él habría hecho cualquier cosa que le pidiera, de modo que entró sin
rechistar en el agua. Ella lo sostenía, mientras le susurraba al oído,
indicándole que tomara conciencia de la caricia del agua en su piel, que
sintiera la gozosa libertad de las manos y los pies flotando abrazados por el
agua. José comprobó que tenía razón.
Salieron de la piscina, volvieron a hacer el amor y después le enseñó a
mover las piernas con un encogimiento parecido al de las ranas. José se
mostró alborozado cuando logró cubrir por sí mismo el ancho de la piscina.
—Ahora nada a lo largo, José, a ver si te cansas tanto que no te queden
fuerzas para hacerme el amor.
Sus esfuerzos se vieron coronados por el éxito en ambos casos.
—Se hace tarde —musitó Nefert—. ¿Me dejarás ahora para volver
mañana?
—¡No! No, no quiero separarme de ti. Nunca.
—Entonces encenderé las lámparas. Tomaremos vino y pasteles de miel y
nadaremos juntos.
Las clases de natación y los ardores de erotismo se prolongaron toda la
noche. José había aprendido a bucear sin miedo cuando el sol naciente
transformó la piscina en un espejo de tonalidades rosáceas.
—Se acabó —dijo Nefert.
—No, no, nunca.
—Me has procurado un gran gozo, José —dijo ella, y le tomó las manos—.
Ahora yo voy a ofrecerte un regalo cuyo valor desmerece en poco al tuyo.
Acompáñame a la columnata del lado este. No digas nada. Siéntate sólo a mi
lado con las manos entre las mías.
»Mírame, querido, mira con atención mi cara y mi cuerpo. Observa,
mientras los rayos del sol se alargan e iluminan la realidad. Mira, José,
contempla las pinturas que me embellecen y cubren las marcas de los años
que he vivido.
José quiso volver la cara, pero Nefert le sujetó con firmeza la barbilla,
obligándolo a afrontar la insoportable visión de sus ojos cansados y sus
pechos caídos.
—Ya está —dijo con voz apagada Nefert cuando la expresión de sus ojos
le indicó que había logrado su objetivo—. Lleva contigo esta última lección,
José de Arimatea. Te convenciste de que me amabas, de que hacíamos el
amor. Lo que sentiste provenía de esto... y de esto. —Señaló los genitales de
ambos—. Eso es placer, elefante mío, no amor. Toda mujer y todo varón son
capaces de hallar placer. Quien encuentra amor, recibe un regalo de los
dioses. Te deseo que logres esa bendición.
«Ahora te dejaré solo. Ya eres un nadador competente y arrojado.
En Arimatea, José miró a Sara y supo que la amaba. Le refirió con detalle
las experiencias que había vivido en la biblioteca de Alejandría, la emoción que
le había producido el estudio de los mapas y las estrellas. No le contó, en
cambio, que había aprendido a nadar.
9
Las eras eran unos recintos circulares de tierra sin enlosar, que con las
décadas de uso habían adquirido la lisura y dureza del mármol.
Todo el mundo participaba en la trilla. Los hombres se turnaban en las
eras para esparcir la cebada y luego apisonarla con los pesados maderos
tachonados de clavos que arrastraban las muías. Así se separaba el grano de
la paja.
Las mujeres también se turnaban para llevar leche y vino aguado a los
hombres. Con la trilla se levantaba mucho polvo.
Aún era mayor el polvo cuando se aventaba. Al lanzar al aire el producto
que se obtenía de la trilla, el grano, más pesado, caía al suelo mientras las
livianas ahechaduras se alejaban flotando a merced del viento. Los niños
disfrutaban corriendo por las eras, esquivando las briznas, tropezando,
estornudando y riendo.
Una buena cosecha —y el año del compromiso de José, ésta fue muy
copiosa— era siempre motivo de celebración. Cuando las mujeres hubieron
tamizado y guardado la cebada en tinas, todos se congregaron para entonar
salmos de agradecimiento al tiempo que separaban una décima parte de lo
recolectado, el diezmo dedicado a Dios que más tarde acudirían a recaudar
los funcionarios del templo.
No hubo cánticos cuando guardaron en el granero el impuesto destinado
al rey Herodes, una tercera parte de la cosecha que se llevarían sus
recaudadores.
Dos de las festividades religiosas más importantes se celebraban en
primavera, la Pascua y Pentecostés. Josué insistió en que sus hijos lo
acompañaran al templo de Jerusalén para ambas celebraciones, y así
volvieron a comenzar las discusiones.
—Claro que pienso ir a Jerusalén por Pascua, padre. Quiero llevar a Sara
este año. No habrá problema porque madre y Rebeca también irán, como de
costumbre.
»Pero por Pentecostés estaré navegando. Por favor, ¿tenemos que repetir
la misma discusión todos los años? ¿No podemos pasar al menos unos días de
armonía juntos por la Pascua?
El enojo de Josué imprimió un clima taciturno a la comitiva que integraba
su familia y unos cuantos habitantes del pueblo el primer día de caminata
hacia Jerusalén. Durante la segunda jornada, sin embargo, encontraron a
otros grupos de peregrinos que hacían el camino alegres, cantando. Entonces,
incluso Josué se desprendió del mal humor. Cada paso que daba lo
aproximaba a la casa de Dios, y para una persona tan profundamente
religiosa como él, aquélla sólo podía ser una ocasión de júbilo. Llevaba consigo
las obligadas espigas de cebada, cuidadosamente elegidas y reservadas para
ofrecerlas en simbólico sacrificio a Dios, en su templo.
Además, su hijo mayor, su primogénito, cargaba a hombros un cordero
del rebaño de Arimatea, cuya sangre sería derramada en el sagrado altar de
Dios, tal como había ordenado en la Ley.
Después lo asarían y, juntos, sus familiares y los representantes del
pueblo lo consumirían en un banquete, reiterando su dedicación y
agradecimiento al Altísimo.
Josué echó atrás la cabeza y sumó su potente y hermosa voz a los cantos.
—En toda mi vida no había visto tanta gente ni oído tanto ruido—
exclamó Sara. Aquélla era la primera vez que iba a Jerusalén.
—No te sueltes de mi mano ni por un instante, porque sino te arrastraría
la multitud. He oído decir que Jerusalén tiene más de diez mil habitantes,
pero en Pascua esa cantidad se multiplica por diez.
—Es imposible que haya bastante aire para que respiren tantas personas,
José —observó Sara, apretándole aún más la mano.
—Sí lo hay, no te preocupes. Después del banquete, algunos ya se marchan.
Te llevaré a verlo todo la semana que viene. Hay una calle entera que está
llena de tiendas de especias. Huele de maravilla.
—Pues será un buen cambio, porque con toda esta gente y los corderos,
huele bastante mal. Tú has estado tantas veces aquí, José, que debes de
conocer todas las calles, además de todos esos sitios de los que me has
hablado. ¿Era tanta la apretura en Alejandría como la que hay ahora aquí?
José guardó silencio un momento, recordando. Después levantó la mano
de Sara y la besó.
—No —respondió—. Alejandría era muy diferente.
Procuró proteger a Sara de los codazos y empellones con el torso y los
hombros, así como aliviar su agobio evocando un mar abierto y solitario,
barrido por limpias y vigorosas brisas.
Su próximo viaje iba a ser el más importante de todos.
10
«¿Y qué habrías hecho de haber previsto que iba a ensancharse la playa,
ingenioso José de Arimatea? Salir caminando como si nada y preguntar a
Aníbal si les había quedado un poco de vino para invitarte.» José se cargó un
pesado cesto a los hombros y echó a andar en fila hacia el barco. Ese año le
habían permitido participar en las labores de carga.
Aún no se le había pasado el enojo por no haber logrado obtener todas las
respuestas que buscaba. Su admiración por los fenicios era, con todo, mayor
que nunca. Era un rasgo de ingenio el hecho de haber elegido para los
suministros de estaño un lugar que variaba con la marea. Ahora la tierra era
sólo una distante línea de acantilados y árboles. Nadie creería que hubiera un
camino que conectaba con ellas, oculto bajo las olas. Genial.
Aunque, bien mirado ¿de quién había sido la genial idea? José soltó una
carcajada. Los fenicios no habían elegido esa playa. Ellos habían descubierto
la ruta para llegar a ella, allá por la época de expansión de su imperio, pero
debieron de ser los hombres azules, quienes conocían la existencia del istmo,
los que fijaron las condiciones de entrega del estaño. El secreto que con tanto
celo guardaban los fenicios acababa allí. El mayor secreto se hallaba en algún
lugar de la lejanía, protegido por los bárbaros. Tan sólo ellos sabían dónde se
encontraba el metal. ¿Se asemejarían sus risas a la música, igual que su lengua?
Seguramente se habían reído muchas veces de los poderosos capitanes de los
barcos negros.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia, Asíbal?
José volvió la cabeza hacia el compañero que se hallaba detrás de él.
—Estaba recordando todas las veces que me he quejado de lo que pesan
mis ollas de potaje. Agradezco al cielo que no comamos lo que hay en estos
cestos.
Así lo hizo. José contó al jefe todo cuanto éste quiso saber. Le habló de
los años que había pasado en los barcos, le reveló su nombre y su condición de
judío que se hacía pasar por fenicio.
—¿Por qué has venido nadando desde la isla?
—Para averiguar de dónde proviene el estaño. Tiene que ser muy valioso
porque de lo contrario los fenicios no tomarían tantas precauciones para
mantener en secreto la ruta.
—Y de haber encontrado el estaño, ¿qué habrías hecho entonces, José de
Arimatea? ¿Acaso pretendías robar una pequeña cantidad y venderla?
—¡Ah, no!
—¿Qué intención tenías, pues?
—Quería hacer una fortuna, señor, y no ganar unas cuantas monedas.
Quería convertirme en mercader yo mismo, igual que los fenicios. Por eso
estudié las estrellas, para poder aprender la ruta.
—¿No te diste cuenta de que te lo impedirían? No es difícil matar a un
hombre o hundir un barco.
José había olvidado que estaba prisionero. Se hallaba por completo absorto
en la perfección del plan que había forjado, el proyecto que había inspirado
todos sus actos con la promesa de procurarle cuanto deseaba. Inclinaba con
estusiasmo la cabeza hacia su interrogador. Hasta entonces no había tenido
ocasión de comentar con nadie su plan.
—No lo entendéis —contestó con vehemencia—. Los fenicios no tienen por
qué enterarse. Ellos recogerán su estaño y lo venderán a los romanos, igual que
siempre. Pero yo venderé el mío en Israel, al rey de allí. Él acuña sus
propias monedas para su país, y todas son de bronce. Los romanos no
permiten que circulen más monedas de oro y plata que las que se acuñan en
Roma.
»Tal como están las cosas, Herodes compra a los romanos parte del
estaño que éstos adquieren a los fenicios. Si yo se lo vendiera directamente,
podría pagármelo al mismo precio que lo compra el emperador de Roma a los
fenicios. Aunque sea elevado, por fuerza ha de ser inferior al que exige
Augusto.
—¿Sabes qué precio es ése?
—No, señor.
—¿Conoces a ese rey de Israel?
—No, señor.
—¿Y sin embargo arriesgas la vida para encontrar el estaño, sin haber
negociado la venta?
—No puedo vender lo que no poseo.
—Me asombra que conserves al menos una infinitésima capacidad para
reconocer la realidad —señaló el jefe, sonriendo.
José detuvo sin vacilar la mirada en aquellos ojos azules que tenía delante.
—Creo que puedo lograr que se hagan realidad mis esperanzas si trabajo
duro y me mantengo fiel a las leyes de Dios.
—Ah, sí, el Dios Único de los judíos. Me interesa ese tema. Me gustaría
hacerte algunas preguntas al respecto, pero ahora no hay tiempo.
—¿Van a matarme? —preguntó José, apesadumbrado.
—Los dumnoni harán lo que yo les ordene. Te soltaremos para que puedas
volver a tu barco. —EÍ jefe gritó algo en aquella melodiosa lengua bárbara y el
individuo de la espada cortó las ataduras—. La marea te ha transportado a una
gran distancia, pero estás de suerte —añadió—. Ahora ha variado la
tendencia, para llevarte de regreso. No contarás nada de lo que has hecho ni
de lo que has visto.
—¡No me atrevería! —aseguró José—. Leontes me azotaría y luego me
arrojaría por la borda para servir de alimento a los peces.
La suerte le fue propicia una vez más. Al mirar hacia la pedregosa ladera
de la colina que se alzaba detrás del pilar al que lo habían atado, vio las
características flores amarillas de una planta de mostaza.
—¿Puedo coger un poco? —preguntó.
—Siempre que no reveles su procedencia —puntualizó el jefe—. Ahora
vete.
—¿Puedo volver cuando me sea posible?
—¿Para comprar estaño?
—Sí, y para aprender vuestro idioma. Quizás entonces no estéis vos aquí
para traducir.
—O para salvarte la vida. Daré órdenes a Gawethin para que te dispense una
buena acogida y te busque un profesor... Es el hombre que lleva la espada. Él es
el jefe de la tribu. Yo soy un sacerdote —añadió el encapuchado al advertir la
confusión de José—. Cuando regreses, llama a Gawethin antes de llegar a la
orilla. Grita la palabra sennen. Es el nombre de la planta que has recogido;
servirá para identificarte.
La boda de Sara y José fue la más festiva y lujosa que jamás habían visto
los lugareños de Arimatea. Ni siquiera la de su padre, Josué, y su madre,
Helena, había sido tan alegre. El pueblo entero asistió a ella, y también todas
las familias que vivían en las casas de la alquería que Rebeca había cedido a sus
amigos mucho tiempo atrás. A pesar de los años transcurridos desde que se
mudaron a otros lugares, los hijos volvieron para enseñar a sus nietos el lugar
donde se habían criado sus padres. Aunque hicieron el viaje en honor a
Rebeca, aprovecharon con agrado la ocasión de participar en una festividad
tradicional del campo, que se había perdido en las ciudades donde ahora
residían.
La hermana de Josué, Abigail, acudió con su marido y sus hijos desde
Betania, donde vivían en una pequeña casa. Los hijos de su difunto hermano
trajeron a sus familias desde Sebastea y Perea. Los dos hermanos de Helena
acudieron con sus esposas e hijos desde Hebrón, el pueblo donde había nacido
ella. Todas las habitaciones de las casas de José y de Sara estaban
abarrotadas de esteras y cojines que harían las veces de lecho para los
invitados, algunos de los cuales también se alojarían en las casas más
espaciosas del pueblo.
El día de la boda, Sara y José respetaron el ayuno que dictaba la
costumbre. Él tuvo que abandonar la casa para dar un largo paseo, pues le
resultaban demasiado tentadores los aromas de los platos que estaban
preparando para el banquete y no podía comer hasta que él y Sara fueran
marido y mujer.
Cuando regresó vio a un grupo de hombres que entre risas montaban la
tienda nupcial en un rincón del patio. El matrimonio se consumaría allí, en el
reducido espacio cubierto por una pesada tela de arpillera pintada de rayas
azules, rojas, amarillas, marrones, púrpura y verde. José se apresuró a pasar
de largo.
Se preguntó si a Sara se le haría el día tan inacabable como a él. A buen
seguro, no. Ella probablemente estaría encantada de tener a su alrededor un
montón de personas que le deseaban felicidad, y le dirigían maliciosas miradas
de soslayo y afectadas sonrisas lascivas. Él estaba más nervioso de lo que se
había sentido en toda su vida, más incluso que cuando se vio rodeado de
hombres azules y pensaba que le quedaban sólo unos minutos de vida.
Los hombres azules. Todavía no había contado nada a Sara sobre ellos.
En los últimos tiempos sólo era capaz de pensar y hablar del barco de
Ascalón. Sara disfrutaría cuando él le explicara que había personas cuya piel
era de color azul. Se echaría a reír y se negaría a creerlo. Después, cuando
por fin la hubiera convencido de que era cierto, reiría aún con más ganas.
Personas azules con ojos azules. Vaya, hasta era posible que tuvieran asnos
azules y corderos azules.
José ardía de impaciencia por contárselo. Le gustaba verla reír.
Por fin comenzó a ponerse el sol. Había llegado la hora.
—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —dijo José a sus hermanos.
—Sí —confirmó Amos, que tenía once años—. ¿Y tú?
Luego se echó a reír. Caleb, que a sus cuatro años no entendía el motivo de
aquella hilaridad, se sumó de todas formas a las risas de su hermano. José
miró a su padre.
—¿Es necesario que vengan ellos?
—Habrá otros, José —respondió su padre con una sonrisa—. Entre tanta
gente, ni siquiera te fijarás en tus desconsiderados hermanos. Vamos. Te
están esperando fuera.
—Estoy orgullosa de mi apuesto hijo —dijo Helena, besándolo, tras
tocarle la cabeza con una guirnalda de flores.
José llevaba puesta por primera vez en Arimatea la elegante túnica y el
manto de seda que había comprado en Alejandría.
En el patio se habían congregado los hombres y muchachos de Arimatea.
Veinte de ellos llevaban antorchas encendidas, y otros veinte portaban
instrumentos musicales: pequeñas arpas, címbalos, flautas e incluso una
trompeta y tambores. Todos estaban radiantes, ansiosos por comenzar a
tocar.
Josué y un sacerdote venido del templo de Jerusalén encabezaron la
marcha. José iba en el centro, aturullado por sus acompañantes, que le
deseaban a gritos felicidad. Al llegar a la casa de Sara, todos se quedaron
callados.
José avanzó por el pasillo que había formado la comitiva y llamó a la
puerta.
En las ventanas se veían apiñadas las caras de mujeres y niñas, y las llamas
de las lámparas de aceite que hacían oscilar pendidas de cuerdas. También se
oían sus risas ahogadas.
José volvió a llamar y esta vez se abrió la puerta. Desde el umbral vio
docenas de lámparas y de rostros sonrientes. Luego, entre murmullos y
codazos, las mujeres abrieron paso a la abuela de Sara, Ester.
—¿Quién es el que llama? —preguntó ésta.
—Es el novio —contestó José, reproduciendo las palabras exactas del
antiguo ritual, que llevaba semanas practicando—. Deseo ver a mi futura
esposa.
Ester se hizo a un lado y entonces él vio a Sara, que acudía a su encuentro.
Lucía una túnica de lino de color azul cielo, ceñida a la cintura con un cordón
de seda rosa. El manto, blanco, lo adornaban bordados de guirnaldas de rosas
y ramas entrelazadas que aparecían cargadas de flores del mismo matiz de
azul que el collar de lapislázuli que engalanaba su cuello. Un velo de gasa
rosada le cubría la cara hasta la barbilla.
Según la tradición, José debía levantar el velo y gritar de alegría al ver la
belleza de su novia. Alargó una trémula mano hacia el liviano tejido, lo alzó y
Sara lo miró a los ojos. Era una mirada de amor.
El grito de alegría que exhaló José no fue una mera manifestación de
respeto a la tradición, ni un formulismo para contentar a los presentes que
miraban y escuchaban. Fue un grito triunfal; en los ojos de Sara y en su
corazón estaba contenida toda la dicha a que podía aspirar, en ese momento y
en los años venideros.
Tras él, los hombres repitieron a coro su grito. Detrás de Sara, las
mujeres lanzaban pétalos de las últimas rosas del huerto de Rebeca. Ester
retiró el velo de la cabeza de Sara, se dejó al descubierto una corona de rosas
que servía de diadema a su negro cabello que le caía, sin trenzar, como una
cascada de seda hasta la cintura.
Entonces comenzó a sonar la música y todos se dirigieron en procesión,
alumbrados por antorchas y lámparas, a la casa de José. Los cantos, los gritos y
las cabriolas acompañaron durante todo el trayecto a José y a ->ara, que
caminaban en el centro cogidos de la mano, sin reparar apenas en el bullicio. No
cruzaron ni una palabra. No había necesidad.
El sacerdote escuchó sus juramentos, José puso un anillo de plata en el
dedo de Sara, dos testigos firmaron el contrato matrimonial y después dio
inicio el banquete.
En el patio habían dispuesto dos largas mesas, cubiertas con manteles de
vivos colores. Estaban cargadas de cuencos, bandejas y tajaderos rebosantes
de carnes y aves asadas, guisos de lentejas y cebollas, pepinos, olivas,
pescados en salmuera, frutas maceradas en miel o en vino, panes, quesos y
pasteles en abundancia, además de jarras de vino y de leche.
Había bancos y también alfombras para sentarse en el suelo; había
lámparas en la mesa, en las ventanas, y en las ramas de los árboles que
flanqueaban una de las puertas del patio.
Todos los invitados comieron y bebieron, bailaron y cantaron,
acompañándose de címbalos, celebrando así el gozo de la juventud, del
matrimonio y de la descendencia de futuras generaciones. La música arreció,
y también el ruido de los címbalos, cuando José condujo a Sara a la tienda
nupcial.
—¿Tienes miedo? —le susurró.
—Sólo un poco —respondió ella con vocecilla trémula.
—Volvamos a la práctica de los besos un rato —propuso José. La timidez
de Sara lo hacía sentir fuerte y mucho mayor de lo que era.
Cuando la penetró, ambos exhalaron un grito que se perdió entre el
bullicio del festejo que proseguía fuera.
Al acabar, José estaba igual de tembloroso que Sara.
—Te quiero, esposa mía —dijo, y la estrechó entre sus brazos.
—Dilo otra vez, José. Me gusta como suena.
—Te quiero.
—No, eso no, el final.
—Esposa mía—repitió José—, mi amado gorrioncillo, mi esposa.
La celebración se prolongó tres días más, durante los cuales Sara y José
bailaron, cantaron y se regalaron con todos los invitados.
Cuando, el cuarto día, los lugareños regresaron a sus casas y a su rutina
diaria, y los huéspedes emprendieron camino tras despedirse, la tranquilidad
fue una bendición. Había sido una boda muy lucida.
La flamante pareja disponía de una habitación propia en la casa, con
Rebeca, los padres de José y sus hermanos. Las guirnaldas de rosas las
colgaron encima de la cama para guardarlas una vez estuvieran secas. Sara
puso más pétalos de rosa entre los pliegues de su vestido de boda antes de
guardarlo en el arcón de madera labrada que les había regalado el carpintero
del pueblo. El collar continuaba, sin embargo, colgado de su cuello.
—Es tan bonito —dijo a José—, y tan azul. Al final voy a creer que lo
trajiste del país de los hombres azules.
Para entonces José ya le había contado la historia cuatro o cinco veces
más. A ella le encantaba oírla. Los dos disfrutaban compartiendo aquel
secreto. Cada vez que alguien pronunciaba la palabra «azul», intercambiaban
una mirada de alborozo.
Una semana después José partió hacia Ascalón para trabajar en el barco.
Había dos días de camino a pie. Permanecería tres o cuatro días allí, después
volvería a Arimatea para ayudar en las labores del campo y estar junto a Sara.
Al cabo de unos días, regresaría a Ascalón para proseguir con las tareas de
reparación del barco.
—Te estás agotando con este trajín, José —lo regañó Sara—. Esto es una
locura. Vete. Acaba de arreglar el barco y después regresa a mi lado. Puedes
ir por mar hasta Jaffa. Prefiero un corto trayecto a pie que uno largo.
—¿Seguro que no te molesta?
—¡José! Me molesta más cuando estás aquí, ardiendo en deseos de estar
allí.
—Te echaré de menos.
—Yo también. Remienda deprisa el... como se llame.
—El casco, Sara. Tendrás que aprender esas cosas... —Entonces advirtió
que le estaba tomando el pelo—. Eres una picara.
—Acostémonos pronto esta noche. Tendrás que levantarte al alba para
partir hacia Ascalón.
Los consejos de Rebeca habían sido una ayuda inestimable. La vida de
casados de Sara y José constituía para ambos una inagotable fuente de
deleite cada vez mayor.
12
Fue Sara quien encargó al carpintero del pueblo que tallara «una altiva e
intrépida águila» para el barco de José. Se la entregó cuando regresó a
finales de mayo.
—Cuesta distinguir que es un águila —comentó a modo de disculpa—.
Podría ser un pollo con un pico estrafalario. Pero Simón estaba tan orgulloso
de hacerla para ti que no pude por menos de asegurarle que la encontraba
preciosa.
—Yo también la encuentro preciosa —afirmó José antes de besar a su
esposa con vehemencia.
Permanecieron en el dormitorio durante el resto del día y se retiraron
temprano por la noche. Por la mañana, José volvió a admirar el regalo.
—Es perfectamente adecuada para el barco, Sara, ya lo verás. Parece que
no fuera un barco. He tenido que ponerle parches con todos los materiales
que he sido capaz de encontrar. La vela tiene remiendos de quince telas
distintas; pero todas las cuerdas son nuevas, de cáñamo de primera calidad, y
las palas del timón también son nuevas, del mejor cedro del Líbano. —Un
gesto de aprensión le turbó por un instante el rostro—. Creo que es seguro,
aunque quizá sea mejor que no me acompañes hasta que lo haya puesto a
prueba un poco más.
—No seas estúpido. Nunca he visto el mar ni, por supuesto, he estado en
él. Me muero de impaciencia por navegar.
Sara aplaudió admirada cuando Elias, Juan y José lograron acoplar el
águila a la proa del barco, al que habían puesto por nombre Águila.
Elias era el viejo que José había conocido en Ascalón meses atrás, y Juan
era su nieto. Los dos, explicó José a Sara, trabajaban sin recibir paga, sólo
por la promesa de compartir los beneficios quejóse pudiera obtener.
—Elias era timonel... hace unos cuatrocientos años, se diría, por lo
arrugada que tiene la cara... y está tan contento de poder pisar una cubierta
que le trae sin cuidado si va a sacar algún dinero o no.
—Eso está muy bien, pero más te vale que ganes algo para repartirlo con
Juan. Podría aplastarte con la mano si se enojara.
El nieto era alto y fuerte como una montaña y tenía una masa de pelo
negro tan tupida y rizada en la cabeza y la barba que apenas se le veía la
cara. Sara preguntó si sonreía alguna vez y José le contestó que le había
visto hacerlo en una ocasión.
—Aunque también estuvo riendo casi una hora seguida cuando en un
descuido se me cayó el mástil encima.
Sara no hizo más preguntas.
Habían erigido una especie de tienda en la cubierta para que Sara
durmiera y se cambiara de ropa en ella. Aunque estaba tan llena de remiendos
como la vela, la joven declaró que era con diferencia preferible a cualquier
palacio que pudiera habitar la reina Salomé.
El Águila era una pequeña embarcación que estaba provista de una sola
vela. No tenía remeros, ni espacio para albergarlos. Bajo la cubierta había
sólo la bodega, destinada en exclusiva a la carga. No había necesidad de
disponer de cocina, ya que todas las noches fondearían junto a alguna
población y comprarían víveres en ella.Apenas unos minutos después de
zarpar del puerto de Jaffa, Sara se llevó las manos a la boca. Fue un gesto
inútil. Vomitó cuanto tenía en el estómago y después siguió agitada por
arcadas durante más de una hora.
José le sostuvo la cabeza, le mojó la frente y las sienes con un paño
húmedo y le ofreció sorbos de agua con miel con una cuchara, que sólo
sirvieron para empeorar las náuseas.
—Se está poniendo verde —observó Juan.
—Volvamos a puerto —ordenó José.
Una súbita tempestad desvió el rumbo del Águila al poco de zarpar del
puerto de Salamina, donde habían llenado la bodega de vino y cargado además
otras cuarenta ánforas que llevaban atadas en la cubierta de popa. Lo único
que pudo hacer José fue arrizar la vela a untercio y rezar para que el viento
no la hiciera jirones y los dejara a merced del oleaje. Azotados por el
vendaval, de momento tenían que dejarse llevar por él y confiar que la carga
nos los hiciera zozobrar.
Tras dos días de sufrir calamitosos vientos en un mar embravecido, el
barco se hallaba aún zarandeado por las olas, pero íntegro. José no tenía ni
idea de dónde se encontraban.
Bajo un cielo encapotado, comprendió la verdad de lo que le habían dicho:
la temporada no se limitaba a los meses de verano porque el tiempo fuera tan
agradable y balsámico, sino porque con el otoño y el invierno llegaban las
tormentas y, con éstas, las nubes, que impedían orientar el rumbo por medio
de la posición del sol y las estrellas.
Tuvieron que pasar tres días más, sin comida, antes de que se disiparan las
nubes.
—A puerto, Elias —gritó José—. Hemos tenido un golpe de suerte como
hay pocos en la vida. Mañana avistaremos seguramente la costa y ya no nos
quedarán más que dos días de navegación hasta Cesárea. Quita el precinto a
una de las ánforas de ese carísimo vino. Nos tenemos merecido un trago.
Aquel vino les deparó unas ganancias de más de quinientos dena-rios por
cabeza. Juan lamentó incluso haber abierto aquella ánfora.
Elias dijo que confiaba en que José no se lo tomara a mal, pero que él era
demasiado viejo para seguir viviendo experiencias tan intensas. Su propósito
era regresar a casa con su nieto y su flamante fortuna. A pie.
José se quedó en Cesarea un par de semanas más, buscando un barco
mayor para comprarlo. Quinientos treinta y cuatro denarios era una gran
cantidad de dinero.
José preveía tener que soportar el enfado de su padre, como era habitual
a su regreso. No obstante, cuando las mujeres de la casa lo recibieron hechas
unas furias —«¿Dónde has estado? ¡Creíamos que habías muerto!»—,
reaccionó con enojo.
—Pensaba que al menos tú te alegrarías de verme —dijo a Sara, que tras
rechazarle un beso permaneció con el cuerpo rígido entre sus brazos—. ¿Qué
te pasa? ¿Es que no confías en mí? Tenía cosas importantes que hacer en
Cesárea, y después tuve que ir bajo la lluvia hasta Jerusalén a ofrecer los
sacrificios al templo.
Se apartó de ella, dándole la espalda, y con las mandíbulas apretadas
descargó un puñetazo en la pared. En su cabeza resonaban gritosreprimidos:
«¿Te tiene sin cuidado que haya ganado una fortuna con un barco que
inspiraba risa a cuantos lo veían? Todo hombre tiene derecho a ser recibido
por su familia con un beso y una sonrisa, e interés por lo que hace. Tenía
trabajo que atender, y también debía cumplir con mi obligación con Dios. No
puedo vivir mi vida como deseen los demás. Tengo que hacer lo que sé que
debo hacer.»
Tenía frío, estaba mojado, hambriento y agotado, y ni su propia esposa se
había dado por enterada. Ni ella ni nadie de la familia. ¿Acaso le había
ofrecido alguien una jofaina de agua para lavarse los pies? Ése era un acto de
cortesía que se dispensaba a cualquiera que entrara en una casa, hasta a un
vagabundo desconocido. ¿Cómo osaban darle un trato peor que a un
pedigüeño, cuando él hacía tanto por ellos?
Sara había comenzado a llorar.
—¡Deja de compadecerte ya! —gritó José, volviéndose hacia su mujer.
La muchacha se dejó caer en la cama y ahogó los sollozos en la almohada.
Ah, cuánto la quería sin embargo.
Se sentó a su lado, la tomó por los hombros y la apretó contra su pecho.
Ella le echó los brazos a la espalda y levantó el rostro cubierto de lágrimas.
—Te he echado tanto de menos —musitó.
—Yo también —dijo José.
Aquella vez no apartó la cara cuando él la besó.
13
14
José nunca había viajado solo en un pequeño barco. Los recorridos que
había realizado con las embarcaciones del delta del Nilo le habían resultado
interesantes por su rareza. Los propietarios del barco le habían imprimido un
movimiento lento y firme a fin de no entorpecer su venta. Ahora experimentó
la emoción de la súbita velocidad de vértigo cuando el viento impulsaba la
vela, del choque estremecedor del agua cuando topaba con una ola de cara, de
la zozobrante inclinación cuando el viento y el oleaje lo embestían de costado.
Oyó sus propios gritos de excitación y sus alaridos de miedo, y sólo entonces,
al no hallar eco a ellos, fue consciente de su absoluta soledad.
Tardó menos de medio día en dominar el manejo del timón y los aparejos,
pero tuvieron que transcurrir varias semanas para que se acostumbrara a
estar solo.
No es que no tuviera contacto alguno con personas. Cuando fondeaba en la
costa para reponer víveres, los habitantes de los pueblos o alquerías siempre
mostraban una excelente disposición para charlar, hacer preguntas y
ofrecerle consejos y advertencias. Cuando notaba que se avecinaba la noche,
se dirigía de inmediato a la orilla, tanto si avistaba o no alguna población. A
menudo al despertar veía varias caras que se inclinaban con curiosidad hacia
él para ver de qué clase de intruso se trataba. Sólo en dos ocasiones tuvo que
amenazar a alguien con la espada y el cuchillo que mantenía junto a sí bajo la
capa con la que se tapaba por la noche. Por lo general, además de cu riosa, la
gente era afable y le ofrecía compartir la comida que llevaba consigo.
José reparaba en las señas que se hacían entre sí: hacían girar el índice
apuntando a la sien o a la frente mientras abrían de forma desmesurada los
ojos. Sin duda, lo tomaban por loco. A veces —con más frecuencia de la
recomendable— él mismo dudaba de si no tendrían razón.
Hacía pequeñas muescas en el mango de la pala del timón para llevar la
cuenta de los días.
Éstos se iban haciendo cada vez más cortos al tiempo que aumentaba el
frío.
En más de una decena de oportunidades vio, a lo lejos, el tipo de barcos a
los que estaba acostumbrado. Parecían muy grandes y muy seguros.Cuando
llevaba cuarenta y dos días de navegación advirtió que una fuerte corriente lo
empujaba a alta mar. Bajó la vela a la mitad y trató de controlar el barco.
Debía de faltar poco para llegar a las Columnas, aquellos gigantes de
escabrosa roca contra los que podían hacerse añicos los barcos más grandes.
Las olas, cada vez más altas, se estrellaban contra la proa y los costados.
José tomó el cubo de cuero y se puso a achicar agua con el brazo izquierdo
mientras con el derecho intentaba mantener el control del timón. A su
izquierda, divisó, muy próximo, el morro de una roca; luego, al cabo de un
momento, a la derecha apareció otro acantilado, más alto, contra el que
rompían grandes olas.
—¡Perdóname, Sara! —gritó entre el bramido del oleaje.
El barco comenzó a subir de repente y él quedó tumbado de espaldas
sobre el agua de sentina, mirando con los ojos invadidos de sal el despiadado
sol.
Notó un repentino bandazo, luego una aterradora ausencia de contacto
con la superficie del agua, después una violenta caída y, al final, un sublime y
suave balanceo.
El agua de la sentina le mojaba la cara. Despedía una pestilencia real,
desagradable. José se hincó de rodillas y miró con incredulidad a su
alrededor. Las impetuosas corrientes del estrecho habían escupido a su
pequeña embarcación fuera de la zona de turbulencia. Al ver que el barco
estaba casi a rebosar de agua, se puso a achicarla con las manos. No había
tiempo para buscar el cubo, ni tampoco para examinar los posibles
desperfectos. Sus manos y brazos y su voluntad de vivir debían salvarlo.
Al caer la noche, continuaba achicando, exhausto, con movimientos cada
vez más pesados. Cayó rendido, inconsciente, entre la oscuridad y el frío,
encima de la pestilente agua de sentina.
Se despertó con la primera luz del día, con el cuerpo dolorido. Sentía los
brazos pesados como el plomo, pero estaba a flote y tenía hambre. Debía de
seguir, pues, con vida.
Se sentó trabajosamente junto al timón. ¡La pala estaba intacta! Se movía
lentamente, como la cola de un pez, a uno y otro lado, mecida por la corriente
que impulsaba el barco.
¿Hacia dónde?
No había tierra a la vista.
José elevó la vista al cielo. Sólo tenía que observar la trayectoria del sol
para identificar la dirección. El sol estaba, sin embargo, oculto por las nubes,
unas espesas nubes blancas que parecían encendidas en un cielo radiante.
De todos modos, tenía mucho que hacer mientras no escamparan. Fue
hasta el cofre de cobre que había asegurado en la proa y, trascomprobar que
no había sufrido daño alguno, lo abrió y sacó la red de pescar. Junto a ella
había unos pedazos de pan y queso medio enmohecidos. Aunque tenía un
hambre atroz, ésta debería esperar. Arrojó la red sobre la borda y se ató los
cabos al tobillo. De este modo, mientras esperaba a sentir el peso de la pesca
podía dedicarse a achicar. Era imprescindible descargar agua por si aquellas
brillantes nubes blancas acababan por oscurecerse y descargar lluvia.
Se cercioró con un vistazo de la situación general. La espada seguía
envainada en su cinto, y también el cuchillo. La tina del agua potable se había
quedado sin tapa. Debería vaciarla y aguardar a llenarla con agua de lluvia. El
cubo para achicar había desaparecido, como suponía. Él estaba, con todo,
ileso. Le dolían los hombros, pero no se había roto nada.
Notó una presión en el tobillo y al sacar la red, vio que ésta contenía dos
peces. Ambos tenían escamas y aletas y eran, por tanto, aceptables según la
ley.
Degolló el más grande, dejando deslizar la sangre por la mano a modo de
sacrificio en agradecimiento a Dios por haberle preservado la vida. Aunque
realizaría los sacrificios de rigor a su regreso a Jeru-salén, no quería esperar
a dar gracias.
El segundo pescado lo guardó en el cofre, con la intención de cocinarlo
cuando llegara a la costa. Dado que por el momento no había forma de
localizarla, sólo le quedaba encomendarse a Dios.
Aun hallándose a la deriva, magullado, sentía una inusitada calma. El pan y
el queso le supieron mejor que el más abundante festín.
El sol asomó, refulgente, entre las nubes, y entonces José supo que iba
rumbo norte-noreste. La corriente lo impulsaba con ímpetu. Con la llegada de
la oscuridad y bajo un cielo encapotado, resultaba ocioso abrumarse por los
peligros que pudiera correr. José apoyó la cabeza en los doloridos brazos y
se durmió. El aire lo envolvió con una agradable tibieza y quietud.
Durante los días y las noches siguientes, José intentó en vano virar hacia
la costa de Hispania. En una ocasión la avistó a lo lejos, pero un súbito
aguacero enturbió enseguida el horizonte. De vez en cuando, por la noche
divisaba el firmamento con nitidez y saludaba a las estrellas por su nombre,
con gritos de júbilo. Llevaba el rumbo correcto. Un viento constante hinchaba
la vela de día y, sumado su impulso al de la corriente, el barco viajaba a una
velocidad mucho mayor de lo que él percibía.
La lluvia le procuró agua. Cuando hubo dado cuenta de los últimos restos
de pan y queso, pescaba peces que consumía crudos.Cada vez se encontraba
más débil y debía invertir más esfuerzo en sus tentativas por alcanzar la
costa. El viento y la corriente le ganaban en vigor.
Todos los días grababa con diligencia una nueva muesca en el remo.
Anochecía tan rápido que por lo general tenía que hacerlo a tientas, porque le
había sorprendido la oscuridad.
Comenzó a temer por su vida. Aunque sabía que otros hombres más sabios
que él se mofaban de las leyendas que aseguraban que una vez alcanzados los
confines del mundo los barcos caían en el vacío, sentía que era justo eso lo
que le estaba ocurriendo. La corriente que lo tenía a su merced llegaría al
final y se precipitaría, igual que las cascadas de los torrentes en las épocas
de lluvias. Si aquélla debía ser su suerte, estaba resignado a correrla. Sólo
tenía que dejar que acudiera y así acabar de una vez.
¡Tierra a la vista! Debía de estar soñando, creando visiones que eran fruto
de la intensidad de su deseo.
José agitó el puño hacia la rosada masa de brumas. «Sal, sol e ilumíname
con tus rayos para que pueda ver.»
Comenzó a llover. Era una turbonada y no una mera llovizna.
José se apresuró a arrizar la vela y se puso a achicar agua. Ahora que
tenía tan cerca la tierra, el cobijo y la comida no podía naufragar. No iba a
consentirlo. Sacó fuerzas de flaqueza y libró un tremendo pulso contra la
tormenta durante un tiempo que no alcanzó a calcular.
Luego, de forma tan repentina como se había presentado, la lluvia cesó. El
mar aparecía salpicado de relucientes cabrillas bajo un sol cegador.
Reconoció los contornos de la cercana costa.
Aquél era el lugar donde debían apagar el fuego de la cocina, amortiguar el
ruido de los remos y bajar la voz. Aquello era Galia, y el país de los hombres
azules quedaba más o menos a un día de distancia en barco.
Ese día llegaría, pero aún no era el momento. Antes tenía que comer y
descansar. Debía recobrar fuerzas antes de comparecer ante la tribu azul.
Se apoyó contra la pala del timón y el barco comenzó a virar.
El agua que se acumulaba en el casco entorpecía el avance y el timón
parecía de plomo. No obstante, con cada minuto que pasaba veía más cercana
la orilla.
Una franja de luz... no, una franja de arena, una playa. José inició un
forcejeo con el timón.
Salió victorioso. Las olas de la orilla rodearon el barco y en su rítmico
avance lo condujeron junto a la blanca franja de tierra justocuando
comenzaba a oscurecer. José arrió la mojada vela y lanzó el ancla. Cayó por la
borda arrastrado por su peso y, muy despacio, se desplazó tumbado sobre la
arena mojada. También su cara estaba mojada de mansas lágrimas de
agradecimiento. Sentía como si la tierra se moviera bajo él, igual que el
barco. Extendió los doloridos brazos y hundió los dedos en la arena.
Antes de caer la noche, dormía ya, aquejado por un agotamiento tan
profundo que no oyó los pasos ni las voces de las personas que acudieron a
observarlo.
Tres días más tarde, otros veneti transportaron a José a la tierra de los
hombres azules en unas barcas tan asombrosas como sus ropajes. Tenían
forma semicircular y estaban revestidas de cuero; las velas eran asimismo de
cuero. Lo único que guardaba algún parecido con lo que conocía José eran los
largos remos que utilizaban.
Se aferró con desesperación al borde la embarcación cuando ésta pasó
girando a toda velocidad la zona de turbulencias provocada por la
intersección de mareas contrarias entre el acantilado de la costa yuna
pequeña isla cercana. Una vez superado ese trecho, la embarcación prosiguió
su avance cabalgando sobre las olas con un excitante movimiento que, de
forma paradójica, resultaba muy cómodo. Aun sin comprender bien cómo
manejaban la vela y los remos, reconoció que aquellos hombres eran unos
navegantes formidables. Hubiera deseado decírselo, pero sólo fue capaz de
expresar su admiración con sonrisas y gestos, al tiempo que gritaba:
«¡Bueno!» Aunque rudimentarias, aquellas manifestaciones parecieron ser del
agrado de los marineros. «Bueno» y «no bueno» eran dos de las palabras que
le habían enseñado. También había aprendido «hambre» y «sed». La más
importante, tal como no cesaba de repetirle Gulval, era «amigo».
El río que con el tiempo recibiría el nombre de Ródano fue otro motivo de
asombro para José. Había visto el Nilo, pero sólo en su cenagoso delta, donde
se dividía en cauces estrechos y poco profundos a causa de la acumulación de
limo que había en el lecho. Aquel gran río de la Galia era una magnífica y
amplia vía de agua de impetuoso caudal en cuyas riberas se sucedían los más
diversos paisajes. Los galos le habían prevenido de la existencia de
campamentos romanos, auténticas poblaciones amuralladas que daban cobijo
en invierno a las legiones, recomendándole que cuando se aproximara a alguno,
aguardara hasta la noche para dejar que la corriente lo transportara más allá
del alcance de las luces y ruidos provenientes de ellos.
Aterido de frío, ansioso, arrebujado en su ropa de lana de Bele-rión, José
oía y veía las manifestaciones de camaradería y los acogedores refugios de
los soldados, y se sentía terriblemente solo. Echaba de menos el clima de
compañerismo que había disfrutado entre los dumnoni. Con excepción del
segundo año en que trabajó en el barco fenicio que se dedicaba al transporte
de estaño, nunca había formado parte de un grupo en pie de igualdad. En
Anmatea, tenía una relación tensa con su padre, se llevaba bastantes años con
sus hermanos y siempre quedaba desplazado con respecto a los del pueblo por
ser miembro de la familia de propietarios y, como primogénito, futuro
propietario. Aunque durante sus estancias en Alejandría le dispensaban una
efusiva hospitalidad, también se sentía extranjero en aquella ciudad.
Las carcajadas con que los dumnoni saludaban sus constantes errores
habían sido en cierto modo más cálidas que las muestras de cortesía de los
alejandrinos.
Con todo, no se planteó ni por un momento volver a Belerión. Tenía un
ansia febril por regresar a casa, correr al encuentro de Sara,el Águila y el
minúsculo imperio de éxito que había imaginado. De todos modos, pensaba a
menudo en las gentes que había dejado atrás y ahuyentaba la añoranza
convenciéndose de que volvería todos los años a Belerión. Para hacerlo
factible, antes debía sortear, sin embargo, bastantes obstáculos... obstáculos
tal vez muy difíciles... No, no debía dudar del resultado. La única incógnita
sería el tiempo que le costaría vencerlos.
El Ródano desembocaba en el Mediterráneo al oeste de Massalia. A partir
de ahí, José se halló de nuevo en su medio habitual. Con el viento a favor, se
dirigió a Cerdeña, luego a Sicilia, después a Creta y, por fin, cinco semanas
más tarde, pasó junto al gran faro para fondear en el puerto de Alejandría.
Había tomado la precaución de esconder los pantalones y la túnica de
Belerión en el cofre que llevaba en la proa, sustituyéndolos por una túnica de
grueso lino y un manto de tosca lana que había comprado en Cerdeña. Aunque
en su mente y su corazón bullían aún los emocionantes recuerdos de su
extraordinario periplo, para mantener en secreto la fuente del estaño era
preciso que no los compartiera con nadie. Debería esperar hasta que volviera
a ver a Sara.
Tras amarrar el barco pequeño a la popa del Águila, se dirigió a los baños,
al barbero y a comprar ropajes de seda. Una vez concluidos estos trámites,
se hallaba presentable para llamar a la puerta de la casa de su amigo Micah.
Allí recuperó el paquete que había dejado a cargo de éste y aprovechó para
practicar el relato ficticio con que pretendía explicar su larga y misteriosa
ausencia.
—Era una mujer extraordinaria, bastante mayor que yo, dotada de unos
conocimientos tan amplios que ni siquiera tú la superarías, amigo mío, y quería
llevarme con ella a su isla del Egeo. ¿Cómo podía negarme? Aunque me
prometió que su marido no iría a su palacio, no acababa de fiarme de que no
fuera a descubrirme. Por eso dejé mi capital en tus manos, para que si Sara
quedaba viuda, pudiera contar con él.
—Y mi familia que no para de presionarme para que me case... —exclamó
Micah con un malicioso brillo en los ojos—. ¿Cuánto tiempo llevabas casado,
José, antes de que te hicieran perder la cabeza los atractivos de esa
fascinante diosa griega? ¿Tres años, no? Yo hubiera sucumbido al cabo de
tres meses, seguro.
Para sus adentros, José pidió perdón a Sara por aquella mentira.
Lograr audiencia del rey Herodes y hablar con él le resultó mil veces más
sencillo que adular y agasajar a Salomé. El rey se encontraba en su nuevo
palacio de Cesarea, tal como le había informado el escriba de la reina.
Tras dejar amarrado el barco en un muelle, José llevó el cofre de cobre
que guardaba en la proa a una de las oficinas marítimas del puerto y pagó la
tarifa para dejarlo en custodia. Lo poco que necesitaba podía transportarlo
perfectamente bajo el brazo.
Los baños romanos que había mandado construir Herodes en su ciudad de
mármol eran más pequeños pero más lujosos que los de Alejandría. José
disfrutó más del baño, porque se hallaba de nuevo en Judea, cerca de casa... y
de Sara.
Para acudir a su cita con el rey se puso ropa de lino de calidad, de color
apagado, en lugar de seda. Ese Herodes había asesinado a su abuelo. José
estaba dispuesto a hacer negocios con él a fin de restituir a su familia todo
lo que éste les había robado, pero no iba a postrarse ante él ni comparecer
con los atavíos de un cortesano. Se presentaría y hablaría como lo que era, un
judío que temía al Dios de su pueblo y no al rey marioneta que los romanos
habían encumbrado al trono.La carta de Salomé le franqueó el paso hasta un
salón interior, pero allí tuvo que aguardar junto a otros hombres que también
habían solicitado audiencia. Conteniendo la rabia y la irritación, tomó asiento
y se puso a mirar a los artesanos que trabajaban en el mosaico que decoraba
una pared contigua. La minuciosidad de la labor y el paisaje de jardines que
emergía lentamente de ella lo mantuvo absorto un buen rato.
Tras una larga espera, un guardia armado y uniformado se plantó delante
de él.
—¿Qué tenéis en la mano? —preguntó con brusquedad.
—Es para el rey —respondió José sin alterar la expresión ni levantar la
voz.
Tendió al guardia una sencilla caja de madera de cedro, cuyo contenido
inspeccionó éste antes de devolvérsela.
—Seguidme —ordenó.
José obedeció.
En la sala de recepciones, el aroma dulzón del incienso impregnaba el aire.
Junto a las columnas, que rodeaban la estancia montaban guardia varios
soldados. Herodes se hallaba instalado en una especie de trono tapizado de
telas de damasco, en el centro de un estrado que estaba situado al fondo de
la estancia. Los vivos colores de los intrincados tejidos de las alfombras
persas cubrían el estrado y el palio que aparecía suspendido sobre ella.
José avanzó detrás del guardia, ajustando el paso al de éste. Cuando se
hallaron a corta distancia del rey, el guardia se hizo a un lado.
—En la carta de mi hermana consta vuestro nombre, José de Ari-matea,
pero no se especifica el favor que venís a pedir —dijo Herodes.
El monarca llevaba toga, como un romano, y se ceñía el rizado pelo corto,
teñido de negro, con una corona de laurel. Sus ojos oscuros transmitían la
misma sensación de dureza que la obsidiana.
—No vengo a pedir, rey Herodes —precisó José—, sino a ofrecer.
Levantó los brazos para tender al hombre que estaba sentado allá en lo
alto la caja. Al mirar en su interior, Herodes puso cara de perplejidad.
—¿Qué significa esto?
En la caja había tres compartimentos: el del centro estaba lleno de
monedas de bronce de Israel, que llevaban acuñado el nombre de Herodes; en
el de la izquierda había una bolsa de cobre y en el de la derecha, un lingote
de estaño.
—Los mercaderes fenicios venden estaño al emperador Augusto al precio
de ocho sestercios por libra —explicó José, sin titubeos—. Roma os lo vende
a vos por doce sestercios, en Roma. El coste de su traslado a vuestras minas
y factorías de moneda de Chipre es, aproxi-madamente, de dos cuadrantes
por libra. Yo me comprometo a entregaros el estaño directamente en Chipre
por el precio de diez sestercios por libra.
Herodes se inclinó para observar a José, ponderando su juventud y la
sencillez de su indumentaria; después volvió a mirar el contenido de la caja.
—¿Saben los fenicios lo que os proponéis?
—No, y no deben enterarse.
—Augusto tampoco —añadió el rey.
16
Sara escuchó, fascinada, todos los detalles que José le refirió sobre
aquellos hombres que, según había resultado, no eran azules. Le causó un
alborozo especial verlo con los pantalones puestos. Lo que más la alegró —
aunque no lo dijo— fue verlo sano y salvo, en casa.
La abuela de Sara había fallecido mientras José estaba fuera. Pese a que
la anciana nunca había demostrado afecto por ella, Sara la echaba de menos.
Con el regreso de José, sin embargo, todo volvía a ser perfecto.
Le había traído uno de los vestidos que llevaban las mujeres de Belerión;
se la veía muy menuda entre los pliegues de aquella prenda de cuadros verdes
y amarillos, ceñida la cintura con un hermoso cin-turón de estilo celta. José la
encontró irresistible.
Se pusieron aquellas extrañas ropas sólo para divertirse. Había co-
menzado ya la estación seca y el calor era opresivo. Además, era obligado
mantener en secreto todo lo que guardaba relación con el origen del estaño.
—Deberíamos disponer de nuestra propia casa, Sara, y no sólo de una
habitación. No está bien que nos veamos obligados a hablar en susurros
cuando tenemos ganas de ir a nuestro aire y reír a carcajadas.
—Pero, José...
—Poseo dinero más que suficiente. Cuando concluya su recorrido el Águila,
tendremos más de lo que puedas imaginar. Podemos instalarnos en la casa de
tu abuela. Tú te criaste en ella. ¿No te gustaría que ése fuera tu hogar?
—No. Los recuerdos de los años que pasé con Ester no son especialmente
agradables.
—Razón de más para disiparlos haciendo de esa casa la nuestra.La
llenaremos de días felices, que recordaremos durante el resto de la vida.
José estaba pletórico de energías, rebosante de ideas para la vivienda:
añadir un patio mayor, más habitaciones, instalar mosaicos en los suelos o en
las paredes, o en ambas superficies.
Sara imaginó los largos meses de soledad cuando él estuviera fuera, pero
viendo que aquello significaba tanto para él, consiguió hacer un acopio de
entusiasmo comparable al de su esposo. En cambio, respondí r con una
rotunda negativa a otra de sus ideas. No pensaba ponerse las numerosas
joyas que le había comprado.
—El collar de lapislázuli es todo cuanto necesito o deseo, José. Esas
pulseras y broches son preciosos, pero demasiado llamativos, demasiado
atrevidos para mí. Me encanta disfrazarme con esas ropas celtas, porque es
nuestro juego secreto, pero las joyas son otra cuestión. Dáselas a tu madre y
a tu abuela. Nunca les traes regalos a ellas.
Rebeca quedó impresionada cuando José le dio a elegir cualquiera de las
piezas que le gustaran.
—Supongo que Sara debe de ser la responsable de esta maravillosa
manifestación de afecto —comentó la anciana con una sonrisa maliciosa y
cariñosa a un tiempo.
José lo admitió sin tapujos, pues sabía que era inútil tratar de engañar a
su abuela.
—¿Te gustan?
Rebeca guardó silencio un momento, concentrada en probarse los
brazaletes. Primero se puso uno, luego otro, que cambió de brazo; a
continuación se puso uno más y calibró el efecto que causaban los tres juntos;
se los subió más arriba del codo... Estaba completamente absorta en lo que
hacía, ajena a la presencia de José.
—Magnífico —dictaminó, mirando por fin a su nieto—. Cuando era joven
daba mucha importancia, quizás excesiva, a mi aspecto y siempre procuraba
estar más radiante que mis amigas. Claro que entonces vivíamos en la ciudad y
yo tenía una mayor actividad social. ¡Cómo me gustaría volver a tener
dieciocho años, sin variar otra circunstancia! Me bastaría con diez minutos,
un cuarto de hora tal vez. Todas las mujeres de Jerusalén se pondrían
enfermas de envidia al verme lucir estas joyas. Nunca he visto otras iguales.
En ese instante José percibió un vislumbre de la Rebeca de aquellos
tiempos. Aún era una mujer guapa si se obviaban las canas y las arrugas; pero
mientras experimentaba las diferentes combinaciones y posición de las
pulseras, a él no le fue preciso pasar por alto las marcas de la edad, porque
éstas desaparecieron, y la joven y hermosa Rebeca ocupó su lugar.
—Voy a hacer que todo vuelva a ser como entonces, abuela. Lacasa de
Jerusalén, las joyas, los vestidos de seda, los esclavos, las sillas de manos, la
villa de Jericó... Te lo devolveré todo.
—Mi querido niño. —Rebeca acercó la mejilla a la del muchacho—. Mira
adelante y no atrás. El pasado no se puede recuperar.
Volvió a mirar los aderezos de bronce, entre los cuales había un par de
pequeños broches con que se sujetaban el pelo las mujeres de Belerión
cuando lo llevaban enroscado en la parte postenor de la cabeza, formando
espirales semejantes a los filamentos de bronce de los broches.
—Da uno a tu madre —dijo—. Le gustará mucho. Después convenceré a
Sara para que lleve el otro; eso aún satisfará más a Helena. Quiere a tu
esposa más de lo que crees, José.
Agradeció a su abuela la ayuda prestada. Él no habría sabido qué
seleccionar para su madre, porque apenas la conocía. Hasta donde alcanzaba
su memoria, siempre había mantenido peleas con su padre, y su madre
siempre se ponía de parte de su marido. Tal actitud la había distanciado de su
hijo mayor.
Sus hermanos también eran poco menos que unos desconocidos para él.
Cada vez que regresaba de un viaje, los veía tan crecidos que casi no los
reconocía. Amos tenía ya catorce años y Caleb, nueve. El protegido de
Rebeca, Antíoco, debía de tener nueve u ocho, o incluso siete años de edad.
Si bien el esclavo y Caleb le prodigaban una intensa admiración, Amos era
quien daba ahora órdenes a todos los trabajadores del campo, incluido José.
—Y lo peor de todo —confesó José a Sara— es que es más alto que yo y no
para de crecer.
—Dale al menos esa satisfacción, amor mío. Nunca será la clase de hombre
que eres tú, ni siquiera cuando tenías su edad.
José besó a su esposa, la verdadera áncora de su vida.
Ninguno de los dos habló del hijo que siguió sin cobrar vida en el vientre
de Sara, mes tras mes, en el transcurso del verano. Su casa quedó terminada
antes de que se intensificaran las labores de recolección en agosto. Al
concluir la cosecha, dieron una fiesta para toda la familia y la totalidad del
pueblo, y se trasladaron a vivir a su nuevo hogar.
Aunque en secreto, José abrigaba la vaga y supersticiosa idea de que al
disponer de casa propia desaparecería el impedimento para la concepción, la
realidad le demostró que se hallaba en un error. Para colmo, tenía que partir
de nuevo.
—Será por poco tiempo —prometió a Sara—. Estaré de vuelta para el
invierno. ¿Lo entiendes, gorrioncillo?
—Sabes que sí. Además, mientras estés fuera, podré cambiar de sitio
todos los muebles de la casa, a mi antojo.
José fingió enfadarse, a fin de que Sara lo persiguiera con halagospara
arrancarle un beso y la reconciliación. Acabaron en la cama pese a que era
mediodía.
«Quizá cuando regrese esté creciendo un niño dentro de ella», pensó José
mientras andaba por el camino de Jaffa. Rehusó recordar las numerosas
ocasiones en que había tenido idénticos pensamientos en el trecho idéntico
del camino.
Su punto de destino era nuevo: Tiro, la legendaria ciudad de los antiguos
reyes fenicios. Había realizado una breve visita a su puerto con el Águila,
para comprar el tinte de color púrpura real. Esa vez en cambio tenía intención
de permanecer en la ciudad, visitar sus tabernas y mercados, charlar,
escuchar y fabular historias hasta averiguar si sus esperanzas eran
fundadas. Se decía que los fenicios de Tiro tenían celos de los habitantes de
Sidón, porque ahora el mundo entero reconocía a éstos una supremacía sobre
aquéllos y los consideraba mejores marinos. Además, el puerto de Sidón era
mejor, más espacioso que el de Tiro.
A José le bastó dejar caer el nombre de Sidón la primera noche que pasó
en Tiro para poner al rojo vivo los ánimos de sus interlocutores. Lo
amenazaron con una muerte rápida en la horca... con castrarlo en el acto... con
llevarlo a hacer una visita al dios del mar con un ancla encadenada al pie...
Había acudido al lugar idóneo para reclutar una tripulación experimentada,
que no divulgaría la noticia de que había entrado en competencia con Leontes
en el comercio de estaño.
—¡Sara! ¡Sara, es como si el Todopoderoso me hubiera allanado el camino!
—Chist, José, no blasfemes.
—No, no, si no blasfemo; expreso a gritos mi agradecimiento por la
bondad que me ha dispensado. ¿Sabes quién será el timonel que me ayudará
con la navegación? ¡Mílcar, el hijo de Aníbal, que es segundo de a bordo en el
Halción, el barco fenicio que transporta estaño para los romanos! Deberías
haber estado presente en la conversación que tuvimos, se te habrían saltado
las lágrimas de tanto reír. A mí me costó un gran esfuerzo no hacerlo.
»Es evidente que Mílcar sabe adonde viaja su padre cada verano. En
principio nadie debería saberlo, pues lo primero que se exige a todos los
tripulantes es silencio al respecto. Aunque supongo que es muy difícil que un
padre no acabe contando esas cosas a sus hijos al cabo de los años...
José advirtió que pisaba un terreno peligroso: Sara no lo había recibido
con la noticia de que esperaba un hijo.Se apresuró a retomar la exposición de
las exitosas gestiones que había realizado en Tiro, con la esperanza de
impedir así que Sara acusara su error.
Mílcar había recibido con extremo entusiasmo la oportunidad quejóse le
brindaba de repartir beneficios, seguramente porque sabía la elevada
cotización que tenía el estaño. También estaba informado, y con ello rindió un
incalculable servicio a José, de la trayectoria y cualidades de casi todos los
marineros que aguardaban en Tiro el inicio de la temporada para enrolarse en
un barco.
—Dispongo de una tripulación, con remeros incluidos, que está tan ansiosa
por vivir esta aventura como por recibir el dinero que les va a reportar. La
posibilidad de superar a un barco y una tripulación de Sidón multiplica sus
energías y su pasión. —Con expresión risueña, José simuló sentirse
avergonzado—. Y a mí me ocurre lo mismo, si he de ser sincero —susurró al
oído de Sara—. La verdad más honda de mi corazón es que te quiero,
gorrioncillo.
Sara tomó la cara de su esposo con ambas manos y la mantuvo inmóvil
mientras le daba un beso.
—Igual que te quiero yo, con todo mi corazón —dijo.
La estancia donde cenaron era apenas mayor que la anterior donde habían
estado reunidos. La principal diferencia consistía en que aquélla tenía las
paredes cubiertas de frescos, en lugar de dibujos del puerto de Cesárea. Los
frescos, de elegante factura y colorido, representaban escenas de copulación
entre hombres y mujeres, hombres con hombres, hombres con animales y
otras variaciones sobre el tema de la gratificación sexual quejóse no había
imaginado posibles hasta entonces.
—Dejad de fruncir el ceño, Ptolomeo, y sentaos conmigo en el di-van —dijo
Herodes—. He encargado una cena que satisfará vuestro avaro corazón.
José reprimió un suspiro de alivio. Incluso en una habitación como ésa, no
cabía la sospecha de que el severo ministro de finanzas fuera a hacer el papel
de juguete sensual del rey, como había tenido la impresión que ocurría con el
muchacho que lo acompañó en la cena de Jerusalén. Se lavó las manos en el
agua perfumada que le ofreció un esclavo y luego se las secó con la toalla que
le tendió otro. Cuando tuvo delante los platos de lentejas y pierna de cordero
asada, cayó en la cuenta de que tenía un hambre atroz.
—Un brindis —anunció el rey Herodes cuando sirvieron el vino—. ¡A mi
salud! —exclamó entre risas antes de apurar de un trago el contenido de la
copa de oro, que de inmediato volvió a llenar un esclavo.
El estado inicial de la embriaguez acentuó la afabilidad de Herodes.
Brindó alegremente por «los amigos que compartían su mesa» y les dio las
gracias por su lealtad.
—Eso va también por vos, José de Arimatea. Podríais haber pedido un
precio más elevado por el estaño, e igualmente lo habría pagado. Podríais
haber hecho trampas en las cuentas, pero Ptolomeo las ha repasado todas y,
según me dice, sois esa clase de animal mítico, tan difícil de encontrar... un
hombre honrado.
Al cabo de muchas copas más, se puso sensiblero.
—Sé que estáis casado con una sola mujer, José, y que no tenéis hijos. No
podéis ni imaginar qué gran fortuna es ésa. Mis esposas y sus parientes me
atosigan día y noche contándome horribles chismes sobre las demás. Se odian
entre sí. Mis hijos me odian, sobre todo los varones. Quieren matarme para
heredar mis riquezas. Ya son tres las veces que mis catadores han muerto
envenenados, y en ninguna ocasión he logrado desenmascarar al responsable.
Apoyó el hombro en el borde del diván para agarrar a José del brazo.
—Vos no deseáis mi muerte, ¿verdad, joven José?
—No, no la deseo, rey Herodes —respondió José, turbado por lo
embarazoso de la situación.
—¿Por qué no? —insistió Herodes, mientras le apretaba el brazo—. No
iréis a decirme que sentís amor por mí.
—Siento amor por los beneficios que extraigo de las relaciones
comerciarles que mantengo con vos, señor.
Herodes lo soltó y se dejó caer en el diván, riendo y sollozando a un
tiempo.—Es sincero —dijo, a Ptolomeo, gimoteando—. ¿Por qué no tendré
hijos como él?
Entonces Nicolaus se levantó y se acercó despacio al diván de Herodes.
—Alteza —dijo con voz apagada—. Soy un anciano y necesito dormir. ¿Me
concedéis la venia para retirarme?
Herodes lo miró con ojos enrojecidos y anegados de lágrimas.
—Marchaos pues —gruñó—. No reparéis en lo que necesito yo... compartir
mi simple comida con mis amigos.
—Nadie abandona la mesa antes que el rey —convino Nicolaus, y se
arrodilló junto a su señor—. Me quedaré y haré caso omiso a los dolores de mi
cuerpo.
Herodes se volvió hacia su amigo y apoyó la cabeza en su delgado hombro.
—Sois un saco de huesos —se quejó—. Ayudadme, Nicolaus.
José fijó la mirada en el plato de dátiles y queso tierno que tenía ante sí,
para no ver la lastimera imagen del rey de Israel saliendo con paso
tambaleante de la habitación.
Cuando se cerró la puerta, Ptolomeo le indicó que terminara el postre.
Antes de acabarlo, Nicolaus ya estaba de vuelta.
—Querría conversar con José de Arimatea —anunció el anciano a
Ptolomeo—. Iremos a mi estudio y después lo acompañaré a su dormitorio. —
Pidió con un gesto a José que lo siguiera.
—Buenas noches, Ptolomeo —se despidió José.
—Buenas noches —contestó Ptolomeo con una inclinación de cabeza.
18
19
José escuchó con alivio de labios de Nicolaus que no era necesario que
fuera a presentar sus respetos al rey Herodes. Además, como comieron una
buena cantidad de pan y queso con el vino, no le fue difícil declinar la
invitación a quedarse a cenar que de manera mecánica formuló Nicolaus.
Convinieron en verse la semana siguiente para realizar un recorrido por los
cobertizos donde se hallaban las barcazas, y después José quedó libre para
volver a la hostería donde había alquilado un par de habitaciones para los
meses de los preparativos y para los festejos. En un principio había pensado
en llevar a Sara, a sus hermanos y a su abuela, si ésta aceptaba, a ver la
multitud de entretenimientos.
Al final, puesto que la enfermedad de su padre lo había trastocado todo, a
buen seguro debería asistir solo. De todas formas, disponía al menos de un
lugar donde alojarse. Habría detestado tener que compartir los aposentos de
Nicolaus en el palacio, tal como éste le había ofrecido. Según el consejero
principal de Herodes, el número de huéspedes aumentaba por momentos; o el
número de «desastres», como los llamaba éste.
20
Durante los festejos de Cesarea, José paladeó por primera vez el sabor
del mundo romano. El puerto de Puteoli, mediante el que se comunicaba Roma
por mar, apenas difería de cualquier otra localidad marítima, y él nunca había
dispuesto de tiempo para visitar otras ciudades de Italia. Con todo, Herodes
había construido una ciudad romana en la tierra de los judíos, y entonces
José vio lo que en realidad significaba. Tenía invitaciones para todos los
actos, y asistió a cada uno de ellos.
Presenció las emocionantes carreras de cuadrigas en el hipódromo, lanzó
vítores y gritos de aliento junto a los otros espectadores, sintió la misma
excitación que ellos cuando dos de los participantes lograron adelantarse a
los demás corriendo a una velocidad que jamás habría creído posible,
haciendo restallar los látigos sobre los cuatro caballos que tiraban de los
pequeños carros. Cuando el ganador cruzó la meta con una diferencia de
centímetros respecto a la siguiente cuadriga, José compartió la amarga
decepción de su compañera de banco, que había estado animando a gritos al
perdedor durante toda la carrera.
Sí, tenía al lado una mujer. Las gradas estaban llenas de hombres y
mujeres, lo cual resultaba desconcertante para la arcaica mentalidadde José.
Nunca había puesto en tela de juicio las tradiciones que le habían inculcado.
Las mujeres no asistían a las cenas ni tenían el menor contacto con hombres
que no fueran de su familia. Las únicas excepciones que se admitían eran las
actividades de la sinagoga o las celebraciones del pueblo, y en tales ocasiones
siempre iban acompañadas de su marido, padre o hermano. El ámbito de la
mujer quedaba prácticamente restringido al hogar, al cuidado de la casa y la
familia.
Era evidente que las gentiles tenían mayor libertad de movimientos. José
las vio en las carreras, y también en el anfiteatro, donde presenció anhelante
los peligrosos saltos y volteretas que ejecutaban los acróbatas y la formación
de torres humanas que alcanzaban alturas de vértigo.
Había mujeres incluso en el circo, observando con entusiasmo los
combates que se libraban entre animales, entre hombres y entre hombres y
animales. Él quedó fascinado con los animales. Nunca había visto tigres ni
elefantes ni monos. La muerte de éstos le causó más horror que la de los
luchadores. Había visto morir a otros hombres, pero le disgustaba
sobremanera aquella brutal matanza de fieras, que a su juicio eran víctimas
inocentes, ignorantes del juego al que las sometían. Los tigres, en especial,
eran tan hermosos que constituía un crimen dejarlos morir.
Los combates eran demasiado numerosos, las muertes demasiado inútiles,
la sangre demasiado roja, demasiado abundante. No podía comprender porqué
el público tomaba como un entretenimiento aquel inhumano y ocioso
desperdicio de vidas. Él lo encontraba repugnante.
Así lo expresó a Nicolaus cuando se reunieron para efectuar las últimas
comprobaciones previas al desfile de barcazas.
—De joven habría coincidido plenamente con vos —admitió Nicolaus—.
Pero después de asistir a tantas luchas durante varias décadas, me he vuelto
insensible. No me inspira emoción lo que veo, y eso, me parece, es lo más
repugnante de todo.
El día anterior al desfile, el rey Herodes decidió que deseaba ver las
barcas terminadas, expuestas ya en el agua. José se disponía a desayunar
cuando recibió el mensaje que le ordenaba reunirse de inmediato en el muelle
con el rey y su séquito.
La tendencia de sus pensamientos, algo díscola mientras corría
Por las calles para obedecer la orden real, adquirió un marcado cariz
Qe rebeldía cuando se halló al lado del monarca y escuchó sus críticas.
A esa barcaza no le habría venido mal un poco más de dorados, aquella
otra tenía pocos cojines para los pasajeros, el color azul de los lados de la de
más allá no combinaba bien con la tonalidad azul verdosa del agua.
«Yo he invertido cientos de horas de trabajo y preocupación —pensaba
José—, sin que nadie hiciera mención alguna a ningún tipo de retribución. A
menos que por tal se entienda la pesadilla de tener que estar en el palacio de
Jerusalén con vuestros desagradables hijos y sus insufribles esposas.»
—¿Y dónde tenéis amarrados vuestros barcos, José? —preguntó Herodes
—. Me gustaría ver la galera en la que me traéis el estaño.
Al ver la pequeña flotilla de la que tan orgulloso se sentía José, el rey
realizó un gesto de aprobación, pero enseguida frunció el ceño.
—Muy espartana —objetó—. Supongo que es admirable. No obstante,
quiero que construyáis una nave que ofrezca más comodidades. Ya sabéis a
qué me refiero. Un camarote, o dos, o tres, con confortables lechos y unos
cuantos divanes en cubierta resguardados del sol y del viento. Tal vez un día
de éstos os pida que trasladéis a alguno de mis embajadores o mis hijos.
¿Quién sabe? Hasta puede que sea yo mismo el pasajero.
José se mordió la pared del paladar hasta que notó el sabor de su propia
sangre. Bajó la vista e hizo una reverencia, consciente de que podía acabar
siendo pasto de los tigres si expresaba en voz alta sus pensamientos.
—Será un honor —murmuró.
¿Cómo había podido pensar que el hecho de tener al rey Herodes de
patrono le reportaría algún beneficio? Ese anciano no hacía más que causarle
problemas y escandalosos gastos.
—Asistiréis con nosotros al banquete que se celebrará tras el desfile,
José de Arimatea. Todos querrán felicitaros por las barcazas.
José apenas logró articular las expresiones de contento y gratitud que
eran de rigor.
La idea a la que se aferraba era que en cuestión de días se hallaría en la
cubierta del Águila, sin dorados ni cojines, dejando tras de sí aquella ciudad
gentil repleta de columnas de mármol para disfrutar del aire puro y de la
infinitud de las aguas que tanto amaba.
Ese mismo día, mientras recorría las tiendas de la calle de los Mercaderes
de Seda en busca de más cojines, el ministro de finanzas de Herodes,
Ptolomeo, se le acercó por la espalda, tosiendo para llamar su atención.
—El rey me ha dado instrucciones para que ponga a vuestra disposición los
fondos necesarios para la construcción de una galera de sesenta remos —
anunció con su habitual rigidez y aire reprobador . El tesoro de Cesarea
recibirá notificación de ello de inmediato. Aquí tenéis la carta que os
identificará ante su encargado. —Ptolomeo tendíó a José un pergamino y en
cuanto éste lo hubo tomado, dio media vuelta y se marchó.
A raíz de la aparición de Ptolomeo, el propietario de la tienda duplicó el
precio de los cojines, pero José no se molestó en regatear. Se hallaba
demasiado ocupado pensando en la nueva galera.
El día siguiente amaneció gris, pero las nubes se despejaron antes del
desfile. José escrutó el cielo, y se felicitó por el insignificante triunfo de ver
allá arriba un tono de azul exactamente igual al de la barcaza que Herodes
había criticado. Mílcar ya estaba visitando los mejores astilleros de Cesárea
para decidir quién construiría la nueva galera. José ocupó su lugar en la
plataforma de madera que habían levantado en el muelle para los
espectadores del desfile. Ahora sólo tenía que mirar. La distribución de los
músicos y notables en las embarcaciones, así como la alineación y puesta en
marcha de éstas eran responsabilidades o «desastres» de Nicolaus.
José procuró divertirse y lo consiguió. Dado que ninguno de los ocupantes
del estrado lo conocía, escuchó sus exclamaciones de admiración sin recelar
que no fueran sinceras.
También se permitió creer que eran espontáneos los aplausos que recibió
en el banquete. El rey lo hizo levantarse para recibirlos y luego lo llamó a su
lado.
—Tengo un pequeño regalo para vos, José —dijo Herodes—. Es una
muestra de mi agradecimiento por todo lo que habéis hecho para contribuir al
éxito de la celebración. Asimismo, es una forma de expresaros mi estima y
afecto personal.
Los aplausos de los doscientos invitados arreciaron mientras José abría la
caja que le entregó Herodes. Era la misma que él había presentado dos años
antes al rey, con estaño y monedas de cobre dentro. Ahora contenía también
monedas, pero éstas eran de oro y no de bronce. En el compartimento central
había además un voluminoso anillo de oro de curiosa forma, con un gran rubí
en forma de escarabajo que aparecía sostenido por unos ganchos. Al girarlo,
en el reverso de la piedra vio, exquisitamente grabada en el fondo, una galera
con una vela al viento y la alta y curvada proa rematada con una diminuta
réplica exacta del águila de Arimatea.
—Vuestro sello, José de Arimatea —anunció Herodes en voz baja, para
que sólo lo oyera José—. Con él vuestras cartas recibirán atención inmediata
y podréis entrar sin traba en todos mis palacios y fortalezas, me halle yo en
ellos o no. Utilizadlo como queráis, para vos o para quien os acompañe. Tengo
plena confianza en vos.
En ese momento José comprendió cómo había Nicolaus tomado tanto
cariño a aquel tiránico y voluble rey. Se arrodilló ante Herodes, sin falsedad
ni ironía, con objeto de demostrarle su gratitud y lealtad.Tuvieron que
transcurrir varias horas para que José recordara que ese mismo rey Herodes
había ordenado a sangre fría que apuñalaran a su abuelo y confiscaran todas
sus propiedades.
Al final desistió de todo intento de comprender a aquel hombre, pues con
ello sólo lograba aumentar su confusión.
21
La casa del rabino tenía dos habitaciones y un patio, donde pastaba una
cabra junto a un horno de barro en el que su hija y esposa cocían pan.
A un lado del patio había otro edificio que albergaba una forja.
José estaba abatido y cansado. Le había costado mucho convencer a los
marineros del Aguda para que aceptaran viajar de nuevo a Bele-nón, sobre
todo en los meses en que ya habría concluido la temporada de navegación.
Sólo le había faltado lo de la sinagoga.
No obstante, al ver las frías cenizas de la forja, su fatiga se esfumó de
inmediato. ¿Era posible que el rabino fuera uno de los habitantes de Cesárea
que se habían quedado sin trabajo?
No. Sería una coincidencia demasiado afortunada, casi un milagro, y él no
creía en los milagros. Sólo creía en los frutos del duro trabajo.
De todos modos, a veces ocurrían cosas extrañas. En su vida habían
intervenido muchos hechos extraordinarios, surgidos por azar. No, no era
imposible. Sabía que los dirigentes de las sinagogas no eran sacerdotes; por
lo general eran trabajadores que accedían a esa condición gracias a su piedad
y a su conocimiento de la Tora.
Mientras comía sentado en el suelo junto con el rabino y sus hijos el pan y
el guiso de verduras que habían preparado la mujer e hijas de éste, José
observó la familia y su casa, limpia y austera, y decidió arriesgarlo todo.
—Rabino —comenzó.
—Isaac —lo corrigió el rabino—. Ya no estamos en la sinagoga, José de
Arimatea.
—Isaac —repitió con una sonrisa—. ¿Cómo se llaman los demás?David era
el hijo de expresión adusta, Jacob, el menor; Raquel era la esposa y Ester y
Miriam, las hijas.
—¿Querríais escuchar, vos y vuestra familia, una historia curiosa, Isaac?
Le llevó largo rato relatar las peripecias de un muchacho que empezó
trabajando como ayudante de cocinero y que más tarde, cuando ya era
cocinero, descubrió un secreto oculto entre los heléchos de una misteriosa
colina que se erguía en el mar.
Raquel y sus hijas se pusieron a comer en el suelo con ellos y a escucharle
detallar las maravillas de esa hermosa y extraña tierra cuyas laderas estaban
cubiertas de flores y surcadas de arroyos de impetuosas aguas, que saltaban
entre redondeadas piedras grises.
Viendo que José estaba cada vez más ronco, la pequeña Miriam fue a
buscarle un vaso de agua.
Les habló del tenue brillo del metal en los arroyos, y de los hombres que lo
recogían, personas que vestían extraños ropajes y hablaban una lengua
extraña que sonaba a música.
José sentía el estado de intensa atención de Isaac y sus hijos.
Les habló de los ojos azules como retazos de cielo de verano y del tono
dorado, como de sol, de las trenzas de las mujeres y muchachas.
Después les describió a un hombre, de cabello y ojos oscuros, un hombre
extranjero que propuso a los sacerdotes de blancas túnicas del pueblo de
ojos azules llevar a unas personas con ojos tan oscuros como los suyos
propios a vivir al lado del pueblo de cabello dorado y ojos del color del cielo.
Esas personas morenas irían con sus familias y construirían sus hogares y
una casa para rendir culto al Dios que llevarían consigo. Los varones
enseñarían a los hombres de ojos azules a localizar en las cabeceras de los
arroyos las acumulaciones de metal de las que procedían los pedazos que
bajaban por el lecho. Ayudarían, formarían, dirigirían la actividad de los
hombres azules, organizando la extracción del metal.
Entre tanto los niños aprenderían la extraña lengua en la escuela para
enseñarla luego a sus padres y aprenderían los juegos de los niños de ojos
azules y enseñarían a éstos los suyos. Las mujeres descubrirían las virtudes
de las plantas y frutas del lugar y ordeñarían leche de las ubres de los
extraños animales que pacían en los abundantes pastos de las colinas al lado
de corderos y cabras semejantes a los de otras tierras que les eran
conocidas.
—Ester —dijo el rabino a su mujer cuando José hubo concluido su
explicación—, trae a José una taza de leche endulzada con una cucharada de
miel. Se ha quedado ronco.José e Isaac subieron a la azotea con un odre de
vino y dos vasos y se quedaron charlando hasta que se apagó el brillo de las
estrellas y la brisa del mar les heló el cuerpo. Entonces, cuando faltaba tan
sólo una hora para el amanecer, se tendieron a dormir envueltos en mantas.
José se sentía ingrávido, completamente relajado de cuerpo y espíritu. Ya
estaban tomadas todas las decisiones. Isaac elegiría a las familias que
viajarían a ese lugar desconocido. Él conocía a todo el mundo; la criba
suscitaría resentimientos, sin duda, pero su autoridad como dirigente de la
sinagoga impediría que surgieran problemas.
—Deberemos celebrar la boda de David antes de lo previsto —comentó
Isaac—. Él no lo sabe aún, pero ya están pactadas las condiciones del
contrato. El padre de la novia es un viejo amigo mío. Siempre quisimos que
nuestros hijos se casaran. Ahora sólo quedarán ocho.
—¿Se conocen David y su novia?
—No. Mi amigo vive en Galilea. Harán buena pareja, seguro. Sara es una
muchacha de mucho carácter y David debe aprender que no siempre puede
salirse con la suya.
—¿Sara? Así se llama mi esposa. Ella me acompañará durante los seis
meses que permaneceré con las diez familias. Mi presencia facilitará las
cosas. Yo conozco al jefe del pueblo y a su sumo sacerdote.
—¿Vendrá con nosotros vuestra esposa? Casi estoy por creer que este
viaje se llevará a cabo.
—Tenedlo todo preparado para tres días después de la fiesta de los
Tabernáculos. El cuarto día nos haremos a la mar.
Mientras se le cerraban los ojos, José imaginó cómo sería pasear con Sara
de la mano por las playas de mullida arena de Belerión, ajeno a toda ambición
y afán de negocio. Se durmió con la boca curvada en una sonrisa.
22
Diez días más tarde José se encontraba al lado de su padre. Era el día de
la Expiación, el Yom Kippur, y habían acudido juntos al templo de Dios, tal
como les había ordenado el sacerdote Nebuzah.
Delante de ellos, ataviado con las sagradas vestiduras que se reservaban a
la festividad más sagrada de todas, el sumo sacerdote hizo avanzar dos
cabras. Dos de sus sacerdotes las mantuvieron inmóviles mientras él arrojaba
unas placas de marfil con símbolos grabados, para averiguar por medio de
ellas la decisión del Altísimo con respecto al sacrificio de los animales. Ante
una indicación del sumo sacerdote, una de las cabras fue conducida al reducto
interior del atrio de los sacerdotes. Reinaba un silencio absoluto que sólo
interrumpía el repiqueteo de las pezuñas de la cabra en contacto con el suelo.
Después se oyeron otros pasos de animal, esta vez de un toro joven que hizo
pasar un sacerdote.
—He ofendido a Dios con mis pecados —entonó el sumo sacerdote—.
Sacrifico este toro en ofrenda por mis pecados y los pecados de todos los
sacerdotes.
Se encaminó a la piedra sacrificial y, tras seleccionar un cuchillo, degolló
al toro y recogió la sangre en un cuenco de oro. Después se lavó las manos en
la enorme pila y, tomando un incensario de oro, subió los escalones que
conducían al sancta sanctorum, el lugar santísimo, detrás de cuyos velos se
hallaba presente Dios.Entre el silencio era audible la respiración anhelante de
los presentes. El sumo sacerdote apartó la cortina exterior y se situó frente
a la cortina interior que tapaba las puertas de recinto sagrado.
Al poco se intensificó el olor a incienso y de entre las cortinas brotó el
humo del sacrificio.
Después salió el sumo sacerdote y entonces todos dejaron de contener el
aliento, y exhalaron un suspiro general.
Dios había aceptado el primer sacrificio.
El sumo sacerdote alzó el cuenco de oro que contenía la sangre antes de
volver al sancta sanctorum.
Por segunda vez Dios aceptó el sacrificio y el sumo sacerdote salió de
nuevo. A continuación sacrificó la cabra y recogió su sangre.
Por tercera y última vez entró en el reducto sagrado, llevando el
sacrificio.
Cuando regresó, José oyó cómo a su alrededor los hombres daban gracias
entre sollozos porque Dios había considerado aceptables todas las ofrendas.
Entonces miró a Josué. Le preocupaba que su padre no resistiera bien el
ayuno ritual que habían iniciado con la puesta del sol del día anterior.
Josué, que había rechazado el ofrecimiento de José de apoyarse en él, se
mantenía sin embargo firme con la ayuda de dos recios bastones.
Clac, clac, clac, clac... Era la segunda cabra, que volvía. Con las manos
posadas en la cabeza del animal, el sumo sacerdote recitó las confesiones
rituales para todo el pueblo, con las que transfería sus pecados al chivo
expiatorio.
Otro sacerdote la tomó del ronzal y la condujo por el pasillo que abrieron
los celebrantes.
Los levitas interpretaron una solemne música mientras los hombres
aguardaban en silencio dentro del templo. Todos sabían lo que sucedería
después: el sacerdote conduciría el chivo expiatorio al desierto y a unos
veinte kilómetros de distancia, lo despeñarían por un profundo barranco. Con
su muerte quedarían lavados los pecados del pueblo.
Después de recibir la señal, transmitida en cadena, el sumo sacerdote
anunció la expiación de sus pecados. Luego pronunció la bendición:
—No esperes demasiado. —Sara había dicho varias veces a José que no
podía dar por sentado que su padre fuera a perdonarlo sólo porque Dios lo
hubiera hecho—. Han pasado más de diez años desde que huiste de casa para
navegar. Tu padre ha acumulado mucha rabia, y el tiempo magnifica las cosas.
No obstante, José tuvo que reconocer que había esperado alguna
manifestación clara de cambio, alguna mirada o gesto por parte de Josué.
A la puesta del sol concluyó el ayuno del Yom Kippur. Abigail se esmeró
como nunca. Había enormes cuencos, platos y jarras de comida y vino, además
de un cesto con panecillos, frente a cada comensal. Como de costumbre,
comieron primero los varones. En el hogar de Abigail reinaba un clima de
considerable tolerancia y laxitud, gracias al cual los niños podían, por
ejemplo, comer en la misma mesa junto a los mayores. Caleb, que tenía sólo
once años, se sentía todo un hombre aposentado al lado de José; el chico
estaba en extremo orgulloso de la apasionante vida que llevaba su hermano
mayor.
—¿Cuándo vuelves a embarcar, José? —preguntó Caleb con estudiado aire
de desenvoltura—. ¿Irás a Alejandría otra vez?
José le había prometido llevarlo algún día consigo, pero ese día aún no
había llegado.
—Esta vez no, Caleb. Pero no lo he olvidado —respondió José, que sentía
un gran cariño por ese pequeño desconocido, admirador incondicional suyo,
que era su hermano—. Me han ofrecido participar en una inversión de
terrenos en Hispania, que parece interesante. Me llevaré a Sara conmigo.
Partiremos después de la fiesta de los Tabernáculos. —Aquello era lo que él y
Sara habían convenido en contar a los demás.
Por un instante Caleb ensombreció la expresión, pero enseguida su
mofletuda cara volvió a irradiar su alegría habitual.
—Quizá traigas algo especial de allí como regalo de boda de Amos. ¿Qué
tienen de especial en Hispania?
Aunque José tenía previsto aguardar a que hubieran pasado las fiestas, la
intervención de Caleb lo obligó a dar la noticia.
—No regresaremos a tiempo para la boda. —Miró a Amos y añadió—: Lo
siento.
No me sorprende lo más mínimo—murmuró Amos, sin mirar a José a los
ojos y concentrando toda su atención en elegir una aceituna del cuenco.José
sintió una opresión en el pecho; hubiera deseado tener a Sara a su lado. Con
ella había hablado muchas veces sobre la boda de Amos.
—No se enterará siquiera de si tú estás ahí o no —había insistido Sara—.
¿Te acuerdas de nuestra boda? Entre tanta música, baile y alborozo, y todas
las caras, carcajadas y conversaciones, lo único en lo que podía pensar era en
la tienda nupcial. A ti te pasaba lo mismo, José, me consta que sí, y lo mismo
le ocurrirá a Amos.
Ella tenía razón. José estaba convencido de que así sería, pero no podía
decírselo a Amos, y menos delante de todos los niños de la familia. Y de su
padre.
—Lo siento —repitió.
—No importa, José —replicó Amos, esta vez sin apartar la mirada.
—Sí importa —declaró Josué, que se hallaba sentado en su sillón, frente a
una mesa repleta de comida sólo para él; los demás compartían la comida que
habían dispuesto en una tarima baja en el centro, medio reclinados en el
suelo, sobre esteras de paja, de tal modo que Josué parecía hallarse muy por
encima de ellos—. Te equivocas en eso, hijo —dijo con su pronunciación
trabajosa y lenta—. Importa, y mucho. Aunque tienes razón en algo: no es una
sorpresa. —Luego añadió—: Ayúdame a ir a la cama. He perdido el apetito.
—Pues yo estoy hambriento —anunció José, y desplegó los puños, que
hasta entonces había mantenido crispados— y esta cena es un auténtico
banquete. Mateo, ¿me acercas ese queso que tiene tan buen aspecto? Me
muero de ganas de hincarle el cliente. Tu esposa es una cocinera de gran
talento.
Al día siguiente Amos llevó a su padre a Arimatea. Josué dijo que ya se
había cansado de estar en Jerusalén.
—Me alegra que se vaya —afirmó con enojo Sara—. Así podremos
divertirnos un poco los demás. La pena es que Helena tenga que irse con él,
con las ganas que tenía de estar aquí para la fiesta de los Tabernáculos.
—Ven aquí, mi gorrioncillo furioso —dijo José con un nudo en la garganta
mientras la atraía hacia sí—. Siempre lo recompones todo. Te quiero.
—Por la mañana ve a la cabaña, tapa los oídos con cojines a José para que
no le llegue el ruido de la casa y protégele los ojos de la luz con un paño.
Sara se encontraba con Rebeca, y estaba encantada de pasar un rato a
solas con la anciana que tanto amaba.
—Gracias por el consejo —dijo con una sonrisa—. ¿Qué remedio me
recomiendas para cuando se despierte José?
—Que te alejes lo máximo posible de él. Iremos de compras y nos
llevaremos a Caleb para que nos sirva de poderoso protector varonil. Al pobre
se le está quedando corta la capa por todas partes, y pronto comenzará el
frío. Será un excelente pretexto para ir a la zona de los tejedores. Es una
feliz coincidencia que se halle al lado de las rosaledas y sus perfumes.
—Será un placer. Ya sabes que nos iremos pasado mañana. Tenemos que
zarpar lo antes posible y no podemos quedarnos toda la semana que dura la
fiesta. —A Sara se le anegaron los ojos de lágrimas—. Te voy a echar mucho
de menos, Rebeca.
—Y yo a ti, Sara —dijo Rebeca, y abrazó a la joven—. A José también,
claro está, pero aún más a ti. Habrá menos alegría en Arimatea sin ti.
—¿Y Antíoco? Me dijiste que, aparte de su buena predisposición para los
estudios, posee un gran sentido del humor.
—A José le espera una sorpresa mayúscula. He recaído en mi vieja
costumbre de conspirar con los jóvenes. Ahora que disponemos de esclavos
especializados para cuidar a Josué, Antíoco se ha escapado, con mi ayuda y
bendición. Os estará esperando en Cesárea.—José se pondrá furioso.
—Ya se le pasará. —Rebeca esbozó una sonrisa—. Tú te ocuparás de ello.
23
La boda de David ben Isaac fue una ocasión gozosa y triste a un tiempo.
Junto con las felicitaciones, había que pronunciar muchas palabras de
despedida.José y Sara se escabulleron en cuanto les fue posible. En el Águila
aún quedaban muchos preparativos por ultimar y ellos deseaban disfrutar de
su última noche de intimidad sin apremios, entregados al amor.
También fueron abundantes las carcajadas.
—Seguro de que hay un rebaño de ovejas con ruedas preparándose para
embestirme por la espalda —comentó José en un momento crucial.
Los juguetes estaban guardados en los rincones de la tienda, porque no
había suficiente espacio para ellos en la bodega.
Antíoco apareció el cuarto día. Se presentó ante José con un cuenco de
agua tibia, una toalla y utensilios para el afeitado.
—Buenos días, amo —dijo—. Un día hermoso, un mar en calma y un viento
propicio. Todo perfecto. ¿Listo para afeitaros?
Cuando se hubo recobrado de la sorpresa, José lo regañó y le lanzó una
andanada de terribles amenazas. Los judíos de Cesárea, sentados en
cubierta, estaban demasiado asustados para apreciar la belleza del cielo y de
las aguas, y consideraban el balanceo del barco una prueba de que el mar
distaba mucho de estar en calma. Sus temores se redoblaron al ver la furia
de José, hasta el punto de que las madres reunían como cluecas a sus hijos
con afán protector.
Al final, empero, José se echó a reír.
—Eres un picarón —dijo a Antíoco, enredándole la espesa maraña de rizos
—. Creo que debería ponerte a trabajar en la cocina. Eso es lo que tuve que
hacer yo cuando escapé para embarcarme a tu edad.
—Si me permitís recordároslo, amo, tengo tendencia a romper los
cacharros de cocina. Soy mucho más hábil con la navaja de afeitar.
—Iremos a la tienda, pues. Sara se alegrará de verte, supongo.
—Ya la he visto, y se ha alegrado. Ella me ha dado la navaja y lo demás.
24
Había una gran cabaña de piedra, de tamaño diez veces superior a la que
ocupaban Sara y José, en la que los dumnoni solían guardar en invierno los
caballos, bueyes y ganado. Ése fue el edificio que, una vez limpiado y
blanqueado de arriba abajo, cedieron a los pasajeros del Águila como vivienda
provisional mientras construían sus casas.
Fue en ese mismo lugar, el mismo día de su llegada, después de que José
sirviera vino a todos los adultos, judíos y celtas, donde Sara repartió los
juguetes a los niños.
Los gritos, risas, juegos y estrépito de trompetillas y címbalos obli-garon
a taparse los oídos por igual a todos los mayores, que de este modo
establecieron una comunicación en la que sobraban las palabras. Los niños
tampoco tenían necesidad de hablar en ese momento, pues estaban
demasiado ocupados lanzado pelotas y haciendo ruido.
Al poco rato, las mujeres rubias trajeron grandes cantidades de comida y
bebida... hidromiel, leche y agua aromatizada con hierbas. Luego señalaron los
colchones de paja que se hallaban apilados junto a las paredes, imitaron con
gestos la acción de comer y después bostezaron y cerraron los ojos. Los
fatigados viajeros mostraron su agradecimiento juntando las manos y
dedicando reverencias a su benefactores, con sonrisas, cabeceos y
pronunciando la palabra «amigo».
—Amigo —repitieron las mujeres celtas.
Después reunieron a sus maridos e hijos y salieron para dejar que los
judíos comieran y descansaran a sus anchas.
José tuvo una gran alegría al ver a Nancledra, el joven que estudiaba para
sacerdote y que le había servido de intérprete durante su primera estancia
en Belerión. Lo acogió con una amplia sonrisa y la forma de saludo que el joven
celta le había enseñado.
—¡Sennen!
Nancledra le ofreció una sonrisa igual de radiante y a continuación le
corrigió la pronunciación, como había hecho decenas de veces antes. José
escuchó una vez más, complacido, el nombre que le habían impuesto los
dumnoni: «Mostaza.»
Enseguida pasó a utilizar el griego, pues le interesaba abreviar. ¿Se
quedaría en el pueblo, preguntó a Nancledra, para servir de intérprete a los
pasajeros del Águila Sí y no, le respondió el celta. El se ocuparía del
aprendizaje de los niños judíos, pero tenía cuatro ayudantes, aprendices de
sacerdotes, que harían de intérpretes.
—Han transcurrido cuatro años desde que pasamos vanas semanas juntos,
Sennen —le recordó—. Durante ese tiempo he progresado en mis estudios.
He superado las pruebas y ahora ya soy un bardo.
—Felicidades, amigo. Estoy muy contento de volver a verte. Esta vez me
acompaña mi esposa; quiero que la conozcas.
—Me encantaría, pero ahora debo ir a la escuela. Me harías un gran favor,
Sennen, si dijeras a tus compatriotas que vayan sus hijos allí. Los padres y las
madres también pueden ir si lo desean.
José se dirigió al gran edificio redondo. En él encontró a los intérpretes y
también a Gawethin, el jefe de los dumnoni, y su esposa. El proyecto de
integración de los judíos se había puesto ya en marcha.Durante los meses de
invierno la suavidad del clima facilitó el trabajo a la intemperie. Con la
experta y desinteresada ayuda de los dumnoni, los hombres de Cesárea
levantaron las paredes de piedra de sus casas.
Éstas eran diferentes de las cabañas circulares, con marcada influencia
de Cesárea. Tenían forma ovalada y se componían de un espacio de vivienda,
otro de taller y un establo, que se hallaban dispuestos en torno a un patio.
Cada familia construyó una, de dimensiones acordes a sus necesidades, y
entre todas formaron dos hileras separadas por una calle pavimentada. El
resultado final fue un pueblo aparte, en cuyo centro se alzaba un edificio
especial que, aun siendo más pequeño y careciendo de patio, había sido el
depositario del mayor esmero de los artesanos.
Se trataba de la sinagoga, la cual dedicó la colonia de judíos a su Dios en
el marco de la celebración de la fiesta de las Luces.
—Ahora ya tengo la seguridad de que mi descabellada idea va a dar fruto
—dijo José a Sara—. Pronto los campos estarán listos para la siembra, y los
dumnoni ya han comenzado a enseñar a los colonos los sitios donde dispondrán
de tierra y el tipo de cultivos que pueden plantar. Muchos de ellos coinciden
con los de Judea: cebada, trigo, lentejas, guisantes... todos los conocen.
—El aprendizaje del idioma no presenta problemas... Antíoco participa
absolutamente en todo, y actúa como el mejor de los intérpretes.
—Los niños están inventado su propia mezcolanza de lenguas —comentó
Sara—. El pobre Nancledra sufre lo suyo, pero les enseña muy bien. Se ve que
les tiene mucho cariño.
—Y a ti también —señaló José en tono burlón.
Era verdad, y él se alegraba. Sara iba a menudo a la escuela, y después de
las clases de lengua Nancledra le enseñaba a tocar el arpa. No con una de las
arpas de juguete; le había regalado uno de los hermosos instrumentos
parecidos a la lira que utilizaban los bardos para interpretar su compleja y
etérea música.
Era un instrumento difícil, y aquel tipo de música aún lo era más. De todos
modos, a José no le molestaban las disonancias ni las interminables
repeticiones de acordes que Sara le arrancaba una y otra vez durante sus
horas de práctica en casa. Al ir a comprar los juguetes, ella había
manifestado su deseo de aprender a tocar el arpa, y él quería que ella tuviera
todo cuanto había ansiado.
Tal vez el arpa podría consolar en algo su pena por no haber concebido
todavía un hijo, ni siquiera durante aquel periodo mágico.Aún les quedaban, no
obstante, cuatro meses de intimidad en aquella tierra especial antes de que
el Águila regresara a buscarlos, y no había motivo para perder las
esperanzas.
No hablaban de aquella cuestión, porque ninguno de los dos quería causar
dolor al otro, aunque sí compartían sin reservas todos los demás
pensamientos y sentimientos con un grado de compenetración del que surgía
la magia.
25
Dinasa estaba en lo cierto. El examen físico fue cien y hasta mil veces más
turbador que el interrogatorio. Sin embargo, después Dinasa dictaminó:
—No hay motivo para que no podáis tener un hijo.
Sara sintió una felicidad tan enorme que pasó a considerar el apuro
pasado como una bendición. Lucía una sonrisa radiante mientras escuchaba las
instrucciones que Dinasa le daba para la toma del preparado de hierbas.
—La simiente de vuestro marido podría ser la causa de que no tengáis
hijos —apuntó después la sacerdotisa—. Algunos hombres tienen la simiente
muy débil.
Aquella posibilidad era peor que las que Sara hubiera podido contemplar
en sus más terribles pesadillas. Aunque se negó a darle crédito, le quedó
dentro el diminuto germen de la duda.
Esa noche, cuando hicieron el amor, Sara abrazó a José con más ternura
que pasión. Lo que había dicho la druida no podía ser verdad, pero si había
siquiera una remota posibilidad de que resultara cierto, quería consolarlo.
Más tarde, cuando Isaac hubo regresado a su casa y los otros drui das se
reunieron con Pelynt en la cabaña de Gawethin, éste informó a los demás del
resultado de su investigación.
—No hay necesidad de matar a esos recién llegados. No representan
ningún peligro.
26
José ordenó a Mílcar que pusiera rumbo directo a Cesárea, donde debían
desembarcar Sara y Antíoco.
—Yo también desembarcaré —anunció—. Debo atender un asunto personal,
aparte de acompañar a Sara a Arimatea. Llevad el Águila a Chipre, haced las
compras pertinentes y luego reunios conmigo en Cesárea.
—¿Y si hay guerra?
—Lo sabremos en cuanto nos aproximemos a la costa. Si los barcos de
cabotaje se encuentran en activo, es una señal de normalidad.
Antes de llegar a Israel, Sara sustituyó su cómodo vestido celta por una
túnica y un manto de lino. No volvió a adoptar, sin embargo, su antiguo
peinado. Siguió llevando el cabello recogido en trenzas, sujetas en torno a la
cabeza con las largas agujas de bronce de profusos adornos que llevaban las
mujeres celtas. Sabía que le sentaba muy bien aquel tocado y no estaba
dispuesta a renunciar a él.
Llevaba consigo más agujas de pelo, para regalar a Rebeca y a Helena.
Abrigaba la esperanza de transformar la alquería en un mundo con
reminiscencias celtas, al menos en lo que a la ropa se refería, pues ahora se
sentía incómoda con el manto y la túnica.
Sara ardía en deseos de ver a Rebeca. En aquel momento en que debía
afrontar una realidad que la asustaba, necesitaba más que nunca la valiente
visión de la vida que poseía la anciana. «Voy a ser fuerte, realista, inmune a la
autocompasión, exactamente igual que Rebeca», se prometió Sara.
No obstante, cuando paseó por el pueblo con José y escuchó las palabras
de bienvenida de las personas a quienes tanto quería, recordó que en cuestión
de pocos años ya no tendría un lugar allí.Vio el árbol donde se citaba con José
para susurrarse palabras de amor y aprender a besar.
Después entró en la casa que era el hogar de su matrimonio.
Sara salió corriendo hacia la casa de la familia de José, encontró a Rebeca
en el huerto y, sin decir palabra, le arrojó los brazos al cuello y dio rienda
suelta a un torrente de quejidos y sollozos.
Rebeca la mantuvo abrazada, en silencio, hasta que hubo agotado las
lágrimas y las fuerzas de la joven se extinguieron.
—Ven a mi habitación —dijo—. Debes descansar antes de ver a los demás.
En un rincón del huerto, a la sombra de los árboles, Antíoco se quedó
quieto como una estatua, sin saber qué ocurría ni en qué podía contribuir él a
remediarlo.
José no había sido testigo del desmoronamiento de Sara, porque una vez
hubo dejado atrás el pueblo se bajó del carro y dejó a Antíoco las riendas
para que éste lo condujera hasta la alquería.
—Volveré pronto —dijo, sin más explicación.
Atravesó campos y viñas hasta llegar al camino que conducía a la casa del
sacerdote Nebuzah, el hombre que había utilizado la ley para aportar una
mínima dosis de paz a la relación entre José y su padre.
Cuando regresó a la alquería había oscurecido ya. Los caminos eran
peligrosos de noche, pero él estaba demasiado impaciente para oír la voz de
la prudencia. Tenía que comunicar de inmediato la noticia a Sara. Nebuzah le
había dado la solución a su problema.
José vio con rabia que no había luz en su casa. Sara debía de encontrarse
en la casa de su familia, y él no estaba preparado para verlos, en especial a su
padre. Tendría que esperar para anunciarle la buena noticia, aunque se
consumiera de impaciencia. Aquél era un asunto entre él y Sara, que no
incumbía a nadie más.
Pasó unos minutos intentando convencerse de que no faltaría a la cortesía
si entraba en la casa y se acostaba. Estaba cansado y se mostraría más
agradable con los demás después de reposar.
No, concluyó, mejor sería que fuera a saludarlos de una vez. Además, Sara
tal vez estaría preocupada por su tardanza. Haciendo acopio de voluntad, se
encaminó con paso vivo a la casa donde había transcurrido su juventud.
—¡José! ¡Bienvenido a casa!
La habitación estaba llena de gente. Sara se apresuró a acudir a su lado y
apoyó la mano en su brazo.—Cuando he Hegado, tu madre ha mandado avisar a
Amos y a su esposa Raquel, de modo que aquí los tienes —explicó, y puso un
discreto énfasis en la palabra «esposa» para impedir que José incurriera en
un terrible error—. Les he estado haciendo rabiar a más no poder, pues les
he dicho que habíamos traído un regalo especial de boda desde Hispania, pero
que no se lo enseñaría hasta que tú estuvieras presente.
Sara le presentó a continuación a los padres de Raquel, que habían acudido
desde Galilea a pasar una temporada allí. José murmuró las palabras de
acogida de rigor, las expresiones de gozo por tener en Raquel una nueva
hermana, las disculpas por no haber asistido a la boda, los deseos de que su
estancia fuera grata y placentera...
Helena, su madre, lo rescató con un abrazo y la exigencia de que fuera a
saludar a su padre y a su abuela.
—¡Y a su hermano! —añadió Caleb.
José saludó la intervención de su hermano con una carcajada, la primera
que lanzaba de forma espontánea desde que había llegado. También fue
genuina la admiración que le produjo la escudilla de cobre que Sara ofreció
como regalo a Amos y Raquel. Omitió decir que era la primera vez que la veía,
y tampoco mencionó que reconocía la distintiva belleza céltica de las líneas
curvas que aparecían grabadas en el metal en torno a las grandes piedras
verdes incrustadas como decoración en los lados del cuenco.
—A mí también me impresionó la artesanía de Hispania —comentó con
recato Sara.
José sintió deseos de alzarla en volandas y ponerse a dar vueltas hasta
que ella chillara, como hacía cuando eran niños y le llenaba de un alborozo
especial alguna de sus travesuras.
La velada no duró tanto como había previsto José. Rebeca le besó las
mejillas, Josué emitió un gruñido que podía interpretarse como un saludo y
Helena se sentó al lado de su marido después de haberlo rescatado del apuro
inicial. Los padres de Raquel eran unas personas agradables y su hija era una
muchacha encantadora. Saltaba a la vista que adoraba a Amos y que éste la
correspondía por igual.
A José la velada se le antojó, no obstante, larguísima. Se sentía im-
paciente por comunicar la buena noticia a Sara.
No bien se hallaron en su propia casa, después de cerrar la puerta José
tomó a Sara en sus brazos y la estrechó hasta dejarla sin aliento. jJespués,
abrazándola con más suavidad, le besó las mejillas, los ojos, 'os labios, la
nariz, la barbilla, el pelo.
Estás loco —exclamó Sara entre risas—. ¿Qué pasa?
José le plantó un sonoro beso en medio de la frente.
Esto por ser una esposa perfecta. Sin tu ayuda, no me habríaacordado de
la esposa de Amos, ni de que se habían casado siquiera,
»Y éste —añadió tras darle otro sonoro beso— para celebrar que seguirás
siendo mi perfecta esposa por siempre jamás. He consultado al sacerdote de
Thamna y él ha encontrado la manera de lograr que sigamos casados. No
habrá divorcio, querida. Sabía que el rabino Isaac estaba equivocado.
—Oh, José. —Sara lo abrazó con vehemencia—. Soy tan feliz. —Apoyó la
cabeza en su pecho, con el rostro más radiante que la llama de la lámpara de
aceite que descansaba sobre la mesa.
Su semblante fue ensombreciéndose, poco a poco, a medida que él le
refería con gran entusiasmo lo que le había dicho el sacerdote. En lo tocante
al divorcio, la ley debía interpretarse como una medida para garantizar la
supervivencia y hasta la expansión del pueblo judío, mediante la exigencia de
que todo varón engrendrase futuras generaciones.
No había, con todo, ninguna ley en contra de la poligamia, y las diez
esposas de Herodes eran buena prueba de ello. Si bien el común de los
hombres tenía una sola mujer, no estaba prohibido que tuviera más.
Lo único necesario era, por, tanto, que José tomara una segunda esposa y
engendrara un hijo antes de que hubieran transcurrido diez años de su
matrimonio con Sara. En ese caso, no tendrían que divorciarse, aun cuando
ella fuera estéril.
Sara notaba que el frío se adueñaba de su cuerpo. «Esto es la muerte —
pensó—. Qué raro sentirse muerta sin haber muerto antes. Debería estar
celosa, furiosa, dolida, pero sólo siento frío. Estoy muerta. Mi vida ha
acabado. ¿Por qué sigue hablando? Los muertos no oyen.»
—La madre del hijo debe provenir, por supuesto, de una familia honorable,
y tendré que proporcionarle una casa y criados, para que el niño disponga de
todos los cuidados.
»Pero tú serás mi esposa, mi única esposa verdadera, por siempre. No
puedo perderte, querida. Haré cualquier cosa para impedirlo.
José reparó de repente en la inmovilidad y el silencio de Sara. La tomó
por los hombros y la separó de sí para verle mejor la cara.
—Sara. ¿Qué ocurre? ¿No me he expesado con claridad? No tendremos
que divorciarnos. ¿No estás contenta?
—Sí —respondió la joven con voz apagada y fría—. Es perfecto. —
Retrocedió para zafarse del contacto de su mano—. Estoy muy cansada. Voy a
acostarme.
27
28
Ahora estos quehaceres habían quedado atrás. Sólo restaba por cumplir la
tarea más difícil y azarosa: convencer a los marineros del Águila para que
hicieran de tripulantes del Fénix...
—Será un viaje normal a Puteoli. Los pasajeros llevarán a sus propios
criados consigo. Vosotros sólo tendréis que tripular la galera. Es posible que
en algún momento os molesten por ponerse en medio, pero eso también
ocurrió con los judíos que transportamos a Belerión, y ya sabéis que no
representó ningún problema serio.
—Querrán darnos órdenes —gruñó el contramaestre.
—Os doy mi promesa de que no lo permitiré.
—El barco está por estrenar. ¿Quién sabe cómo responderá a las
maniobras sin haberlo probado antes? Las letrinas y los baños demármol no
son un lastre normal, José, y esos camarotes... todo ese espacio vacío, que
sólo contiene mobiliario propio de un prostíbulo. La primera embestida podría
hacernos zozobrar sin posibilidad de reacción.
Era el timonel quien había expuesto tales objeciones. No se quejaba por
capricho; el miedo era patente en su voz, pese a tratarse de un hombre que
nunca demostraba temor, ni siquiera cuando remontaban las corrientes de las
Columnas de Hércules, donde habían naufragado cientos de barcos. José no
disponía de una respuesta capaz de disipar sus dudas y así se lo hizo saber.
—El constructor de la galera es el mejor de Cesárea, y el que se ha
ocupado de los aditamentos, incluidos los baños de mármol, es el mejor de
toda Fenicia. Ambos han garantizado que la nave apenas difiere de una galera
normal. Si están en lo cierto, identificaremos las diferencias y haremos los
ajustes pertinentes. Si se equivocaran de plano, podríamos perder el barco y
la vida. Pero esa posibilidad existe cada vez que nos hacemos a la mar, en
cualquier barco. ¿No es ése el verdadero atractivo de la navegación?
»Al menos recibiremos la paga por adelantado —señaló con una sonrisa—.
Puesto que no hay ninguna mercancía que vender, nos pagarán sólo por el
transporte de pasajeros. Todos sabéis lo que vale una hora en un burdel de
lujo. Sólo tenéis que multiplicar esa cantidad por el número de horas que
llevará ir a Italia y volver, para haceros una idea de la suma que he pedido al
administrador de Herodes. Hoy mismo nos entregarán el oro. Por la noche
seréis hombres ricos.
»A menos que vayáis a despilfarrarlo todo en la Academia de Terpsícore.
El artístico nombre del opulento burdel que había cerca del puerto
siempre suscitaba la risa. José exhaló un suspiro de alivio al oír el coro de
carcajadas que inspiró su mención.
Más tarde, cuando se hallaban solos, Mílcar disipó sin embargo su buen
humor.
—No voy a navegar con vos —anunció a José—. Tengo mi orgullo y no
quiero ser el capitán de un fastuoso remedo de barco.
»Me reuniré con vos aquí para la próxima travesía del Águila. No os doy la
espalda a vos, sino a ese navio impresentable.
Por más que lo intentó, José no logró hacerlo cambiar de parecer. Fue por
lo tanto él mismo quien, dos días más tarde, dio la orden de sustituir los
recargados remos en cuanto el Fénix hubiera salido del puerto de Cesárea.
—Sacad los buenos de debajo de los bancos —gritó—, y remad con brío.
Nos vamos a Italia.A consecuencia de la deserción de Mílcar, José debió
ocuparse de cumplir las funciones de capitán. De hecho, la situación le
complacía, ya que la reina Salomé le provocaba la misma sensación de
incomodidad y amenaza que había experimentado la vez anterior que la vio, y
se alegraba de no disponer de tiempo para aceptar sus invitaciones a cenar o
contemplar la puesta de sol junto a ella desde el pabellón de cubierta.
Nicolaus le sugirió, empero, que hiciera lo posible por aceptar al menos
uno de sus ofrecimientos.
—No va a Roma sólo para procurar vengarse de Silaeo. Augusto es
demasiado astuto para dejarse influir por una mujer a la que ha desdeñado un
amante. Lo esencial en todo esto es que Salomé ha pasado muchas
temporadas en Roma a lo largo de los años. Es amiga íntima de Livia, la esposa
del emperador, y se dice que ésta condiciona a menudo sus decisiones.
»Salomé puede concertaros un encuentro con el César, José, si trabáis
una buena relación con ella.
—No, no estoy preparado para aprender a desenvolverme en la corte del
emperador. Estoy seguro de que tendría algún tropiezo.
Se llamaba Aquiles, según dijo; luego precisó que nunca había tenido
ningún problema en los talones. Era actor, originario de Atenas, pero no se
consideraba ciudadano de ningún lugar en concreto, porque era miembro de
una compañía que viajaba de teatro en teatro, de festejo en festejo, por
toda la ribera del Mediterráneo.
—También hago malabarismos, acrobacias, lucha y mimo. Lo que haga falta.
Aquiles, que había acudido a Roma con sus compañeros para los ludí, como
venían haciendo desde hacía tiempo, cinco veces al año, se asignó por
iniciativa propia las funciones de guía de José.
—No duraríais ni una hora solo —aseguró en tono afable.
De este modo, proporcionó a José un hilarante día y un montón de
información errónea. En el foro romano, frente al pequeño templo circular de
Vesta, diosa de la casa y el hogar, le ofreció la siguiente explicación:
—La forma redonda es para representar el orificio que tienen las mujeres
entre las piernas, porque allá —señaló un edificio alargado y bajo, que se
hallaba cerca— viven las sacerdotisas de Vesta. Les llaman las vírgenes
vestales y están al servicio del emperador y de los generales del ejército.
»Para conmemorar el valor de Augusto —aclaró, dirigiendo un enfático
gesto hacia el arco de triunfo que tenían delante—. Ya podéis imaginar en qué
tipo de proezas.
A uno y otro lado, los blancos templos de mármol decorados con elementos
de vivo colorido parecían competir para reclamar su aten-ción. Aquiles los
identificaba, y aderezaba las descripciones con comentarios soeces.
—Esa mole es el templo de Castor y Pólux. Ya debéis de conocerlos,
puesto que se les considera los patronos de los marineros. Eran unos gemelos
gigantes, y por eso su templo tenía que ser de dimensiones gigantescas. Es
uno de los mejores lugares de la ciudad para localizar a esos notables, los
senadores. Aceptan sobornos en una mitad del templo y pierden el dinero
jugando a los dados en la otra.
»Allá enfrente también corre el dinero. Esos hombres gordos que están
apostados detrás de las mesas son cambistas. A veces, cuando estoy muy
aburrido, me sitúo cerca y les hago el favor de morder las monedas de oro y
plata a las infortunadas víctimas de los cambistas. —Aquiles soltó una
carcajada, y con ello exhibió su blanca dentadura—. Me divierte doblarlas.
Los cambistas me pagan para que me vaya.
»Hoy no iremos a importunarlos, porque no vale la pena perder el tiempo.
Lástima que aún no hayan vuelto los políticos. Se suben aquí —Aquiles dio una
palmada sobre una amplia tarima— y pronuncian discursos en los que alaban
las excelencias de sus personas. Al que consigue ser escuchado a más de
medio metro de distancia le erigen un templo en su nombre y le asignan el
dinero de las multas que impone la ciudad a los que dejan que rebuznen sus
asnos. —Aquiles señaló con la reluciente cabeza una construcción de
dimensiones más reducidas que las demás, provista de un pórtico de sólo seis
columnas—: Ese insulso edificio es la curia, el sitio donde se reúnen
normalmente los senadores. Lo pusieron a la distancia justa del templo de
Castor y Pólux para que los nobles dirigentes de Roma hicieran un poco de
ejercicio. Por lo general sus esclavos los llevan de un lugar a otro, pero para ir
a recibir los sobornos se desplazan entre el gentío valiéndose de sus
aristocráticos pies.
José observó la muchedumbre y concluyó que no sería fácil atravesarla, ya
fuera con una u otra finalidad. Había vendedores de todo tipo de productos
—comida, vino, agua, reproducciones en miniatura de los monumentales
edificios—, muchos soldados distribuidos en grupos de dos o tres, multitud
de prostitutas que se les insinuaban o los insultaban a gritos, familias
apiñadas que compraban pastelillos para los agotados niños, esclavos que
vestían túnicas a juego con el color de las literas que transportaban, niños
que corrían alocados sin reparar en las personas concentradas a su alrededor,
hombres solitarios que leían poesía en voz alta a las pocas personas que
fingían escucharlos, oradores instalados en las escaleras de todos los
templos, que Peroraban apasionadamente sin dirigirse a nadie en particular.
José no tenía problemas para distinguir quiénes eran romanos yquiénes
extranjeros, como él. Los forasteros elevaban con asombro la mirada hacia
las monumentales columnas de los grandiosos templos que, más altas que los
troncos de cualquier árbol conocido, parecían sostener no sólo los techos sino
la misma bóveda del cielo.
Los romanos quedaban empequeñecidos por las dimensiones de las
estructuras de su ciudad, pero no daban muestras de reparar en su
insignificancia. Utilizaban los templos, el foro y la ciudad con la desenvoltura
de quien se halla en su propio territorio.
José admiraba su espíritu, pero no les envidiaba la vida que lo había
originado. No creía que esa vida —sin espacio para respirar, en habitaciones
que podían venirse abajo y sepultarlos en una tumba de ladrillos entre las
ruidosas y atestadas calles— fuera un precio justo por el privilegio de ser un
ciudadano de la mayor ciudad del mundo, el corazón del imperio.
—Habéis elegido un buen momento para realizar vuestro recorrido —
felicitó Aquiles a José—. La ciudad se encuentra casi vacía. Cuando regrese la
gente del campo, el foro estará más intransitable.
José recibió con una carcajada el comentario.
—No pensaba que fuera tari pequeño —comentó.
Era cierto. El atrio de los gentiles del templo ocupaba una superficie
mayor que aquel centro neurálgico del imperio. El foro le había decepcionado.
La estrechez de espacio entre los edificios creaba una sensación de
desorden, de descuido incluso. Era como lo que había ocurrido en la galera,
cuando la reina Salomé se había empeñado en llenar todos los espacios libres
de su camarote con algo... mesas y taburetes traídos de otros camarotes,
braseros para quemar incienso, grandes calderos de agua para lavarse los
pies diez veces cada poco rato... De igual manera, en el foro, algunos
edificios, estatuas, arcos u obeliscos habían sido colocados donde estaban
por el mero hecho de que allí quedaba un espacio despejado.
—Abarrotado —convino Aquiles, pese a que José no había precisado tanto
sus impresiones—. Por eso Julio César añadió otro y después Augusto mandó
construir otro más. Quedan por allí, detrás de la curia. Podemos ir si queréis,
pero antes propongo que comamos algo.
—¿Son como éste los otros foros?
—En absoluto. —Aquiles irguió la barbilla con gesto altanero—• Son mucho
más imperiales. El juliano tiene un solo templo, que esta dedicado a Venus,
frente al cual hay varias estatuas, imitaciones bastante logradas del estilo
griego. Allí suele comprar la gente rica. Tiene dos largos soportales que están
llenos de tiendas donde se venden productos de lujo importados.
«Augusto se construyó una cámara del trono al aire libre, donde recibe
magnánimamente los regalos y dinero que le presentan los ern-bajadores. De
vez en cuando da un banquete o pronuncia un discurso.
»El viejo y desordenado foro, el primero, es el auténtico. Allí se oye el
palpito del imperio en los melodiosos y engañosos reclamos de los vendedores
ambulantes.
—No iremos a comer lo que llevan en sus cestos, espero —dijo José,
alarmado—. No he desayunado y querría tomar una comida en regla.
—Os llevaría al Palatino, esa colina que está cubierta de árboles —
contestó Aquiles con una mueca de pesar—, para tomar un bocado con mi
querido amigo el emperador, pero por desgracia se halla fuera de la ciudad.
Me temo que deberemos conformarnos con la taberna que yo frecuento, en
las proximidades del teatro.
»La comida es excelente y abundante y el vino, copioso y no del todo malo.
El único inconveniente es que está llena de actores.
—Si todos los actores son como vos, Aquiles, ésta será la comida más
grata que haya disfrutado en toda mi vida.
—Pocos pueden comparárseme en belleza —replicó Aquiles—, pero son
gente divertida.
En efecto, lo eran, y José estuvo perfecto en su papel de público. Las
risas y la admiración con que celebró sus historias eran por completo
sinceras.
Aquiles y sus amigos narraron las aventuras que habían vivido en los
teatros y en diferentes ciudades. Conocían bien Cesárea y también
Jerusalén, mejor incluso que el propio José.
Se divirtió tanto que al acabar vació la bolsa que llevaba sobre la mesa.
—Permitidme el honor de pagar la comida y la bebida que hemos tomado.
—Es demasiada plata, José —señaló el corpulento actor que estaba
sentado a su lado.
—Entonces tomad algo más, ahora o después. Yo debo irme.
La tropa de actores aplaudió a José mientras salía. Todos estaban
contentos menos Aquiles.
—Pretendía aliviaros de la pesada carga de la plata sin que lo advirtierais,
José —dijo en tono lastimero.
—Ya me parecía, amigo —respondió José con una sonrisa.
30
32
—Quiero casarme con vuestra hija. —José tenía la mirada fija al frente,
como si leyera en el aire las palabras que acababa de pronunciar. No era
posible que hubiera dicho aquello. No podía ser.Sabía, con todo, que aquellas
palabras habían brotado de sus labios, y que habían quedado flotando en la
habitación.
—¡Ni hablar! —contestó con firmeza el arconte Rufino, elevando la voz,
aunque sin llegar a gritar. José tragó saliva. Fue tanto el alivio experimentado
que le costaba hasta respirar.
—Vamos, Rufino —intervino Aurelio Hermias, en un intento de suavizar la
situación—, no hay necesidad de hablar con tanta dureza. Ya sabemos que no
queréis desprenderos de Débora, y es comprensible, pero tampoco debéis
conduciros así con este joven.
Rufino murmuró algo incomprensible, que Hermias le hizo repetir.
—Es que ha sido tan repentino, tan imprevisto...
»Os pido perdón por mi rudeza —añadió, dirigiéndose a José, con
admirable dignidad.
José se apresuró a responder, pero sólo consiguió hilar incoherentes
frases en una mezcla de latín y griego. Viendo que Rufino no lo comprendía,
respiró hondo y volvió a comenzar.
—No es preciso que os disculpéis, arconte. La culpa ha sido mía. Os pido
perdón por mi impetuosidad, y retiro lo que he dicho.
—¿Veis? Todo arreglado —zanjó Hermias, y alzó la copa de vino—.
Bebamos.
Observó a José con viva curiosidad. Éste rehuyó la mirada, acuciado por la
necesidad desesperada de abstraerse del embrollo que había creado y de la
incomodidad a que había dado lugar. Lo único que acertó a hacer fue levantar
la copa y apurar su contenido.
Estaba vacía. Qué ridículo. Al tratar de reprimir la espantosa carcajada
que pugnaba por aflorar a su boca, se atragantó. Comenzó a toser, asfixiado,
y Hermias se inclinó para darle unos golpecitos en la espalda.
—Lo siento —dijo con voz entrecortada cuando por fin logró aspirar un
poco de aire.
—¿Un poco de agua? —ofreció Hermias solícito.
José asintió con la cabeza.
Rufino dio una palmada para reclamar la presencia de un criado.
Hermias le prestó otro servicio. Mientras José bebía el agua que le
llevaron, comentó que Roma fatigaba a los visitantes más de lo que estos
advertían, absortos como estaban en contemplar las maravillas que ofrecía la
ciudad.
—Vuestro joven huésped debería tal vez abreviar la velada y acostarse
pronto para disfrutar de un largo reposo restaurador. ¿No os Parece,
arconte?
Rufino le dio la razón de inmediato.José dormía con sueño inquieto y
agitado. Cuando Débora le puso los dedos en los labios, se despertó al
instante.
—Chist —musitó la muchacha—, no hagáis ruido.
Llevaba una pequeña lámpara de la que subía una baja y frágil llama. Su
oscilante luz se reflejaba en las pupilas de sus oscuros ojos. Su cara no era
más que una pálida mancha rodeada de oscuridad.
—Lo he oído —susurró con voz afanosa, impregnada de temor—. Estaba
escuchando en la puerta. Os he oído hablar del teatro... y del circo... y de mí.
Oh, por favor, haced que mi padre diga que sí. Nunca me deja ir a ningún
sitio. Haced que consienta que me case, y llevadme con vos.
Aunque José sólo tenía veinticuatro años, viendo el infantilismo de la
muchacha se sintió como si tuviera doscientos. ¿Era posible que quisiera
casarse con un hombre sólo porque quería ir al teatro o a las carreras de
caballos? ¿Era posible que fuera tan ignorante? ¿Que no supiera lo que
realmente significaba el matrimonio?
Se incorporó en la cama, y tras apartar la mano de la joven de su boca, le
acercó los labios al oído. El pelo le olía a colonia de flores, y a leche el aliento
que despedía con su agitada respiración.
—Debéis regresar a vuestra habitación —susurró José en un tono aún más
bajo del que ella empleaba—. Nunca vayáis a la habitación de un hombre,
Débora.
La muchacha se puso a llorar.
—Tranquila, tranquila —susurró José—. Marchaos. Id a acostaros.
—Pero yo quiero irme con vos. Habéis dicho que queríais casaros conmigo.
Se arrebujó en la cama y la lámpara osciló peligrosamente en su mano,
derramando un poco de aceite. José se apresuró a apagar la llama para
impedir que se incendiara la ropa. Entre la oscuridad, sentía la calidez de
aquel cuerpo agitado por los sollozos.
—No me hagáis marchar —oyó que le decía al oído; con los brazos
tendidos, lo buscaba a tientas, rozándole el pecho, los hombros, el cuello.
José reaccionó de modo involuntario, con una incontrolable erección.
—No —insistió, elevando la voz—. Marchaos, Débora. —Alargó las manos
hacia ella con intención de empujarla y notó la blandura de su contacto—. No
—repitió.
Sus dedos, no obstante, comenzaron a acariciarla como por impulso propio,
recorriendo el contorno de sus pechos, el suave cuello donde había caído la
roja gota de zumo.
Enseguida recobró el control. Entonces trasladó las manos a su cintura y
tomándola con firmeza, la bajó de la cama.—Marchaos ahora mismo. Hablo en
serio.
_¿Sí?
—Sí. Marchaos.
—¿Convenceréis a mi padre para que me deje casarme con vos?
—Iros. Haré lo que sea si os vais. Marchaos, Débora.
Cuando se hubo ido, sólo quedó su perfume y el aceite derramado. Y un
frustrado ardor que impidió conciliar el sueño a José hasta el cabo de varias
horas.
—He intentado ayudar, José, pero me han ganado la partida —se lamentó
Nicolaus—. Lo siento de veras —se disculpó al tiempo que volvía a llenar su
copa y la de José.
»De todos modos —observó tras tomar un largo trago—, la novia es una
criatura deliciosa. Muchos os envidiarían, reconocedlo. Una virgen siempre es
algo que se valora.
José apuró de golpe la copa. Estaba resignado a correr con las
consecuencias de su error, y no tenía nada que decir. Además, no estaba
dispuesto a expresar en voz alta sus pensamientos sobre la muchacha a quien
había jurado —por escrito— honrar como esposa. Ese matrimonio tenía como
finalidad los hijos y no el sexo. Debía recordarlo. No era precisamente motivo
de orgullo el que ya lamentara los meses que deberían transcurrir antes de
que se consumara el matrimonio. La túnica de seda había cubierto, pero no
disimulado, el cuerpo de su novia.
33
—¡Se suponía que tenías que engendrar un hijo y no casarte con una niña!
Sara agarró lo primero que encontró a mano y se lo arrojó a la ca beza. Por
desgracia se trataba del arpa que le había regalado el bardo Nancledra, un
objeto por el que sentía un afecto especial. Al chocar contra la pared sus
cuerdas produjeron un horrible sonido, de rabia y desesperación, y luego al
caer al suelo el armazón se quebró con un seco crujido. Sara prorrumpió en
llanto.
—Fuera de aquí —gritó entre sollozos—. No quiero ver tu cara en mi casa.
Ni en mi cama.
José se fue a exponer sus penas a su abuela, junto con la petición de que
le devolviera las pulseras que le había regalado.Rebeca se echó a reír de
forma afectuosa.
—Perdóname, José. No es que me divierta tu situación. La vida es cómica,
pero no así las vidas de las personas que amamos. Toma las pulseras; ya me
traerás otras.
»Creo que deberías ausentarte de Arimatea por el momento. Tienes la
obligación de construir o alquilar una casa en Jerusalén. Eso te mantendrá
ocupado un tiempo y luego ya veremos si puedes volver a casa. Llévate a
Antíoco. Él hará de mensajero y también puede serte útil en otros sentidos.
»Ah... José, no sería buena idea que te alojaras con tu tía Abigail.
A José le complació tener a Antíoco de acompañante, pues aunque toda su
familia reprobaba su decisión, el chico al menos conservaba intacta su
admiración por él y deseaba estar a su lado.
«El chico. Antíoco ya no es un chico», se recordó José. El asustado y
receloso chiquillo de la calle de los Perfumistas de Alejandría era ahora un
hombre educado y competente que merecía, por cierto, la oportunidad de
labrarse su propio camino en la vida. En el trayecto de Arimatea a Jerusalén,
José participó tales pensamientos a Antíoco y le hizo una generosa oferta.
—Con tu inteligencia... sobre todo con tu talento para las matemáticas...
puedes llegar a donde te propongas, Antíoco.
»Puedes ser profesor o, si lo deseas te prestaré el dinero para que
montes un negocio. Sólo tienes que decidir lo que quieres hacer con tu vida.
Te concederé la libertad.
—Ya sé lo que quiero.
—Estupendo. ¿Qué?
—Me gusta ser vuestro siervo y quiero ser vuestro amigo. Llevadme allí
donde vos vayáis.
En cuestión de días, José se dio cuenta de que apenas conocía Jerusalén.
Los únicos sitios con los que en realidad estaba familiarizado eran el templo,
la vinatería que había descubierto Micah, la casa de Abigail y los dos palacios
del rey Herodes. Incluso en las populosas y estrechas calles de la ciudad
baja, nunca se había fijado en las caras de los tenderos ni de los transeúntes;
los había visto sólo como componentes de una multitud.
Entonces comenzó a mirar con otros ojos y a raíz de ello sintió un
creciente orgullo por su gente y su ciudad. Desde su más temprana in-rancia
le habían dicho que había sido objeto de una singular bendición Por nacer
judío y ser miembro del pueblo elegido de Dios, el privilegiado depositario de
su sagrada Ley. Tenía tan inculcada aquella no-cion que nunca la había
cuestionado ni había reflexionado al respecto.Al pasear por las empinadas
calles de Jerusalén y explorar sus callejones y barrios, en cada esquina se le
hacía patente lo que significaba vivir conforme a la Ley. Los judíos se regían
por la moralidad, no por un Gobierno. Era cierto que los vendedores se
entregaban a regateos e intentaban obtener el precio más elevado posible,
pero también era verdad que daban parte de sus productos a los
hambrientos, si les sobraba género, y ofrecían una parte de sus ganancias a
los mendigos ciegos y tullidos cuando se dedicaban a otra clase de
mercancías.
La gente se abría paso a empujones en los mercados para acceder primero
a los productos más frescos, pero cedía el paso a los ancianos y enfermos,
que carecían de presencia para ese forcejeo.
Cuando un niño perdía a su madre, las operaciones de compraventa, los
gritos y codazos se detenían y algunas personas se quedaban a consolar al
pequeño mientras los demás buscaban a la desesperada madre hasta
localizarla y reuniría con su hijo. Al recordar aquellos vendedores de
artículos de lujo alejandrinos, que proporcionaban niños prostituidos a los
buenos clientes, José concluyó que las viejas y sucias calles de la ciudad baja
de Jerusalén eran más dignas de admiración que las magníficas columnatas de
mármol que decoraban el hermoso puerto egipcio.
De forma inevitable comparó las siete colinas de Roma con las dos colinas
que presidían Jerusalén. En Jerusalén los pobres vivían en casas diminutas y
por lo general destartaladas, que se desparramaban por las faldas de la colina
occidental tan pegadas entre sí que las calles, carentes de cualquier orden,
no superaban los cincuenta metros antes de acabar en una tapia o un
atestado patio, cuyo uso compartían los inquilinos de las viviendas
circundantes. No obstante, cada casa, hasta la más pequeña, tenía una azotea
donde la gente podía comer, dormir y charlar con los vecinos de las azoteas
próximas. Encima de ellos se extendía el cielo y las estrellas, y no el peso de
varios pisos de apartamentos. En Jerusalén, un pobre seguía siendo un
hombre y no un animal atrapado en una jaula junto con decenas de
semejantes.
Además, allí los hombres se ganaban el pan con su esfuerzo. José
encontraba aún más ofensivo el subsidio romano que el degradante sistema
de patrono y cliente. A él le encantaba ver los símboles que llevaban muchos
trabajadores como distintivo de su profesión. Los tintoreros se ataban al
brazo un retal de tela de vivos colores; los carpinteros se ponían un trocho
de madera detrás de la oreja; los sastres lucían prendida al pecho de la capa
una gran aguja de hueso.
Debía reconocer, con todo, que el bello hipódromo que había construido
Herodes era claramente inferior al circo Máximo, y que el teatro era una
bagatela si se comparaba con la inmensidad del teatro de Marcelo. Recordó la
actitud desdeñosa de Aquiles y no halló argu-mentos para rebatirla. También
recordó el ingenio y el humor obsceno de los actores, y de repente se
sobresaltó al caer en la cuenta de que aun cuando Aquiles y su compañía
acudieran al teatro de Jerusalén, le sería imposible pasar una despreocupada
tarde con ellos en una taberna. En Jerusalén él no era simplemente José, el
armador de barcos; era José de Arimatea y tenía la responsabilidad de
mantener la dignidad de su familia.
Mantenerla y potenciarla. José apuntaba más alto en su ambición. Se
encontraba en Jerusalén para comprar o construir una casa y, por tanto, sólo
dedicaba una parte de su tiempo a conocer las calles y admirar a los
habitantes de la ciudad baja. Aunque los respetaba, no deseaba vivir como
ellos. No estaba dispuesto a vivir ni siquiera como el emperador. Había
probado el lujo y le había gustado.
Había alquilado una pequeña casa en la zona del mercado, una colina baja
que se hallaba entre la fortaleza Antonia y la muralla de la ciudad. En ese
barrio, más elevado y prestigioso que la ciudad baja, que estaba dotado de
calles más amplias y limpias, tenían sus viviendas y almacenes los
comerciantes de cierta posición.
Para él se trataba, empero, de un mero cobijo temporal. Quería una casa
en la ciudad alta, en la colina occidental, donde las viviendas normales eran
mansiones y las más destacadas palacios, entre los cuales se contaban el del
sumo sacerdote del templo y los del rey Herodes.
No sabía, sin embargo, por dónde iniciar la búsqueda.
—La casa que había pertenecido a mi abuelo no me presentó ninguna
dificultad —se quejó a Antíoco—. No tuve más que llamar a la puerta,
preguntar por el amo de la casa y ofrecerme a comprarla al precio que me
pidiera.
«Pero cuando quise hacer lo mismo con una elegante mansión cercana al
agora, el portero me dijo que su amo no quería ni hablar conmigo.
—Dejadlo en mis manos —propuso el muchacho—. Los esclavos siempre
hablan con otro esclavo. Yo puedo averiguar lo que os conviene saber.
José no lo puso en duda ni por un instante. Comenzaba a pensar que la
habilidad de Antíoco no tenía límites. Fue él quien localizó al artesano que
elaboraba las arpas para los músicos del templo y quien lo convenció para que
por una vez pasara por alto la rígida norma que seguía de no trabajar para
personas ajenas al templo.
Antíoco había llevado asimismo el arpa a Arimatea, como regalo de José
para Sara. Y, según había prometido y jurado, le había faltado Poco para
persuadir a ésta de que permitiera a José ir a casa.
No lo conseguí del todo —admitió—, pero casi. Se puso a llorar como una
niña mientras abrazaba el arpa, y cuando le hablé devuestro posible regreso
no respondió con una negativa de inmediato. Tardó un poco en decir que no.
José intentó consolarse con la explicación de Antíoco, pero no le pareció
que aquel «poco» fuera precisamente una gran muestra de vacilación. Echaba
de menos a Sara cada vez que veía algo o pensaba algo nuevo. Hasta donde
alcanzaba su memoria, ella había sido la única persona a quien había confiado
sus pensamientos y sentimientos, sus aspectos más íntimos que no compartía
con nadie más. La había añorado muchas veces durante sus viajes y aventuras,
pero antes siempre había podido ir reservando cuanto quería decirle con la
certeza de que llegaría el momento en que estarían juntos, en que hablarían y
ella le haría preguntas, se reiría o se burlaría cuando él diera alguna que otra
muestra de engreimiento.
Ella nunca le había dado la espalda, nunca. Ahora se sentía solo y
abandonado. También tenía un poco de miedo y un punto de rabia. No creía
ser merecedor de castigo por lo que había ocurrido en Roma. ¿O sí? Había
pensado tanto en ello —demasiado, probablemente— que ya no sabía qué
pensar. Sólo sabía que estaba harto de dar vueltas al asunto.
José estaba a punto de ir a Arimatea y echar abajo la puerta de su casa si
fuera preciso, cuando se presentó Antíoco portando una buena noticia.
—Una casa magnífica, José, recién acabada, con los mejores materiales y
el estilo más moderno, y la podéis comprar por una suma insignificante... es un
decir, claro, en relación a lo que vale.
»La construyeron para un hombre de Corinto, riquísimo, que había
decidido pasar los últimos años de su vida cerca de Dios. El final le llegó, sin
embargo, antes de lo previsto. Su socio lo asesinó y huyó con el dinero que
había acumulado. El constructor necesita dinero con urgencia, porque los
picapedreros amenazan con matarlo.
—¿Dónde está?
—Cerca del agora. El constructor se encuentra allí ahora, rezando sin
duda para que no le haya contado una mentira y aparezca de nuevo con vos.
—Es una mansión muy especial —aseguró el constructor, con la cara
sudorosa a causa del nerviosismo—. Al entrar, creeréis que os encontráis en
Roma y no en Jerusalén.
El pobre hombre ignoraba que aquello era lo peor que podía decir a José.
Años más tarde, cuando ya eran amigos, José se lo confesó.
—Si no hubierais mencionado Roma, habría pagado diez veces más. En
cuanto crucé la puerta supe que había encontrado justo lo que buscaba.
La casa presentaba cierta semejanza con la de Rufino, el padre de
Débora. Tenía un patio, con una fuente en el centro, que estaba rodeado de
un peristilo. El constructor enseñó con orgullo el ingenioso sistema de aljibes
que permitía disponer de un constante flujo de agua para la fuente, a pesar
de la escasez de agua que padecían en verano en Jerusalén.
José quedó aún más impresionado ante las puertas del peristilo que daban
acceso a las habitaciones: eran de madera maciza y estaban provistas de
buenos pestillos.
Se acordaba de Débora con más frecuencia de la que hubiera deseado.
Sara debía ser, era, la única mujer que le importaba.
José estaba casi decidido a ir a Arimatea con la excusa de pasar allí la
fiesta de las Luces, cuando Herodes llegó a Jerusalén, como hacía para todas
las fiestas señaladas. El rey se enteró de que había comprado una casa y, en
cuestión de horas, José se halló asediado por una nube de artesanos y
vendedores de todo tipo de accesorios y objetos que tienen cabida en una
casa.
Además, el rey se presentó en persona, sin avisar, anunciando que había
decidido regalar a su «marino predilecto» el mobiliario de su nuevo hogar, que
él mismo se encargaría de seleccionar.
El único aspecto positivo de aquella perturbadora experiencia fue la
presencia de Nicolaus, con quien tuvo ocasión de hablar algún rato en medio
del caos. No en vano, el consejero de Herodes se había convertido en el
mejor amigo que tenía.
Aparte de Sara, por supuesto.
Lo primero que hizo Nicolaus cuando se encontraron a solas fue reiterar
sus disculpas por no haber sido capaz de evitar los esponsales.
—Espero que no habréis dicho al rey que voy a casarme —replicó José, sin
más preámbulo.
—Esperaré a decírselo en el último instante —lo tranquilizó Nicolaus—.
Así podréis planear la boda sin la enérgica asistencia de Herodes.
En otro momento Nicolaus lo puso al corriente de las novedades que
concernían a la casa imperial. Los juegos, que habían sido todo un éxito,
habían tenido como acto culminante la consagración de un altar a la paz, que
Augusto había construido cerca del Tíber. Poco tiempo después, sin embargo,
el servicio de correo del emperador había traído la alarmante noticia de que
el hijo menor de Livia, Druso, se hallaba gravemente herido en el campamento
militar de Germania. Su otro hijo, Tiberio, había cabalgado día y noche para
acudir al ladode su hermano. Había regresado a Roma escoltando el féretro
de Druso, para el funeral de Estado, el más grandioso espectáculo que había
tenido la ciudad desde la época de Julio César.
Augusto había quedado incluso más apenado que su esposa. Según decía la
gente, amaba más a su hijastro que su propia madre.
—Yo no me canso de repetir a Herodes que la muerte de Druso es el
motivo por el que Augusto ha dejado de mandarle los informales y amistosos
mensajes que solía escribirle, pero él no quiere creerme. Está convencido de
que nunca recobrará la estima que antes le profesaba el emperador.
»Se halla sometido a una presión constante, y me inquietan los efectos
que ésta le produce. Estoy agradecido de que hayáis aparecido vos con
vuestra nueva casa, José, porque es la primera alegría que experimenta
después del error que cometió al atacar Nabatea.
José afirmó que él también se felicitaba por ello, y no lo dijo por cortesía.
En ciertas ocasiones sentía una simpatía real por Herodes; y si con ello hacía
más llevadera la vida de Nicolaus, daba por bien empleadas las molestias que
pudiera causarle el placer que proporcionaba a Herodes el acondicionamiento
de su casa.
De todos modos, se alegraba de que la fiesta de las Luces no durara más
de ocho días y de que éstos estuvieran por cumplirse.
Entonces iría a Arimatea, pasara lo que pasase.
—Te echo tanto de menos que no sé qué hacer, Sara. Estoy deshecho.
La había encontrado sola en su casa, tocando la hechizadora canción celta
en el arpa que él le había hecho llegar por medio de Antío-co, y se había
arrodillado a una prudente distancia antes de hablar.
Sara paró de tocar en cuanto lo vio. Después de escuchar su súplica, se
quedó mirándolo durante un tiempo que a José se le antojó una eternidad.
Después sonrió.
—No quiero tirarte ésta. Tardé mucho en afinarla. Levántate, José, que
sino te darán calambres en las piernas. —Dejó el arpa en el suelo.
»Ven y dame un beso —susurró mientras abría los brazos para acogerlo—.
Yo también te he echado de menos.
Sara le expuso toda una serie de condiciones. No quería oírle mencionar el
nombre de «esa niña». Nunca. No quería saber nada de la boda. Nada. Ni la
fecha ni el lugar ni qué sentía al respecto, ni nada que guardara relación con
ella.No permitiría que la «niña» pusiera los pies en el pueblo ni en la alquería,
dijeran lo que dijesen su padre, Helena o la propia Rebeca.
Ella continuaría yendo a casa de Abigail siempre que quisiera y se quedaría
todo el tiempo que se le antojara. José tendría que ocuparse de que la «niña»
nunca apareciera por casa de Abigail durante el tiempo que ella estuviera en
Jerusalén.
Y cuando José fuera a Arimatea, primero debería pasar por la casa de
Josué antes de ir a la suya, para quitarse la ropa, bañarse de arriba abajo y
ponerse las vestiduras que Rebeca tendría reservadas para él.
José accedió sin vacilar a todas las demandas.
—Y —agregó Sara— si alguna vez hablas en sueños, José, te prometo
solemnemente que te ahogaré con la almohada.
34
José trató de convencerse de que todo volvía a ser igual que antes, en
Arimatea y en su relación con Sara.
Pero nada era lo mismo, por más que todos se empeñaran en fingir lo
contrario.
Al cabo de varias semanas, José se sentía aquejado de una inquietud e
irritación tales que experimentó un auténtico alivio cuando Sara lo echó otra
vez. Ocurrió después de la cena del sabbath, que se celebró en la casa de
Josué. Delante de toda la familia, Amos anunció con orgullo el embarazo de su
esposa Raquel. Raquel se ruborizó al escuchar el coro de felicitaciones. Sara
se puso blanca como el papel, aun cuando expresara junto con los demás su
enhorabuena.
—Me alegro de veras por Raquel y Amos —dijo a José cuando se
encontraron solos en su casa—, pero esto es muy duro para mí. Creo que no
puedo seguir interpretando el papel de «la pobre Sara, que afronta con tanta
valentía los reveses» cuando otra mujer va a traer a Arimatea el niño que
debería haber tenido yo, precisamente por la misma época en que se va a
celebrar tu boda. Vete, amor mío. Te veré en casa de Abigail por Pascua.
Vete.
Helena imitó los puñetazos en los brazos de los sillones y los agitados
asentimientos.
—Continúan así hasta cuando les sirven la comida. ¡Pobre José, si hubierais
visto la cara que ha puesto cuando por fin ha comprendido que Josué le decía
que iba a quedarse por una temporada!
»Como los enfermeros de Josué se han instalado también allí, mi
presencia no era necesaria, de modo que he vuelto a casa.
Rebeca todavía reía al recordar la descripción que había hecho Helena de
los dos hombres.
—Personalmente, la parte que más me gusta es la de los tronos. Deben de
ser totalmente ciertas las habladurías que nos transmitió Abigail. No hay
duda de que el rey Herodes se ocupó de amueblar la casa de José. ¿A qué
otra persona se le ocurriría tener un par de tronos de repuesto por ahí?
—Pobre José —dijo Sara, sin un asomo de compasión en la voz.
Las tres mujeres se miraron y prorrumpieron en risas a la vez.
—Soy horrible —se reprochó Helena—. No debería mofarme de mi marido
y mi hijo.
—¡Tonterías! —replicó Rebeca—. Has sido una esposa cumplidora y
obediente durante más de veinticinco años, Helena. Josué es mi hijo y
siempre he agradecido al Altísimo que te enviara a ti, porque has sido una
bendición para él y también para mí. Nada me conven-cera de que uno no
pueda reírse de alguien a quien quiere y de que por ello disminuya su amor
hacia esa persona. Sinceramente, confío en que hayas pasado algún que otro
rato divertido a mi costa.
—Recuerdo una vez —confesó Helena— cuando compraste aquella peluca...
ya sabes, cuando en tu cabeza empezaron a proliferar las canas. Josué se la
probó una noche cuando te habías acostado. Se puso muy tieso, como haces
tú cuando estás enfadada, y repitió el sermón que nos habías dado a raíz de
algo. Después de tanto tiempo he olvidado de qué iba la reprimenda, pero
recuerdo que repitió palabra por palabra lo que habías dicho. ¡Y con esa
peluca! Nos morimos de risa.
Sara notó que se le llenaban los ojos de lágrimas. Nunca había imaginado
que Helena y Josué hubieran sido jóvenes y hubieran hecho payasadas juntos.
La sola idea le produjo una oleada de ternura. Helena siempre había sido una
figura amable pero distante para ella. De haberlo sabido antes...
Reprimiendo las lágrimas, se precipitó hacia su suegra y la abrazó.
—Te quiero —dijo de improviso—. Y también me gusta divertirme. —Se
secó con el dorso de la muñeca las lágrimas, que se desbordaban ya por sus
mejillas—. Ahora hagamos burla de José, por favor. Lo necesito.
35
José halló un genuino placer en la vida social que Débora le había instado a
organizar. Siempre despertaban en él algún interés las personas, aun cuando
no fueran de su agrado y, por otra parte, en Jeru-salén todo el mundo
disponía de información sobre algo que, por más trivial que fuera, le apetecía
escuchar.
Además le producía una satisfacción inagotable ver la excitación y la
alegría de Débora, a la cual se sumaba la innoble gratificación de ver
reflejada la admiración por su esposa y la envidia hacia él en las miradas de
todos los varones.
El dato más útil que averiguó en los corros de conversaciones masculinas
fue que la noción que tenía Débora del matrimonio estaba muy extendida y se
consideraba normal. Las esposas se sometían al acto sexual, sin participar.
José había creído que, a fuerza de ternura y paciencia, ella llegaría a
disfrutar del sexo y a desearlo, pero según le dijeron era muy raro que se
produjera tal desenlace. No sabía la suerte que tenía, le aseguraron, de que
ella le permitiera verla desnuda a la luz de la lámpara y le dejara tocar y
besar la cintura, los pechos y los pies.
En ciertos momentos le tomaba por sorpresa el recuerdo de Sara en sus
brazos, en su cama, entregada con avidez, pero enseguida lo apartaba de la
mente. Sería una despreciable vileza mezclarla a ella en su vida con otra
mujer.
Débora estaba que no cabía en sí de gozo con la nueva amistad que había
hecho en el baile de máscaras.
—Se llama Rosana, tiene diecisiete años y no está siquiera prometida. ¡Es
una princesa, José! Es hija del rey y quiere ser amiga mía.
—¿Dónde vive? —preguntó José, alarmado.
—Con su madre, en el palacio. Aunque sólo estarán un tiempo aquí. Después
se irán a Jericó. Me ha hablado de ese sitio y parece maravilloso, José.
¿Podemos tener una casa allí también?
—No —contestó José.
—¿No? —inquirió con extrañeza Débora, pues aquélla era la primera vez
que recibía una negativa de José—. ¿Por qué no? Yo quiero una.
—Porque me quedaría demasiado lejos para llevar mis negocios.
Tendría que conformarse con aquella explicación, porque no podía decirle
que deseaba mantenerse lo más lejos posible de Herodes.
Débora no perdió el tiempo en mostrar su contrariedad. Estaba invitada a
ir al palacio para ver a su nueva amiga.
Faltaba poco menos de un mes para la Pascua y Rufino pasaba la mayor
parte del día en el templo, preparando el alma para la más sagrada de las
fiestas. Se había propuesto aprovechar todos los momentos de piedad que
podía deparar el templo y aquella santa celebración. La mayoría de los
miembros de su sinagoga de Roma no habían estado nunca en Jerusalén, ni
tendrían ocasión de hacerlo. Rufino estaba decidido a ser generoso con ellos
y describirles con todo detalle lo que se habían perdido.
José también acudía a diario al templo, a ofrecer incienso y corderos y
solicitar a Dios protección para sus seres queridos. Nicolaus le había
infundido un gran temor, y toda la familia de Arimatea pasaría la Pascua en la
ciudad, en casa de Abigail, muy cerca del palacio del rey Herodes.
La amistad de Débora con Rosana le causaba asimismo preocupación. Su
joven esposa pasaba demasiado tiempo en el palacio. Le ordenó que dejara de
ir, haciendo valer su derecho de esposo, pero ella se había echado a reír,
aduciendo que Rosana y su madre se trasladarían ese mismo día al palacio más
pequeño y que eso le proporcionaría ocasión de ver el interior de otro palacio,
cosa que al parecer constituía para ella una experiencia fascinante.
—¿Sabe Rosana que su padre, el rey, ha arrestado a dos de sus hermanos?
—Ah, a ella no le importa, José. Son mucho más mayores y ya están
casados y con hijos. No son verdaderos hermanos. Son hijos de otras madres.
El rey Herodes tiene tantos hijos que Rosana no recuerda bien de qué
hermanos se trata.
Recordando el pandemonio que reinaba en el palacio pequeño cuando él se
alojó allí, José tuvo que reconocer que a Rosana no le faltaba razón. En el
palacio había más de cincuenta dormitorios destinados a los hijos del rey. Al
fin resolvió que no valía la pena exigir a Dé-bora que dejara de ver a Rosana.
Lo más probable era que Herodes ni siquiera supiera de la existencia de
aquella muchacha, ya que su atención se centraba en los hijos varones, los
posibles herederos del reino.
La víspera de Pascua se encontraba en el templo con Rufino, aguardando
junto con varios centenares de hombres su turno para sacrificar el cordero
pascual. Como siempre, los balidos de los corderos ahogaban la música de los
levitas, y el olor a personas, a animales y a sangre quemada, sumado a las
espesas nubes de humo de incienso, tornaba sofocante el ambiente. Rufino
estaba encantado, pero José deseaba acabar cuanto antes con el sacrificio.
La Pascua siempre había sido una celebración gozosa para él. La familia
siempre se había reunido en un clima de alegría que ni la severa piedad de
Josué había sido capaz de enturbiar.
Ese año, en cambio, José presidiría la cena pascual, que consistiría en
cordero, pan ácimo y hierbas amargas, teniendo por comensales sólo a Débora
y Rufino.
Mientras tanto, Sara, Rebeca y los demás cenarían en casa de Abi-gail.
Afortunado Antíoco... que estaría allí y no en la mansión. Rufino no toleraría
compartir la cena con un esclavo gentil, pero en el ruidoso hogar de su tía
Antíoco sería acogido como uno más de la familia.
La guardia del templo irrumpió en el atrio de los judíos para hacer
retroceder a la muchedumbre.
—Viene el rey. El rey.
La noticia corrió entre la multitud, junto con ahogados murmullos de
desagrado. Herodes nunca había sido muy popular y, ahora, cuando todo
Israel sabía que había encarcelado a sus hijos, los judíos, amantes de la
familia, daban muestras de descontento.
Tenían, sin embargo, la prudencia de no proclamarlo a voces, por-que
además de los guardias del templo, era sabido que el propio ejército de
Herodes se encontraba en Jerusalén para proteger al rey. Puesto que la
mayoría de sus componentes eran gentiles, no habían podido acompañarlo a
los recintos interiores del templo, pero era probable que se hallaran
apostados cerca, en el atrio de los gentiles.
El sumo sacerdote en persona recogió en una copa la sangre del cordero
que sacrificó por Herodes. Con pulso tembloroso, éste tuvo que asestar
varias cuchilladas al animal para matarlo.
José, que se hallaba a corta distancia, advirtió el dolor del rey en su
arrugado semblante y en sus labios pálidos y apretados.
¿Sufría a causa de sus hijos?, se preguntó José. ¿O bien del ardor de
entrañas del que le había hablado Nicolaus? Nunca sabría la verdad. Sí le fue
dado advertir, empero, una verdad de mayor alcance: el rey Herodes estaba
viejo y no tardaría en morir.
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37
Sara extendía sobre unas esteras las uvas maduras que se convertirían en
pasas; se protegía la cabeza del sol con un ancho sombrero de paja. Rebeca
se daba aire con un abanico de paja, sentada a la sombra de una higuera.
La estación seca había comenzado y aún faltaban tres meses para que
cayeran las primeras lluvias.
José hizo su aparición en tan bucólica escena a lomos de un burro,
llamando a gritos a Sara. Luego se bajó del animal y corrió hacia ella, sin
reparar en que pisaba las uvas que con tanto primor habían dispuesto las
mujeres.
—¡Sara! —La levantó en vilo y se puso a dar vueltas—. ¡Débora está
embarazada!
Como el sombrero le impedía besarla, se lo arrancó y lo tiró. Sara
intentaba hablar, pero él no le prestaba atención. Estaba ocupado besándole
la cara, el pelo, los párpados, las comisuras de los labios, la barbilla...
—No habrá divorcio —dijo, mientras la atraía hacia su pecho—. No habrá
divorcio, gorrión. Soy el hombre más feliz de la tierra.
Rebeca agradeció las lágrimas que afloraron a sus ojos, porque en los
escasos segundos en que tardaron en evaporarse le refrescaron un poco las
mejillas.
Cuando Sara y José desaparecieron corriendo hacia su casa, tomó el burro
del ronzal y lo llevó a beber a la sombra.
«Menos mal que no tengo gran afición por las pasas», se dijo. Sonreía con
serenidad, a pesar de que sus ojos estaban empañados.
Sara y José hicieron el amor en la penumbra de su dormitorio, tras los
postigos cerrados, murmurando palabras de cariño, paladeando con fruición el
gusto salobre de la piel sudada del otro, ambos exultantes por haber
reencontrado el arrobamiento que anhelaban. Después, con la respiración aún
agitada, permanecieron tumbados, separados, en un intento de hallar alivio al
opresivo calor. Se tocaban sólo con las puntas de los dedos, pues ninguno de
los dos quería interrumpir del todo el contacto físico con el otro.
—Pensaba que no soportaría que ella te diera el hijo que yo no pude tener
—comentó Sara—. Ahora no parece importarme. Ya tendré tiempo de rabiar.
El hijo no es importante, ya lo sabes. Lo único que cuenta es que no
tendremos que divorciarnos.
Eso suena horrible, José. Todos los hijos son importantes. ¿No te sientes
orgulloso? Vas a ser padre.—Me trae sin cuidado. Tú eres lo único importante
para mí. Te he echado tanto de menos...
Sara esbozó una sonrisa, convencida de que cuando naciera el niño José
cambiaría radicalmente de actitud. Por el momento, no obstante, le complacía
oír aquellas palabras.
De todas formas, a la mañana siguiente lo mandó de vuelta a Jeru-salén.
—Débora necesita cuidados, José. Si aún no está asustada, pronto lo
estará. Ten en cuenta que casi es una niña.
Sara experimentó un sentimiento de triunfo. Había pronunciado el nombre
de Débora sin sentir la más mínima punzada de dolor. Antes, con sólo pensar
en aquel nombre le entraban ganas de llorar.
—Ay, José, tengo tanto miedo. Hablé a mis amigas del embarazo y todas
las que han tenido un hijo me explicaron cómo es. Duele, José, duele mucho
dar a luz.
Con las mejillas surcadas de lágrimas y el pelo desmadejado, a punto de
soltarse de la cinta que lo sujetaba en una cola, Débora parecía poco menos
que una niña.
—Encontraremos la forma de apaciguar tu miedo —la tranquilizó José, al
tiempo que le daba una palmada en la mano—. ¿Te gustaría ir al mar? En la
orilla del agua siempre sopla una brisa muy agradable.
—Preferiría ir a Jericó. Rosana me dijo que hay piscinas muy bonitas y
frescas. La gente se sienta dentro y los esclavos les sirven zumos de fruta y
pastelillos.
—Al lado del mar se está aún más fresco —insistió José, temeroso de que
Herodes se hallara en Jericó—. ¿Te acuerdas de la reina Salomé? Ella tiene
su palacio en la costa, en Ascalón.
—¿Sí? Ella debe de estar mejor enterada que Rosana. Vayamos a la costa.
José no tuvo problemas para encontrar una casa en Cesárea ni para
contratar trabajadores que excavaran y revistieran de mosaico una piscina en
el centro del jardín. Si bien la sola mención de Herodes le producía un
escalofrío, seguía prendado de la blanca ciudad de mármol que éste había
construido. El largo acueducto de Herodes suministraba un agua fresca y
pura a todas las casas, en cantidades suficientes para mantener fuentes y
piscinas.
Débora quedó entusiasmada al ver la piscina.
—¿Puedo invitar a Rosana a pasar una temporada aquí? Estará celosa,
porque yo no tengo que compartir la piscina con un montón de hermanos y
primos.
José aceptó a pesar del recelo que le producía todo cuanto tuvieraque ver
con Herodes, porque preveía que a Débora se le harían muy largos los seis
meses que aún faltaban para el parto.
Antíoco también le pidió algo.
—La casa de Jerusalén ya se encontraba en funcionamiento, con la
servidumbre incorporada, cuando llegué. Pero de ésta, quiero ser yo quien
lleve el control.
Cuando José adujo que era demasiado joven, Antíoco replicó que José era
el amo y que si ordenaba a los esclavos que le obedecieran a él, éstos
aceptarían su autoridad. El picaro chiquillo, del que ya poco quedaba, volvió a
cobrar vida un instante en la risueña mirada de Antíoco.
—Les diré que soy vuestro hermanastro bastardo, hijo de una esclava, y
que por eso me concedéis privilegios.
La mera idea de que Josué se hubiera atrevido a hacer una cosa como
aquélla dejó pasmado a José.
—Si tienes que recurrir a una historia de ese tipo —señaló, una vez
repuesto—, mejor di que soy tu padre. La precocidad que me implica hará que
me tengan un gran respeto y quizás así no roben tanto.
«Naturalmente que roban —afirmó José al advertir la cara de perplejidad
que ponía Antíoco—. Es la moneda corriente en este mundo. ¿Creías que no lo
sabía? Lo que no sé es cuánto roban. Si consigues que disminuyan los hurtos,
será un buen logro, pero no conviene que lo cortes en seco, porque entonces
se sentirían privados de sus derechos y comenzarían a tirar escupitajos en la
sopa.
»Lo que no pienso tolerar —añadió al tiempo que apoyaba las manos en los
hombros de Antíoco— es que vendan información sobre mis actividades o
sobre lo que ocurre en mi casa. Eso también es moneda corriente en nuestro
mundo. Si descubres ese tipo de falta, lleva de inmediato al culpable, sea
hombre o mujer, al mercado de esclavos y véndelo. Te daré un documento que
te autorizará a hacer todo lo que consideres importante o necesario durante
mis ausencias.
—¿Llegaría a tanto vuestra confianza en mí, José?
—A tanto, y a más. Es ilimitada la confianza que tengo en ti.
—Soy un hombre hecho y derecho —dijo Antíoco con voz estrangulada, y
dio bruscamente la espalda a José—. Es ridículo que se me llenen los ojos de
lágrimas.
—Debe de haberte entrado polvo.
—Seguramente.
Otra persona que también asistió con gran satisfacción al acto fue Josué.
Había visto al primogénito de su primogénito.
Helena y Rebeca estaban asimismo satisfechas. Sabían la dicha que
embargaba a Sara, porque al fin había quedado descartada la posibilidad de
divorcio.
En la casa que constituía su hogar y el de José, Sara entonaba el cántico
celta dedicado a las estrellas a modo de canción de cuna que ella regalaba al
niño que amaba, porque gracias a él había recuperado a su marido.
Josué falleció a los pocos meses de nacer Aarón. José no se enteró de su
muerte hasta que su familia se desplazó a Jerusalén por Pascua.
—¿Por qué no me avisasteis? —gritó—. Habría acudido de inmediato. No
sabía que estuviera tan enfermo.
—Hijo mío —contestó su madre, apenada y ojerosa, pero serena—, le
habías dado lo que necesitaba para ver culminada su vida. Estaba preparado
para el final. No le aquejó enfermedad alguna. Simplemente, dejó de
despertarse una mañana.
De acuerdo con la ley, José era ahora propietario de la alquería, las
tierras y el pueblo de Arimatea. Cuando regresó su familia, los acompañó.
Lo primero que hizo fue ir a la tumba de Josué. Era una cueva natural
formada en la rocosa ladera de las suaves colinas que se alzaban cerca de los
viñedos. La entrada aparecía bloqueada por una gran piedra, cuya superficie
recién blanqueada indicaba que allí habían enterrado a alguien hacía poco.
Según la costumbre, cuando el cadáver de Josué se hubiera descompuesto
del todo depositarían sus huesos en un osario, una simple urna de piedra
donde constaría su nombre y la fecha de su muerte. Este osario se colocaría,
junto con los de sus antepasados, en un saliente de la roca que componía una
repisa natural dentro de la cueva.
José posó las manos en la piedra encalada y dijo adiós a su padre. Después
se dirigió al pueblo del que era flamante propietario.
Éste era, más o menos, igual a los millares de pequeñas localidades que se
hallaban diseminadas por todo el país. En el centro había una plaza sin
pavimentar, un ensanchamiento del estrecho camino que lo recorría de una
punta a otra. En medio de la plaza, un pozo procuraba agua a los lugareños y
un lugar de reunión para las mujeres que acudían a llenar en él sus cántaros.
La sinagoga, de reducidas dimensiones, se hallaba a un lado, al amparo de la
sombra de varios árboles.
El camino se encontraba flanqueado de casitas y tiendas, construidas con
ladrillos de barro, que se componían de una o dos habitaciones, una azotea a
la que se accedía por una escalera exterior y un patio con un cobertizo que
servía de albergue a una o dos cabras y unos cuantos pollos. En el patio
también había un horno de barro para cocer el pan y, en algunos casos, una
higuera que proporcionaba una agradable sombra en verano. La azotea era el
espacio donde se vivía y dormía en la estación seca, cuando las estrellas y la
luna creaban un techo de belleza y luz celestial.
En el pueblo de Arimatea residían diecisiete familias. La mayoría de los
hombres trabajaba en los campos y, aparte, había un carpintero, un herrero y
un alfarero. José recorrió la aldea, recibiendo los saludos de unos y otros.
Los conocía a todos, hasta a los niños de menor edad.
Entró en todas las casas y tiendas y trabó conversación con sus
moradores. Compartió recuerdos con ellos, escuchó sus condolencias por la
muerte de su padre y dio a su vez el pésame en los hogares en que se había
producido algún fallecimiento reciente.
Se puso al corriente de las vicisitudes de la existencia de su gente. Se
enteró de las preocupaciones, las esperanzas, las alegrías y las penas de
aquellas personas, de cuyas vidas sería responsable a partir de entonces.
Una vez concluida la ronda de visitas, José subió por el sendero que
conducía al gran caserío de su padre, donde ahora vivían su abuela y su
madre. Llevaba un sombrero de paja trenzada que había comprado en un
puesto de la plaza, idéntico, salvo por su tamaño, a uno que había tenido en su
niñez. Era agradable volver a sentirse en casa.
La ciudad y sus problemas parecían quedar muy lejos.
A continuación debería afrontar la entrevista más ardua. Sus hermanos !o
esperaban para hablar con él.
De acuerdo con la ley, el hijo mayor heredaba el doble que los menores.
Después, lo habitual era que el primogénito comprara su parte a sus
hermanos con objeto de mantener la unidad de la propiedad.
Amos conocía la ley y la tradición, pero no estaba conforme con las
inusuales circunstancias que se habían dado en su familia.
—Yo he estado a cargo de todo desde que padre sufrió el ataque, porque
era el hijo mayor que vivía aquí. He trabajado por dos, por nuestro padre y
por mí. No veo por qué razón tendría que sacrificarme por ti, José, sólo
porque tú naciste primero. Tú nunca has trabajado la tierra. Preferiría
quedarme con la cuarta parte que me corresponde de la heredad y trabajarla
para mí, no para ti.
—Comprendo tus sentimientos, aunque no considero acertada tu
estrategia. ¿Con qué cuarta parte te quedarás? ¿Con los campos de trigo?
Entonces no tendrás vino ni aceite ni cebada. Escucha antes la propuesta que
os voy a hacer. En mis negocios con los barcos aplico un sistema que aprendí
de nuestra abuela.
Caleb y Amos intercambiaron una mirada al tiempo que arqueaban las
cejas. José rió entre dientes.
—Sí, tal como lo habéis oído —confirmó—. Rebeca me enseñó cómo se
debe llevar un negocio. De niño le cultivaba el huerto. No es que me
apeteciera, precisamente. Cavaba, quitaba las malas hierbas y acarreaba el
agua porque me lo habían ordenado, pero lo hacía de mala gana. Mi actitud
cambió cuando, con su proverbial sabiduría, la abuela me llevó a un rincón y
me hizo entrar en razón. «La tierra es mía y también son mías las semillas —
dijo—. Tú pones el trabajo. Por consiguiente, nos repartiremos a partes
iguales lo que produzca el huerto, o las monedas que reporte la venta en el
pueblo. Ya verás que si te esfuerzas más en la labor, al final te
corresponderán más verduras y más monedas.»
»Rebeca se hallaba, como de costumbre, en lo cierto. Con los tripulantes
de mis barcos aplico el mismo principio, dividiendo al cincuenta por ciento los
beneficios del comercio, lo cual me reporta excelentes resultados. Mis
barcos zarpan a tiempo, con marineros que cumplen las órdenes sin rechistar,
porque saben que saldrán ganando con ello.
En opinión de José, ese mismo sistema podía dar buenos frutos en
Arimatea y era aplicable hasta el último escalafón, el de los jornaleros del
pueblo. Si a éstos se les asignaba sus propios campos y parcelas de frutales y
viñedos, se despertaría en ellos el mismo estímulo y sentimiento de orgullo
que en los marineros de los barcos de José. Trabajarían con mayor ahínco y
obtendrían mayores ganancias.
—La otra mitad, la que en los barcos me quedo yo, creo que debe ir a
parar a vosotros dos. Yo no trabajo la tierra, sino en el mar. Por ello,
considero que la mitad del dinero que se gana en el mar me corresponde por
derecho propio, y no así la de Arimatea.»
Os pagaré bien la parte que habéis heredado. Podríais comprar otras
haciendas, pero serían más pequeñas, y ésta siempre ha sido vuestro hogar.
Creo que sería una buena idea invertir ese dinero y lo que aquí ganéis en
comprar tierra para cederla en un futuro a vuestros hijos. Mientras, seréis
vosotros quienes llevéis estas tierras como si fuerais los propietarios. La
salvedad es que, de hecho, estaréis manteniéndolas para mi hijo, que las
heredará dentro de muchos años.
José continuó exponiendo su plan, sin hacer mención a las quejas que
Caleb le había expresado en Cesarea : su resentimiento por tener que estar
siempre sometido a Amos.
—Creo que Caleb debería encargarse de los olivares y los viñedos y, tú,
Amos, de los campos de cereales y los frutales. Así los dos dispondréis de
algunas semAnas de descanso a lo largo del año y sabréis a ciencia cierta
qué beneficios corresponden a cada cual.
A Caleb le produjo tal alegría la perspectiva de dirigir él el trabajo sin
estar supeditado a Amos que dio en el acto su aprobación.
Amos se tomó más tiempo. La propuesta de José era demasiado novedosa
para él, y necesitó varias horas de preguntas y explicaciones para
comprenderla. Al fin comprendió, no obstante, que era muy ventajosa para él,
y eso suscitó su recelo.
—¿Y quién te asegura que no voy a engañarte, José, que no voy a
haraganear ni a adoptar decisiones equivocadas?
—Sé que no lo harás, porque ya tienes unos hábitos formados, Amos. Te
gusta ver cómo la tierra rinde al máximo de su capacidad. Eres un campesino
muy competente.
Al final, sus hermanos consintieron en convertirse en hombres ricos
gracias a él y a su propio esfuerzo a la vez.
José decidió que aquel día había sido una jornada de trabajo muy
productiva. Una vez concluida ésta ya podía regresar a casa, a pavonearse de
su habilidad ante Sara.
—Te estás burlando de mí, gorrión —la acusó al advertir que ella le
prodigaba excesivos halagos—. ¿Qué es lo que te causa tanta gracia?
—Como siempre, tú, querido. Sí, has dispuesto las cosas de tal forma que
Amos y Caleb saldrán beneficiados, pero no tanto como tú. Siempre te sale la
faceta de negociante. Aarón heredará las tierras más bien cuidadas de toda
la llanura de Sharon, sin que tú tengas que encorvarte ni para recoger un solo
grano de uva.
José trató de disimular su azoramiento, que enseguida Sara disipó al
señalar lo afortunado que era Aarón de tener un padre tan inteligente al que,
por lo demás, ella amaba con toda su alma.
Esa noche José yació con Sara y el mundo entero se redujo al universo de
felicidad que emanaba de su amor. Después la mantuvo abrazada, aspirando el
dulce aroma de su pelo, que caía en cascada sobre su hombro y su garganta.
—¿Sabes, gorrión? —murmuró somnoliento, hablando en arameo como si
fuera un campesino—. Tal vez me instale a vivir en Arimatea. Esta tarde he
estado sentado en una azotea del pueblo, bebiendo vino de un vaso de arcilla
moldeado por el alfarero del pueblo mientras sentía la fresca caricia de la
brisa que transportaba el dulce olor de las viñas, y he comprendido que ese
jornalero era más rico con su casa de barro de sólo dos habitaciones que el
rey Herodes con todos sus magníficos palacios.
—Ay, José, cuánto te quiero... —exclamó, riendo, Sara—. Serías el peor
campesino que jamás haya existido. Tú no puedes llevar una vida apacible, sin
continuas novedades y desafíos.
Un momentáneo acceso de rabia sacó a José de su sopor. No tardó en
reconocer, sin embargo, que ella tenía razón, y entonces rompió a reír.
—Me conoces demasiado bien —reconoció, íntimamente satisfecho de que
así fuera.
—Duérmete, labriego. El canto del gallo te despertará para que vayas a
atender los campos dentro de unas horas.
Sara se dio la vuelta, descargando el brazo de José del peso de su cuerpo,
y se arrebujó con la colcha de lana. Las noches eran aún bastante frías.
No le confesó a José que había algo que la perturbaba. Cuando éste partió
para embarcarse, sí habló de la cuestión con Rebeca y Helena.
José no daba ninguna muestra de amor por Aarón. No le había comentado
nada acerca del niño, de su aspecto, de cuánto pesaba, ni de las gracias que lo
dejaban arrobado.
—Los hombres son así —opinó Rebeca—. No les interesan los niños de
pecho.
—Los niños de pecho son patrimonio de las madres —convino Helena—.
Luego, cuando crecen, son los padres quienes toman el relevo.
Sara reconoció que tal vez tuvieran razón. Después admitió, avergonzada,
que le alegraba quejóse demostrara tan poco interés por ese hijo que le había
dado otra mujer. De todas formas, sentía pena por Aarón.
—Tienes un gran corazón y te quiero por ello, Sara, —dijo Helena,
besándola—, pero te equivocas. José vivió en un estado de dicha perpetua
hasta que su padre comenzó a interesarse por él. A partir de entonces,
siempre se sentía desgraciado o enojado, o ambas cosas a la vez. Las madres
prodigan adoración y los padres, castigos.
Ninguna de las tres mujeres de Arimatea era capaz de sospechar que
Débora tenía intención de dejar a Aarón con su ama de cría y Meneptah en
Jerusalén. Había decidido ir a la casa de Cesarea en cuanto comenzara a
arreciar el calor y tuviera la certeza de que José se había hecho a la mar.
Para cuando el Fénix abandonó Cesarea , José había acumulado una gran
hostilidad hacia Berenice.
Al cabo de una hora, sin embargo, sentía adoración por ella.
Había llegado al muelle con su séquito de preceptores, amas, criados,
cocineros, sus tres perros y sus cuatro hijos. Tanto los perros como los niños
llevaban un arnés del que partía una correa. Berenice vestía una sencilla y
holgada túnica de lino y un pañuelo enroscado en la cabeza.
—Buenos días tengáis, José de Arimatea —saludó—. No me será posible
mantener encerrados a mis pequeñines, pero os prometo que los tendremos a
raya. Y ahora decidme... ¿dónde están mis camarotes?
Antipater viajaba con sus esclavos personales, su barbero, su asistente
especial para el baño y veinte guardaespaldas.
—Indicad a la servidumbre dónde debe ir —ordenó a José antes de
repantingarse en uno de los divanes del pabellón.
El primero de los numerosos hijos de Herodes era un hombre corpulento,
de poco más de cuarenta años de edad. Vestía túnica y toga de seda roja, con
cenefa dorada, y al igual que su padre se había teñido el pelo de color negro
azabache.
José temía que aquel viaje se le haría larguísimo.La realidad fue que lo
pasó muy bien; tanto que apenas notó el transcurso de los días. Y todo gracias
a Berenice.
En cuanto dejaron atrás el puerto, la mujer apareció con dos cestos llenos
de fruta y bebida y se puso a recorrer con desenvoltura el barco,
ofreciéndola a los marineros.
—No podéis despreciármela —le advirtió con desenfado a José cuando a
éste le tocó el turno—. Ya sabéis que se estropeará si no la comemos pronto.
Se habría podrido en la cocina de palacio.
«Espero que no os parezca mal lo que he hecho, José. He mandado a los
criados que quitaran todas esas magníficas colchas de seda y pusieran unas
mantas que he traído. Sería una pena que los perros las hicieran jirones y
destruyeran la elegancia que tanto os ha costado crear.
»¡Antipater! Haceos a un lado, si sois tan amable. —Dejó los cestos en el
suelo y se sentó en la punta del diván contiguo al de su cuñado.
»He traído uno poco de ese magnífico vino con miel que elaboran en
Alejandría, para manteneros un poco achispados durante toda la travesía. Es
lo único que se me ha ocurrido para hacernos más llevadera la constante
presencia de mis hijos. Causan un ruido espantoso cuando están contentos y
satisfechos, y aún son más escandalosos cuando se disgustan y lloran.
«Podríamos convertir este viaje en una especie de Purim flotante, ¿qué os
parece?
—Yo debo centrar la atención en asuntos de peso, Berenice —replicó
Antipater, haciendo alarde de su posición y dignidad—. Estaré demasiado
ocupado para reparar en vuestros hijos.
—Pobre —dijo en tono compasivo Berenice al tiempo que daba a su cuñado
un golpecito en el brazo—, no sabéis lo que decís.
Aunque debía de tener unos veinte años menos que el hermano de su
difunto mando, Berenice lo trataba como si fuera uno más de sus retoños,
necesitado de consuelo.
—Bueno —indicó Berenice en voz alta —, dejadlos salir de la jaula.
En menos de medio minuto, en la cubierta se produjo un desbarajuste de
perros y niños que corrían, tirando cada uno de un esclavo al otro extremo de
las correas. El aire se llenó de chillidos, gritos, ladridos y agudas risas.
Sin hacer comentario alguno, Berenice tomó una gran jarra de vino y llenó
la copa de Antipater hasta el borde. Luego se puso a comer higos maduros
con evidente placer mientras se entretenía observando a sus hijos.
Al poco rato, chiquillos y animales acudieron a su lado, reclamando un higo.
Algunos se instalaron en el diván; uno de los perros y unode los niños treparon
hasta su regazo; otro perro levantó una pierna y se orinó en su tobillo.
—Pobrecillo. Estás nervioso, ¿eh? —dijo ella con voz arrulladora. Después
humedeció la punta de una toalla en una jarra de leche y se enjugó el tobillo y
el pie—. Ahora haremos como los pajaritos —anunció.
Los dos benjamines presentaron la boca abierta a su madre y ésta
depositó medio higo en cada una. Los dos mayores ya tenían un higo en la
mano. A continuación, Berenice tiró un pastel desmenuzado a los perros.
Antipater se puso en pie y, ajustándose los pliegues de su lujosa toga, se
encaminó a su camarote sin despedirse siquiera. Berenice lo miró alejarse con
expresión comprensiva.
—A ver, niños —dijo cuando su cuñado se hubo ido—. Sentaos con las
piernas cruzadas en el suelo, como los sastres, y os daré una taza de leche y
un pastel de miel. Pero solo uno, ¿eh?, porque si no no cenaríais.
«Llevaos un momento a los perros, por favor —pidió a los esclavos—.
Tomarán la leche después de los niños.
»Mirad qué bonita que se ve la vela rodeada del azul del cielo, ni ños. Os va
a encantar el mar y el balanceo del barco, tan parecido al de una hamaca.
¿Queréis que mamá os hable de la primera vez que viajó en el agua? —
preguntó mientras llenaba cuatro tazas de leche.
—¡Sí! —gritaron los niños a coro.
Berenice ofreció una de las tazas.
—¡Sí! ¿Qué pasó?
—Sí, mamá, por favor.
Cada manecita asió una taza.
—Era un barco muy pequeño.
Las otras manos libres quedaron ocupadas con un pastelillo de miel.
—Pero como yo era una niña muy pequeña, más pequeña que Herodías, me
pareció muy grande...
La historia duró un buen rato. Cuando hubo concluido, la niña llamada
Herodías dormía en el regazo de Berenice y los otros tres niños estaban
apoyados en sus costados, rodeados por sus protectores brazos.
Observándolos, José cayó en la cuenta de a quién le recordaba Berenice. Se
trataba de su tía Abigail. Las dos poseían un idéntico don: derramaban amor y
calidez sobre cuantos las rodeaban.
Más tarde José se enteró de los nombres de los niños y de los perros.
Aristóbulo, tocayo de su padre, tenía ocho años de edad. Herodes Agripa
tenía cinco. Las niñas, algo regordetas como su madre ,eran Miriam, de cuatro
años, y Herodías, de tres. Los perros, de la misma carnada y todos de una
edad aproximada de dos años, se llamaban Bolita, Bota y Colita.
A medida que transcurrían los días, José fue tomando un apego especial a
Herodes Agripa. Era un niño robusto, de ojos brillantes y mente ágil y
despierta. Le fascinaba el barco y todo lo que José le explicaba sobre la
navegación.
José imaginó a su propio hijo dentro de cuatro o cinco años. Sería tan
inteligente y vivaracho como Herodes Agripa. Tal vez incluso más. No, no sólo
tal vez, seguro.
Berenice coincidía en otro rasgo con Abigail. La gente hablaba con ella.
Las conversaciones que suscitaba no eran meros intercambios de
formulismos. Sus interlocutores le hablaban de sí mismos, de sus esperanzas
y sus decepciones, y ella los escuchaba con sincera atención y actitud
comprensiva.
El contramaestre le contó que su esposa tenía una bonita voz y que a
veces, al escuchar el viento, se figuraba que la oía cantar.
El timonel le habló de su hijo alfarero y de su portentosa destreza para
modelar el barro. Le llevó incluso un paquete cuidadosamente envuelto, que
durante años había mantenido intrigados a sus compañeros de barco. Sin
embargo para Berenice lo abrió y le enseñó una elegante jarra con asas que
imitaban la cornamenta de un carnero.
El propio José, que nunca hablaba de sí mismo, le confió que había
fantaseado imaginando a Aarón en el lugar de Herodes Agripa, en la cubierta
del barco, entusiasmado con la navegación.
Hasta Antipater —que durante semanas se resistió a alternar con
Berenice en cubierta— acabó relatándole las amargas vicisitudes de los años
en que había permaneció en el exilio junto con su madre por orden de
Herodes. Cuando el emperador Augusto puso a Herodes en el trono, éste
había repudiado a su primera mujer y a su hijo para casarse con una mujer de
sangre real.
Berenice recordó a Antipater que su padre era muy joven por aquel
entonces.
—Mucho más joven de lo que eres tú ahora, Antipater. Tú también habrás
cometido errores de juventud, ¿verdad? Debes tener en cuenta, además, que
al cabo de unos años volvió a restituirte en la cordura. Y ahora...
No hubo necesidad de que Berenice concluyera la frase. Antipater se alisó
el cabello, que le había despeinado el viento, preparándolo para recibir la
corona.
39
En Arimatea las cosas iban cada día mejor. Amos y Raquel habían tenido
una hija, Susana; el pequeño David, de tres años, estaba encantado con su
hermanita. Caleb afirmaba pletórico de orgullo que había obtenido una
cosecha de vino que superaba en una cuarta a las cantidades obtenidas en los
años anteriores.
En casa, Sara aguardaba a José con los brazos abiertos. Le pareció
enternecedor que Augusto aumentara su estatura con unas sandalias
especiales, se mofó de José por el cariño que le había tomado a Berenice y
declaró que ya era hora sobrada de que hicieran el amor.
En aquella ocasión, más que nunca, José lamentó tener que irse cuando
llegó el momento de regresar a Jerusalén.
40
Nicolaus había pedido a José que llevara a Arquelao a Italia en uno de sus
barcos. Él nuevo rey debía solicitar al emperador la confirmación de su
posición, y más ahora, después del desastroso inicio que había tenido su
reinado.José accedió de inmediato, con la condición de que él no tuviera que
acompañarlo y que el barco no fuera el Fénix.
Probablemente era una imprudencia no cultivar la amistad del nuevo
dirigente, pero José se sentía hastiado de tanta prudencia política.
No concebía la idea de tener que pasar varios meses con el jovenzuelo que
acababa de masacrar a miles de personas en un día que siempre había sido
motivo de gozosa celebración.
—Bienvenido —saludó Mílcar desde la cubierta del Águila cuando subió a
bordo.
—Soltad amarras —ordenó José—. Necesito el aire puro y los espacios
despejados del mar.
Antíoco los despidió desde el muelle. Le entristecía no poder ir con ellos,
pero José le había confiado la seguridad de su casa de Cesa-rea, en especial
la de su hijo, y Antíoco se tomaba muy a pecho aquella responsabilidad.
Arquelao dejó la seguridad de su país a cargo del gobernador romano de
Siria, un hombre llamado Publio Quintilio Varo. Éste, que desde hacía años
supervisaba por encargo de Roma la situación del reino de Herodes, preveía
que el pueblo no aceptaría fácilmente el gobierno de tres jóvenes que habían
pasado gran parte de su juventud en Roma, aprendiendo las lenguas, historia
y costumbres de Grecia y de Roma y que apenas conocían el idioma y los usos
de su pueblo.
Los disturbios se iniciaron de forma simultánea en diversos puntos. Se
produjeron revueltas en Galilea y Perea, y en Jerusalén una gran turba
enfurecida acorraló a la legión enviada por Varo en el palacio de Herodes,
contra el que lanzaron repetidos e infructuosos ataques.
Varo apostó tropas en Cesarea . Dado que la ciudad portuaria quedaba a
menos de cuatro kilómetros de la frontera siria, no convenía dejarla
desprotegida, pues podría utilizarse como base para atacar Siria.
Después avanzó, con dos legiones compuestas por diez mil curtidos
soldados profesionales, para sofocar la rebelión de los judíos.
Galilea era la primera zona rebelde. Varo quemó la capital, Séforis,
localizó los reductos de insurgentes y los aplastó. Los supervivientes fueron
encadenados y conducidos a Siria para ser vendidos como esclavos.
De camino a Jerusalén incendió las ciudades y pueblos que oponían
resistencia.
En Jericó capturó al esclavo llamado Simón y a sus seguidores, que habían
quemado el palacio de Herodes y proclamado rey a Simón. Se los llevaron
encadenados a Jerusalén para darles allí castigo.
En Jerusalén, Varo apresó a muchos de los asediantes de la legión recluida
en el palacio, aunque muchos integrantes de la multitud lograron huir antes
de su llegada. A los capturados los encerraron junto con los prisioneros de
Jericó.
Varo dejó una de sus legiones en Jerusalén para mantener el orden. La que
había rescatado quedó a cargo de los cautivos acumulados durante la marcha
desde Galilea, y los legionarios tomaron cumplida venganza de la ignominia del
asedio, flanqueando de crucifijos los cuatro caminos principales que partían
de Jerusalén. Las cruces sumaban dos mil en total, y las aves de carroña
oscurecieron el cielo.
El país que había gobernado Herodes quedó medio arrasado, pero
pacificado. Varo regresó a sus cuarteles generales de Damasco antes de
finalizar el verano. El ejército de Roma era la pieza más fuerte y eficaz del
engranaje del imperio.
En Roma, Augusto dio su aprobación condicional al testamento de
Herodes. No concedió, sin embargo, a Arquelao el título de rey, tal como
había dispuesto Herodes. Lo nombró etnarca, es decir, príncipe. A los otros
hijos de Herodes también se les asignó el tratamiento de príncipes, aunque
de inferior categoría: tetrarca. Israel había quedado dividido y devaluado.
Para José de Arimatea, los diez años de reinado del hijo de Herodes,
Arquelao, transcurrieron sin sobresaltos, después de un caótico inicio. Cada
año difería poco de los demás, salvo en los interesantes cambios y
transformaciones que experimentaba su propio hijo, los hijos de sus
hermanos, los hijos de sus amigos de Jerusalén, Belerión y Roma y, en el caso
de Elazar, sus nietos.
José llevaba, en realidad, una triple vida. Tenía su vida de verano, que
dedicaba a los viajes, al comercio y a su inacabable fascinación por el mar; en
invierno su vida se dividía entre Jerusalén —la familia de Abigail, su hijo y
sus amistades de negocios— y Arimatea: su fa-milia y su amada, su esposa, su
Sara.
La vida era agradable.
Como toda vida, no estaba exenta de algún motivo de aflicción. Mílcar
abandonó la navegación después de perder la visión en un ojo acausa de un
accidente, y a Nicolaus lo encontraron muerto en su habitación de Alejandría,
con la cana cabeza apoyada en un manuscrito de Aristóteles. No obstante,
Barca asumió las funciones de su padre como capitán del Aguila. Y Micah, que
era inasequible a los estragos de la edad, presentó a José a «otro filósofo
cuyo vuelo de pensamiento no alcanzarás a seguir», un joven judío llamado
Filón, y a su hermano Alejandro, a quien José comprendía sin problema,
puesto que era el oficial de aduanas que supervisaba el tráfico de mercancías
del fabuloso puerto egipcio.
La vida de José también experimentó algunas otras transformaciones. El
incompetente Arquelao, príncipe de Judea, Samaría e Idumea, sufría una
perpetua falta de liquidez para mantener el lujo con que se rodeaba en la
placentera vida que llevaba encerrado en su palacio, perturbada tan sólo por
esporádicas revueltas y ataques fallidos contra sus tropas. Vendió a José las
minas de cobre que había heredado de su padre, Herodes, con lo que aquél
pasó a controlar una gran parte de las existencias de bronce de la zona
oriental del Mediterráneo. Entre los principales compradores de la fundición
de bronce de Chipre se contaban los otros dos hijos de Herodes, que
acuñaban sus monedas allí.
De este modo José llegó a conocer a Herodes Antipas y visitó la ciudad
reconstruida de Séforis, capital de su territorio de Galilea. También viajó a
la corte de Herodes Filipo, instalada en la ciudad que había construido,
llamada Cesarea de Filipo, en honor de Augusto. Ésta no era ni remotamente
comparable a la anterior Cesarea , que a partir de entonces recibió la
denominación oficial de Cesarea Marítima, aunque todo el mundo seguía
llamándola Cesarea a secas. La ciudad de Filipo era más o menos como él:
atractiva, pulcra, tranquila, sencilla, agradable en conjunto.
En opinión de José carecía, sin embargo, del esplendor necesario para
hacer los honores a Augusto. El emperador continuaba siendo su héroe, pese
a que había envejecido visiblemente y padecía asma y trastornos digestivos.
Augusto había nombrado su heredero oficial a su hijastro Tiberio, un
hombre que nunca había acabado de convencerle. Sus dos nietos, Gayo y
Lucio, habían muerto, uno en un naufragio y el otro a consecuencia de las
heridas recibidas en el campo de batalla.
Berenice estaba convencida de que el asma y la indigestión del emperador
se debían al desagrado que le inspiraba el próximo emperador de Roma.
—Pero no se lo digáis a nadie, José. Antonia no me lo perdonaría nunca.
Tiberio es el hermano de su difunto esposo Druso, y ya sabéis que ha
renunciado a su vida para ser la viuda más devota que haya existido
nunca.Personalmente, a José no le disgustaba Tiberio. Lo había visto varias
veces en casa de Berenice. También había conocido a Emilio, el marido de
Berenice, y entre ambos había surgido un sentimiento de simpatía, de tal
modo que Emilio había aceptado ser el patrono de José.
Sí, al concluir los diez años de reinado de Arquelao, José disfrutaba de un
buen estado de ánimo y de una excelente posición. Los romanos habían
asumido el control directo y eso pacificaría el país. Además, tenían muy
buenas conexiones para desenvolverse con el nuevo régimen romano.
El paso de aquellos diez años también produjo modificaciones en la actitud
personal de José. A medida que aumentaba su riqueza e influencia, fue
asumiendo de forma inconsciente un enfoque entre escéptico y egoísta, muy
propio de los hombres de negocios.
Era un judío totalmente helenizado, políglota, que se encontraba como pez
en el agua en las grandes ciudades de la cuenca del Mediterráneo, un hombre
cosmopolita de su época.
Por fortuna, aún pasaba parte de su tiempo en Arimatea, donde volvía a
ser el José de antes, el José provisto de sentimientos.
José se levantó antes del amanecer, ansioso por ponerse en camino hacia
Arimatea. Quizás Aarón lo acompañara esta vez. El día anterior se había
forjado un buen clima entre ambos, cuando a Aarón se le había pasado ya el
enfado por el chico galileo que había impresionado a Hillel y Shammai. La
conversación en el atrio, las risas que había suscitado la ocurrencia del
pepino... ése era el tipo de trato que debía instaurarse entre padre e hijo.
José sonrió al recordarlo.
La sonrisa se disipó rápidamente. Estaba concibiendo falsas esperanzas.
La forma más segura de destruir ese frágil vínculo era presionar a Aarón
para que fuera a Arimatea. No quería tener nada que ver con su familia de
allí, ni siquiera con su abuela y su bisabuela. Lo había expresado sin tapujos.
Antíoco decía que ello se debía a que Aa- ron había advertido mucho tiempo
atrás que José amaba a Sara y no a su madre, Débora. José opinaba que
aquella hipótesis era una tontería.
Sacudió la cabeza, ahuyentando tales pensamientos. No estabadispuesto a
agriar su buen humor tratando de esclarecer aquello. Le bastaba con
saborear el recuerdo de las risas que había compartido el día antes con su
hijo y su inminente partida hacia Arimatea. Dispondría de casi un mes para
estar allí antes de que el inicio de la temporada de navegación reclamara su
presencia en Cesarea .
Entonces se abrió la puerta de la habitación y Antíoco entró sosteniendo
una lámpara.
—No he llamado porque todos duermen aún en la casa —dijo—. Me alegra
veros levantado. Ha venido Eleazar. Dice que trae noticias que os conviene
saber antes de partir hacia el campo.
—¿Antes del alba? Debe ser grave. ¿Dónde está?
—Lo he hecho pasar a la biblioteca. Sus guardaespaldas se han quedado en
la sala.
—¿Guardaespaldas? Voy ahora mismo. Debe de hallarse en apuros.
—Todos nos hallamos en apuros, José —afirmó su amigo—. He recibido la
noticia a media noche y lo más seguro es que a mediodía ya se haya extendido
por toda la ciudad. Ayer Coponio recibió en Cesarea un despacho de Roma. Mi
informante tuvo que arriesgarse a cabalgar durante horas en la oscuridad
para ponerme al corriente. Van a hacer un censo.
—Coponio lo va a embarullar de mala manera —auguró José.
—No, no va a poder. Se encargará de ello el nuevo gobernador de Siria, un
hombre llamado Quirinio. Vendrá con cinco legiones de infantería y dos
cohortes de caballería. Los romanos prevén hallar resistencia. Sólo cabe
deducir que subirán los tributos.
—Mis pobres agricultores —se lamentó José.
Las personas como Eleazar y José podían soportar un aumento de
impuestos sobre los abundantes beneficios que les reportaba su actividad;
además, conocían la forma de ocultar una parte de dichos beneficios para no
tener que pagar tanto a Roma. En el campo, sin embargo, los recaudadores
eran hombres de la región, que seguían de cerca la evolución de las cosechas
y sabían perfectamente qué proporción correspondía a Roma. Hasta el
momento, Roma exigía ya una cuarta parte. De acuerdo con la ley de Moisés,
los campesinos debían entregar además un diezmo de sus productos o de sus
ingresos al templo, aparte del medio siclo con que debía contribuir todo varón
judío a las arcas del templo.
Los campesinos de Arimatea no tenían que pagar al menos el arriendo por
sus casas ni por la tierra, como les ocurría a la mayoría. Aun así, la mitad de
sus cosechas no daba para vivir con holgura suficiente y desprenderse sin
gran sacrificio de una parte considerable de ellas. Sus hermanos se hallaban
en una situación parecida, ya que aparte de pagar los mismos tributos, tenían
que comprar todo lo necesario para cultivar los campos: la simiente, los
arados, los bueyes... —No se equivocan los romanos en sus previsiones —
señaló José—. Toparán con una resistencia generalizada cuando el censo
descubra los campos y animales surgidos desde el último censo. Los
recaudadores de los pueblos los pasan por alto a cambio de unas cuantas
monedas.
»¿Cómo ha podido incurrir el emperador Augusto en tal desatino? Éste es
el momento más inoportuno. La gente necesita tiempo para adaptarse al
cambio. Arquelao no era muy buen gobernante, pero al menos era judío; en
parte, para quienes exigen una pureza total de linaje. Pero no se le podía
tachar de romano ni de gentil.
—¡José! —exclamó Eleazar al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza
—. ¿No sabéis nada? Roma está amenazada por la hambruna. Augusto teme lo
que pueda ocurrir cuando se acaben las existencias de los graneros. La plebe
se sublevará. Necesita subir los tributos para comprar grano para los
ciudadanos de Roma.
José, que había adoptado una postura de abatimiento mientras pensaba en
la gente de Arimatea, irguió la espalda y esbozó una sonrisa.
—Pensad, amigo mío —dijo, y dio una palmada en el hombro de Eleazar—.
Pensad en lo que eso significa. Los almacenes de Alejandría están repletos de
grano, pero los barcos de Roma no irán allí hasta que no comience la
temporada de navegación. Con viento a favor y los musculosos brazos de mis
remeros, puedo tener fondeadas en su puerto seis galeras en cuestión de una
semana. Además, es posible que en Alejandría aún no estén enterados de la
hambruna. ¿Por qué conducto lo habéis sabido vos?
—Debería haberme mordido la lengua —contestó Eleazar—. La hambruna
es un secreto.
—Vamos, Eleazar —presionó José con visible irritación—. Deberíais daros
por satisfecho con que reconozca que vuestros informantes son mejores y
más rápidos que los míos. Estoy descontento con mis espías y conmigo mismo.
No necesito que preciséis nombres, sólo que me digáis si es posible que la
noticia haya llegado a Alejandría.
Eleazar fue incapaz de reprimir una sonrisa de suficiencia. Aquélla era una
de las raras ocasiones en que había ganado la partida a José.
—Mi espía de Roma consiguió enviarme el mensaje en el mismo Paquete del
despacho imperial. La noticia es fresca y reciente como la ttiisma primavera.
En tal caso os pagaré bien la información. Vos y yo compraremos todo el
grano almacenado en Egipto que nos permita nuestro caudal. Cargaré mis
barcos, desde luego, pero el resto lo dejaremos donde está. En cuanto la
noticia de la hambruna llegue a Alejandría, se doblarán o triplicarán los
precios. Entonces venderemos la reserva de cereal que mantendremos en los
almacenes.
—Amigo José, sois un genio. ¿Cuándo podrán zarpar vuestros barcos?
—No soy un genio, Eleazar. Si lo fuera, vuestros informantes de Roma
trabajarían para mí y no para vos. Como los mares no ofrecen seguridad para
navegar hasta dentro de un mes, disponemos de tiempo suficiente para
prepararlo todo.
Eleazar hizo ademán de hablar, pero José se le adelantó.
—No, no esperaremos a tener garantizada la seguridad, Eleazar. Los
capitanes y los marineros saben que su oficio entraña riesgos. Oíd lo que
vamos a hacer...
Mientras se vestía a toda prisa, José explicó a Antíoco lo que había
contado Eleazar y lo que se proponía llevar a cabo.
—Debo pedirte que te quedes aquí, Antíoco, para cuidar de Aarón.
—Por supuesto.
—Envía mensajes a la puerta de Damasco para alquilar carros con caballos
y conductores. Procura contratar los servicios de varios guardias para mi
viaje, para la casa y para Arimatea. Si todo va bien, llegaré al pueblo antes
del anochecer y mañana les informaré del asunto del censo. Al ser el
sabbath, se encontrarán todos reunidos en la sinagoga. Ahora debo ir al
templo.
—Cuando volváis ya habré mandado a los chicos.
Todas las casas de notables disponían de un mínimo de seis jóvenes
esclavos especialmente preparados para memorizar mensajes que transmitían
de forma oral. Los documentos escritos se enviaban en raras ocasiones, ya
que el papiro y la vitela eran en extremo caros.
Los rituales sagrados del templo se iniciaban todos los días al rayar el
alba. José descendió con paso apurado las empinadas calles de la colina
occidental, tomó el viaducto que sorteaba la ciudad baja y llegó a una de las
puertas del templo justo cuando la abrían.
Saludó a los oficiales del templo sin detenerse a conversar y luego
atravesó apresuradamente el atrio de los gentiles y el de las mujeres, en
dirección a las colosales puertas de la entrada de Nicanor. Los primeros
rayos de sol arrancaban rojos destellos en el metal, de tal modo que parecía
que las puertas fueran de fuego.
José se paró, de repente impresionado. La música del primer rito
sacrificial del día parecía proceder del mismo firmamento y no del corazón
del templo, y el intenso olor a incienso tenía un halo de misterio, surgido de
pronto entre el fresco aire del amanecer.
Era un raro acontecimiento encontrarse prácticamente solo en losvastos
recintos, aún inmersos en la penumbra, de los atrios del templo. Pronto todo
aquello se llenaría de gente, animales, guardias, sacerdotes y levitas, de ruido
y trajín, de un murmullo general de voces que pugnarían por hacerse oír entre
las demás. Los habitantes de Jerusalén utilizaban los dos atrios exteriores
del templo como espacios seculares de encuentro, donde charlaban y reían
con los amigos y cerraban incluso negocios. Por ello, no era infrecuente
perder la conciencia de la Divinidad que residía en el tabernáculo, invisible y
todopoderosa.
José sintió en ese momento la presencia Divina y lo asaltó un sentimiento
de vergüenza, porque había acudido al templo a atender sus propios intereses
y no para rendirle adoración.
José traspuso con unción las relucientes puertas de cobre que daban
acceso al atrio de Israel. La música era más intensa allí, y también el olor a
incienso, mezclado con el humo del cordero sacrificial que se consumía más
allá, en el imponente altar de piedra del atrio de los sacerdotes. Era la
ofrenda al Altísimo, ordenada por la ley de Moisés.
José permaneció en silencio hasta que concluyeron las ceremonias.
Entonces habló en voz baja con uno de los sacerdotes, un joven llamado
Tarfón. Al cabo de poco más de una hora, José regresó en compañía de
Eleazar. Tarfón los esperaba.
En el atrio de los sacerdotes, al que tenían prohibido el acceso los laicos,
había muchas cámaras de tesoro. Algunas de ellas contenían las riquezas del
templo; cálices, incensarios y aguamaniles de oro y plata, sus vastas
acumulaciones de monedas que procedían del diezmo pagado por todos los
judíos de Israel y del medio siclo que pagaban todos los judíos adultos del
mundo, y los donativos de metales y piedras preciosas que ofrecían los ricos
como muestra de gratitud a Dios. Aparte de ello, algunas de las cámaras
servían para que la gente dejara en depósito sus caudales individuales.
José y Eleazar habían ido a retirar una parte de su dinero, para comprar
cereal en Alejandría.
—No podréis acarrearlo solos —observó Tarfón.
—He mandado ir a varios hombres al atrio de los gentiles para cargarlo —
explicó José—. Ya deben de haber llegado. Los guardias nos ayudarán a llevar
los sacos hasta allí, ¿verdad?
Aquélla era una práctica habitual.
—Desde luego —convino Tarfón con una sonrisa—, pero tardarán un poco
más de lo que tal vez pensáis. He conseguido disponer las cosas tal como
habéis solicitado.
Los sacos de cuero pesaban mucho, porque al oro que contenían se le había
añadido arena para impedir que se oyera el sonido característico del roce del
metal.—¿Y la otra petición? —preguntó José, a sabiendas de cual sería la
respuesta.
—Tenéis mi palabra de que está cumplida —contestó, sonriendo, Tarfón.
José y Eleazar correspondieron con una sonrisa al sacerdote. Habían
pedido que se transfirieran algunos sacos de su oro —sin arena— al tesoro
del templo, en muestra de agradecimiento a Dios por haberles sido concedida
la oportunidad de hacer negocio con el grano de Alejandría.
En el atrio de los gentiles, Antíoco y los esclavos que había seleccionado
éste cargaron los sacos a hombros para llevarlos a los carros alquilados que
aguardaban fuera. En ese estadio de su desarrollo, la economía del
Mediterráneo no contaba aún con ningún sistema de crédito ni de pagarés y,
por tanto, todas las transacciones de compra y venta debían realizarse
mediante oro, plata o bronce.
Ese mismo día, antes del crepúsculo José se hallaba en Arimatea con su
familia. Su plan funcionaba, por el momento, según lo previsto. Antíoco había
contratado antiguos soldados que acompañaron a José en el espacioso carro
alquilado. Todos eran curtidos combatientes e iban armados hasta los
dientes. Ninguno de ellos estaba al corriente de lo que contenían los sacos
que llevaba apilados a su lado en el carro más pequeño.
El servicio de la sinagoga siguió su curso normal a la mañana siguiente.
Primero hubo una lectura de la Tora —los cinco libros de la ley— en hebreo.
Después otro hombre del pueblo repitió el texto, esta vez en arameo, para
asegurar la perfecta comprensión por parte de todos. A continuación, una
tercera persona comentó el pasaje de la Tora, explicando e interpretando su
sentido.
Ese día participaron en el servicio el alfarero del pueblo, que era también
el maestro de la pequeña escuela para niños, y dos campesinos, padre e hijo.
Después del salmo de acción de gracias que entonaron todos los
asistentes, llegó el momento en que, de acuerdo con la práctica común,
cualquier miembro de la congregación podía dirigir unas palabras a los
asistentes. José se puso en pie y los lugareños se volvieron hacia él con
actitud anhelante, ansiosos por saber qué lo había llevado a acudir a Arimatea
acompañado de una escolta armada.
Cuando les explicó que habría un censo y el aumento de los tributos que a
buen seguro ello entrañaría, se elevó un coro de agitadas exclamaciones. La
mayoría de la gente no conservaba recuerdos de la última vez que se había
elaborado un censo. Muchos aún no habían nacido y otros, como José, eran
muy niños por entonces y no habían captado el sentido de la presencia de
aquellos hombres uniformados que revisaban las propiedades y hacían
preguntas a los mayores.
—Escuchadme con atención y creed lo que os diré —advirtió José—. No
intentéis ocultar nada a los hombres que vendrán, y no les presentéis
resistencia por más rudos o insultantes que se muestren. Si os roban vuestro
mejor cordero o rompen las tinajas de vino, no protestéis, aunque ardáis de
furia. Yo sé hasta dónde alcanza el poder de Roma, y es mayor de lo que
imagináis. Aplasta a quien lo desafía. Lo pagaríais muy caro, con vuestra
sangre y la sangre de vuestros hijos.
En la pequeña sinagoga resonaron murmullos de rabia, miedo y
desesperación.
Entonces un joven se levantó.
—¿Acaso es el poder de Roma superior al de Dios? Nos enseñan que la
tierra y todos sus frutos y criaturas le pertenecen a El, al Altísimo, y no a
esos idólatras de Roma. Yo propongo que nos unamos a quienes están
dispuestos a luchar por restituir la tierra de Dios al pueblo de Dios. Me
avergüenza la cobardía que domina nuestras vidas. ¿Debemos vivir como
bestias brutas que, uncidas, arrastran el arado a fuerza de latigazos para
que nuestros opresores se queden con el fruto de nuestro trabajo? Si somos
hombres, debemos actuar como tales.
El padre del muchacho lo agarró del brazo y lo obligó a sentarse en el
banco.
—Os ruego que perdonéis a mi hijo —dijo—. Es un soñador, y aún no sabe
lo que es la vida.
Las discusiones sostenidas en voz baja preñaron el ambiente de tensión.
De repente se hizo el silencio. Rebeca se dirigió con paso lento al estrado.
—¡Basta! —dijo en tono contundente—. A todo hombre y a toda mujer le
ha sido concedido el don de la vida. Quienes no lo valoren son libres de
sacrificarla por sus creencias, pero no tienen derecho a exigir que los demás
hagan lo mismo, ni a sacrificar las vidas de sus vecinos o de sus hijos. Que
cada cual obre según su conciencia, sin fomentar la discordia.
»Yo soy ya muy vieja, pero os aseguro que pienso disfrutar de todas las
horas de vida que aún me queden. La vida es un don más valioso que las perlas.
Sé de qué hablo.
«Ahora id a vuestras casas y compartid la comida del sabbath con vuestra
familia. Yo así lo haré. Estoy hambrienta.
Rebeca se encaminó a la puerta y salió a la plaza. Los demás, que salieron
tras ella, la vieron levantar la cara hacia el cielo y el sol, para aspirar el
aroma que procedía de los campos. Luego sonrió y, por un instante, adoptó la
apariencia de una muchacha.
La vida es hermosa —exclamó.—Eres maravillosa —dijo José a su abuela
al despedirse a la mañana siguiente—. No te inquietes por lo que pueda pasar.
Diré a los soldados que vigilen en especial a ese joven exaltado que tomó la
palabra en la sinagoga.
«Regresaré en cuanto pueda. Beberemos juntos el nuevo vino del año.
—Tú bebe todo el que quieras, José —contestó, riendo, la anciana—. Yo
tomaré el vino añejo de mi reserva especial. Es mucho mejor.
43
Alejandro fue un valiosísimo aliado. Por otra parte, estaba tan en-
tusiasmado con la audaz aventura de José que sólo le subió un poco el
porcentaje de su «comisión» habitual.
—Ni siquiera notaréis el incremento, José —advirtió, riendo Os compraré
ese aceite barato para las lámparas del faro.En cuestión de diez días, la
operación estuvo concluida. Las galeras, que habían llegado a puerto sin
percance, aguardaban con las bodegas llenas de grano, listas para hacerse a
la mar. José y Eleazar eran propietarios de más de una quinta parte del
cereal que se hallaba almacenado en los graneros de Alejandría. Alejandro se
ocuparía de venderlo cuando la noticia de la inminente hambruna de Roma dis-
parara los precios. El montante de los beneficios quedaría a su cargo hasta
que José volviera a reclamarlos, para lo cual habría que esperar a la
conclusión del censo y tasación que los romanos llevarían a cabo en Israel.
—Os felicito, José —dijo Alejandro al despedirse—. No es poca cosa
haber conseguido todo esto antes del inicio de la temporada. Me honra ser
depositario de vuestra amistad.
—Sobre todo si además os sirve para llenaros un poco más los bolsillos —
replicó José de buen humor—. Bueno, yo también salgo beneficiado. Mis más
sinceras gracias, Alejandro. Decid a Filón que me resultó muy instructivo su
discurso. Nos veremos cuando las circunstancias lo permitan.
Esa noche, con Sara en sus brazos, José se olvidó de que más allá de las
paredes de su casa el mundo estaba en una fase de ebullición. Cuando se
despidió de ella a la mañana siguiente, se sentía con fuerzas para afrontar
cualquier problema que le deparara la vida.
Pagó una generosa suma de dinero a los guardias que se hallaban
apostados en las afueras del pueblo y éstos accedieron a quedarse hasta
recibir nueva orden.
—En marcha —dijo a Sareptes—. A Jerusalén.
Antíoco aseguró que todo estaba en calma. En los atrios del templo y en
las calles de la ciudad baja se formaban, por supuesto, grupos de gente que
expresaba a voces sus quejas contra el censo y la opresión romana o que
discutían furtivamente ideas y planes de probable carácter sedicioso, pero
en Jerusalén venía ocurriendo lo mismo desde hacía décadas.
Todo el mundo hablaba de Judas el Galileo, pero por lo visto nadie sabía
gran cosa de él. Unos afirmaban que era un rabino respetado en su tierra
natal. Otros sostenían que era hijo de un Judas anterior, que había
encabezado una sublevación en los tiempos del rey Herodes y había sido
ejecutado. No obstante, Judas era un nombre muy corriente; debía de haber
miles de ellos tanto en Judea como en Galilea. Lo único que se sabía con
certeza era que ese Judas aún no había dirigido ningún ataque contra las
fuerzas romanas que estaban apostadas en Jerusalén, a las que de todos
modos no habría tomado precisamente desprevenidas.
¿Una revuelta triunfal en Dalmacia? No, nadie había comentado nada al
respecto.
En la casa, la vida transcurría con placidez. Aarón había pasado, como de
costumbre, la mayor parte del tiempo en la academia de Hi-Uel y con sus
compañeros de estudios en la casa de comidas cercana al centro. Cuando
estaba en la casa, se iba a su habitación a estudiar o a dormir.
En resumidas cuentas, José, no veo motivos para que supendáis el viaje a
Belerión. Ni tampoco para que no os llevéis a vuestro fiel esclavo celta como
acompañante. Me he aburrido sobremanera.
—Pero el censo...—Les enseñé toda la casa —explicó Antíoco entre risas—,
las meticulosas y creativas cuentas financieras elaboradas por mí y vuestro
documento de ciudadanía romana, con el perfil en relieve del emperador, su
sello y su firma. Se comportaron con extrema educación. —El gálata esbozó
una sonrisa—. Olvidé mencionar que estabais en Egipto, amasando y ocultando
una gigantesca fortuna. La aventura se coronó con éxito, si mal no supongo.
Con las recientes preocupaciones por los peligros y discordias que
dominaban la escena, José casi había olvidado aquel triunfo.
—Con un éxito rotundo —confirmó a Antíoco, sonriendo—. Más tarde te lo
explicaré en detalle. Ahora es mejor que vaya a informar de las buenas
noticias a Eleazar.
Regresó a casa, tras celebrar su buena fortuna con su amigo, de un humor
excelente. Su contento aún fue mayor al ver que Aarón estaba esperándolo.
Quizás el muchacho deseara averiguar algo más sobre los pepinos, aventuró
alegremente José. Tal vez hubiera alguna chica que le gustaba...
—Padre, falta poco más de seis meses para mi mayoría de edad, para mi
presentación como hombre —dijo Aarón. Parecía incómodo, como si no supiera
de qué forma continuar.
José le sonrió afectuosamente, pensando que había acertado en sus
suposiciones.
—Así es, hijo mío. Será uno de los acontecimientos más importantes de tu
vida. He reflexionado mucho sobre ello. Por lo general, un sacerdote se
encarga de impartir consejo y admoniciones sobre la ley a los muchachos
antes de que se les franquee la entrada en el atrio de Israel para realizar su
primer sacrificio como hombres. Mi intención es, sin embargo, que sea el
propio sumo sacerdote quien te administre consejo. Y para tus sacrificios,
habrá una docena de carneros y el incienso más puro.
«Después, en la celebración en casa ofreceremos un festín más refinado
que cualquiera que se haya servido jamás en Jerusalén, ni siquiera por la
época del rey Salomón. —José aguardó a oír algún comentario admirativo por
parte de Aarón, pero éste mantenía una expresión sombría.
—De eso quería hablarte. No deseo que me preste consejo el sumo
sacerdote —dijo—. Prefiero que sea Hillel quien me instruya sobre la ley.
—¡Necio! —le gritó José, dominado por la rabia—. ¡Insensato. ¿Cómo es
posible que un hijo mío sea tan idiota? Admito que no es malo escuchar las
enseñanzas de esos maestros fariseos, pues nunca es excesivo el tiempo que
se invierta hablando de la sabiduría de la palabra divina. Pero nosotros somos
saduceos. Nuestra familia siempreha sido saducea. Siempre hemos recurrido
a la sabiduría de los sacerdotes del templo, los elegidos por Dios, y no a unos
pretendidos «sabios» salidos del arroyo. Obrarás de forma acorde a la
dignidad y a la posición que has tenido la fortuna de heredar. No consentiré
que te rebajes al nivel de cualquier infeliz que corre por las apestosas calles
de la ciudad baja.
Aarón se alejó, igual de enfurecido que su padre. Mientras contemplaba la
tensa retirada de su hijo, a pesar de que aún bufaba de rabia José lamentó
haber perdido los estribos. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿No encontraría nunca
una vía de acercamiento a su hijo?
A la mañana siguiente entró con paso vivo en el templo sin detenerse a
contemplar su esplendor ni fomentar el sentimiento de recogimiento y unción
que su imagen podía inspirar. Ese día no experimentaba piedad, sino rabia y
resentimiento. Iba en busca de Hillel, el hombre que le había arrebatado el
afecto de su hijo. Se abrió paso entre los grupos de hombres, mujeres y
animales que abarrotaban el atrio de los gentiles, sin prestar oídos a sus
exclamaciones de admiración ante el edificio cuya fama se había extendido
por todo el mundo, ni a los gritos de los vendedores ni a los regateos que
suscitaban la infinidad de productos que allí había a la venta. Por lo general le
complacían el color, el trajín y el bullicio, pero ahora no había tiempo para
tales distracciones. Al entrar en el atrio de las mujeres, divisó a Hillel y se
dirigió hacia él, ceñudo y con las mandíbulas apretadas.
El famoso doctor murmuró unas palabras a las personas que lo rodeaban
antes de ir al encuentro de José.
—Paz —dijo a modo de saludo.
Hillel presentaba una apariencia anodina; vestía una túnica de confección
casera, ceñida con una faja a rayas, un holgado manto de tosco lino de un
tono pardo descolorido y unas sandalias de cuero marrón. Estaba próximo a
cumplir los setenta, pero parecía más joven. Tenía una musculatura firme y la
piel atezada, ya que trabajaba como jornalero cuando no ejercía de maestro.
Tenía el pelo castaño, de un matiz algo más claro que el de su larga barba, y
tanto en el cabello como en la barba apenas se apreciaban cAnas . El
aspecto de Hillel, en suma, no tenía nada de particular.
Aquella primera impresión se transformaba cuando uno lo miraba a los
ojos, unos ojos despiertos que irradiaban inteligencia y humor, y en ese
momento—, compasión. José tuvo la incómoda sensación de que aquel hombre
conocía exactamente el motivo de su visita. «Si se esta riendo de mí... si, lo
que sería aún más insoportable, se compadece de mí...» Tales cavilaciones no
hicieron más que aumentar su aprensión y resentimiento. «Paz», había dicho
Hillel. ¿Acaso se trataba de un sarcasmo?José señaló la torre Antonia, la
fortaleza desde la que se dominaban los grandes espacios públicos del
templo, en lo alto de la cual montaban guardia varios soldados romanos.
—¿Es esto una señal de paz? —replicó—. Esperan que en cualquier
momento salte la chispa, y quizás incluso lo están deseando.
—¿Habéis venido a verme para hablar de eso, José de Anmatea?
—No, no...
José no acertó a definir, ni siquiera en su fuero interno, qué era lo que
quería decir. La incertidumbre era algo tan impropio de él que se sentía
confundido.
—Caminemos mientras conversamos —propuso Hillel, tocándole levemente
el brazo—. He constatado que en muchos casos viene bien estirar las piernas.
Su movimiento es mucho menos dificultoso que el de las ideas.
José comenzó a caminar al lado de Hillel.
—Ese Judas el Galileo —dijo el maestro— ha fracasado ya.
José empezó a escuchar con gran interés, intrigado por lo que Hillel
supiera de aquel rebelde.
—Es un rabino, un maestro, un siervo del Señor, igual que su compañero
Zaduc. —Hillel suspiró—. Creen que la ley que nos fue dada a los judíos es la
única que existe, y que debemos negarnos a obedecer las leyes de los
romanos, aun a costa de nuestras vidas. Nuestro pueblo pagará un terrible
precio por culpa de su celo, sin que Judea quede libre del yugo de Roma. —
Hillel volvió a exhalar un suspiro, más hondo que el anterior, y luego sonrió,
para asombro de José.
»José de Arimatea —prosiguió—, las palabras del sumo sacerdote Joazar
son las más atinadas en estos tiempos luctuosos. Todos los días, en el sermón
que dirige a la gente que se congrega en el templo, la anima a someterse al
censo que han ordenado los romanos. Y ahora decidme, ¿qué opinión tenéis de
Hillel? Estoy reconociendo que el sumo sacerdote, un saduceo, da mejores
consejos que esos rabinos, que son fariseos. A vos, que sois saduceo, ¿os han
complacido mis palabras o bien os han confirmado la idea de que ningún
fariseo es digno de confianza porque juega con las palabras y manipula y
tergiversa su sentido natural?
José no supo qué responder y así lo admitió.
—Hillel, yo no soy como Filón de Alejandría. No poseo cualidades para la
sutileza. ¿Qué pretendéis decirme?
—Que no soy enemigo vuestro, bajo ningún concepto —le respondió Hillel
con repentina seriedad, mirándole directamente a los ojos—. Me gustaría
entablar amistad con vos, aunque quizá no sea sencillo. Creo que merezco
vuestra confianza y que podría ganarme la. ¿Me habéis comprendido bien,
José? Esto es muy importante.Entonces fue José quien sonrió. Era imposible
dudar de la sinceridad de Hillel o mantener la rabia y el resentimiento en su
presencia.
—Contáis con mi confianza, Hillel, y me honra que queráis mi amistad.
Permitidme que os la ofrezca ahora.
—Aguardad un poco —contestó Hillel con una sonrisa—. Primero
hablaremos de Aarón.
José se puso en guardia, y confió en que Hillel no lo advirtiera, aunque
sabía que eso era imposible.
—Vuestro hijo os honra —aseguró Hillel— tal como exige la ley. No
obstante, tiene la certeza de que no igualará nunca vuestros extraordinarios
logros y eso le provoca resentimiento contra vos. Está convencido de que
siempre lo consideraréis un fracasado. Desde su punto de vista, nunca pasará
de ser eso comparado con su padre.
—Pero... su erudición... Yo nunca podría igualarlo en ese terreno.
—Con la erudición no se compran mansiones de mármol, José. Aarón es
joven aún, y la juventud genera confusión y un caudal excesivo de emociones.
¿No os ocurría lo mismo a vos? Recuerdo que a mí sí.
José quedó desarmado ante la afabilidad de Hillel. Casi podía ponerse en
el lugar de Aarón. Refirió al maestro la discusión que había tenido con su hijo
a propósito de las ceremonias y celebraciones previstas para su mayoría de
edad.
—Comprendo ambas posturas —dijo Hillel después de escuchar con
atención—. Le expondré esto a Aarón, lo escucharé y también le recordaré
que aún no es un hombre, por más que él piense lo contrario. Debe obediencia
a su padre. Se lo expresaré, desde luego, de una forma más diplomática, no
perdáis cuidado.
José y el sabio Hillel se echaron a reír.
A su regreso del viaje a los territorios de los celtas, José comprobó que
la paz reinaba en su casa y en su país. Aarón no estaba precisamente
encantado con la obligación de celebrar su entrada en la virilidad tal como
José deseaba, pero Hillel lo había convencido para que lo aceptara de buen
grado, con obediencia.
El nombre de Judas el Galileo había dejado de correr en boca de todos.
Se había retirado a un paradero desconocido después del fracaso de su
ataque contra una cohorte romana, en el que perecieron las dos terceras
partes de sus seguidores. En las cuevas de las colinas de Galilea aún quedaban
reductos de bandidos que realizaban una actividad de guerrilla, escudándose
en su nombre.
No obstante, los bandidos siempre habían constituido un peligro en Israel,
Galilea, Samaría, Judea o Idumea por igual. Lo único que variaba con los siglos
era los nombres que utilizaban.
Por otra parte, Dalmacia y Panonia habían quedado estragadas por la
guerra, pero pacificadas. El imperio estaba intacto, bajo el dominio de la Pax
Romana.
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Poco tiempo después, José compartió el júbilo triunfal que sintieron todos
los habitantes de Judea, Galilea y Perea al enterarse del desastre acaecido a
las legiones romAnas de Germania.
El nuevo gobernador romano, Marco Ambíbulo, lo anunció en un bando. En
los sombríos bosques de la provincia rebelde, las fuerzas de un caudillo tribal
habían masacrado tres legiones romanas . Los judíos no se regocijaban porque
hubieran muerto quince mil hombres. El motivo de su sentimiento de triunfo
era la suerte que había corrido su comandante; la destrucción de su
reputación a la vez que la de su cuerpo. No en vano el romano fallecido y
deshonrado no era otro que Varo, quien, siendo gobernador de Siria, había
atravesado el país con sus legiones, dejando a su paso una estela de
incendios, asesinatos y dos mil judíos crucificados.
Para un general romano, el deshonor era mil veces peor que la muerte.
Varo había recibido el mayor castigo que pudiera existir para él.
46
—¡Es magnífico! —Eso fue lo que dijo Sara cuando José le contó que iba a
formar parte del sanedrín—. Es absurdo. —Ése fue el comentario que le
mereció la desesperación de su esposo.
José se sintió dolido. Sara siempre ejercía sobre él un influjo positivo, no
negativo. Era cruel que se tomara con tanta ligereza su congoja.
—Quieres que te compadezca, ¿verdad, querido? Ay, José, no es
precisamente piedad lo que inspira el hombre que ha alcanzado un éxito
excesivo, ni siquiera si ese hombre eres tú. No, no deseo que sufras, pero no
tienes derecho a autocompadecerte. ¿Has logrado al fin lo que perseguías?
Perfecto. Si no te satisface, proponte otro reto. —Sonrió, con un malicioso
brillo en los ojos.
»Aquí tienes uno que no está mal. Busca una esposa para Aarón. No puede
ser bueno para un hombre de dieciséis años pasarse todo el tiempo leyendo
cosas como la pasión del rey David por Betsabé y los devaneos de Dalila con
Sansón cuando nunca ha besado siquiera a una chica.
—¡Pepino! —exclamó de repente José, tras reflexionar un instante.
Aquél era un buen recuerdo, la tarde en que había logrado tener una
proximidad con su hijo.
—¿Pepino? ¿Que quieres pepino? ¿Has perdido el juicio? No estarán
maduros hasta el verano.
—No, no, se trata de algo que acabo de recordar.
—Cuéntamelo —pidió Sara, intrigada.
Cuando se lo hubo referido, ella se echó a reír como una chiquilla-
—Mi pobre corderillo. ¿Todavía te pasan esas cosas?
—Sólo si recibo algún estímulo —respondió José, acariciándole el regazo.
—¿Qué apuestas a que me quito la ropa más depnsa que tú?Antíoco apoyó
la propuesta de Sara con respecto a Aarón.
—Todo hombre tiene sus apetitos, aunque no sepa identificarlos. Yo, por
ejemplo, sólo descubrí que el cochinillo asado era lo que anhelaba cuando lo
probé. Hasta entonces, desperdicié años comiendo manjares menos
exquisitos, como pavo...
—Un poco de seriedad, Antíoco.
—Siempre me produce placer atormentaros, José, un placer auténtico, de
verdad.
—Déjate de bromas. Ayúdame a seleccionar una esposa para Aarón. Hace
años que pensé hacerlo, pero al final renuncié. No sé por dónde empezar.
Como siempre, Antíoco fue un pozo de información. Conocía los nombres,
las edades y temperamentos de todas las jóvenes casaderas de la ciudad alta,
aparte de la trayectoria íntima de sus familias, incluidos los parientes
lejanos. José tenía la cabeza a punto de estallar antes de que Antíoco
acabara de trazar toda la relación de posibles candidatas.
—¿De veras crees que Aarón se casará con la novia que yo elija? Ya sabes
que no tiene un gran concepto de mí.
—Pero es un hombre sano. Ha de tener sus necesidades, como los otros
hombres. Aunque su mente febril os censure, no puedo creer que la llamada
de su cuerpo no supere la de los libros.
—Ojalá tengas razón. Me pondré a mover los hilos después del verano.
—Cobarde. Hacedlo ahora, José. Queda una semana antes de Pascua.
Escoged a la muchacha. Hablad con su padre. Cuando hayáis llegado a un
acuerdo, comunicadlo a Aarón... ¡No! Ya sé lo que vais a decir. No, no lo
consultéis primero con él. Decídselo después de haber atado los cabos. La
tradición está de vuestra parte.
José topó con una inesperada partidaria de la postura de Antíoco en la
persona de su tía Abigail. Una tarde que fue a verla mencionó muy de paso la
cuestión del posible matrimonio de Aarón, sin entrar en detalles.
Su cautela fue inútil.
—Compra una novia a tu hijo —dijo sin titubear Abigail—. Puedes
permitírtelo y ésa será la única forma de que consiga una. Cualquier chica que
se encuentre en su sano juicio echaría a correr después de echarle una
ojeada.
José pensó que tal vez debería darse por ofendido en lo que a su hijo
respectaba, pero no pudo por menos que dar la razón a su tía.
—Mañana hablaré con mi amiga y lo planificaré todo. Luego tú hablarás con
su padre al día siguiente, después de que ella me haya expuesto su opinión
sobre el asunto.—¿De qué diablos estás hablando, Abigail?
—De mi amiga Verónica y de su hija Ruth. El marido de Verónica, Moisés,
vende pescado en salazón en la plaza que hay al lado del templo. Él también es
un rabino, con menos sentido práctico de la vida que uno de sus pescados.
Paga un precio excepcionalmente alto por Ruth, José. Moisés no gana lo
bastante ni para llenar los estómagos de toda su familia, si no es con el
pescado que le sobra al cabo del día, y tiene once hijos.
»Ruth será la esposa perfecta para Aarón. Como se crió en una casa donde
la religión era más importante que el pan, no le parecerá tan extraño como lo
vería otra muchacha cualquiera. Y no esperará demasiado de él. Ése es el
secreto de un buen matrimonio, no esperar demasiado. Así, todo lo que venga
de más se recibe como un regalo.
José estaba seguro de que en la relación que había pensado Antíoco no
constaba la hija de un pescadero. De todos modos, la propuesta de Abigail le
pareció muy sensata.
—¿Dónde tiene el puesto Moisés? —preguntó—. Iré a verlo pasado
mañana.
Esa noche, José comunicó a Antíoco su decisión.
—Hay que confiar en las mujeres, porque siempre son más listas que los
hombres —concedió el gálata al tiempo que sacudía la cabeza—. Yo pensaba
en una alianza entre dos grandes familias, mientras que ella se ha centrado
en el buen funcionamiento del matrimonio.
—¿De modo que sois juez, José? Qué buena suerte la mía.
—Herodes Agripa seguía siendo el mismo pilluelo, encantador e incorregi-
ble—. Ahora si algún día siento el incontenible impulso de ser un buen judío,
puedo ir a visitar nuestro famoso templo de Jerusalén y, si me busco
complicaciones, vos me sacaréis del apuro.
—Haré prometer a José que te mande azotar —declaró Berenice en tono
reprobador—. Debí hacerlo yo misma cuando eras niño. Eres una calamidad.
Herodes Agripa se precipitó hacia ella, la tomó en brazos y se puso a dar
vueltas hasta que Berenice comenzó a chillar. Después le dio un ruidoso beso
y volvió a depositarla en el diván.—Pero me quieres —dijo—, y yo te adoro.
Reconoce, mi queridísima madre, que soy mucho más divertido que mi
envarado y tedioso hermano.
—Aristóbulo es un respetado consejero del emperador.
—Claro que lo es. Augusto tenía problemas para conciliar el sueño, y
Aristóbulo, a golpe de aburrimiento, consigue que disfrute de unas cuantas
reparadoras siestas.
—Fuera de aquí, Herodes. Vete. Me agotas.
—Dentro de un momento, madre. Quiero enterarme de cómo funciona eso
de ser juez. Decidme, José, si volviera a Judea, ¿podríais procurarme un
puesto en el sanedrín? Sería un buen juez. No existe prácticamente ningún
delito que yo no haya cometido. Comprendo la mente de los criminales.
Establecería en el acto cuándo un hombre miente o dice la verdad.
Tras la exageración y las bravatas, José intuyó que Herodes Agripa le
formulaba una pregunta real, y por ello le dio una respuesta cabal.
—Tu abuelo y tu padre dejaron un mal recuerdo; no creo que por el
momento te recibieran con los brazos abiertos en Jerusalén, Herodes Agripa.
—Sois un gran amigo —observó, sonriendo, el apuesto joven—. Gracias,
José. En Roma nadie habla con sinceridad. Bueno, qué más da. De todas
formas, me temo que en Jerusalén me moriría de aburrimiento en cuestión de
un par de días.
»Y ahora, para complacer a mi amada y bella madre, me iré. Druso me
espera para que lo ayude a diseñar el más vistoso uniforme que haya lucido
nunca un flamante oficial. —Herodes estrechó el brazo de José—. Me hacéis
sentir orgulloso de ser judío, José. Venid a vernos más a menudo.
No se podía negar. Herodes Agripa poseía el don del encanto en una dosis
fuera de lo común. José no abrigaba dudas de que debería censurar la actitud
de un hombre de veinte años que no tenía oficio ni beneficio, era
irrespetuoso con las leyes de cualquier país y manipulaba a todo el mundo,
desde el esclavo más ínfimo hasta el propio emperador.
Sin embargo, tras mantener alguna conversación con el escandaloso hijo
de Berenice, siempre se le quedaba una sonrisa prendida a los labios.
Se dispuso a enfrascarse en las tranquilas charlas que mantenía con
Berenice y hacer acopio de todas las habladurías de su entorno que, aun
pudiendo parecer frivolas, eran impagables.
—A Augusto han tenido que arrancarle otra muela —comenzó a decir la
mujer—. Ha perdido tantas que resulta extraño oírlo hablar, es como si
bisbiseara, o algo así...
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José había oído decir que Tiberio no deseaba ser emperador. Pero
Augusto lo había elegido, lo había nombrado emperador en su testamento, y
Tiberio poseía un sentido demasiado elevado del deber para desobedecer. Su
negativa podría haber sumido al imperio en otra guerra civil, como la que
Augusto había librado y ganado, para convertirse en el primer emperador de
Roma.
Tiberio estaba dotado de la dureza física y la determinación propias de un
militar. Había pasado en el ejército la mayor parte de su vida, en concreto
cuarenta años, veinte de los cuales en calidad de eficiente general. Ahora,
abrumado por la carga de administrar el imperio heredado, se le veía
incómodo e infeliz.
José tuvo ocasión de constatar la veracidad de los rumores que había
escuchado, y también que, por desgracia, Augusto había desaparecido sin
dejar huella. Su heredero carecía del entusiasmo, la humanidad y el genio del
hombre que había sido el héroe de José.
Tiberio era trabajador sin duda, y también concienzudo. Formuló a José
un sinfín de preguntas, solicitando detalles sobre la vida y actitudes de los
habitantes de Jerusalén, Cesarea , las ciudades menos populosas y las aldeas.
José respondió con sinceridad, pero se reservo prudentemente parte de la
información. Comenzaba a preguntarse si tendría que quedarse allí hasta
pasada la hora de la cena. Le convenía irse, porque por un lado estaba
hambriento y, por el otro, causaría ungran trastorno a Berenice que, teniendo
otros invitados, tuvieran que esperarlo sin saber a ciencia cierta cuándo
regresaría.
Se disponía a componer mentalmente un discurso de despedida cuando de
improviso Tiberio apartó un montón de rollos hacia un lado.
—Veo que sois un hombre de gran inteligencia, José de Arimatea —dijo—.
Un momento... un momento... Aquí está, una hoja de papiro en blanco. Os daré
una carta para Grato. No sabe con quién puede contar en Judea. Le diré que
sois digno de toda consideración y que puede consultaros para la toma de
decisiones.
José se quedó paralizado en su asiento. Lo que Tiberio le ofrecía
entrañaba un grado de poder e influencia impensable para cualquier judío de
Judea. Se pasaría el resto de la vida presentando disculpas a Berenice, todos
los días si fuera necesario, pero ahora no pensaba dejar al emperador aunque
éste siguiera hablando toda la noche o durante un mes entero.
Tiberio terminó de redactar la carta y después, tras buscarla en varios
sitios, localizó la caja que contenía la cera para el sello. Por su puesto, no
había llama en la lamparilla que se utilizaba para fundir la cera. El emperador
de Roma se levantó, enojado, y sin decir palabra abandonó la habitación.
A su regreso, Tiberio llevaba una gran lámpara encendida. La depositó en
la mesa, acercó la barra de cera a la llama, luego depositó con cuidado unas
gotas en la parte inferior de la carta que había escrito y estampó su sello con
el anillo.
Salvo la última, todas aquellas acciones las podría haber realizado algún
secretario o ayudante. El mismo José se excedía queriendo controlar
personalmente demasiados detalles de su negocio, pero disponía de la
suficiente experiencia y sentido común para reconocerlo y delegar muchos
quehaceres en sus subalternos.
Sus actividades, empero, se circunscribían a seis galeras, un almacén y a
la reposición de velas, remos, pintura y madera para reparaciones.
Aquel hombre trataba, al parecer, de dirigir el imperio de Roma sin ayuda
de nadie. De repente el juerguista y joven Druso se le antojó como un
candidato mejor para asumir aquella responsabilidad.
Tiberio pasó a interesarse a continuación por los productos que
exportaban Judea y Galilea y por las cualidades del puerto de Cesarea en
relación a otras ciudades marítimas. Aquél era un terreno mucho menos
espinoso y José respondió con autoridad a todas las preguntas.
Estaba por concluir una frase cuando sus tripas se quejaron con un
escandaloso gruñido. Tiberio se echó a reír, con unas carcajadas secas y
breves tan parecidas al ladrido de un perro que José también estalló en risas.
—He olvidado la hora que es —dijo Tiberio—. Marchaos enseguida. No quiero
que Berenice se enfade conmigo.
No se molestó en dar las gracias a José por el tiempo y la información que
éste le había ofrecido. Tiberio no era especialmente cortés.
José sí dio las gracias al emperador. Cuando cerraba la puerta tras de sí,
advirtió que éste ya estaba ocupado en la lectura de un pergamino.
José echó a andar hacia la salida por un corredor en penumbra, con
cautela para no tropezar. Entonces se acordó de la carta. La había dejado en
la mesa.
Se apresuró a volver sobre sus pasos, llamó a la puerta y entró en el
despacho de Tiberio. La corriente de aire apagó la llama de la lámpara.
—Lo siento muchísimo —dijo José. Solamente percibía la silueta más
oscura de Tiberio entre las sombras de la habitación—. Me he olvidado de la
carta.
—No, no, no os preocupéis. Traedme una de las lámparas del pasillo.
Después de encender la lámpara con la que le había llevado José, Tiberio
le entregó la carta y le deseó con afabilidad que tuviera una buena velada.
José llegó a casa de Berenice justo cuando servían la cena. Expresó una
retahila de disculpas, pero Berenice restó importancia al retraso.
—No he esperado, José. Todos conocemos a Tiberio. Podría haberos
retenido toda la noche.
José recibió el comentario con una carcajada. Luego saludó a los demás y
se instaló en un diván junto a un antiguo senador, como Emilio, y la amiga de
Berenice, Antonia.
—No es que esté muy orgulloso de lo que me facilitó la huida —explicó—.
El hambre me ha ocasionado un gruñido de tripas tan estrepitoso que debe de
haberse oído en toda la ciudad. —Se lavó y secó las manos y luego cogió unas
olivas de un cuenco que había en la mesa. Antes de llevárselas a la boca,
concluyó el relato de sus meteduras de pata—. Me había dejado algo en la
mesa del emperador, así que he vuelto, y al abrir la puerta la corriente ha
apagado la vela. Dos desastres, el segundo peor que el primero.
—No es un desastre, José, sino todo lo contrario —afirmó Antonia,
mientras depositaba los huesos de oliva en un plato antes de servirse unas
cuantas más en la palma de la mano—. Mi cuñado siempre ha sido muy
supersticioso en lo tocante a las señales y los presagios. -Cree que una
lámpara apagada por una ráfaga de viento es el mejor augurio de buena
suerte que pueda existir. Acabáis de hacer un amigo
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El emperador de Roma, que vestía con una túnica orlada de púrpura e iba
calzado con sandalias, estaba comiendo uno de los pájaros asados que había
en un plato, en la mesa contigua a su sillón.
Al ver a Antonia, se sacó de la boca el pájaro que tenía a medio comer y se
puso en pie.
—Sentaos y acabad de comer, Tiberio —dijo en tono magnánimo la mujer
—. Supongo que recordaréis a nuestro amigo José, que tanta ayuda os presta
desde Jerusalén. Ha venido para impedir que los idiotas del senado os
acarreen complicaciones.
Tiberio depositó el ave en la mesa.
—¿Qué intentan hacer esta vez? —preguntó con tono cargado de recelo.
A partir de ahí todo fue fácil. José le expuso brevemente el peligro de
que se produjeran disturbios y amotinamientos en Jerusalén, e incluso en
toda Judea. El ejército del procurador podría sofocarlos, naturalmente, pero
la destrucción ocasionaría pérdidas y se interrumpiría la recolección de la
aceituna, para la que faltaba poco, con la correspondiente merma en los
tributos que se obtenían de la oliva y el aceite.
—¿Por qué van a mandar a esos judíos a Cerdeña? —preguntó Tiberio.
—Tengo entendido que los senadores pretenden utilizarlos para eliminar la
plaga de salteadores de caminos que asola la isla.
Tiberio echó atrás la cabeza y su risa perruna resonó en la estancia.
—¿Judíos luchando contra bandidos? Más valdría enviar una bandada de
estas aves. —Volcó el contenido del plato—. Al menos ellas tienen picos
afilados y saben dar picotazos. Los judíos son blandos. Lo único que saben
hacer es no trabajar cada siete días y echar las culpas a su Dios.
Llamó a voces a Sejano.
—Acabo de oír una cosa muy graciosa —dijo cuando entró el prefecto—.
Hacedle saber al necio del senado que tuvo la ocurrencia que dejen en paz a
los judíos de Roma y no los manden a Cerdeña. Tendrán que decretar la
anulación de su decreto.
«Gracias, José. —Tiberio todavía reía—. Son raras las veces en que oigo
algo que me cause risa. Sabía que me traerías suerte.
—Decidme, os lo ruego —pidió José a Antonia después de abandonar la
residencia palatina—, cómo puedo demostraros mi gratitud. Haré cualquier
cosa que esté en mis manos.
Ahora fue Antonia quien se echó a reír, aunque con discreción.
—Me habéis recompensado con creces, José. ¿Habéis visto la cara que ha
puesto Sejano? Se estaba hinchando, como el sapo que es. Creí que se le iban
a saltar los ojos de las cuencas. Ha sido glorioso.
En la sinagoga, el niño que iba calzado con una sola sandalia escandalizó a
toda la congregación cuando, mirando a José, declaró:
—Sabía que vos erais el Mesías.
Si bien en el barrio judío nadie compartía el erróneo y blasfemo
convencimiento del pequeño, lo cierto era que sentían por José un
agradecimiento rayano en la adoración.
No permitió, con todo, que se le subieran los humos. Todo aquel suceso
había tenido un saludable influjo sobre el concepto que tenía de sí. Sin amigos
y sin una buena dosis de suerte, no era importante ni poderoso.
En Puteoli la fortuna le fue propicia una vez más. Charlando con un capitán
de una galera que estaban cargando, se enteró de que una parte del
cargamento consistía en el mismo aceite perfumado que le había salvado la
vida. Así, compró un duplicado del regalo que Berenice le había mandado a su
hija.
—Qué madre más amantísima —comentó con un silbido.
Aquel aceite valía tres veces más que cualquiera de los aceites con los que
él había comerciado. No regateó, no obstante, ni un denario. La estima en que
tenía a Berenice era ahora mayor que nunca. Ella había sido, de forma
indirecta, la responsable de que se bajara del pernicioso pedestal de orgullo
en que se había instalado.
Después de atracar en Cesarea , decidió llevar personalmente a Herodías
las cartas y el regalo. Aunque había una distancia considerable hasta Cesarea
de Filipo, Herodías recibiría antes el aceite y las misivas y además así podría
hablar a Berenice de Herodías y la hija de ésta la próxima vez que la viera.
Herodías estaba, si cabe, más hermosa que la última vez que la vio, seis
años antes. Tenía un majestuoso porte, muy adecuado para la esposa de un
gobernante, aunque éste fuera sólo un príncipe que dominaba un pequeño
territorio.
Pidió a José que le describiera hasta el último detalle cuanto pudiera
recordar de su madre, sus hermanos y de Roma. De Roma sobre todo.
—La echo mucho de menos, José. Llevo aquí cinco años y siento una
terrible añoranza. ¿Podríais llevarme con vos la próxima vez que visitéis a mi
madre?
Por Berenice, José aseguró que sería un placer para él. Confió en que
Herodías no se acordara del Fénix, porque estaba decidido a no volver a
navegar nunca más con él.Después de visitar la corte de Herodes Filipo, José
fue a ver a Herodes Antipas, su socio en el negocio del bronce. Antipas
emulaba a su padre, aunque en menor escala. Estaba construyendo su propia
ciudad a orillas del mar. No se trataba, sin embargo, del Mediterráneo, sino
del mar de Galilea. El paraje era con todo extremadamente bello; se hallaba
rodeado de relucientes montes de roca negra por tierra y del blanco oleaje
de las límpidas aguas.
Antipas anunció muy ufano que iba a poner a su nueva capital el nombre
de Tiberíades, en honor al emperador, y que abrigaba la esperanza de que
éste acudiera al acto de dedicación. El padre de su esposa estaría, desde
luego, entre los asistentes. Su suegro era Aretas, rey de Nabatea. Rey y
emperador. Su presencia haría de la ceremonia una ocasión digna de
recordarse.
José le dio la razón con fingido entusiasmo. De repente se sentía muy
viejo. Aretas, rey de Nabatea. José recordó el viaje que había realizado a
Roma en compañía de Nicolaus cuando Herodes —el auténtico Herodes— tuvo
problemas con Augusto. Aretas se había apoderado del trono ese mismo año.
Hacía tanto tiempo de aquello... Nicolaus había muerto, hacía también mucho
tiempo.
«Tengo sólo cincuenta años —se dijo José—. Si me siento viejo es porque
miro demasiado hacia el pasado. Ahora mismo voy a cambiar de actitud.
Volveré a casa junto a Sara. Ella siempre me hace sentir joven.»
Al año siguiente dejó que Barca se hiciera cargo del viaje a Belerión para
poder llevar a Herodías al lado de su madre justo al comienzo de la
temporada. Cuando llegaron a Roma, dio gracias a Dios por aquella decisión:
Berenice se encontraba a las puertas de la muerte.
Nadie sabía qué enfermedad la aquejaba, explicó Herodes Agripa a José.
El exuberante y bromista joven quejóse había conocido todos aquellos años
había desaparecido. Ahora Herodes estaba serio y en su semblante se
advertían las marcas de la pena y la preocupación.
Sin embargo, su expresión cambiaba cuando estaba en presencia de su
madre. Entonces representaba el papel del Herodes que ella amaba y al que le
gustaba reprender. Le contaba escandalosos relatos de juergas y
desenfreno, siempre con una risueña y burlona actitud reacia a admitir
cualquier responsabilidad o sentimiento de vergüenza. Las risas de Berenice
sonaban débiles, a menudo interrumpidas por la tos, pero no cabía duda de
que su hijo le levantaba el ánimo.
A José siempre le había gustado Herodes Agripa, aun cuando creyera que
debía reprobarlo. Ahora, por primera vez, admiraba y honraba al díscolo hijo
de Berenice.
Herodías también se esforzaba por animarla. Aunque carecía del ingenio y
la vivacidad de su hermano, alegraba el corazón de su madre describiéndole
las elegantes recepciones que daba o a las que asistía, los atuendos que
llevaba en ellas, los cambios y mejoras que había introducido en el palacio de
Filipo... Al final Berenice se sumía en un plácido sueño, arrullada por la dulce
voz de su hija. Entonces Herodías salía corriendo de la habitación para llorar
y sollozar, abrazarse a su hermano en busca de consuelo, aun cuando él no
pudiera prestárselo, atenazado como estaba por la desesperación.
José se planteó dejar la casa para que la familia tuviera intimidad, pero
Antonia se lo prohibió de forma terminante. Había asumido la dirección de la
casa de su amiga, hasta el punto de preparar ella misma y servir la comida de
Berenice.
Herodes explicó el motivo de aquella actitud a José. El hijo favorito de
Antonia, Germánico, había muerto a finales del año anterior. Había sido
envenenado, nadie lo cuestionaba, por el gobernador romano de la provincia
de oriente a la que se había desplazado. El gobernador se había suicidado
para eludir su juicio y ejecución.
—¿No creerá de veras que tu madre ha sido envenenada?
—No, desde luego que no. Pero puede hacer por ella lo que no pudo hacer
por Germánico. Eso le procura algún alivio. Mi madre lo sabe y por eso deja
que Antonia la atosigue con sus cuidados. Han sido amigas durante mucho
tiempo, José, y se profesan un gran cariño.
Antonia ofrecía la misma apariencia de siempre: autoritaria, organizada,
impasible, casi insensible. Bajo su control, el hogar de Berenice había perdido
el acogedor desorden. Todo estaba limpio y arreglado, las comidas se servían
a la hora en punto, a las visitas se les ofrecía las más frescas frutas, panes y
quesos, con los mejores vinos servidos en jarras de plata escrupulosamente
bruñida. Aquel cambio resultaba descorazonador para cuantos habían hallado
un remanso de humor y paz en el alegre caos que caracterizaba el entorno de
Berenice.
José constató que había muchísimas personas que sentían por Berenice el
mismo afecto que él. Marco, su hijastro, acudió desde su Puesto, en uno de
los campamentos del Danubio, trayendo consigo a su esposa y a su hijo de
cinco años. Berenice, para quien Julio era como un nieto, derramó lágrimas de
alegría cuando éste la abrazó demasia do fuerte y luego se bajó de un salto
de la cama, contándole que tenía un poney sobre el que cabalgaba a toda
velocidad.
Marco tomó a su hijo en brazos para sacarlo afuera y entonces,
también él dio rienda suelta al llanto. José se quedó atónito. Marco,
vestido de uniforme, era la personificación del curtido oficial roma-
no. Para un hombre como él mismo, que procedía de los territorios
orientales donde se aceptaban mejor los desahogos emocionales, era
normal llorar, pero no así para los impasibles y disciplinados milita-
res profesionales. Aquél fue quizás el mayor tributo que recibió Bere-
nice, aunque hubo muchos otros. Tiberio encargó leer a un poeta las
floridas alabanzas a su belleza que éste había escrito a petición suya.
Y cuando fue a visitarla la hija de Antonia, Livila, con un ramo de
flores, llegó acompañada de su hermano Claudio, el historiador de
que habían hecho chanza Druso y Agripa unos años antes. Claudio
era de la misma edad que éstas, veinticinco años, pero, por desgracia
estaba falto de su buena presencia y encanto. Era torpe en el andar y
sufría una tartamudez que resultaba igual de embarazosa para quienes
lo escuchaban que para él mismo.
La tartamudez se disipó, no obstante, mientras estuvo con Bere-
nice. Se sentó en un taburete junto a su cama y, tomándola de la mano,
recitó con dicción clara y melodiosa los versos de una oda que había
compuesto para ella. El tema era el amor que dispensaba a cuantos la
rodeaban y el amor con que éstos la retribuían.
—Gracias, querido Claudio —dijo Berenice.
—Gracias, amada Berenice —respondió éste, al tiempo que le be-
saba la mano.
Los dos estaban ebrios de gozo. Cuando José notó que el niño se
movía en el vientre de Sara, bajo las palmas de sus manos, exhaló una
exclamación y las apartó con tanta precipitación que cayó al suelo.
Sara se echó a reír. Ella había tenido varios meses para acostum-
brarse a aquel prodigio, para comenzar a creer que era cierto y adap-
tarse luego a la certidumbre.
José se arrodilló a sus pies, le palpó el vientre y aguardó. Al poco
se produjo un nuevo movimiento. Luego, entre sollozos y risas, co-
menzó a besar la cara de Sara.
Transcurrió más de una hora hasta que se acordó de llamar a An-
tíoco para comunicarle la noticia.
El gálata era un apuesto y desenvuelto hombre de cuarenta y pico
años, pero aun así se ruborizó cuando Sara le tomó las manos y las
posó en su vientre. Cuando el niño se movió, se quedó boquiabierto
y mudo, mirando alternativamente, con los ojos abiertos como pla-
tos, a Sara y a José.
—Querido Antíoco —dijo Sara, soltándole las manos—, ahora
deberías agitarte y revolearte un poco. Pareces un pez recién pescado.
Observó a su marido y al mejor amigo de éste con la tierna sonri-
sa de superioridad que desde tiempo inmemorial venía curvando los
labios de todas las futuras madres.
Sara vivió tres días más. El último día, se encontraba tan débil que
José tuvo que sostenerla con el brazo mientras ella daba de mamar a
Helena. La dicha de Sara resplandecía en su pálida piel, rutilante
como una llama.
Después, ya de noche, su llama fue menguando hasta apagarse por
completo. Tenía los ojos abiertos, pero sin vida. De sus pechos mana-
ba leche.
José exhaló un grito estrangulado. Con dulzura, le cerró los ojos
y tapó con la colcha las dos manchas que se habían formado en su ca-
misón. Cumpliendo su última petición, le quitó el collar de flores de
lapislázuli que rodeaba su cuello. Aquél sería el último favor que pu-
diera hacerle.
Abatió la cabeza, hasta tocar el borde de la cama con la frente, y
con los hombros agitados a causa de los sollozos que no lograban
brotar de su garganta pegó las flores de piedra azul a sus labios.
—Tendremos que ir a buscar al ama de cría en cuanto amanezca
—susurró la hija de la comadrona.
—¿Quién va a decirle que la niña no tiene movimiento en las pier-
nas? —dijo su madre—. Al menos Sara no tuvo que enterarse. Ha
sido una bendición.
III
SU MISIÓN
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Dosha era una joven y fornida esclava rubia, que había sido cap-
turada en Germania. La habían violado los soldados romanos, el mer-
cader de esclavos que la había comprado, los otros esclavos del grupo
en el que la trasladaron a Damasco y el mercader de esclavos que la
compró allí. Uno de ellos la había dejado embarazada. Cuando el hijo
nació muerto, sintió una terrible gratitud, creyendo que sus dioses
habían destruido una partícula del violador que lo había engendrado.
Le traía sin cuidado la niña a la que ahora debería amamantar. Lo
único que le importaba era que su ávida boca la aliviara de la doloro-
sa tensión que le provocaba la acumulación de leche en los rebosantes
senos.
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Los dos amigos tenían mucho que contarse. José recibió con ale-
gría la noticia de que Dosha había encontrado la dicha en un nuevo
hogar, junto a sus primos, en una aldea del Rin.
Antíoco reaccionó con alborozo al enterarse del enamoramiento
de Homero, pero sus risas carecían de malicia. Cuando José le refirió
el episodio de la visita al famoso médico de Roma, permaneció calla-
do, expresando sólo con la mirada su furia y su compasión por la an-
gustia que embargaba a José.
—Lástima que no pudiera acompañaros —comentó en relación al
viaje que los había llevado hasta la comunidad de esenios—. Hace
años que siento curiosidad por ellos.Luego apoyó la mano en el hombro de
José y, en tono afectuoso, le hizo una propuesta:
—Escuchadme antes de replicar, José. Ya sabéis lo mucho que
respeto vuestras creencias y vuestra piedad. A veces os envidio ese
Dios Único. No obstante, hay algunas cosas impías que creo que de-
beríais plantearos sin prejuicios antes de descartarlas.
El barco que tomé en Massalia me dejó en Gaza. Mientras espe-
raba allí para hallar transporte hasta Jericó, oí hablar mucho de un
mago que realiza curaciones milagrosas.
—La magia es para los paganos, Antíoco —espetó José sin mira-
mientos—. Vuestros druidas celtas afirman que obran magia. Es algo
sucio, impuro, una abominación contra Dios.
—Pensadlo bien, José —insistió Antíoco, sin darse por ofendi-
do—. No hay prisa. Si funcionara...
José no quiso escuchar más.
De todas maneras, no pudo evitar seguir pensando en lo que ha-
bía dicho Antíoco. Envió a un hombre de Jericó, un gentil, a recabar
información sobre el mago de Gaza. No le explicó a nadie, ni siquie-
ra a Antíoco, lo que había hecho.
El gentil volvió repitiendo las historias que Antíoco había escu-
chado y otras más. Él mismo había conocido a un hombre que había
padecido sordera durante años, y ahora podía oír gracias al mago.
También había hablado con una mujer que había vivido atormentada
por una plaga de furúnculos; el mago la había tocado y éstos se habían
esfumado al instante. Incluso él, afirmaba el gentil, le había pedido
que lo librara del dolor de cabeza que lo martirizaba desde hacía me-
ses; el mago había ordenado que desapareciera, y así había sucedido.
El mago provocaba un estado llamado «trance». Sumía a la gente
en una especie de hipnosis y entonces lograba que hiciera cualquier
cosa que él ordenara: ladrar como perros, levantar tremendos pesos
que nadie en condiciones normales era capaz de mover, hablar en le-
guas que desconocían... Durante el trance, el mago ejercía un control
total sobre el cuerpo y la mente de esas personas. Podía conseguir de
ellas lo que deseara; incluso había hecho caminar a un tullido.
Era tanta la desesperación de José que envió a Antíoco a Gaza con
una fortuna en áureos de oro y la orden de volver con el mago a Jericó.
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—Hola. Me llamo Ela y mi burro se llama Clip. Es por el ruido que hace con
los cascos, «Clip-clop». Él me lleva en este carro rojo porque yo no puedo
andar.
Helena —ahora Ela— se dio a conocer de este modo a todos los habitantes
de Jericó. Cuando llegaron los veraneantes, también se presentó.
—No me gusta que la gente se quede mirándome extrañada —dijo a José
sin tapujos, demostrando una madurez insólita para alguien que aún no había
cumplido los cinco años.
Ela se desplazaba a su antojo por Jericó, pues la ciudad estaba situada en
un terreno bastante llano, que no le presentaba impedimentos ni peligros.
Homero la acompañaba siempre, porque conocía los límites de la fuerza y
resistencia de la pequeña mejor que ella. Pero la dejaba a su aire, a menos
que ella quisiera -que participara en las conversaciones que entablaba con
todo el mundo, desde el recaudador de tributos, Zacabeo, el personaje más
augusto de la ciudad, hasta los esclavos que limpiaban las fuentes y
recortaban los setos de la plaza.
Cuando Homero le decía que era hora de regresar a la villa, Ela obedecía
sin rechistar. Estaba acostumbrada a acatar desde siempre sus indicaciones.
No en vano el griego pasaba varias horas al día con ella; le movía las piernas,
le daba masajes y le fortalecía el tono muscular de la parte superior del
cuerpo.
Homero diseñó una silla de ruedas. Así los esclavos podían desplazar a la
niña a donde quisiera ir: a otra habitación, al jardín o a la piscina.
También ideó una silla en la que iba encajado un orinal. Ela podía
desplazarse de una a otra silla, valiéndose de los brazos, y con ello ganó una
preciada parcela de intimidad.
Una serie de barras situadas a una altura conveniente le permitían entrar
y salir del baño y del estanque, donde pasaba largos ratos cantando a los
pececillos de colores que vivían en él.
La piscina cubierta, con agua más profunda y caldeada, estaba destinada a
sus ejercicios.
Homero le había enseñado a nadar. Aquélla fue la recompensa por
permanecer flotando pacientemente con el aro de vejigas infladas mientras
él le movía las piernas.
Como suele ocurrir con los hijos únicos que se encuentran siempre
rodeados de adultos, Ela tenía un sentido especial para captar necesidades y
deseos ocultos de éstos.—¿Por qué no le decís a Cloe que la amáis? —
preguntaba sin andarse con rodeos a Homero—. Ella quiere que la améis, pero
no sabe que la amáis.
Para la ceremonia de la boda, Helena preparó un par de coronas de flores,
una para Cloe y otra para ella misma. Tenía una gran destreza manual.
Muchas veces entretenía los dedos peinando la barba a José. Le pedía a
menudo que la tuviera en el regazo y le contara cosas de cuando él era niño o
de la temporada que habían pasado él y su madre entre los hombres azules,
porque sabía lo mucho que su «abba» necesitaba saber que ella lo quería.
José fue a visitar con frecuencia a Abigail durante los ocho días que
mediaban entre el Año Nuevo y el día de la Expiación. Ella era la protagonista
principal de la conspiración que José y Antíoco habían tramado. Barca había
traído dos perros de Belerión, tal como le había pedido Antíoco. Eran un
macho y una hembra. La hembra daría a luz en un plazo de cuatro o cinco
semanas.
Para el quinto cumpleaños de Ela, José esperaba tener cinco cachorrillos
que ofrecerle, uno por cada año que cumplía.
Abigail ejercería de comadrona. Era lo mínimo que podía hacer por la
pobre Ela, decía, ya que había sido idea suya el ir a Arimatea.
—Aunque los dos sabemos, José, que un día u otro tenía que llegar el
momento en que se hiciera realmente cargo del alcance de su parálisis. De
todos modos, lamento haber sido yo el desencadenante.
El día después de la Expiación, José realizó la obligada visita al palacio
para conocer a Poncio Pilatos. Sabía que la carta con el sello de Tiberio le
franquearía la entrada y la audiencia.
Debía dejar a un lado sus opiniones personales y presentarse ante el
procurador romano como un amigo, como un consejero incluso. Aquélla era una
postura necesaria para proteger sus negocios y llegar tal vez, con el tiempo, a
influir en las actuaciones de Pilatos con respecto a los judíos.
Sabía, con todo, que no sería posible modificar su actitud. Siendo una
persona allegada a Sejano, su antisemitismo era seguro. Los primeros meses
que llevaba en el cargo no habían hecho más que confirmar el sello de Sejano.
Pilatos se mostró comedidamente afable. Era un hombre corpulento, con
una incipiente calvicie, nariz fina y labios gruesos, y unos ojos de una rara
tonalidad amarillo pálido que enfocaban a José en el pecho, en lugar de
mirarlo a la cara.
José mantuvo una digna actitud neutral. Rehusó de forma educada la copa
de vino que el procurador le ofreció, al tiempo que pedía si sería posible
tomarla en otra ocasión, cuando viajara a Cesarea.—Será un placer para mí—
dijo Pilatos, sin esforzarse en imprimir un tono de sinceridad a su voz.
—Lo mismo digo —afirmó José—. Si no es demasiado abusar, querría
pediros que hicierais llegar mis más afectuosos saludos al emperador en
vuestro próximo despacho. Y también a su familia, por supuesto. La señora
Antonia y yo somos amigos desde hace más de veinte años.
Ante tal mención, Pilatos lo miró directamente a los ojos. José le
correspondió con una amable mirada y después se inclinó y se despidió.
«Eso te ha llamado la atención, ¿eh, víbora miserable? —pensó con
regocijo José—. Era de prever. Con mis propios ojos he visto que Sejano no
puede con la cuñada de Tiberio.»
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Ela, que acababa de cumplir seis años, dio a José un beso, un abrazo y un
tirón de barba.
—Gracias por los seis libros, abba. Aprenderé a leerlos, te lo prometo...
No pongas esa cara de preocupación. De verdad me ha gustado el regalo. —
Ela sonrió—. Tenía miedo de que igual me regalaras seis camellos pequeños o
algo por el estilo. De verdad, abba, tienes que dejar de preocuparte por mí
todo el tiempo. Ya soy una niña mayor. Los regalos no me van a hacer olvidar
mis piernas. Tengo que acordarme, para así encontrar la mejor manera de
arreglármelas sin ellas. —Dio a su padre una palmadita en la mejilla.
»No pienso preocuparme porque tú te preocupes, abba. Así que déjalo ya
de una vez.
Esa primavera Homero había pasado unos nervios ridículos mientras Dafne
comenzaba a dar los primeros pasos. Ela la miraba con curiosidad, para ver
cuánto se tardaba en aprender a andar. Aparte de ello, se tomaba muy en
serio las clases de lectura y escritura. José reaccionó con alivio y alegría al
ver entrar a Herodes Agripa en su casa de Jerusalén durante la semana de
Pascua. No tuvo empacho en reconocerlo delante de él.
—Debería darme vergüenza, Herodes, pero tengo la misma avidez de una
vieja por oír tus habladurías. ¿Qué le ha sucedido a tu tío, y por qué tu
hermana aceptó casarse con él ? Los dos podían prever que provocarían un
escándalo.
Herodes Agripa dio a entender con un ampuloso gesto que él aún no
acababa de creérselo.
—¡Antipas, precisamente, José! No puedo dar crédito a lo que ven mis
ojos. Parece un macho cabrío en celo. La entrada de Herodías en una
habitación le provoca un jadeo de pasión. Y yo que pensaba que era un eunuco
por naturaleza... Es incómodo cenar con ellos, porque está todo el rato
tocándole el trasero, el cuello, o intentando levantarle la falda. Debo admitir
que yo no me pierdo detalle. Es tan extremadamente torpe que se diría que
no ha estado con una mujer en toda su vida.
»Herodías abandonó a Filipo por Antipas por aburrimiento, claro está. Ha
estado aburriéndose como una ostra durante años en esa capital de Filipo,
perdida en medio de la nada. Yo creo que él se habrá quedado descansado con
este desenlace. Ahora ya no tendrá que oírla lamentarse continuamente de lo
mucho que añora Roma.
«Antipas es igual de aburrido y Tiberíades tampoco es el colmo de la
diversión, pero ahora tiene un marido que está dispuesto a complacer todos
sus deseos. No me extrañaría verlos instalados a los dos en Roma en cuestión
de un año. Antipas podría dejarme a mí aquí para recaudar todos los tributos
y enviarle lo que me pida.
—Quedándote con una respetable tajada para ti, seguro.
—¡José! Subestimáis mis talentos. Me quedaré con el doble de lo que envíe
a mi tío. Quizá gaste una parte de las ganancias en mi asombrosa sobrinita.
Ésa es la parte más cómica de todo el melodrama. Herodías está desesperada
por casar a Salomé y alejarla de palacio antes de que el sátiro de su marido
se dé cuenta de que de repente se ha convertido en una mujer cien veces más
atractiva que su madre. Yo me acostaría con ella sin pensármelo dos veces,
pero no quiero quedarme anclado en Galilea con una esposa e hijos. Lo que
deseo es librarme de Sejano y volver al sitio al que pertenezco, a los
burdeles del barrio de Subura, justo detrás del elegante foro de Augusto.
José estaba haciendo cálculos. Herodías debía de tener treinta y cinco o
treinta y seis años. Para él siempre sería la regordeta y risueña niña de tres
años que había viajado a bordo del Fénix. Herodes estaba a punto de cumplir
los cuarenta, y aún pensaba y hablaba como un chiquillo travieso. ¿Qué habría
pensado Berenice de sus hijos de ha-ber vivido para ver el desastroso curso
de sus vidas? Resultaba triste.
Herodes al menos era divertido. José sentía una clara repugnancia por la
Herodías actual. Tenía intención de hacer pronto una visita a Antipas para
tratar algunas cuestiones sobre la factoría de bronce, en la que debía
realizarse alguna reposición de materiales.
«Pero... tal como están las cosas, no pienso ir —resolvió—. El metal puede
esperar.»
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La ruta que tomó José para ir a Tiberíades suponía dar un rodeo, pero
transcurría por un terreno menos árido, teñido de verdor. Además, en el
camino había pequeñas ciudades que disponían de excelentes
establecimientos para viajeros y que se hallaban a una conveniente distancia
unas de otra los tramos podían cubrirse en cómodas jornadas. El factor
decisivo que lo había llevado a decantarse por aquel itinerario era que
aquellas localidades conformaban el grupo de ciudades conocido con el
nombre de Decápolis. Estaban sometidas al control directo de Roma y, dado
que su población era mayoritariamente gentil, en ellas no suscitaría el menor
interés la mención de la muerte del Bautista.
La comitiva no penetró en el territorio de Antipas hasta el quinto día,
cuando llegaron al mar de Galilea, a unas diez millas al sur de Tiberíades.
—¿Es eso el mar, abba? —Ela aplaudió al contemplar el azul intenso de las
aguas.
—Lo llaman mar, pero comparado con el auténtico mar no es más que una
taza de agua. Aunque también habrá cosas interesantes aquí. Podemos
alquilar un barco, y dentro de unos días iremos a la hermosa ciudad de
mármol que se encuentra al lado del verdadero mar.
En lo que a él respectaba, José tenía la confianza de poder liquidar los
asuntos que le habían llevado a Tiberíades en cuestión de poco tiempo.
Contaba con muchos años de experiencia a sus espaldas, en los que se había
visto obligado a tratar con personas casi tan repugnantes como Herodías, y
sabía mantener a raya sus emociones. Le preocupaba, con todo, la estabilidad
de Herodes Agripa. Cumpliendo las recomendaciones de José, en todas las
ciudades de la Decápolis donde habían pernoctado Antíoco se había llevado a
Herodes a hacer una ronda de reconocimiento de las vinaterías, tabernas,
salas de juegos y toda suerte de locales de diversión. Filadelfia... Gerasa...
Pela... Gadara... entre todas habían contribuido a devolver a Herodes su ha-
bitual despreocupación y buen humor. En Tiberíades le tocaría fingir que no
había pasado nada, que todo era normal.
La ciudad que Antipas había construido a orillas del mar contaba con una
lujuriante vegetación de palmeras y flores y una gran profusión de fuentes.
Junto al mar había un amplio paseo. A Salomé le encantaba ir allí con Ela, en
el carro tirado por Clip. A menudo se paraban para comprar dulces y
bagatelas a los buhoneros y exponer la cara a la fresca brisa marina. Salomé
parecía feliz de volver a ser una niña, en compañía de otra niña.
Homero se quejaba de que las sesiones de ejercicio de Ela se habían visto
reducidas durante las jornadas del viaje y que ahora que disponía del tiempo
necesario Salomé siempre estaba presente, charlando como una cotorra con
Ela.-
Nos quedaremos poco tiempo aquí, le prometió José.
Lo mismo había dicho a Antíoco, aunque no como promesa sino en señal de
aviso. El gálata se había ido por su cuenta a recorrer los pueblos ribereños de
pescadores.
—Y nada de tabernas —afirmó con vehemencia—. Mi propósito es
embriagarme de aire puro y no de vino agrio. Serán pocos días, pero necesito
estar un tiempo alejado de Herodes Agripa.
Habían llegado el viernes por la tarde. José tenía la firme sospecha de
que su presencia en el palacio era la causa de que Antipas observara con
tanta devoción el descanso del sabbath, pero no le importaba. El sabbath
siempre le servía para renovar energías, y estaba cansado. Viajar con una
caravana de equipaje era muy distinto a viajar con una montura, o
simplemente a pie.
Reparó en la preponderancia de canas que mostraba su barba. «Tal vez
tengan alguna relación con tu cumpleaños», se dijo a sí mismo. Aunque no lo
había mencionado a nadie, en una de las ciudades de la Decápolis había
cumplido los sesenta años.
El domingo José y Antipas trataron las cuestiones relativas a los hornos
de fundición de bronce de Chipre.
Al día siguiente, el escriba de Antipas preparó dos copias del nuevo
acuerdo a que habían llegado para la ejecución de las reformas. José y
Antipas correrían con los gastos a partes iguales. José se encargaría de
organizar a los obreros y supervisar su trabajo.
Todo se había desarrollado con rapidez, sin contratiempos. José se sentía
aliviado y contento. Había dejado zanjados aquellos asuntos,que tarde o
temprano habría tenido que atender. Su aprensión había resultado infundada.
Herodías se había mantenido discretamente al margen y sólo se había
presentado para saludarlo educadamente, mostrando una casi convincente
satisfacción por su visita. Herodes Agripa se había refugiado en las
supuestas obligaciones de su cargo. Durante la cena, José y los dos Herodes
mantuvieron una conversación bastante fluida en la que salieron a colación
personas y lugares conocidos. El tema favorito de José era César Augusto,
pero los otros dos estaban más interesados por el rey Herodes, el padre y el
abuelo al que apenas habían conocido.
José no tuvo inconveniente en prodigar anécdotas ni en reírse, de paso, de
sí mismo. Hacerse viejo tenía sus ventajas: un nutrido bagaje de recuerdos y
el distancimiento necesario para recordar los propios disparates con ciertas
dosis de cariño.
Antíoco regresó el cuarto día, antes de la cena. Así pues, ya podían partir
al día siguiente. Cesarea quedaba a menos de cuarenta millas que, salvo
imprevistos, podrían cubrir en una sola jornada.
José estaba resuelto a que así fuera. Todavía disponía de suficientes días
de buen tiempo para ir a Chipre, iniciar las obras de reforma y volver a
Cesarea antes de las primeras tormentas.
Ela podría ver cómo era el verdadero mar.
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—¡Ela!
José soltó el bastón y alargó los brazos hacia su hijita. La mujer se hizo a
un lado.
—Vosotros, ya podéis iros —gritó—. No tiene sentido que os quedéis aquí.
Jesús se ha ido. —Luego dio la espalda a la multitud, que reaccionó lanzándole
toda clase de maldiciones, para observar al padre y a la hija.
José comenzó a andar precipitadamente y cayó. Había resultado herido en
su accidentado avance hasta el pie del sendero, pero no se había dado cuenta.
Ni siquiera entonces tenía conciencia de sus múltiples contusiones ni de la
sangre que manaba de un corte que presentaba cerca del ojo. Trató de
levantarse, pero no fue necesario. Ela lo alcanzó cuando aún estaba de
rodillas y le echó los brazos al cuello para abrazarlo. Al verle la cara, se
quedó quieta.
—Abba, te has hecho daño.
—No importa, cariño. Tú estás bien.
—¿No es fantástico? —Ela soltó a José y se puso a corretear delante de
él.
—Una maravilla —murmuró José—. Un milagro. —Miró a su radiante hijita,
con el corazón demasiado henchido de emoción para pensar.
Antíoco bajaba a toda prisa por el sendero, igual de aturdido que José.
Sólo Ela y la mujer del bastón parecían conservar la capacidad de habla y
raciocinio.
—¿Adonde os dirigíais? —preguntó la mujer.—A la costa, a Cesarea.
—Hoy ya no os va a dar tiempo a llegar. Aunque sí podríais ir a Séforis.
¿Quién está al mando de vuestra comitiva? —preguntó al tiempo que señalaba
la hilera de carros que se aproximaba y despejaba el camino.
—Mi abba —respondió Ela—. Pero él se ha hecho daño. Será mejor que
vaya a buscar a Homero. Él ayudará a abba.
—Quien quiera que sea ese Homero, vale más que hable yo con él antes de
que te vea —observó, sonriendo, la mujer—. Tú espera aquí con tu amigo y tu
abba. ¿Cómo te llamas?
—Ela.
—Yo me llamo María, Ela. Ahora iré a hablar con Homero y le diré que
venga. —Miró a José. Antíoco hablaba con él, con gran profusión de gestos—.
Ese otro tampoco va a servir de gran cosa durante un rato. Toma esto. —
Tendió su bastón a Ela—. Tu abba necesitará apoyarse en algo para caminar.
Baila un poco para que yo te vea antes de irme.
Ela no se hizo de rogar. María la observó, sonriente.
—Adiós, Ela —se despidió mientras se alejaba.
—Adiós, María. Gracias por el bastón. —Ela había plantado el cayado en el
suelo y daba vueltas a su alrededor.
José aceptó la copa de vino que le ofreció Pilatos y mantuvo con él una
intrascendente y, en apariencia, placentera conversación. Al salir de palacio,
bajo la lluvia, dio rienda suelta al escalofrío que había estado conteniendo.
Siempre le ocurría igual cuando reparaba en la frialdad de la mirada de
Pilatos.
Comenzó a recorrer la corta distancia que lo separaba de su casa. Clac,
clac, clac: el choque de su bastón contra el pavimento de piedra sonaba
acompasado a sus pasos. José esbozó una sonrisa. Se le había ocurrido algo
gracioso que contar a su regreso a Jericó. Ela tenía un burro que se llamaba
Clip. El llamaría Clac a su bastón.
Habría podido adquirir otros bastones más elegantes, de maderas
exóticas labradas, adornados con incrustaciones de plata, de oro o incluso de
piedras preciosas. Sin embargo, aquel tosco palo tenía para él un valor
inigualable, porque había participado en cierto modo en el milagro de la
curación de Ela.
Ela celebró con risas que José hubiera puesto un nombre al bastón. A ella
le gustaba ponerle nombre a todo. El día antes había visto a Clip, le informó, y
había estado rascándole la cabeza un rato mientras hablaba con el niño del
carro. Habían regalado a Clip, junto con el carro y las sillas de manos a un niño
que se había roto una pierna que tardaba mucho en sanar.
—¿Viste a tía Abigail en Jerusalén? —preguntó Ela, interesada como
siempre por la familia.
—Sí. Te manda besos y ha dicho que nos acompañará a Arimatea para ver
las nuevas casas.
—¿Cuándo iremos? ¿Cuándo? —preguntó Ela, saltando de contento.
—Dentro de unas tres semanas, cuando remitan las lluvias.
Ela empezó a dar volteretas por el jardín.
Cuando llegaron a Arimatea, se puso a dar volteretas en medio de la calle
principal. Abigail emitió unas cuantas exclamaciones de desaprobación, para
disimular la risa.
—Menuda exhibicionista —dijo—. Hiciste bien en deshacerte de ese
griego, José.
—No me deshice de él. Fue él el que decidió marcharse.
José recordó la cara que había puesto Homero al enterarse de que Cloe no
era una esclava. El recuerdo compensaba el sorprendente vacío que había
dejado la ausencia de Dafne. Era una suerte que Ela tuviera en Arimatea una
prima de dos años para sustituir a Dafne en sus afectos.
—Deja ya de dar vueltas, Ela —la llamó—. Vamos a ver la nueva casa.
La casa era perfecta, en opinión de José. Unas simples paredes de bloques
de piedra, acabadas en una azotea a la que se accedía por una escalera poco
empinada. Se hallaba construida en torno a un patio, y disponía de cisternas
en los rincones para recoger el agua de lluvia. Habitaciones espaciosas,
habitaciones más reducidas, despensas, un cobertizo especial para los perros.
Era justo lo que él había encargado.
A Ela también le pareció perfecta, pero para la familia de Gedeón, el hijo
de Caleb.
—No necesitamos tanto espacio, abba. Ellos son seis, y ahora que se han
ido Homero y Cloe, nosotros somos sólo tres contando a An-tíoco.
José cedió sin oponer resistencia, con la única condición de que Gedeón se
ocupara de los perros. Bien mirado, no era un mal trato. La pareja llegada de
Belerión tenía ya una numerosa descendencia y, aun cuando José había
regalado cachorros de todas las carnadas pese a la oposición de Ela, los
perros daban bastante trabajo.
Tras una conversación en la que intervino toda la familia, José acabó
quedándose con la pequeña casa en la que había vivido conSara. Nada hubiera
podido complacerle más. Se paseaba solo por sus habitaciones, sumido en los
recuerdos.
—Tu hija cada día se te parece más, querida —susurraba—. Los mismos
ojazos oscuros, los mismos huesos de pajanllo y el mismo pelo negro como el
ala de cuervo.
Cuando llegó el Purim y la plaza del pueblo se llenó de música, danzas,
ruido y disfraces, Ela declaró que nunca lo había pasado tan bien en toda su
vida.
Lo mismo dijo cuando la familia al completo se desplazó aJerusa-lén y
celebró en casa de Abigail la tradicional comida de Pascua.
Cuando José volvió a llevarla a Arimatea para la vendimia, se repitió la
misma afirmación. Todos los días bailaba en la tina llena de uvas,
manchándose con su jugo las piernas.
—Esto sí que ha sido lo mejor, de verdad, abba —decía cada noche al
acostarse.
Al año siguiente, para el Purim, confeccionó una sarta de uvas para
prendérsela del cuello y se manchó las piernas con vino que había hurtado de
la bodega.
—Sólo he empleado un poco —adujo cuando José la regañó—. Todavía
queda mucho para ti y Antíoco. Lo necesitaba para el disfraz. Es que soy la
bailarina de la vendimia, ¿sabes?
El collar de uvas, comestible además de decorativo, gustó tanto que Ela
tuvo que confeccionar uno para todos sus primos. Durante el viaje a
Jerusalén idearon una bulliciosa competición cuyo ganador sería el que
consiguiera llegar a la ciudad con alguna uva en el collar.
—Hasta mañana —se despidió José de la familia—. Vamonos a casa —
añadió al tiempo que tomaba a Ela de la mano.
—Déjala quedarse con sus primos —propuso Abigail.
—Sí, por favor, abba.
—De acuerdo. Ayuda a tía Abigail con la comida. Y nada de volteretas en la
cocina, ¿eh?
Durante la subida Antíoco aminoró el paso, acompasándolo al de José. Una
vez se acabaron las escaleras, José siguió caminando con mayor rapidez,
ayudado con el bastón. Tenía ganas de llegar a su tranquila casa e instalarse
en el apacible jardín para disfrutar de un vaso de vino que le serviría un
silencioso esclavo.
Delante de la puerta había una persona acurrucada que, al verlo, se
levantó de un salto y corrió hacia él. Era una mujer desgreñada, en cuyo
rostro hinchado se advertía el rastro del llanto.
—¿José de Arimatea? —lo llamó—. Os acordaréis de mí sin duda. Yo fui
quien os dio el bastón que lleváis. La desgracia se ha abatido sobre nosotros,
y necesito vuestra ayuda.
»¡Ha muerto! Jesús ha muerto. ¡Lo han crucificado!
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—¿Qué estás diciendo, mujer?
La pregunta de José apenas resultó audible entre el alarido de rabia y
desesperación que brotó de la garganta de Antíoco.
—¡Jesús de Nazaret! Los romanos lo han crucificado y no permiten que lo
bajemos de la cruz para enterrarlo. Nosotras sólo somos unas cuantas
mujeres. Vos sois un hombre importante y podéis hacer que nos entreguen a
nuestro Maestro. Falta poco para el anochecer. Debemos enterrarlo antes de
que dé inicio la Pascua.
José no recordaba a la mujer, pero eso carecía de importancia. Tenía
razón en lo que decía. Él guardaba un recuerdo indeleble de la matanza que se
produjo en Jerusalén en la época de Arquelao y de los atormentados
lamentos que sonaron durante toda la noche y el día de Pascua, hasta que la
conclusión de la festividad permitió dar sepultura a los cadáveres. Tenía que
actuar sin dilación.
Tampoco perdió tiempo en indagar por qué habían ejecutado al curandero.
Aunque el servicio que le pedían era una nimiedad en comparación con lo
mucho que aquel hombre había hecho por él, ahora tenía al menos la
oportunidad de retribuirle en algo.
José dio un fuerte apretón a Antíoco en el brazo.
—Serénate, que de nada sirven los alaridos. Yo voy a ver a Pilatos. Tú
busca unos cuantos hombres, una litera y una herramienta para quitar los
clavos, y llévalos, con la mujer, al sitio donde lo han ejecutado. Yo acudiré allí
con la autorización de Pilatos. No hay tiempo que perder.
»Ah, y lleva una sábana para cubrir el cadáver —añadió cuando ya había
comenzado a andar—. ¡Date prisa! —Luego reanudó el camino, a paso vivo, en
dirección al palacio de Poncio Pilatos.
—Hay una casa en la ciudad baja, donde se alojan los discípulos más
allegados a Jesús —explicó Antíoco más tarde a José—. O donde se
esconden, diría más bien; están todos asustados como conejos. Llevé a las
mujeres allí. Uno de ellos, llamado Juan, dice que antes de morir en la cruz
Jesús le encomendó a su madre.
—¿Y la otra María?—Ha arremetido contra ellos tachándolos de cobardes
por abandonar a Jesús después de que lo arrestaran. Me ha parecido que lo
más correcto era desaparecer de allí, y así lo hice. —Antíoco guardó silencio
unos segundos, antes de declarar con vehemencia—: Creo que tiene razón.
Son unos cobardes. Yo no lo hubiera dejado solo.
José miró con extrañeza a su amigo. Nunca hasta entonces había
escuchado hablar al gálata con tanta pasión.
—¿Por qué significa tanto para ti ese galileo, Antíoco?
Hablaron hasta altas horas de la noche. Antíoco intentó en vano expresar
en palabras lo que sentía.
—Vos no lo visteis cuando estaba vivo, José. Yo sí, cuando acudí corriendo
hacia él con Ela. Ese hombre no era como los demás. No me refiero a su
aspecto físico. No era especialmente alto ni bajo, ni gordo ni delgado. Vestía
igual que sus acompañantes, con burdas ropas de campesino, y llevaba las
sandalias muy gastadas. No habría llamado la atención en medio de una
multitud.
»Bueno, por lo menos no en un principio. Sin embargo tenía algo especial,
José. Irradiaba algo. No era una luz ni nada semejante a los trucos de los
magos. Lo que irradiaba era algo que tenía dentro. Él era bueno, José. Debe
de haber una manera mejor de explicarlo, pero es el único modo que se me
ocurre.
»Ela seguramente lo expresó mejor, a la manera sencilla de los niños.
Cuando él le preguntó si tenía miedo, dijo que no, que estaba muy bien. Así se
sentía uno con Jesús. Él hacía sentir a uno... no, le permitía sentir..., es decir,
transmitía desde su propio interior la sensación de que la vida es buena, de
que uno mismo es bueno. Porque él es bueno.
José no se sentía bueno precisamente. Jamás lograría perdonarse el no
haber impedido la ejecución.
—No concibo cómo ha podido ocurrir una cosa así. Un hombre como el que
describes, una persona que cura a la gente, que procura tanta alegría... ¿Por
qué lo arrestaron?
»¿Y por qué no estaba yo allí, en el sanedrín o en el tribunal de Pilatos,
para impedirlo? Nunca me lo perdonaré. Gracias a él, mi hija puede hoy bailar.
Yo debí salvarlo.
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José despertó a la mañana siguiente con una idea que le pareció genial.
—Preparos a recibir una sorpresa, María —anunció—. Ya que tenéis la
bondad de darnos comida y alojamiento a Antíoco y a mí, voy a liberaros de
una parte de esa carga. No siempre fui armador de barcos; en mi juventud fui
un excelente cocinero de barco. De modo que hoy voy a encargarme yo de
hacer la compra y los preparativos de la comida.
—No sólo me habéis dejado sorprendida, sino pasmada, José —reconoció
María—. No obstante, aún conservo serenidad suficiente para aceptar el
ofrecimiento. —A continuación le entregó un cesto para llevar la compra.
José estuvo fuera varias horas. Oyendo hablar a María, Antíoco pensó que
aquella ausencia era francamente oportuna. Él era gentil y no tenía ciertos
problemas.
Cuando preguntó a María -si tenía pensado por dónde comenzaría a
divulgar la noticia de la resurrección de Jesús, la mujer se enzarzó en una
auténtica diatriba.
—¡A los judíos no pienso hablarles, no señor! Ese pueblo elegido de Dios,
como se autodenominan, desprecia a la mujer. A las escuelas puede asistir
quien quiera... siempre y cuando el niño sea varón, claro. Si, como en mi caso,
una mujer tiene un padre lo bastante excéntrico como para enseñarle a leer
la Tora, se le prohibe leerla en voz alta en la sinagoga, aunque en cambio
permiten hacer la lectura a hombres que tartamudean y se encallan.
»¿Y cuál es el centro de la vida judía, de nuestra religión, de la especial
alianza con Dios en que consiste nuestra buena ventura? Pues, el templo. El
templo, al final de cuyas escalinatas sacrificiales se yerguen un par de
imponentes puertas.
»¿Y para qué? Para impedir el contacto de las mujeres con Dios. Los
hombres pueden trasponerlas. Los hombres pueden ver el altar de Dios. Los
hombres pueden ofrecerle sacrificios y adorarlo. Los hombres pueden
presenciar las ceremonias.
»Las mujeres, por su parte, pueden hacerse a un lado para dejar pasar a
los leprosos hasta el rincón especial que tienen reservado en el atrio de las
mujeres. A los leprosos. Para los judíos, todas las mujeres son impuras, igual
que los leprosos. Con gusto diría a las mujeres de los judíos que existe un
Salvador, el Hijo de Dios, que no desdeña a las mujeres, que las admira y las
acepta por lo que son... personas; no objetos ni posesiones ni criadas ni
rameras dedicadas al servicio de los hombres que se casan con ellas.»Pero
darles esperanzas a esas mujeres equivaldría a entregarles una copa vacía, en
lugar de agua que aplacara su sed. Porque a sus hombres les ofendería y
enfurecería que pensaran que el Hijo de Dios las considera dignas de
atención, y las castigarían por ello. Tienen poder para hacerlo.
»Las mujeres necesitan oír el mensaje de las enseñanzas de Jesús. Se lo
merecen. Sin embargo, deberé buscar mujeres a las que no exponga al peligro
el mensaje que les llevo. En algún lugar del mundo existen tales mujeres.
Primero iré a Egipto. No hace mucho, era una mujer la que mandaba en
Egipto, y eso me lleva a pensar que quizá la mujer no se encuentre allí tan
sometida.
María temblaba de furia. Antíoco permaneció callado hasta que se
tranquilizó un poco.
—Me apetece beber agua —dijo, como si tal cosa—. ¿Queréis que os
traiga un poco?
—Sí, me vendrá bien —reconoció María.
Cuando hubieron vaciado los vasos, Antíoco dijo a María que le gustaría
acompañarla a Egipto, y antes de que ella se lanzara a proclamar su
independencia, se apresuró a explicarle sus motivos.
—A mí me compró como esclavo José cuando tenía la edad de Ela. Sucedió
en Alejandría. Él lo hizo movido por la compasión y la repugnancia que sintió
cuando mi amo me ofreció a él para que pasara un rato de «solaz». Un «solaz»
perverso, degradado, abusivo. Esos son los únicos recuerdos que guardo de
mis primeros años de vida. El dolor de las palizas, de la sodomía, que me
dejaban ardientes marcas en la piel o en los intestinos.
María emitió un gemido, horrorizada por lo que oía. Observaba,
petrificada, el apuesto semblante de Antíoco, la boca que con tanta - calma
relataba su historia, la mirada ardiente que contradecía su aparente
impasibilidad.
—Aunque no soy tan rico como José —decía—, algunas personas
considerarían que lo que he ahorrado suma una fortuna. Me gustaría
invertirla en salvar a esos niños y niñas que hoy en día son lo que no puedo
olvidar que fui yo. Puedo comprarlos, aunque no a todos. Para eso no bastaría
ni el tesoro de José. Aun así, puedo salvar a algunos, igual que me salvó él a
mí. Lo haré en nombre de Jesús y les enseñaré su doctrina, porque es él quien
me envía a ellos.
»Una vez hayan aprendido a no recelar de todas las personas, buscaré a
quien les enseñe a pescar, a trabajar la tierra, a tejer, para que cuando sean
mayores tengan un oficio con el que ganarse la vida, y luego les daré la
libertad.
—Yo os ayudaré —le convino María.José regresó con el cesto tapado con
un trapo y una mal disimulada sonrisa de regocijo en los labios. No dejó que
nadie más entrara en la cocina. Hasta la habitación donde Antíoco y María
aguardaban la sorpresa que él les había prometido, llegaban unos olores de
difícil identificación.
Primero llevó el pan y el vino a la mesa y les ordenó que tomaran asiento.
Luego apareció con una humeante cazuela que despedía un fuerte aroma a
miel y pimienta.
—Antes de empezar a comer, hay que cumplir dos trámites —anunció—.
Primero diré una breve oración de gracias y después vos, María, volveréis a
contarnos aquella anécdota en que los fariseos reprocharon a Jesús el no
haberse lavado las manos.
María y Antíoco cruzaron una mirada y luego cerraron los ojos, al tiempo
que José iniciaba la oración.
—Te damos gracias, Señor, a ti y a tu hijo Jesús, por las bendiciones que
derramas sobre nosotros, incluida la comida que vamos a tomar. Amén.
—Amén —respondieron María y Antíoco a coro.
—María —pidió José—, ahora os toca a vos.
—Si ése es el requisito para poder comer, deberé acceder. Estábamos
Jesús y varias personas más comiendo en una posada después de haber
recorrido muchos kilómetros a pie. Como no había jofainas, nos pusimos a
comer sin habernos lavado las manos.
»Unos fariseos que se encontraban allí nos lanzaron una andanada de
reproches. ¿Acaso desconocíamos las leyes sobre la pureza y la impureza?
¿Nos daba igual violar de esa forma la ley?
»Jesús se puso en pie para contestarles. Les dijo que ellos, los fariseos,
habían elaborado tantas leyes sobre la comida, tantas normas sobre lo que
era puro e impuro, llegando a dictar que una simple escudilla debía lavarse de
un modo distinto por fuera que por dentro, que un pobre hombre que
dispusiera de una sola escudilla o que no tuviera agua para lavar ésta o sus
manos tendría que morirse de hambre para demostrar que acataba la ley.
»La comida era sólo comida, afirmó, y sólo servía para alimentar el cuerpo.
No podía mancillar ni ser considerada impura, porque pasaba al estómago y
luego se defecaba. Lo que degrada a las personas no es lo que se incorpora
desde fuera, sino lo que sale de su interior, de su corazón, porque es allí
donde nacen las malas intenciones.
—Gracias, María—dijo José, pletórico de satisfacción.
—¿Qué hay en esa cazuela, José de Arimatea? —preguntó con recelo
María.
—Miel, dátiles, almendras, cebada y... cerdo —anunció de modo
ceremonioso José—. Toda la vida me he preguntado qué sabor
tendría.Antíoco rió a mandíbula batiente al ver cómo se armaban de valor
José y María antes de probarlo.
—No lo he encontrado en especial gustoso —dictaminó José cuando
hubieron acabado.
—Es que no estaba muy guisado, José —señaló Antíoco—. Casi todos los
cocineros añaden al cerdo sal, pimienta y cebollas para realzar su sabor.
Los higos frescos y los dátiles tuvieron una gran acogida después de aquel
experimento culinario. Mientras los comían, Antíoco informó a José de su
proyecto de ir a Egipto con María. José lo escuchó muy callado. Nunca había
imaginado su vida futura sin Antíoco.
—¿Tenéis alguna idea de lo que vais a hacer vos y Ela? —preguntó
entonces María.
—¿Ela?
—Por supuesto. La niña es un testimonio viviente, el mejor que pueda
existir. No sólo por su curación, sino porque sintió el poder de la presencia de
Jesús.
—Deberé pensarlo —dijo José—. Aún no me he planteado nada. Bueno,
ideé un discurso que podría pronunciar en el sanedrín, pero llegué a la
conclusión de que sería desperdiciar el tiempo.
—A buen seguro os harían azotar por blasfemia —vaticinó María.
No había amargura ni aspereza en su voz. Toda su energía mental se
centraba ahora en Egipto.
José no oyó el comentario, porque en su mente sonaba una tímida vocecilla
infantil. Volvió a ver al niño que perdía continuamente las sandalias, igual que
lo había visto en sueños en el desierto. «¿Sois el Mesías? —le había
preguntado el pequeño en la sinagoga de Roma—. Mi padre dice que todos
esperan la llegada del Mesías.»
José miró a sus dos amigos, que habían decidido cumplir su misión en
Egipto, y anunció con firmeza:
—Yo iré a Roma. Allí esperan al Mesías. Les diré que ya ha llegado y
comunicaré su mensaje de gozo a cuantos ansian oírlo.
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El barco con destino a Puteoli salió del puerto, seguido a corta distancia
por la nave que iría a Alejandría. Todavía estaban muy cerca cuando se
hincharon sus grandes velas rayadas y se retrajeron los remos. José y Ela
agitaban las manos en cubierta, respondiendo a los saludos de Antíoco y
María.
Después los timoneles imprimieron un cambio de dirección. Uno viró hacia
babor y el otro hacia estribor. Los barcos siguieron un curso divergente: uno
rumbo norte, hacia Italia, y el otro, rumbo sur, hacia Egipto.
La aventura había dado comienzo.
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El barrio judío seguía igual como lo recordaba José: oprimido por los
destartalados edificios que impedían la entrada del sol en el tupido amasijo
de calles. José había resuelto instalarse allí con la gente aquien se había
propuesto hablar de Jesús, el Mesías. No obstante, como le parecía
agobiante la perspectiva de vivir en uno de los exiguos apartamentos de los
pisos superiores, decidió buscar una vivienda en una planta baja, con un patio
para los perros.
Había cubierto navegando, junto con Ela y los perros, la totalidad del viaje
hasta Roma. Después de que su galera los dejara en Puteoli, alquiló un espacio
en un barco de cabotaje con destino a Ostia, y allí pagó pasaje en una
barcaza que remontaba el Tíber hasta la capital.
Ela estaba encantada con el mar, de lo cual él se felicitaba, y también
ambos habían disfrutado mucho del trayecto por río. Todo el viaje había
estado presidido por una atmósfera festiva y placentera, sin sombra de
preocupación por el posible éxito o fracaso de su misión.
Ahora lo dominaba, sin embargo, el abatimiento y la aprensión. Por primera
vez se alegró de tener a los cuatro perros junto a él. Aunque éstos eran
dóciles y obedientes, y no ladraban ni tiraban de las correas con que iban
sujetos, tenían un aspecto tan fiero que los transeúntes les cedían el paso en
las calles.
José preguntó en las panaderías, vinaterías y tiendas de víveres acerca de
alguna vivienda en alquiler. La suerte le fue propicia, porque en el noveno
establecimiento donde entró le informaron de que había un edificio que se
acababa de construir.
Con seis pisos, éste era el más alto de la manzana, y los apartamentos más
elevados, y por tanto más baratos, se encontraban alquilados incluso antes de
que se iniciaran las obras. En la planta baja había dos apartamentos
espaciosos. José se quedó con el mayor, poniendo como excusa a los perros,
aunque en el fondo sabía que él y Ela no necesitaban las ocho habitaciones de
que disponía la vivienda.
El edificio era de madera, la cual desprendía un potente olor a resina.
José sabía que no transcurriría mucho tiempo antes de que la madera,
demasiado verde, comenzara a alabearse, pero en su opinión merecía la pena
correr ese riesgo a cambio de aspirar aquel agradable aroma a bosque.
Además, dado que no tenía una idea clara de cuánto tiempo permanecería en
Roma, habría sido fútil preocuparse por el hecho de que la madera fuera a
deformarse. Necesitaba un lugar donde vivir y ya lo tenían.
Ela se divirtió mucho comprando la ropa de cama, y también los cuencos y
ánforas para el vino, el agua y la leche. Estaba entusiasmada con todo.
No había cocina, puesto que la ley romana prohibía cocinar en las casas de
vecinos debido al riesgo de incendios que representaba. El hecho de tener
que comprar la comida en una tienda y llevarla a casa para comer le pareció a
Ela una apasionante aventura.También encontró genial la fuente que se
hallaba en la esquina, a la que acudían a buscar agua las mujeres y los niños.
No cabía duda de que los perros coincidían con ella. Estuvieron bebiendo y
remojándose con placenteros jadeos en la taza mientras ella compraba un su-
culento guiso para la cena.
Después de comprar aceite para las lámparas, los viajeros de Judea se
instalaron al fin en su flamante casa.
—¿Tienen que vivir los perros en el patio, abba? Quizá se sientan solos y
asustados estando en un sitio nuevo.
—A una niña también podría ocurrirle lo mismo. ¿Es eso lo que quieres
decir?
—Normalmente duermo con uno cada noche, ya sabes. Lo he hecho desde
que eran pequeños.
Había transcurrido mucho tiempo desde que se iniciara aquella costumbre,
y estos perros debían de ser por lo menos bisnietos de los primeros
cachorros. Ela lo sabía, y también José.
—¿ Cuál crees que necesitará más tu compañía? —preguntó, muy serio,
José.
En el tiempo que había pasado con su hija durante el viaje, había
aprendido a seguirle la corriente en su manera, juguetona, de plantear las
cosas.
Ela fingió ponderar la respuesta con la misma seriedad con que José había
formulado la pregunta.
—Jaffy —convino al fin—. Iré a decírselo.
Antíoco había ayudado a Ela a poner nombre a los perros. Todos
comenzaban por «J», porque José era, por así decirlo, su padre, y co-
rrespondían a nombres de ciudades y ríos de Judea, para que así recordaran
su lugar de origen. Jaffa, Jordán, Jabbock y Jericó se habían transformado
pronto en Jaffy, Jordy, Jabby y Jerry.
Con el perro hecho un ovillo junto a sus pies, Ela sonrió a su padre.
—Gracias, abba —dijo con un bostezo—. ¿Qué haremos mañana?
Pese a que aún no había cumplido los nueve años, José había aceptado a
Ela como una compañera, en pie de igualdad con él, en aquella aventura. En
Arimatea había mantenido una larga conversación con la niña.
—Ela, voy a hablarte como a una persona mayor, porque debes tomar una
decisión como si fueras una persona mayor. Yo creo que Jesús y Dios quieren
que vaya a Roma. Hace algo más de diez años, el emperador de Roma dijo que
iba a expulsar a muchos, muchísimos delos judíos que viven en Roma. Yo logré
hacerlo cambiar de parecer, y los judíos de Roma quedaron impresionados.
Por eso creo que quizá me escucharán cuando les hable.
»Voy a explicarles cosas de Jesús, a decirles que es el Mesías. Les diré
que resucitó de entre los muertos, para demostrar que su Padre, Dios,
concederá la vida después de la muerte a todos los hombres.
»A la gente le costará mucho creer lo que yo les diga. Quizá se enfaden e
intenten hacerme daño, o tal vez me echen. A ti te pasará lo mismo, si estás
conmigo.
»Pero tú no tienes que estar conmigo por fuerza, Ela. Puedes quedarte con
tus primos y tus tíos aquí, donde te diviertes tanto. Seguramente serás más
feliz aquí.
—¿Tú quieres que vaya contigo, abba? ¿O prefieres irte sin mí?
—Me gustaría tenerte a mi lado más de lo que puedas imaginar, mi querida
niña —respondió José con un nudo en la garganta—. Pero en este caso no
cuenta lo que yo quiera. Eres tú quien debe decidir.
—Yo quiero estar contigo, así de claro. Tú eres mi abba y te quiero.
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Mientras cenaban, José dijo a Ela que lo había hecho sentir muy orgulloso.
—La mayor parte de los niños, no, qué digo, la mayoría de las personas se
hubieran asustado con todos esos gritos y el gentío, cuando todos querían
tocarte.
—Estaba asustada, abba. Pero tú estabas allí, y sabía que me cuidarías.
Además he pedido a Jesús que me ayudara a no tener miedo, y eso también
me ha servido.
—¿Dónde aprendiste eso del Espíritu Santo? Yo aún no sé bien lo que es,
aunque Antíoco y María me hablaron de ello.
—María me dijo el nombre. Hablamos un poco de Jesús en Cesarea
mientras tú y Antíoco estabais ocupados con los barcos. No tuve que
aprenderlo, abba. Por suerte, ya sabía lo que era. Sólo me faltaba la palabra
para dar nombre a esa sensación. —Miró a su padre—. Ay, abba, ojalá lo
descubras tú también. No hay una sensación mejor.
—Seguiré rezando y confiando, Ela. Pero a mí me basta con creer.
—Yo quiero que seas feliz.
—Lo soy, hija, y estoy muy agradecido por esa felicidad.
Ela tuvo que conformarse con aquella respuesta. De todas formas, rezó
fervientemente para que su padre experimentara la sublime dicha, el amor
divino al que se refería, la felicidad grandísima que ella conocía.
Tal como había previsto Joel, los dirigentes de todas las sinagogas se
mostraron interesados en quejóse y Ela fueran a hablar el sabbath a sus
fieles. Además, no pusieron reparos en que llevaran los perros, al contrario.
Algunas veces los acompañaban también Joel o Samuel.
Las congregaciones reaccionaron de forma muy parecida a la de la primera
vez, con la salvedad de que en ningún caso se produjo un alboroto comparable.
Si bien proferían gritos, objeciones, acusaciones de blasfemia e insultos, no
hubo empellones ni intentos de tocar a Ela. Los perros, a pesar de su corta
edad, disuadían a cualquiera cuando enseñaban los dientes y erizaban el
lomo.En realidad tenían un aspecto tan imponente que José se vio obligado a
instalarlos en el apartamento en lugar de dejarlos en el patio, porque había
personas que, al igual que Joel, deseaban saber más sobre Jesús. Acudían al
apartamento, invitados por José, para hacer preguntas y charlar, y compartir
la simple cena que José ofrecía todas las noches. Si los perros hubieran
estado en el patio, no se habrían atrevido a entrar. Dentro del espacioso piso,
no sospechaban que los animales se encontraban en una habitación, royendo
plácidamente los huesos que Ela les compraba en la carnicería de enfrente.
—Me da lástima que los perros tengan que estar encerrados para que
venga la gente —se lamentó Ela—. A veces hasta siento pena de mí misma,
abba. Siempre me preguntan lo mismo, una y otra vez. ¿Cuántas veces tendré
que explicar lo mismo? Ni siquiera salimos para ver las luces por Hanukkah.
Seguro que debía de haber muchas en la calle.
José le debía disculpas y una explicación.
—Lo siento, Ela querida. Te hice quedar en casa a propósito. Es que los
romanos tienen una festividad propia, la Saturnalia, en honor a uno de sus
dioses paganos, que coincide con nuestra fiesta de las Luces. En la fiesta
romana hay un gran alboroto. Las calles están abarrotadas, la gente bebe
mucho y se producen reyertas e incluso ataques contra los forasteros. No me
atreví a llevarte a ver las luces. Ya sabes que el barrio no es sólo judío. La
mitad de las personas que viven aquí son gentiles, paganos.
José omitió decirle que la Saturnalia era una celebración de la carnalidad
y el libertinaje, y que las víctimas de los ataques eran normalmente mujeres y
niñas, que eran violadas.
Ela aceptó de buen grado las disculpas de su padre, aunque expresó una
objeción.
—Abba, no me parece bien que seas tan duro con los gentiles. Jesús no me
preguntó si era judía o gentil. Él me quiso y me curó, sin más. Por otra parte,
Antíoco es un gentil, pero ama a Jesús y cree en su mensaje.
—De acuerdo. Si algún gentil desea saber algo acerca de Jesús, le
daremos la bienvenida. Y ahora, ¿perdonas a tu abba?
—Te quiero, abba —respondió Ela, dándole un abrazo.
—Yo también te quiero, hija, y te lo voy a demostrar. Falta poco para tu
cumpleaños. Con nueve años, ya serás una mujercita. ¿Te gustaría ir a las
carreras de cuadrigas del circo Máximo?
—¡Oh, abba! —Ela se puso a hacer piruetas por toda la habitación.Las
multitudes que se agolpaban en los cincuenta accesos al enorme circo ovalado
tenían el mismo ánimo festivo de Ela, que no paraba de moverse. Parecía como
si toda Roma se hubiera concentrado allí en aquella fría y soleada mañana de
enero. En las gradas, con capacidad para más de doscientos cincuenta mil
espectadores, se mezclaban gentes de todas las clases, edades y
nacionalidades.
—¡José de Arimatea!
Era Marco, que también esperaba su turno en la cola. Aunque vestía su
toga oficial de senador, con su codiciada cenefa púrpura, su rango no le valía
ninguna preferencia fuera del circo, y tenía que aguardar como los demás.
—Nos veremos dentro, cerca del portero —gritó Marco.
José lo saludó con la mano y asintió.
Como senador, Marco tenía derecho a ocupar los asientos de una zona
especial, próxima a la logia reservada al emperador, sus invitados y
sirvientes, e invitó a José a ver desde allí las carreras, con él y su hijo Julio.
—Desde aquí la panorámica es mejor, y las letrinas están más cerca.
Además, si una cuadriga pierde el control en la curva y choca contra el
parapeto no corremos el riesgo de que alcance alguna pieza desprendida.
José aceptó encantado el ofrecimiento. Las localidades que había
comprado estaban cerca de la línea de meta, pero desde ellas no habrían
divisado bien las seis vueltas previas que daban los carros en torno a la
barrera central de la pista.
En cada carrera competían doce cuadrigas, tiradas por cuatro ca- s ballos
conducidos por atletas, ataviados con el color de uno de los cuatro tiros que
habían alcanzado fama en todo el impeno.
—¿Tenéis preferencia por algún color? —preguntó José a Marco.
—¡El verde! —respondió el senador.
—¡El azul! —exclamó en el mismo instante Julio.
—¿Qué color eliges tú, Ela? —preguntó José.
Ela se decantó por el rojo, de modo que José tuvo que quedarse con el
blanco. Le hubiera gustado hacer una apuesta, como seguramente habían
hecho ya Marco y su hijo. No quiso, sin embargo, familiarizar a Ela con un
nuevo pasatiempo potencialmente peligroso que, según le constaba, había
destruido las vidas tanto de hombres como de mujeres.
En cuanto aparecieron en las doce puertas los cuarenta y ocho
resplandecientes y briosos caballos, José se dejó llevar completamente por la
frenética emoción de la velocidad, pericia y peligro desplegados ante sí.
Hasta el final de la tercera carrera, permaneció tan prendado de la pista que
no tuvo tiempo de reparar en el espectáculo que ofrecían los exaltados
espectadores.
Enseguida se percató de que Marco había disfrutado de lo lindo
observándolo.
—Debería darme vergüenza, pero no la siento —reconoció José—. Sería
una actitud hipócrita por mi parte.
—Os envidio —dijo Marco—. Si no viniera tan a menudo, seguramente
sería mayor mi entusiasmo. —La cuarta carrera había dado comienzo. Marco
señaló a su hijo Julio—. Él compensa mi pasividad, viéndolos ahora, no se sabe
cuál de los dos es más niño.
Julio y Ela estaban de pie, animando a gritos a los equipos que habían
elegido. El distintivo de virilidad de él, la toga, había perdido su equilibrada
disposición y le resbalaba por la espalda hasta barrer el suelo.
Marco hizo una discreta indicación.
—Sejano —murmuró junto al oído de José—. En la logia de Tiberio, aunque
no aún en su trono. .
Por primera vez en muchos años José vio al hombre que suscitaba un
miedo general. Sejano conservaba su apostura, pero su cultivado porte
nobiliario había dado paso a una indisimulada arrogancia y orgullo, que lo
identificaban como el ave rapaz que en realidad era.
Los elegantes hombres y mujeres que rodeaban a Sejano estaban más
pendientes de él que de las carreras. Aguardaban la más mínima mirada o
comentario que pudiera dignarse dirigirles, ya fuera como indicativo de favor
o de rechazo.
José apartó la vista de aquella escalofriante escena. El poder en manos de
una persona despiadada era lo más temible que conocía, y para entonces él ya
no contaba con la protección de la riqueza ni de su propio poder.
—Ahora es cónsul junto con Tiberio —susurró Marco—. Y Tiberio sigue sin
salir de su isla.
—¿Se encuentra bien la señora Antonia? —preguntó José, para abandonar
aquel sombrío tema de conversación.
—Sí, loados sean los dioses —respondió Marco con una sonrisa—. Tiene la
lengua más afilada y el cuerpo más huesudo que nunca. Es una inspiración,
pero al mismo tiempo me da mucho miedo; siempre que la veo me siento como
un niño desmañado con la cara sucia. Siempre me daba sermones cuando venía
a visitar a Berenice.
—¿Creéis que sería aceptable que fuera a verla? Siempre la he admirado.
—Sois, poco más o menos, el hombre más valiente que he conocido. Id a
verla. Sospecho que se encuentra bastante sola. Es una su-perviviente de
otra época en la que los ideales republicanos de Roma aún tenían sentido.
—Para vos aún lo tienen, Marco.
—Muy astuto, José —replicó con una cortante mirada el senador—. No
habléis a nadie de ello.
—Perdonad mi impertinencia, Marco. Podéis contar con mi silencio.
Para aquel corto día invernal había programadas diez carreras. A mitad de
la novena Marco propuso a José que se fueran.
—Aunque tengamos que hacer salir a rastras a los muchachos. Al final hay
tal gentío que es imposible pasar.
—Buena idea. Sobornaré a Ela con la promesa de comprarle algún dulce en
el foro.
—Y yo a Julio con una futura visita al senado. Tiene puestas sus miras en
mi toga..., aunque primero tendrá que aprender a llevar la que tiene. —Marco
rió con jactancia.
Casi habían llegado a la salida del circo cuando de repente Marco agarró a
José del brazo.
—Coged a Ela.
José situó a Ela a su lado e imitó a Marco y Julio, que inclinaban
respetuosamente la cabeza. Ante ellos pasaron cuatro mujeres vestidas con
túnicas grises y blancas y mantos purpúreos, escoltadas por varios hombres
uniformados.
—¿Quiénes eran? —preguntó más tarde José.
—Vírgenes vestales —respondió Marco.
—¿Qué es eso? —quiso saber Ela.
Julio, que ya se había recompuesto la toga, le explicó con tono de
suficiencia que eran las sacerdotisas del templo de Vesta, la diosa del hogar,
la madre de toda Roma.
—Mantienen encendida la llama eterna en el templo. Ese fuego simboliza el
futuro eterno del imperio y nunca debe apagarse. Es lo más sagrado que
existe.
—No preguntaba eso, sino qué es una virgen —precisó Ela, poco
impresionada por la explicación.
Julio se puso rojo como la grana. Aunque ya se había iniciado en los goces
de la virilidad y sabía que algunos de los oficiales de su cuerpo pagaban
exorbitantes sumas en el exclusivo burdel especializado en vírgenes, no sabía
cómo contestar a una inocente niña.
—Una virgen es una muchacha que aún no se ha casado —repuso, sacándolo
del apuro, su padre.
—Es extraño que alguien que todavía no se ha casado sea diosa del hogar.
¿Qué es un hogar sin una familia e hijos?—Ahora os toca contestar a vos —
dijo Marco a José.
—Los símbolos no tienen que tener necesariamente sentido en las
religiones paganas —respondió. Ela pareció darse por satisfecha con la
respuesta.
Tras aquel golpe sufrido en su vanidad, mientras Ela comía dátiles
endulzados con miel en el foro, Julio intentó recuperar su posición de
superioridad.
—Ése es el templo de Vesta —dijo, señalando hacia un edificio circular
rodeado de columnas—. Dentro está la llama eterna. Allí viven las, eh, las
sacerdotisas —añadió, señalando otro edificio—. Allí disponen de todo cuanto
necesitan. Tienen una panadería, cocina, baños, estanques con peces,
montones de esclavos, mujeres que tejen y confeccionan sus ropas. Nunca
tienen que salir, si no es para cuidar la llama.
—E ir a las carreras de cuadrigas —añadió Ela.
—¡Eso sólo si quieren! —replicó Julio con exasperación—. Y únicamente
pueden hacerlo las sacerdotisas de más edad. Las jóvenes se dedican en
general a mantener la llama y nada más, y las novicias no salen nunca. Cada
cuatro años se elige una niña para ser vestal. Permanece dentro durante diez
años mientras las mayores la enseñan y después se dedica durante diez años
a cuidar del fuego. Supongo que por eso al final tienen ganas de ir a las
carreras y cosas así, porque es un fastidio estar con niñas.
—¡Julio! —lo reprendió con dureza Marco.
Ela le sacó la lengua a Julio.
—¡Ela! —exclamó, atónito, José.
Ela hizo como que se arrepentía y después ofreció a Julio una sincera
sonrisa al tiempo que le tendía la pegajosa mano, con los dos dátiles que aún
le quedaban.
El muchacho aceptó la reconciliatoria oferta, pero fue a comérsela al lado
de su padre.
—¿Cuándo iremos al senado, padre?
José y Marco se despidieron, reprimiendo la risa.
—Si nos damos prisa, aún tendremos tiempo para sacar a pasear a los
perros antes de que oscurezca —dijo José a Ela—. Te lavarás las manos en la
próxima fuente que encontremos y después podrás dármela al cruzar el río.
Aquél era un ritual que habían inventado después de que José le enseñara
el lugar donde había tropezado, incidente que le había dejado como secuela la
cicatriz que ocultaba su barba. Siempre que paseaban por ese sitio, en la isla
central del Tíber, Ela se aseguraba de que no volviera a tropezar.
71
José y Ela llevaban algo más de tres meses en Roma cuando se celebraron
las fiestas del Purim. Para entonces ya conocían a casi todo el vecindario y se
sumaron a los bailes, cantos y actos desarrollados en la calle con la sensación
de hallarse en casa. Aunque todavía hacía frío a finales de febrero, la
primavera se anunciaba ya en el aire, y los habitantes de los abarrotados
edificios celebraban con sentido entusiasmo aquella fiesta que les permitía
distanciarse del habitual estilo de vida romano y estar al aire libre. Daba
igual que el Purim fuera una festividad judía, todos participaban en él, tanto
judíos como gentiles, varones o mujeres, viejos o jóvenes.
José acabó algo achispado, como era tradicional entre los varones y por
eso le costó despertarse cuando Ela lo zarandeó por los hombros en mitad de
la noche. Entonces oyó los fuertes ladridos de los perros y se incorporó,
alarmado, en la cama.
—¿Alguien intenta entrar? —preguntó—. Dame el bastón, que ahora mismo
voy.
—No, no, abba. Levántate, rápido. Huele a humo. Algo se quema.
José se despejó del todo al oír estas palabras.
—Vístete y sal a la calle. Suelta a los perros. Voy enseguida. —El también
percibía el olor. Con la madera impregnada de resina, el edificio ardería como
la yesca—. Deprisa, Ela —la apremió—. Deprisa. —Buscó a tientas los valiosos
pergaminos y su bastón y luego salió precipitadamente al patio.
Luz y sombra se alternaban en un recuadro, en una ventana de uno de los
pisos intermedios iluminada por las llamas.
—¡Ela! —gritó José—. Ela, ¿dónde estás?
—Aquí, abba. Estoy bien. —Apareció en el umbral de la puerta principal,
vestida y con el arpa en la mano—. He enviado a los perros escaleras arriba,
para que despierten a la gente.
Liberado del temor por Ela, José percibió entonces los ladridos y gritos
procedentes de arriba.
—Estupendo —aprobó—. Ahora, sal del patio y ve a la fuente de la esquina.
Yo me ocuparé de los perros. —De la ventana comenzaban a surgir lenguas de
fuego que se prendían a la pared. José volvió a entrar en el edificio.
»¡Fuego! —gritó—. ¡Fuego! ¡Jericó! ¡Jordán! ¡Jaffa! Jabbock! ¡Venid aquí!
¡Venid! ¡Fuego! ¡Fuego!
Silbó, llamando a los perros. En la estrecha escalera de madera resonaban
pasos. Volvió a silbar y a llamar a los perros por sus nombres hasta que la
densidad del humo lo obligó a salir. Los animales pasaroncomo flechas a su
lado y los inquilinos comenzaron a abandonar, tosiendo, la casa.
—A la calle —les dijo José—. A la calle. Las paredes se derrumbarán
sobre el patio. Deprisa. Deprisa. Alejaos.
Oyó los desaforados ladridos de los perros; oyó el crujido de la madera,
los estallidos de la ignición de la resina en las entrañas de la pared; y vio el
arco de luz que formaba un tablón al desplomarse en el patio.
Todavía se oían toses dentro. José se apresuró a localizar de dónde
provenían. En las escaleras había tres personas acurrucadas, encima de los
peldaños inferiores que comenzaban a lamer las llamas.
—Vamos, todavía podéis bajar. —José levantó el bastón hacia ellos y dio
unos cuantos golpes al hombre—. Agarraos a él —gritó entre toses.
Como si hubieran despertado de una pesadilla, el hombre se aferró a la
punta del bastón con una mano y la mujer, con el hijo pegado a ella, lo tomó
con la otra.
Con un movimiento de palanca, José retrocedió, arrastrando con el bastón
a la familia; acto seguido las llamas envolvían la escalera.
—A la calle —indicó con voz estrangulada—. Alejaos.
El fuego iluminó con una claridad comparable a la del día a las gentes que
se lanzaban a la calle llevando las escasas posesiones que habían podido
salvar.
Por la esquina de la fuente llegó entonces, apartando a la multitud
congregada, una tropa de la brigada encargada de la extinción de incendios y
la vigilancia nocturna, el Vigilum. Se trataba de un cuerpo fundado por César
Augusto, compuesto de antiguos soldados, que contaban con la disciplina y
rigor necesario para actuar con rapidez y eficacia.
—Ven —dijo José a Ela—. Llama a los perros. Ya podemos irnos, aunque no
sé adonde.
Esa noche José comprobó que era cierto cuanto le habían dicho acerca de
la comunidad judía de Roma. Sin tomarle en consideración que los hubiera
escandalizado u ofendido en las sinagogas, las mismas personas que lo habían
tildado de blasfemo se ofrecieron, al igual que muchas otras, a darle cobijo a
él, a Ela e incluso a los perros. Los demás inquilinos, judíos en su totalidad,
que habían tenido que abandonar el edificio en llamas recibieron el mismo
trato. Unidos por la ley de sus antepasados, los judíos formaban una sola
familia y se socorrían en momentos de necesidad.
José y Ela acabaron de pasar la noche en un edificio situado a
tresmanzanas de distancia, con el albañil David, su esposa Leah y sus cinco
hijos, todos menores que Ela.
David y su familia ocupaban dos exiguas habitaciones del tercer piso, en el
cual vivían en condiciones similares ocho familias más. En el piso superior
había catorce familias, condenadas a la apretura de una sola habitación.
Todos compartían el reducido y mal ventilado patio de la planta baja y la sola
letrina que había en él.
Por la mañana José y Ela enrollaron las delgadas esteras que les había
dado Leah para dormir y José las colocó en el rincón donde se hallaban ya
guardadas las demás. No tuvo necesidad de contarlas para saber que dos de
los niños habían dormido en el suelo a fin de que ellos dos disfrutaran de las
escasas comodidades que podían ofrecerles.
Leah estaba en la otra habitación preparando el desayuno. Al verla verter
con suma atención y cálculo la cebada que almacenaba en una jarra de barro,
José comenzó a comprender la importancia de la asignación de grano
distribuida por el gobierno, a la que había tildado anteriormente de medida
fomentadora de la vagancia. Leah removió la cebada en un gran cuenco de
agua y después la distribuyó en escudillas entre la familia y los invitados.
Como respuesta a la pregunta de José, la mujer explicó que David ya se había
ido. Todos los días salía antes del amanecer en busca de trabajo en las obras.
Era una buena señal que aún no hubiera regresado, un indicio de que
probablemente ese día había habido suerte y lo habían contratado.
En la voz de Leah no había ningún asomo de queja ni de auto-compasión.
Ésa era la vida a la que estaba acostumbrada, la misma vida que llevaban casi
todas las mujeres que conocía.
José comió hasta el último bocado de la insípida mezcla de cereal e indicó
con la mirada a Ela que hiciera lo mismo.
Después de dar las gracias a su anfitriona, le dijo que iba a sacar a pasear
a los perros y que también buscarían un apartamento. Más tarde regresarían
para informarle de si lo habían encontrado.
—Ya sabéis que seréis bien recibidos aquí todo el tiempo que necesitéis
quedaros —dijo Leah con una franqueza exenta de toda afectación.
José caminó con Ela un buen trecho, hasta adentrarse en otro vecindario,
antes de detenerse en una tienda de víveres a comprar comida para él, su
hija y sus perros. Estaba callado y pensativo: en su mente estaba tomando
cuerpo una idea.
—Qué desayuno más rico —comentó alegremente Ela—. ¿Por qué no
llevamos un poco de pan, pescado y queso a Leah? Y leche también. Sus hijos
no han tomado leche.
José intentó hacerle entender que la generosidad era a veces un in-sulto,
porque ponía en evidencia que la hospitalidad recibida no daba la talla. Sin
embargo, Ela no acababa de entenderlo, por más que lo intentaba.
—Si nosotros podemos comprar comida y Leah no, ¿qué hay de malo en
compartirla? ¿No es eso de lo que hablabais tú y Antíoco, de dar a los
pobres?
—Sí, pero sin hacerles sentir más pobres de lo que son por aceptar lo que
les damos. Estáte callada un rato, necesito pensar. Vamos, caminaremos
mientras tanto. Tenemos que encontrar un sitio donde vivir.
José había sabido siempre que existía la pobreza, pero nunca la había
visto tan de cerca. Estaba consternado, y también impresionado por la
dignidad con que la sobrellevaban quienes la padecían.
Ela se quedó perpleja cuando su padre se puso a mirar apartamentos como
el de David y Leah y otros incluso más reducidos. Experimentó un
considerable alivio al ver que finalmente se decidía por una vivienda
relativamente espaciosa, de cuatro habitaciones, situada en el segundo piso
de un edificio de ladrillos que tenía un amplio patio. Le extrañó asimismo que
mostrara tan poco interés en la selección de la ropa de cama y los elementos
básicos de la casa, aunque por otra parte se alegró, porque le gustaba tomar
las decisiones por sí sola. Así se sentía como una persona adulta.
—Y ahora, Ela, harás las camas, colocarás las cosas en los estantes,
pondrás aceite en las lámparas y lo dejarás todo en orden. Yo voy a decirle a
Leah que hemos encontrado casa. También quiero hablar con David cuando
llegue, de modo que quizá vuelva tarde. No te preocupes. Entonces sacaremos
a los perros y compraremos la cena.
—Abba, tienes una cara rara.
—Es la que se me pone cuando asumo un reto, hija —respondió José,
abrazándola—. Es la actividad favorita de tu abba.
José había descubierto los exorbitantes alquileres que se cobraban
incluso por las más inmundas viviendas. No era de extrañar que un hombre
apenas consiguiera alimentar a su familia. Ahora sabía qué destino dar a su
fortuna. La había trasladado a Roma con la intención de entregarla en gran
medida a los pobres, y había hecho cuantiosos donativos anónimos a todas las
sinagogas, para que los distribuyeran entre los menesterosos, pero aquello lo
había dejado insatisfecho. Solamente se desprendía de oro, y aún le quedaba
mucho. Él quería hacer algo personalmente, entregarse a una tarea que lo
implicara y lo entusiasmara.
Por fin la había encontrado.
Al día siguiente negoció la compra de toda la manzana donde se
encontraban los edificios afectados por el incendio. Iba a construirnuevas
viviendas, de ladrillo, con todas las medidas de seguridad posibles, con
condiciones, con la necesaria holgura de espacio para vivir en ellas, agua
corriente en todos los pisos y letrinas.
Los alquileres serían lo que razonablemente podían pagar los in-quilinos, y
no el máximo que podían extraer de ellos los propietarios.
Aquel proyecto exigiría de él todo su ingenio y energía, exactamente lo
que venía echando de menos en su vida desde hacía años.
Tras describir con vehemente gesticulación el alcance de la empresa a Ela,
ésta lo dejó estupefacto con su reacción.
—Dijiste que ibas a Roma a hablar de Jesús a la gente, abba. ¿Por qué has
cambiado de intención?
—¡Si no he cambiado! —replicó, casi gritando, José—. Esta es una manera
de cumplir lo que Jesús dijo que hiciéramos, dar a los pobres.
—¿Vas a continuar hablando en las sinagogas? ¿Y recibiendo a la gente
para que haga preguntas?
—Desde luego. Sólo trabajaré en el proyecto del edificio durante el día, y
nunca en sabbath. Todo seguirá igual que antes, aunque tendré que advertir a
la gente que nos hemos mudado de casa.
Antes de acostarse, José se arrodilló y pidió perdón a Dios. Ela había
intuido certeramente lo que ocurría en su interior. Casi se había olvidado de
su misión. Aquel que debía ser su principal objetivo estaba resultando un
humillante fracaso; ni una sola persona se había adherido al mensaje que él
predicaba. Por otra parte, sabía que su proyecto de edificación sería un
éxito. Siempre le salían bien los negocios.
72
Los edificios ganaban altura con extraordinaria rapidez. José atribuía tal
celeridad —y el excelente acabado de los inmuebles— a David, el albañil, al
que había contratado como ayudante personal y capataz de obras en el mismo
momento en que había adquirido el terreno.
Gracias a sus muchos años de experiencia, David sabía qué trabajadores y
proveedores de material eran de fiar. Como era característico en él, José
quería lo mejor y David hacía todo cuanto estaba en su mano para
proporcionárselo. Contratar a David ofrecía la ventaja adicional de la
dedicación y el orgullo que el hombre ponía en el desempeño de su labor, una
profesionalidad que contagiaba a todos los demás trabajadores.
Antes de que las viviendas estuvieran medio construidas, otros ha-
cendados de los contornos ya habían intentado sobornarlo para que
abandonara el proyecto de José y se hiciera cargo de los suyos.
—Lo que debes hacer —le aconsejó José— es crear tu propia empresa
constructora. Trabaja por tu cuenta y no como empleado del primero que
intente contratarte. Si sigues adelante con la plantilla que has logrado reunir,
te convertirás en un hombre muy solicitado.
David miró a José con una expresión apenada en el rostro.
—Perdonadme por lo que voy a deciros, José, pero no sabéis de lo que
estáis hablando. Vos sois un hombre rico, que puede permitirse el lujo de
hacer realidad sus grandes sueños. Con el sueldo que me pagáis, he podido
dar de comer a mi familia y ahorrar un poco, pero nadie comienza un negocio
con una cantidad tan miserable.
—¡Ja! Eso es lo que tú crees. Ven a cenar a mi casa el próximo sabbath; y
tráete a Leah y a los chicos, claro está. Te contaré la historia de un
muchacho que dejó la granja en la que trabajaba para ir en busca del mar.
José no dejó que nadie más limpiara y ungiera las heridas de Rufo durante
el largo periodo de recuperación que éste pasó en su habitación.
En cambio, sí permitió que lo visitaran por turnos, ofrecieran plegarias por
él y dieran las gracias por el milagro. Durante semanas, Rufo permaneció
inconsciente. Tragaba las cucharadas de agua y caldo que le ponían en los
labios y profería débiles quejidos cuando José y Samuel tenían que mover su
enorme cuerpo a la hora de lavarlo. Pero no daba ninguna otra señal de vida.
Hasta que una tarde en que estaba sentada a su lado, Ela se dio cuenta de
que tenía los ojos abiertos y la miraba.
—Hola, Rufo —saludó la niña con una sonrisa—. Me alegro de que estés de
nuevo entre nosotros. Me llamo Ela.
—Ela —repitió él.
—Debes de estar seco. Aquí tienes un poco de agua. Prueba a dar unos
cuantos sorbos del tazón. Yo te aguantaré la cabeza.
Rufo bebió el líquido con ansia.—¿Un poco más? —solicitó.
—¿Por qué no? Lo peor que puede pasarte es que vomites.
Ela echó un poco más de agua del aguamanil que había sobre una mesa
próxima.
—Abba —llamó a través de la puerta entreabierta—. Rufo está despierto
y apuesto a que tiene más hambre que un lobo.
Le había acercado otra vez el cuenco a los labios cuando José entró
corriendo en la habitación.
—Bendito sea Dios.
—Amén —añadió Ela.
El proceso de recuperación del enorme germano fue lento, pero eficaz. Ela
se autonombró enfermera y torturadora oficial del enfermo.
—Bueno, Rufo, hay un tema que conozco a la perfección: si no trabajas los
músculos, se atrofiarán y ya no te servirán para nada. Las heridas del brazo
no están curadas del todo, así que, por el momento, no nos ocuparemos de la
parte superior de tu cuerpo. Pero a tus piernas no les pasa nada y sé
exactamente lo que hay que hacer.
Dichas estas palabras, le cogió un tobillo y tiró de la pierna del hombre
hacia arriba para después doblarla por la rodilla.
—Pesas mucho —se quejó la niña, con gesto teatral—. Tendrás que
ayudarme. Venga, vamos. Repetiremos el ejercicio veinte veces en cada
pierna. Luego te enseñaré lo que hay que hacer con los tobillos y los pies.
Rufo había perdido mucha sangre y aquello había contribuido en gran
medida a su sensación de decaimiento. Pero la principal causa de su debilidad
era que había permanecido en cama sin apenas moverse durante más de un
mes. Después de cuatro flexiones le pidió a Ela que se detuviese.
—Menudo llorica —respondió ella—. Venga. Dobla la pierna y luego
levántala.
No pasó mucho tiempo antes de que Rufo se pusiera de pie y empezara a
caminar con el fin de escapar a los cuidados de su enfermera.
Cuando las heridas hubieron cicatrizado, José y Ela lo acompañaron en un
lento paseo hasta el templo de la isla para que los médicos le quitaran los
puntos.
—Desde luego, no exagerabas al quejarte de las heridas —le dijo Ela con
admiración—. Te oía aullar de dolor y me preguntaba si el rugido de los leones
se diferenciaría en algo de tu voz.
Cuando estuvieron de vuelta en casa, la muchacha le ofreció la recompensa
que formaba parte del programa de ejercicios: trajo el arpa y ambos
interpretaron a dúo una serie de canciones celtas. Rufo le en-señó algunas
melodías nuevas. Ya conocía las que Ela había aprendido de Dosha, pero
aquélla sobre la diosa de los heléchos que Sara acostumbraba a cantar era
nueva para él.
A Rufo le entusiasmaba cantar, y la energía que ponía en la ejecución y el
volumen de su voz compensaban su falta de talento para ajustarse al tono
seguido. Después de la sesión de tortura que había sufrido a manos de los
médicos, insistió en que se había ganado a pulso el derecho de cantar dos
veces cada pieza.
—Una vez ahora y otra cuando acabes de hacer los ejercicios con el brazo
—-replicó Ela con firmeza.
—Mi cuerpo ya está casi curado —dijo Rufo a José con gran seriedad—.
Os debo mi vida y mi libertad. ¿Qué servicios necesitáis que realice, amo? Me
alegrará cumplir vuestros deseos y os prometo multiplicar por diez ese mismo
esfuerzo.
—Yo no soy tu amo, Rufo. Ya te lo dije antes: sólo Dios y su Hijo son tus
amos, como lo son también míos. Ambos somos sus siervos.
—Eso me produce una gran alegría —contestó Rufo, y su mirada transmitía
el mismo mensaje—, pero también deseo serviros a vos y a la pequeña Ela.
—Puesto que así lo quieres, te asignaré una tarea: ser el hermano mayor
de mi hija, velar por su seguridad y convertirte en el hijo que siempre deseé
y nunca tuve. Eso me hará muy feliz.
Rufo se arrodilló y besó la mano de José. Cuando se levantó, éste lo
abrazó y le dijo:
—Familia.
—Familia —repitió Rufo, saboreando el dulce sonido de aquella s palabra.
En los barrios humildes que se hallaban al otro lado del río, la vida se
recuperó pronto de los daños que habían causado los disturbios callejeros. No
había mucho que destruir en ellos, por lo que, desde el punto de vista de la
existencia cotidiana, lo que sucedía en el centro de Roma no afectaba en nada
a los habitantes del Transtiberino.
La caída de Sejano había dejado a Roma huérfana de líderes. El
emperador seguía siendo una figura distante, oculta en su refugio isleño,
alguien de cuya existencia sólo se tenía constancia gracias a las cartas que
muy de cuando en cuando tenía a bien enviar al senado.
Había hombres que en su ansia por alcanzar el poder mantenían entre sí
una lucha feroz en la que todos los medios estaban permitidos, fueran éstos
buenos o malos.La tribuna desde la que hablaban los oradores en el foro, más
conocida como Rostra, estaba siempre ocupada por uno u otro de aquellos
pretendientes al trono. Los romanos eran grandes admiradores del arte de la
retórica, lo cual explicaba que hubiera siempre una muchedumbre dispuesta a
recibir con ánimo insultante o agradecido las intervenciones de los distintos
aspirantes a estadista.
El senado también constituía un excelente escenario para pronunciar un
discurso. La mayoría de ellos consistían en ataques a otros miembros de la
asamblea, acusaciones de complicidad en las actividades conspirativas de
Sejano y peticiones de arresto y procesamiento.
A medida que transcurrían las semanas, las prisiones se encontraban cada
vez más atestadas. Había multitud de acusados y los juicios eran
procedimientos legales que se prolongaban durante meses.
José se sorprendió el día en que la mujer de Marco, Cornelia, decidió
hacerle una visita. Marco no iba con ella. Sólo la acompañaba Julio.
—Marco no sabe que estoy aquí, José. Le inquieta que yo me preocupe,
pero no puedo evitarlo. Cada día acusan a otro senador sin motivo alguno, por
el simple hecho de que hay alguien a quien no le cae simpático o que pretende
perjudicarlo por alguna ofensa personal que se produjo en algún momento del
pasado. Marco puede ser el siguiente, y el hecho de que despreciara a Sejano
no cuenta para nada.
»Estoy asustada, José. He rezado a todos los dioses y he depositado
ofrendas en cada uno de los templos de la ciudad. Una mujer llamada Lydia
dice que vuestro dios es conocido por su gran poder y misericordia. Yo
también deseo solicitar su protección. ¿Qué debo hacer? ¿Pagar para que se
realice un sacrificio? ¿Comprar una estatua del dios en cuestión?
¿Construirle un templo? Haré lo que me digáis.
Cornelia estaba al borde de la histeria o del colapso nervioso. José apenas
conocía a la esposa de Marco y no estaba seguro de poder ayudarla. Y, sin
embargo, pensó en Lydia: ella había estado presente mientras hablaba a
Antonia sobre Jesús, y aquel hecho había cambiado su vida.
—Cornelia, será mejor que vayamos a una habitación donde nadie nos
moleste. Traeré vino y algunas pastas. Tú también, Julio. Es un gran placer
daros la bienvenida a mi hogar.
Aquel Julio era el chico que se había desgañitado de tanto gritar en el
circo Máximo. Aunque sólo hacía un año que se habían celebrado las carreras,
parecía diez años mayor. A José le apenó mucho que el hijo de Marco hubiese
perdido la inocencia tan pronto. Prestar servicio en la guardia pretoriana
debía de haberlo obligado a presenciar numerosos horrores durante el último
año: arrestos, ejecuciones, ba-tallas callejeras para contener los motines del
populacho. A veces había que pagar un alto precio por convertirse en un
hombre.
José sirvió tres copas de vino.
—Voy a explicaros una larga historia —les informó—. Es una historia
verdadera, porque está basada en mi propia experiencia. No tiene nada que
ver con los mitos o las leyendas que a veces se explican sobre Apolo, Minerva
o Venus.
»Comenzó hace diez años, al nacer mi hija. Vos recordaréis cómo era:
carecía, de fuerza en las piernas...
José condujo a Cornelia por el sendero del descubrimiento y la revelación
que él mismo había recorrido. Al llegar al final, se inclinó hacia delante y dijo:
—Así que ya veis, Cornelia, Jesús no es una estatua de mármol que deba
colocarse dentro de un templo suntuoso. Es nuestro Salvador y vive a través
del Espíritu Santo en los corazones de todos aquellos que creen en él.
Cornelia se deshizo en lágrimas.
—José, no busco algo o alguien en quien creer. Lo que necesito es algún
tipo de protección para que no arresten a Marco. Si me declaro seguidora de
Jesús, ¿me prometéis que Marco se hallará a salvo?
—No, Cornelia —respondió José con dulzura—. No es ésa la naturaleza de
la fe. La fe no consiente pactos.
—Entonces, ¿por qué me habéis obligado a escuchar de cabo a rabo esa
perorata tan aburrida?
—Lo siento. Sólo hay una cosa que puedo hacer, y la haré con mucho gusto.
Rezaré por la seguridad de Marco.
Cornelia no se molestó en despedirse.
—Llévame a casa, Julio —ordenó, de pie ante la puerta, mientras esperaba
que su hijo fuera a abrirle.
—Gracias —murmuró el muchacho con una reverencia mientras echaba un
rápido vistazo a su airada madre.
José sonrió al comprender que la situación debía de resultar muy violenta
para el joven.
A pesar de todo, no se sentía deprimido, como le sucedía antes cuando la
persona con la que hablaba no reaccionaba de forma positiva al escuchar sus
explicaciones sobre el milagro de la resurrección. Su misión consistía en
transmitir un mensaje, y ese mensaje seguía extendiéndose más y más cada
día que pasaba. No cesaban de surgir nuevos seguidores por doquier y hacía
tiempo que él había conquistado aquellos tres corazones que, según María de
Magdala, debía ofrecer el Señor. Tras ellos habían venido otros muchos.
La única pena que aún le quedaba era el fracaso de su propio corazón.
Creía en la resurrección, creía que Jesús era el hijo de Dios.¿Por qué
entonces era incapaz de experimentar la felicidad a la que Ela se refería con
aquella conmovedora sencillez? ¿Por qué no era capaz de sentir el amor de
Dios que había conocido durante unos instantes mientras se encontraba
perdido en el desierto? ¿Era quizás indigno de él?
José agachó la cabeza para rezar: por Marco, tal como había prometido, y
por él mismo, para que le fuera concedido el don del Espíritu Santo.
La casa de David era ya más alta que la muralla de la ciudad, que quedaba
a un bloque de distancia de las obras. Leah se quejó de que David conocía los
ladrillos del edificio mejor que a sus propios hijos.
José admiraba a su joven amigo y se alegraba sinceramente de su éxito.
Sin embargo, en su fuero interno lamentaba no poder compartir aquel
proyecto. Ya no había demasiadas cosas en que ocupar el tiempo. Los planes y
los retos habían desaparecido de su vida y, en pleno verano, los días se hacían
eternos a causa de la inactividad.
Aquélla era la mejor estación para izar velas. Había momentos en los que
José sentía una profunda añoranza de la imagen y el olor del mar. Se
preguntaba por qué había abandonado aquella actividad que tanto significaba
para él. Sin ella, había quedado reducido a la mitad —a menos de la mitad—
de todo lo que era como hombre.
Es cierto que tenía una misión que cumplir, pero su presencia había dejado
de ser vital para la causa de la fe. Los nazarenos conocían al pie de la letra la
historia de la vida de Jesús, así como su muerte y postenor resurrección.
Conocían también sus enseñanzas y la felicidad de amar a Dios. Y así lo
explicaban a muchas otras personas. La comunidad crecía por momentos y
José tenía la sensación de que ya no le quedaba ninguna contribución especial
que hacer a algo que parecía funcionar por sí solo.
Al menos, eso era lo que pensaba. Sin embargo, no tardaría en comprender
que estaba equivocado.
—Ven, perrito. Ven con Ela. Ven aquí ahora. ¡Basta de tomarme el pelo de
esta manera! Ven, perrito, ven. ¡Que vengas, he dicho! —El precoz cachorro
se había escabullido por la verja del patio, aprovechando que un inquilino la
había abierto para salir.
Las palabras de Ela eran suaves y afectuosas, pero su voz estaba
impregnada de furia. Hacía un buen rato que había perdido la paciencia, algo
menos que había perdido los estribos. Pero ahora estaba realmente asustada.
El cachorro se dirigía hacia el puente del río. ¿Y si echaba a correr hacia la
ciudad? Nunca lograría alcanzarlo. Ela corrió a toda velocidad hacia el puente.
El animalito se alejaba raudo, a considerable distancia.
De repente, el cachorro desapareció. ¿Dónde estaba? Ela contuvo la
respiración y aguzó el oído.
En alguna parte, entre los arbustos, se oía un susurro. Miró por encima de
la espesura. Sí, se movían algunas hojas. Corrió hacia ese lugar y se metió de
rodillas entre los matorrales. Oyó gañir al cachorro. Estaba muy cerca.
Separó algunas ramas y se quedó boquiabierta de asombro. El cachorro
lamía afanosamente las heridas que cubrían la cabeza de una pequeña niña, la
cual permanecía encogida y aterrada, gimiendo.
Ela agarró con ambas manos al perro por el cogote y lo apartó.—El perro
no te hará daño —dijo a la niña—. De verdad, es sólo un cachorro. ¿Qué pasa?
¿Estás herida? — Ela no sabía qué hacer.
La niña la contemplaba con sus enormes ojos oscuros arrasados de
lágrimas. Con labios temblorosos y una voz tenue y vacilante, dijo en griego:
—Ayúdame.
—Claro, que te ayudaré —contestó Ela en el mismo idioma.
«Tendré que decir a abba que llevaba razón —pensó—. Me dijo que un día
u otro, necesitaría saber griego.»
—¿Cómo te llamas? Yo me llamo Ela.
—Claudia.
—Claudia, te sentirás mucho mejor después de sonarte la nariz y de
ponerte ungüento en la cabeza. Ven. Te llevaré al médico.
Ela intentó acercarse, pero Claudia retrocedió para refugiarse entre los
matorrales.
—No, no, por favor. No dejes que me cojan. Me llevarán de nuevo allí y me
encerrarán. —Temblaba con tanta violencia que las hojas se agitaban a su
alrededor.
Ela buscó una posición más cómoda, con las piernas cruzadas. Estaba
intrigada.
—¿Quién te persigue, Claudia? ¿Quién te va a encerrar?
—Las vestales —lloriqueó Claudia—. Me tiraron del pelo y me lo afeitaron
con una cuchilla. Me dolía. Grité y me encerraron en una habitación sin cenar
hasta que dejara de llorar. Son malas, malas, malas.
—¿Quieres decir que todas estas llagas de tu cabeza te las ha producido
la cuchilla? —preguntó Ela, fascinada.
—Sí. Y duele muchísimo.
—Seguro que sí. ¿Cómo saliste de allí?
—La cerradura no estaba bien ajustada y en la calle había un carro lleno
de bultos, así que me escondí. Después se puso en marcha. Estuvo circulando
durante un buen rato. Cuando se paró, había mucha gente hablando y
gritando. Yo estaba asustada, me arrastré hasta unos arbustos y me escondí.
—Muy bien. ¿De verdad te afeitaron toda la cabeza?
—Sí, sí, de verdad.
—Entonces, ¿estás segura de que no quieres volver con las vírgenes? ¿Y tu
familia? ¿Dónde están tus padres?
—Me entregaron a las vestales. Dijeron que allí sería feliz y que era un
gran honor. Me harían volver con ellas.
—Entonces, lo mejor es que vengas conmigo a casa. Pero si buscan a una
niña pequeña con la cabeza rapada, no será difícil reconocerte. Déjame
pensar...No le llevó mucho tiempo. Ela deshizo su faja y luego la ató al cuello y
a una pata del cachorro.
—Así no te escaparás —dijo Ela.
Cerca del hospital de la isla, Ela había visto una hilera de ropa cui-
dadosamente colgada en un seto florido. Corrió hacia allí y agarró una de esas
batas con capucha que llevaban los médicos. Aunque era enorme para Claudia,
la capucha serviría para cubrirle la cabeza.
—Sujeta la parte de abajo para no tropezar —indicó Ela—. Ven conmigo.
Deprisa.
El extravagante grupo se encaminó sigilosamente entre las callejuelas,
amparándose en la sombra de los edificios, a la pequeña curtiduría donde
trabajaba Joel. Ela suspiró aliviada cuando vio que Samuel se hallaba detrás
del mostrador.
—Christ, soy yo. ¿Puedo subir?
—Sí. Pero...
—Ya te contaré más tarde. Aguanta un momento al perro.
Tendió la correa a Samuel y salió disparada hacia el oscuro callejón en el
que esperaba Claudia. Los enormes y asustados ojos de la niña parecían aún
mayores bajo la gran capucha.
Ela la asió por el brazo y la llevó hasta la escalera de mano que conducía al
apartamento de Joel.
—Sube, Claudia —ordenó—. Yo iré detrás de ti para que no te caigas.
A Samuel no le pareció bien aquello, pero Ela hizo caso omiso. Samuel llevó
en brazos un bulto informe al apartamento de José: era Claudia, escondida
entre los pliegues de una capa. Ela andaba a su lado, agarrando firmemente la
nueva correa de cuero del perro.
Samuel prometió devolver la bata de médico en secreto, después del
anochecer.
Claudia comió con apetito y bebió cuatro vasos de leche antes de caer
rendida en la cama de Ela. Aparecía pequeña y vulnerable vestida sólo con su
ropita interior; Ela no había tenido tiempo de buscar alguna prenda. Las
heridas de la cabeza presentaban muy mal aspecto. Ela las había untado de
momento con aceite, a la espera de que regresara José. Él sabría dónde
comprar ungüento de bálsamo o mirra.
En el fondo se alegraba de que su padre y Rufo no se encontraran en casa.
La habrían regañado, como había hecho Samuel. Pero ¿qué otra cosa podía
hacer sino ayudar a aquella niñita asustada, sola y he-rida. Miró cómo dormía
y tarareó una nana celta mientras la cubría con una colcha de lino y le
arropaba los hombros.
Ela acababa de lavar el cuenco y la taza de Claudia cuando Jordy, el perro
guardián, lanzó un gruñido. Luego sonó un enérgico golpe en la puerta, y se
hicieron más feroces los gruñidos. Al ir a abrir, Ela apoyó la mano en el lomo
de Jordy.
—¿Está tu madre o tu padre? —El hombre de la puerta llevaba un
impresionante casco de cobre, coronado con el penacho rojo distintivo de la
guardia pretonana.
—¿Por qué? —preguntó Ela con sincera curiosidad.
—Alguien ha robado un objeto de valor y estamos buscando en todos los
edificios de Roma. Pero preferiría tratar con una persona mayor, si no te
importa.
—Podéis volver más tarde o puedo enseñaros la casa yo misma. Mi perro no
dejará que nadie me haga daño.
—Yo no te haría daño, pequeña.
—Ya me lo imagino. Pero mi padre me enseñó a decir siempre esto a los
extraños.
El guardia sonrió.
—Buena idea. Quizá compre un perro a mi hija pequeña.
—Regaladle un cachorro. Son mucho más divertidos.
—Tal vez lo haga. Echaré un vistazo si a ti y a tu perro no os importa. Si
se registran todas las casas sin dejar una es más sencillo y no hay que volver
atrás.
—Entonces pasad.
Ela observó con interés el impresionante uniforme del guardia. «Julio
debe de sentirse orgulloso de sí mismo cuando va vestido así», pensó.
El guardia registró meticulosamente la sala grande. Miró debajo de cada
mesa y detrás de cada sofá. Luego repitió la misma operación en la habitación
de José y en la de Rufo. Al poner la mano sobre el picaporte de la puerta
donde dormían los perros, Ela lo detuvo.
—Un momento. —El guardia se volvió con suspicacia. Ela corrió hacia la
puerta.
—Yo os la abriré. Hay una perra en esta habitación y está muy irritable,
porque dentro de poco tendrá cachorros. —Obsequió con un sonriente mohín
al guardia—. Quizá pueda darle uno a vuestra hija. —Abrió la puerta
canturreando para que no se alarmara Jabby. No te preocupes, querida
Jabby. Es una buena persona, no te hará nada. Han robado algo y lo andan
buscando. —Se quedó al lado de la perra y le acarició la cabeza mientras el
guardia levantaba las mantas sobre las que solían dormir los perros—. ¿Qué
han robado? —preguntó al hombre.—Una niña pequeña —respondió el guardia
—. Pertenece al templo de Vesta.
Ela se quedó helada. Jabby gañó aterrorizada al notar la repentina rigidez
de los dedos de Ela sobre su cabeza. Ela recobró la respiración y la siguió
acariciando.
—Esta habitación ya está vista —dijo el guardia—. ¿Puedes cerrar tú la
puerta?
—Sí, gracias —contestó Ela, que mientras observaba cómo salía el hombre
pensaba a toda velocidad.
El guardia abrió ahora la puerta de la habitación de Ela.
—Por favor, no hagáis ruido —dijo Ela. Su voz sonaba segura, pero el tono
era bastante más agudo que antes—. Mi hermana pequeña está durmiendo.
Duerme mucho. Tiene lepra.
El guardia, que ya se encontraba en medio de la habitación, a punto de
inclinarse sobre la cama, se enderezó de inmediato y retrocedió. Claudia
dormía plácidamente, con su cabeza calva, repleta de heridas que relucían
bajo la pálida luz.
Segundos más tarde, el guardia salía del apartamento, evitando acercarse
a Ela y a su perro.
75
José, que se sentía en su medio natural cuando había que pensar y actuar
con rapidez, envió enseguida a Samuel en busca de Jasón.
—Dile que se traiga el equipaje. Dormirá aquí. Samuel, tú también;
después de hablar con Jasón, trae tus cosas aquí. Yo iré a buscar a Saúl y
Marta. Así se tranquilizarán. Joel, tú te harás cargo de todo un poco antes de
lo previsto.
—Muy bien.
Samuel masculló los detalles de la otra obligación que le quedaba
pendiente.
—Antes de traer mi equipaje, devolveré la ropa al hospital, ¿de acuerdo?
—No —replicó con rotundidad José—. No te acerques al hospital. ¿Joel?
—Iré a llevar esa ropa enseguida. También traeré algo de comida para
cenar todos esta noche.
Los ocho viajeros abandonaron el apartamento una hora antes del alba.
Todos sabían lo que debían decir en el caso improbable de que los parasen e
interrogaran.
Jasón era un erudito griego que viajaba con su hija. Ésta se recuperaba
lentamente de la grave caída que había sufrido en unas escaleras unas
semanas antes, por eso llevaba una venda en la cabeza y un sombrero de paja
de ala ancha. Debido a la herida que tenía en la cabeza, la luz todavía le
dañaba los ojos. Claudia no diría nada. José y su hija, ambos bien conocidos
por todos, viajaban por cuestión de negocios con su guardaespaldas germano
y tres perros guardianes.
Saúl, Marta y su hijo Samuel se iban de vacaciones. José ya había
dispuesto el alquiler de una de las barcazas del río para ir al puerto de Ostia.
A las autoridades no les interesaría tanto el tráfico del río: Roma era famosa
por sus calzadas, pero no por sus vías fluviales.
En el muelle, José contempló el montón de equipaje que estaban cargando
en la barcaza. Llegado el momento, tendría que tomar alguna medida al
respecto. Era demasiado; Marta y Saúl no habían querido abandonar ninguna
de las posesiones que amasaron durante veintidós años de vida en común.
Tal y como esperaba José, en Ostia había pequeños y desvencijados
barcos de cabotaje que esperaban carga para salir hacia cualquier puerto de
Italia. El grupo y sus pertenencias se convirtieron en carga con destino a
Livorno, puerto que se hallaba a cien millas de distancia en dirección norte.
Cuando se encontraban a medio camino, José hizo cambiar de rumbo, y se
dirigieron hacia Massalia, el puerto más importante de Galia. Era bastante
improbable que la búsqueda de la vestal desaparecida llegase tan lejos.
Además, en caso de que la noticia llegara a Massalia, ellos ya habrían
abandonado la ciudad mucho antes.
El sur de Galia había sido conquistado por Julio César casi cien años antes.
A partir de ese momento se inició un intenso proceso de colonización de
aquellas ricas tierras. Las grandes ciudades se enorgullecían de tener baños,
foros, templos, teatros, estadios y circos para atletas y gladiadores. La
verde campiña estaba salpicada de villas, cuyos propietarios eran generales
retirados, senadores y hombres de negocios. Los acueductos llegaban desde
las montañas para suministrar agua a las fuentes y los baños de las ciudades.
Las famosas calzadas romanas conectaban ciudades y pueblos. La región
entera estaba profundamente romanizada.
Lo curioso era que no había ninguna sinagoga.
José estaba atónito. ¿Cómo podría hablar a la gente sobre el Hijo de Dios,
si ni siquiera conocían a Dios?
—Eso facilitará en cierto modo las cosas —lo tranquilizó Jasón—. Al ser
griego, yo no tenía ninguna creencia importante que entrase en conflicto con
la divinidad de Jesús; en vuestras sinagogas, en cambio, esperaban a un
mesías muy diferente.
—¿Y de Dios? ¿Qué aprendiste sobre Dios en las enseñanzas de Jesús?
—Que Dios ama a todos los hombres. Él no obligaría a Marta y a Saúl a
separarse por no tener hijos.
Durante un breve instante, José se sintió totalmente embargado por la
felicidad del amor de Dios. Experimentó ese éxtasis místico y la serena
certidumbre de la que hablaba Ela al referirse a su curación.
—Llevaré la buena nueva a estas gentes —dijo José—. Esto agradará al
Padre y al Hijo.
Se encontraban en la bella ciudad que más tarde se conocería con el
nombre de Nimes. Desde Massalia, José condujo el grupo a la cercana ciudad
de Arles, que era más grande. No obstante, como era también sede del
gobierno provincial romano, prefirió no detenerse siquiera en ella por temor a
que las autoridades romanas estuvieran avisadas del caso de la vestal
desaparecida. Trasladarse a Nimes suponía un día más de viaje. Todos
estaban cansados, pero José insistió en seguir camino.
Ya en Nimes, decidió que se quedarían allí. Encontró una discreta villa en
las afueras de la ciudad que disponía de un jardín y espacio suficiente para
todos.
—Esto es el jardín del Edén —dijo Marta aliviada, después de haber vivido
siempre en casas de vecindad.
Para ella, la vida tomó un dichoso rumbo que nunca había osado ni imaginar.
Perdió su timidez y adoptó el papel de señora de la casa; Ela, de diez años, y
Claudia casi de ocho, se convirtieron en las hijas que tanto había deseado.
José contrató a mujeres libres para cocinar y atender las tareas del
hogar.
—Nosotros no conocemos lo que se cultiva ni lo que se come en esta parte
del mundo; pero las mujeres de la región, sí—señaló con diplomacia José.
En realidad, Marta no era muy buena cocinera y a él le gustaba comer
bien. Cuando explicó su decisión de contratar a un ama de llaves, no tuvo que
recurrir a excusas; se explicó con sencillez y absoluta sinceridad.
—Ela apenas sabe nada de lo que implica ser mujer, pues lleva demasiado
tiempo entre hombres. Es más importante que dediques tu tiempo y tu
energía a su educación que a las tareas del hogar.
Los nuevos habitantes de la casa no tardaron en establecer unas pautas
de la vida cotidiana.
Por las mañanas, Ela, Claudia y Samuel, tenían clases con Jasón; por las
tardes, cuando conseguía alcanzarlas, Marta enseñaba a tejer y coser a las
niñas.
Ela enseñó a Claudia los placeres de correr, ejecutar acrobacias y subir a
los árboles.
Claudia enseñó a Ela juegos de niñas a los que ésta nunca había jugado. Con
hojas y flores, simulaban comidas que daban a probar a niños imaginarios o
bien a los perros.
Ela nunca había tenido una amiguita con quien jugar. Sus primos de
Anmatea habían sido amables con ella, pero como estaban muy unidos entre sí
apenas les quedaba espacio para incluir a Ela en sus vidas. Claudia, que tenía
casi tres años menos, sabía más sobre niñas que Ela. Las dos alcanzaron un
buen equilibrio en su relación: unas veces mandaba una y otras, la otra. Se
peleaban con la frecuencia justa que permitía disfrutar luego de la
reconciliación.
También los hombres vieron sus vidas colmadas. Saúl encontró trabajo en
una curtiduría; no era feliz si no trabajaba. Jasón ocupaba sus tardes
copiando, con bonita y esmerada letra, las enseñanzas de Jesús, pues los
valiosos manuscritos de José estaban ya muy deteriorados. Samuel cuidaba
del jardín con una pasión que sólo un habitante de la ciudad podría entender.
Únicamente a José le resultaba difícil encontrar una ocupación que le
proporcionara satisfacción. En la bulliciosa plaza del centro de Nimes había
un ajetreo constante, sobre todo delante del magnífico templo que había
mandado construir Augusto en honor de sus amados nietos, trágicamente
muertos a edad tan temprana.
Cada día José se instalaba en las empinadas y amplias escalinatas del
templo, con Rufo como guardaespaldas. Desde esa tribuna, se dirigía a la
gente y le contaba cosas de la resurrección, de la promesa de la vida eterna y
del amor de Dios.
En raras ocasiones lograba atraer la atención de unas cuantas personas, y
menos retenerla durante mucho rato. No obstante, José, acababa cada
prédica invitando a la gente a hacer preguntas o unirse a los nazarenos en su
ágape del sabbath.
Cada día era mayor su desaliento, y sólo la entusiasta fe de Rufo lo
animaba a continuar.
Contra todo pronóstico, Jasón trajo el primer converso a José. Jasón
había hablado con el artesano que fabricaba vitela para los manuscritos. Otro
escritor, un joven propietario romano, preguntó a Jasón en qué trabajaba.
—Apasionante —comentó después de escuchar a Jasón—. Me gustaría
saber más sobre esto.
De este modo tan simple, la barrera comenzó a romperse. El joven romano
volvió con su madre, que a su vez preguntó si podía traer a dos amigas.
Una de estas mujeres afirmó, con una elegante dosis de escepticismo, que
para ella los milagros eran algo inasequible a la razón.
—Señora, ésa es precisamente la naturaleza de los milagros; quedan fuera
del orden de todo lo que conocemos. Pediré a mi hija que os cuente lo que le
sucedió. No os resultará difícil creerla.
Ela llegó con las rodillas, los codos, la cara y las manos mugrientos de
haber estado jugando en el jardín. Venía desgreñada, con una hoja enredada
entre las trenzas.
—¿Deseáis que os cuente cosas de Jesús? Lo haré con gusto, porque
hablar de Él siempre me hace feliz. Yo era mucho más pequeña cuando me
curó las piernas. De eso hace ya cuatro años.
»Yo no sabía quién era Jesús. Mucho después supe acerca de Dios Padre.
Jesús era sólo un hombre, pero un hombre especial. A su alrededor, el mundo
entero era un lugar maravilloso y alegre. Era algo que no se veía, pero se
podía sentir. Daba incluso igual que uno tuviera las piernas paralizadas. Lo
importante era que todo estaba bien-Jesús no me dijo nada, no necesitaba
hablar. Yo sabía, porque lo sentía, que me amaba tal y como yo era.
»Y todavía me ama. Lo sé. Cuando me preocupo, me enfado o estoy muy
cansada lo único que tengo que hacer es permanecer en silencio durante un
minuto y sentir cómo me ama Jesús. No necesito verle. Sé que está ahí,
porque sentía lo mismo cuando El estaba conmigo. El hace que todo esté bien.
La mujer que había dudado de los milagros miró con lágrimas en los ojos a
aquella niña desaseada de hablar sencillo.
—¿Hay alguien más que pueda ser tan feliz?
—Claro —respondió Ela—. Es fácil. Sólo hay que quedarse en silencio
durante un minuto y sentirlo. Está en todas partes, siempre.
—¿Puedo tocarte, pequeña?
—Si lo hacéis, deberéis lavaros las manos —dijo Ela, riendo—. Estoy muy
sucia, porque hemos estado haciendo pasteles con el barro. ¿Queréis venir a
verlos? Os llevaré al sitio donde tenemos la tienda. —Le tendió la mano.
—Gracias —murmuró la mujer, estrechándosela.
—José —observó Jasón en voz baja—, conseguiréis que la gente os
escuche a través de Ela. Tendréis que ponerla a trabajar para Jesús.
—¿Trabajar para Jesús? Claro que sí abba. Ya sabes que para mí será un
placer hacer algo por El.
Al día siguiente, Ela acudió con su padre a las escalinatas del templo, y
llevó consigo el arpa. Mientras tocaba y cantaba una canción que le había
enseñado Samuel, mucha gente interrumpía su trajín y se paraba a
escucharla. La voz, de Ela sonaba clara, dulce y pura.
El Señor es mi pastor
Nada me falta.
Sobre los frescos pastos
me lleva a descansar,
y a las aguas tranquilas me conduce.
El restaura mi aliento,
por las veredas justas El me guía,
en gracia de su nombre.
Aunque hubiera de ir
por los valles sombríos de la muerte,
ningún mal temería,
pues conmigo estás Tú:
tu bastón y tu cayado me confortan.
Enfrente al opresor,me aderezas tú un banquete;
con aceite me unges la cabeza,
y mi copa rebosa.
Sólo bien y favor me van siguiendo
todos los días de mi vida.
Mi morada es la casa del Señor
por lo largo de mis días.
—Ésta es una canción que explica cómo se siente uno cuando se queda en
silencio y calma durante un minuto y se permite sentir lo mucho que le aman
Jesús y su Padre.
»Les contaré cosas de Jesús, de cómo me curó las piernas y pude andar y
correr...
76
Ela tenía ahora dieciséis años. «Se ha hecho mayor», pensó José el día de
su cumpleaños, cuando le regaló las alhajas que en otro tiempo llevara su
madre. A Ela le gustó mucho el regalo, sobre todo el collar de flores azules,
pero no le gustaba tener dieciséis años; resultaba demasiado desconcertante.
Su cuerpo había cambiado; le era extraño. Aquel sentimiento de extrañeza no
se debía a la menstruación. Aunque ésta era molesta e incómoda, Marta le
había explicado todo antes de que ocurriera, así que no se asustó cuando se
le presentó por primera vez.
Tampoco padecía dolores a causa de la menstruación. No era ése el caso
de Claudia, cuya primera vez había sido hacía seis meses, pero siempre
padecía los mismos fuertes dolores.
No. Para Ela, lo desagradable de su cuerpo era la transformación que se
había producido en su figura. Era más alta, lo cual no estaba mal, pero los
pechos lo estropeaban todo. Ya no podía realizar la mayor parte de sus
actividades predilectas, o por lo menos no de lamisma manera en que las había
hecho siempre. Cuando corría, se sentía desequilibrada. Al subir a un árbol,
chocaba con ramas contra las que su cuerpo jamás se hubiese topado antes
de que le creciesen los senos, que para colmo, le dolían a consecuencia de
aquellos inoportunos roces.
Marta le aconsejó que no trepase más a los árboles.
—Ahora eres una mujercita, ya no eres una niña. Debes ser menos
revoltosa, menos infantil. Tienes que cambiar.
—¡Odio cambiar! —replicó Ela, rompiendo a llorar.
¿Por qué lloraba? No lo sabía. Para ella fue una absoluta sorpresa aquel
arrebato de llanto.
El cambio. Todo había cambiado, todo estaba cambiando. Samuel los había
dejado para quedarse en la última ciudad y dirigir allí a los nazarenos. Y
cuando se marcharon de Burdeos, Jasón tampoco pudo ir con ellos. Se había
«enamorado», dijo, de una de las nuevas discí-pulas, una esclava griega;
compró su libertad y se iba a casar con ella. Se quedaría allí y dirigiría la
comunidad de Burdeos.
«Enamorado.» ¿Qué significaba eso? Cuando Ela preguntó a Jasón acerca
del tema, lo único que éste le contestó fue: «Ya lo sabrás algún día.»
¿Cuándo? ¿Cómo sabría ella en qué momento sucedería aquello?
Claudia simplemente se echó a reír cuando Ela se lamentó por el
enigmático comentario que había hecho Jasón.
¡Claudia! ¡Cuánto había cambiado! Había sido tan perfecto tener a otra
niña para ser amigas... Pero Claudia había cambiado mucho. Ahora no quería
pasar tanto tiempo con Ela. Prefería la compañía de dos nuevos discípulos que
habían venido con ellos desde Tolosa. Eran romanos. Hombres: Gayo y Lucio.
Eran mayores, como Jasón. Tenían treinta y cuatro y treinta y seis años
respectivamente. ¿Por qué demonios rondaba Claudia con ellos y decía tantas
tonterías del tipo «qué maravilloso es ser romano»? Además, se convertía en
una persona diferente cuando hacía esto: toda ojazos, sonrisa y voz acarame-
lada. A Ela le daban ganas de abofetearla.
Por suerte, Gayo y Lucio no hacían mucho caso a Claudia, y Ela obtenía una
incómoda satisfacción de aquella falta de atención. Ese sentimiento le
producía desasosiego. Era una emoción nueva y diferente para ella. Más
cambios. Los odiaba.
Lucio y Gayo estaban «subyugados por la palabra de Jesús», a decir de
Jasón. Prácticamente abordaban a la gente por la calle para contarles la
resurrección. Ela no lo entendía. Cuando las gentes deseaban oír hablar de
Jesús, siempre era bonito ver lo felices que se quedaban después. Según lo
percibía ella, hablar a gritos a los transeúntes no servía para alegrarles.
Antes de la llegada de Lucio y Gayo, todo era más bonito. Ahora era
diferente. Había cambiado.A Ela no le gustaba nada. Antes solía mostrarse
siempre contenta. Ahora debía reconocer que se sentía agitada, inquieta o
irritada, y tenía que hacer esfuerzos para controlarse y explicarle a Jesús
que era desgraciada. También ella estaba cambiando, y esto era lo que más
detestaba, aquello en lo que consistía «hacerse mayor», según le explicó
Marta. A Ela no le gustaba hacerse mayor.
77
Saúl, que siempre era el más callado de todos los nazarenos, fue quien
habló a Tastros del mensaje de la fe y lo introdujo en la tranquila alegría que
reinaba en la comunidad. Todos se sorprendieron por ello, con excepción de
Marta.
—La bondad resplandece en mi marido cuando uno lo observa con
detenimiento —manifestó la mujer—. Siempre lo he visto y lo he sabido,
siempre lo he amado por lo que es en realidad.
Saúl había encontrado trabajo en una curtiduría, como hacía siempre que
permanecían una temporada en el mismo lugar. Era feliz contando a Tastros
los pormenores de su trabajo, enseñándole y describiéndole la satisfacción
que le producía.
—Tomas una piel de animal, áspera y maloliente, cubierta de pelaje o de
los pelos puntiagudos que quedan después de esquilarla. Agarras esa aspereza
y la lavas hasta que queda limpia. Luego cubres el olor con un hedor diez
veces peor. Después la lavas una y otra vez. Muchas veces. A continuación la
trabajas, buscas sus partes más fuertes y las más débiles, rebajas las
fuertes y refuerzas las débiles. La igualas, la doblas, la raspas, la untas con
aceite, la engrasas; notas cómo cambia con tu tacto. Entonces empiezas a
amarla, porque de algo áspero estás creando algo suave, fuerte, bonito y du-
radero.
»Así es cómo se curte una piel. Yo he aprendido que sucede lo mismo con
el corazón y con el alma del hombre. Hay que probarlo y trabajarlo durante
mucho tiempo; tiene que experimentar el hedorantes de alcanzar la fuerza, la
resistencia y la belleza. Se ha de notar el toque artesanal del maestro, así
como su amor. Esto es lo que Jesús y su Padre me han hecho comprender,
Tastros. Yo soy la piel maloliente, Ellos son los maestros. El Espíritu Santo,
es ese profundo destello que tiene en su interior una piel cuando está
flexible y curada.
—¿Quieres enseñarme a curtir pieles y a entregar el corazón y el alma a
los Maestros para que la curtan?
Tastros se entregó de forma incondicional a ambos aprendizajes.
Durante una de las lecciones, dio a Saúl la respuesta a la pregunta que
durante tanto tiempo había atormentado a José. Tastros lo mencionó por
casualidad, sin tener conciencia de la trascendencia de aquel comentario.
—Nunca conseguiréis que los habitantes de la ciudad sigan a vuestro Dios
y a Jesús. Los druidas no los dejarán.
Saúl pidió a Tastros que hablase con José. Personalmente, nunca había
oído hablar de los druidas, pero José, sí. En Belerión había tenido intérpretes
druidas, profesores druidas, incluso un amigo que era un bardo druida, y
jamás encontró hostilidad en ellos.
Eso se debía a que no había tropas romanas allí, replicó Tastros. ¿Acaso
no lo sabía? El ejército romano tenía orden de exterminar a todos los
druidas, porque éstos practicaban sacrificios humanos. Por su parte, Tastros
no veía que aquello fuera tan grave. Al fin y al cabo, las bajas habidas en las
batallas también podían considerarse sacrificios humanos, y el ejército
romano se enorgullecía de las muertes que causaba en el campo de batalla.
José seguía sin entender. Si el ejército romano había exterminado a los
druidas, unas excelentes personas y eruditos en su opinión, ¿cómo podía decir
entonces Tastros que los druidas dictaban a los celtas de esta ciudad lo que
tenían que hacer?
Ah, en realidad no estaban totalmente aniquilados, ni mucho menos.
Aunque los habían expulsado de todas las zonas romanizadas de Galia y de
algunas de Germania, en áreas remotas, como el territorio del norte todavía
existían algunos. En el campamento todo el mundo sabía, a excepción de los
oficiales, que los celtas acudían a los druidas para curarse o para solucionar
sus disputas.
¿Le llevaría alguien a hablar con los druidas?, preguntó José, intrigado.
No, ni pensarlo. Los celtas siempre dirían que en Galia no había druidas.
De esta manera los protegían de los romanos.
José dio las gracias a Tastros y lo dejó marchar. Tenía muchas cosas en
qué pensar, echar mano de viejos recuerdos.Ela sintió como si algo o alguien
la hubiese golpeado en el pecho cuando al salir de la habitación vio a Claudia y
a Severo besándose. Se hallaban tan cerca uno del otro... y él la estrechaba
contra sí. Era como si fuesen una sola persona. ¿Qué era aquello? «¿Qué se
siente al tener los labios de un hombre sobre los tuyos?» Inconscientemente,
se tocó la boca. Luego dio media vuelta y salió corriendo.
En la siguiente reunión José recibió a las personas que hacían preguntas
después de oír el relato de Ela sobre Jesús y les habló de una forma muy
diferente. En lugar de empezar contando la vida, muerte y resurrección de
Jesús, comenzó con las antiguas palabras de la Tora.
—Dios dijo: «Hágase la luz», y se hizo la luz. Todos conocemos el poder de
la luz, del sol que calienta la tierra y hace que ésta produzca alimento para
los hombres y los animales. Hay personas que ponen un nombre a la luz. La
llaman Mabón. Otros la llaman Sul. Así sucede con las demás cosas que creó
Dios. La gente pone nombre a sus maravillas. Sirona, a sus estrellas; Táranos
a los estruendosos sonidos de las tormentas que envía Dios.
»Todas estas cosas, así como los nombres que les han puesto los hombres,
son obra de Dios. Dios tiene un solo nombre: "Dios." Sus maravillas son tan
numerosas que no se pueden contar. Entre todas esas maravillas, hay una aún
más gloriosa. Se trata de su Hijo. Él también tiene sólo un nombre, "Jesús".
De Él es de quien os hablo.
De este modo, José consiguió captar, como nunca había logrado antes, su
atención. Al introducir a las deidades celtas en su discurso, pasó a formar
parte de su mundo.
Esa misma noche, mientras rezaba, José agradeció de todo corazón, la
combinación de elementos que le habían llevado a Belerión. Allí había
aprendido algunos de los nombres que los paganos utilizaban para nombrar a
los dioses que identificaban con la naturaleza circundante.
Al cabo de un mes, había media docena de nuevos nazarenos. Cada semana
que pasaba eran más las personas que acudían a escuchar el mensaje de
Jesús.
En enero, el día en que cumplía diecisiete años, Ela llevó a cabo el plan que
había ideado. Fue a la cocina, donde Brea estaba preparando la cena. Como
siempre, su hijo Harlyn la ayudaba a transportar leña para el fuego y agua del
pozo.
Harlyn tendría unos quince o dieciséis años de edad. Ela no lo sabía
exactamente, pero tampoco le importaba.—Brea —dijo—, quiero que Harlyn
me ayude a hacer una cosa. ¿Puede venir un momento?
—Ve con Ela, hijo —dijo la madre.
Ela llevó a Harlyn hasta su habitación y cerró la puerta.
—Quiero que me des un beso, Harlyn. Rodéame la cintura con tus brazos.
Yo te enseñaré cómo hacerlo.
El chico se apartó, repentinamente pálido.
—¡Ahhh! —gritó mientras tiraba frenéticamente del picaporte de la
puerta.
Cuando consiguió abrirla, salió disparado, como si le hubiesen azuzado los
perros.
Ela se derrumbó sobre su cama. Golpeaba los cojines con los puños,
llorando. ¿Qué tenía de malo ella? ¿Acaso era tan repulsiva?
78
El druida surgió de repente entre la oscuridad que se hacía cada vez más
espesa. Venía envuelto en un manto blanco con la capucha echada sobre el
rostro, que permanecía oculto entre las sombras, como el de una aparición.
Marta buscó a Saúl de un modo instintivo y se quedó junto a él. Tastros
también se acercó a ellos en silencio.
—¿Abba?
—Sí, Ela, es un druida. Espero que haya venido para conversar con
nosotros. Si es así, usa el griego. Ellos hablan todas las lenguas con mucha
fluidez.
Sin embargo, el druida se inclinó por el britónico, la lengua de los celtas.
Se había quitado la capucha y el pelo rojizo le brillaba bajo la luz de las
antorchas.
—¡Beltane! —gritó mientras levantaba una copa de bronce que llevaba en la
mano. Luego inclinó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y vertió en ella el
líquido espumoso que contenía el recipiente.
—¡Beltane! —rugieron cientos de gargantas al unísono.
Docenas de tazas y copas llenas de bebida fueron pasando de mano en
mano y todo el mundo brindó por el buen desarrollo de la fiesta.
El druida recorrió el firmamento con la mirada durante largo rato. José
oía la respiración contenida de aquellos que tenía más cerca y se dio cuenta
de que también él había estado aguantando el aliento.
Entonces, el sacerdote de la túnica blanca y el cabello rojo cogió una de
las antorchas y volvió a gritar la misma palabra. Luego echó a correr hacia la
pila de broza que había cerca de allí y tiró la tea encima. Una veintena de
hombres imitaron sus gestos y formaron un círculo alrededor del montón de
maleza, en el que cada individuo se mantenía a la misma distancia de la
persona que tenía al lado.
Al cabo de unos instantes, el montón de madera era pasto de las llamas y
la luz de la hoguera iluminaba las piedras blancas y la zona que las rodeaba,
como si fuera mediodía.
El calor y los trozos de ramas ardiendo que saltaban de la fogata
obligaron a retroceder a los hombres.
—¡Beltane! —vociferó de nuevo el druida.
Se volvió hacia la oscuridad que se extendía tierra adentro, abrió los
brazos y las mangas de su túnica hicieron pensar a todos los presentes en dos
enormes alas blancas.Eso ocurría momentos antes de que José reparara en
ellas. El resplandor del fuego lo tenía encandilado. Pero, entonces, vio
aparecer una luz en medio de la noche. Y luego otra, y otra más, y así hasta
que el número de puntos luminosos fue incalculable. En todas direcciones y
hasta donde alcanzaba la vista, empezaron a brillar hogueras; algunas de ellas
se encontraban tan lejos, que apenas eran más que simples motas que
parpadeaban en la distancia.
A lo largo y ancho de los territorios situados a la izquierda, los celtas del
mundo se habían reunido para celebrar con fuego la fiesta de la vida y la
fraternidad. A la luz de la hoguera, las lágrimas que resbalaban por las
mejillas de Rufo quedaron convertidas en gotas de oro.
—Abba —susurró Ela mientras posaba una mano sobre el hombro a José—.
Abba, Jesús nos ha enviado otro milagro. Levanta la cabeza.
José hizo lo que la muchacha le pedía y vio encima de él un árbol que era
como un hermoso dosel vivo, a través de cuyas flores se divisaba la cúpula
azul del cielo.
Contempló durante unos instantes aquellos pétalos que se agitaban de un
modo casi imperceptible y se dio cuenta de que la planta había florecido en
diciembre. Ela había dicho que se trataba de un milagro y era verdad.
—Está claro que Dios nos ha traído aquí y que desea que nos quedemos. He
llegado a donde debía llegar y ahora descansaré —declaró José.
A continuación, se tumbó en la mullida hierba que crecía debajo del árbol
y pronto fue bendecido con el sueño.
Los demás hicieron otro tanto: Rufo se acostó junto a José bajo de las
ramas del árbol milagroso. Saúl y Marta se echaron el uno al lado del otro con
las manos entrelazadas, en el mismo lugar en el que habían presenciado el
milagro mientras Tastros permanecía cerca de ellos.
Ela fue la única que no cedió de forma inmediata a la fatiga. Al ser la
persona mas joven y ágil del grupo, volvió corriendo a la barca para recoger el
cesto que contenía los manuscritos de José, su arpa y el odre que Marta
había llenado con el brebaje de hierbas de José.
Luego regresó al sitio en el que había brotado el árbol, se tumbó en el
suelo y no tardó en caer en un sueño profundo y reparador.
81
Bodinnar envió una invitación formal a los nazarenos para que asistieran a
la fiesta de Imbolc, que se celebraría en el pueblo a partir del primero de
febrero. La invitación, que consistió en una canción interpretada por un coro
de niños, ensalzaba la llegada de la primavera. Los celtas consideraban que en
esa fecha se iniciaba la nueva estación.
—¿Que el primer día de la primavera será dentro de tres días? Ojalá
fuese verdad. —Ela se sacudió unas gotas de aguanieve que resplandecían
sobre la tela de su capa—. Bueno, da igual, la fiesta será divertida. Espero
que esta vez también enciendan una buena hoguera.
Sus previsiones resultaron acertadas ya que los aldeanos no sólo
organizaron un banquete por todo lo alto, sino que pusieron a disposición de
los asistentes una cantidad ilimitada de hidromiel.
Sin embargo, Ela opinaba que lo mejor había sido la música. Un trío de
druidas bardos ataviados con túnicas blancas tomaron las liras y cantaron
numerosas piezas en las que se glosaban antiguas historias de héroes y
caballeros andantes.
Cuando los aplausos y felicitaciones se apagaron por completo, la
muchacha se acercó al que tenía un aspecto menos imponente.
—Gracias, ha sido precioso —le dijo.
El bardo la miró con interés ya que su acento denotaba que era ex-
tranjera.
—¿Puedo haceros una pregunta? —prosiguió Ela.
—Naturalmente. ¿Ha habido algún verso que no lograrais entender?—
Muchos. No conozco las leyendas. Pero lo que en realidad quería saber es
dónde conseguís las cuerdas de vuestro instrumento. Tengo una pequeña arpa
que tiene todas las cuerdas rotas y echo mucho de menos poder tocarla.
—¿No podéis tocar nada?
—Ni un acorde.
—¿Os gustaría intentarlo con la lira? Sé lo vacía que es una vida sin
música.
—Oh, no. No. No, muchas gracias. Es demasiado difícil para mí. Lo único
que deseo es poder volver a tocar el arpa.
—Os proporcionaré unas cuantas cuerdas. Siempre guardo algunas de
reserva, por si las mías se estropean. Sin embargo, debo deciros que no hay
demasiada diferencia entre la lira y el arpa. Los instrumentos de cuerda se
parecen mucho entre sí. —Como ilustración a sus palabras, el druida pulsó una
a una todas las cuerdas de la lira. Al oír la escala de tonos, el corazón de Ela
se llenó de nostalgia.
Cuánto echaba de menos la música. En los momentos de angustia y
aflicción, había sido su refugio, un lugar privado al que podía retirarse y dar
rienda suelta a la imaginación.
—Sólo una... —dijo la joven y acto seguido rozó con los dedos una de las
cuerdas más cortas, que produjo un sonido agudo de intensa belleza—. Oh.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. El druida entendió perfectamente la
emoción que la embargaba en aquellos instantes. Él sentía lo mismo y pensaba
que era una pena que alguien tuviera que renunciar a la música.
—Sentaos aquí. ¿Cómo os llamáis? ¿Ela? Bien. Sentaos junto a mí, Ela. Ésta
es una fiesta muy ruidosa, así que nadie oirá lo que estamos haciendo. Ahora
tocad todas las cuerdas e intentad encontrar las notas que producís con
vuestra arpa.
Ela no pudo resistirse a aquella propuesta. Ladeó la cabeza para percibir
mejor los sonidos y, a continuación, punteó el instrumento con el objeto de
acostumbrarse a su voz. Al cabo de unos minutos, la actividad había
absorbido toda su atención.
No se dio cuenta del tiempo que había transcurrido hasta quejóse se
acercó hasta ella y le causó un pequeño sobresalto al ponerle la mano en el
hombro.
—Es hora de irse, hija mía.
—Tan pronto. Oh, abba, escucha esto. Es tu canción favorita.
Empezó a cantar la canción de Belerión mientras sus dedos arrancaban de
la lira unas notas de gran simplicidad que le sirvieron de acompañamiento.
82
Al cabo de diez días, mientras Ela ayudaba a Marta con los preparativos
de la fiesta del ágape, vieron al primer grupo de aldeanos hacer el camino de
vuelta a través de los pantanos.
—Cualquiera que fuese el peligro, parece que ya ha pasado —comentó Ela
—. ¡Se me ocurre una idea, Marta! Invitémosles a todos a la fiesta de mañana.
Aún tenemos tiempo de conseguir más comida.
El día en que los nazarenos conmemoraban el aniversario de la re-
surrección de Jesús, la capilla estaba atestada de gente. Ela cantó el salmo
de David y José explicó la historia de Jesús y de su Padre. Luego fueron
todos a la colina del árbol milagroso, donde Rufo y Tastros habían colocado
una sene de mesas y bancos pertenecientes al mobiliario de las cabanas,
diversos objetos cedidos por los propios aldeanos y unos cuantos tablones de
madera procedentes de un sendero que la gente ya no utilizaba.
En un pequeño foso lleno de carbón que los hombres habían excavado en el
suelo, se estaban asando en aquellos momentos seis corderos, media docena
de pollos y cuatro cestos de pescado. En la mesa aguardaban unos enormes
tarros de cebollas en conserva, varios montones de hogazas de pan y un
amplio surtido de quesos. En cuanto al vino, el regalo de Nancledra había sido
tan generoso, que nadie dudaba de que habría bastante para todos.
José explicó el significado de tomar pan y vino en memoria de Jesús. A
continuación, inclinó la cabeza para rezar y le dio las gracias a Dios por su
munificencia, por haberles enviado a Su Hijo, por la comunidad allí reunida y
por la seguridad de todos ellos. Luego partió el pan y lo depositó en unas
cestas que fueron pasando por las mesas. Después hizo lo mismo con el vino,
que procedió a servir en las tazas dispuestas para tal fin.
—¡Mirad! Mirad el árbol mágico —gritó una de las mujeres del pueblo al
tiempo que se quitaba el cuenco de los labios y se ponía de pie.
Estaban empezando a abrirse las primeras flores.
—Nos salvó de los romanos —exclamó—. El suyo es un dios realmente
poderoso.
Durante los tres años siguientes, todos los habitantes de aquella aldea
cada vez más numerosa esperaron pacientemente a que el idilio entre Ela y
Lerryn acabara en matrimonio. Ela era bastante mayor para casarse, tal vez
más de la cuenta, en opinión de las mujeres de la comunidad. Entonces, ¿a qué
estaba esperando? Lerryn era guapo, trabajador y un músico excelente que,
con toda segundad, acabaría consiguiendo el grado de bardo. Quizás algún día
llegara incluso a alcanzar el rango de sacerdote, el máximo honor que podía
lograr un druida. Archidruida, no. Jamás. A Lerryn no le había sido concedido
ningún don especial; no poseía las cualidades que un buen adalid debe tener.
Era demasiado tímido y callado.
A pesar de todo, no cabía duda de que sentía un gran cariño por Ela.
Pasaba con ella todo el tiempo que podía. ¿Por qué la muchacha no le echaba
el guante, lo hacía feliz y de paso se hacía feliz a sí misma?
Lo que ninguno de los aldeanos sabía era que Ela y Lerryn eran felices tal
como estaban. Interpretaban melodías juntos y se enseñaban mutuamente las
canciones que conocían. Es decir, las canciones oficialmente aceptadas, ya
que, como Lerryn le explicaría a Ela, no se permitía a ningún aspirante a bardo
compartir con otra persona ni la música ni la letra de las largas sagas que
debían memorizar como parte de la educación que recibían.
Ela le contestó que no pensaba tomarse la molestia de aprenderlas aunque
se lo pidiera de rodillas.
—Me gustan un millón de veces más las que tú compones, Lerryn.
Se trataba de baladas en las que se ensalzaba la belleza: la belleza de la
naturaleza, la belleza de la vida, la belleza del amor.
Ela y Lerryn compartían muchas de las facetas del amor.
Daban largos paseos por el campo y ambos se maravillaban de la infinita
variedad de plantas, flores, colores, matices, nubes, luces y sombras y
paisajes que encontraban durante las diferentes épocas del año.
Charlaban sobre sus vidas, sus pensamientos, sus sueños. Ela le habló a
Lerryn de su amor por Jesús y del que Él sentía hacia toda la humanidad;
también le enseñó el secreto del silencio y a abrir su corazón para que Jesús
entrara en él. Entonces él también conoció el milagro del amor divino y el don
del Espíritu Santo.
Por su parte, Lerryn le enseñó a Ela que los druidas —y, de hecho, todos
los celtas— consideraban que la verdad era el bien supremo y la meta que
toda persona debía esforzarse por alcanzar. Como Lerryn, Ela aprendió a
comprender y a amar la perfección de la verdad absoluta, una perfección que,
por naturaleza, era realmente difícil de alcanzar.
Sin embargo, por encima de todo, compartían el amor por la música. Cada
uno de ellos aprendió a tocar el instrumento que el otro prefería e incluso las
flautas rústicas que las gentes del campo confeccionaban con los juncos de
las marismas. Ambos cometían errores al interpretar una composición, tanto
si estaban solos como cuando se reunían para tocar. Cuando el fallo era más
tonto de lo normal se echaban a reír, ya que otra de las cosas que tenían en
común era el amor por la alegría.
Los dos sentían una especial inclinación por lo romántico, que identificaban
con la unión perfecta, ideal e inalcanzable entre un hombre y una mujer. En
cierto modo, lo que intentaban era crear entre ellos un particular arco iris
amoroso, un hermoso vínculo resplandeciente.
A veces, mientras caminaban cogidos de la mano, aquel contactose
convertía en una promesa excitante, en una invitación a explorar una cara
desconocida del amor. Cuando esto ocurría, sin que entre ambos mediara
cualquier palabra o sonrisa que pudiera llegar a convertir aquella emoción en
una peligrosa realidad, sus dedos se soltaban inmediatamente como si ninguno
de los dos hubiera sentido nada. En el caso de Lerryn, porque consideraba
necesario volcar todas sus energías y su entusiasmo en la consecución del
sacerdocio; en el caso de Ela, porque creía que ella era la única que deseaba
un mayor contacto físico y un amor menos idealizado. Recordaba lo que Rufo
le había dicho una vez: que ningún hombre sensible e íntegro profanaría un
cuerpo que había sido objeto de un milagro de Dios.
Cada año, el árbol milagroso florecía en la estación en que los demás seres
nacidos de la tierra se adornaban con los símbolos de la muerte. José cambió
impresiones con los nazarenos, cuyo número ascendía por entonces a más de
un centenar de personas, y decidieron celebrar el milagro cada año como si
fuera el nacimiento de Jesús en Albión. La llegada de José y sus compañeros
a aquellas tierras y el hecho de que hubieran traído consigo el pergamino que
contenía las palabras de Jesús había sido el origen de todo. El nacimiento del
árbol florido era una natividad porque era también un mensaje del amor de
Dios.
Tal como ya se hiciera en primavera durante la conmemoración del milagro
de la resurrección, el aniversario del surgimiento del árbol se celebró con un
ágape. Para ello, los habitantes de la aldea decoraron el altar con ramas
cubiertas de flores y colocaron un capullo frente al sitio que cada uno de los
asistentes ocupaba en la mesa.
Durante aquellos dos días, José rezó con fervor porque le fuera
concedido el don del Espíritu Santo y deseó poder compartir la felicidad que
llenaba los corazones y almas de todos los que lo rodeaban. Hubo instantes de
gracia o, cuanto menos, él creyó que los había ha-bido, pero la sensación fue
tan efímera que no podía afirmarlo con toda seguridad. Aquella
incertidumbre pesaba de una forma terrible en su corazón.
Tan onerosa era la carga, que no se sintió capaz de soportarla solo y pidió
a Ela y Rufo, las dos personas que sentía más próximas, que sumaran sus
plegarias a las suyas.
—Si pudiera conocer el Espíritu Santo, conocerlo realmente, antes de
morir, mi vida estaría completa.
José tenía setenta y cuatro años cuando aquella existencia maravillosa
tocó a su fin.
83
Una noche, una hoguera algo más pequeña que la que había aparecido tres
semanas antes volvió a brillar en la cima del monte Tor. Ela y Lerryn, que
habían quedado en encontrarse para contemplar la hermosa noche estrellada,
fueron los primeros en verla.
Lerryn creyó haber encontrado un motivo que explicaba la repentina
aparición de aquel fuego. Sólo faltaba una semana para la fiesta de Beltane y,
durante muchos días, la gente había estado acarreando ramas y árboles
derribados por las tormentas de invierno para formar un enorme montón
dentro del círculo situado en la cumbre del Tor. Lerryn estaba seguro de que
los autores del desaguisado debían de ser unos niños que habían decidido
trepar a la cima y gastar aquella broma pesada a los habitantes del pueblo.
—Los esperaremos aquí y cuando traten de escabullirse, los atraparemos
antes de que logren llegar a casa. Se merecen un severo castigo.
—¿Como qué?
—Como hacer que recojan los restos de carbón que queden cuando se
apague la hoguera y obligarlos luego a reponer la leña. Cuando hayan acabado,
les dolerá todo el cuerpo.
—¡Lerryn! Resulta de lo más sospechoso que estés tan bien informado.
¿No será que tú hiciste lo mismo cuando eras pequeño?
—Éramos diez. Pero lo que se celebraba entonces no era la fiesta de
Beltane, sino la de Samain.
La noche pasó y del Tor no bajó ningún culpable. Cuando salió el sol, un
penacho de humo negro enturbiaba los colores del amanecer.
—Debe de tratarse de una auténtica señal de alarma —dijo Lerryn—.
Tendrás que llevar a tu padre a Hod Hill, Ela. Sé que no quiere ir allí sin
haber recibido antes un mensaje del archidruida, pero habrás de insistir.
Nancledra se encuentra a muchos kilómetros de aquí y, si tu padre no va, los
demás tampoco se moverán. Estoy seguro de que no querrá ponerlos en
peligro. Habla con él. Yo he de ir al bosque de robles para ver si los
sacerdotes tienen órdenes para los estudiantes. Allí es donde nos reunimos
siempre.Hod Hill fue toda una sorpresa para José. Era con mucho la población
más grande, densa y mejor organizada de todas cuantas había visto desde
que abandonara aquella ciudad ribereña de la Galia para poner rumbo al norte,
hacia el mundo de los celtas.
El monte no era tan alto como el Tor, pero tenía una anchura similar. Los
habitantes habían convertido la cima en una plataforma plana y habían
utilizado la tierra para levantar unos enormes muros a su alrededor. El
recinto amurallado tenía una extensión de unas treinta hectáreas. Cada
metro de tierra cumplía una determinada función. En el centro de cada grupo
de cabanas se hallaba un pequeño patio. En Hod Hill había todo lo necesario
para mantener y dar cobijo a los cientos de personas procedentes de los
campos cercanos que buscaban refugio allí: hornos para fabricar pan, talleres
de cerámica y objetos metálicos, almacenes rebosantes de grano, cinco
pozos, establos para el ganado, once letrinas, gallineros próximos a los
altares en los que se sacrificaban aves en honor a los dioses celtas y
numerosas torres de vigilancia situadas a escasos metros de distancia dentro
del perímetro de las murallas.
Ela contempló fascinada a lossoldados reunidos a los pies del empinado
camino de tierra que conducía a las puertas abiertas de la fortaleza. Cada
uno de ellos llevaba puesta una falda de piel y un cintu-rón ancho del mismo
material del que colgaba una espada larga y reluciente y una gruesa honda de
cuero que servía para lanzar piedras y proyectiles metálicos muy afilados. Se
habían untado el cabello con cal y, al llevarlo muy tieso y puntiagudo, parecían
monstruos de ultratumba. Unos monstruos de color azul, puesto que éste era
el color que habían elegido para teñirse la piel.
Por fin veía con sus propios ojos a los hombres azules de los que su padre
tanto le había hablado. Su aspecto le pareció aterrador; aunque, de hecho,
ésta era la impresión que aquellos guerreros pretendían causar en los
enemigos. Cuando dos de ellos le exigieron que abandonara el carro y los
caballos, no se atrevió a decir una palabra. Prefería cargar con su padre ella
misma que discutir con aquellos soldados.
En cambio, José no tuvo reparos en dirigirse a ellos.
—¿Quién es el enemigo?
—Los romanos. Ayer noche desembarcó un ejército en el este.
—Nunca entenderé las guerras —se quejó Ela a José al cabo de una
semana. Los hombres azules les habían devuelto el carro y los caballos y en
aquel momento llevaba a su padre de regreso a casa.
—Hay doce tribus diferentes en Albión. Quizá más —le explicó José—.
Son todas celtas, pero cada una de ellas se considera a sí mis-ma un pueblo
distinto a los demás. Algunas veces se enzarzan en guerras de conquista y
una tribu invade el territorio de la otra. Los catuvellauni son los más
agresivos. Llevan décadas asolando el este de Albión y vendiendo como
esclavos a los hombres y mujeres que arrebatan a los romanos.
José le contó que el jefe de la tribu había muerto hacía poco tiempo y
que, a diferencia de él, sus dos hijos eran contrarios a los romanos. Aquél era
el motivo de que el ejército romano hubiera desembarcado en tierras celtas,
se hubiera enfrentado a los catuvellauni en una batalla que sólo había durado
tres días y, tras matar a uno de los hijos, hubiera obligado al otro a poner los
pies en polvorosa.
No cabía duda de que los romanos habían cumplido la misión que se habían
propuesto, ya que lo que no pensaban hacer era molestarse en perseguir al
fugitivo Carataco y al puñado de soldados supervivientes que le habían
acompañado en la huida. Las legiones habían acampado y parecían tranquilas.
—Probablemente piensan que cuando Carataco pida asilo, la tribu que
gobierne las tierras en las que haya decidido detenerse se encargará de
asesinarlo. Después de todo, es un peligro viviente para los demás jefes de
Albión. Bodinnar mismo está encantado con la perspectiva. Y lo mismo puede
decirse de los otros dos jefes que conocí en la fortaleza. Nunca simpatizarán
con los romanos. Me temo que los durotriges no confían en nadie, pero les
alegra enormemente que los romanos hayan eliminado de un plumazo todas las
amenazas que habrían recibido de Carataco en el futuro. En la mente de esos
hombres, las regiones del este son tierras extranjeras situadas lejos de aquí,
pero la distancia real es bastante menor de lo que piensan.
—Bueno, la verdad es que me alegro de que todo haya acabado y de que
regresemos a casa.
—Todo el mundo siente lo mismo. Hay que ocuparse de los campos de trigo
y de reunir a los animales desperdigados. —José se rió entre dientes—.
Además, esta noche es la fiesta de Beltane. Nadie quiere perderse los bailes
y el banquete.
—Cuando hablas del banquete, te refieres a la bebida, claro; porque, si
hay bastante hidromiel, los hombres pueden pasar perfectamente sin comer.
—Es normal que lo celebren, Ela. No hay guerra.
—Entonces llevaremos un odre del vino de Nancledra a la fiesta. Nosotros
también nos merecemos un poco de diversión —dijo Ela con una sonrisa
burlona.
A José le pareció una idea estupenda.El verano transcurrió como siempre:
días soleados interrumpidos por chubascos de corta duración que servían
para enfriar el ambiente y regar los cultivos. Las competiciones del Gorsedd
estaban al caer y Lerryn no podía ocultar la inquietud que le producía la
inminencia del acontecimiento. Si lo hacía bien, sería honrado con el título de
bardo.
Ela había tenido la oportunidad de escuchar las piezas que había
compuesto y le había asegurado que eran magníficas.
Cada semana la joven iba a ver a Marta y, entre risas, le explicaba todas
las novedades. Tanto ella como Marta aparentaban la edad que tenían, pero
Saúl, que por aquella época debía de rondar los sesenta, parecía tan joven
como siempre.
—Es porque tiene la tez curtida por el sol —comentó Marta desde-
ñosamente—. Hace mucho tiempo, la piel se le convirtió en cuero y ya sabéis
que el cuero no se arruga.
Ela miró a Tastros de cerca para comprobar la veracidad de la teoría de
Marta.
—Puede que tengas razón —le dijo—. La verdad es que ahora parece más
joven que antes.
—Quizás sea porque se ha casado y está a punto de convertirse en padre.
El matrimonio y los hijos mantienen joven a una persona —contestó Marta
mientras miraba a Ela con una despreocupación que estaba lejos de sentir.
Ela fingió no comprender la insinuación de Marta, pero se marchó de allí
en cuanto pudo. Quería asegurarse de que veía a los demás componentes del
grupo con tanta frecuencia como le era posible. Aparte de los matrimonios de
Rufo y Tastros, el hecho de que el número de habitantes de la población
hubiera aumentado tanto y que la vida de la comunidad fuera mucho más
activa había producido cambios inevitables en la existencia de todos. No
obstante, habían estado tan unidos y habían recorrido juntos tantos
kilómetros, que seguía sintiendo un cariño muy especial por todos ellos.
Incluso iba a visitar un lugar apartado, cercano a una fuente de la que
brotaba un agua de sabor metálico, donde habían enterrado a los perros,
muertos a causa de su avanzada edad.
Hacia finales del verano, llegaron del este una sene de rumores difíciles
de creer. Se decía que el emperador romano había venido a Albión en persona
para encabezar al ejército victorioso en su ataque a la ciudad fortificada que
una vez había sido cuartel general y centro tribal de Carataco.
Aquello resultaba dudoso, pero no del todo imposible. A los em-peradores
romanos les gustaba ser conocidos como grandes generales. Lo que Ela se
resistía a tragarse era aquel cuento sobre los doce elefantes que había
traído con él. Se decía incluso que había encabezado la expedición a lomos de
uno de ellos, sentado bajo un baldaquino de seda.
A la joven le habría encantado ver un elefante, pero lo más seguro era que
el rumor fuese una invención. La gente —y aquello valía también para los
emperadores— no se dedicaba a viajar por el mundo en compañía de bestias
enormes como casas.
También corría un rumor —y esta vez resultó ser cierto— que los hombres
del pueblo consideraron mucho más inquietante. Bodinnar había venido desde
la aldea del pantano para explicarles de qué se trataba.
El emperador, cuyo nombre era Claudio, había firmado una serie de
tratados con al menos diez de las tribus de Albión. A cambio de la amistad de
Roma y la protección que ésta se comprometía a darles en caso de recibir
ataques de sus enemigos, habían accedido a pagar una determinada cantidad
de tributos e impuestos. Una de aquellas tribus estaba constituida por los
regni, cuyos territorios limitaban con la frontera sudeste de los durotriges.
Su jefe, Cogdumno, había dispensado una calurosa acogida a las tropas
romanas en la ciudad costera que le servía de cuartel general. En aquel
momento, estaban fortificándola y un destacamento de soldados se
encontraba acuartelado allí.
Algunos durotriges opinaban que quizá todo aquello no fuera sino una
forma de tener contento a Cogdumno. Después de todo, el tratado
especificaba que los romanos defenderían al jefe tribal de cualquier posible
enemigo.
Otros tenían una teoría aún más optimista y decían que lo único que
pretendían los romanos era encontrar un lugar seguro para sus tropas desde
el que poder efectuar el viaje de vuelta a la Galia.
En cualquier caso, habría que vigilar todos sus movimientos y recoger la
cosecha lo antes posible para almacenar los alimentos en la fortaleza de Hod
Hill en previsión de que un posible ataque de los romanos o de los regni
obligara a la tribu a buscar refugio allí.
84
José nunca había visto el comedor tan lleno. Como era de esperar, Maen lo
colocó en un sitio alejado de las corrientes de aire y próximo a la cocina, para
que la comida estuviera caliente y apetitosa cuando llegara a la mesa.
La especial deferencia con que la sacerdotisa lo trataba despertó un
considerable grado de curiosidad en los demás comensales. Otro tanto
ocurría con la enorme cruz de oro que colgaba sobre el pecho de José, quien
en ningún momento prestó atención a los cuchicheos y las miradas inquisitivas
que le dirigían los clientes del establecimiento. Tenía un hambre de lobo y
aquel suculento estofado olía de maravilla.
De ahí que se sintiera muy molesto al notar que alguien le daba un
golpecito en el hombro mientras comía.
—-¿Qué deseáis? —le dijo al rubio desconocido que reclamaba su atención.
—Os ruego que me disculpéis. ¿Podría preguntaros cómo os llamáis?
—Acaba de cenar, abba. —Ela levantó la cabeza para mirar al intruso—. Mi
padre se llama José de Anmatea —le dijo y luego volvió a centrar su atención
en la comida. Ella también estaba hambrienta. No hacía mucho que habían
regresado a la habitación, cuando oyeron que alguien llamaba a la puerta. Ela
fue a ver quién era y se encontró con un hombre alto de cabellos oscuros que
llevaba puestos unos pantalones brillantes y sujetaba una vela de sebo en la
mano. El desconocido le tapó la boca con la mano que le quedaba libre.
—Chss —siseó—. No me delates.
Ela se dio cuenta de que hablaba en griego y aquel hecho excitó su
curiosidad, por lo que decidió esperar un poco antes de morderle los dedos.
—Tú no me recordarás, Ela, pero estoy seguro de que tu padre sí lo hará.
Soy Julio, hijo de Marco, el senador romano amigo suyo. Permíteme entrar.
Ela retrocedió para dejarle paso. La situación le resultaba divertida. Se
acordaba de él perfectamente. Era el de las carreras de cuadrigas del Circo
Máximo.
La primera cosa que hizo fue explicar su presencia allí. De hecho, era
centurión de la segunda legión, la fuerza romana que había levantado la
fortificación en el territorio de los regni. Tenía órdenes de inspeccionar el
camino de Fosse de un extremo a otro y evaluar si era posible utilizarlo como
ruta de paso de tropas y pertrechos. Llevaba consigo una escolta formada
por tres soldados regnis, pero ninguno de ellos conocía su verdadera
identidad. Le había encargado a uno de los hombres que se asegurara de que
José era realmente quien él pensaba que era.
José se estremeció al enterarse de las órdenes de Julio. Habría deseado
que la guerra fuera cosa del pasado.
Julio se encogió de hombros. Poco podía hacer un humilde centurión para
cambiar las decisiones. Ni siquiera les explicaban en qué consistían y lo único
que se esperaba de ellos era que ejecutaran las órdenes que se les daban.
De una cosa sí tenía plena constancia: el camino de Fosse no era la única
carretera que se estaba sometiendo a reconocimiento. En aquel mismo
momento, había otros centuriones disfrazados recorriendo el país con sus
correspondientes escoltas.
—El comandante de la segunda es el hombre más meticuloso del mundo. No
os exagero si os digo que revisó hasta la última astilla de madera que sirvió
para construir la fortificación. Algunos prefectos tienen éxito porque son
flexibles y capaces de tomar decisiones rápidas en los momentos más
críticos. A Vespasiano lo han ido ascendiendo por ser un maestro en el
trabajo bien hecho. Dentro de poco, no habrá carretera, sendero, puente o
riachuelo de estas tierras que no conozca.
A José le interesaban mucho las explicaciones del joven, pero estaba muy
lejos de sentirse satisfecho del contenido de las mismas.
—¿Y tú qué opinas de todo esto, Julio?
El soldado romano seguía mostrando un semblante totalmente inexpresivo.
—Yo no opino. Me limito a cumplir órdenes.
José percibió el dolor que se ocultaba bajo aquella máscara de in-
diferencia y optó por hablar de algo más alegre.
—Cuéntame cosas de tu familia, Julio. ¿Cómo está mi amigo Marco?
Julio habló de su padre con visible orgullo. Marco era probablemente el
hombre más respetado del senado. El emperador Claudio se refería a él
diciendo que era «el ejemplo acabado de todo lo que debe ser un romano».
Julio se echó a reír de repente y, al hacerlo, se quitó de encima diez años
y durante unos instantes dejó de ser un hombre de aspecto cansado, frío y
envejecido. Ni siquiera aparentaba los veintiocho años que en realidad tenía.
—José, nunca adivinaréis quién volvió a Roma después de que
osmarcharais. ¡Aquel loco de Herodes Agripa! Una vez que Sejano hubo salido
de escena, Herodes se presentó en el palacio que Tiberio tenía en Capri.
Cuando se enteraron de su regreso, todos aquellos a los que debía dinero
desde hacía una infinidad de años hicieron lo mismo.
»Supongo que recordaréis que era el mejor amigo del hijo de Tiberio.
Pues, a pesar de ello, el emperador no sólo se negó a cubrir sus deudas, sino
que además lo metió en la cárcel. La señora Antonia acudió en su ayuda y, al
cabo de poco tiempo, Herodes decidió concentrar todas sus energías en
intimar con Calígula, al que Tiberio ya había nombrado su heredero.
»Ni siquiera me molestaré en hablaros de Calígula, José. No era más que
un loco peligroso. Nadie que se viera obligado a tratar con él estaba a salvo.
Nadie excepto Herodes, claro. Él era capaz de manejar a cualquiera. —La
expresión de Julio perdió de nuevo la vitalidad. Era como si estuviese
contemplando los abismos del infierno. Sin embargo, no tardó en recobrar el
control y el sentido del humor—. Calígula fue asesinado por los mismos que se
encargaban de velar por su seguridad.
»Luego, la guardia pretoriana cogió al bueno de Claudio y se lo llevó a sus
cuarteles con la intención de nombrarlo emperador.
—¿Quién es ese Claudio? Su nombre me resulta familiar, pero no consigo
acordarme de él.
—¡Acabáis de hacer el retrato perfecto de Claudio, José! Nadie le había
prestado jamás la menor atención. Se trata del hijo de Antonia, aquel que
tartamudeaba tanto y se pasaba la vida escribiendo libros de historia.
Ahora José recordaba a Claudio perfectamente. Druso y Herodes no
hacían más que tomarle el pelo todo el tiempo, pero en el entierro de
Berenice, fue Claudio, con toda su torpeza y fealdad, el que escribió el más
hermoso panegírico en honor de la difunta. Sensible, sí. Tierno, sí. Pero
¿emperador? ¿Él, que durante toda su vida había sido el hazmerreír de
Roma?
—Me cuesta trabajo imaginarme a Claudio en el papel de jefe del imperio
romano —le dijo a Julio, que se limitó a esbozar una amplia sonrisa.
—Lo mismo le pasó al senado. Sus miembros estaban muy ocupados
buscando a otra persona e incluso habían llegado a plantearse la posibilidad
de reinstaurar la república. Por supuesto, mi padre estaba a favor de esta
última opción.
»¿Y quién diríais que asumió el mando y lo arregló todo? Herodes Agripa.
¿Quién, si no? Después de autonombrarse intermediario, se dedicó a
corretear todo el día entre el senado, Claudio y la guardia. Suave como la
seda y resbaladizo como una serpiente, no se sabe cómo consiguió infundirle
la firmeza necesaria a Claudio, pero lo cierto es que éste puso los ojos en
blanco, se encogió de hombros y les dijo a los senadores que no soportaba
pensar en lo que la guardia podía hacer con los que se atrevieran a
enfrentarse con ella y con su candidato a emperador.
»La guardia pretoriana está formada por veinte mil hombres fuertes y
armados hasta los dientes, así que no es de extrañar que el senado optara
por enviar a Herodes con un amable mensaje en el que pedían a Claudio que se
convirtiera en el próximo emperador.
»De hecho, Claudio es un buen gobernante. Él dice que estudiar historia
durante tantos años le ha servido para saber qué es lo que no hay que hacer
nunca.
»El dinero procedente de los impuestos lo emplea en construir nuevos
acueductos en vez de despilfarrarlo en artículos de lujo para su exclusivo
disfrute y beneficio. Sin embargo, la mejor parte de la historia —y el motivo
de esta larga introducción— es lo que ocurrió después con Herodes. ¡Claudio
lo convirtió en rey de todos los territorios que habían estado bajo la égida de
su abuelo! Herodes Agripa es el nuevo Herodes el Grande.
José se desternillaba de risa.
—No hay duda de que el muchacho siempre ha sabido qué tierra pisaba,
pero esto supera todo lo imaginable. El muy granuja. Ten mucho cuidado, oh
Israel. Te van a dejar sin blanca y Herodes Agripa conseguirá que incluso te
encante el proceso.
—Eso es exactamente lo que dijo mi padre, sólo que vuestra frase es aún
mejor, José.
Ambos hombres intercambiaron unas sonrisas al recordar a aquel bribón
encantador.
Ela advirtió con tristeza que la habían dejado al margen. Ni Julio ni su
padre habían mirado una sola vez hacia donde se encontraba ella. Además,
hacía muchos años que José no se reía tanto. Julio era una buena medicina
para él. Tenía que haber alguna forma de conseguir que se quedara aunque la
hiciera sentirse como un mueble.
Quizá su padre estuviese pensando lo mismo, porque le preguntó a Julio
cuánto tiempo tenía previsto permanecer allí.
—Me marcho mañana. Es arriesgado estar rodeado de gente.
—¿Regresas al campamento, entonces?
—Sí, he recorrido la carretera hasta su extremo norte. En este preciso
momento estoy haciendo el camino de vuelta.
Mañana me dirigiré hacia la costa y luego continuaré mi viaje a campo
traviesa.—Qué lástima. Me habría gustado tener la oportunidad de conversar
un poco más contigo.
—José, en realidad llevo mucho tiempo queriendo hablar con vos. Una vez
acompañé a mi madre a vuestra casa...
—Lo recuerdo.
—Todo lo que le explicasteis... He pensado mucho en alguna de las cosas
que dijisteis entonces. Sin darle demasiadas vueltas, claro está. Sin embargo,
en los momentos difíciles aparecían de nuevo en mi mente. —Julio se encogió
de hombros—. Bueno, dejémoslo estar. Ahora tengo trabajo que hacer. No
me queda tiempo para filosofar.
José se inclinó hacia delante y le respondió con tono serio pero firme.
—Julio, no existe nada en tu vida actual ni en la futura que sea más
importante que tu alma inmortal. No fui capaz de ayudar a tu madre, pero,
por lo que acabo de oír, aún tengo esperanzas de poder ayudarte a ti.
Después de que hayas informado del estado de la carretera, ven a verme a
casa.
»Es poco probable que alguien te haga preguntas pero, si eso ocurre,
contesta siempre en griego. Di que te envía Stratos, mi representante
comercial. ¿Te acordarás? Durante mucho tiempo tuve un representante que
respondía a ese nombre. Ahora vive en Judea, en la ciudad portuaria de
Cesarea, donde el griego es el idioma más utilizado.
»Repite los nombres que acabo de decirte hasta que logres memo-
rizarlos: Judea, Cesarea, Stratos, José de Arimatea. Un celta no sabrá lo que
significan, pero lo más probable es que mi nombre le suene de algo y los
druidas hablan el griego a la perfección.
—Pero, José, tengo deberes que cumplir...
—¿En invierno? Conozco lo suficiente el ejército para saber que esas
tareas pueden encomendarse a otra persona. Da cualquier excusa en el
campamento. Diles que vas a cazar jabalíes o que acabas de conocer a una
mujer. Queda de tu cuenta decidir qué es lo mejor. Lo importante es que
vengas a verme.
—Ojalá pudiera.
—Deja de desearlo y actúa.
—Me recordáis a mi padre —dijo Julio con una sonrisa triste.
—Entonces, obedéceme como obedecerías a Marco. Ahora te enseñaré
cómo llegar hasta el pueblo...
Después de cerrar la puerta, Ela comenzó a regañar a José.
—Abba, pensabas quedarte aquí por lo menos un mes. Sé que Julio es muy
divertido, pero...
—Ese muchacho necesita ayuda, Ela. Y puede que yo sea la única persona
que pueda prestársela. Él ejemplifica mejor que nadie el motivo por el que me
enviaron aquí a difundir el mensaje de Jesús.«Siempre puedo regresar a
tomar los baños, pero jamás volveré a tener la oportunidad de hacer algo por
el hijo del hombre que me ayudó cuando tanto lo necesitaba. Estoy seguro de
que es Dios quien ha organizado este encuentro aparentemente casual.
»Mañana pasaré todo el día en remojo y pasado mañana nos iremos a casa.
Como era de esperar, Julio se quedó impresionado al ver la austera
sencillez con que vivían los habitantes del pueblo y no pudo evitar abrir los
ojos como platos cuando se encontró delante de la cabaña de barro de José,
uno de los hombres más ricos y poderosos que su padre había conocido en su
vida. Marco le había explicado muchas historias acerca de José que, a su vez,
había sabido gracias a Berenice. El propio Julio había tenido la oportunidad
de ver los bloques de viviendas que José había construido en Roma y el
enorme apartamento que había reservado para su disfrute en uno de aquellos
edificios. ¿Cómo era posible que un hombre acostumbrado a tales lujos pudie-
ra subsistir ahora con tan poco? Sin embargo, aquélla no era la única sorpresa
que le esperaba.
—Te alojarás en mi casa —le dijo José—. Ya lo he arreglado todo para que
Ela se quede con Saúl y Marta en la cabaña de al lado. Tú dormirás en su
cama, la que está al fondo de la habitación, detrás del biombo.
—¿Ela no tiene una casa y una familia propias? Mi hermana es más joven
que ella y ya tiene tres hijos. ¿Es viuda acaso?
—No está casada. No hemos parado de viajar desde que era una
adolescente. Hasta que llegamos aquí. Además, hay un joven...
—¿Un celta?
—Algo más que eso. Está cursando los estudios necesarios para con-
vertirse en druida. Ahora mismo se encuentra en la escuela de medicina.
—José, no debéis permitir que vuestra hija se case con él. Supongo que ya
sabéis que el ejército romano piensa acabar con los druidas. —Julio movió la
cabeza en sentido negativo para subrayar aquellas palabras.
—Sí, he oído decir algo al respecto. En la Galia. Pero no puedo creer que
sea cierto. Echar de una región como la Galia a un grupo poderoso e
influyente es infame, aunque comprensible. Pero no es lo mismo que matar a
sus miembros. «Acabar» con alguien significa destruirlo.
—Ésas son las órdenes, José.
—¿Te han dicho ya que las cumplas?
—No, pero todos los hombres comentan que...
—Bueno. Ya lo entiendo. Se trata sólo de un rumor. Y un rumor tiende
siempre a magnificar las cosas.«Aunque a primera vista parezca lo contrario,
nuestros hogares son muy cómodos. Aquí todo el mundo cree que eres uno de
mis socios comerciales. Alguien que, por desgracia, aunque también de forma
lógica, no habla el idioma local.
»No quiero meterte prisa ni echarte sermones. Cuando creas que ha
llegado el momento de hacer preguntas o de hablar, quiero que sepas que
estoy a tu disposición. Lo mismo que Ela, que es bastante mejor que yo en
todo lo que se refiere a la explicación de nuestras creencias.
»Ahora pasemos a temas más banales, pero no por ello menos importantes.
En el hueco que hay junto a la chimenea encontrarás un ánfora alta que
contiene un excelente vino galo. Sírvete todo el que quieras. Llena tu jarra
con él y brindaremos por tu llegada.
José le pidió a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo que bendijera
el matrimonio de Helena y Julio. La ceremonia tuvo lugar en la capilla de los
nazarenos, el día de la natividad. Nancledra también se hallaba presente. El
recuerdo de Sara era el culpable de que tuviera los ojos empañados. Ela se
parecía mucho a su madre. Antes de que la ceremonia comenzara le había
dado su regalo, pero la joven no se había dado cuenta de su valor real. La
belleza del cofre tallado de ágata azul la había emocionado tanto, que apenas
había prestado atención a la ramita que había dentro.
El archidruida la sacó del estuche. A la luz del sol, las bayas, que parecían
hechas de cera, brillaron entre las hojas.
—Se llama muérdago, Ela, y crece en las ramas más altas de los robles.
Los celtas creemos que representa la vida eterna porque, en invierno, sus
hojas permanecen verdes mientras las del roble se secan y caen al suelo. Te
la entrego con el deseo de que tu felicidad sea también eterna.
Ela no sabía que el muérdago fuera sagrado para los druidas y tampoco
tenía idea de que ella era la única mujer, a excepción de las sacerdotisas que
había tenido una rama en las manos. Le dio las gracias a Nancledra de todo
corazón, más por la amabilidad que mostraba hacia ella que por el honor de
que la hacía objeto. Luego colocó el muérdago entre las ramas floridas que
había cogido del árbol milagroso para llevarlas en los brazos. El ágape de
aquel día iba a servir tanto para celebrar la unión de un hombre y una mujer
en el amor terrenal como para dar gracias por el amor que recibían de Dios y
de Su Hijo.
José estaba encantado de entregar a su hija, su tesoro más preciado, a
Julio. Sin embargo, éste no había sido el único presen-te que el joven había
obtenido ya que, sólo unas semanas antes, le había sido concedido el don de la
fe, de la presencia del Espíritu Santo.
José trasladó sus pertenencias a la cabaña de Saúl y Marta para que Julio
y Ela pudieran tener un hogar propio.
A Ela le encantaba quejarse lastimosamente de la falta de un brasero.
Aunque lo que de verdad le gustaba era la reacción de Julio.
—Conozco una manera de hacerte entrar en calor.
En opinión de Ela, el amor carnal era sin lugar a dudas el mejor juego
jamás inventado.
—Eres insaciable —la acusaba Julio.
—¿Te molesta? —Ela sabía la respuesta.
—Todo lo contrario.
Sin embargo, había otros momentos que, a su modo, podían llegar a ser tan
sublimes como aquéllos: los que ambos dedicaban a conversar, a explicarse
secretos, a compartir sus más íntimos sueños.
—Julio, si pudieras hacer una cosa, cualquier cosa, ¿qué eligirías?
—Si te lo digo, te reirás de mí.
—¿Y qué importa eso? Cuando me río de ti es cuando más te quiero.
—De acuerdo. Pero no te burles mucho.
—Dímelo.
—Una vez estuve de visita en casa de un primo de mi madre. Tenía una
villa rodeada de jardines, una granja, olivos y un viñedo. Ése es mi sueño, Ela,
aunque no tengo la menor idea de en qué consiste el trabajo de un granjero.
—Julio, iré contigo con los ojos cerrados y te prometo no reírme cuando
cometas errores. Pero tú debes prometerme algo a cambio.
—Lo que sea. ¿De qué se trata?
—Que me dejes pisotear las uvas durante todo el tiempo que quiera.
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EL COMIENZO.............................................. 11
EPÍLOGO................................................... 647