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DEL MUNDO
INTRODUCCIÓN
A LA LITERATURA MEDIEVAL
Y REN AC EN TI ST A
C. S. Li w is
La imagen
del mundo
Introducción a la literatura
medieval y renacentista
T r a d u c c ió n de ("a rlo s M a n z a n o
Ediciones Península
Barcelona
La edición original ele esta obra íue publicada en 1964
por Press Syndicate of the University of Cam bridge,
con el título ih c Discar dad Ima&c.
P R E F A C I O ......................................................................................................................... 9
I. LA SITUACIÓN MEDIEVAL........................................................... II
A. C a l c i d i o ........................................................................... 46
B. Macrobio ....................................................................... 54
C. S e u d o -D io n isio ....................................................... ....... 60
D. Boecio ........................................................................... 63
ÍN D I C E O N O M Á S T I C O Y A N A L ÍT K O .................................................................
¡ i
PREFA C IO
9
ñas; como también existen viajeros ingleses que llevan su resuelto
nacionalismo por toda Europa, solamente se relacionan con otros
turistas ingleses, disfrutan de lo que ven exclusivamente por su «p in
toresquism o» y no desean comprender lo que esas formas de vida,
esas iglesias, esos viñedos significan para los nativos: merecido tienen
su castigo.
N o tengo nada que discutir con quienes enfocan el pasado con
esa mentalidad. Espero que no me busquen pendencia, pues he es
crito para los otros.
10
C A P Í T U L O P R I M ER O
LA SIT U A C IÓ N M ED IEVA L
ii
en él hasta el fin del mundo. I .a substancia do esa creencia no diiiere
de otras que podríam os encontrar en el mundo primitivo. Un rasgo
característico de la reacción primitiva e s el de poblar la naturaleza,
especialmente sus partes menos accesibles, con espíritus, unos favo
rables y otros hostiles. Pero Lazamon no escribía aquello porque
compartiese reacción comunitaria v espontanea alguna del grupo
social en que vivía. La historia real de ese pasaje es muy diferente. Su
autor tomó su relación de los demonios aéreos del poeta normando
Wace (c. 1155). Wace la tomo de la Historia Re<¿un/ Pritanniae de
Geoffrey de Mommouth 'antes de 1139). Geoffrey la tomó de De
Dco Socratis de Apuleyo, obra del siglo II. Apuleyo reprodujo la
pneumatología de Platón, quien, para apoyar la ética y el m ono
teísmo, había m odificado la mitología recibida de sus antepasados. Sí
nos remontamos en el tiempo a través de muchas generaciones de
antepasados, al final podemos encontrar, o por lo menos conjeturar,
una época en que dicha mitología estaba apareciendo de la forma
que suponem os primitiva. Pero el poeta inglés no sabía nada de eso.
Estaba más alejado de ello que nosotros, ( 'reía en aquellos demonios
porque había leído cosas sobre ellos en un libro, de igual forma que
muchos de nosotros creemos en el sistema solar o en las descripcio
nes que del hombre primitivo hacen los antropólogos. La desapari
ción del analfabetismo y el contacto con otras culturas contribuyen a
la eliminación de las creencias primitivas; precisamente esos tactores
eran los que habían producido la creencia de Lazamon.
Quizá mi segundo ejemplo sea más interesante. En la obra del
siglo XI V Pélerinage de l’Honane de Guillaume Deguileville, la N atu
raleza (personificada), dirigiéndose a un personaje llamado Grace-
dieu, dice que la frontera entre sus dominios es la órbita de la Luna.'
Sería fácil suponer que esa afirmación procede directamente de la
mitopoética primitiva, que divide el cielo en una región alta, poblada
por los espíritus superiores, y otra baja, poblada por los espíritus
inferiores. La Luna sería una linde espectacular entre ellos. Pero, en
realidad, los orígenes de dicho pasaje tienen muy poco que ver con
la religión primitiva ni con la civilizada siquiera. Al llamar al numen
superior G rácedieu, el poeta ha intercalado en la obra un elemento
cristiano, pero se trata de una simple «c ap a» sobre una tela que no
es cristiana, sino aristotélica.
Aristóteles, por estar interesado tanto en la biología como en la
astronomía, se vio ante un contraste evidente. El mundo en que los
hombres habitamos se caracteriza por el cambio incesante mediante
I2
el nacimiento, el crecimiento, la procreación, la decadencia y la
muerte. Y dentro de dicho mundo los métodos experimentales que
se habían conseguido en su tiempo solamente descubrían una uni
form idad imperfecta. Los fenomenos se producían de la misma
forma, pero no perfecta o invariablemente, sino «en conjunto» o «en
su mayor parte».4 Pero el mundo estudiado por la astronomía pare
cía completamente diferente. Todavía no se había observado ninguna
nova? Por lo que podía apreciar, los cuerpos celestes eran perm a
nentes; ni nacían ni morían. Y cuanto más se los estudiaba, más (per
fectamente) regulares parecían sus movimientos. Así, pues, el uni
verso estaba, aparentemente, dividido en dos regiones. A la región
más baja, la del cambio y la irregularidad, la llamó «naturaleza»
(cpúaiq). A la más alta la llamó «cielo » (oí)pavó<;). Así pudo hablar de
«la naturaleza y el cielo» como de dos cosas diferentes.6 Pero un
fenómeno en constante cambio, el tiempo, revelaba claramente que
el dominio de la inconstante naturaleza se extendía cierto trecho por
encima de la superficie de la Tierra. El «cielo» debía empezar más
arriba. Parecía lógico suponer que regiones que diferían en cualquier
detalle observable estuviesen también compuestas de materias dife
rentes. La naturaleza se componía de los cuatro elementos: tierra,
agua, fuego y aire. Por tanto, el aire (y con el aire la naturaleza y con
ésta la inestabilidad) debía acabar antes de que empezara el cielo.
Por encima del aire, ya en el cielo, había una substancia diferente a
la que llamó éter. De m odo que «el éter contiene a los cuerpos divi
nos, pero justo por debajo de la naturaleza divina y etérea se encuen
tra lo mutable, perecedero y condenado a morir». Mediante la pala
bra «divina» Aristóteles introduce un elemento religioso y la
colocación de la frontera fundamental (la que separa el cielo de la
naturaleza, el éter del aire) en la órbita de la Luna es un detalle
menor. Pero el concepto de dicha frontera parece responder a una
necesidad más científica que religiosa. Esa es, en última instancia, la
fuente del pasaje de la obra de Deguileville.
Lo que ambos ejemplos ilustran es el carácter absolutamente
libresco o erudito de la cultura medieval. Cuando decimos que la
Edad Media es la época de la autoridad, solemos referirnos a la auto
I}
ridad de la Iglesia. Pero fue la época no solo de la autoridad de esta
ultima, sino también de las autoridades. Si consideramos su cultura
como la respuesta al medio, los elementos de éste a que respondió
con mayor intensidad fueron los manuscritos, lo d o escritor, a poco
que pueda, se basa en un escritor antiguo, sigue a un auctour, prefe
rentemente latino. Esa es una de las características que diferencian
aquel período histórico casi tanto del mundo primitivo como de la
civilización moderna. Los miembros de una comunidad primitiva
absorben su cultura, en parte inconscientemente, mediante la parti
cipación en el modelo inmemorial de comportamiento, y en parte
mediante la tradición oral conservada por los más viejos de la tribu.
En nuestra sociedad la mayoría del conocimiento depende, en última
instancia, de la observación. Pero la Edad Media dependía predom i
nantemente de los libros. Aunque el número de las personas que
sabían leer era muy inferior al de ahora, la lectura era en cierto modo
un ingrediente más importante de la cultura en conjunto.
N o obstante, hay que hacer una salvedad a esta afirmación. La
Edad Media tenía raíces en el norte y oeste «bárb aro s», además de
en la tradición grecorrom ana que le llegó principalmente por los
libros. H e colocado la palabra «b árb aro s» entre comillas, porque, de
lo contrario, podría prestarse a confusiones. Podría sugerir una dife
rencia en raza, artes y capacidad natural mucho mayor de la que real
mente existió en la antigüedad incluso entre los ciudadanos romanos
y los que presionaban contra las fronteras del imperio. Mucho antes
de que aquel imperio se derrum bara, la ciudadanía había dejado de
tener relación alguna con la raza. A lo largo de su historia, sus veci
nos germánicos y (más aún) celtas, aunque en un tiempo habían
resultado conquistados o habían sido aliados, no oponían resistencia,
al parecer, a la asimilación de su civilización ni encontraban dificul
tad para ello. Se los podía vestir con togas y enviarlos a clases de retó
rica casi al instante. En nada se parecían a hotentotes tocados con
som breros hongos y fingiéndose europeos. La asimilación era real y
en muchos casos permanente. Al cabo de unas pocas generaciones
podían empezar a producir poetas, juristas, generales romanos. Su
diferencia respecto de los miembros más antiguos del mundo greco
rromano no era mayor que la— de cráneo, facciones, complexión o
inteligencia— existente entre estos últimos.
La contribución de los bárbaros (así entendidos) a la Edad Media
recibirá una valoración diferente según el punto de vista desde el que
los estudiemos. Por lo que se refiere al derecho, las costumbres y la
configuración general de la sociedad, los elementos barbaros pueden
ser los más importantes. Lo mismo podem os decir, en cierto sentido,
4
de un arte en particular en algunos países. N ada puede ser más esen
cial en una literatura que la lengua que emplea. Una lengua tiene su
propia personalidad; supone un punto de vista, revela una actividad
mental y tiene una resonancia que no son exactam ente los mismos
que los de cualquier otra. N o sólo el vocabulario— heaven nunca
puede significar exactam ente lo mismo que cielo— , sino también la
propia configuración sintáctica es sui generis. A eso se debe que
la deuda de la literatura medieval (y moderna) de los países germ á
nicos, incluida Inglaterra, con su origen bárbaro sea omnipresente.
En otros países, donde las lenguas celtas y las de los invasores ger
mánicos resultaron casi totalmente anuladas por el latín, la situación
es muy distinta. En la literatura inglesa de la E d ad M edia, pese a las
innegables influencias francesas y latinas, el tono y el ritmo de todas
las frases y la impresión que causan son de origen bárbaro (en el sen
tido que estam os dando a esta palabra). Q uienes ignoran la relación
del inglés con el anglosajón, por considerarlo un «m ero hecho filo
lógico» sin im portancia para la literatura, revelan una espantosa
insensibilidad hacia lo que confiere su carácter específico a la litera
tura.
Para el estudioso de la cultura en sentido más estricto— es decir,
del pensamiento, del sentimiento y de la im aginación— , los elemen
tos bárbaros pueden ser menos importantes. Incluso para éste, en
m odo alguno son despreciables sin duda. Residuos de paganism o no
clásico sobreviven en el antiguo escandinavo, en el anglosajón, en el
irlandés y en el galés; la mayoría de los especialistas los consideran
un substrato de m uchos elementos de la literatura artúrica. L a p o e
sía amatoria medieval puede tener alguna deuda para con las co s
tum bres bárbaras. H asta época muy avanzada, las baladas pueden
revelar fragm entos de folklore prehistórico (si es que no es eterno).
Pero hemos de ver las cosas en proporción. Los antiguos textos
escandinavos y celtas eran totalmente desconocidos fuera de una
zona muy limitada y siguieron siéndolo hasta la época moderna. Los
cam bios lingüísticos hicieron que, al cabo de poco, el anglosajón
resultase ininteligible incluso en Inglaterra. Indudablem ente, en las
lenguas vernáculas posteriores existen elementos procedentes del
antiguo germánico y del antiguo celta. Pero, ¡qué difícil nos resulta
encontrarlos! Por cada referencia a Wade o Weland, encontramos
cincuenta a Héctor, Eneas, Alejandro o César. Por cada vestigio p ro
bable de la religión celta extraído de un libro medieval, encontra
mos decenas de referencias claras y enfáticas a Marte, Venus y
Diana. La deuda que los poetas amatorios pueden tener para con los
bárbaros es vaga y conjetural; su deuda para con los clásicos o
15
incluso— como ahora descubrim os— para con los árabes es mucho
más segura.
Quizá se pueda afirmar que el legado bárbaro no es, en realidad,
menor, sino simplemente menos ostensible y más oculto, e incluso
que precisamente por eso es más influyente. Eso puede ser cierto en
el caso de los romances y las baladas. Por tanto, hemos de pregun
tarnos hasta qué punto, o, mejor, en qué sentido, son éstos prod uc
tos medievales característicos. Indudablemente, destacaron más en la
representación que de la E dad Media hicieron los siglos XVIII y X I X
que en la realidad. H abía una razón poderosa para ello. Ariosto,
Tasso y Spenser, los descendientes por línea directa de los narrado
res medievales, siguieron siendo «literatura elegante» hasta la época
de H urd y Warton. El gusto por esa clase de literatura siguió vivo
durante la época «m etafísica» y neoclásica. A lo largo de ese período
las baladas también se conservaron vivas, aunque muchas veces en
forma un tanto degradada. Las niñeras las cantaban a los niños; a
veces críticos eminentes las elogiaron. Así, el «renacim iento» m edie
val del siglo XVI II revivió algo que no estaba del todo muerto. A lo
largo de esa línea retrocedimos hasta la literatura medieval, siguiendo
hasta su fuente una corriente que pasaba por delante de nuestra
puerta. A consecuencia de ello, los romances y las baladas colorearon
de forma algo exagerada la idea que se tenía de la E dad Media. Si
exceptuam os a los eruditos, así sigue siendo en la actualidad. Cuando
la iconografía popular— una ilustración, un chiste en la revista
Punch— pretende resumir la idea de lo medieval, representa a un
caballero andante con un fondo de castillos, damiselas afligidas y
dragones quant. suff.
Com o suele ocurrir, podem os justificar la impresión popular. En
un sentido quizá merezcan los romances y las baladas que se los con
sidere el producto característico o representativo de la E dad Media.
Por su difusión y permanencia, han dem ostrado ser de las cosas más
placenteras que aquélla nos dejó. Y, aunque en todas partes podem os
encontrar composiciones más o menos parecidas, en cuanto a su
efecto total son algo único e insustituible. Pero, si lo que queremos
decir con el término «característico» es que el tipo de imaginación
que encarnan era la ocupación principal, o incluso la más frecuente,
de los hombres medievales, estaremos en un error. El carácter fan
tástico de algunas baladas y el severo y lacónico patetismo de otras
— el misterio, el sentido de lo infinito, la elusiva reticencia de los
mejores romances— difieren del gusto medieval habitual. Están
totalmente ausentes de algunas de las más importantes muestras de
la literatura medieval: los H im nos, Chaucer, Villon. Dante puede
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conducirnos a través de todas las regiones de los muertos sin provo
carnos ni una sola vez el fnsson que nos produce The Wife o/U sher's
Well o The Chapel Perilous. Parece como si los romances y ese tipo
de baladas hubieran sido en la E dad Media, como han seguido
siendo desde entonces, pasatiem pos, diversiones, cosas que sólo pu e
den vivir en los márgenes de la mente, cosas cuyo propio encanto se
debe a que no están situadas «en el centro» (posición que tal vez
sobrevalorara Matthew Arnold).
En lo que tenía de más característico, el hombre medieval no era
un soñador ni un vagabundo. Era un organizador, un codificador, un
constructor de sistemas. N ecesitaba «un lugar para cada cosa y cada
cosa en su sitio». Lo que le deleitaba era la distinción, la definición,
la catalogación. Aunque estaba acaparado por actividades turbulen
tas, igualmente lo estaba por la tendencia a formalizarlas. La guerra
estaba formalizada (en teoría) por el arte de la heráldica y las reglas
de caballería; la pasión sexual (en teoría), mediante un elaborado
código del amor. La especulación filosófica sumamente elevada y ori
ginal se comprimía dentro de un rígido m odelo dialéctico copiado de
Aristóteles. Florecieron en particular estudios como el derecho y la
teología moral, que exigen la ordenación de detalles muy diferentes.
En las artes de la retórica se clasificaba todo posible rasgo de la escri
tura de un poeta (incluso algunos que mejor habría sido que no
hubiese usado). N ada gustaba más a los medievales— ni hacían
mejor— que clasificar y ordenar. Supongo que de todas nuestras
invenciones modernas la que habrían adm irado más habría sido el
fichero.
Esa tendencia interviene tanto en lo que a nosotros nos parecen
sus pedanterías más tontas como en sus logros más sublimes. En
estos últimos vemos la energía exultante, infatigable y tranquila de
mentes apasionadam ente sistemáticas dedicadas a unificar enormes
masas de material heterogéneo. Los ejemplos perfectos son la Summa
de santo Tomás de Aquino y la Divina Commedia de Dante, tan uni
ficadas y ordenadas como el Partenón o el Edipo rey, tan abarrotadas
y variopintas como una estación terminal londinense en un día de
fiesta.
Pero existe una tercera obra que podem os— creo yo— colocar
junto a las dos citadas. Se trata de la propia síntesis medieval, la orga
nización total de su teología, ciencia e historia en un único modelo
mental, complejo y armonioso, del Universo. La construcción de
dicho modelo estaba condicionada por dos factores que ya he citado:
el carácter esencialmente libresco de su cultura y su intensa afición a
los sistemas.
i7
Los medievales eran librescos. En verdad, creían en los libros a
pies juntillas. Les costaba mucho creer que algo que un antiguo auc-
tour hubiese dicho fuera pura y simplemente falso. Y heredaron una
colección de libros muy heterogénea: judíos, paganos, platónicos,
aristotélicos, estoicos, cristianos primitivos, patrísticos. O — según
una clasificación diferente— crónicas, poem as épicos, sermones,
visiones, tratados filosóficos, sátiras. Evidentemente, sus auctours se
contradicen. Incluso lo parece aún más si pasam os por alto la distin
ción de géneros y extraemos la información imparcialmente de los
poetas y de los filósofos, cosa que, de hecho, los medievales hacían
con mucha frecuencia, a pesar ele que, en teoría, estaban en condi
ciones de señalar que los poetas hablaban de cosas imaginarias. Si, en
esas condiciones, se tiene también una gran renuencia a dejar de
creer rotundamente cualquier cosa que figure en un libro, se dan una
necesidad urgente y al tiempo una magnífica oportunidad para clasi
ficar y ordenar. Hay que armonizar todas las contradicciones apa
rentes. Hay que construir un m odelo que lo abarque todo sin con
flicto y la única forma de conseguirlo será la de volverlo intrincado,
la de procurar una unidad mediante una gran multiplicidad, perfec
tamente ordenada. Creo que los medievales habrían em prendido esa
tarea en cualquier caso. Pero adem ás los inducía a ello el hecho de
que ya se hubiese iniciado y estuviera bastante avanzada. En las p o s
trimerías de la antigüedad, muchos escritores— algunos de los cuales
estudiarem os en un capítulo posterior— estaban reuniendo y arm o
nizando— tal vez no del todo conscientemente— concepciones de
orígenes muy diferentes: construyendo un modelo sincrético con ele
mentos no sólo platónicos, aristotélicos y estoicos, sino también
paganos y cristianos. La Edad Media adoptó y perfeccionó dicho
modelo.
Al hablar del m odelo perfeccionado como una obra digna de
figurar junto a la Summa y la Commedia, quiero decir que puede dar
una satisfacción intelectual semejante y por las mismas razones.
Com o ellas, está hecho en gran escala, pero es limitado e inteligible.
Lo que tiene de sublime no estriba en algo vago u obscuro. Com o
trataré de mostrar más adelante, es algo más clásico que gótico.
Existe armonía entre sus partes constitutivas, por ricas que éstas
sean. Vemos cómo se engarzan unas con otras: en concordancia; no
en una igualdad horizontal, sino en una escala jerárquica. Se podría
suponer que esa belleza del modelo es más evidente sobre todo para
nosotros que, al no aceptarlo como verdadero, podem os— o hemos
de— considerarlo como si fuera una obra de arte. Pero creo que no
es así. Creo que existen abundantes testimonios de que daba pro
!8
tunda satisfacción a las épocas en que todavía creían en él. Espero
convencer al lector no sólo de que dicho modelo del universo es una
excelsa obra de arte medieval, sino también de que, en cierto sentido,
es la obra central, aquella en la que la mayoría de las obras particu
lares encajaban, a la que constantemente se referían, de la que obte
nían gran parte de su fuerza.
*9
( AI Mil I ( ) II
SA LV ED A D ES
2I
dez a los grandes cambios habidos en el nivel cientílico y filosófico.
Además, v aparte de las omisiones concretas que presente la ver
sicSn que del modelo da el telón de londo. suele haber una diferencia
de otro tipo. Podemos llamarla diferencia de posición. Los grandes
maestros no se toman ningún modelo tan en serio como el resto de
nosotros. Saben que, al fin y al cabo, sólo es un modelo, posible
mente substituible.
La tarea del filósofo natural consiste en edif icar teorías que «s a l
ven las apariencias». La mayoría de nosotros encontram os por pri
mera vez esa expresión en P araJisc Lost (VIII, 82) y en un princi
pio quizá la mayoría de nosotros la entendiésem os mal. Se trata de
una traducción de la expresión ggí^eiv id ipaivójieva, usada por
primera vez, que yo sepa, por Sim plicio en su comentario a la obra
De Cáelo de Aristóteles. Una teoría científ ica debe «salvar» o «p r e
servar» las apariencias, los fenómenos, de que trata, en el sentido
de abarcarlos tocios, de apreciarlos correctamente. Así, por ejem
plo, los fenóm enos que estem os observando pueden ser puntos
lum inosos en el cielo nocturno y manifestar tales o cuales m ovi
mientos unos en relación con otros y con un observador situado en
un punto determ inado, o en diversos puntos determ inados, de la
superficie de la Tierra. La teoría astronóm ica será una hipótesis tal,
que, si fuera cierta, los movimientos visibles desde el punto o los
puntos de observación serían los que hubiésem os observado efecti
vamente. En ese caso, la teoría habrá «ab a rc ad o » o «salv ad o » las
apariencias.
Pero, si no exigiésemos más que eso a una teoría, la ciencia sería
imposible, pues una despierta facultad de invención podría idear
muchísimas hipótesis diferentes que también salvarían los fenóm e
nos. Así, pues, hemos tenido que complementar el criterio de salvar
los fenómenos con otro cuya primera formulación clara quizá fuera
la de Occam. Según ese segundo criterio, no hemos de aceptar (pro
visionalmente) cualquier teoría que salve los fenómenos, sino la que
lo haga con el menor número posible de conjeturas. Según eso, estas
dos teorías— a) la de que todos los trozos de poca calidad que apa
recen en la obra de Shakespeare fueron intercalaciones de los ad ap
tadores, y tí) la de que Shakespeare los escribió cuando su inspira
ción no estaba en su punto más alto— «salvarán» igualmente las
apariencias. Pero ahora ya sabem os que existió una persona llamada
Shakespeare y que la inspiración de los escritores no siempre está en
su punto más alto. Así, pues, si la erudición aspira a alcanzar alguna
vez el firme progreso de las ciencias, tenemos que aceptar (provisio
nalmente) la segunda teoría. Si podem os explicar los trozos de mala
calidad sin suponer la existencia de un adaptador, debemos hacerlo.
A los pensadores rigurosos de cualquier época ha de resultarles
evidente que las teorías científicas, por obtenerse de la forma que he
descrito, nunca son afirmaciones factuales. Al decir que resulta que
las estrellas se mueven de tal o cual manera o que las substancias se
han com portado de tal o cual manera en el laboratorio, hacemos afir
maciones factuales. La teoría astronómica o química nunca puede ser
provisional. Si una persona más ingeniosa concibe una hipótesis que
«salve» los fenómenos observados con menos conjeturas todavía o, si
descubrimos nuevos fenómenos que aquélla no pueda salvar en abso
luto, habrá que abandonarla.
Creo que esto lo admitirán todos los científicos serios actuales.
Newton lo admitió, si, según tengo entendido, no escribió: «L a atrac
ción varía de forma inversamente proporcional al cuadrado de la d is
tancia», sino: «T odo parece indicar» que así es. Sin duda alguna, se
admitió en la E dad Media. «E n astronom ía», dice Santo Tomás de
Aquino, «se da una descripción de las ruedas excéntricas y de los epi
ciclos basándose en que, si se supone su existencia [hac positione
facta], se pueden salvar las apariencias perceptibles referentes a los
movimientos celestes. Pero eso no es una prueba suficiente [suffi-
cienter probans], pues, que sepamos al menos [forte], también se las
podría salvar mediante alguna suposición diferente».2 La auténtica
razón por la que Copérnico ni siquiera rizó las aguas y Galileo p ro
vocó una tempestad puede muy bien ser la de que, mientras que el
primero presentó una nueva suposición sobre los movimientos celes
tes, el segundo insistió en considerar dicha suposición como un
hecho. Si así fue, la auténtica revolución no consistió en una nueva
teoría sobre los cielos, sino en «una nueva teoría sobre la naturaleza
de la teoría».5
Así, pues, en su nivel más alto, se admitía el carácter provisional
del modelo. L o que nos gustaría saber es hasta qué grado inferior de
la escala intelectual llegaba esa opinión prudente. En nuestra época
sería— creo yo— desacertado decir que la facilidad con que una teo
ría científica adquiere la dignidad y rigidez factuales varía de forma
inversamente proporcional a la educación científica de las personas.
En conversaciones con auditorios completamente incultos, he visto a
veces que creían cuestiones que los científicos auténticos considera
rían sumamente especulativas con mayor firmeza que muchas cosas
al alcance de nuestro conocimiento real; la imago popular del hom
23
bre de las cavernas figuraba, para ellos, entre los hechos verdaderos
y la vida de César o de Napoieon entre los rumores dudosos.
Sin embargo, no debemos apresurarnos a suponer que la situa
ción era exactamente igual en la Edad Media. Lntonces no existían
los medios de comunicación de masas, que en nuestro tiempo han
creado un cientiíismo popular, una caricatura de las ciencias autenti
cas. Los ignorantes eran mas conscientes de su ignorancia que ahora.
Y, sin em bargo, tengo la impresión de que, cuando los poetas usaban
motivos del modelo medieval, no eran conscientes, como lo era
santo Tomás de Aquino, de su modesta posición epistemológica. No
quiero decir que se hubieran planteado la cuestión que él planteaba
y que le hubiesen dado una respuesta dilerente. Ls más probable que
nunca les pasase por las mientes. Debían de considerar que la res
ponsabilidad de sus creencias cosmológicas, históricas o religiosas,
correspondía a otros. A ellos les bastaba saber que seguían a buenos
auctours, grandes letrados, «esos sabios antiguos».
Es probable que el modelo luera menos importante para los gran
des pensadores que para los poetas no sólo epistemológica, sino tam
bién emocionalmente. Creo que así debe ser en todas las épocas. Res
puestas casi religiosas a la abstracción hipostática Vida se pueden
encontrar en las obras de Shaw o de Wells o en un lilósolo enorm e
mente poético como Bergson, no en los artículos y las conferencias
de los biólogos. Dante o jean de Meung expresan el deleite que les
produce el modelo medieval, pero no san Alberto ni santo T omás de
Aquino. Sin duda se debe en parte a que la expresión de em ocio
nes— sean cuales fueren— no es tarea de los tilósoíos. Pero sospechó
que con eso no está todo dicho. No es nada anormal que los grandes
pensadores no presten dem asiada atención a los modelos. Se ocupan
de asuntos más difíciles y polémicos. Todo modelo es una construc
ción basada en las respuestas dadas a las cuestiones planteadas. El
experto se dedica a plantear nuevas cuestiones o a dar nuevas res
puestas a las antiguas. Cuando se dedica a la primera tarea, el modelo
antiguo y aceptado no le interesa; cuando se dedica a la segunda, está
iniciando una operación que al tinal destruirá totalmente el antiguo
modelo.
Una clase particular de expertos, los grandes escritores espiritua
les, ignoran el modelo casi completamente. Si nos disponem os a leer
a Chaucer, debem os saber algo sobre el modelo, pero, cuando lee
mos a san Bernardo o la Via de perfección o la Imitación, podem os
prescindir de él. Eso se debe en parte a que los libros espirituales son
enteramente prácticos, como los libros de medicina. Por lo general,
un hom bre preocupado por el estado de su alma no encontrara
24
dem asiada ayuda al pensar en las esteras o en la estructura del átomo.
Pero en la Edad Media quizás interviniera otro íactor. Su cosmología
v su religión no eran tan buenas compañeras como podría suponerse.
Al principio puede que no lo advirtamos, pues la cosmología, con su
lirme base teísta y su gustosa aceptación de lo sobrenatural, nos apa
rece eminentemente religiosa. Y en un sentido lo es. Pero no em i
nentemente cristiana. Los elementos paganos incrustados en ella
suponían una concepción de Dios y del lugar del hombre en el uni
verso que, aunque no estuviese en contradicción lógica con el cris
tianismo, desentonaba sutilmente con él. N o había un «conflicto
[directo] entre la religión y la ciencia» como el que se dio en el si
glo X IX , pero había incom patibilidad de temperamentos. E xce p
tuando la obra de Dante, raras veces encontramos fundidos la con
templación deleitada del modelo y el intenso sentimiento religioso de
carácter específicamente cristiano.
En el capítulo anterior he ejemplificado, sin proponérmelo, una
diferencia entre la descripción del m odelo y la composición de una
historia del pensamiento. En él he citado a Platón y a Aristóteles:
pero la función que he habido de atribuirles era filosóficamente
humillante, al convocar al primero para que testificase en una quere
lla de dem onología y al segundo como testigo de una física desacre
ditada. Naturalmente, no pretendía sugerir que su lugar real y per
manente en la historia del pensamiento occidental descansase en esos
cimientos. Pero en esta obra nos interesan menos como grandes pen
sadores que como fuentes— fuentes indirectas, inconscientes y casi
accidentales— del modelo. La historia del pensamiento en cuanto tal
trataría principalmente de la influencia que los grandes expertos ejer
cen unos sobre otros: la influencia, no de la física de Aristóteles, sino
de su ética y su método dialéctico en los de santo Tomás de Aquino.
Pero el modelo está basado en la coincidencia real o supuesta de cua
lesquiera autores antiguos— buenos o malos, filósofos o poetas,
entendidos correctamente o no— que, por la razón que fuese, resul
taron estar a mano.
Q uizás estas explicaciones disipen— u orienten en otro sentido—
una duda que el lector avisado podría sentir en las primeras tomas de
contacto, aquí y allá, con este libro. Puedo imaginar que ese recono
cimiento preliminar le haga formular la pregunta: «Pero, ¿hasta qué
grado inferior de la escala intelectual penetró ese modelo de usted?
r'N o estará usted ofreciendo como telón de fondo de la literatura
cosas que en realidad sólo conocían unos expertos?». Ahora vamos a
ver— espero— que la pregunta de «hasta qué grado superior» tenía
validez el modelo es al menos igualmente pertinente.
2 <S
Indudablemente, había un nivel por debajo de la influencia del
modelo. Había poceros y taberneras que nunca habían oído hablar del
Vrimum Mobile y no sabían que la Tierra era esférica, no porque pen
sasen que era plana, sino porque eso era algo en lo que nunca pensa
ban. N o obstante, en una compilación tan doméstica y sin arte como
el South English Legendary aparecen elementos del modelo. Por otro
lado, como he intentado indicar, había sin duda niveles, tanto inte
lectuales como espirituales, que en cierto sentido estaban por encima
de la influencia plena del modelo.
Digo «en cierto sentido» porque, si no, esas metáforas de arriba y
abajo podrían sugerir algo falso. Se podría suponer que creo que la
ciencia y la filosofía son de alguna manera más valiosas intrínseca
mente que la literatura y el arte. N o soy de esa opinión. El nivel inte
lectual «m ás elevado» sólo lo es con arreglo a un criterio particular;
con arreglo a otro criterio, el nivel poético es más elevado. En mi opi
nión, las variaciones comparativas de calidades diferentes carecen de
sentido.4 Un cirujano es mejor que un violinista operando y un violi
nista mejor que un cirujano tocando el violín. Tam poco pretendo
sugerir en m odo alguno que los poetas y artistas estén equivocados o
sean estúpidos por omitir de su telón de fondo muchas cosas que los
expertos consideran importantes. Un artista necesita saber algo de
anatomía, pero no necesita continuar con el estudio de la fisiología ni
mucho menos con el de la bioquímica. Y, si esas ciencias cambian
más que la anatomía, su obra no reflejará ese progreso.
27
que* había regresado de entre los muertos. ( .liando Cicerón, hacia el
año 50 a.C., escribió su propia Repiiblini, ara no ser menos, acabó
con una visión similar. Escipión el Africano Mentar, uno de los inter
locutores en el diálogo de Cicerón, relata en el sexto y último libro
un sueño extraordinario. La mayor parte de1la República de Cicerón
ha llegado hasta nosotros en condición fragmentaria. Por una razón
que revelaremos más adelante, esta parte, el Sonnuuui Scipioms, se ha
conservado intacta.
Escipión comienza diciéndonos que durante la tarde que prece
dió a su sueño había estado hablando sobre su abuelo (adoptivo),
E scipión el Africano Mayor. Esa es sin duda— dice— la razón por la
que se me apareció en mi sueño, pues nuestros sueños suelen nacer
de los pensamientos que preceden al sueño (VI, X). Ese pequeño
intento de dar verosimilitud a un sueño ficticio mediante la presen
tación de causas psicológicas se imitó en la poesía de los sueños de la
E d ad Media. Así, Chaucer en el proemio del Book of the Duchessc lee
algo sobre amantes separados por la muerte antes de soñar con ellos;
en el Parlement lee el propio Somniutti Scipionis y sugiere que ésa
puede ser la razón por la que soñó con Escipión (106-8).
El Africano Mayor lleva al Africano Menor a un cerro desde
donde contempla Cartago: «desde un lugar elevado, brillante y res
plandeciente, lleno de estrellas» (xi). De hecho, están en la esfera
celestial más alta, el Stellatum. Esta descripción es el prototipo de
muchas subidas al cielo de la literatura posterior: la de Dante, la de
Chaucer (en H ous o f Fatue), la del espíritu de Troilo, la del amante
de K m g s Quair. En una ocasión, Don Quijote y Sancho (II, xli) estu
vieron convencidos de que estaban realizando la misma subida.
Después de predecir la futura carrera política de su nieto (igual
que Cacciaguida predice la de Dante en Parad ¿so, XV II), el Africano
le explica que «todos los que han sido salvadores o paladines de su
tierra natal o han acrecentado sus dominios tienen reservado un
lugar en el Cielo» (xiii). Esto constituye un buen ejemplo del refrac
tario material que hubo de afrontar el sincretismo posterior. Cicerón
estaba fabricando un cielo para los hombres públicos, para los polí
ticos y los generales. Ni los sabios paganos (como Pitágoras) ni los
santos cristianos podían entrar en él. Aquello era completamente
incom patible con algunas autoridades paganas y con todas las cris
tianas. Pero, como veremos más adelante, en este caso se había
logrado una interpretación armonizadora antes de que se iniciase la
E d ad Media.
El Escipión más joven, enardecido con aquella perspectiva, pre
gunta entonces por qué no habría de correr a reunirse al instante con
28
aquella feliz compañía. «N o », responde el Mayor (xv), «a menos que
ese Dios cuyo templo constituye la totalidad de este universo que
estás contem plando te haya liberado de las cadenas del cuerpo, el
camino hacia aquí no está abierto para ti. Pues los hombres han
nacido sometidos a la ley de que deben ocupar [tuerentur] el globo
que ves ahí abajo en medio del templo, llamado Tierra [...] En con
secuencia, tú, Publio, y todos los hombres buenos, debéis conservar
el alma entre las cadenas del cuerpo y no abandonar la vida humana
hasta que os lo ordene Aquel que os dio el alma; si no, se considerará
que no habéis cumplido el deber asignado por Dios al hom bre». Esa
prohibición del suicidio es platónica. Creo que en este caso Cicerón
sigue un pasaje del Fedón de Platón en el que Sócrates observa sobre
el suicidio: «D icen que es ilícito» (61c), uno de los pocos actos
incluso que son ilícitos en cualquier circunstancia (62a). Sigue una
explicación. Tanto si aceptamos la doctrina que enseñan los misterios
(la de que el cuerpo es una prisión que no debem os romper), como
si no, de lo que no hay duda es de que nosotros, los hombres, som os
propiedad (Kxf|jj.axa) de los dioses y la propiedad no puede disponer
de sí misma (62b-c). Q ue esa prohibición forma parte de la ética cris
tiana es algo indiscutible, pero ha habido muchas personas, no pre
cisamente incultas, que no han sabido decirme cuándo o cómo llegó
a serlo. El pasaje que estamos considerando puede haber ejercido
alguna influencia. D esde luego, las referencias de escritores posterio
res al suicidio o a la ilicitud de poner en riesgo la vida propia pare
cen inspiradas por el parlamento del Africano, pues desarrollan la
metáfora militar que va implícita en él. El Caballero de la Cruz Roja
de Spenser responde a la tentación al suicidio por la Desesperación
con las palabras:
v i ’n ei s e n t id o d e l la tín s l d ti d. es d e c ir , p u e s to .
-9
De igual forma, Donne [Sat\re III, 29) reprueba el ciuelo con las
siguientes palabras:
[Oh, cobarde desesperado, ,*vas a parecer valiente v ceder así ante tus enem igos y
los de quien te puso de centinela en la guarnición de su m undo...?!
Entonces Escipión advirtió que las estrellas eran globos que supera
ban en tamaño a la Tierra. De hecho, la Tierra aparecía ahora tan
pequeña en comparación, que el Imperio romano, que constituía
poco más que un punto apenas en aquella minúscula superficie, le
inspiró desprecio (xvi). Escritores posteriores tuvieron presente
constantemente este pasaje. La insignificancia (a escala cósmica) de
la Tierra llegó a ser un lugar común para el pensador medieval como
para el moderno; form aba parte del repertorio de los moralistas,
usado, como lo usa Cicerón (xix), para mortificar la ambición
humana.
En la literatura posterior vamos a encontrar (Uros detalles proce
dentes del Somm um , aunque indudablemente no fue el único con
ducto por el que se transmitieron todos ellos. En el apartado xviii
tenemos la música de las esferas; en el xxvi, la doctrina del espíritu
condenado a vagar por la Tierra. En el xvii (siempre que no se lo con
sidere dem asiado insignificante) podem os ver que el Sol es la mente
del mundo, mens mundi. O vidio (Met., IV, 228) lo convirtió en
mundi aculas, el ojo del mundo. Plinio el Viejo il iist. Nal., II, iv) vol
vió a Cicerón con un ligero cambio: niundi anunus. Bernardo Silves
tre usó ambas fórmulas respetuosas: mens niitndi |...] mundanuscfiie
oculus.A Milton, quien es de suponer que no hubiese leído a Ber
nardo, pero sin duda había leído el Somninni y a Ovidio y probable
mente a Plinio, hace lo mismo: «T ú, Sol, a la vez ojo y alma de este
gran m undo» (P L., V, 171). Shellev, quien tal vez tuviera presente
sólo a Milton, eleva la imagen del ojo a un nivel superior: «el ojo con
el cual el universo / Se contempla a si mismo v se sabe divino»
{Flymn of A polla, 31).
Sin em bargo, más importante que curiosidades como éstas es el
carácter general del texto citado, típico de muchos materiales que la
E dad Media heredó de la antigüedad. Superlicialmente, parece nece
4. De Mundi Umvcrsitdlc. 11. Pr<>\ V, p. 44. ed. Barach \ Wrobel (Innsbm ck,
18/6).
!
3*
frontera entre las cosas eternas y las perecederas y también afirma la
influencia de los planetas en nuestro destino: de forma bastante vaga
e incompleta, pero también sin las salvedades que habría añadido un
teólogo medieval (xvii).
B. LUCIANO
Lucano vivió desde el año 34 hasta el 65 d.C. Séneca y Cjal lio (el que
«no se interesaba en ninguna de esas cosas») fueron tíos suyos. Su
poem a épico sobre la guerra civil, la Farsalia, quedó interrumpido
por la muerte más miserable que imaginarse pueda para un hombre:
conspiró contra Nerón, lo prendieron, confesó a cambio de una pro
mesa de perdón, denunció (entre otros muchos) a su propia m adre y,
a pesar de todo, lo ejecutaron. Creo que actualmente su poema está
infravalorado; es sin duda una obra truculenta, pero no peor en ese
sentido que las de Webster y Tourneur. Por lo que se refiere al estilo,
Lucano es, como YoLing, «un epigramista lúgubre» y, como Séneca,
un maestro del «coup de théátre verbal».
Q ue yo sepa, en la Edad Media no se imitó ese estilo, pero se con
sideró a Lucano con gran respeto. Dante lo cita en De Valgan Elo-
quentia, junto a Virgilio, O vidio y Estacio, como uno de los cuatro
regulatipoetae (II, vi, 7). En el noble castillo del Lim bo se codea con
Llomero, H oracio, Ovidio, Virgilio y el propio Dante/’ Chaucer, al
enviar su Troilo al mundo, le ordena que bese las huellas de «V irgi
lio, Ovidio, H om ero, Lucano y Estacio» (V, 1971).
La figura más popular de Lucano fue A m idas, el pobre pescador
que traslada a César desde Palestra hasta Italia. Lucano lo usa como
pretexto para hacer el elogio de la pobreza. A m idas— dice— no se
sintió intimidado lo más mínimo por el hecho de que César llamara
a su puerta: ¿qué templos, qué baluartes podrían jactarse de una
seguridad semejante? (V, 527 y ss.). Dante traduce ese pasaje con
entusiasmo en el Convivía (IV, xiii, 12} y lo recuerda con mayor
belleza en Paradiso, cuando hace decir a santo Tomás de Aquino que
la novia de san Francisco había perm anecido mucho tiempo sin pre
tendiente, pese a que aquel que asustó a todo el mundo la encontró
tan tranquila en la casa de A m idas (XI, 67 y ss.). Dos de las grandes
6 . Inferno, IV, 88 .
7. Véase E. R. Curtius, Luropean Literal'are and the Latín Muidle /Igt'.v, trad. de
W. R. Trask (Londres, 1953). Desgraciadam ente, hay que desconfiar de las traduccio
nes cié las citas latinas que figuran en esta edición. [Hay traducción castellana de
Margit Erenk Alatorre y Antonio Alatorre: Literatura europea y Edad Media latina,
México: Fondo de Cultura Económ ica, 1955, 2 vols.l
32
damas de Lucano, Julia (de la Farsalia, I, 111) y Marcia (11, 326), figu
ran también en el Inferno (IV, 128) entre los paganos nobles y vir
tuosos. Con frecuencia se ha considerado a Cornigha, que aparece
citada junto a ellas, la madre de los G racos, pero me parece más pro
bable que sea Cornelia, la esposa de Pompeyo, que figura en la obra
de Lucano (V, 722 y ss.), como esposa ideal.
Sin em bargo, esos préstam os no nos interesan mucho, excepto
como testimonios de la popularidad de Lucano. O tros dos pasajes de
la obra de Dante son más instructivos para nuestro propósito, p or
que revelan las peculiaridades del tratamiento que en la Edad Media
se dio a los textos antiguos.
En su libro segundo (325 y ss.), Lucano cuenta que Marcia,
casada primero con Catón y luego por orden suya con Hortensio,
después de la muerte de éste vuelve a reunirse con su antiguo marido
en la hora más sombría de él y de Roma y le pide— y obtiene— que
se vuelvan a casar. Pero Dante lee todo alegóricamente." Para él,
Marcia es la nobile anima. Com o virgen, representa la adolescenza\
como esposa de Catón, la gioventute. Los hijos que dio a Catón son
las virtudes propias de ese período de la vida. Su matrimonio con
H ortensio es la senettude y los hijos que tuvo con él las virtudes de la
vejez. La muerte de Hortensio y su viudedad representan la transi
ción hacia la vejez extrema (senio). Su vuelta con Catón nos muestra
al alma noble volviéndose hacia Dios. «Y » , añade Dante, «¿q u é hom
bre terrenal era más digno de representar [significare] a Dios que
Catón? Con toda seguridad, ninguno». Ese asom broso alto concepto
del antiguo suicida ayuda a explicar su posición posterior como por
tero del Purgatorio en la Commedia.
Además, en el mismo Convivio (111, v, 12), Dante afirma la exis
tencia de los antípodas y con toda naturalidad cita a san Alberto
M agno— la m ejor autoridad científica entonces disponible— en
apoyo de su opinión. Pero lo interesante es que, no contento con eso,
también cita a Lucano. Durante la marcha por el desierto en la Far
salia, IX, uno de los soldados, lam entándose de que se hubiesen per
dido en una región desconocida de la Tierra, había dicho: «Y quizá
la propia Roma esté ahora bajo nuestros pies» (877). El poeta apa
rece colocado al mismo nivel que el científico como autoridad para
una afirmación puramente científica. Siempre que intentemos eva
luar el efecto total que los textos antiguos causaban en los lectores
medievales, debem os tener presente esa asom brosa incapacidad o
indisposición para distinguir— en la práctica, aunque no siempre en
33
teoría— libros de generos diíerentes. E sa costumbre, como muchas
costumbres medievales, siguió viva hasta mucho después de que la
E dad Media llegara a su fin. Burton es un responsable importante.
Ilustra4 la fuerza fisiológica de la imaginación a partir de las Etiópicas
de H eliodoro, como si ese relato fantástico fuese auténticamente his
tórico y nos ofrece el mito de O rfeo como prueba de que los anima
les pueden apreciar la música." En el largo pasaje en latín sobre las
perversiones sexuales,'1 cita a Pigmalión y a Pasitae junto a ejemplos
m odernos e históricos. Por tanto, es muy posible que la extensa rela
ción que da Lucano de las aberraciones practicadas por la bruja
E ricto12 ejerciesen una influencia más que literaria y más funesta tam
bién. Tal vez la tuvieran presente los tribunales contra la brujería.
Pero, como el gran período de la caza de brujas es posterior a la
E dad Media, no voy a investigar aquí esa posibilidad.
Quizá la contribución más importante de Lucano al m odelo pro
ceda del comienzo de su libro noveno, en el que el alma de Pompevo
sube desde la pira funeraria hasta el cielo. Repite la ascensión de
Escipión descrita en el Sueño de Cicerón y añade nuevos detalles.
Pompeyo llega «donde el aire tenebroso se junta con las ruedas que
sostienen las estrellas»,1' las esferas (5). Es decir, que ha llegado a la
gran frontera entre el aire y el éter, entre la «naturaleza» y el «cielo»
de Aristóteles, situada claramente en la órbita de la Luna, pues la
región del aire es «la que media entre las regiones de la Tierra y los
movimientos lu nares»54 y habitada por semulei Manes (7), los espíri
tus de hombres buenos, que ahora son semidioses. Al parecer, habi
tan la propia superficie del aire, casi dentro del propio éter, pues
Lucano los describe como patientes aethens imi (8), «capaces de tole
rar (quizá, respirar) la parte inferior del éter», como si éste se volviese
más aéreo o el aire más etéreo en el punto de su encuentro. Allí,
Pompeyo primero se llena, se embebe, de «luz verdadera»11 (11, 12)
y ve «bajo qué vasta noche descansa lo que llamamos d ía »1 (13).
9. Pt. 1, 2 , M. 3, subs. 2
10. Pt. II, M. 2 , 6 , subs. 3.
11. Pt. 111,2, M. 1, subs. 2 .
12. F arsalia, VI, 507 y ss.
13. Qua niger astnfcris eonnectitur axihus acr.
14. Quodque patct térras ínter hmaeqitc mealus.
15. Se lumine vero Implevit.
16. Qiianta sub noctc laceret Nostra dies. Creo que esta frase puede significar
bien: «¿Q u é obscuro es nuestro día terrestre en com paración con el éter», bien: «B ajo
qué proiundo abism o de fenómenos nocturnos [astros, véase 11. 12, 13] se produce
nuestro día terrestre». La primera posibilidad es mucho más probable; véase más ad e
lante, p. 83.
Finalmente, nsiíque sui ludibna trunci (14): miró hacia abajo y vio las
burlas que estaban haciendo a su cadáver, al que ofrecían un funeral
lamentable y secreto. Le hicieron reír.
En uno u otro autor volveremos a encontrar todos los detalles de
ese episodio; para los ingleses, el pasaje, como es bien sabido, pre
senta otro interés más concreto. En primer lugar, Boccaccio lo copió
en su Teseida (XI, 1 y ss.) y lo usó para el espíritu de su Arcita. Fue
volando hasta la concavidad de la octava esfera o stellatum, dejando
atrás los lados convexos (conversi) de los (otros) elementi, que, en
este caso, como ocurre muchas veces, no son elementos, sino esferas
celestiales. Naturalmente, todas las esferas eran cóncavas a medida
que subía hacia ellas desde abajo y convexas cuando las miraba desde
arriba. La de las estrellas fijas, el stellatum, siguió siendo cóncava
porque no llegó hasta ella ni la atravesó (en aquel punto ya había lle
gado más lejos que Pompeyo). Com o Escipión, observa lo pequeña
que es la Tierra; como Pompeyo, se ríe, pero no porque su funeral,
como el de Pompeyo, sea furtivo: de lo que se ríe es del duelo. C hau
cer pasó por alto este pasaje cuando usó la Teseida para su Km ght’s
Tale, pero lo usó para el espíritu de Troilo (V, 1807 y ss.). Algunos
han considerado la risa de Troilo resentida e irónica. A mí nunca me
lo ha parecido y la ascendencia del pasaje, que acabam os de rastrear,
lo hace— me parece— todavía menos probable. Yo creo que los tres
espíritus— el de Pompeyo, el de Arcita y el de Troilo— se rieron por
la misma razón, se rieron de la pequeñez de todo lo que les había
parecido tan importante antes de morir, de igual forma que nos reí
mos, al despertar, de las fruslerías o los disparates que tanto destaca
ban en nuestros sueños.
35
se parecían más a los diablos de su propia religión que ninguno de
los otros espíritus paganos. Su profundo respeto por la virginidad
— con la curiosa sugerencia incluso de que el acto sexual, aun legiti
m ado por el matrimonio, es una culpa que necesita perdón (II, 233,
256)— agradaba a la disposición ascética de su teología. Por último,
la viveza y la importancia de sus personificaciones (Virtus, Clementia,
Pietas y Natura) en ciertos casos lo aproxim aban mucho a la poesía
plenamente alegórica que les encantaba. Pero ya he hablado de esto
en otro lugar17 y ahora voy a ocuparm e tan sólo de la Natura.
El lector de la literatura medieval y renacentista se habrá encon
trado muchas veces con esta dama o diosa. Recordará la Naturaleza
velada y divina de Spenser (F. Q., Mutabihtie, vii); retrocediendo en
el tiempo, encontrará a la Naturaleza, más cordial y, sin embargo,
poco menos augusta, que aparece en el Parlement de Chaucer. E^n el
Pélerinage de Deguileville le sorprenderá una Naturaleza más vigo
rosa y turbulenta que las otras dos, una Naturaleza con no pocos ras
gos de la Com adre de Bath, que pone los brazos en jarras y hace
frente a un poder superior en defensa de sus legítimos derechos.18
Remontándose todavía más en el pasado, llegará a la Naturaleza que
domina el Román de la Rose durante miles de versos (15.893-19.438),
tan vivida como la de Deguileville, tan simpática como la de C hau
cer, apenas menos divina que la de Spenser, pero mucho más deter
minada, mucho más activa que todas ellas y entregada sin descanso a
su lucha con la muerte: llora, se arrepiente, se lamenta, confiesa,
recibe penitencia y absolución; tiene una belleza que el poeta no
puede describir, pues D ios le infundió la fuente inagotable de toda
belleza (16.232); constituye una imagen de energía y fertilidad, que
en ciertos momentos (Jean de Meung no puede dejar de hacer digre
siones) nos hace perder el aliento. Está solamente a un paso de la
Natura tal como la presenta Alano, rígidamente vestida de retórica,
fantasía y simbolismo, defendiendo una vez más la causa de la vida o
de la procreación en su planetas (contra los sodomitas) y de ésta a un
paso también de las dos figuras de Physis y Natura, protagonistas de
esa obra más sobria, el De Mundi Umversitate de Bernardo. Para
todo esto el estudioso imaginará con razón un origen clásico. Cuando
acuda a los autores antiguos que la E dad Media conoció, encontrará
lo que está buscando. Pero no representa gran cosa. El desarrollo
medieval de las sugerencias hechas por la antigüedad es com pleta
mente desproporcionado en cantidad y todavía más en vitalidad.
17. The Allegory of Lo ve, pp. 49 v ss.; «D an te’s Statius». Médium Aevum, XXV, 3.
18. En la versión de Lydgate. 3344 v ss.
36
No encontrará nada en el Tuneo de Platón (donde podía esperar
encontrarlo). Los pasajes en que Marco Aurelio se dirige a Physis
como a una diosa resultarán inútiles, pues no se conocían en la E dad
Media. El material pertinente se reduce a lo que aportan Estacio y
C laudiano.11’ Estacio raras veces cita a N atura, pero los pasajes en que
lo hace son impresionantes. En el X I, 465 y ss., aparece como prin
ceps y creatrix, creo, de todas las cosas, indudablemente de esa pasión
misma (Fictas) que se rebela contra ella. En el XII, 645, es clux de
quienes riñen una guerra santa contra las cosas monstruosas e «inn a
turales». En Claudiano obtenemos un poco más. Es el demiurgo que
redujo el caos primitivo al cosmos (De Raptu Proserpinae, I, 249);
ordenó a los dioses que se sometiesen a Júpiter (De Sexto Consulatu
Honoru angustí, 198 y ss.); cosa más memorable: está sentada, ya
entrada en años y, aun así, hermosa, ante la caverna de Aevum en De
Consulatu Stilichonis (II, 424 y ss.).
La razón por la que los antiguos atribuyeron tan poca im portan
cia a la naturaleza y los medievales tanta puede resultar más fácil de
entender después de echar un vistazo a su historia.
La naturaleza puede ser la más antigua de las cosas, pero Natura
es la más joven de las deidades. La mitología más antigua la desco
noce en realidad. Me parece imposible que una figura de ese tipo
pueda surgir en una era auténticamente mitopoética; lo que llama
mos «adoración de la naturaleza» nunca ha tenido nada que ver con
lo que llamamos «N aturaleza». La «m ad re» Naturaleza es una m etá
fora consciente. La «m adre» Tierra es a veces algo completamente
diferente. Se puede— de hecho, se debe— intuirla como una unidad.
El matrimonio entre el padre Cielo (o Dyaus) y la madre Tierra es
algo que se impone a la imaginación. El está arriba, ella yace debajo
de él. El actúa sobre ella (proyecta su resplandor y, cosa aún más
importante, deja caer la lluvia sobre ella, dentro de ella): como con
secuencia, de ella surgen las mieses, igual que los terneros salen de
las vacas o los niños de las mujeres. En una palabra, él engendra, ella
da a luz. Podemos verlo suceder. Eso es mitopoética genuina. Pero,
mientras la mente trabaja en ese nivel, ¿qué es, en nombre del Cielo,
la Naturaleza? ¿D ónde está? ¿Quién la ha visto? ¿Q ué hace?
Fueron los filósofos presocráticos de Grecia los que inventaron la
naturaleza. En primer lugar, se les ocurrió la idea (mucho más anti
gua de lo que el velo de familiaridad inmemorial nos permite C O m
19. Pasajes que podem os citar de Cicerón, Calcidio y sin duda muchos otros
autores muestran tan sólo una personificación momentánea (metafórica, no alegórica!
de Ncitunr. la que cualquier nombre abstracto im portante puede experimentar.
37
prender por lo general) de que se podría abarcar con un nombre la
gran variedad de fenómenos que nos rodean y hablar de ella como de
un objeto individual. Pensadores posteriores adoptaron el nombre y
la connotación de unidad que (como todo nombre) encerraba. Pero
a veces la usaron para referirse a algo inferior al todo; de ahí que la
naturaleza de Aristóteles solamente abarque lo que está situado por
debajo de la Luna. De aquella forma, el concepto de naturaleza hizo
posible inesperadamente una clara concepción de lo sobrenatural (el
D ios de Aristóteles es lo más sobrenatural que imaginarse pueda). Se
podía personificar el objeto (en caso de que lo sea) llamado «natura
leza». Y se podía tratar esa personificación como un simple motivo
histórico o bien se podía aceptar en serio como una diosa. Esa es la
razón por la que la diosa tardó tanto en aparecer, mucho después de
que la mentalidad m itopoética real hubiese desaparecido. La diosa
Naturaleza no puede aparecer hasta que no se disponga del concepto
«naturaleza» y no se puede disponer del concepto hasta que no se
haya em pezado a hacer abstracciones.
Pero, mientras el concepto lo abarque todo, la diosa (que perso
nifica el concepto) tiene que ser por fuerza una deidad inactiva y
estéril, pues el todo no es un tema del que se pueda decir gran cosa
de interés. Toda la vitalidad religiosa y poética de la diosa depende
de que se la convierta en algo inferior al todo. Si en algunos casos es
objeto de un auténtico sentimiento religioso en la obra de Marco
Aurelio, es porque este autor la com para o confronta con los indivi
duos mortales: con su yo rebelde y obstinado. Si en la obra de E sta
cio tiene momentos de vida poética, es porque dicho autor la opone
a algo mejor (Pietas) o algo peor (lo innatural, como el incesto o el
fratricidio) que ella. D esde luego, se pueden hacer reparos filosóficos
a esa oposición a la diosa Naturaleza de cosas que el concepto natu
raleza debe incluir por fuerza. Podem os dejar que los estoicos y otros
panteístas salgan de ese enredo como mejor puedan. La cuestión es
que los poetas medievales no estaban atrapados en él en modo
alguno. D esde el principio creían que la naturaleza no lo era todo.
Era fruto de una creación. N o era la más excelsa criatura de Dios y
mucho menos Su única criatura. Tenía reservado un lugar por debajo
de la Luna. Se le habían asignado unos deberes, en su calidad de
vicaria de Dios en ese sector. Sus propios súbditos leales, incitados
por ángeles rebeldes, podían desobedecerla y volverse «innaturales».
H abía cosas por encima y por debajo de ella. Precisamente esa limi
tación y subordinación de la Naturaleza es lo que le abre el camino
para su triunfal carrera poética. Al abandonar la insulsa aspiración a
serlo todo, se convierte en alguien. Y, sin em bargo, siguió siendo
3»
siempre una personificación para los medievales. Al parecer, un ser
figurativo de ese tipo es más poderoso que una deidad en la que real
mente se crea, la cual, al ser todas las cosas, no es casi nada.
Antes de abandonar a Estacio, no puedo dejar de añadir un
párrafo (e invito a pasarlo por alto a quienes no sientan curiosidad)
sobre una mera curiosidad. En el cuarto libro de la Tebaida alude a
una deidad que no nombra: «la soberana del mundo triple» (516). Al
mismo poder anónimo se refiere probablem ente Lucano en la Farsa-
ha (VI, 744), en el pasaje en que la bruja, al conjurar a un espíritu
renuente a que vuelva a su cadáver, le amenaza con Aquel
D. A PU LEY O , « D E D EO SO CR A TIS»
39
«D io s» y «dem onio», tal como aparecen en este caso representa
dos en sus adjetivos «divino» y «dem oniaco», [Hieden ser sinónimos,
como lo son en muchos casos— creo yo— para otros escritores grie
gos tanto de prosa como de poesía. Pero, en el segundo pasaje [buti
quete, 202e-203e), Platón hace una clara distinción entre ellos, que
iba a ejercer influencia durante siglos. En este otro caso, los dem o
nios son criaturas de una naturaleza intermedia entre los dioses y los
hombres, como «los espíritus m edios» de Milton: «entre los géneros
angélico y hum ano».22 Por mediación de esos intermediarios— y de
ellos exclusivamente— es como nosotros, los mortales, nos relaciona
mos con los dioses. Pues 0eó^ av9pcímv|/ otj ¡aíyvuTai; tal como A pu
leyo lo traduce, nullus ¿leus miscetur hominibus, ningún dios se rela
ciona con los hombres. La voz que hablaba a Sócrates era la de un
demonio, no la de un dios.
Sobre estos «espíritus interm edios» o demonios tiene mucho que
decirnos Apuleyo. Naturalmente, habitan la región intermedia entre
la Tierra y el éter, es decir, el aire, que se extiende hacia arriba hasta
la órbita de la Luna. De hecho, todo está dispuesto de m odo «que
cada parte de la naturaleza tenga sus animales apropiados». A pri
mera vista— reconoce— podríam os suponer que las aves constituyen
los «anim ales apropiados» para el aire. Pero en m odo alguno lo son:
no suben por encima de las montañas más altas. La ratio exige que
haya una especie nativa y genuina para el aire, como los dioses lo son
para el éter y los hombres para la Tierra. Me resultaría muy difícil
escoger palabra actual alguna como traducción correcta de ratio en
este contexto. «R azón», «m étodo», «p rop ied ad » y «proporción»
podrían aspirar a ello.
Los cuerpos de los demonios, que normalmente no nos resultan
visibles, tienen menor consistencia que las nubes. Precisamente por
que tienen cuerpos los llama animales: evidentemente, no quiere
decir que sean bestias. Son animales racionales (aéreos), como noso
tros somos animales racionales (terrestres) y los dioses propiam ente
dichos son animales racionales (etéreos). La idea de que incluso los
espíritus creados más excelsos— los dioses en el sentido de seres dife
rentes de D ios— eran, a su m odo, seres corpóreos, de que tenían
algún tipo de «vehículo» material, se remonta a Platón. Este había
llam ado a los dioses verdaderos, las estrellas deificadas, ^(oa, anim a
les.23 La escolástica, al considerar a los ángeles— que es como se llama
en lenguaje cristiano a los dioses o criaturas etéreas— espíritus des
40
m alos o puros, resultaba revolucionaria. Los platónicos florentinos
recurrieron a la concepción más antigua.
Los dem onios son seres intermedios entre nosotros y los dioses
no sólo local y materialmente, sino también cualitativamente. Com o
los dioses im pasibles, son inmortales: como los hombres mortales,
son pasibles (xiii). Algunos de ellos, antes de llegar a ser dem onios,
vivieron en cuerpos terrestres, fueron, de hecho, hombres. Por eso
vio Pom peyo semidei M anes, espíritus semidioses, en su región
aérea. Pero eso no es aplicable a todos los demonios. Algunos,
como el Sueño y el Amor, nunca fueron humanos. A cada ser
humano se le asigna un dem onio individual (o genius, traducción
latina habitual de daernon) de esa clase como su «testigo y guar
dián» para toda su vida (xvi). H abríam os de dem orarnos dem asiado
para seguir los pasos por los que el genius de un hombre, de ser un
servidor invisible, personal y externo, pasó a ser su yo auténtico,
después su tem peram ento y, por último (entre los rom ánticos), sus
dotes literarias o artísticas. Entender ese proceso totalmente equ i
valdría a com prender ese gran movimiento de interiorización y los
consiguientes engrandecimiento del hom bre y desvitalización del
universo en que ha consistido en gran m edida la historia psicológica
de O ccidente.24
Aparte de sus contribuciones directas al modelo, esta obrita tiene
un doble valor para quienes se inicien en los estudios medievales.
En primer lugar, ilustra el tipo de conducto por el que ciertos
fragmentos de las obras de Platón— con frecuencia muy marginales
y poco importantes en el conjunto de su obra— llegaron, como
mediante goteo, hasta la E d ad Media. Los medievales disponían tan
sólo de una versión latina incompleta de un solo diálogo de Platón,
el Timeo. Por sí solo, tal vez no habría bastado para producir un
«período platónico». Pero también recibieron— de forma indirecta,
por mediación de autores como Apuleyo y los que trataremos en el
próxim o capítulo— un platonismo difuso, mezclado, inextricable
mente con elementos neoplatónicos. Estos, junto con los Platonici
que leyó San Agustín2^ (traductores latinos del neoplatonism o), cons
tituyeron la atmósfera intelectual en que creció la nueva cultura cris
tiana. Por tanto, el «platonism o» de las primeras épocas fue algo muy
diferente del renacentista o del decimonónico.
En segundo lugar, Apuleyo nos presenta dos principios— a no ser
24. Véase otro sentido, muy diferente, de genius, en mi Allcgory o f Lo ve, Apén
dice I.
25. Confesiones, VII, ix.
41
que sean, en realidad, el mismo principio— que volveremos a encon
trar una y otra vez, a medida que avancemos.
Uno es el que llamo principio de la tríada. La afirmación más
clara al respecto en la obra de Platón procede del Timeo: «E s im po
sible que dos cosas solas se junten sin una tercera. H a de haber cierto
vínculo entre ellas para unirlas» (3 lb -c). Ese principio no aparece
formulado, sino implícito, en la afirmación del Banquete de que dios
no se relaciona con el hombre. Sólo se pueden encontrar de íorma
indirecta; ha de haber algún hilo, algún medio, algún introductor,
algún puente— una tercera cosa de algún tipo— entre ellos. Los
demonios son los que llenan ese vacío. Vamos a ver al propio Platón
y a los medievales poniendo en práctica, incansables, dicho princi
pio, tendiendo puentes, como si dijéramos, «terceras cosas»: entre la
razón y los instintos, el alma y el cuerpo, el rey y el pueblo.
El otro es el principio de plenitud. Si entre el éter y la Tierra hay
un cinturón de aire, la propia ratio— considera Apuleyo— exige que
esté habitado. Hay que aprovechar el universo totalmente. N ada
debe desperdiciarse.26
26. Sobre esto, véase A. (). Lovejoy, ¡h e ( ',rcai ('.hain of Benig (H arvard, 1957).
CA PÍTU LO IV
M A TE R IA LE S S E L E C C IO N A D O S:
E L P E R ÍO D O G E R M IN A T IV O
Todos los textos que hemos exam inado hasta ahora pertenecen por
entero al mundo antiguo, a la antigüedad pagana. Ahora vamos a
ocuparnos del período de transición, cuyo comienzo podría coinci
dir, muy aproxim adam ente, con el nacimiento de Plotino en el año
205 y su final con la primera referencia fechable a Seudo-Dionisio en
el 533. Aquélla fue la época que forjó la mentalidad característica de
la E dad Media. También presenció la última resistencia del paga
nismo y el triunfo final de la Iglesia. Fechas fundamentales de esa his
toria son: 324, cuando Constantino instó a sus súbditos a que abra
zasen el cristianismo; 331-3, reinado de Juliano y su intento de
renacimiento pagano; 384, cuando Sím aco el Viejo pidió en vano que
se restituyese el altar de la Victoria al Senado; y 390, año en que Teo-
dosio prohibió todos los cultos paganos.
En una guerra prolongada, las tropas de am bos bandos pueden
imitar mutuamente sus m étodos y coger sus mutuas epidem ias; en
ocasiones pueden incluso confraternizar. Así fue en aquel período.
El conflicto entre la religión antigua y la nueva fue muchas veces
enconado y am bas partes estuvieron dispuestas a usar la violencia,
cuando se atrevían. Pero, al mismo tiempo, su influencia mutua fue
muy grande. Durante aquellos siglos muchos elementos de origen
pagano pasaron a form ar parte de los cimientos inamovibles del
modelo. Característico de aquella época es que una de las obras que
voy a citar haya provocado dudas sobre si su autor era pagano o cris
tiano.
Si obtenem os nuestra información exclusivamente a partir de las
historias política o eclesiástica, podem os confundir fácilmente el
carácter preciso e incluso, en ciertos sentidos, las dimensiones
del abism o que separaba a las religiones y más aún, si la obtenemos
de fuentes populares. L as personas cultas de am bos lados habían
recibido la misma educación, habían leído a los mismos poetas y
habían aprendido la misma retórica. Com o se reveló hace sesenta
43
y tantos años,1en ciertos casos las relaciones entre ellas íueron am is
tosas.
H e leído una novela en la que se representa a todos los paganos
de aquella época como sensualistas despreocupados y a todos los
cristianos como ascetas salvajes. Se trata de un error grave. En algu
nos aspectos, había más parecido entre ellos que el que hay entre
cada uno de ellos y el hombre moderno. Los dirigentes de ambos
lados eran monoteístas y ambos admitían casi una inHnidad de seres
sobrenaturales entre Dios y el hombre. Ambos eran muy intelectua
les, pero también (según nuestros criterios) muy supersticiosos. Los
últimos paladines del paganism o no eran el tipo de hombre que
Swinburne, o un «hum anista» moderno, habrían deseado que fue
sen. N o eran extrovertidos incontinentes que retrocediesen horrori
zados o llenos de desprecio ante un mundo «que se había vuelto
gris» con el aliento del «pálido galileo». Si deseaban recuperar «el
laurel, las palmas y el himno triunfal», era por razones más serias y
religiosas. Si ansiaban ver «los pechos de la ninfa en el matorral», su
anhelo no era como el de un sátiro; se parecía más al de un espiritista.
Un talante ascético, místico y de renuncia al mundo caracterizaba
entonces a los paganos más eminentes no menos que a sus oponen
tes cristianos. Era el espíritu de la época. En ambos lados, los hom
bres estaban alejándose de las virtudes cínicas y los placeres sensua
les para buscar una purificación interior y un fin sobrenatural. Al
hombre moderno a quien desagraden los Santos Padres le habrían
desagradado igualmente los filósofos paganos, y por razones simila
res. Am bos lo habrían turbado con historias de visiones, éxtasis y
apariciones. Le habría resultado difícil escoger entre las manifesta
ciones más bajas y violentas de ambas religiones. A un ojo (y una
nariz) modernos, Juliano, con sus largas uñas v su poblada barba, le
habría parecido muy semejante a un sucio monje procedente del
desierto egipcio.
Lía de resultar evidente que en una época conflictiva tal vez los
autores cuya lealtad ha sido puesta en duda la presentarán de iorma
ambigua por prudencia. Esa es siempre una hipótesis posible, pero
no necesaria. En una época en que había— o, al menos, parecía
haber— tanto terreno común, un autor podía escribir sinceramente
muchas cosas aceptables para muchos lectores cristianos y paganos a
un tiempo, siempre que su obra no fuese teológica de forma explí
cita. N o siempre se captaban las connotaciones religiosas más rem o
1. S. Dill, Román Soeietx ;¡¡ / \ L/.v/ ('cntm x of the Western lím p ire ( 1K9 X),
cliP. i.
44
tas de las posiciones filosóficas. Por eso, lo que podríam os conside
rar la diferencia entre una obra inequívocamente cristiana y una posi
ble obra pagana pueda ser en realidad la diferencia entre una tesis
presentada, por decirlo así, a la facultad de Filosofía y otra presen
tada a la de Teología. E sa me parece la mejor explicación para el
abism o que separa la De Consolatione de Boecio de las obras doctri
nales que se le atribuyen (justificadamente, supongo).
En su nivel más alto, se puede identificar la resistencia pagana
casi con la escuela neoplatónica. Los grandes nombres de ésta son
Plotino (205-70), Porfirio (233-¿304?), Yám blico (muerto en el año
330) y Proclo (muerto en el 485). E l primero fue un genio de la
m áxima altura, pero Porfirio— y aun éste muchas veces indirecta
mente— fue quien ejerció mayor influencia en Occidente. Toda aque
lla escuela, aunque en parte fuese un desarrollo espontáneo del genio
griego, me parece también una réplica deliberada al desafío del cris
tianismo y, en ese sentido, deudora de él. Con ella los últimos paga
nos estaban separándose cuidadosam ente del politeísmo popular y
diciendo en realidad: «Tam bién nosotros tenemos una explicación
del universo en su totalidad. También nosotros tenemos una teología
sistemática. Tenemos, no menos que vosotros, una norma de vida:
tenemos santos, milagros, devociones y la esperanza de llegar a la
unión con el Altísim o».
Sin embargo, nuestro estudio no se interesa por las repercusiones
de poca duración que la nueva religión tuvo en la antigua, sino por
el efecto duradero que la antigua produjo en la nueva. La última ola
del paganism o, el platonismo, que había reunido muchos elementos
procedentes de olas anteriores, aristotélicos, platónicos, estoicos y
tantos otros, penetró profundam ente tierra adentro y formó lagos de
agua salada que quizá nunca llegaran a secarse. N o todos los cristia
nos de todas las épocas los han detectado siempre ni han adm itido su
existencia y entre quienes lo han hecho ha habido siempre dos acti
tudes. H abía entonces— y sigue habiendo— una «izquierda» cris
tiana, deseosa de descubrir y proscribir todo elemento pagano, pero
también una «derech a» cristiana que, como san Agustín, podía ver la
doctrina de la Trinidad prefigurada en los Platonici2 o que podía afir
mar triunfalmente, como Justiniano el Mártir: «C ualesquiera afirm a
ciones correctas que hayan hecho los hombres nos pertenecen a
nosotros los cristian os»/
45
A. CALCIDIO
47
el Tuneo no encontramos nada del misticismo erótico del Banquete o
del Feclro y casi nada relativo a la política Y. aunque aparecen cita
das sus Ideas (o Form as), no se ve el auténtico lugar que ocupan en
la teoría del conocimiento de Platón. Para Calcidio se convirtieron
en «id eas» casi en el sentido m oderno, pensamientos en la mente de
D ios." Así, resultó que, para la Edad Media, Platón no lúe el lógico
ni el filósofo del amor ni el autor de la República. Fue (después de
Moisés) el gran cosmólogo monoteísta, el filósofo de la creación y,
por esa razón y paradójicamente, el filósofo de aquella naturaleza
que el Platón real tanto había despreciado. En esa medida Calcidio
proporcionó inconscientemente un correctivo al contemptus nmndi
inherente tanto al neoplatonism o como al cristianismo primitivo.
Posteriormente iba a resultar fructífero.
Tan trascendental como su elección del Tuneo fue el tratamiento
que le dio. Su principio expreso de interpretación hace que un autor
esté más expuesto a que se lo desfigure cuanto más se lo venere. S o s
tiene que en los pasajes difíciles debem os atribuir siempre a Platón
cualquier sentido que parezca «el más digno de la sabiduría de una
autoridad tan gran d e»,10 lo que inevitablemente significa que se lee
rán en él todas las ideas dominantes de la época del comentador.
Platón dijo claramente (42b) que las almas de los hombres malos
podían reencarnarse como mujeres y, si así no mejoraban, finalmente
como animales. Pero no debem os suponer, dice Calcidio, que se haya
de interpretar literalmente. Quería decir simplemente que, en esta
vida, al abandonarnos a las pasiones, nos vamos volviendo cada vez
más como animales.1'
En el Timeo (40d-41a), Platón, después de haber descrito cómo
creó Dios a los dioses— no los mitológicos, sino aquellos en los que
creía realmente: las estrellas vivas— se pregunta qué se debe decir del
panteón popular. En primer lugar, los degrada del rango de dioses al
de demonios. D espués, con palabras casi con toda seguridad iróni
cas, se niega a decir nada más sobre ellos. Se trata, dice, de «una tarea
que supera mis capacidades. H em os de aceptar lo que sobre ellos
dijeron nuestros antepasados, quienes, según su propio relato, eran
en realidad descendientes. ¡H abían de estar bien inform ados sobre
sus progenitores! ¿Y quién podría dejar de creer en los hijos de los
dioses?». Calcidio toma todo eso au pied de la lettre. Al decirnos que
creamos a nuestros antecesores, Platón nos está recordando que la
15 CCCIV , p. 333.
16. C C C II, p. 330.
17. C X C V III, p. 240.
48
crcdulitas debe preceder a la instrucción. Y, si se niega a hablar más
de la naturaleza de los demonios, no es, según Calcidio, porque
piense que ese tema no sea una materia filosófica. La que aduce
como razón auténtica para ello revela la disposición a la pedantería
metodológica que le he atribuido. En este caso Platón escribe
— dice— como filósofo de la naturaleza y habría sido inconvemens,
(«im propio»), decir algo más sobre los demonios. La demonología
pertenece a una disciplina más eminente llamada epoptica (epoptes
era quien había recibido la iniciación en los m isterios).18
Una referencia muy breve a los sueños en el original (45e) da
lugar a siete capítulos sobre ellos en el comentario. Tienen interés
por dos razones. En primer lugar figura en ellos una traducción del
apartado 57 le de la República y de esa forma transmiten, siglos antes
de Freud, la doctrina de Platón, precedente de la freudiana, del
sueño como expresión de un deseo inhibido.19 Banquo la conocía.20
En segundo lugar, arrojan luz sobre un pasaje de Chaucer. Calcidio
enumera los tipos de sueños y su lista no coincide exactamente con
la más conocida clasificación de Macrobio. N o obstante, incluye la
reve latió, tipo docum entado en la Hebraica philosophia2] Recuérdese
que Chaucer, en Hous o f Fame, aunque en otros casos reproduce la
clasificación de M acrobio, añade un tipo más, la revelacioun. N o hay
duda de que procedía, aunque quizás indirectamente, de Calcidio.
En la obra de Calcidio la astronomía todavía no había adquirido
su forma plenamente medieval. Com o todos los demás autores,
declara que la Tierra es infinitamente pequeña a escala cósmica,22
pero el orden de los planetas no era aún indiscutible.23 Tam poco esta
ban fijados todavía sus nombres definitivamente. D a (con lo que
coincide con el De Mundo aristotélico) el de Phaenon a Saturno, el
de Phaeton a Júpiter, el de Pyrois a Marte, el de Stilbon a Mercurio y
el de Lucifer o Hesperus a Venus. Sostiene también que «los diferen
tes y múltiples movimientos de los planetas son la auténtica causa
(auctontatem dedit)24 de todos los efectos que ahora se producen».
Todo lo que se padece (cunctae passionesF en este mundo mutable
situado por debajo de la Luna tiene su origen en ellos. Pero tiene la
precaución de añadir que esa influencia ejercida en nosotros en
18. C X X V U ,p . 191.
19. C C L III, p. 285.
20. M a c b e t h A \ ,\ , l .
21. CCLV I, p. 289.
22. LTX, p. 127.
23. LXXI11, p. 141.
24. L X X V , p. 143.
25. LX X V 1, p. 144.
49
m odo alguno constituye el objetivo a que deben su existencia. Es un
simple subproducto. Siguen el curso apropiado a su beatitud y nues
tros asuntos contingentes imitan esa bienaventuranza de la forma
imperfecta que les es propia. Así, para Calcidio, el universo geocén
trico no es antropocéntrico lo más mínimo. Si, aun así, preguntam os
por qué ocupa la Tierra un lugar central, la respuesta que nos da es
muy sorprendente. Está situada así para que la danza celeste pueda
disponer de un centro en torno al cual girar: de hecho, como una
com odidad estética para los seres celestes. Quizá porque su universo
está ya habitado tan bien y de forma tan radiante sea por lo que C al
cidio, aunque cita la doctrina pitagórica (que poblaba la Luna y otros
planetas con seres mortales), no siente interés por ella.2.
N ada parecerá más extraño a un hombre m oderno que la sene de
capítulos que Calcidio titula «Sobre la utilidad de la vista y del oído».
Para él, el primer valor de la vista no es su «valor para la supervi
vencia». L o importante es que la vista engendra la filosofía. Pues
«ningún hombre buscaría a Dios ni aspiraría a la piedad, a no ser que
primero hubiera visto el cíelo y las estrellas».27 Dios dio ojos a los
hom bres para que pudiesen observar «los movimientos giratorios de
la mente y la providencia en el cielo» y después, con los movimien
tos de sus propias almas, intentaran imitar lo más fielmente posible
esa sabiduría, serenidad y paz,2" Esto es Platón puro (del Timeo 47b),
aunque no precisamente el Platón que solemos estudiar con mayor
frecuencia en una universidad moderna. De forma similar, el oído
existe principalmente para la música. Las operaciones originales del
alma están en relación con los ritmos y los modos. Pero esa relación
desaparece en el alma de la mayoría de los hombres por su unión con
el cuerpo y, por esa razón, las almas de la mayoría de los hombres
están descom pasadas. El remedio para eso es la música: «no esa clase
que deleita al vulgo... sino la música divina que nunca se aleja del
entendimiento y de la razón»."'
Aunque Calcidio había ideado una explicación para la aversión
que sentía Platón por el tema de los demonios, no siguió su ejemplo.
Su descripción de ellos difiere en algunos aspectos de la dada por
Apuleyo. Rechaza la creencia pitagórica o em pedocleana de que los
muertos se vuelven dem onios;’" para él, todos los demonios constitu
yen una especie distinta y da el nombre de demonios tanto a las cria
50
turas etéreas como a las aéreas, las primeras de las cuales son las que
«los hebreos llaman ángeles».31 Pero coincide absolutamente con
Apuleyo al afirmar el principio de plenitud y el de la tríada. El éter y
el aire, como la Tierra, deben estar habitados «para que ninguna
región permanezca vacía»,52 «para que la perfección del universo no
cojee por ningún la d o ».H Y, puesto que existen criaturas estelares,
celestes, inmortales y divinas y también criaturas perecederas, terres
tres, mortales y temporales, «es inevitable que entre ellas exista algo
intermedio, que conecte los extremos, como vemos en la arm on ía»/4
N o tenemos por qué dudar que la voz que enunciaba las prohibicio
nes a Sócrates procedía de Dios, pero podem os estar igualmente
seguros de que no era la voz de Dios mismo. Entre el Dios pu ra
mente inteligible y el Sócrates corpóreo y terrestre no podía haber
conciliario inmediata. Dios le hablaba mediante algún «m edio», por
mediación de algún ser interm ediario.35 Puede parecer que nos en
contramos ante un mundo completamente extraño al cristiano, pero
encontraremos afirmaciones semejantes a ésta de Calcidio en autores
cuyo cristianismo nunca se ha puesto en duda.
H asta aquí Calcidio se mueve en un terreno común a Apuleyo.
D espués, pasa a otra aplicación de la tríada. Se puede ver la tríada
cósmica no sólo como una armonía, sino también como una com u
nidad política, una tríada de soberano, poder ejecutivo y súbditos;
los poderes estelares dan órdenes, los seres angélicos las cumplen y
los terrestres las obedecen.36 Más adelante, siguiendo el Timeo y la
República (441d-442d), encuentra el mismo modelo triádico repetido
en el estado ideal y en el individuo humano. En su ciudad im agina
ria, Platón asignó las partes más altas a los gobernantes filósofos, que
daban las órdenes. Tras ellos venía la casta de los guerreros, que las
cumplía. Por último, la gente del común obedecía. Así ocurre en
todos los hombres. La parte racional vive en la ciudadela del cuerpo
(capitolium), es decir, en la cabeza. En el campamento o cuarteles
(castra) del pecho, como un guerrero, tiene su puesto la «energía que
se parece a la cólera», la que hace que un hombre sea animoso. Las
pasiones, que corresponden a los hom bres comunes, se localizan en
el abdomen, por debajo de las dos anteriores.3'
5i
Com o veremos, la concepción triádica de la salud psicológica
refleja la idea que tenían tanto los griegos como los medievales de la
educación adecuada para un hombre libre o caballero. N o se puede
dejar que la razón y las pasiones queden enfrentadas a través de un
no m arís land. Un sentimiento aprendido de honor o caballería ha de
constituir el «interm edio» que las una y complete al hombre civili
zado. Pero igualmente im portante es por sus connotaciones cósm i
cas. Estas últimas las desarrolló, siglos después, Alano de Lille en el
magnífico pasaje en que com para el conjunto de las cosas a una ciu
dad. En el castillo central, en el Em píreo, está el em perador sentado
en un trono. En los cielos inferiores vive la caballería angélica. N o so
tros, los de la Tierra, estamos «fuera de la muralla de la ciu dad ».38
¿Cóm o— nos preguntam os— puede el Em píreo ser el centro, cuando
está no sólo dentro, sino también fuera, de la circunferencia del con
junto del universo? Porque, como iba a decir Dante con mayor cla
ridad que nadie, el orden espacial es el opuesto del espiritual y el cos
mos material refleja como un espejo y, por tanto, invierte la realidad,
de forma que lo que en realidad es el borde a nosotros nos parece
el eje.
Alano añadió la exquisita pincelada que niega a los de nuestra
especie hasta la trágica dignidad de desterrados, al convertirnos en
meros habitantes de las afueras. En los demás aspectos, reproduce la
concepción de Calcidio. N osotros contemplam os «el espectáculo de
la danza celeste» desde sus afueras.39 N uestro mayor privilegio con
siste en imitarlo en la m edida de nuestras posibilidades. El modelo
medieval es, si se nos permite usar esta palabra, antropoperiférico.
Som os criaturas marginales.
Calcidio transmitió algo más que el Timeo. Cita textos, relativa
mente extensos, de Gritón, de Epinom is, de Las leyes, de Parménides,
de Fedón, de Pedro, de la República, del Sofista y de Pee tetes. C ono
cía a Aristóteles, pero sentía poco del respeto que posteriormente se
le profesó. Aristóteles había pasado por alto todas excepto una de las
clases de sueños «con su habitual descuido desdeñoso» (more quo-
dam suo [...] fastidiosa incuria).40 N o obstante, lo cita y comenta con
mayor respeto, al sostener que la materia, aun no siendo congénita-
mente mala, por ser la potencialidad de todos los cuerpos particula
res, está condenada a la privación (axápr|ovq, carentia)AX de la forma
38. De Planctu Naturae, Prosa, III, 108, y ss. en Wriüht, Anglo-Latin Satm cal Poets.
39. Calcidio, LXV, p. 132.
40. C C L , p. 284.
41. C C L X X X V I, pp. 316 y ss. O*. Aristóteles, Física, 192a.
52
(aunque lógicamente sea distinta de ella). Esa es la razón por la que
la materia anhela su perfeccionamiento o embellecimiento (illustra-
tio), de igual forma que la hembra desea al macho.42
La influencia de Calcidio produjo sus resultados más ricos en los
poetas latinos del siglo XII relacionados con la escuela de Chartres,
que, a su vez, contribuyeron a inspirar a jean de Meung y a Chaucer.
Podemos considerar la dama N atura, procedente de Estacio y C lau
diano, y la cosmogonía de Calcidio parientes del De Mundi Umversi-
tdte de Bernardo Silvestre. Su femenina Novs (voñq, Providentia),
extrañamente presentada en el lugar en que esperaríamos encontrar
a la Segunda Persona de la Trinidad cristiana, revela su abolengo de
forma inconfundible y quizá no deba tanto su género a arquetipo
jungiano alguno cuanto al género de Providentia en latín. También en
Calcidio encontramos la probable explicación del misterioso jardín
llamado GranusionC en el que las Urania y Natura de Bernardo
entran al descender a la Tierra. Calcidio había distinguido no sólo el
éter del aire, sino también un aire superior de otro inferior, y este
último, el que los hom bres pueden respirar, es una substancia
húmeda, umecta substantia, «qu e los griegos llaman hygran usian».44
Bernardo no sabía griego y el (para él incomprensible) hygran li
sian, quizá dentro de un texto corrom pido, se convirtió en el nombre
propio Granusion. En el sucesor de Bernardo, Alano de Lille, encon
tramos una conexión igualmente estrecha. En su Anticlaudiano nos
dice que el alma va fijada al cuerpo gumphis subtilibus, «p or medio
de grapas dim inutas».4' Podem os sonreír ante la rareza (casi «m etafí
sica») de esa imagen, que, en caso de ser intencionada, sería total
mente característica de Alano. En realidad sigue exactamente a C al
cidio,4íl quien sigue fielmente a Platón,4' y tal vez ni siquiera supiese
claramente lo que era una gumphus. Estas menudencias son dignas
de mención tan sólo como ejemplos de la fidelidad con que siguieron
a Calcidio sus discípulos, los poetas de Chartres. Su importancia
radica en el vigor, el entusiasmo y la vivacidad de su respuesta y en el
papel que desempeñaron a la hora de recomendar determinadas imá
genes y actitudes a los autores vernáculos.
53
B. MACROBIO
48. Trad. de W. H. Stahl, Macrohius: ()n the Drcam o f Scipio (Colum bia, 1952).
54
griego. Entonces, los sacerdotes lo condujeron a un gran salón donde
estaban colocadas las estatuas de quienes habían ejercido el sacerdo
cio hereditario y siguieron la línea hacia atrás, de hijo a padre, de hijo
a padre; cuando habían llegado a la 145 generación, todavía no
habían visto ningún dios o semidiós siquiera. E so refleja la auténtica
diferencia entre la historia griega y la egipcia.
Así, aunque en la mayoría de las partes de la Tierra la civilización
es siempre relativamente reciente, el universo ha existido siempre (II,
x). Aunque M acrobio describe su formación en términos que su po
nen la idea de tiempo, debem os considerarlo un simple recurso
expositivo. Lo más puro y diáfano (liquidissimún?) se alzó hasta el
lugar más alto y recibió el nombre de éter. L o menos puro y pesado
se convirtió en el aire y se hundió hasta el segundo nivel. Lo que aún
conservaba cierta fluidez, pero también suficiente densidad (corpu-
lentum) como para ofrecer resistencia al tacto, se acumuló en la
corriente de agua. Por último, del desorden total de la materia se
separó todo lo irrecuperable (vastum), se purificó de los (demás) ele
mentos (ex defaecatis abrasum elementis) y cayó y se asentó en el
punto más bajo, sumido en un frío envolvente e inacabable (I, X X II).
En realidad, la Tierra constituye los «deshechos de la creación», el
basurero cósmico. Este pasaje puede aclarar también uno de Milton.
En Paradise Lost, VII, el H ijo acaba de señalar la zona esférica del
universo con Su com pás de oro (225), cuando el espíritu de Dios
downward purg’d
The black tartareous coid infernal dregs. (237)
[Lanzó hacia abajo las escorias negras, tartáricas, frías e infernales para d epu
rarlo.]
55
interprcs: am bas palabras serian transliteraciones deiorm adas ele
óveipoKpíxriq. Su esquema deriva de la Oneirocritica de Artemidoro
(siglo I d.C.). Según él, existen cinco clases de sueños, tres verídi
cos y dos que carecen de «presagio» Knihil dwinationis). Los ve
rídicos son los siguientes:
1) Somnium (óvetpoq). Este nos revela verdades ocultas en forma
alegórica. Un ejemplo sería el sueño del faraón sobre las vacas gor
das y flacas. Todos los poemas alegóricos de la E dad Media son
ejemplos de somnia. Los psicólogos modernos consideran que casi
todos los sueños son somnia, y somnium es el dreem de Hous ofF am c
(I, 9) de Chaucer.
2) Visio (ópajaa). Este es una pre-visión literal y directa del futuro.
L a obra de Dunne Expe rimen t with Time trata principalmente
de visiones. Este tipo aparece como avisioun en la obra de Chaucer
(1,7).
3) Oraculum (xpTUiaxiaiaóq). En éste se aparece uno de los padres
del que sueña o «alguna persona seria y venerable» y declara abier
tamente el futuro o da consejo. Los oraeles de Chaucer pertenecen a
este tipo de sueños (op. cit., I, II).
Los que carecen de utilidad son:
1) Insomnium (évt)7iviov). L o único que hace éste es repetir las
preocupaciones sobre el trabajo: the cárter dremeth hoto his cartes
goon («el carretero sueña con la marcha de sus carros»), como dice
Chaucer (Parlement, 102).
2) Visum (cpávxaajaa). Este se produce cuando, sin estar todavía
completamente dormidos y creyéndonos todavía despiertos, vemos
fantasm as que se abalanzan hacia nosotros o que revolotean de un
lado para otro. En esta clase va incluida Epialtes o la pesadilla. El fan-
tom de Chaucer es indudablemente un visum (Hous o /F am e , I, II) y
su sweven probablem ente sea un insomnium, E so es más probable
que la otra posible ecuación (dreem por visum y sweven por som
nium), en vista del desprecio con que Dame Partelote habla de sweve-
nes en B 4111-13; era una muchacha bien educada, sabía física y
conocía los Dísticos de Dionisio Catón.
Un sueño puede combinar las características de más de una clase.
El sueño de Escipión es un oraculum, en la medida en que en él apa
rece una persona venerable para predecir y aconsejar; una visio, por
que revela verdades auténticas sobre las regiones celestiales; un som
nium, porque su significado más profundo, su altitudo, permanece
oculto. Ahora hemos de tratar de dicha altitudo.
Com o hemos visto, Cicerón imaginó un cielo para estadistas. N o
se ocupa de esferas superiores a la de la vida pública y las virtudes
56
que requiere. Macrobio aporta a la lectura de Cicerón un punto de
vista completamente diferente: el de la teología mística y ascética del
neoplatonismo, que renuncia al mundo. Para él, el centro de interés
estriba en la purgación del alma individual, el ascenso «del solitario
hacia el Solitario», y nada podía ser más ajeno a la mentalidad de
Cicerón.
Encontram os muy pronto ese cambio de atmósfera espiritual en
su comentario. Se podía atacar el somnium fingido de Cicerón, como
se había atacado la visión de Er por parte de Platón, basándose en
que ninguna clase de literatura imaginaria es apropiada para un filó
sofo. M acrobio responde distinguiendo dos tipos de figmentum\ 1)
aquel en que todo es fingido, como en una comedia de Menandro.
Ningún filósofo usaría éste. 2) Aquel en que la mente del lector se ve
estimulada a observar alguna forma (o apariencia) de virtudes (o
poderes): ad quandam virtutum speciem. Este puede subdividirse en
2A) y 2B). En 2A) la historia completa es inventada, como en las
fábulas de E sopo; pero en 2B) «el argumento está basado en una ver
dad unánime, pero se expone dicha verdad mediante invenciones».
Ejem plos son las historias sobre los dioses que figuran en H esiodo u
O rfeo (que naturalmente M acrobio interpretó alegóricamente). En
este caso el conocimiento de las cosas sagradas aparece oculto bajo
«un pío velo de invenciones». Este último es el único que admite la
filosofía. Pero nótese bien: ni siquiera admite todos sus temas. Así,
trata del alma o de los seres aéreos o etéreos o de «los otros dioses».
Pero el permiso para inventar no pasa de ahí. La filosofía nunca usa
ría este método, al hablar «de Dios, la primera y más sublime de las
cosas, que los griegos llaman xáya0óv (lo Bueno) y 7tp(bxov aíxtov (la
Causa Primera), o de la Mente, que los griegos llaman voiíq y que es
el fruto y cortejo del Altísimo, donde habitan las formas arquetípicas
de las cosas que reciben el nombre de Id eas» (I, ii). Vemos en este
texto un abismo entre los seres divinos y todas las demás simples
criaturas (por eminentes que sean), trascendencia absoluta, que el
paganismo anterior, y en particular el paganism o romano, nunca
había imaginado. En ese sistema la palabra dioses no es simplemente
el plural de D ios; existe una diferencia de género, incluso de incon
mensurabilidad, entre ellas, como la que también existe entre la
«sacralidad» de las «cosas sagradas» {sacra) representadas en O rfeo
o H esiodo y esa Santidad que M acrobio, aunque no use la palabra,
siente de forma tan patente, cuando piensa en la Causa Primera. En
su caso el paganism o se vuelve religioso en sentido pleno: tanto la
mitología como la filosofía han quedado transm utadas en teología.
Naturalmente, el Dios y la Mente citados en el párrafo anterior
57
son los dos primeros miembros i ¿o personas? ¿o momentos?) de esa
Trinidad neoplatónica que es a un tiempo tan parecida y tan dife
rente de la cristiana. D ios de se Mentem creavit, creó la Mente a par
tir de Sí Mismo. N o sería acertado para un cristiano atribuir a crca-
vit un sentido que pudiera oponerse a «engendró». Las palabras «a
partir de Sí M ism o» se oponen a la distinción de Nicea («engendrado
no creado») y creare en latín se usa libremente para referirse a la pro
creación sexual. Esa Mens es la Noys de Bernardo Silvestre. Tan
pronto como M acrobio empieza a describir la M ens, revela una pro
funda diferencia entre el neoplatonism o y el cristianismo. «E n la
m edida en que la Mens contempla a su padre, preserva la apariencia
íntegra de su autor, pero, cuando se vuelve a mirar las cosas que qu e
dan tras ella, crea a partir de sí misma el A nim a, el Alm a» (I, xiv). La
Segunda Persona de la Trinidad cristiana es el Creador, la sabiduría
providente y la voluntad creativa del Padre en acción. La idea de que
dejó de estar tan unido al Padre o se separó de El, al crear, repugna
ría a la teología cristiana. Por otra parte, en el caso de la Mens la crea
ción es casi una especie de flaqueza. Al crear, pierde parte de su
semejanza con Dios, desciende a la creación exclusivamente porque
aparta la mirada de su origen y mira hacia atrás. El próxim o paso es
el mismo. Mientras Anima mantiene fija su atención en la M ens,
adquiere la naturaleza de ésta, pero, gradualmente, a medida que su
contemplación se retira, desciende (degenerat), a pesar de ser incor
pórea, hasta la creación de los cuerpos. Así nace la Naturaleza. D e
esa forma, desde el principio mismo, donde el cristianismo ve crea
ción el neoplatonismo ve, si no exactamente una caída, por lo menos
una serie de descensos, disminuciones, casi flaquezas. El universo
pasa, como si dijéramos, a existir en los momentos (pues sólo pod e
mos hablar con lenguaje temporal) en que la Mente no está «sir
viendo» perfectamente a Dios ni el Alma a la Mente. N o obstante, no
debem os exagerar este aspecto. Aun en esas condiciones, la gloria
(fulgor) de Dios ilumina el mundo entero «d e igual forma que un ros
tro ocupa muchos espejos colocados en la forma apropiada». Dante
usa esa misma imagen en Para diso, X X IX , 144-5.
Supongo que todo esto habría interesado muy poco a Cicerón; lo
que es cierto es que M acrobio, sumido en tales pensamientos, no
podía satisfacerse con una ética y una escatología centradas en la vida
cívica. En este caso se produce, pues, uno de esos sorprendentes
tours de forcé a que se ve conducido el sincretismo por su determ i
nación a encontrar en todos los textos antiguos lo que su época acep
taba como saber. Cicerón, al explicar su cielo para estadistas, había
dicho: «N ad a— al menos nada de lo que ocurre en la Tierra [quod
quidcm in terris fía t]— es más agradable a Dios que esas reuniones y
comunidades de hombres unidos por la ley que llamamos repúbli
cas» (Somnium, xiii). N o estoy seguro de lo que podría querer decir
Cicerón con esa salvedad entre guiones; probablem ente quisiera dis
tinguir los asuntos terrenales de los movimientos de los cuerpos
celestes, que sin duda Dios debía de tener en más alto precio. Pero
M acrobio (I, viii) considera ese paréntesis la forma en que Cicerón
daba cabida a todo un sistema ético que probablemente el propio
Cicerón habría desechado enérgicamente: un sistema religioso, no
secular; individual, no social; interesado en la vida interior, no en la
exterior. Acepta la clásica división en cuatro virtudes: prudencia,
templanza, fortaleza y justicia. Pero añade que todas ellas existen en
cuatro niveles diferentes y en cada nivel sus nombres tienen signifi
cados diferentes. En el nivel más bajo, o político, significan lo que
sería de esperar según nuestro punto de vista. El siguiente nivel es
el del purgatorio. En él, la prudencia significa «contem plar los asun
tos divinos con desprecio del m undo y todo lo que contiene»; la
templanza, «renunciar, hasta donde lo permita la naturaleza, a todas
las cosas que el cuerpo requiere»; y la justicia, aceptar la práctica de
todas las virtudes como único camino para el bien. En ese nivel, la
fortaleza no es tan fácil de comprender. Prescribe «qu e el alma no
se sienta aterrada, cuando, conducida por la filosofía, se retire en
cierto sentido del cuerpo, y que no se estremezca en lo alto del
ascenso perfecto». Esto está basado en el Fedón, 81a-d. En el tercer
nivel, que es el de las almas ya purificadas, la prudencia ya no signi
fica preferir las cosas divinas, sino no tener en cuenta lo más mínimo
otra alguna. L a templanza no significa negar, sino olvidar entera
mente los deseos terrenales. La fortaleza no significa conquistar las
pasiones, sino ignorar su existencia misma; y la justicia, «estar tan
vinculado a esa Mente excelsa y divina, que guardem os un pacto
inviolable con ella al imitarla». Q ueda el cuarto nivel. Dentro de la
propia Mens o (votíq) habitan las cuatro virtudes arquetípicas (vir-
tutes exemplares), las form as trascendentales, de las cuales las cuatro
situadas en los niveles inferiores son som bras. Al parecer, Cicerón
escribió las cinco palabras quod quidem in terris fiat para dar cabida
a todo eso.
Com o Cicerón, M acrobio cree que el alma puede regresar al
cielo, porque procede de él,49 que el cuerpo es la tumba del alma,50
4 C). I, ix.
50. II, xii. Este es, en cierto modo, un antiguo juego de palabras griego entre
cto)|uu y of)¡aa.
59
que el alma es el hombre, 1y que cualquier estrella concreta es mavor
que la Tierra."2 N o obstante, a diferencia de la mayoría de las autori
dades, niega que las estrellas produzcan acontecimientos terrestres,
aunque, gracias a sus posiciones relativas, pueden permitirnos pre
decirlos.
6o
senta en la configuración de todas sus partes algunos vestigios de
belleza y dignidad» (ii). Podem os considerar esta afirmación, en un
libro que llegó a tener tan gran autoridad, como prueba de que las
personas cultas de la E dad Media nunca creyeron que los hombres
alados que representan a los ángeles en la pintura y la escultura fue
sen otra cosa que símbolos.
La disposición por Seudo-Dionisio de las criaturas angélicas en lo
que Spenser llama sus «triplicidades trinas» en tres «jerarquías»,
cada una de ellas com puesta de tres especies, fue la que finalmente
aceptó la Iglesia.56
La primera jerarquía consta de tres clases: serafines, querubines y
tronos. Estas son las criaturas más próxim as a Dios. Están frente a El
áinéacoQ, nullius interiectu, sin nada por medio, rodeándolo con su
incesante danza. N uestro autor asocia los nom bres de serafines y tro
nos con las ideas de calor o ardor, característica bien conocida de los
poetas. D e ahí que el somnour de Chaucer tuviese una fyr-reed che-
rubinnes face («cara de querubín roja como el fuego»)57 y que no
fuese sólo por razones rítmicas por lo que Pope escribió: «el arreba
tado serafín que adora y arde».58
L a segunda jerarquía se compone de los K'upióxrixeq o dom ina
ciones, los é^o\)aíat (Potestates, Potentates o potestades) y los bvvá-
(í8k; o «virtudes». Esto último no significa excelencias morales, sino
más que nada «eficacias», como cuando hablamos de las «virtudes»
de un anillo mágico o de una planta medicinal.
L a actividad de ambas jerarquías está dirigida hacia Dios; se m an
tienen, por decirlo así, con sus rostros dirigidos a él y dándonos la
espalda a nosotros. En la jerarquía tercera e inferior encontramos,
por fin, criaturas que tienen relación con los hombres. Consta de los
principados (o principalidades o príncipes), los arcángeles y los ánge
les. De forma que la palabra ángel es al mismo tiempo un nombre
genérico para las nueve clases que componen las tres jerarquías y un
nombre específico para la inferior.
L os principados son los guardianes y patronos de las naciones,
por lo que la teología llama a Miguel «Príncipe de los Ju d ío s» (ix).
La fuente en las Escrituras es Daniel, xii, I. Si Dryden hubiese escrito
su Artúriada, ahora se conocerían mejor esas criaturas, pues pensaba
usarlas como sus «m áquinas».59 Son los «ángeles presidentes de todas
6i
las provincias»10 de Milton y los «guardianes provinciales»’1 de Tho-
mas Browne. Las dos clases restantes, arcángeles y angeles, son los
«ángeles» de la tradición popular, los que «se aparecen» a los seres
humanos.
Son, de hecho, los únicos seres sobrenaturales que lo hacen, pues
Seudo-Dionisio está tan seguro como Platón o Apuleyo de que Dios
se relaciona con el hombre exclusivamente mediante un «interm e
diario» y lee su propia filosofía en las Escrituras con tanta libertad
como Calcidio había leído la suya en el Yimeo. N o puede negar que
en el Antiguo Testamento parecen producirse teofanías, apariciones
directas de Dios en persona a los patriarcas y a los profetas. Pero está
completamente convencido de que nunca ocurren. En realidad, esas
visiones se producían por la mediación de seres celestiales, pero crea
dos, «com o si el orden de la ley divina exigiese que fuesen las criatu
ras de orden superior las que trasladaran hacia Dios a las de orden
inferior» (iv). Una de sus concepciones fundamentales es la de que el
orden de la ley divina así lo prescribe. Su Dios no hace directamente
nada que puedan hacer los intermediarios; prefiere tal vez la cadena
más larga de intermediarios; ya se trate de transferencia o de delega
ción, el principio universal es un descenso perfectamente graduado
de poder y bondad. El esplendor divino (illustratio) nos llega fil
trado, como si dijéramos, a través de las jerarquías.
E so explica por qué un mensaje de tal importancia cósmica como
la Anunciación, aun dirigido a una persona tan eminente como
María, lo llevó un ser angélico y aun un mero arcángel, miembro de
la penúltima clase inferior: «los primeros en conocer el divino m iste
rio fueron los ángeles y después nos llegó la gracia de conocerlo por
mediación de ellos» (iv). Respecto de este punto, Santo Tomás de
Aquino citó, siglos después, a Seudo-Dionisio y lo confirmó. Se hizo
así (por varias razones, pero entre ellas) «para que, incluso en el caso
de un asunto tan importante \in hoc etiamj, el sistema [o regla, ordi-
natio] por el cual las cosas divinas llegan hasta nosotros por m edia
ción de los ángeles no quedara alterado».'12
Mediante un tour de forcé comparable al que M acrobio realizó,
cuando convirtió a Cicerón en un perfecto neoplatónico, nuestro
autor encuentra confirmado su principio en Isaías, vi, 3. En él apa
recen los serafines gritándose unos a otros: «Santo, Santo, Santo».
¿Por qué unos a otros en lugar de al Señor? Evidentemente, porque
D . BO ECIO
63
época. Se tradujo al antiguo alto alemán, al italiano, al español y al
griego; al francés lo tradujo (can de Meung: al ingles, Allred, C hau
cer, Isabel I y otros. Hasta hace unos doscientos años, creo que
habría sido difícil encontrar a hombre culto alguno en cualquier país
europeo que no lo amase. Aficionarse a él equivale a naturalizarse en
la Edad Media.
Boecio, erudito y aristócrata, fue un ministro de Teodorico el
O strogodo, el primer rey bárbaro de Italia y arriano de religión, aun
que no persiguió a los cristianos. Com o siempre, la palabra « b á r
baro» puede dar lugar a confusiones. Aunque Teodorico era analfa
beto, había pasado su juventud en la alta sociedad bizantina. En
ciertos aspectos fue mejor gobernante que muchos em peradores
romanos. Su reinado en Italia no fue una pura y simple m onstruosi
dad, como habría sido en la Inglaterra del siglo X I X el gobierno de
Cheka o de Dingaan, por ejemplo. Era mas que nada como si un
comandante (papista) de las montañas (que hubiera conseguido un
poco de educación y gusto por el clarete en el ejército francés)
hubiese reinado sobre la Inglaterra protestante a medias y a medias
católica de Johnson y Lord Chesterfield. Sin embargo, no es de
extrañar que la aristocracia romana pronto em pezase a intrigar en
connivencia con el Em perador de Oriente con la esperanza de
librarse de aquel extranjero. A Boecio lo consideraron, justificada
mente o no, sospechoso. Lo encarcelaron en Pavía. Al poco tiempo,
retorcieron cuerdas alrededor de su cabeza hasta sacarle los ojos y lo
remataron con una porra.
Ahora bien, Boecio era sin duda cristiano e incluso teólogo; sus
demás obras llevan títulos como De Tnmlate y De Fide Catholica.
Pero la «filosofía» a la que recurrió en busca de «consuelo» a la hora
de encararse con la muerte contiene pocos elementos explícitamente
cristianos e incluso se puede discutir su compatibilidad con la doc
trina cristiana.
Esa paradoja ha inspirado muchas hipótesis, (.lomo las siguientes:
1) Q ue su cristianismo era superficial y se desvaneció al verse
puesto a prueba, por lo que hubo de recurrir a la ayuda que pudiera
ofrecerle el neoplatonismo.
2) Q ue su cristianismo era sólido como una roca y su neoplato
nismo un simple juego con el que se distrajo en su calabozo, de igual
forma que otros prisioneros en casos semejantes han amaestrado una
araña o una rata.
3) Q ue, en realidad, los ensayos teológicos no fueron obra del
mismo hombre.
Ninguna de esas teorías me parece necesaria.
64
Aunque no hay duda de que escribió De Consolatione después de
su caída en desgracia, estando exiliado y quizá detenido, no creo que
lo escribiese en un calabozo ni en la espera diaria del verdugo. Cierto
es que en una ocasión habla del terror ^ en otra se califica a sí mismo
de condenado a «m uerte y proscripción»64 y en otra Philosophia lo
acusa de «tem er el garrote y el hach a»/’"5Pero el tono general del libro
no concuerda con esos accesos momentáneos. N o es la obra de un
preso que espera la muerte, sino la de un noble y estadista que se
lamenta de su caída en desgracia: de verse exiliado,w' perjudicado
económicamente/" separado de su hermosa biblioteca/’8 despojado
de sus dignidades oficiales, de que se vitupere su nombre escandalo
sam ente/’9 Ese no es el lenguaje de los condenados a muerte. Y algu
nos de los «consuelos» que Philosophia le da serían burlas cóm ica
mente crueles para un hombre en esa situación, como cuando le
recuerda que el lugar que para él es exilio para otros es h ogar,0 o que
muchos considerarían riqueza incluso esos restos de su propiedad
que él ha conseguido salvar. 1 El consuelo que Boecio busca no lo
provoca la muerte, sino la ruina. Puede ser que, cuando escribió el
libro, supiera que su vida corría algún peligro. N o creo que hubiese
perdido las esperanzas. De hecho, al principio se queja de que la
muerte olvida cruelmente a los desventurados que morirían gus
tosos.
Si hubiésem os preguntado a Boecio por qué contenía su libro
consuelos filosóficos en lugar de religiosos, no me cabe la menor
duda de que habría respondido: «¿A caso no habéis leído el título?
Mi obra es filosófica, no religiosa, porque he escogido como tema los
consuelos de la filosofía, no los de la religión. Igualmente podríais
preguntar por qué un libro sobre aritmética no utiliza las operacio
nes geom étricas». Aristóteles había dejado grabada en todos sus
seguidores la distinción entre las disciplinas y la conveniencia de
seguir en cada una de ellas su m étodo ap ro p iad o /’ La hemos visto
65
puesta en práctica en la obra de Calcidio y la argumentación de Boe
cio dirige nuestra atención hacia ella. Elogia a Philosophia por haber
usado «pruebas innatas y familiares», no «razones deducidas del
exterior». 4 Es decir, que se elogia a sí mismo por haber llegado a
conclusiones aceptables para el cristianismo a partir de pruebas
puramente filosóficas, como exigían las reglas de la disciplina. Por
otro lado, cuando aquélla saca a relucir las doctrinas del Infierno y
del Purgatorio, el autor la obliga a detenerse: «pues no es misión
nuestra ahora examinar esas cuestiones».
Pero, ¿por qué— podem os preguntarnos—-se impuso un autor
cristiano esa limitación? En parte porque conocía sus capacidades
más auténticas. Pero podem os aducir otro motivo, probablemente
menos consciente. Es imposible que en aquel momento tuviese más
vividamente presente la distinción entre cristiano y pagano que la
existente entre romano y bárbaro, sobre todo porque el bárbaro era
al mismo tiempo un hereje. La Cristiandad y aquel pasado pagano
por el que sentía una lealtad tan profunda estaban unidos en su con
cepción por su común contraste con Teodorico y sus gigantescos
caballeros, rubios, bebedores de cerveza v fanfarrones. N o era el
momento de insistir en lo que lo pudiera separar de Virgilio, Séneca,
Platón y los antiguos héroes republicanos. Habría perdido la mitad
de su satisfacción, si hubiese escogido un tema que lo hubiera obli
gado a señalar aquello en que los grandes maestros antiguos se habían
equivocado; prefirió un tema que le permitía sentir lo cerca que
habían estado de la verdad, recordarlos como «nosotros», no «ellos».
Como consecuencia de ello, pocos son los pasajes específica
mente cristianos del libro. Cita explícitamente a los mártires.'” En
oposición a la concepción platónica de que lo divino y lo humano
sólo pueden entrar en contacto por mediación de un tertium quid, la
oración es un commcrcium directo entre Dios y el hombre. Cuando
Philosophia, al referirse a la Providencia, usa las palabras «fuerte y
dulcem ente», procedentes del Libro de la Sabiduría de Salomón,
Boecio responde: «M e encanta tu argumento, pero mucho más el
lenguaje que usas». s Pero más frecuentes son las afirmaciones de
Boecio que Platón o los neoplatónicos habrían confirmado. El hom
bre, gracias a su razón, es un animal divino; 1 el alma procede del
66
ciclo"' y su ascenso hasta él es un regreso."1 En su descripción de la
creación,'2 Boecio está más próxim o al Timen que a las Escrituras.
Aparte de sus contribuciones al modelo, De Consolatione ejerció
cierta influencia formal. Pertenece al género llamado sátira menipea,
en la que secciones en prosa alternan con otras (más cortas) en verso.
Después de Boecio, la continuaron Bernardo y Alano e incluso la
Arcadia de Sannazaro. (Muchas veces me ha asom brado que no se
haya resucitado. Me parece que un Landor, un Ncwman o un Arnold
habrían sacado buen provecho de ella.)
La presentación de Philosophia, en el libro I, como una mujer a
un tiempo joven y vieja,8' está tomada de la Natura de Claudiano en
De C.onsalato Stihchonis. Reaparecería en la Natura del poema fran
cés que Lydgate tradujo por Reason and Sen suality (verso 334). Entre
otras cosas, le dice que nosotros— los filósofos— debemos anticipar
nos a la calumnia, pues nuestro objetivo expreso (máxime proposi
ta m) es desagradar a la canalla.84 Esa jactancia altanera, ese panache
filosófico, que va más allá de la indiferencia, llega hasta el insulto y,
de hecho, lo provoca, es de origen cínico. El Cristo de Milton está
contagiado de ella, cuando en Paradise Regained (III, 54) califica el
rebaño de la gente vulgar de personas «cuyo desprecio era elogio no
pequeño». Pero el pobre Boecio no estaba todavía en condiciones de
asimilar una melodía tan alta; estaba tan sordo para ella como un
burro para un arpa, imagen que Chaucer se apropió en Trollas, I,
1730. Ahora todo el mundo lo calumniaba, a pesar de que, en reali
dad, su conducta en el cargo había sido de una pureza sin tacha.
Añade con insistencia casi cómica— en este caso Boecio autor desen
mascara despiadadam ente a Boecio hombre— que su virtud había
sido tanto más admirable cuanto que la había practicado sin pensar
lo más mínimo en que lo admirasen. Pues— añade— la virtud queda
em pañada cuando se ostenta con el propósito de conseguir buena
reputación.8"
Esta modesta máxima contrasta rotundamente con los ideales de
la Edad de las Tinieblas y del Renacimiento. Roldán no se avergüenza
de desear los, igual que Beowulfo desea dom o los héroes de la tra
gedia francesa desean la gloire. Se examinó con frecuencia a finales
de la Edad Media. Alano la conoció, pero la aprobaba sólo hasta
67
cierto punto. El hombre bueno no debe aspirar a la tama, pero recha
zarla completamente sería prueba de austeridad exagerada (Anti-
claudiano, VII, iv, 26). Por otro lado, Gower la aplica con todo su
rigor, incluso a las hazañas caballerescas:
68
bres crueles», al interpretar las variaciones de la suerte humana como
premios o castigos divinos o, por lo menos, al desear que lo sean. Es
un enemigo duro de pelar; está latente en lo que se ha llamado «la
interpretación liberal de la historia» y domina la filosofía histórica de
Carlyle.
En todos los puntos de este examen encontramos «antiguos ami
gos», es decir, imágenes y frases que eran ya muy antiguas, cuando
nos familiarizamos con ellas por primera vez.
Así, esta frase del libro IE «L a desgracia más profunda es la de
haber sido feliz alguna vez».sx N os vienen a la memoria al instante el
nessun maggior dolare de Dante (Inferno, V, 121) y «la pena, corona
de penas» de Tennyson. «N ad a es desgracia, a no ser que así lo con
siderem os».v' Recordam os la frase de Chaucer: no man is ivreched,
huí him self ii wene («ningún hombre es desgraciado, si no se lo pro
pone»), de la Ballade o f Fortune y la de Hamlet: «N ad a es bueno o
malo, sino que el pensamiento lo hace serlo». N os dice que no pode
mos perder los bienes externos, porque nunca los tuvimos. La
belleza de los cam pos o de las gemas es un bien real, pero es suyo, no
nuestro; la belleza de los vestidos es o bien de éstos (la riqueza de la
tela) o bien producto de la destreza del sastre: nada hará que sea
nuestra.'0 La idea volvería a aparecer inesperadamente en Joseph
Andrewes (III, 6). Poco después, leemos los elogios a la prior actas?'
la inocencia primigenia descrita por los estoicos. En este punto los
lectores de Milton advertirán la pretiosa pericula que pasó a ser la
«preciosa ruina» de este último autor. De esa prior actas proceden la
«edad pasad a» de la balada de Chaucer y la «edad antigua» citada
por O rsino (Tivelfth Night, II, iv, 46). Se nos dice que nada seduce
tanto a quienes tienen ciertas dotes naturales, pero no se han perfec
cionado en la virtud, como el deseo de fama. Es una máxima proce
dente del Agrícola de Tácito; posteriormente iba a florecer en el
verso de Milton sobre «la última flaqueza de la mente noble».
Philosophia pasa a mortificar dicho deseo, como el Africano
había hecho en el Somnium, al señalar cuán vana es toda fama terre
nal, pues hay que reconocer que nuestro globo, a escala cósmica,
representa un punto matemático: puncti habere ratumem. Pero B oe
cio profundiza ese argumento trillado al insistir en la diversidad de
las normas morales aun en esta zona minúscula.42 Lo que en una
69
n a c i ó n es t a m a en o t r a p u e d e se r in fa m ia . Y, en c u a l q u i e r c a s o , ¡ q u é
p o c o d u r a n las r e p u t a c i o n e s ! L o s l i b ro s so n m o r t a l e s , igual q u e su s
a u t o r e s . N a d i e s a b e d ó n d e ya c en los h u e s o s d e F a b r i c i o / ' ( L n co n si
d e r a c i ó n p a r a co n s u s l e c t o r e s in gl es es , A l fr e d t u v o la feliz o c u r r e n
cia d e s u b s t i t u i r es t a fr as e p o r « l o s h u e s o s d e W e l a n d » . )
La adversidad tiene la virtud de abrirnos los ojos al mostrarnos
cuáles de nuestros amigos son sinceros y cuales falsos. " Combinemos
esto con la afirmación de Vincent de Beauvais de que «la hiel de la
hiena hace recuperar la vista» [Speeitlum \atn n ilc. X IX , 62) v tendre
mos la clave del verso críptico de Chaucer: //v e ucJcth nat the gal! oj
noon hyene («N o necesitas la hiel de ninguna hiena») (hortuue, 35).
En el libro III: todos los hombres saben que el bien auténtico es
la felicidad y todos los hombres la buscan, pero la mayoría por cam i
nos errados, como un borracho que sabe que tiene una casa, pero no
puede encontrar el camino que lleva a ella. Chaucer reproduce ese
símil en el Knight’s ílile (A 1261 y ss.).
Aun así, incluso los caminos errados, como la riqueza o la gloria,
muestran que los hombres vislumbran parte de la verdad, pues el
auténtico bien es glorioso como la fama v autosuficiente como la
riqueza. La inclinación natura! es tan fuerte, que forcejeamos en
dirección de nuestro lugar natal, como el pájaro enjaulado lucha por
regresar al bosque. Chaucer tomó esta imagen para su Squire's Ilile
(F 261 v ss.).
Una de las imágenes falsas del bien es la nobleza. Pero la nobleza
no es otra cosa que la fama (y ya hemos desacreditado ésta) corres
pondiente a la virtud de nuestros antepasados, que era un bien de
ellos, no nuestro.' Esta doctrina tuvo una progenie numerosa en la
Edad M edia y llegó a ser un tema popular para las discusiones esco
lares. Es la que subvace a la caiizone de Dante a comienzos del C.on-
v iv K , IV, y a otro texto de De Monarehia (II, 3). El Román de la Rose
(18.165 y ss.) llega más lejos que Boecio y se atreve a equiparar la gen-
tilesse con la virtud. La versión inglesa desarrolla todavía más el ori
ginal francés en este punto (2185-202). Vhe Wtfe oj Bath reproduce
la idea de Boecio con mayor exactitud (D. 1154). Cxower, como
el Rom án, identifica la nobleza con la «virtud al servicio del valor»
(IV, 2261 y ss.). No podem os por menos de sonreír cuando un autor
(nada ignorante en otras cuestiones) enc ientra en este pasaje una
7*
nito por ser el alma inmortal tcomo afirma la filosofía con la misma
firmeza que la teología). Este pasaje se inspira en el infierno de Vir
gilio, cuyos habitantes ansí omncs innnaue nejas ausoque potiti\
«todo s grandes maldades intentaron y de lo mal osado allá gozaron»
íEneida, VI, 624). Y, a su vez, inspiró a Milton, quien dice de los
paganos justos que «consideraban que la deportación eterna a un
infierno local [...] no era un castigo tan propio de Dios como casti
gar el pecado con el pecado» (Doctrine and Discipline, II, 3). Y, sin
em bargo, resulta muy extraño, sostiene Boecio, ver a los malos
medrar y a los virtuosos padecer. ¡Pues, claro!, responde Philoso
phia, todo es extraño hasta que se conoce su causa. 14Com párese con
el Squire's Tale (F 258).
2) Lo que «en la ciudadela de la sencillez divina» es la Providen
cia, cuando se ve desde abajo, reflejado en la multiplicidad del
tiempo y el espacio, es el Destino. 11 V así como, en el caso de una
rueda, cuanto más nos acercamos al centro menos movimiento nota
mos, así también cuanto más se acerca un ser finito a la participación
en la (inmóvil) Naturaleza divina, tanto menos sujeto se ve al Destino,
que es una simple imagen móvil de la eterna Providencia. La Provi
dencia es enteramente buena. Decimos que los malos medran y los
inocentes sufren, pero no sabem os quienes son los malos y quiénes
los inocentes y mucho menos lo que necesitan. Toda clase de suertes,
vistas desde el centro, son buenas y curativas. La suerte que llamamos
«m ala» ejercita a los hombres buenos y refrena a los malos, si así la
aceptan. De forma que, con sólo que estemos cerca del eje, con que
participemos más en la Providencia y suframos menos el Destino,
«estará en nuestras manos hacer de nuestra fortuna lo que guste
m os».111' O , según la versión que da Spenser de este pasaje, «todo el
mundo puede por sí mismo dar fortuna a su vida» [T. Q., VI, ix, 30).
Sin embargo, el fruto mas noble de este pasaje no se expresó en
palabras. En la iglesia de Santa María del Popolo de Roma la cúpula
situada encima de la tumba de Chigi nos presenta la imagen boeciana
completa de la rueda y el eje, del Destino y la Providencia. En la cir
cunferencia exterior aparecen representados los planetas, los dispen
sadores del destino. En un círculo más pequeño, dentro y por encima
de ellos, figuran las inteligencias que los mueven. En el centro, con
las manos alzadas para orientar, se encuentra el Motor Inmóvil."'
72
En el quinto y último libro la argumentación es más densa y
muchas generaciones posteriores no pudieron extraer de ella muchos
frutos por separado. Pero no por ello resultó menos influyente.
Constituye la base de todos los planteamientos posteriores del pro
blema de la libertad.
La conclusión del libro anterior nos ha dejado ante una nueva
dificultad. Si, como indica su doctrina de la Providencia, Dios ve
todas las cosas que son, fueron y serán, uno mentís in ictu,'°8 en un
solo pensamiento y, por tanto, conoce de antemano mis acciones,
¿cóm o puedo ser libre de actuar en forma diferente a como El las ha
previsto? Philosophia no elude la pregunta de Boecio mediante el
subterfugio que Milton se ve obligado a utilizar en Paradise Lost (III,
117), según el cual, aunque D ios conoce de antemano, Su conoci
miento anticipado no es la causa de mis actos. Pues la pregunta no
era la de si la presciencia divina requería el acto, sino la de si éste
había de ser necesario.
¿Puede, entonces, haber conocimiento anticipado de lo indeter
minado? En cierto sentido, sí. El carácter del conocimiento no
depende de la naturaleza del objeto conocido, sino de la facultad que
conoce. Así, en nosotros mismos la sensación, la imaginación y la
ratio, cada cual a su manera, «conocen» al hombre. La sensación lo
conoce como forma corporal; la imaginación, como forma sin m ate
ria; la ratio, como concepto, género. Ninguna de dichas facultades
por sí misma hace la menor alusión a la forma de conocimiento de
que goza la que le es superior.109 Pero, por encima de la ratio o razón,
hay una facultad superior, la intelligentia o entendimiento.110 (Mucho
después, Coleridge invirtió esta tesis al considerar superior a la razón
e inferior al entendimiento. Dejo para una sección posterior el exa
men más por extenso de la terminología medieval.) Y la razón no
puede concebir que el futuro pueda conocerse excepto, si acaso,
como tendría que conocerlo ella, es decir, como determinado. Pero
incluso nosotros podem os simplemente saltar al nivel de la inteligen
cia y tener una vislumbre del conocimiento que no entraña determi-
nismo.
La eternidad es algo muy distinto de la perpetuidad, de la mera
continuación inacabable en el tiempo. La perpetuidad es sim ple
mente el alcance de una serie inacabable de momentos, cada uno de
los cuales se pierde tan pronto como se lo alcanza. La eternidad es el
73
goce efectivo e intemporal cié la vida infinita.11' El tiempo, incluso el
tiempo eterno, es sólo una imagen, casi una parodia, de esa plenitud,
un intento vano de compensar la transitoriedad de sus «presentes»
mediante su multiplicación infinita. Por eso la Lucrecia del poem a de
Shakespeare lo llama «tú, perenne lacayo de la eternidad» [Rape,
967). Y Dios es eterno, no perpetuo. H ablando estrictamente, nunca
prevé, sólo ve. Nuestro «fu turo» es sólo una zona, y una zona espe
cial solamente para nosotros, de Su infinito ahora. Ve (no es que
recuerde) nuestros actos de ayer porque ayer está todavía «ahí», para
El; ve (no es que prevea) nuestros actos de mañana, porque El ya está
en el día de mañana. Así como un espectador humano, por el hecho
de ver mi acto presente, en m odo alguno no quebranta su libertad,
así tam poco dejo de ser libre lo más mínimo para actuar como pre
fiera en el futuro por el hecho de que Dios me vea actuar en dicho
futuro (Su presente).112
H e condensado tan despiadadam ente una argumentación de tan
extrema importancia, tanto histórica como intrínseca, que el lector
prudente deberá consultar el original. N o puedo por menos de pen
sar que con ella Boecio expuso una concepción platónica con mayor
brillantez que Platón en ocasión alguna.
La obra acaba con esas palabras de Philosophia; no se vuelve a
hablar de Boecio ni de su situación, como tam poco de Christopher
Sly al final de La doma de la bravia. Lo considero un logro artístico
calculado y consumado. Tenemos la sensación de haber visto que
mar un montón de materiales tan completamente, que no quedan ni
cenizas ni humo ni llama siquiera, tan sólo una vibración de ardor
invisible.
G ibbon ha expresado, con la belleza de estilo que le es propia, su
desprecio por la importancia de esa «filosofía» para someter los sen
timientos del corazón humano. Pero nadie ha dicho que fuera a
someter los de G ibbon. Parece ser que hizo algo por Boecio. Lo que
es históricamente seguro es que durante más de mil años muchas
mentes nada despreciables la consideraron nutricia.
Antes de concluir este capítulo, conviene citar a dos autores p o s
teriores en el tiempo y muy inferiores en categoría. A diferencia de
los que acabo de describir, no hicieron aportaciones al modelo, pero
a veces aportan el testimonio más accesible de lo que fue. Am bos fue
ron enciclopedistas.
San Isidoro, obispo de Sevilla desde el año 600 hasta el 636, escri
74
bió las Etimologías. Como indica el título, su tema aparente era el
lenguaje, pero la frontera entre la explicación del significado de las
palabras y la descripción de las cosas resulta fácil de cruzar. Apenas
se esfuerza por mantenerse en el lado lingüístico, por lo que su libro
constituye una enciclopedia. Es una obra de inteligencia muy m edio
cre, pero muchas veces nos ofrece fragmentos de información que no
podem os encontrar fácilmente en autores mejores. También presen
ta la enorme ventaja de estar accesible en una buena edición
m oderna.1"
Desgraciadam ente, no podem os decir lo mismo de Vincent de
Beauvais (ob. 1264). Su extenso Speculum M ajus está dividido en el
Speculum N atúrale, el Speculum Doctrínale y el Speculum Historíale.
Podríam os suponer que el «espejo doctrinal» tratase de teología. En
realidad, trata de moral, arte y oficios.
75
CAPÍTU LO V
L O S C IE L O S
[Todas las cosas naturales que existen tienen un lugar idóneo en el que pueden
conservarse mejor; por m edio de su inclinación natural, tienden a llegar a él.J
77
Ese era el lenguaje usual en la Edad Media v en épocas posteriores.
The see desyreth naturely to folwen («E l mar desea, por inclinación
natural, seguir a») la Luna, dice Chaucer (Trankhn's Tale, F 1052).
«E l hierro», dice Bacon, «se siente atraído de forma especial por el
im án» (Advancement):
Inmediatamente se plantea la cuestión de si los pensadores
medievales creían que lo que ahora llamamos objetos inanimados
eran sensibles y estaban motivados. En general, la respuesta es que
no, sin lugar a dudas. Digo «en general» porque atribuían vida e
incluso inteligencia a una clase privilegiada de objetos (los astros),
que nosotros consideram os inorgánicos. Pero, que yo sepa, nadie
antes de Campanella (1568-1639) sostuvo la existencia de un pansi-
quismo completamente desarrollado, la doctrina de la sensibilidad
universal, y nunca consiguió muchos adeptos. Según la concepción
medieval general, había cuatro grados de realidad terrestre: mera
existencia (como en las piedras); existencia con crecimiento (como
en los vegetales); existencia, crecimiento y sensaciones (como en los
animales) y todas ellas unidas a la razón (como en los hom bres)/ Por
definición, las piedras no podían, literalmente, porfiar ni desear.
Si hubiéramos podido preguntar al científico medieval: «¿P or
qué dais la impresión de creerlo?», habría podido responder (pues
siempre era un dialéctico) con la pregunta: «Pero, ¿acaso entendéis
vosotros vuestras afirmaciones sobre leyes y obediencia en sentido
más literal que las nuestras sobre inclinación natural? ¿Acaso creéis
de verdad que una piedra que cae es consciente de una orden p ro
mulgada por algún legislador y siente una obligación moral o pru
dencial a obedecerla? Conque habríamos de admitir que am bas for
mas de expresar los hechos son metafóricas. Lo curioso es que la
nuestra es la más antropom órfica de las dos. Decir que en cierto
modo los cuerpos inanimados tienen un instinto que los guía es colo
carlos a una distancia de nosotros no menor que la de las palomas;
decir que en cierto modo «obedecen leyes» es tratarlos como hom
bres e incluso como ciudadanos.
Pero, aunque ninguna de esas dos afirmaciones puede entenderse
literalmente, de ello no se sigue que no haya diferencia entre el uso
de una u otra. En el nivel imaginativo y emocional, existe una gran
diferencia entre que, como los medievales, proyectemos en el uni
verso nuestros esfuerzos y deseos y que, como los m odernos, lo que
proyectemos sea nuestro sistema policíaco y nuestras normas de trá
7«
fico. El lenguaje antiguo sugiere constantemente una continuidad en
cierto m odo entre los acontecimientos puramente físicos y nuestras
aspiraciones más espirituales. Si el alma procede (en el sentido que
sea) del cielo, nuestro anhelo de beatitud es por sí mismo un ejemplo
de «inclinación natural» hacia el «lugar idóneo». A eso se debe que
en The K in gs Quair figuren estos versos (est. 173):
[Oh, diablo de ojo, siem pre revoloteando de aquí para allá y nunca quieto hasta
que llegas al lugar de que procedes, que es tu primer y propio nido.]
4. El pasaje del Troilus de Chaucer (IV, 302) no es, en el sentido más simple, la
«fu en te» de éste. Chaucer dio a la idea un tratamiento erótico, pero el rey Jac o b o
le devolvió toda su seriedad. A m bos poetas sabían claramente lo que estaban
haciendo.
5. Véase más abajo, p. 133.
79
del aire» y despues por «el lu ego» antes de llegar al «circulo de la
Lu na» (F. Q., V il, vi, 7, 8) y en Donne el alma de Llizabeth Drury
viaja desde el aire hasta la Luna tan de prisa, que no sabe si pasó por
la esfera del fuego o no 1Sccond Annivcrsary, 1S>1-4), C uando Don
Q uijote y Sancho creyeron que habían llegado a ese punto en su
ascenso imaginario, el caballero tenía mucho miedo a que se que
masen (II, xli). La razón por la que las llamas siempre se mueven
hacia arriba es la de que el luego que las forma busca su «lugar idó
neo». Pero las llamas son fuego im puro y a su impureza se debe
exclusivamente que sean visibles. El «lu ego elemental» que forma
una estera justamente por debajo de la Luna es fuego puro, sin m ez
cla; por eso es invisible y completam ente transparente. Eue ese «e le
mento de fuego» el que la «nueva filosofía apagó com pletam ente».
A eso se debió en parte que Donne hiciese pasar a Elizabeth Drury
dem asiado de prisa como para poder resolver esa incóm oda cues
tión.
Actualmente se conoce tan bien, en general, la arquitectura del
universo ptolemaico, que voy a tratarlo en la forma más breve posi
ble. La Tierra, que es esférica y ocupa el centro, está rodeada por una
serie de globos huecos y transparentes, uno encima de otro, y, natu
ralmente, cada uno de ellos mayor que el que está por debajo. Esas
son las «esferas», «cielos» o (a veces) «elem entos». En cada una de
las primeras siete esferas hay un gran cuerpo luminoso fijo. E m pe
zando por la Tierra, el orden es la Luna, Mercurio, Venus, el Sol,
Marte, Júpiter y Saturno: los «siete planetas». Más allá de la esfera de
Saturno está el Stellatum , al que pertenecen todas esas estrellas que
todavía llamamos «fijas», porque sus posiciones unas en relación con
las otras, a diferencia de las de los planetas, son invariables. Más allá
del Stellatum hay una esfera llamada Primer M otor o Pnmum
Mobile. Com o no contiene ningún cuerpo luminoso, esta última pasa
desapercibida a nuestros sentidos; su existencia se infirió para expli
car los movimientos de todas las demás.
Y, más allá del Pnmum Mobile, ¿qué? La primera respuesta a esa
pregunta ineludible la había dado Aristóteles. «F u era del cielo no
hay ni espacio ni vacío ni tiempo. Por eso lo que quiera que allí haya
se caracteriza por no ocupar espacio m verse afectado por el
tiempo».'1 El mejor paganismo se caracteriza por su timidez, por su
voz queda. En cambio, una vez adaptada por el cristianismo, esa d oc
trina habla en voz alta y alborozada. Lo que en un sentido está «fuera
del cielo» constituyó entonces, en otro sentido, el Cielo mismo,
6. De Cáelo, 279a.
8o
caclum ipsum, y colmado por Dios, como dice Bernardo. De modo
que, cuando Dante pasa la última frontera, le dicen: «H em os pasado
del cuerpo mayor [del maggior corpa] a ese Cielo que es luz pura, luz
intelectual, colmada de am or» (Paradtso, X X X , 38). En otras pala
bras, como veremos con mayor claridad más adelante, en esa frontera
la concepción espacial deja de funcionar completamente. En el sen
tido espacial ordinario, no puede haber «fin » para un espacio tridi
mensional. El fin del espacio es el fin de la espacialidad. La luz que
hay más allá del universo material es luz intelectual.
Ni siquiera en la actualidad se entienden en general las dim ensio
nes del universo medieval tan bien como su estructura; en este siglo,
un científico eminente ha contribuido a propalar el error.8 El lector
de este libro ha de saber ya que la Tierra era, a escala cósmica, un
punto, que no tenía magnitud apreciable. Las estrellas, como había
enseñado el Somnium Scipionis, eran mayores que ella. En el siglo VI,
san Isidoro sabía que el Sol es mayor y la Luna menor que la Tierra
(Etim ologías, III, xlvii-xlviii); M aimónides, en el X II, sostiene que
cualquier estrella es noventa veces mayor; Roger Bacon, en el XIII,
dice simplemente que la estrella más pequeña es «m ayor» que ella.9
En cuanto a los cálculos de la distancia, contamos, por fortuna, con
el testimonio de una obra completamente popular. El South English
Legendary. mejor que ninguna obra culta para testimoniar el modelo,
tal como existía en la imaginación de la gente común. En ella se nos
dice que, si un hombre pudiese viajar hacia arriba a la velocidad de
forty mile and yet som del mo («cuarenta millas y algo m ás») por día,
en 8000 años seguiría sin haber alcanzado el Stellatum («the highest
heven that ye alday seeth» [«el cielo más alto que veis todos los
d ía s»]).10
Por sí mismos, esos hechos son curiosidades de poco interés.
Adquieren valor solamente en la m edida en que nos permiten pene
trar más profundam ente en la conciencia de nuestros antepasados al
comprender cómo debió de afectar aquel universo a quienes creían
en él. L a receta para esa comprensión no es el estudio de los libros.
Hay que salir al campo una noche estrellada y caminar durante
media hora intentando ver el cielo desde el punto de vista de la anti
gua cosmología. Hay que recordar que en ese caso existen un arriba
y un abajo absolutos. La Tierra es realmente el centro, el lugar más
82
cernos más que él. El terror de Pascal ante le silence éternel de ces
espaces infinis nunca le pasó por la cabeza. E s como un hombre al
que conducen a través de una catedral inmensa, no como alguien
perdido en un mar sin costas. Supongo que el sentimiento m oderno
apareció con Bruno. Entró en la poesía inglesa con Milton, cuando
ve la Luna «cabalgan d o»
84
miento real es hacia el Oeste, pero con velocidad retrasada por su
resistencia a moverse en la dirección opuesta. De ahí la explicación
de Chaucer:
O lirste moeving cruel firmament
With thy diurnal sweigh that crowdest ay
And hurlest al from Est til Occident
That naturelly wolde holde another way.
(Canterbury Tales, B 295 y ss.)
[Oh, primer motor, firmamento cruel, que im pulsas a los astros con tu oscilación
diurna y arrojas de Oriente a O ccidente a todos los que por inclinación natural
seguirían (Uro camino.]
85
dad imaginativa provocada de esa forma no produce una necesidad,
sino una propensión a actuar de esta o de aquella form a." Se puede
resistir dicha propensión; por eso el hombre justo puede vencer a las
estrellas. Pero la mayoría de las veces no encontrará resistencia, pues
la mayoría de los hombres no son justos; a eso se debe que, igual que
las predicciones actuariales, las predicciones astrológicas sobre el
comportamiento de gran cantidad de hombres resulten cumplirse
con frecuencia.
3) Las actitudes que supusieran o fomentaran en apariencia la
adoración de los planetas: al fin y al cabo, habían sido los más resis
tentes de todos los dioses paganos. San Alberto M agno da reglas
sobre el uso legítimo e ilegítimo de las imágenes planetarias en la
agricultura. Se puede enterrar en el campo un plato con el símbolo o
jeroglífico de un planeta, pero no se pueden usar, al mismo tiempo,
invocaciones o «sufum igaciones» (Speculum Astronomiae, X).
A pesar de aquella cuidadosa vigilancia contra la planetolatría, los
planetas siguieron recibiendo sus nombres divinos y todas sus repre
sentaciones en el arte y la poesía proceden de los poetas paganos,
pero no— hasta época posterior— de los escultores paganos. Los an
tiguos habían descrito a M arte completamente arm ado y en su
carro; así, pues, los artistas medievales, al plasmar aquella imagen en
términos contem poráneos, lo representaron como un caballero con
armadura plateada sentado en un carro de cam pesinos,10 lo que tal
vez inspirara a Chrétien la historia que figura en su Lancelot. A veces,
los lectores modernos discuten sobre si, cuando un poeta medieval
menciona a Júpiter o a Venus, se refiere al planeta o a la deidad. N o
es seguro que esa pregunta tenga respuesta. D esde luego, nunca
debem os suponer sin pruebas especiales que esos personajes sean en
la obra de Gow er o de Chaucer las figuras meramente mitológicas
que son en la de Shelley o de Keats. Son planetas, además de dioses.
N o es que el poeta cristiano creyese en el dios porque creía en el pla
neta, sino que las tres cosas— el planeta visible en el cielo, la fuente
de influencia y el dios— actuaban generalmente como una unidad en
su mente. N o he encontrado pruebas de que ese estado de cosas
inquietase lo más mínimo a los teólogos.
Los lectores que ya conozcan las características de los siete pla
netas pueden saltarse la siguiente lista:
Saturno. Su influencia en la tierra produce plomo; en los hom
bres, el carácter melancólico; en la historia, acontecimientos desas
86
trosos. En Dante su esfera es el cielo ele los contemplativos. Está
relacionado con la enferm edad y la vejez. N uestra representación
tradicional del padre Tiem po con la guadaña procede de representa
ciones anteriores de Saturno. Una buena descripción de sus activi
dades— accidentes fatales, peste, traiciones y mala suerte en gene
ral— figura en The Knight's Tale (A 2.463 y ss.). E s el más terrible de
los siete y a veces recibe el nom bre de «D esgracia m áxim a», Infor
tuna Major.
Júpiter, el Rey, produce en la tierra— cosa bastante decepcio
nante— estaño; este metal brillante excitaba la imaginación de forma
diferente antes de que apareciese la industria conservera. El carácter
que produce en los hombres podría expresarse ahora muy im perfec
tamente mediante la palabra «jovial» y no resulta fácil de compren
der; ya no es uno de nuestros arquetipos, como el carácter saturnino.
Podemos decir que es regio, pero hemos de pensar en un rey en paz,
sentado en el trono, ocioso, sereno. El carácter jovial es alegre, fes
tivo y, sin em bargo, sobrio, tranquilo, magnánimo. Cuando este pla
neta domina, podem os esperar días tranquilos y prosperidad. En
Dante los príncipes buenos y justos van a su esfera, cuando mueren.
Es el mejor planeta y recibe el nombre de «Fortuna m áxim a», For
tuna M ajor.
Marte produce hierro. D a a los hombres el temperamento m ar
cial, «gran intrepidez», como dice la Com adre de Bath (D 612). Pero
es un planeta malo, Infortuna Minor. Produce las guerras. En Dante,
su esfera es el cielo de los mártires; en parte por la razón evidente,
pero en parte, sospecho, a causa de una relación filológica errónea
entre martyr y Martem.
El Sol es el punto en que la coincidencia entre lo mítico y lo astro
lógico casi desaparece. En el sentido mítico, Júpiter es el Rey, pero el
Sol produce el metal más noble, el oro, y es el ojo y la mente de todo
el universo. H ace buenos y generosos a los hom bres y su esfera es el
cielo de los teólogos y filósofos. Aunque no es más metalúrgico que
otros planetas, sus operaciones metalúrgicas aparecen citadas con
mayor frecuencia que las de los demás. En la obra de Donne Allo-
phanes and Idios leemos que las tierras que el Sol podría convertir en
oro pueden estar dem asiado lejos de la superficie para que sus rayos
surtan efecto (61). El Mammón de Spenser saca su tesoro al exterior
para «solearlo». Si ya hubiera sido oro, no habría tenido motivo para
hacerlo. Todavía es gris; lo pone al sol para que se convierta en oro.!/
El Sol produce acontecimientos venturosos.
87
En cuanto a efectos beneficos, tan solo Júpiter supera a Venus;
ésta es la Fortuna Mtnor. Su metal es el cobre. La relación no aparece
clara hasta que observamos que en tiempos Chipre íue famosa por
sus minas de cobre, que el cobre es cyprum, el metal de Chipre, y que
Venus, o Afrodita, que recibía una adoración especial en dicha isla,
era KÚTtpu;, la Dama de Chipre. En los mortales produce belleza
e inclinación amorosa; en la historia, acontecimientos venturosos.
Dante hace que su esfera sea el cielo, no— como podría esperarse de
un poeta menos sutil— de los caritativos, sino de aquellos que en esta
vida amaron desm esuradamente y se han arrepentido. Allí es donde
encuentra a Cunizza, cuatro veces esposa y dos amante, y a Rahab la
ramera (Paradiso, IX). Están volando rapida e incesantemente (VIII,
19-27), lo que los hace semejantes, dentro de su diversidad, a los
impenitentes y tem pestuosos amantes del Inferno, V.
Mercurio produce el mercurio. Dante ofrece su esfera a los hom
bres de acción caritativos. Por otro lado, san Isidoro dice que este
planeta recibe el nombre de Mercurio porque es el protector de los
comerciantes (mercibus praeest).ls Gow er dice que el hombre nacido
bajo el signo de Mercurio será «estu dioso» e «interesado por la lite
ratura»,
[Pero, aun su coraz ón a spi ra a la riqueza me dia nt e los n ego cio s.]
88
ángeles) y la de los demonios, entre la región de la necesidad y la de
la contingencia, entre lo incorruptible y lo corruptible. A menos que
retengamos firmemente en la mente esa «gran divisoria», cualquier
pasaje de Donne o de Drayton o de cualquier autor que hable de
«supralunar» o «sublunar» perderá su fuerza original. C onsiderare
mos la expresión «bajo la Lu n a» como vago sinónimo— semejante a
nuestro «bajo el Sol»— de «p o r todas partes», cuando en realidad
está usada con precisión. Cuando Gow er dice:
[D e mí depende todo lo que está situado por debajo de la Luna, creciente o m en
guante.]
89
de la incomprensible, browes, de la edición en cuarto y de la métri
camente incorrecta, lu n aaes, de la edición en folio. Dante asigna la
esfera cié la Luna a quienes han entrado en la vida conventual y la
han abandonado por razones buenas o excusables.
Nótese que, mientras que no encontramos dificultades para com
prender el carácter de Saturno o de Venus, Júpiter o Mercurio casi
se nos escapan. La verdad que se desprende de eso es que se deben
captar los caracteres planetarios mediante una intuición más que
construirlos a partir de conceptos; necesitamos conocerlos, no saber
cosas sobre ellos, connaitrc, no savoir. A veces sobreviven las antiguas
intuiciones; cuando no, vacilamos. Cam bios de punto de vista que
han dejado casi intacto el carácter de Venus, casi han aniquilado a
] úpiter.
De acuerdo con el principio de transferencia o mediación, las
influencias no se ejercen sobre nosotros directamente, sino que pri
mero modifican el aire. Com o dice Donne en The Extasíe: «L a
influencia del cielo no se ejerce sobre el hombre / sino que primero
invade el aire». Originalmente, una peste la causan maléficas con
junciones de los planetas, como cuando
90
gua. D ebem os procurar no atribuir ese sentido de la palabra— que ha
perdido su frescura original— al uso que de ella hacían los poetas
antiguos, según el cual todavía era una metáfora del todo consciente
debida a la astrología. Cuando su autor dice de las damas de L A lle
gro que «d e sus brillantes ojos / llovía influencia», está com parándo
las con los planetas. Cuando Adán dice a Eva
2 0 . Véase más arriba, p. 34. Cf. también Plinio, Historia N atural, II, vii.
91
1
L ost, III, 556). Más allá de ella no hay noche; sólo «dichosas regiones
que se encuentran donde el día nunca cierra los ojos» (Com us. 978).
Cuando miramos hacia el cielo nocturno, no miramos a la obscuri
dad, sino a través de ella.
Y, en segundo lugar, igual que ese vasto (aunque linito) espacio
no es obscuro, tam poco está en silencio. Si nuestros oídos estuviesen
abiertos, percibiríamos, como lo expresa Henryson,
C. SUS H ABITANTES
92
con el Dios absolutamente trascendente e inmaterial que «no ocupa
lugar ni se ve afectado por el tiem po».21 Pero no hemos de imaginarlo
moviendo las cosas mediante acción positiva alguna, pues eso equi
valdría a atribuirle algún tipo de movimiento y en ese caso no habría
mos llegado a un M otor completamente inmóvil. Entonces, ¿cómo
mueve las cosas? Aristóteles responde: Kivet (óq ápcójaevov, «L as
mueve en la medida en que recibe am or».22 Es decir, que mueve las
demás cosas como un objeto de deseo mueve a quienes lo desean.2’
El Primum Mobile es movido por su amor a Dios y, al tiempo, com u
nica el movimiento al resto del universo.
Sería fácil comentar más por extenso la antítesis entre esa teolo
gía y la característica del judaism o (en sus mejores momentos) y del
cristianismo. Am bas pueden hablar de «am or de D ios». Pero en una
éste significa el sediento y anhelante amor de las criaturas hacia El;
en la otra, Su providente amor por aquéllas, hasta las cuales des
ciende. No obstante, no se debe considerar una contradicción esa
antítesis. Un universo real podría dar cabida al «am or de D ios» en
am bos sentidos. Aristóteles describe el orden natural que muestra
perpetuamente el mundo incorrupto y supralunar. San Juan («A quí
está el amor, no el que nosotros ofrecemos a Dios, sino el que El nos
da») describe el orden de la G racia que entra en juego aquí en la Tie
rra porque los hombres han caído. N ótese que, cuando Dante pone
fin a la Commedia con «el amor que mueve el Sol y los demás astros»,
se refiere al amor en el sentido aristotélico.
Pero, aunque no haya contradicción, la antítesis explica perfecta
mente por qué es tan poco evidente el modelo medieval en los escri
tores espirituales y por qué es tan diferente la atmósfera de su obra
de la de Jean de Meung o incluso de la del propio Dante. Los libros
espirituales se proponen fines completamente prácticos, van dirigi
dos a quienes piden orientación. Sólo el orden de la G racia es perti
nente.
Una vez admitido que el amor de Dios mueve las esferas, un
moderno puede aún preguntar por qué había de adoptar ese movi
miento la forma de la rotación. Creo que para cualquier antiguo o
medieval la respuesta habría sido evidente. El amor procura partici
par en su objeto, volverse lo más semejante posible a su objeto. Pero
los seres creados y finitos nunca pueden compartir totalmente la u bi
cuidad inmóvil de Dios, de igual forma que el tiempo, por mucho
93
que multiplique sus presentes transitorios nunca puede alcanzar el
tolum simul de la eternidad. Id mayor acercamiento a la ubicuidad
divina y perfecta que pueden alcanzar las esteras es el movimiento
mas rápido y regular posible, en la forma rnás perfecta, que es la cir
cular. Cada esfera la alcanza en grado menor que la estera situada por
encima de ella y por esa razón tiene una marcha más lenta.
Todo eso entraña que cada esfera, o algo que se encuentre en ella,
es un ser consciente e inteligente, movido por «el amor intelectual»
de Dios. Y así es. Esas excelsas criaturas reciben el nombre de inte
ligencias. La relación existente entre la inteligencia de una esfera y la
propia esfera como objeto físico se concebía de formas diversas. La
concepción más antigua era la de que la inteligencia está «en » la
estera, igual que el alma está «en » el cuerpo, con lo que los planetas
son, como habría admitido Platón, animales celestes, cuerpos
animados o mentes encarnadas. Por eso Donne, al hablar de nuestros
cuerpos, dice: «N osotros somos las inteligencias;24 ellos, las esferas».
Posteriorm ente, los escolásticos pensaron de forma diferente.
«D eclaram os, junto con los autores sagrados», dice san Alberto
M agno,2" «que los cielos carecen de alma y no son animales, si enten
demos la palabra alma en su sentido estricto. Pero, si deseam os con
ciliar la concepción de los científicos [philosophos\ con la de los auto
res sagrados, podem os decir que existen ciertas inteligencias en las
esferas [...] y reciben el nombre de almas de las esferas [...] pero no
mantienen con las esferas la relación que justifica que llamemos al
alma [humana] entelequia del cuerpo. Hemos hablado de acuerdo
con los científicos, que sólo contradicen a los autores sagrados en el
nom bre». Santo Tomás de Aquino sigue a san Alberto.26 «E ntre quie
nes sostienen que son animales y quienes lo niegan, poca o ninguna
diferencia encontramos en cuanto a lo substancial, sólo en cuanto al
lenguaje \in vocc tantum \».
N o obstante, las inteligencias planetarias constituyen una parte
muy pequeña de la población que habita, como su «lugar idóneo», la
vasta región etérea entre la Luna y el Primum Mobile. Ya hemos d es
crito la jerarquía de sus especies.
Durante todo este tiempo estamos describiendo el universo que
se extiende en sentido espacial; la dignidad, el poder y la velocidad
van disminuyendo progresivamente a medida que descendem os
desde su circunferencia hacia su centro, la Tierra. Pero ya he indi
94
cado que el universo inteligible lo invierte todo; en él la Tierra es el
borde, el margen exterior donde el ser se desvanece en el límite de la
nada. Unos versos asom brosos de Paradiso (X X V III, 25 y ss.) nos
dejan esa imagen grabada en la mente para siempre. En ellos Dante
ve a Dios como un punto de luz. Siete anillos de luz concéntricos
giran en torno a dicho punto, y el más pequeño y más cercano a él es
el que tiene el movimiento más rápido. Este es la inteligencia del Pri
mú m M obile, superior al resto en amor y conocimiento. De forma
que, cuando nuestras mentes están suficientemente libres de los sen
tidos, el universo resulta estar vuelto del revés. Sin embargo, Dante
no dice más— aunque sí con fuerza incomparablemente mayor— de
lo que dice Alano, cuando nos coloca a nosotros y nuestra Tierra
«fuera de la muralla de la ciudad».
Podem os perfectamente preguntar cómo es que, en ese mundo
supralunar que no ha conocido la caída, pueden existir fenómenos
como los de los planetas «m alos» o «m aléficos». Pero son malos tan
sólo en relación con nosotros. En su vertiente psicológica, esa res
puesta está implícita en la distribución que hace Dante de las almas
bienaventuradas en sus diferentes planetas después de la muerte. El
temperamento derivado de cada planeta puede recibir un uso bueno
o malo. Si hemos nacido bajo el signo de Saturno, estamos en condi
ciones de llegar a ser ora melancólicos y malcontentos ora grandes
contemplativos; bajo el de Marte, Atilas o mártires. Aun el mal uso
de la psicología impuesta por nuestros astros puede conducir,
mediante el arrepentimiento, a su tipo apropiado de beatitud; como
en el caso de la Cunizza de Dante. De igual forma se puede hacer
frente sin duda a los otros efectos malos de los «infortunios»: las pla
gas y desastres. La culpa no corresponde a la influencia, sino a la
naturaleza terrestre que la recibe. En una Tierra que ha conocido la
caída, la justicia divina permite que nosotros y nuestros Tierra y aire
respondam os así, de forma catastrófica, a influencias que en sí m is
mas son buenas. Las «m alas» influencias son aquellas de las que
nuestro mundo corrom pido ya no puede hacer buen uso; el paciente
malo hace que los efectos del agente sean malos. La descripción más
completa que he encontrado de esto figura en un libro proscrito de
la última época; pero no proscrito, supongo, a ese respecto. Se trata
del Cantica Tria de Franciscus G eorgius Venetus (ob. 1540).2/ Si
todas las cosas de aquí abajo tuvieran una disposición adecuada para
con los cielos, todas las influencias, como enseñó Trismegisto, serían
extraordinariamente buenas (optimos). Cuando van seguidas de un
95
efecto malo, debem os atribuirlo a la mala disposición del sujeto
(in disposito suhjccto). 's
Pero ya es hora de que descendam os por debajo de la Luna, que
pasem os del éter al aire. Este último, como ya sabe el lector, es el
«lugar idóneo» de los seres aéreos, los demonios. En la obra de Laza-
mon, que sigue a Apuleyo, esas criaturas pueden ser buenas o malas.
Lo mismo siguen siendo para Bernardo, quien divide el aire en dos
regiones, y coloca en la parte superior y más tranquila a los demonios
buenos y a los malos en la inferior y más turbulenta."'Pero, a medida
que fue avanzando la Edad Media, fue ganando terreno la opinión de
que todos los demonios eran igualmente malos, que eran, de hecho,
ángeles caídos o «diablos». Alano adopta esa opinión, cuando en el
Anticlaudiano (IV, v) habla de los «ciudadanos aéreos», para los cua
les el aire es una prisión; Chaucer recordó ese pasaje.’" Santo Tomás
de Aquino equipara claramente a los demonios con los diablos.” El
paisaje paulino en la Epístola a los Efesios (ii, 2) sobre «el príncipe
de los poderes del aire» probablemente tenía mucho que ver con esto
y también con la asociación popular entre brujería y mal tiempo. De
ahí que el Satán de Milton en Paradise Regained llame al aire «n u es
tra última conquista» (1, 46). Pero, como veremos, quedaban pen
dientes muchas dudas sobre los demonios y el neoplatonismo rena
centista resucitó la antigua concepción, mientras que los cazadores
de brujas renacentistas se fueron sintiendo cada vez más seguros de
la nueva. El «espíritu servidor» de Comus recibe el nombre de
«dem on io» en el manuscrito del Trinity College.
Todo esto bastaría con respecto a los demonios, si estuviéramos
del todo seguros de que estaban confinados en el aire y nunca apa
reciesen identificados con criaturas que llevan un nombre diferente.
Volveré a tratar de ellos en el próxim o capítulo.
N o confío mucho en lograr convencer al lector para que dé un
tercer paseo experimental a la luz de las estrellas. Pero quizá, sin
darlo, pueda ahora mejorar su representación de aquel universo anti
guo añadiendo los retoques finales que esta sección ha indicado.
Cualesquiera que sean los otros sentimientos que un m oderno expe
rimente cuando mira la noche estrellada, lo que es seguro es que
tiene la sensación de estar mirando hacia afuera, como quien mira
desde el salón de la entrada hacia el obscuro Atlántico o desde el
atrio iluminado hacia páram os obscuros y solitarios. Pero, si aceptá
96
ramos el modelo medieval, tendríamos la sensación de mirar hacia
dentro. La Tierra está «fuera de la muralla de la ciudad». Cuando el
Sol está arriba, nos deslumbra y no podem os ver lo que hay en el
interior. La obscuridad, nuestra propia obscuridad, retira el velo y
vislumbramos por un instante las excelsas magnificencias que hay
dentro: la vasta concavidad iluminada, llena de música y vida. Y, al
mirar dentro de ella, no vemos, como el Lucifer de Meredith, «el
ejército de la ley inalterable», sino más que nada la algazara del amor
insaciable. Estam os mirando la actividad de criaturas cuya experien
cia sólo se puede comparar imperfectamente con la de quien está
bebiendo y su sed está deleitándose sin haberse saciado todavía. Pues
ejercen siempre sin impedimento su facultad más elevada en el
objeto más noble; sin saciarse, dado que nunca pueden llegar a hacer
completamente suya la perfección de El y, aun así, sin sentirse frus
tradas en ningún momento, puesto que cada instante se aproximan a
El en la mayor m edida que les está permitido. N o hemos de adm i
rarnos de que un cuadro antiguo represente la inteligencia del Pn-
mum Mobile como una muchacha bailando y jugando con su esfera,
como si ésta fuera una pelota.52 Entonces, tras haber dejado de lado
la teología o ateología en que creamos, dirijamos nuestra mente hacia
arriba, pasando un cielo tras otro, hasta llegar a Aquel que es el
auténtico centro— para nuestros sentidos, la circunferencia— de
todo, la presa que todos esos cazadores incansables persiguen, la vela
en torno a la cual se mueven, sin quemarse, todas esas polillas.
Esa imagen es exclusivamente religiosa. Pero, ¿es concretamente
cristiana? Existe sin duda una diferencia patente entre este modelo,
en el que Dios es mucho menos el amante que el amado y el hombre
es una criatura marginal, y la imagen cristiana en la que los elemen
tos fundamentales son la caída del hombre y la encarnación de Dios
en hombre para redimir a los hombres. Com o he indicado antes,
puede que no haya una contradicción lógica absoluta. Podem os decir
que el Buen Pastor va a buscar la oveja extraviada porque se ha per
dido, no porque fuera la más hermosa del rebaño. Podría haber sido
la menos hermosa. Pero, como mínimo, queda una profunda discor
dancia de esferas. Esa es la razón por la que esta cosmología desem
peña un papel tan poco importante en los autores espirituales y no va
unida a un profundo ardor religioso en ninguno de los escritores que
conozco, salvo el propio Dante. Otra indicación de la divergencia es
la siguiente. Podríam os pensar que un universo tan repleto de ra
diantes criaturas sobrehum anas fuese un peligro para el monoteísmo.
97
Y, sin em bargo, en la Edad Media el peligro para el monoteísmo no
procedió de un culto a los ángeles, sino del culto a los santos. En
general, cuando los hombres rezaban, no pensaban en las jerarquías
e inteligencias. Creo que no había oposición, sino disociación, entre
su vida religiosa y todo aquello. Con respecto a un punto podríam os
haber esperado una contradicción. ¿H a de perecer el día postrero
todo ese admirable universo perfecto y sin pecado, situado por todas
partes más allá de la Luna? Parece que no. Cuando las Escrituras
dicen que las estrellas caerán (Mateo, xxiv, 29), podem os interpre
tarlo «m etafóricam ente»; puede significar que los tiranos v magnates
resultarán humillados. O puede que las estrellas que caigan sean sim
plemente meteoritos. Y san Pedro (II Pedro, íii, 3 y ss.) dice única
mente que el universo será destruido por el fuego, como en tiempos
lo fue por el agua. Pero nadie piensa que el diluvio llegase hasta las
regiones supralunares: entonces ninguna de ellas necesita el fuego.”
Dante exime a los cielos más altos de la catástrofe final; en Paradiso,
VII, nos dice que todo lo que fluye inmediatamente de Dios, senza
mezzo distilla (67), nunca tendrá fin. El mundo sublunar no fue crea
do inmediatamente; sus elementos fueron obra de agentes semidio-
ses. Al hombre lo creó Dios directamente; de ahí su inmortalidad;
también a los ángeles y, al parecer, no sólo a ellos, sino también el
paese sincero/nel qual tu sei (1 30), «esa región inmaculada en que te
encuentras». Si lo interpretamos literalmente, el mundo supralunar
no será destruido; sólo los (cuatro) elementos situados por debajo de
la Luna perecerán «con ardiente calor».
Raras veces ha encontrado la imaginación humana un objeto
ordenado de forma tan sublime como el cosmos medieval. Si tiene
algún defecto estético, quizá sea, para nosotros que hemos conocido
el romanticismo, el de estar dem asiado ordenado. A pesar de todos
sus vastos espacios, al final puede hacernos sentir cierta claustrofo
bia. ¿N o hay vaguedad alguna en ningún lugar? ¿N i caminos por
descubrir? ¿N i crepúsculo? ¿D e verdad no podem os salir nunca al
exterior? Es posible que el próxim o capítulo nos dé cierta sensación
de alivio.
33. San Agustín, De Cw itate, X X , xviii, xxiv. Santo lo m a s de Aquino, IIIa, S u p le
mento, Q uaest. L X X IV , art. 4.
98
C A P Í T U L O VI
L O S «L O N G A E V I»
99
Un buen comienzo es la información que proporcionan tres p asa
jes de la obra de Milton:
[Ningún ser maligno que deam bula de noche, en la niebla o el luego, en ios lagos
o los pantanos, bruja lívida y Haca o Fantasma que vaga sin cesar, ningún trasgo u
obscuro D uende de las profundidades. 1
[Com o esa raza de pigm eos, mas alia del monte indio, o duendes, cuyas noctur
nas algazaras, cerca de los bosques o manantiales, son observadas por algún cam
pesino sorprendido por la noche. ]
[Y señoras de las H espérides, que parecían mas herm osas de lo que jamás pudo
describirse, de bellas jóvenes con las que se encontraban en los bosques remotos
los caballeros cié Logres o de Lyon.]
Milton vivió en una época dem asiado tardía como para documentar
las creencias medievales. Para nosotros, el valor de estos textos suyos
radica en que nos revelan la complejidad de la tradición que la Edad
Media había legado a él y a su público. Probablemente Milton nunca
relacionó conscientemente esos tres textos que hemos citado. Cada
uno de ellos está al servicio de un fin poético diferente. Con cada uno
de ellos aspira a obtener una respuesta diferente de sus lectores ante
la palabra duende. Los lectores estaban igualmente condicionados
con respecto a las tres respuestas y era de esperar que dieran la que
correspondía en cada caso. O tro testimonio, anterior y quizá más
sorprendente, de esta complejidad es el de que en la misma isla y en
el mismo siglo Spenser pudiese hacer un cum plido a Isabel I, al iden
tificarla con la Faerie Queen («reina de los duendes»), y que en 1576
roo
se pudiese quemar a una mujer en Edim burgo por «tener tratos» con
los duendes y con la Que en o f Elfam e?
En Comus el «duende negro» aparece clasificado entre los seres
horrorosos. Ese es uno de los hilos de la tradición. Beow ulf coloca a
los duendes (ylfe, 111) junto a enanos y gigantes como enemigos
de Dios. En la balada de Isabel and the Elf-Kmght, el caballe
ro duende es como un Barba Azul. En la obra de Gower, el calum
niador de Constance dice que ésta es «d e la raza de los duen
des», porque ha dado a luz a un m onstruo (Confessio, II, 964 y ss.).
El Catholicon Anglicum de 1483 da lamia y eumenis («furia») co
mo correspondencias latinas de duende\ la Vulgaria de Horm an da
stñx y lamia. Sentimos la tentación de preguntar: ¿por qué no
nympha?». Pero ninfa no habría m ejorado la situación. También
podía ser un nombre terrorífico para nuestros antepasados. «¿Q u ié
nes son esos duendes dem oníacos que me ponen los pelos de
punta?», grita Corsites en el Endymion de Lyly (IV, iii): «¡B ru jas!
¡Fuera de aquí! ¡N in fas!». Drayton en Mortimer to Queen Isabel
habla de «la desgreñada y espantosa ninfa del m ar» (77). Athanasius
Kircher dice a una aparición: «¡A y! Temo que seas uno de esos
demonios a los que los antiguos llamaban ninfas», y recibe la garan
tía: «N o soy ni Lilith ni lam ia».4 Reginald Scott cita a los duendes
(y a las ninfas) entre los fantasmas que se usan para asustar a los
niños: «L a s doncellas de nuestras m adres nos han aterrorizado tan
to con demonios, espíritus, brujas, duendes, elfos, hechiceras, tras
gos, sátiros, panes, faunos, silenos, tritones, centauros, enanos, gigan
tes, ninfas, íncubos, Robin el Bueno, el hombre del saco, el dragón
que echa fuego, el Coco, Tom Thom be, Tom el saltimbanqui y otros
fantasmas por el estilo».5
E sa idea siniestra de los duendes fue ganando terreno— me
parece— en el siglo XVI y a comienzos del XV II, época preocupada por
las brujas de forma desmesurada. H olinshed no encontró en Boecio,
pero añadió a éste, la idea de que las tres mujeres que tientan a Mac-
beth podrían ser «ninfas o duendes». Tam poco ha desaparecido del
todo ese temor hasta ahora, excepto allí donde ya no existe la creen
cia en los duendes. Yo mismo he pernoctado en un lugar solitario de
Irlanda por el que, según decían, rondaban tanto un espíritu como la
(eufemísticamente llamada) «buena gente». Pero me dieron a enten-
IOI
I I
der que eran los duendes mas que el espíritu quienes inducían a mis
vecinos a evitarlo por la noche.
La lista de fantasmas que da Reginald Scott plantea una cuestión
en la que vale la pena que nos detengamos brevemente. Algunos
estudios folclóricos se ocupan casi exclusivamente de la genealogía
de las creencias, de la degeneración de los dioses en duendes. Se trata
de una investigación perfectamente legítima y del mayor interés.
Pero la lista de Scott muestra que, cuando nos preguntam os por el
bagaje que contenían las mentes de nuestros antepasados y por los
sentimientos que abrigaban al respecto— siempre con vistas a enten
der mejor lo que escribieron— , la cuestión de los orígenes no es muy
pertinente. Puede que conociesen las fuentes de los fantasmas que
obsesionaban su imaginación y puede que no. En algunos casos no
cabe la menor duda. G iraldus Cambrensis sabía que en un tiempo
Morgan había visto una diosa celta, dea quaedam phantastica, como
dice en el Speculum Ecclesiae (II, ix), cosa que también sabía— quizás
a través de este último— el autor de G awain (2.452). Y cualquier
contemporáneo de Scott debía de saber que sus sátiros, panes y fau
nos eran clásicos, mientras que su «Tom Thom be» y «el trasgo» no
lo eran. Pero, evidentemente, las consecuencias son las m is
mas: todos ellos afectaban a la mentalidad de igual forma. Y, si todos
ellos se conocían por m ediación de «las doncellas de nu es
tras m adres», era natural que así fuese. Entonces la pregunta apro
piada sería la de por qué nos afectan de forma tan diferente. Pues
supongo aun hoy, que la mayoría de nosotros, puede entender que
un hombre temiese a las brujas o a los «espíritus», mientras que la
mayoría de nosotros imagina que el encuentro con una ninfa o un tri
tón, en caso de que fuese posible, sería delicioso. Todavía hoy las
figuras autóctonas no son tan completamente inofensivas como las
clásicas. Creo que la razón es que las figuras clásicas están más aleja
das— sin lugar en el tiempo y quizás en otros sentidos también—
hasta de nuestras creencias a medias y, por esa razón, hasta de nues
tros temores imaginarios. Si a Wordsworth le pareció atractiva la idea
de ver a Proteo emerger del mar, se debía en parte a que sabía per
fectamente que nunca ocurriría. Menos seguro se habría sentido de
no ver nunca a un espíritu; en consecuencia, habría sentido menos
deseo de ver uno.
El segundo pasaje de Milton nos presenta una concepción dife
rente de los duendes. N os resulta más familiar, porque Shakespeare,
Drayton y William Browne la usaron literariamente; de su uso pro
ceden los diminutos duendes (casi del tamaño de insectos) de la con
vención moderna y degradada, con sus antenas y delgadas alas. Mil-
102
ton compara sus Faery Elves con la «raza pigm ea». Igualmente, en la
balada de The Wee Wee Man:
6. Pt. 1, 2 , M. 1, subs. 2 .
7. Véase más arriba, p. 84.
| i°3
i
un foxterrier. N o pretendo sugerir que una obra tan artificial pudiera
constituir en caso alguno un testimonio lie! de las creencias popula
res. La cuestión es, sobre todo, que ninguna obra escrita en una
época en que se aceptaban tales incoherencias [ H i e d e aportar ese tes
timonio y es probable que la creencia popular fuese tan absoluta
mente vaga e incoherente como la literatura.
El pequeño tamaño (sin especificar) de esos duendes es menos
importante que otros de sus rasgos. Los Faery tir e s de Milton «están
alegres y bailan absortos» (I, 786). El campesino se ha topado con
ellos por casualidad. N o tienen nada que ver con él ni él con ellos.
Los del tipo anterior, los Swarl Faery oj the Mine, podrían salirte al
paso intencionadamente y, entonces, sus intenciones serían sin duda
siniestras; los de este tipo, no. Aparecen— muchas veces sin que se
nos indique que sean más pequeños que el hombre— en lugares
donde no sería de esperar que mortal alguno pudiese verlos:
I 04
peínente el primero, con gran brillantez el segundo) y se convirtió en
un recurso cómico que, desde el principio, había perdido casi todo
el sabor de la creencia popular. D esde Shakespeare, m odificados (me
parece) por los silfos de Pope, van descendiendo cada vez con menor
vitalidad y mayor trivialidad hasta llegar a los duendes que, según se
supone— erróneamente, como indica mi experiencia— , han de gus
tar a los niños.
Con las «h ad as» del tercer pasaje de Milton nos encontramos
ante un tipo de duendes que es más importante para el lector de lite
ratura medieval y menos familiar a la imaginación moderna. Y
requiere la respuesta más difícil de nuestra parte.
A las hadas se las «encuentra en pleno bosque». Encontrar es la
palabra importante. N o se trata de un encuentro accidental. Han lle
gado hasta nosotros y sus intenciones suelen ser (aunque no siempre)
amorosas. Son las fées de las narraciones francesas, las fays de las
inglesas, las fate de las italianas. La amante de Launfal, la dama que
secuestró a Thom as the Rymer, los duendes de Orfeo, Barcilak de
Gawain (que recibe el nombre de alvish man en el verso 681) perte
necen a ese tipo. Morgan le Fay de Malory está humanizada; su equi
valente italiana, Fata M organa, es una duende enteramente. Mer-
lín— que es sólo a medias humano por la sangre y nunca aparece
practicando la magia como un arte— casi pertenece a este tipo. Sue
len ser por lo menos de estatura humana normal. La excepción es
O berón de Huon o f Bordeaux, que es enano, pero por su belleza,
seriedad y carácter casi divino debem os clasificarlo entre los— llamé
moslos así— duendes superiores.
Dichos duendes superiores ostentan una combinación de carac
terísticas que nos resultan difíciles de asimilar.
Por una parte, siempre que encontramos una descripción de
ellos, nos sorprende su esplendor, sólido, brillante y profundam ente
material. Podem os empezar con un duende no real, sino que sim ple
mente parecía, por su aspecto, proceder de fain e («reino de los duen
des»). Se trata del joven donjuán de Gow er (V, 7.073). Lleva su rizado
pelo bien peinado y coronado con una guirnalda de hojas verdes; en
una palabra, va «muy acicalado». Pero los duendes superiores p ro
piamente dichos lo están mucho más. Donde un moderno esperaría
lo misterioso y tenebroso, encuentra el esplendor de la riqueza y el
lujo. El rey duende de Sir Orfeo llega con más de cien caballeros y
damas m ontados en caballos blancos. Su corona se compone de una
sola gema enorme y tan brillante como el Sol (142-52). Cuando lo
seguimosyRasta su país, no encontramos en éste cosa tenebrosa o
irreal alguna; encontramos un castillo que resplandece como el cris
105
j
tal, cien torres, un foso, arbotantes de oro, ricas esculturas (355 y ss.).
En Thomas the Rymer el duende lleva seda verde y una capa de ter
ciopelo y las crines de su caballo tintinean con cincuenta y nueve
campanillas de plata. En imivain aparecen descritos con prolijidad
casi repelente los costosos trajes y pertrechos de Barcilak (151-220).
El duende de Sir Launfal ha vestido a todas sus doncellas con las Inde
sandel («sandalias de la India»), terciopelo verde bordado en oro y
guirnaldas que llevan sesenta piedras preciosas cada una (232-9). Su
tienda es de estilo sarraceno, las borlas de sus montantes son de cris
tal y toda ella está coronada por un águila de oro, tan adornada con
esmaltes y rubíes que ni Alejandro ni Arturo poseyeron nada tan pre
cioso (266-76).
Podem os suponer cierta vulgaridad imaginativa en todo eso:
como si ser un duende superior equivaliese a ser un millonario. Evi
dentemente, no mejoramos la situación al recordar que con frecuen
cia se describían el cielo y los santos en términos muy parecidos. N o
hay duda de que es naif\ pero la acusación de vulgaridad quizá cons
tituya un error. En el mundo moderno, el lujo y el esplendor material
no necesitan ir unidos a otra cosa que al dinero, y además en la mayo
ría de los casos son muy feos. Pero lo que el hombre medieval veía
en las cortes reales y feudales, e imaginaba superado en faene («el
país de los duendes») y mucho más en el cielo, no lo era. La arqui
tectura, las armas, las coronas, los vestidos, los caballos y la música
eran bellos casi sin excepción. Todos ellos eran sim bólicos o signifi
cativos: de la santidad, de la autoridad, del valor, de la nobleza o, en
el peor de los casos, del poder. Iban acom pañados— cosa que no ocu
rre con el lujo m oderno— de gracia y cortesía. Por tanto, se los podía
admirar ingenuamente sin que ello degradase al admirador.
Así que ésa es una de las características de los duendes superio
res. Pero, pese a ese esplendor material, que se nos muestra a plena
luz y con un detallismo casi fotográfico, pueden ser tan escurridizos
como esos Faery Elves que se vislumbran por un instante bailando
«en un rincón del bosque o junto a una fuente». O rfeo espera al rey
de los duendes con una guardia de cien caballeros, pero de nada
sirve. Raptan a su mujer y nadie puede ver cómo: with fairi forth
ynome («raptada por los gnom os») y man ivist never wher she was
bicorne («nadie supo nunca qué fue de ella») (193-4). Antes de que
volvamos a ver a los duendes en su propio país, se han transform ado
en «un silbido y un griterío tenues» oídos en la lejanía de los bosques.
Launfal solamente puede encontrarse con su amante en secreto, en
derne stede\ allí se le aparece, pero nadie la verá llegar (353 y ss.).
Pero, cuando ya está allí, es de carne y hueso palpables. Los
106
duendes superiores son seres vitales, enérgicos, testarudos y apasio
nados. El hada de Launfal está tum bada en su rica tienda, desnuda
de cintura para arriba, blanca como un lirio, roja como una rosa. Sus
primeras palabras son para requerirlo de amores. Sigue una comida
excelente y después a la cama (289-348). El hada de Thomas the
Ryper se muestra, dentro de la brevedad que permite una balada,
como una criatura agitada y juguetona, a lady gay come out to hunt in
her follee. Barcilak es el mejor de todos por su mezcla de ferocidad y
cordialidad, su dominio absoluto de todas las situaciones, su im pul
siva alegría. D os descripciones de duendes— una anterior a la otra—
están más próxim as a los duendes superiores de la Edad M edia que
nada de lo que nuestras imaginaciones pudieran crear. A nosotros la
expresión duende alborotador nos parecería un oxímoron. Pero
Robert Kirk en su Secret Commonwealth (1691) llama a algunos de
ellos «bravos como hombres intrépidos y furiosos». Y un antiguo
poeta irlandés los describe como tumultuosos batallones de enemi
gos que devastan toda tierra que atacan, grandes asesinos, ruidosos
en la taberna, cantarines.9 Podem os imaginar al rey duende de Sir
Orfeo o a Barcilak sintiéndose como en familia con ellos.
Si hemos de llamar a los duendes superiores «espíritus» en sen
tido alguno, debem os tener presente constantemente el aviso de
Blake de que «un espíritu y una visión no son, como la filosofía
m oderna supone, una neblina o nada; están organizados y articula
dos minuciosamente y mejor que todo lo que pueda producir la natu
raleza mortal y perecedera».10 Y, si los llamamos «sobrenaturales»,
debem os saber con claridad qué querem os decir. En cierto sentido,
su vida es más natural— más sana, más despreocupada, menos inhi
bida, más orgullosa y libre en su apasionamiento— que la nuestra. N o
están sujetos a la perpetua esclavización de los animales a la comida,
la defensa y la procreación ni tam poco a las responsabilidades, ver
güenzas, escrúpulos y melancolía del hombre. Quizá tam poco a la
muerte, pero de eso hablaremos más adelante.
Esos son, descritos brevemente, los tres tipos de duendes o Lon
gaevi que encontramos en nuestra literatura antigua. N o sé cuántos
creerían en ellos ni hasta qué punto ni con qué intensidad. Pero
había creencia suficiente como para producir teorías opuestas sobre
la naturaleza, intentos— que nunca consiguieron su objetivo— de
sr encajar incluso a aquellos vagabundos sin ley dentro del
lodelo medieval.
107
I
V oy a ci ta r c u a t r o .
1) Q ue eran una tercera especie racional distinta de los ángeles y
de los hombres. Se la podía concebir de diversas formas. Los «silva
nos, panes y nereidas» de Bernardo, que viven más tiempo que noso
tros pero no para siempre, son claramente una especie racional (y
terrestre) distinta de la nuestra y, a pesar de sus nombres clásicos, se
podrían identificar con los duendes. Por eso Douglas en su lineados
glosa la expresión Fauni Nywphaeque de Virgilio (VIII, 314) con el
verso Quhilk fair folkis or iban elvis cleping ice. La fata de Boiardo,
que explica que, como todos los de su especie, no puede morir hasta
el día del juicio final," supone la misma concepción. O tra posible
concepción podía encontrar la tercera especie buscada entre los espí
ritus que, con arreglo al principio de plenitud, existían en todo ele
mento:12 los «espíritus de todo elemento» de Faustas (151), los
«tetrarcas del fuego, del aire, del agua y de la tierra» de Paradisc
Regained (IV, 201). El Ariel de Shakespeare, figura incom parable
mente más seria que ninguna de las del Dream, sería un tetrarca del
aire. N o obstante, la descripción mas precisa de los espíritus que
viven en los elementos revelaría que sólo se identificaba estricta
mente con los duendes una de sus clases. Paracelso enum era:1,
a) Nymphae o Undinae, del agua, que son de la estatura de los hom
bres, y hablan, b) Sylphi o Silvestres, del aire: son mayores que los hom
bres y no hablan, c) Gnomi o Pygmaeu de la tierra: de unos dos palmos
de alto y extraordinariamente taciturnos, d) Salamandrae o Vulcani, del
fuego. Las ninfas u ondinas son claramente de la raza de los duendes.
Los gnomos están más próximos a los enanos de márchen. Paracelso
sería un autor demasiado moderno para mi objetivo, si no hubiese
razón para suponer que utilizaba— al menos en parte— folklore muy
anterior. En el siglo XIV, la familia de Lusignan se jactó de contar con
un espíritu del agua entre sus antepasadas.14 Posteriormente vemos
aparecer la teoría de una tercera especie racional sin intentos de iden
tificarla. El Discourse concerning Devils and Spirits, añadido en 1665 a
la Discouerie de Scott, dice que «su naturaleza es intermedia entre el
cielo y el infierno... reinan en un tercer reino y no han de esperar
nunca ni juicio ni sentencia». Por último, Kirk en su Secret Common-
wealth los identifica con esos seres aéreos que ya he tenido tantas oca
siones de citar: «d e naturaleza intermedia entre el hombre y el ángel,
como se pensaba antiguamente que eran los demonios».
108
2) Q ue son ángeles, pero una clase especial de ángeles, que, como
diríamos nosotros, han resultado «degrad ado s». Esa opinión aparece
desarrollada con cierta extensión en el South English Legendary.^
Cuando Lucifer se rebeló, a él y a sus seguidores los expulsaron al
Infierno. Pero había también ángeles que somdel unth him hulde:
compañeros de viaje que no se adhirieron efectivamente a la rebe
lión. A ésos se los desterró en los niveles inferiores y más turbulentos
de la región aérea. Permanecen en ella hasta el día del juicio, después
del cual van al Infierno. Y, en tercer lugar, había lo que podríam os
llamar, supongo, un grupo de centro: ángeles que sólo eran somdel in
misthought, casi culpables de rebelión, pero no del todo. A ésos se
los desterró: a unos en los niveles superiores y más tranquilos del
aire; a otros, en diferentes lugares de la Tierra, entre otros el Paraíso
Terrenal. Tanto el segundo como el tercer grupo comunican a veces
con los hombres en sueños. M uchos de aquellos a los que los hom
bres han visto bailando y a los que han dado el nombre de eluene
regresarán al cielo el día del juicio.
3) Q ue son los muertos o alguna clase especial de muertos. Al
íinal del siglo X II, Walter Map en su De nugis Curialium cuenta en
dos ocasiones la siguiente historia.16 En su tiempo había una familia
llamada «los hijos de la m uerta» (filii mortuae). Un caballero bretón
había enterrado a su esposa, que estaba muerta y bien muerta: re vera
mortuam. Posteriormente, al pasar de noche por un valle solitario, la
vio viva entre un gran grupo de damas. Se asustó y se preguntó qué
estarían haciendo «los duendes» (a fa tis), pero se la arrebató y se la
llevó. Vivió feliz con él durante varios años y tuvo hijos. De igual
forma, en la historia de Rosiphelee de Gower, el grupo de damas, que
son en todos los sentidos exactamente como los duendes superiores,
resultan ser mujeres m uertas.1' Boccaccio cuenta la misma historia y
Dryden la tomó de él en su Theodore and Honoria. Recuérdese que
en Tbomas the Rymer el duende lleva a Thomas hasta un lugar donde
el camino se divide en tres, que conducen, respectivamente, al Cielo,
al Infierno y a fair Elfland («la dulce tierra de los duendes»). A lgu
nos de los que lleguen a esta última irán finalmente al infierno, pues
el demonio tiene derecho al diez por ciento de ellos cada siete años.
En Orfeo el poeta parece no poder decidirse sobre si el lugar donde
""tos duendes han llevado a Dam e H eurodis es o no la tierra de los
muertos. Al principio todo parece muy claro. Está llena de personas
109
a las que se supuso muertas, pero no era así (389-90). Podemos ima
ginarlo: algunos de los que pensamos que han muerto están sim ple
mente «con los duendes». Pero poco después resulta estar llena de
personas que habían muerto de verdad: los decapitados, los estran
gulados, los ahogados, las que murieron en el parto (391-400). Más
adelante vuelve a citar a aquellos que los duendes se llevaron mien
tras dormían (401-4).
Sin duda se creía que había identidad o estrecha relación entre los
duendes y los muertos, pues las brujas confesaban ver a los muertos
entre los duendes." Naturalmente, las respuestas dadas a preguntas
capciosas bajo tortura no nos dicen nada sobre las creencias del acu
sado, pero son buenos testimonios de las creencias de los acusadores.
4) Que son ángeles caídos; en otras palabras, demonios. Esa pasó
a ser la opinión casi oficial después de la subida al trono de Jaco b o I.
«E sa clase de demonios que rondan por la 7'ierra», dice (Daemono-
logie, III, i), «se puede dividir en cuatro tipos diferentes [...] el cuarto
es ese tipo de espíritus vulgarmente llamados duendes». Burton
incluye entre los demonios terrestres: «los lares, los genios, los fau
nos, los sátiros, las ninfas de los bosques, los diablos, los duendes,
Robin el Bueno, los otros, etc .».11
Esa idea, estrechamente relacionada con la posterior fobia rena
centista hacia las brujas, explica en gran medida la degradación de
los duendes, desde su vitalidad medieval hasta las ridiculeces de
Drayton o William Browne. Un olor a cementerio o a azufre llegó a
acompañar a todas las referencias a ellos, que, evidentemente, no
eran humorísticas. Shakespeare pudo haber tenido razones prácticas,
además de poéticas, para hacer que Oberón nos asegure que sus
compañeros y él eran «espíritus diferentes» de los que tenían que
esfumarse al amanecer (Dream, III, ii, 388). Podríamos haber espe
rado que la ciencia hubiese desterrado a los duendes, pero creo que
lo que los desterró, en realidad, fue un ensombrecimiento de la
superstición.
Así fueron los esfuerzos para encontrar un hueco en que pudie
ran encajar los duendes. N o se llegó a un acuerdo. Mientras los duen
des siguieron existiendo, por poco que fuera, siguieron siendo escu
rridizos.
i IO
CA PÍTU LO VII
LA TIERRA Y SU S H A B IT A N T E S
In tenui labor.
VIRGILIO
A. LA TIERRA
Ya hemos visto que todo lo que hay por debajo de la Luna es m uta
ble y contingente. También hemos visto que cada una de las esferas
celestes está guiada por una inteligencia. Com o la Tierra no se mueve
v, por tanto, no necesita guía, en general no se sintió la necesidad de
asignarle una inteligencia. Q ue yo sepa, a Dante correspondió la bri
llante ocurrencia de que la Tierra tiene una inteligencia que no es
otra que la Fortuna. D esde luego, la Fortuna no guía a la Tierra por
una órbita; cumple la función de inteligencia de la forma apropiada
para un globo inmóvil. Dios, dice Dante, que dio guías a los cielos
«para que cada parte comunique su esplendor a las demás, con lo
que se reparten la luz equitativamente, estableció también un minis
tro y guía general para los esplendores humanos, que ha de transfe
rir de vez en cuando esos beneficios ilusorios de una nación o linaje
a otro de un m odo que ningún juicio humano puede prever. Esa es
la razón por la que un pueblo domina mientras otro se debilita». A
causa de ello las lenguas humanas la denostan mucho, «pero es bien
aventurada y nunca las oye. Está feliz entre las demás criaturas pri
mordiales, da vueltas a su esfera y se complace en su beatitu d».1
Generalmente, la Fortuna tiene una rueda; al convertirla en una
^esfera, Dante recalca el nuevo rango que le ha concedido.
Todo eso constituye el fruto maduro de la doctrina de Boecio.
Q ue la contingencia reine en el mundo que ha conocido la caída y
está situado por debajo de la Luna no es un hecho contingente.
Com o los esplendores humanos son ilusorios, es lógico que circulen.
Hay que agitar constantemente el agua de la alberca para que no se
corrompa. El ángel que la agita se complace en esa acción de igual
forma que las esferas celestes se complacen en la suya.
1
La concepción de que el ascenso y la caída de los imperios no
dependen del mérito ni de «tendencia» alguna en la evolución total
de la humanidad, sino simplemente de la implacable e irresistible jus
ticia de la Fortuna, con todas sus vueltas, no murió con la Ldad
Media. «Todos no pueden ser felices a la vez», dice Thomas Browne,
«pues, dado que la gloria de un Estado depende de las ruinas de
otro, sus grandezas conocen m udanzas y vicisitudes». ( Alando
hablemos de la concepción medieval de la historia, tendremos que
volver a tratar esta cuestión.
Desde el punto de vista tísico, la Tierra es un globo; todos los
autores de la Alta Edad Media coinciden al respecto. A comienzos de
la E dad de «las Tinieblas», como también en el siglo X IX , podem os
encontrar quienes creían que la Tierra era plana. Lecky, cuyo objetivo
requería de algún modo que denigrase el pasado, exhumó a Cosm as
Indicopleustes, del siglo VI, quien creía que la Tierra era un paralelo-
gramo plano.’ Pero, tal como muestra el propio Lecky, la intención de
Cosm as era en parte la de refutar, supuestamente en pro de la reli
gión, una concepción contraria y prevalente que creía en los antípo
das. San Isidoro atribuye a la Fierra la forma de una rueda (XIV, ii, l).
Y Snorre Sturlason la consideraba «el disco del m undo» o hanis-
knngla, primera palabra— a la que debe el título— de su gran saga.
Pero Snorre escribía desde el enclave escandinavo, que era casi una
cultura aparte, rica en genio autóctono, pero a medias incomunicada
de la herencia mediterránea que el resto de Europa disfrutaba.
Los medievales comprendieron perfectamente lo que significaba
que la Tierra fuera redonda. Lo que nosotros llamamos gravedad
— para los medievales, «inclinación natural»— era algo conocido de
forma general. Vincent de Beauvois lo revela al preguntarse qué
pasaría si existiese un agujero perforado a través del globo de la Tie
rra, de forma que hubiese paso libre de un cielo a otro, y alguien
tirase una piedra en su interior. Responde que ésta quedaría inmovi
lizada en el centro.4 Según tengo entendido, la temperatura y el
impulso producirían otro resultado, en realidad, pero Vincent está
absolutamente en lo cierto en principio. Mandeville en su Voiage and
Travaile enseña la misma verdad de forma más ingeniosa: «en cual
quier parte de la Tierra en que los hombres habiten, tanto arriba
como abajo, les parece a los que en ella habitan que están más en lo
cierto que ningún otro pueblo. E igual que a nosotros nos parece que
2. Re ligio, I, xvi i.
3. Rise of Rationalism in ta ro p é (1887). v e !. I, pp. 268 y ss.
4. Speculum Natura le. V il, vi i.
I I 2
están debajo de nosotros, a ellos les parece que nosotros estamos
debajo de ellos» (X X ). La presentación más brillante es la de Dante,
en un pasaje que muestra la intensa capacidad de comprensión que
en la imaginación medieval coexistía con sus deficiencias en cuestio
nes de escala. En el Inferno, X X X IV , los dos viajeros encuentran al
peludo y gigantesco Lucifer en el centro absoluto de la Tierra,
incrustado en hielo hasta la cintura. Para continuar su viaje, deben
deslizarse por sus lados— hay mucho pelo donde agarrarse— y estre
charse a través del agujero que hay en el suelo, para llegar hasta sus
pies. Pero descubren que, aunque para llegar a la cintura tienen que
bajar, para llegar hasta sus pies tienen que subir. Com o Virgilio dice
a Dante, han pasado el punto hacia el que se mueven todos los obje
tos pesados (70-111). Constituye el primer «efecto de ciencia-fic-
ción» de la historia de la literatura.
La idea errónea de que los medievales creían que la Tierra era
plana ha estado generalizada hasta época reciente. Puede haberse
debido a dos razones. Una es la de que los mapas medievales, como
el gran mappemounde del siglo XIII que se conserva en la catedral de
H ereford, representan la Tierra como un círculo, que es como la
representarían quienes la consideraran un disco. Pero, ¿qué harían,
si, aun sabiendo que era un globo y deseando representarla en dos
dimensiones, no dominaran todavía el difícil arte de la proyección,
que es de época posterior? Afortunadamente, no necesitamos res
ponder a esa pregunta. N o hay razón para suponer que el mappe
mounde representa toda la superficie de la Tierra. La teoría de las
cuatro zonas afirmaba que la región ecuatorial era dem asiado calu
rosa para poder habitarla.^ El otro hemisferio de la Tierra era com
pletamente inaccesible para los habitantes de éste. Se podía escribir
ciencia-ficción con respecto a él, pero no hacer geografía. N o se
podía pensar en incluirlo en un mapa. El mappemounde representa el
hemisferio en que vivimos.
La segunda razón del error podría ser la de que en la literatura
medieval encontremos referencias al fin del mundo. Muchas veces
son tan vagas como otras similares pertenecientes a nuestra época.
Pero pueden ser más precisas, como cuando, en un pasaje geográ
fico, Gow er dice:
Fro that into the worldes ende
Estward, Asie it is.
(VII, 568-9.)
[A partir de allí hasta el fin del m undo, yendo hacia el este, se encuentra Asia.]
113
Pero la misma explicación puede darse a este caso y al del mapa de
Hereford. El «m u n d o» del hombre, el único que puede interesarnos
alguna vez, puede acabar donde nuestro hemisferio acaba.
Un vistazo al mappemounde de H ereford indica que los ingle
ses del siglo XIII eran casi totalmente ignorantes en cuestiones de
geografía. Pero es im posible que fuesen tan ignorantes como pare
ce ser el cartógrafo. Por una razón: las propias islas británicas son
una de las partes de dicho m apa que presentan errores más ridícu
los. Decenas, quizá centenares, de quienes lo mirasen, cuando fue
ra nuevo, debían de saber por lo menos que Escocia e Inglaterra
no eran dos islas diferentes; los escoceses habían cruzado la fronte
ra suficientes veces como para permitir una fantasía de ese tipo.
Y, en segundo lugar, el hombre medieval en m odo alguno era un
animal estático. Reyes, ejércitos, prelados, diplom áticos, com ercian
tes y clérigos vagabundos estaban viajando constantemente. G racias
a la popularidad de los peregrinajes, incluso las mujeres— y mujeres
de la burguesía— se trasladaban a lugares muy lejanos, como atesti
guan la Com adre de Bath y Margery Kempe. D ebió de estar b as
tante difundido un conocimiento geográfico práctico. Pero no en
forma de m apas, supongo, y ni siquiera de imágenes visuales sem e
jantes a los mapas. D ebió de tratarse de la cuestión de los vientos
que eran de esperar, de los mojones que había que encontrar, de los
cabos que había que doblar, del camino que se debía tomar en una
encrucijada. D udo que el autor del mappemounde se hubiese preo
cupado lo más mínimo al enterarse de que más de un capitán de
barco analfabeto tenía suficientes conocimientos para refutar su
m apa en doce puntos. D udo que el capitán de un barco hubiese
intentado usar su conocimiento superior para un fin semejante. Un
mapa de todo el hemisferio a tan pequeña escala no podía estar d es
tinado a un uso práctico. El cartógrafo deseaba fabricar una rica
joya que encarnara el noble arte de la cosm ografía, con el Paraíso
Terrenal señalado en forma de isla en el extremo oriental (en éste
como en otros m apas medievales el Este está arriba) y Jerusalén
situada, como Dios manda, en el centro. Los propios navegantes
debieron de contemplarlo adm irados y deleitados. N o iban a guiarse
por él.
Con todo, gran parte de la geografía medieval es puramente
fantástica. Mandeville es un ejemplo extremo, pero otros autores
más serios se preocuparon también de determinar la localización
del Paraíso. La tradición que lo sitúa en Extrem o Oriente pare
ce proceder de una narración judía sobre Alejandro, escrita antes
del año 500 y latinizada en el siglo XII con el título de Iter ad Paradi-
114
y///;/." En ella pueden basarse el mappemounde, Gower (VII, 570) y
también Mandeville, quien lo sitúa más allá de la tierra del Preste
Juan, más allá de Taprobane (Ceilán), más allá del País de las Tinie
blas (xxxiii). Una concepción posterior lo sitúa en Abisinia; como
dice Richard Edén, «en el lado oriental de Africa, por debajo del mar
Rojo, vive el grande y poderoso em perador y rey cristiano Preste
Juan [...] en esa región hay muchas montañas extraordinariamente
altas sobre las cuales dicen que está el Paraíso Terrenal».7 A veces el
rumor referente a un lugar secreto y delicioso en dichas montañas
adopta otra forma. Peter Heylin, en su Cosmography (1652), dice:
«E l monte de Amara tiene la altura de un día de viaje; en su cima hay
treinta y cuatro palacios en los que están encerrados perm anente
mente los hijos pequeños del em perador». Milton, cuya imaginación
absorbía como una esponja, combinó ambas tradiciones en su
«M onte Am ara», «donde los reyes abisinios guardan a sus hijos [...]
c onsiderado por algunos como el auténtico Paraíso» (R L, IV, 280 y
ss.). Johnson usa Amara al referirse al Valle Feliz en Rasselas. Si,
como supongo, también sugirió el «m onte A bora» a Coleridge, los
escritores ingleses han prestado una atención excepcional a esa m on
taña remota.
Sin em bargo, junto a esas historias, el conocimiento geográfico de
los medievales se extendía más al Este de lo que solemos recordar.
Las Cruzadas, los viajes comerciales y los peregrinajes— que en algu
nas épocas fueron una industria muy bien organ izada— habían
abierto el Levante. Los misioneros franciscanos habían visitado al
Gran Kan en 1246 y en 1254, esta última vez en Karakorum. Nicolo
v M affeo Polo llegaron a la corte de Kublai, en Pekín, en 1266; su
más famoso sobrino Marco vivió mucho tiempo en esa ciudad y
regresó en 1291. Pero el establecimiento de la dinastía Ming en 1368
puso fin a esos contactos.
La gran obra de M arco Polo, Viajes (1295), es fácil de conseguir
y debería estar en la biblioteca de todo el mundo. En un punto tiene
una relación interesante con nuestra literatura. Marco describe el
desierto del G obi como un lugar tan frecuentado por espíritus malig
nos que los viajeros que se queden rezagados «hasta que se haya per
dido de vista la caravana» oyen voces conocidas que los llaman por
sus nombres. Pero, si hacen caso de la llamada, se perderán y pere
cerán (I, xxxvi). Esa idea pasó también a la obra de Milton y se con
virtió en esas
ii5
airy tongues that syHable men s ñames
O n Sands and Shores and desert wildernesses.
U 'ot?/us, 2 0 8 -9 .)
[...] lenguas aéreas que pronuncian los nom bres de las personas por las arenas, las
playas y los desiertos.]
B. I ( )S ANIMALES
i i6
El mérito de haber inventado dichas fantasías, o el oprobio de
haber creído en ellas por primera vez, no corresponde a los m edie
vales. Generalm ente lo que hacen es transmitir lo que recibieron de
los antiguos. En realidad, Aristóteles había puesto los cimientos de
una zoología auténticamente científica; si lo hubiesen conocido a él
en primer lugar y lo hubieran seguido fielmente, puede que no
hubiesen existido bestiarios. Pero no fue así. A partir de H erodoto,
la literatura clásica está repleta de cuentos sobre cuadrúpedos y aves
extraños; cuentos dem asiado fascinantes y, por tanto, difíciles de
rechazar. La obra de Eliano (siglo II a.C.) y de Plinio el Viejo son
auténticas colecciones de ese tipo de materiales. También intervino
la incapacidad medieval para distinguir entre escritores de géne
ros absolutamente diferentes. La intención de Fedro (siglo I d.C.)
fue simplemente la de escribir fábulas esópicas. Pero su dragón
(IV, X X )— criatura nacida bajo el signo de astros maléficos, dis ira-
tis natus, y condenada a im pedir que otros se apoderen de un te
soro del que él no puede disfrutar— parece ser el antecesor de to
dos esos dragones que consideram os tan germánicos, cuando los
encontramos en obras anglosajonas o escandinavas antiguas. Esa
imagen resultó ser un arquetipo tan influyente que engendró la
creencia e incluso cuando se produjo su desaparición los hombres
no estuvieron dispuestos a renunciar a ella. En dos mil años la hu
m anidad occidental no se ha cansado de ella ni la ha mejorado. El
dragón de Beowulfo y el de Wagner son sin lugar a dudas el m is
mo que el de Fedro. (Según tengo entendido, el dragón chino es di
ferente.)
Evidentemente, muchos intermediarios, no todos identificables
ahora, contribuyeron a la transmisión de ese saber a la E dad Media.
San Isidoro es uno de los más fáciles de consultar. Además, en su
obra podem os ver en funcionamiento el proceso por el cual se desa
rrolló la seudozoología. Los capítulos que dedica al caballo resultan
especialmente instructivos.
«L o s caballos pueden olfatear la batalla; el sonido de la trompeta
los incita a entrar en la pelea» (XII, i, 43). En este texto un pasaje
intensamente lírico del Libro de Jo b (xxxix, 19-25) se ha convertido
en una teoría de historia natural. Pero puede que no esté completa
mente alejado de la observación. Probablemente los caballos de b a
talla, en particular los garañones, se comporten de esa forma. Subi
mos otro escalón cuando san Isidoro nos dice que la víbora (aspis),
para protegerse contra los encantadores de serpientes, se tumba,
apoya un oído contra el suelo y enrosca su cola para obstruir el otro
(XII, iv, 12), lo que constituye claramente una prosaica conversión
ll7
en seudociencia de la metáfora referente a la víbora que «se tapa los
oídos» del Salmo lviii, 4-5.
«L o s caballos derraman lagrimas a la muerte de sus am os» (XII,
i, 43). Considero que la primera fuente es la ¡liada, XV II, 426 y ss.,
filtrada hasta san Isidoro por mediación de la Eneida, XI, 90.
«E sa es la razón» (ese rasgo humano de los caballos) «p or la que
en los centauros la naturaleza del caballo y del hombre están m ez
cladas» (ibid.). En este caso vemos un tímido intento de racionaliza
ción.
D espués, en el capítulo XII, i, 44-60, entramos en una cuestión
muy diferente. Todo este largo pasaje trata de las características de
un buen caballo, tanto en figura como en color, de las razas y las
crianzas y cosas por el estilo. Me da la impresión de que algunas de
ellas las aprendió de verdad en el establo, como si en este caso los
palafreneros y tratantes hubieran substituido a los auctores literarios.
Cuando los auctores entran en escena, san Isidoro no hace nin
guna distinción entre ellos. La Biblia, Cicerón, H oracio, Ovidio,
Marcial, Plinio, Juvenal y Lucano (este último principalmente al tra
tar de las serpientes) tienen, todos ellos, el mismo tipo de autoridad
para él. Aun así, su credibilidad tiene límites. Niega que las com a
drejas conciban por la boca y las osas por las orejas y califica de fabu-
losus la hidra de muchas cabezas (ibid., iv, 23).
Una de las características más notables de san Isidoro es que no
extrae consecuencias morales de sus animales ni les da interpretacio
nes alegóricas. Dice que el pelícano revive a sus crías con ayuda de
su propia sangre (XII, vii, 26), pero no hace un paralelismc entre eso
y la muerte de Cristo que da vida, como el que posteriorm m tc iba a
producir el tremendo Pie Pelicane. N os dice, basándose en «autores
que han escrito sobre la naturaleza de los animales» (XII, ii, 13), pero
sin nombrarlos, que el unicornio es un animal dem asiado fuerte para
que cazador alguno pueda cobrarlo, pero, si colocamos una virgen
delante de él, pierde toda su ferocidad, reclina la cabeza en el regazo
de ésta y se duerme. Entonces podem os matarlo. Resulta difícil creer
que un cristiano pueda pensar por mucho tiempo en ese mito exqui
sito sin ver en él una alegoría de la Encarnación y la Crucifixión. Y,
sin embargo, san Isidoro no hace la menor sugerencia al respecto.
E sa interpretación que san Isidoro omite se convirtió en el inte
rés principal de los seudozoólogos de la Edad Media. El ejemplo
mejor recordado es el autor a quien Chaucer llama Physiologus en el
N un’s P nest’s Tale (B 4459); en realidad, se trata de Teobaldo, quien
fue obispo de Monte Cassino desde 1022 hasta 1035 y escribió Phy
siologus de Naturis X II Ammalium. Pero no fue el primero, e indu
118
dablemente tam poco el mejor, de su género. L os poem as sobre ani
males del Exeter Book son anteriores. Las partes más antiguas del
Phoenix son paráfrasis del de Lactancio; se cree que la moralitas que
el poeta anglosajón añadió está basada en san Am brosio y Beda; la
Pantera y la Ballena, en un Physiologus más antiguo escrito en latín.9
Desde el punto de vista literario, son mucho mejores que la obra de
Teobaldo. Así, tanto el autor anglosajón como Teobaldo convierten
la ballena en una especie de demonio. Los navegantes, dice Teo
baldo, la confunden con un promontorio, desembarcan en ella y
encienden un fuego. Lógicamente, la ballena se sumerge y se ahogan.
Según el anglosajón, lo que ocurre es que los marinos la confunden,
de forma más verosímil, con una isla, y se sumerge, no porque sienta
el fuego, sino por maldad. Imagina vividamente el alivio de los hom
bres sacudidos por la tem pestad al desembarcar: «cuando el bruto,
diestro en artimañas, se da cuenta de que los viajeros están total
mente instalados y han colocado su tienda, contentos del buen
tiempo, se sumerge de repente en la mar salada» (19-27).
Resulta bastante sorprendente encontrar la sirena, erróneamente
identificada con la nereida, entre los animales de Teobaldo. Creo que
esa forma de clasificar criaturas que podían pertenecer al grupo de
los Longaevi no era corriente en la E dad Media. La he encontrado,
en época muy posterior, en Athanasius Kircher, quien sostiene que
esas formas casi— o a m edias— humanas son simples brutos (rationis
expertia), cuyo parecido con el hombre no es más significativo que el
de Mandrake. « O » , añade con feliz ignorancia de la biología poste
rior, «qu e el del m on o».10
Más extraño todavía es que Teobaldo ignorase las dos criaturas
que hubiéram os considerado más apropiadas para su objeto: el pelí-
c ano y el fénix. Pero es algo muy propio de la naturaleza de su obra.
O carecía de imaginación o tenía una imaginación cuyo alcance se
nos escapa. N o puedo soportar el aburrimiento de repasar todos sus
artículos uno por uno.11 Todo lo que dice está mejor expuesto en los
bestiarios vernáculos.
E sas historias de animales, como las de los duendes, nos hacen
preguntarnos hasta qué punto se creería en ellas. En una época
acientífica, las personas sedentarias han de creer casi todo lo que se
les cuente sobre lugares extranjeros, pero, ¿quién pudo haber creído,
y cómo, lo que los bestiarios contaban sobre águilas, zorros, o cier
119
vos? Solamente podem os conjeturar la respuesta. Me inclino a pen
sar que la ausencia de incredulidad, expresa e inequívocamente so s
tenida, era más común que una convicción firme y positiva. A la
mayoría de quienes contribuyeron, de palabra o por escrito, a m an
tener en circulación la seudo/oología no les interesaban en realidad
las cuestiones factuales; de igual forma que hoy el orador político que
me exhorta a no ocultar la cabeza como un avestruz no esta pen
sando— ni quiere que yo piense— en los avestruces. Lo que importa
es la moralitas. hlay que «conocer» esos «hechos» para leer a los poe
tas, o participar en conversaciones finas. Por eso, como dijo Bacon,
«una vez que se afianza una falsedad [ ...] a causa del acostumbra-
miento de la opinión a los símiles y adornos retóricos, nunca se la
refuta».12 Pues, para la mayoría de los hombres, como lo expresa
Browne en Vulgar Errors, «un ejemplo de retórica es argumento
lógico suficiente; un apólogo de Esopo. superior a un silogismo en
Barbara; las parábolas, superiores a las teorías; y los proverbios, más
eficaces que las dem ostraciones» (I, iii). En la Edad Media, y de
hecho posteriormente también, hemos de añadir otro motivo para la
credulidad. Si, como el platonismo enseñaba, el mundo visible está
basado en un modelo invisible— cosa de la que ni siquiera Browne
habría disentido— , si todas las cosas naturales situadas por debajo
de la Luna se derivan de cosas situadas por encima, la suposición de
que se hubiera infundido a la naturaleza y conducta de los animales
un sentido analógico y moral no sería un a pnon descabellado. A
nosotros una relación de la conducta animal que sugiriesd una m ora
leja dem asiado evidente nos parecería improbable. A e lp s, no. Sus
premisas eran diferentes.
C. EL ALMA HUMANA
I 20
miento [discernere], recibe correctamente el nombre del m u ndo».1'
Alano,14Jean de M eung" y G ow er1*’ reproducen casi literalmente ese
texto.
El alma racional, que da al hombre su posición peculiar, no es el
único tipo de alma. Existen también un alma sensible y un alma vege
tal. Las virtudes del alma vegetal son la nutrición, el crecimiento y la
propagación. Se da sólo en las plantas. El alma sensible, que encon
tramos en los animales, tiene esos poderes y, además, sensibilidad.
De esa forma, abarca y supera al alma vegetal, con lo que se puede
decir que un animal tiene dos niveles de alma, sensible y vegetal, o
un alma doble o incluso— aunque de forma engañosa— dos almas.
De igual forma, el alma racional incluye la vegetal y la sensible y d is
pone, adem ás, de razón. Com o dice Trevisa (1398), traduciendo la
obra del siglo XIII De Proprietatibus Rerum de Bartolomé de Inglate
rra, existen «tres tipos de almas [...] vegetabilis, que da vida pero no
sensibilidad; sensibihs, que da vida y sensibilidad, pero no razón;
racionalis, que da vida, sensibilidad y razón». A veces los poetas se
permiten la libertad de decir que el hom bre no tiene un alma con tres
vertientes, sino tres almas. Donne, al afirmar que el alma vegetal por
la que crece, el alma sensible por la que ve y el alma racional por la
que entiende, están igualmente deleitadas con la amada, dice:
[Todas mis almas están arrobadas ante ti (la Unica por la que entiendo, crezco y
veo).]
Pero en este caso se trata de un simple tropo. Donne sabe que sólo
tiene un alma, que, por ser racional, incluye la sensible y la vegetal.
A veces el alma racional recibe simplemente el nombre de
«razón » y el alma sensible el de «sensibilidad» simplemente. Ese es
el sentido que tienen dichas palabras, cuando el párroco de Chaucer
dice: «D ios debe tener dominio sobre la razón, la razón sobre la sen
sibilidad y la sensibilidad sobre el cuerpo del hom bre» (I, 262).
Las tres clases de almas son inmateriales. El alma— la «vida»,
como diríamos nosotros— de un árbol o de una planta no es una
12 1
parte de ellos que se pueda encontrar por disección; tam poco el alma
racional es una «p arte» del hombre en ese sentido. Y todas las almas,
como cualquier otra substancia, son obra de Dios. Lo que distingue
al alma racional es que en cada caso es obra de un acto inmediato de
Dios, mientras que la mayoría de las demás cosas llegan a existir
mediante desarrollos y transmutaciones que se producen dentro del
orden creado total.1' Indudablem ente, la fuente es Génesis, ii, 7, pero
también Platón había separado la creación del hombre de la creación
en general.1''
Muchas veces los poetas consideran el hecho de que el alma se
dirija hacia Dios como un regreso y, por tanto, como un ejemplo más
de la «inclinación natural». De ahí la expresión de Chaucer Repeireth
hoom from worldly vanitee («regresa al hogar abandonando la vani
dad del m undo») en Troilus, V, 1837, o los versos de Deguileville:
17. Sobre todo ese tema, véase santo Tomás de Aquino 1.a, X C , art. 2 , 3.
18. Timeo, 41c y ss.
19. Donne, Lítame, 10-11.
122
pensar que así fuese. Orígenes sostuvo que todas esas almas que
ahora dan vida a cuerpos humanos fueron creadas al mismo tiempo
que los ángeles y existieron durante mucho tiempo antes de su naci
miento terrenal. Incluso san Agustín, en un pasaje citado por santo
Tomás de Aquino,20 abriga la opinión, sujeta a revisión, de que el
alma de Adán existía ya cuando su cuerpo «dorm ía [todavía] en sus
cau sas».21 Bernardo Silvestre parece suponer la doctrina completa de
Platón— aunque no sé con qué seriedad filosófica— , cuando Noys ve
en el cielo innumerables almas llorando porque pronto van a tener
que bajar de ese splendor a estas tinieblas.22
La recuperación del corpus platónico en el Renacimiento y el
renacer del platonismo dieron nueva vida a esa doctrina. Ficino y
después Henry M oore se la tomaron completamente en serio. Se
puede poner en duda que Spenser en el Hymne ofBeautie (197 y ss.)
o en el Jardín de Adonis (F Q .y III, vi, 33) creyese en ella más que
poéticamente a medias. Thom as Browne, sin aventurarse a opinar
sobre la doctrina, conservaba gustoso su sabor: «aunque no parece
sino un tipo imaginario de existencia ser antes de que seam os», haber
preexistido eternamente en la presciencia divina «es algo más que
una ficción» (Christian Moráis). El Retreate de Vaughan e incluso la
Ode de Wordsworth se han interpretado de formas diversas. Flasta el
siglo X IX y la aparición de la teosofía no recobró la idea de la pre
existencia— entonces considerada ya como la «sabiduría del E ste»—
un punto de apoyo en Europa.
D. EL ALMA RACIONAL
123
hombre que más se aproxim a a la intelligentia angélica; de hecho, es
obumbrata intelligentia («inteligencia anublada») o una som bra de
inteligencia. Santo Tomás de Aquino describe así su relación con la
razón: «E l intelecto Untelligere] es la comprensión simple [es decir,
indivisible, no compuesta] de una verdad inteligible, mientras que
razonar \_ratiocinan] es la progresión hacia una verdad inteligible
pasando de un aspecto entendido [intellecto] a otro. Así, pues, la
diferencia entre ellas es como la diferencia entre el descanso y el
movimiento o entre la posesión y la adquisición» (Ia, L X X IX , art. 8).
G ozam os del intellectus cuando «vem os simplemente» una verdad
evidente; ejercemos la ratio cuando avanzamos paso a paso para
dem ostrar una verdad que no sea evidente. Una vida cognoscitiva en
que se pudieran «ver» simplemente todas las verdades sería la vida
de una intelligentia, de un ángel. Una vida de ratio absoluta, en que
nada se «viera» simplemente y todo hubiese de probarse, sería con
toda probabilidad imposible, pues si nada es evidente, nada se puede
probar. El hombre pasa su vida mental conectando laboriosamente
esos frecuentes, pero m omentáneos, destellos de intelligentia que
constituyen el intellectus.
Cuando se usa la ratio con esa precisión y se distingue del intc-
llectus, me parece que corresponde en gran medida a aquello a lo que
hoy nos referimos con la palabra «razón», es deiir, tal como Johnson
la define, «la facultad mediante la cual el hombre deduce una p ro
posición de otra o avanza desde las prem isas hasta la conclusión».
Pero, después de haberla definido así, da como primer ejemplo éste
de H ooker: «L a razón es la directora de la voluntad del hombre, al
descubrir en la acción el bien». Puede parecer que hay una sorpren
dente contradicción entre el ejemplo v la definición. Indudable
mente, si A es bueno por sí mismo, podem os descubrir mediante el
razonamiento que, puesto que B es el medio de llegar a A, B será una
acción buena. Pero, ¿mediante qué clase de deducción y a partir de
qué tipo de prem isas podríam os llegar a la proposición: «A es bueno
por sí m ism o»? H em os de aceptarla a partir de otra fuente, antes de
que comience el razonamiento, fuente que se ha identificado de dife
rentes form as con la «conciencia» (concebida como la voz de Dios),
con cierto «sen tid o» o «discernim iento» moral, con una sensibilidad
(«un buen corazón»), con las normas del grupo social al que perte
necemos, con el superyó.
Y, sin embargo, casi todos los moralistas anteriores al siglo XVIII
consideraron la razón como el origen de la moralidad. Se habló de
que el conflicto moral era el que existía entre pasión y razón, no el
que había entre pasión y «conciencia» o «d eb er» o «b on d ad ». P rós
I2 4
pero, al perdonar a sus enemigos, declara que toma esa decisión, no
por caridad o piedad, sino aconsejado por «su facultad más noble: la
razón» (Tempest, V, i, 26). La explicación es que casi todos ellos cre
ían que las máximas morales fundamentales se captaban intelectual
mente. Si hubieran usado la estricta distinción medieval, habrían
considerado la moralidad como un asunto de la ratio, no del inte
llectus. N o obstante, incluso en la E d ad M edia esa distinción sólo la
usaron los filósofos y no influyó en el lenguaje popular o poético. En
ese nivel razón significa alma racional. Por tanto, la razón formulaba
los imperativos morales, aunque en la terminología más estricta no
había duda de que el razonamiento sobre las cuestiones morales reci
bía todas sus premisas del intelecto, de igual forma que la geometría
es un asunto de la razón, a pesar de basarse en axiomas a los que no
podem os llegar por el razonamiento.
Johnson, en el pasaje citado de su Dictionary, resulta confuso por
una vez. Cuando escribió su obra, la antigua concepción ética estaba
decayendo rápidamente y, en consecuencia, se estaba produciendo
un rápido cambio en el significado de la palabra razón. El siglo XVIII
conoció una rebelión contra la doctrina de que los juicios morales
sean total o primordial o incluso mínimamente racionales. H asta
Butler, en sus Sermons (1726) asignó a la «reflexión o conciencia» la
función que en un tiempo había correspondido a la razón. O tros atri
buyeron la función normativa a un «sentim iento» o «discernimiento
m oral». En la obra de Fielding el origen de la buena conducta es el
sentimiento bueno y las pretensiones de la razón de que se reconozca
como obra suya aparecen ridiculizadas en la persona del señor
Square. L a obra de Mackenzie, Men ofFeeling (1771), continúa ese
proceso. Wordsworth compara favorablemente «el corazón» con «la
cabeza». En ciertas obras narrativas del siglo X IX un sistema particu
lar de sentimientos, los afectos domésticos, parece no sólo inspirar,
sino también constituir la moralidad. La consecuencia lingüística de
dicho proceso fue la reducción del significado de la palabra razón.
De denotar (en todos los contextos, salvo los más filosóficos) el alma
racional en su totalidad, que abarca el intellectus y la ratio, pasó a sig
nificar simplemente «la facultad por la cual el hombre deduce una
proposición a partir de otra». E se cambio se había iniciado en la
época de Johnson. Sin darse cuenta, este autor define la palabra en
su sentido más m oderno y limitado e inmediatamente después la
ejemplifica en el sentido antiguo y más amplio.
L a creencia en que reconocer un deber era percibir una verdad
— no porque el sujeto tuviese buen corazón, sino porque era un ser
intelectual— tenía raíces en la antigüedad. Platón preservó la idea
125
socrática de que la moralidad cía una cuestión de conocimiento; los
hombres malos lo eran porque no conocían el bien. Aristóteles, a
pesar de que atacó dicha concepción y atribuyó una función im por
tante a la formación y a la habituación, siguió considerando la «recta
razón» (opOóí; A,óyoc) como una condición esencial de la buena con
ducta. Los estoicos creían en una ley natural a la que todos los hom
bres, en virtud de su racionalidad, estaban sometidos v lo sabían. San
Pablo desempeñó un papel curioso en esa historia. Su afirmación en
la Epístola a los Romanos (ii, 14 y ss.) de que existe una ley «escrita
en los corazones», incluso de los gentiles que no conocen la «ley», es
totalmente conforme a la concepción estoica y así se iba a entender
durante siglos. Tampoco, durante los mismos siglos, iba a tener la
palabra corazón resonancias puramente sentimentales. La traducción
más aproxim ada de la palabra hebrea que San Pablo representa por
K ap5ía sería la de «m ente» y en latín el hombre corda tus no es el que
tiene sentimientos, sino el que tiene juicio. Pero, posteriormente,
cuando hubo menos gente que pensaba en latín y estaba em pezando
a ponerse de moda la nueva ética de los Sentimientos, pudo haber
parecido que aquel uso paulino de la p ilab ra corazón apoyaba la
novedad. I
La importancia de todo esto para nuestro objetivo es que, si sólo
tenemos presente la definición de razón corno «la facultad por la que
el hombre deduce una proposición a partir de otra», daremos una
interpretación en parte equivocada a las referencias que a ella hacen
los poetas antiguos. Uno de los pasajes más conmovedores de la
parte correspondiente a Guillaum e de Lorris en el Romanee de la
Rosa (5813 y ss.) es aquel en que la Razón, la hermosa Razón, dama
graciosa, diosa humilde, se digna suplicar al amante como su amada
intelectual y celestial, rival de su amor terrenal, cosa que carecería de
emoción, si la Razón fuese solamente tal como Johnson la concebía.
N o se puede convertir una máquina calculadora en una diosa. Pero
Raison la bele no es «tan fría». Ni siquiera es la personificación del
D eber que aparece en la obra de Wordsworth; ni siquiera— aunque
ésta se aproxim a m ás— la personificación de la virtud que figura en
la oda de Aristóteles, «por cuya belleza virginal los hom bres están
dispuestos a m orir» «(oa<; 7iépi, 7tap0éve, jaop^aq). Es la intelligentia
obumbrata, la som bra de la naturaleza angélica en el hombre. Así
también en el caso del poema Lucrece, de Shakespeare, necesitamos
saber enteramente quién es la «princesa mancillada» (719-28): la
Razón de Tarquino, soberana legítima de su alma, ahora deshonrada.
M uchas referencias a la Razón de Paradise Lost requieren el mismo
comentario. Es cierto que todavía en nuestro uso moderno de «razo
1 26
nable» sobrevive el sentido antiguo, pues, cuando nos quejamos de
que una persona egoísta no sea razonable, no la acusam os de haber
cometido un non sequitur. Pero es dem asiado insípido y torpe como
para recordar gran parte de la antigua asociación.
El alma sensible tiene diez sentidos o juicios, de los cuales cinco son
«externos» y cinco «internos». Los sentidos o juicios externos son los
que hoy llamamos los cinco sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto.
A veces, los cinco internos reciben el nombre de juicios simplemente
y los cinco externos el de sentidos simplemente, como en estos ver
sos de Shakespeare:
[Pero ni mis cinco juicios ni mis cinco sentidos pueden disuadir a mi loco cora
zón de que te ame.]
127
dos; a este respecto C olendge invirtió la terminología una vez más.
Q ue vo sepa, ningún autor medieval menciona ninguna de las dos
facultades citadas como característica de los poetas. Si hubieran sido
aficionados a hablar de los poetas desde ese punto de vista— nor
malmente hablan de su lenguaje o de su cultura— , creo que habrían
usado invención en los casos en que nosotros usamos imaginación.
Según san Alberto, lo único que hace la imaginación es retener lo
! percibido y la fantasía lo trata componenda et dividendo: separando y
uniendo. N o entiendo por qué los boni imaginativi han de ser, como
él dice, buenos en matemáticas. ¿Q uerría decir que el papel era
dem asiado precioso como para desperdiciarlo representando figuras
| toscas y que había que hacer geometría, en la medida de lo posible,
con figuras retenidas ante los ojos de \á mente? Pero lo dudo; siem
pre existía la posibilidad de utilizar la arena.
La descripción psicológica de la fantasía y la imaginación no
abarca en ningún caso el uso popular de dichos términos en la len
gua vulgar. San Alberto nos informa de que la gente vulgar dice cogi-
taíivci por p han tas tica, o sea, que dicen estar «pensando» en algo,
cuando en realidad están manejando imágenes mentales, compo
nenda et dividendo. Si hubiera sabido inglés, probablem ente le
habría interesado saber que en dicha lengua la palabra imagination
(o imaginatyf que, como elipsis de vía imaginativa, muchas veces sig-
niiicaba lo mismo) había corrido una suerte casi opuesta. Pues en
inglés imagination significaba no sólo la retención de las cosas perci
bidas, sino también «tener presente» o «pensar en» o «tener en
cuenta» en el sentido más amplio y menos estricto. El personaje
Ym aginatyf de Langland, después de haber explicado que él es la vis
imaginativa, sigue diciendo:
128
Ll-..
N othing list him to bcen im aginatyt
lí any wight has spoke, whil he w as oute,
To hire of love.
(Franklin's Tale, F 1094.)
I N o parece que se le ocurriese preguntarse si, mientras estuvo ausente, algún indi
viduo la había requerido de amores.]
129
que el comer o las relaciones sexuales sean inconscientes o involun
tarios. Lo que pertenece al alma vegetativa son los procesos incons
cientes e involuntarios que desencadenan esos actos.
I 30
Ese tcrtium quid, ese fantasma encargado de realizar la unión
i ntre el alma y el cuerpo, recibió el nombre de espíritu o (más a
menudo) los espíritus. Hay que entender que esa acepción no abarca
en absoluto el sentido que nos permite calificar de «espíritus» a los
angeles, a los demonios o a los espectros. Pasar de una acepción a
otra sería hacer un mero juego de palabras.
Se suponía que los espíritus eran justo lo suficientemente m ate
riales para actuar sobre el cuerpo, pero tan tenues, que podían ser
influidos por el alma puramente inmaterial. Iban a ser similares, por
decirlo toscamente, al éter de la física del siglo X IX , que, por lo poco
que llegué saber de él, iba a ser y no ser material. Esta doctrina de los
e spíritus me parece el rasgo menos estimable del modelo medieval.
Si el tertium quid es materia (¿qué tienen que ver con él la densidad
y la rareza?), ambos extremos del puente se hallan en un lado del
abismo; si no, am bos se hallan en el otro.
Así, pues, los «espíritus» son los «sutiles gumphus»2\ necesarios,
según Platón y Alano, para mantener unidos el cuerpo y el alma, o,
como dice Donne, «el nudo sutil que nos hace hom bres».26 Se ele
van— todavía hablam os de levantar el espíritu— de la sangre como
una exhalación; en el lenguaje de Milton, «com o suaves brisas de ríos
puros» (Paradise Lost, IV, 804). Bartolomé de Inglaterra, en De Pro-
pnetatibus (siglo XIIl), traducido al inglés por Trevisa, da la siguiente
descripción de ellos. De la sangre, que hierve en el hígado, surge un
vapor. Este, después de haberse «purificado», se convierte en espí
ritu natural, que pone en movimiento la sangre y la «envía a todas las
extrem idades». Al entrar en la cabeza, dicho espíritu natural vuelve
a refinarse una vez m ás— se «purifica m ás»— y se convierte así en
espíritu vital, que «produce en las arterias las pulsaciones de la vida».
Parte de él entra en el cerebro, donde vuelve a refinarse todavía más
y se convierte en espíritu animal. Una parte de éste se distribuye p o r
los «m iem bros de la sensibilidad» (los órganos de las sensaciones),
otra parte permanece en las «cavidades» del cerebro para servir de
vehículo a las facultades internas; al fluir desde la nuca hasta la
médula espinal, produce el movimiento voluntario (III, xxii). Ese
espíritu animal es el órgano inmediato del alma racional mediante el
cual actúa ésta exclusivamente, cuando se ha encarnado. «P odem os
no creer», añade Bartolomé, «que dicho espíritu sea el alma racional
del hombre, sino más que nada, como dice Austin, su conducto e ins
trumento apropiado, pues gracias a dicho espíritu el alma se une al
131
cuerpo». O tras descripciones substituyeron la tríada de Bartolomé
(espíritu natural, vital y animal) por la de espíritu vital, animal e inte
lectual/' Pero, sea cual fuere la clasificación, los «espíritus» siempre
tienen la misma función. Com o dice Timothv Bright en su Treatise o f
Melancholy (1586), son «un auténtico nudo de amor que junta el
cielo y la tierra: verdaderamente, una naturaleza más divina que
el cielo unida a un vulgar puñado de tierra», de forma que el alma «no
está encadenada al cuerpo, como algunos filósofos han interpretado,
sino abrochada a ella mediante ese precioso botón del espíritu».2"
L os «espíritus» nos permiten también explicar la locura sin ver-
nos obligados a decir— cosa que habría parecido una contradicción
de términos— que la propia alma racional pueda perder su racionali
dad. Com o dice Bartolomé en el mismo lugar, cuando los «espíritus»
están debilitados, la «arm onía» entre el cuerpo y el alma se descom
pone, con lo que todo el «funcionamiento [del alma racional] en el
cuerpo se paraliza, como vemos en los espantados, los locos y los
enfurecidos». Al dejar de funcionar el espíritu apropiado, el alma
racional queda desconectada del cuerpo material.
Intellectuales spintus, los «espíritus» intelectuales, pueden con
vertirse, por elipsis, en «intelectuales» e incluso, es de suponer que
por confusión, en «intelectos». De ahí que Johnson hable en R am
bler, 95, de que los «intelectos» de un hom bre estén «pertu rbad os»
o que Lam b escriba: «tu miedo a los intelectos de Hartley está justi
ficad o».29
H em os visto en Bartolom é que los «espíritus» pueden localizarse
en diferentes partes del cuerpo. Por eso no es descabellado decir
que, gracias a ellos, se pueden localizar algunas de las funciones que
el alma desempeña. En el pasaje que ya he citado asigna el sentido
común y «la capacidad imaginativa» a la «cavidad delantera» o fron
tal de la cabeza, el entendimiento a la «cavidad m edia» y la memoria
a la trasera. Los lectores de Faene Queene recordarán que Spenser,
aunque omite el sentido común, sitúa igualmente la imaginación
(Phantastes) en el frente, la razón en el medio y la memoria en el
fondo (II, ix, 44 y ss.). A esa «cavid ad» central es a la que se refiere
Lady M acbeth cuando habla del receipt o f reason («receptáculo de la
razón») (I, vii, 66).
132
G. EL CUERPO HUMANO
i 33
El temperamento en que predomina la sangre es el sanguíneo. Es
el mejor de los cuatro, pues la sangre tiene una «afinidad especial con
la naturaleza» (Squire's Ialc\ F 353). Sir Thomas Elyot en su Castle of
Health (1534) enumera como señales del hombre sanguíneo: «rostro
pálido y encendido [...] duerme mucho [...1 sueña con hechos san
grientos o cosas agradables [...] se irrita fácilmente». Creo que no se
trata tanto de sueños sobre luchas y heridas, cuanto sobre colores
rojo sangre. Las cosas «agradab les» son las que nosotros llamamos
«divertidas». El enfado del hombre sanguíneo salta con facilidad,
pero es de corta duración; es un poco cascarrabias, pero no adusto
ni vengativo. El Franklin de Chaucer, caso paradigmático de ese tem
peramento, podía echar una buena reprimenda a su cocinera, pero
era evidente que tenía buen corazón /0 La Beatrice de Shakespeare
— también ella podía tener «cortas irritaciones»— era probablemente
sanguínea. Un manuscrito del siglo XV simboliza ese temperamento
por medio de un hombre y una mujer, lujosamente vestidos, que
tocan instrumentos de cuerda en un lugar lleno de flo re s/1
El hombre colérico es alto y delgado. El gobernador de Chaucer
era «un hombre colérico y delgado» y sus piernas eran «muy largas
[...] y muy finas» (A 587 y ss.). Com o el sanguíneo, se irrita fácil
mente; de forma que Chantecleer, que sufre de «un exceso [...] de
encendida cólera» (B 5.117-18), es capaz de enzarzarse en peleas
hasta con hombres pacíficos: I hem de/ye, I love hem nevere a del
(B 4.348). Pero, a diferencia del sanguíneo, el colérico es vengativo.
El gobernador da un escarmiento al molinero por su relato y los cam
pesinos de su hacienda lo temían como a la muerte (A 605). Los colé
ricos sueñan con truenos y con cosas resplandecientes y peligrosas,
como flechas y fuego, cosa que sabe Peretelote (B 4.120). El mismo
manuscrito que he citado antes muestra, como símbolo del tem pera
mento colérico, a un hombre que tiene agarrada por los cabellos a
una mujer y está azotándola con una cachiporra. Actualmente las
madres de niños coléricos dicen que son «enorm em ente tensos».
Los síntomas del temperamento «m elancólico» que cita Elyot
son: «delgado [...] mucho insomnio (duerme con dificultad) [...]
tiene pesadillas [...] de opiniones intransigentes [...] sus enfados son
duraderos y torturadores». Ham let se diagnostica a sí mismo como
melancólico (II, ii, 54.640), cita sus pesadillas (ibid., 264) y constituye
un ejemplo exagerado de «enfados largos y torturadores».'2 También
30. A 351.
31. Brit. Mus. A dd. 17.987.
32. D e forma enigmática, indudablemente. Pero apoyan la atmósfera m elan
cólica.
134
puede ser delgado; cuando, en V, ii, 298, utiliza la palabra fat
(«gru eso» y también «grasiento»), probablem ente quiera decir
«em p apado en sudor mugriento». Creo que hoy calificaríamos al
melancólico de neurótico. Me refiero al melancólico de la E dad
Media. El sentido de la palabra melancolía estaba cambiando en el
siglo XVI y em pezó a significar muchas veces simplemente «triste» o
bien «reflexivo, pensativo, introvertido». Así, en el poem a ante
puesto a la Anatomy de Burton, «m elancolía» parece ser sim ple
mente el ensueño, vivido continuamente en solitario, con todos sus
dolores, pero también con todos sus goces, de quien sueña despierto
con el cumplimiento tanto de sus temores como de sus deseos. En el
cuadro de Durero, Malencolia, parece ser la vida retirada, estudiosa
y meditativa.
Q uizá sea el flemático el peor de los temperamentos. Elyot da
como síntoma de él: «gordura... color pálido... sueño superfluo (es
decir, en exceso)... sueños sobre agua o peces... lentitud... torpeza
para aprender... poco valor». El m uchacho o la muchacha flem áti
cos, gordos, pálidos, perezosos, torpes, son la desesperación de sus
padres y m aestros; para los dem ás, son el hazmerreír o pasan desa
percibidos. El ejemplo paradigm ático es la primera esposa de M il
ton, si, como sospecham os, su m arido pensaba en ella cuando, en
Doctrine and Discipline, com padecía al hombre que «se encuentra
fuertemente vinculado [...] con una imagen de tierra y flem a» (I, 5).
Mary Bennet, el personaje de O rgullo y prejuicio, debía de ser fle
mática.
Com o en el caso de los planetas, los temperamentos deben acep
tarse con imaginación, no aprenderse simplemente como conceptos.
N o corresponden exactamente a ninguna clasificación psicológica de
las que nos han enseñado a hacer. Pero la mayoría de las personas
que conocemos (excepto nosotros mismos) pueden constituir con
bastante aproximación ejemplos de uno u otro.
Además de ese predominio permanente de algún humor en cada
individuo, existe también una variación rítmica diaria que da a
cada uno de los cuatro un predom inio temporal en cada uno de
nosotros. La sangre predomina desde medianoche hasta las seis de la
mañana; la bilis, desde esta última hora hasta el m ediodía; la melan
colía, desde el mediodía hasta las seis de la tarde; después la flema,
hasta la medianoche. (Recuérdese que todo esto se aplicaba a gente
que se levantaba de la cama y se acostaba mucho antes que nosotros.)
El sueño, en el Squire’s Tale, avisó a la gente para que se acostase a la
hora oportuna «pu es la sangre estaba en su dom inio» (F 347). El tér
mino técnico dominio podía abarcar en brom a otras cosas, como
135
cuando el administrador dice, refiriéndose al cocinero, que «la
bebida tiene dominio sobre ese hom bre» (H 57). Esa pequeña ocu
rrencia graciosa pasa inadvertida con frecuencia a los lectores
modernos.
i !. l l p a n a d o i h m \ \ ( )
eternal law
That first in beauty should be first in might.
1 36
la historia es sin duda exagerada. N o todos los paganos eran griegos.
Los dioses escandinavos, a diferencia de los olímpicos, se ven envuel
tos continuamente en un proceso temporal trágico y trágicamente
significativo. La teología eddaica, no menos que la hebrea, convierte
la historia cósmica en un relato con trama, un relato irreversible que
avanza hacia la muerte al redoble de presagios y profecías. Los
romanos fueron historicistas no menos inveterados que los judíos. El
tema de la mayoría de los historiadores y de toda la épica anterior a
Virgilio es el de cómo nació Roma y cómo llegó a ser tan grande. Lo
que Virgilio expone en forma mítica es precisamente metahistoria.
Todo el proceso terrenal, los fata Jovis, va encaminado a producir el
inmortal y consagrado Imperio de Roma.
También existe un historicismo cristiano: por ejemplo, en De
Civitate Dei de San Agustín, en la Historia contra los paganos de Oro-
sio o en De Monarchia de Dante. Pero las dos primeras obras fueron
escritas para responder, y la tercera para bautizar, un historicismo
pagano que ya existía. El historicismo elemental que ve decisiones
divinas en todos los desastres— los vencidos siempre merecen
serlo— o el más elemental todavía que sostiene que todo va a acabar
en ruinas, y que así ha sido siempre, no es infrecuente. El sermo ad
Anglas de Wulfstan constituye un ejemplo de am bos tipos. Algunos
historiadores alemanes del siglo XII son historicistas más puros. El
ejemplo extremo es Joaquim de Flora (ob. 1202). Pero no era histo
riador; más que nada, como se dijo, «un aficionado a tratar sobre el
futu ro»;55 la verdad es que en aquella época fue cuando los histori
cistas radicales más se sintieron como en su casa. Pero los cronistas
que más han contribuido a nuestro conocimiento de la historia
medieval, o que han resultado más interesantes en cualquier época,
no pertenecían a ese tipo.
L os cristianos tienen por fuerza que considerar en última instan
cia cualquier tipo de historia como un relato con argumento divino.
Pero no todos los historiógrafos cristianos consideran que deben
tenerlo en cuenta. Pues, tal como los hombres la conocen, es un
argumento total, como la elevación y caída de Arturo en la obra de
Malory o los amores de Ruggero y Bradam ente en la de Ariosto.
Com o ellos, está adornada con gran cantidad de relatos secundarios,
cada uno de los cuales tiene, a su vez, un comienzo, un centro y un
final, pero en conjunto no desarrollan tendencia particular alguna
del mundo descrito. Tienen sentido por sí solas. N o es necesario— y
quizá tam poco se pueda— relacionarlas con la historia teológica cen
138
leer relatos de hechos valerosos, «los audaces dispondrán de ejem
plos que los alienten».
Conviene observar que el planteamiento que encontramos en
dichos historiadores en nada difiere de la de autores cuyos temas
consideramos completamente legendarios. El autor del libro del siglo
XIV sobre Troya, la Geste Hystoriale, comienza de forma muy pare
cida a como lo hace Barbour. Escribe para dejar constancia de las
aventuras de antepasados ilustres que ahora casi «están olvidadas».
Confía en que «las historias antiguas de hom bres bravos, que ocupa
ban lugares preeminentes puedan ser un solas» («solaz») para quie
nes las aprenden en autores que conocieron el hecho de primera
mano (wistit in dede). A continuación enumera sus fuentes y explica
por qué no es digno de crédito H om ero. Lydgate dice en su Troy
Book (1412) que los grandes conquerouris habrían perdido su fama
en esta época, si auctours dignos de crédito, cuyas obras utiliza, no
hubieran preservado para nosotros the verrie trewe com («el autén
tico grano») de los hechos separado de la paja de la ficción,
* Se refiere a E lla, novela de H. Rider H aggard, el autor de L as minas del rey Sa
lomón.
139
i
De ello se desprende que no se puede aplicar la distinción entre
historia y relato imaginario, con su claridad moderna, a los libros
medievales ni al espíritu con que se leían. N o hay ninguna necesidad
de suponer que los contemporáneos de Chaucer se creyeran la histo
ria de Troya o de Tebas como nosotros nos creemos las guerras napo
leónicas, pero tam poco dejaban de creerlas como hacemos nosotros
con una novela.
Dos pasajes, uno del padre de la historia y otro de Milton, que fue
quizás el último historiador en el sentido antiguo, aclaran, me parece,
esta cuestión. «E s mi deber», dice H erodoto, «recoger lo que se ha
dicho, pero no siempre creerlo. Esto es aplicable a todo mi libro»
(VII, 152). Ahora bien, Milton, en su H/story of BritainC dice (la cur
siva es mía): «Ele decidido no omitir lo que ha recibido la aprobación
de muchos. Tanto si es cierto como si es falso, atribúyase al crédito
de aquellos a quienes debo seguir; en la medida en que dista de ser
im posible y absurdo, atestiguado como está por escritores antiguos
como procedentes de libros más antiguos, no lo rechazo como terna
adecuado y propio de la historia».
Tanto H erodoto como Milton rechazaron toda posible responsa
bilidad fundamental: si los auctores hubiesen mentido, que a ellos se
achacase. Es cierto que se podía expurgar lo «im posible y absurdo».
Pero esta última expresión no se refiere a lo que resultase absurdo
después de volver a considerar toda la documentación, como si el
autor fuese el primer explorador, como si todavía no existiese nin
guna «historia» establecida. Se refiere a lo absurdo prima facie de
acuerdo con las normas de su época. Chaucer podía perfectamente
haber creído todos los milagros que figuran en la historia de Cons-
tance, obra de Nicholas Trivet; lo que le sorprendió y le pareció
absurdo fue que un hombre sensible como Alia hubiese cometido un
faux pas como el de enviar a un niño de mensajero para el em pera
dor. Así, pues, lo corrigió (B 1086-92). Pero las palabras que he
puesto en cursiva son las que resultan en verdad esclarecedoras.
Lejos de haber dejado de cumplir con su deber al transmitir la «h is
toria» existente (con expurgaciones menores), en lugar de haber rea
lizado una «historia» propia fundada, nueva y mejor, el historiador
ha hecho lo que un historiador debe hacer. Pues precisamente ése es
el «tem a auténtico y propio de la historia». Esa es la misión de la his
toria. El com prador medieval de un manuscrito que aseguraba ex po
ner la historia británica o troyana no deseaba conocer las opiniones
de determinado clérigo sobre el pasado, que se opusiesen presun-
140
tuosamente a lo que «ha recibido aprobación de m uchos». De esa
forma, pronto habría tantas versiones de la historia como cronistas.
D eseaba (derecho que Milton le reconocía) el modelo establecido del
pasado, retocado aquí y allá, pero substancialmente el mismo. Eso
era lo útil: para las conversaciones, para los poetas, para los ensam-
ples («ejem plos»).
Me inclino a pensar que la mayoría de quienes leían obras «h is
toriales» sobre Troya, Alejandro, Arturo o Carlom agno, creían que
su contenido era casi en su totalidad verdadero, pero mucho más
seguro estoy de que no creían que fuese falso. De lo que estoy abso
lutamente convencido es de que la cuestión de creer o no creer no
era la más importante para ellos. N o era asunto suyo y es dudoso que
lo fuese de alguien. Su tarea era la de aprender la historia. Si se
hubiese puesto en duda su veracidad, habrían considerado que el
deber de refutación correspondía íntegramente al crítico. H asta que
llegase ese momento (y raras veces llegaba), la historia gozaba, por la
fuerza de la costumbre inveterada, de una posición en la imaginación
que no se podía distinguir— o, en cualquier caso, no se distinguía—
de la del hecho. Todo el mundo «sab ía»— de igual forma que noso
tros «sabem o s» que los avestruces esconden la cabeza en la tierra—
que en el pasado había habido nueve hombres ilustres: tres paganos
(Héctor, Alejandro y Julio César), tres judíos (Josué, David y Ju d as
M acabeo) y tres cristianos (Arturo, Carlom agno y G odofredo de
Bouillon). Todo el mundo «sab ía» que descendía de los troyanos, de
igual forma que todos nosotros «sabem os» que Alfred dejó quemar
las tortas* y que Nelson se colocó el telescopio delante de su ojo
ciego. Así como los espacios situados por encima de los hombres
estaban llenos de demonios, ángeles, influencias e inteligencias, así
también los siglos que habían quedado atrás estaban llenos de figu
ras luminosas y coronadas, con las hazañas de H éctor y de Roldán,
con las glorias de Carlom agno, Arturo, Príamo y Salomón.
H em os de tener presente constantemente que los textos que
ahora hemos de llamar históricos diferían por el punto de vista y la
estructura narrativa de los que debem os llamar literarios mucho
menos de lo que una «historia» moderna difiere de una novela
moderna. Los historiadores medievales apenas trataban las cuestio
nes impersonales. Las condiciones sociales y económicas y las carac
terísticas nacionales aparecen sólo accidentalmente o cuando son
necesarias para explicar algo que figura en el relato. Las crónicas,
* Leyenda relativa a Alfred (849-89), rey de Wessex que fue regañado, sin haber
sido reconocido, por una campesina, al dejar que se quemaran las tortas de ésta.
141
como las leyendas, tratan de individuos: de su valor o villanía, de sus
dichos memorables, de su buena o mala suerte. De ahí que a un
moderno las de la Epoca de* las Tinieblas le parezcan sospechosa
mente épicas y las de la Alta Edad Media sospechosamente fantásti
cas. Quizá la sospecha no este siempre justiticada. Los elementos épi
cos o fantásticos, como los de la historia económica y social, se dan
en el mundo real en todas las épocas y los historiadores, aun cuando
traten de acontecimientos contemporáneos, recogerán aquellos ele
mentos que la inclinación habitual de su imaginación les haya con
dicionado a advertir. Quizás edades pasadas o futuras podrían ad
mirarse del predominio de lo impersonal en algunas historias m oder
nas, podrían preguntarse incluso: «P ero r;es que no había hombres
en aquella época?». H asta los giros expresivos pueden ser idénticos
en la crónica y en la literatura. Or dit le coate («dice así la historia»)
encontramos en Froissart (I, iv).
Todas las narraciones medievales sobre el pasado carecen en la
misma medida del sentido de la época. Para nosotros el pasado es,
antes que nada, una «representación con trajes de época». Desde
nuestros primeros libros ilustrados aprendem os la diferencia en ves
tidos, armas, muebles y arquitectura. N o podem os recordar en nues
tras vidas conocimiento histórico alguno anterior a ése. Esta caracte
rización superficial (y a veces inexacta) de épocas diferentes
contribuye mucho más de lo que sospecham os a nuestra posterior y
más sutil discriminación entre ellas. N os resulta difícil intentar pen
sar con las mentalidades de hombres para los cuales no existía. Y en
la E dad Media, y durante mucho tiempo después, no existió. Se sabía
que Adán había ido desnudo hasta que cayó. Aparte de eso, repre
sentaban todo el pasado desde el punto de vista de su propia época.
Lo mismo hicieron, de hecho, los isabelinos. Lo mismo hizo Milton:
nunca dudó que capón and white broth («capón y caldo blanco»)
habrían sido tan familiares para Cristo y sus discípulos como para él
m ism o/6 Es dudoso que el sentido de época sea más antiguo que las
novelas históricas de Walter Scott. Apenas está presente en la obra
de G ibbon. Con su Otranto, que ahora no engañaría a los niños de
escuela, Walpole podía aspirar con fundamento a engañar al público
de 1765. En una época en que se ignoraban las diferencias más evi
dentes y superficiales entre un siglo (o milenio) y otro, ni siquiera se
imaginaban, lógicamente, las diferencias, más profundas, de tem pe
ramento y clima mental. Los autores pueden afirmar saber que las
cosas en la época de Arturo o de Héctor no eran exactamente igua-
14 2
les que en su tiempo, pero sus descripciones contradicen esa afirma
ción. Chaucer, en un destello de asom brosa perspicacia, reconoce
que en la antigua Troya el lenguaje y las normas del galanteo podían
haber sido diferentes de los de su época (Troilus, II, 22 y ss.). Pero se
trata de un simple destello momentáneo. Los modales, las luchas, los
oficios religiosos, las propias regulaciones de tráfico de sus troyanos
son los del siglo XI V . Aquella feliz ignorancia fue la que dio al graba
dor o al poeta medieval su capacidad para infundir vida tan palpi
tante a cualquier tema «historial» de que se hiciese cargo. También
sirvió para excluir el historicismo. Para nosotros, las zonas del p a
sado se distinguen cualitativamente. Por tanto, los anacronismos no
son simples errores; ofenden como la disonancia en música o los
sabores inadecuados de un plato. Pero, cuando san Isidoro, en el
umbral de la Edad Media, divide toda la historia en seis aetates (V,
xxxix), éstas nada tienen de cualitativo. N o son fases en una evolu
ción o actos de un drama, son simples y cómodos bloques cronoló
gicos. N o le tienta hacer elucubración alguna sobre el futuro. D es
pués de haber recorrido la sexta aetas hasta su época, acaba con la
afirmación de que sólo Dios conoce el resto de esta aetas.
Com o ya he dicho, lo más próxim o a una «filosofía de la historia»
ampliamente difundida en la Edad M edia es la frecuente afirmación
de que las cosas fueron mejores en tiempos que en la actualidad.
Com o leemos en el sermón de Wulfstan: «E l mundo se apresura [is
on ofste] [...] y corre hacia su fin [...] así, por los pecados de los hom
bres, ha de em peorar día tras día». H acía muchísimo tiempo, dijo
Gower, que el mundo había perdido «to da su riqueza» (Prólogo, 95).
El amor no es ahora como era en la época de Arturo, dijo Chrétien
en los primeros versos de Yvain. Malory estaba de acuerdo (XV III,
25). Y, sin embargo, no me parece que la lectura tanto de la crónica
como del relato literario nos dé una impresión de melancolía. La
insistencia suele recaer en el esplendor pasado más que en la deca
dencia que le siguió. El hom bre medieval y el del siglo X IX coincidían
en reconocer que la suya no era una época muy admirable; no podía
compararse (decía uno) con la gloria que había existido, con la glo
ria que todavía había de venir (decía el otro). Lo extraño es que al
parecer la primera concepción engendró en conjunto un talante más
alegre. Tanto histórica como cósmicamente, el hombre medieval
estaba al pie de una escalera; al mirar hacia arriba, se deleitaba. Tanto
la mirada retrospectiva como la que dirigía hacia arriba lo regocija
ban con un espectáculo majestuoso y la humildad se veía recom pen
sada con los deleites de la admiración. Y, gracias a su deficiencia en
cuanto a sentido de la época, aquel repleto y grandioso pasado era
x43
más inmediato para él que el obscuro y bestial pasado para un Lecky
o un Wells. Difería del presente sólo por ser mejor. Héctor era como
cualquier caballero, solo que más bravo. Los santos observaban
desde arriba la vida espiritual de cada uno; los reves, los sabios y los
soldados, su vida secular; los grandes amantes del pasado, sus amo
res, que consolaban, alentaban e instruían. En todas las épocas había
amigos, antepasados, protectores. Cada cual tenía su lugar, por m o
desto que fuese, en un gran linaje; no había razones para sentirse ni
orgulloso ni abandonado.
37. La práctica efectiva ele la educación medieval y su historia son una cuestión
diferente. Una buena introducción ot recen los capítulos que tratan ese tema en Evo-
lution o f Medieval Thought ( 1% 2 ), de O. Knowles.
1 44
«L a gramática habla», como dice el pareado; o, tal como la define
san Isidoro, «la gramática es la habilidad para hablar» (I, i). E s decir,
que nos enseña latín. Pero, no debem os pensar que aprender gram á
tica correspondía simplemente a lo que ahora llamaríamos recibir
una educación «clásica» o incluso llegar a ser un «hum anista» en el
sentido renacentista. El latín era todavía el esperanto vivo del mundo
occidental y todavía se escribían grandes obras en esa lengua. Era la
lengua par excellence, de forma que la propia palabra «latín»— laeden
en anglosajón y leden en inglés de la Alta Edad M edia— acabaron por
significar lengua. Canace, en el Squires Tale, gracias a su anillo
mágico
u n derstood wel everything
That any foul may in his ledene seyn.
(F 435.)
J4 5
do manuscrito de Donato era el donat o donct, que por una fácil
transferencia pasó a significar la «cartilla» o los «rudim entos» de
cualquier materia. Covertvse dice en Picrs Plowmam «ich drow me
among drapers my donet to lerne» («Entre los pañeros tuve que
aprender los rudimentos del oficio».)
En el pareado antes citado la Dialéctica «enseña palabras», afir
mación hermética. Lo que realmente significa es que, después de
haber aprendido a hablar en la Gramática, debemos aprender a
hablar con sentido, a argumentar, a aprobar y desaprobar. La base
medieval de esa arte fue al principio un \ Isagoge o introducción a
Aristóteles escrita por Porfirio v traducida al latín por Boecio. Por su
contenido era una simple obra sobre lógica. Pero cualquiera que haya
intentado enseñar lógica sabe lo difícil que es, sobre todo con un
alumno inteligente, evitar que se planteen cuestiones que nos obli
guen a entrar en la metafísica. El pequeño tratado de Porfirio también
las plantea y, de acuerdo con su limitado propósito, las deja sin resol
ver. Esa limitación m etodológica se contundió con una posición de
duda, que después se atribuyo, no a Porfirio, sino a Boecio. De ahí los
versos:
Assidet Boethius stupens de hac lite,
Audiens quid hic et hic asserat perite,
Et quid cui iaveat non disccTnit rite;
Non praesumit solvere litern definite.
[Junto a ellos esta sentado Boecio, perdido en vacilaciones, oyendo a am bos lados
afirmaciones cultas, sin saber de parte de quien ponerse en ese debate. Por eso no
pone término al pleito. ]
tiernos de hacer dos aclaraciones, que pueden ser útiles para algunos
y confío en que los demás me las perdonen.
1) «D ialéctica», en el m oderno sentido marxista de origen hege-
liano, no tiene nada que ver con el sentido en que aquí la usamos.
D ebe dejarse de lado completamente, cuando hablamos de dialéctica
antigua o medieval. En este caso significa simplemente el arte del
debate. N ada tiene que ver con la dinámica de la historia.
2) La dialéctica se ocupa de las demostraciones. En la Edad
Media había tres clases de demostraciones: por la razón, por la auto
ridad y por la experiencia. Una verdad geométrica se establece por la
razón; una verdad histórica, por la autoridad, por los auctores. G ra
cias a la experiencia descubrimos que las ostras nos sientan bien o
mal. Pero, a veces, las palabras que el inglés de la Edad M edia usa
para expresar esa tricotomía pueden inducirnos a error. Muchas
veces son suficientemente claras, como cuando la Com adre de Bath
dice:
146
E xperience, though noun auctoritee
W ere in this w orld, were right ynough to me
To speke oí wo that is in m arriage.
i 47
Pero la más importante de todas las morac es la diversio o digresión.
Casi todos nosotros, cuando empezamos a leer poesía medieval por
primera vez, tuvimos la impresión de que los poetas no eran capaces
de ceñirse al tema central. Puede incluso que pensásem os que deri
vaban con la corriente mental. El nuevo interés por la retórica m edie
val— grata novedad en el medievalismo del siglo XX— acaba con esa
idea. Para bien o para mal, la tendencia a las digresiones de los escri
tores m edievales era producto del arte, no de la naturaleza. La
segunda parte del Román de la Rose se apoya en las digresiones en la
misma m edida, no de la misma forma, que Tnstram Shandy. Se ha
afirmado incluso que la técnica peculiar de los narradores y de sus
continuadores renacentistas, el entrecruzamiento de los relatos que
sin cesar se mezclan e interrumpen mutuamente, puede ser sim ple
mente otra aplicación del principio de digresión y proceder de la
retórica.42
Esa teoría que, por mi parte, no acepto totalmente, tiene en cual
quier caso el mérito de volver a colocar en su propio contexto las
digresiones recomendadas por Geoffrey. Se puede considerar como
expresión del mismo impulso que vemos intervenir en muchas m ues
tras de la arquitectura y la decoración medievales. Podem os llamarlo
gusto por lo laberíntico: la tendencia a ofrecer a la mente o al ojo algo
que no se puede asimilar de una ojeada, algo que al principio parece
improvisado, aunque todo responda a un plan. C ada cosa conduce a
otra, pero por senderos muy intrincados. En cualquier punto surge
la pregunta: «¿C óm o hemos llegado aquí?», pero siempre hay una
respuesta. El profesor Gunn ha contribuido mucho a facilitarnos
la recuperación del gusto mediante el cual se podía disfrutar una
estructura literaria de ese tipo; dicho gusto permitía advertir que el
tema principal, al proliferar con tantas digresiones que, a su vez, pro
ducían otras secundarias, m ostraba la fuerza ramificada de un árbol
fuerte, glorioso y abundante.41
Las otras morae son apostropha y descriptio, que no requieren
comentario.
Sobre ornatus, adorno estilístico, Geoffrey da un consejo im por
tante: «N o dejes que una palabra permanezca siempre en su posición
natural» (noli semper concedere verbo ln proprio residere loco). Se
basa en la práctica de autores como Apuleyo; en una lengua con
declinaciones como el latín prácticamente no hay límite para las posi
bles dislocaciones del orden de las palabras. Y, sin em bargo, Chau-
150
cer puede llevarla muy lejos en inglés y con tal habilidad, que no
siempre lo advertimos:
[La doble pena contar de Troilo del rey Príamo hijo que fue y cómo en amores sus
aventuras pasaron de la pena al gozo y después al pesar me propongo...]
151
En el Phisicien s Tale vemos en pleno funcionamiento los princi
pios retóricos. Aquí tenemos el análisis:
1-4 Relato.
5-29 Descnptio interrumpida por Prosopopca de la N atura
leza.
30-71 Descrtplio resumida.
72-92 Aposlropha a las ayas
93-104 Apostropha a los padres.
105-239 Relato.
240-244 Exemplum de la hija de Jehá.
245-276 Relato.
277-286 Ein per recapitula tiottem sententiae.
46. Véase Neie Oxford l lisia n <>! Ah/sn\ vol>. II y III; (i. Reese, Mnsie ni the
M iddle Ages (Nueva York, 1940) y Xíi/sie di the Renaissanee (Nueva York, 1954); ( ’,.
Parrish, The Notatiofi of M edieval Musie (1957); F. L. I larrison, Musie m M edieval Bn-
¡ain (1958).
1 52
CAPÍTU LO VIII
LA IN F L U E N C IA D E L M O D E L O
N adie que haya leído las más excelsas muestras de la poesía m edie
val v renacentista habrá dejado de advertir la cantidad de conoci
mientos sólidos— de ciencia, filosofía e historia— que contienen. En
algunos casos, como en la Divina Commedia o en el Dreme de Lynd-
say o en los Cantos a la Mutabilidad de Spenser, el tema elegido per
mite e invita a tratar dichas materias. En otros casos, éstas van uni
das a un tema que, para nuestros cánones, parece que podría
perfectamente haber prescindido de ellas; por ejemplo, la forma en
que el carácter y la influencia de los planetas interviene en el Knight’s
Tale o en el Testament o f Cresseid. También pueden parecem os
«cogidas por los pelos» en pasajes en que estoy seguro de que al
autor medieval le habrían parecido totalmente pertinentes. Cuando
el autor de Cawain comienza con la caída de Troya, no está sim ple
mente recargando su obra. Está obedeciendo al principio de «un
lugar para cada cosa y cada cosa en su sitio», haciendo que Gaxvain,
gracias a Arturo, Arturo gracias a Brut y Brut gracias a Troya enca
jen en el modelo «historial» total. Sin embargo, el procedimiento
más corriente es el de la digresión. Digresiones como las que encon
tramos en el Román de la Rose sobre la Fortuna (4837-5070), sobre
el libre albedrío (17.101-778), sobre la nobleza auténtica (18.589-
896), (18.598-896), sobre la función y las limitaciones de la N atura
leza (15.891-16.974), sobre la inmortalidad de los dioses o los ánge
les, que no es original (19.063-112). En ciertos casos los lectores
pueden no coincidir respecto de hasta qué punto constituye una
digresión un pasaje sobre cosmología o metafísica. Puede que se con
sidere oportuna la extensa dramatización (en forma cristianizada) de
la distinción aristotélica entre la naturaleza y la región situada por
encima de ella, que ocupa los versos 3344 a 3396 (en la versión de
Lydgate) del Pelennage de Deguileville. Y algunos consideran que el
pasaje de Troilus, V, que trata del libre albedrío no es una digresión.
La forma más simple en que se expresa esa tendencia es el catá
153
logo. En la obra de Bernardo vemos catálogos de jerarquías, estrellas,
montañas, animales, ríos, bosques, vegetales, peces y aves (I Metr.
III); en Flous o f Fame, de músicos (III, 1201 y ss.); en el Frankliris
Tale, de mujeres virtuosas (F 1367 y ss.); en el K in gs Q uair, de ani
males (est. 155-7); en el Temple o f Glas, de amantes famosos (55 y
ss.); en el Trial o f the Fox, de Henryson, de animales (Fahles, 881 y
ss.); en Court of Sapience, de piedras (953 y ss.), peces (1198 y ss.),
flores (1282 y ss.), árboles (1374 y ss.), aves y cuadrúpedos (1387 y
ss.). En Falice o f Honour, de Douglas, figuran catálogos de sabios,
amantes, musas, montañas, ríos y «hom bres y mujeres nobles de his
torias bíblicas y paganas». El plan completo de los Trionfi de
Petrarca parece ideado con el fin de admitir la mayor cantidad posi
ble de catálogos.
Al principio nos parece pedante, pero ésta no puede ser de nin
guna manera la explicación auténtica. Gran parte del saber, aunque
no todo, era dem asiado común para que un autor pudiera destacarse
con su descripción. Henryson podía esperar, y con razón, que lo
admirasen por haber descrito las características de los planetas de
forma tan brillante, pero no por haber dado pruebas de conocerlos.
L a misma objeción se puede hacer contra la opinión que adopté,
cuando, hace años, hice mi primer estudio de la literatura medieval.
Pensé que, en una época en que los libros eran escasos y el apetito
intelectual enorme, cualquier tipo de conocimiento habría recibido
buena acogida en cualquier contexto. Pero eso no explica por qué
presentaron los autores tan de buena gana un saber que la mayoría
de sus lectores debían ya de poseer. Tenemos la impresión de que los
medievales, como los hohbits del profesor Tolkien, disfrutaban con
libros que les contaban cosas que ya conocían.
Puede haber otra explicación basada en la Retórica. E sta reco
m endaba las morae: demoras o prolijidad. ¿Intercalarían quizá todo
aquel saber e «historia» simplemente longius ut sit opus, «p ara que la
obra sea más larga»? Pero quizás esta opinión pase por alto que la
Retórica explica las características formales, no materiales. E s decir,
puede aconsejar a los autores que hagan digresiones, no precisar lo
que deben contar en ellas. Puede aprobar los «lugares comunes»,
pero no puede determinar qué es lo que merece la calificación de
«lugar común». D e la lectura del texto del doctor Curtius sobre el
locus amoenus, esa deliciosa escena en cuyo cultivo se ejercitaron tan
tos poetas, un lector no avisado podría sacar una impresión falsa
(que, naturalmente, no atribuyo al propio doctor C urtius).1 Podría
1 54
pensar que a la Retórica se debía no sólo el tratamiento de dicho
«lugar común», sino también la popularidad que lo hizo ser común.
Pero la Retórica no era un sistema tan cerrado. Era la naturaleza— el
movimiento de la luz y la sombra, los árboles, las corrientes de agua
y la brisa que caracterizan a aquélla, y su efecto en los nervios y los
sentimientos humanos— la que hacía que el locus fuese amoenus y,
por esa razón exclusivamente, communis. De igual forma, si todos los
catálogos y digresiones contienen determinado tipo de materiales, ha
de deberse a que gustaban a los escritores y a sus lectores. Las digre
siones no tienen que tratar necesariamente de las grandes caracterís
ticas permanentes del universo, a menos que así se desee. En general,
los extensos símiles de Hom ero o los «episod ios» de Thomson no lo
hacen. La mayoría de las veces son «estam pas».
Tam poco se podía ampliar fácilmente la explicación retórica para
que abarcase las artes plásticas, en las cuales encontramos el mismo
fenómeno. Estas vuelven a expresar una y otra vez las creencias exis
tentes sobre el universo. Ya he citado la cúpula situada encima de la
tumba de Chigi, que vuelve a formular de forma magnífica la doc
trina boeciana de la providencia y el destino.2 N o es un ejemplo ais
lado. En el palacio del Dux los planetas miran hacia abajo desde los
capiteles, cada uno de ellos rodeado de sus «hijos», los mortales que
muestran su influencia/ En Florencia volvemos a encontrarlos,
curiosamente disfrazados por influencia de la iconografía sarracena,
en Santa María del Fiore y también en Santa María Novella,4 for
mando parejas, al estilo del Convivio, con las siete artes liberales.' El
Salone (Palazzo della Ragione) de Padua es una muestra, pertene
ciente a otra arte, muy paralela a los Cantos a la Mutabilidad de Spen-
ser.*’ Los planetas, sus hijos, los signos del Zodíaco, los Apóstoles y
los trabajos de los hombres aparecen colocados en sus meses corres
pondientes.
Y así como en el Testament o f Cresseid los planetas no están sim
plemente presentes, sino inmersos en la trama, así también en los edi
ficios el material cosm ológico va incluido a veces en lo que podem os
llamar la trama de un edificio. Al principio podríam os suponer que
las constelaciones pintadas en la cúpula situada encima del altar de
la antigua sacristía de San Lorenzo de Florencia eran meros elemen
tos decorativos, pero están en las posiciones correctas correspon
155
dientes al 9 de julio de 1422, lecha en que se consagró el altar.' En el
palacio Farnesina están dispuestos de forma que coincidan con el día
de nacimiento de Chigi, para quien se hizo la obra." Y, al parecer, el
Salone de Padua está diseñado de forma que, a la salida del Sol, sus*
rayos caigan sobre el signo en el que entonces se encuentre.
El desaparecido arte de los misterios teatrales gustaba de exponer
temas semejantes. Y recientemente se ha dem ostrado que muchas
pinturas renacentistas, que en un tiempo se consideraron sim ple
mente fantásticas, están cargadas, y casi abarrotadas, de cuestiones
filosóficas. ’
Como al comienzo de este libro, volvemos a ver un paralelismo sor
prendente, pero engañoso, entre el comportamiento medieval y el pri
mitivo. Todos esos esfuerzos para reproducir en el nivel de la Tierra las
grandes operaciones de la naturaleza recuerdan mucho a los intentos
por parte del hombre primitivo de dirigir o provocar dichas operacio
nes mediante su imitación: provocar la lluvia haciendo ruido parecido
al de una tormenta con un palo y un tam-tam.11 Pero la credulidad
medieval y renacentista iba en la dirección opuesta. Los hombres se
inclinaban mucho menos a pensar que podían dirigir las fuerzas supra
lunares que a pensar que estas últimas los dirigían a ellos. El peligro
auténtico era el determinismo astrológico, no la magia imitativa.
Creo que la explicación mas sencilla es la más válida. Los poetas
y demás artistas describían aquellos fenómenos porque vivían con la
mente puesta en ellos. Otras épocas no han tenido un modelo acep
tado tan universalmente, tan imaginable y tan satisfactorio para la
imaginación como el suyo. Marco Aurelio deseaba que los hombres
amasen el universo como un hombre puede amar su ciudad.11 Estov
convencido de que algo así era posible en la época que estamos estu
diando. Al menos, bastante parecido. Creo que el deleite que el uni
verso producía a los medievales y renacentistas era más espontáneo y
estético y menos consciente y resignado que cualquiera de los senti
dos que el em perador romano diese a su afirmación. Era un «am or a
la naturaleza», aunque no en el sentido de Wordsworth.
En consecuencia, no consideraban que la función exclusiva de las
artes fuese la de reproducir o comentar la vida humana que los rodea
156
ba. Los trabajos de los hombres aparecen en el escudo de Aquiles
con sentido propio. En los Cantos a la Mutabilidad o en el Salone
aparecen no sólo con sentido propio, sino también por su relación
con los meses y, por tanto, con el Zodíaco y, por tanto, con la totali
dad del orden natural. Eso no significa en absoluto que Eiomero
fuera indiferente y el artista posterior fuese didáctico. Significa que,
mientras que Hom ero se recreaba en los detalles, el artista posterior
se recreaba también con aquella gran estructura imaginaria que les
concedía todo el lugar que merecían. Cualquier hecho e historia p ar
ticular adquiría mayor interés y daba mayor placer, si, por estar ade
cuadamente insertado en él, recordaba al modelo como totalidad.
Si estoy en lo cierto, en aquella época el hombre de genio se
encontraba en una situación muy diferente de la de su moderno suce
sor. Hoy dicho hombre se siente muchas veces, quizá habitualmente,
confrontado con una realidad cuyo significado no puede conocer o
con una realidad que carece de significado o incluso con una realidad
tal, que la propia pregunta de si tiene significado carece de sentido. A
él le corresponde, gracias a su sensibilidad, descubrir un significado
o, a partir de su subjetividad, atribuir un significado— o al menos una
íorma— a lo que en sí carece de uno y de otra. Pero el modelo del uni
verso de nuestros antepasados tenía un significado establecido. Y en
dos sentidos: como «form a significante» (pues es un plan admirable)
y como manifestación de la sabiduría y bondad que lo crearon. No
había necesidad alguna de infundirle belleza o vida. Dicho de la
forma más enfática: no era asunto suyo. De por sí era perfecto. La
única dificultad estribaba en responder adecuadamente.
Todo eso, en caso de que se acepte, quizá sea suficiente para
explicar algunas características de la literatura medieval.
Puede explicar, por ejemplo, tanto su defecto más típico como su
virtud más característica. El defecto es, como sabem os, la tediosidad:
una tediosidad completa, abierta y prolongada, hasta el punto de que
el autor ni siquiera parece intentar interesarnos. El South English
Legendary o el Ormulum o pasajes de Hoccleve constituyen buenos
ejemplos. Com prendem os que la creencia en un mundo con signifi
cado establecido contribuye a ello. El escritor considera todo tan
interesante por sí mismo, que no necesita infundirle atractivo alguno.
El relato, por mal contado que esté, no dejará de merecer que se lo
cuente; las verdades, por mal expuestas que estén, no dejarán de
merecer que se expongan. El autor confía en que el tema hará por él
casi todo lo que es tarea suya. También fuera de la literatura vemos
funcionar esa mentalidad. En el nivel intelectual más bajo, lo más
fácil es que los lectores que consideran cualquier tema com pleta
i57
mente absorbente piensen que cualquier referencia a él, sea cual
fuere su calidad, ha ele tener algún valor. En ese nivel las personas
piadosas parecen pensar que la cita de cualquier texto de las Escri
turas o de cualquier verso de un himno o incluso cualquier sonido
producido por un armonio constituven un sermón edificante o una
apología convincente. En el mismo nivel, personas menos piadosas,
torpes payasos, parecen pensar que han logrado un efecto volup
tuoso o cómico— no estoy seguro de cuál es el que persiguen— por
haber escrito con tiza una sola palabra indecente en una pared. Igual
mente, la presencia de un modelo cuyo significado ya está «d a d o »
constituye igualmente una pura y simple bendición.
Y, sin embargo, creo que también tiene alguna relación con la vir
tud característica de la obra medieval de calidad. Para sentirlo basta
con pasar de la poesía narrativa de Chapman o Keats, por ejemplo, a
los mejores trozos de María de Eraneia o de Gower. Lo que sor
prende es la ausencia de artificio. En los ejemplos isabelinos o
románticos sentimos que el poeta ha trabajado enormemente; en el
medieval, al principio apenas advertimos que el autor sea un poeta.
La escritura es tan cristalina y fácil, que parece como si la historia se
contase sola. Podríamos pensar que cualquiera podría hacer lo
mismo, aunque sólo hasta el momento que lo intentásemos. Pero, en
realidad, ninguna historia se cuenta sola. Hay un arte en funciona
miento. Pero es el arte de escritores que, no menos que los autores
medievales de poca calidad, tienen una confianza absoluta en el valor
intrínseco del tema que tratan. El relato se justifica por sí solo; en el
caso de Chapman o de Keats sentimos que valoran su relato sólo
como pretexto para su tratamiento profuso y profundamente indivi
dual. La misma diferencia sentimos al pasar de la Arcadia de Sidney
a la Marte de Malory o de la descripción de una batalla en la obra de
Drayton a una en la de Lazamon. N o pretendo sugerir una preferen
cia, pues ambas formas de escribir pueden ser buenas; lo único que
hago es subrayar una diferencia.
Esa actitud va acompañada del tipo de imaginación característico
de la Edad M e d ia .N o es una imaginación transform adora como la
de Wordsworth o penetrante como la de Shakespeare. Es una im agi
nación aprehensiva. Macaulay observó en Dante el carácter extraor
dinariamente factual de las descripciones; los detalles, las com para
ciones, que tienen por objeto garantizar— sea cual fuere el costo en
dignidad— que vemos exactamente lo que él vio. Ahora bien, esa
12. Véase también E. Auerbaeh, Mimesis (Berna, 1946), tracl. ele W. Trask, Prince-
ton, 1957. [May traducción castellana (México; Fondo de Cultura Económica, 1950).]
i58
característica de Dante es típicamente medieval. H asta llegar a tiem
pos bastante modernos ninguna época ha superado a la E dad M edia
en la presentación transparente de los detalles, en el uso del «prim er
plano». Me refiero a detalles como la conducta del perrito en el Book
o f the Duchess o «S o stant Custance and looketh hire aboute» («Cus-
tance estuvo mirando detenidamente a su alrededor»), o, refirién
dose también a Custance: «ever she prayeth hire child to hold his
pees» («pedía constantemente a su hijo que guardara silencio»), o,
cuando Arcite y Palamon se encontraron para luchar: «T ho chaun-
gen gan the colour in hir fase» («aunque iban perdiendo el color de
la cara»), o la renuencia de las damas de honor a tocar los vestidos de
Griselda. Pero en m odo alguno es exclusivo de Chaucer. Me refiero
a ejemplos como el de que el joven Arturo empalidezca y enrojezca
alternativamente en la obra de Lazam on o el de que Merlín se
retuerza como una serpiente en su trance profético o el de que Jon ás
en Patience entre en la boca de la ballena como «una mota en la
puerta de un m onasterio»; y todos los detalles prácticos y económ i
cos e incluso la inconfundible tos de Guenever en la obra de Malory
o el de que los panaderos del país de los duendes se quiten la pasta
de los dedos en Huon o el de que el ratón de Henryson, al sentirse
impotente, corra para arriba y para abajo por la orilla del río dando
«grititos lastim eros». En Kynd Kittok vemos incluso al T odopode
roso «riéndose hasta desternillarse» de la vieja tabernera. En la
actualidad ese tipo de vivacidad form a parte del bagaje de cualquier
novelista; constituye un procedimiento de nuestra retórica que
muchas veces se usa con tal exceso, que, más que revelar la acción, la
oculta. Pero los medievales no tenían m odelos en quien imitarlo y
había de pasar mucho tiempo hasta que tuviesen muchos sucesores.13
13. Al principio el lector puede argüir que la característica que estoy descri
biendo es propia de todos los buenos escritores imaginativos de cualquier época. No
lo creo. En la obra de Racine nunca aparecen hechos en primer plano, nada dirigido
a nuestros sentidos. Virgilio se apoya principalmente en la atmósfera, el sonido y las
asociaciones. En Paradisc Lost (como requiere su tema) el arte estriba menos en hacer
nos imaginar cosas concretas que en hacernos creer que hemos imaginado lo inimagi
nable. Si los medievales hubiesen conocido a Homero, su obra les habría sido de gran
ayuda. Dos detalles de ésta— el miedo del niño hacia el casco de plumas y la sonrisa
llorosa de Andrómaca {¡liada, V I, 466-84)— son muy de su estilo. Pero, en general, el
arte de Homero difiere del de aquéllos. Las descripciones detalladas de trabajos— la
botadura de un barco, la preparación de una comida— producen un efecto completa
mente diferente, por estar formalizadas y repetirse constantemente. N o sentimos el
momento concreto, sino la norma inmutable de la vida. Homero nos presenta a sus
personajes casi exclusivamente mediante el procedimiento de hacer que hablen. Aun
así, las fórmulas épicas hacen que su lenguaje resulte distante; son canciones, no par
lamentos. En el momento en que ha reconocido a su señor, Euriclea le promete un
159
Dos circunstancias negativas lo propiciaron: su libertad respecto
de las normas seudoclásicas del decoro como respecto del sentido de
la época. Pero la causa eficiente fue sin lugar a dudas su iervorosa
consideración para con el tema que tratan y la confianza que ponen
en él. No intentan mejorarlo ni transformarlo. Están completamente
poseídos por él. Sus ojos y oídos están fijos en el, por lo que— quizá
sin apenas darse cuenta de lo mucho que inventan— ven y oyen cómo
debió de ser el acontecimiento.
Piemos de admitir que en algunos de sus escritos hay muchos
adornos e incluso lo que podem os considerar afectación, sobre todo
cuando escriben en latín. Pero es superficial y no necesariamente en
sentido peyorativo. La actitud básica del autor carece de artificio y
efectismo. Colorea y da brillo a su obra para hacer los honores a un
tema que, en su opinión y según el consenso general, los merece.
N unca hace lo que Donne, cuando com puso un poema (muy bueno)
a partir de la tesis— que en la forma seca de la prosa es puro delirio—
de que la muerte de Elizabeth Drury fue una catástrofe más o menos
cósmica. Un poeta medieval, errónea pero comprensiblemente, lo
habría considerado una bobaela. Cuando Dunbar da un brillo exa
gerado a su poesía lo hace para celebrar la Nativ idad o, por lo menos,
una boda real. Se pone vestiduras ceremoniales porque está partici
pando en ellas. N o está «presum iendo».
Cuando, en tradiciones diferentes, encontramos poesía sin cali
dad, pero que tiene mayores pretensiones con respecto a sí misma y
a su autor, podem os decir que «calamos su falsedad». Podem os
detectar los ripios a través del estuco. Pero en muchos casos las mejo
res obras medievales deben su gloria precisamente al hecho de que
podem os ver a través de ellas; son pura transparencia.
Todavía hemos de observar otra característica curiosa. Muchos
de esos «prim eros planos» tan vividos son añadidos originales a
obras que, en conjunto, no lo son. Sorprende la frecuencia con que
se produce ese fenómeno. Sentimos la tentación de decir que la acti
vidad típica del autor medieval casi consistía en retocar cosas que ya
existían, como Chaucer retocó a Boccaccio y Malory narraciones
I 6o
francesas en prosa que, a su vez, habían retocado narraciones en
verso anteriores, como Lazam on rehízo la obra de Wace, que rehízo
la de Geoffrey, quien, a su vez, rehízo nadie sabe qué. N o podem os
por menos de preguntarnos cómo podían ser aquellos hombres tan
originales, que no había predecesor que utilizasen al que no infun
diesen nueva vida, y tan poco originales, que raras veces hiciesen algo
absolutamente nuevo. En su caso, el predecesor suele ser más que
una «fuente», en el sentido en que una narración italiana puede ser
la fuente de una obra dramática de Shakespeare. Este último toma
algunos puntos de la trama de la novela y abandona el resto a su
merecido olvido. Con ellos construye una nueva obra cuyo fin,
atmósfera y lenguaje nada tienen verdaderamente en común con la
obra original. El Troilus de Chaucer guarda una relación muy dife
rente con el Tilos trato.
Si un artista hiciese alteraciones en un cuadro de otro que abar
casen una tercera parte, aproxim adam ente, de la tela, nos engañaría
mos al intentar calcular mediante simples mediciones la contribución
de cada pintor al efecto total. Pues el efecto producido por la masa y
el color en los nuevos retoques quedaría modificado enteramente por
las zonas del original que quedasen y la masa y el color de estas últi
mas quedarían m odificados de forma similar por los nuevos reto
ques. Tendríamos que calcular el resultado total en términos quím i
cos, no aritméticos. Eso es lo que ocurre cuando Chaucer rehace a
Boccaccio. Ningún verso, por muy fielmente que esté traducido, ten
drá el mismo efecto que tenía en italiano, después de que Chaucer
haya hecho sus añadidos. Ningún verso de éstos depende en abso
luto, por lo que se refiere a su efecto, de los versos traducidos que lo
preceden y siguen. El problema, tal como ahora lo vemos, no se
puede atribuir a un autor individual. Mucho menos todavía la lla
mada «ob ra de Malory».
Consecuencia de ello es el hecho de que, al estudiar la literatura
medieval, en m uchos casos debam os abandonar la unidad obra-
autor, fundamental para la crítica moderna. Si se me permite una
comparación que ya he utilizado en otros lugares, se deben consi
derar algunos libros más que nada como esas catedrales en las que
se combina el trabajo de muchas épocas diferentes y produce un
efecto total, verdaderamente adm irable, pero nunca previsto ni p re
tendido por ninguno de sus sucesivos constructores. M uchas gene
raciones, cada una con su mentalidad y estilo propios, han contri
buido a la elaboración de la historia de Arturo. Constituye un error
considerar a Malory como un autor en nuestro sentido m oderno y
colocar todas las obras anteriores en la categoría de «fuentes».
161
Dicho autor es pura y simplemente el último constructor, que hizo
unas dem oliciones aquí y añadió algunos detalles allá. Unas y otras
no son suficientes para que se le pueda atribuir la obra como se atri
buye Vanity Fair a Thackerav.
Ese tipo de trabajo habría resultado imposible a hom bres que
hubiesen tenido una concepción de la propiedad literaria mínima
mente parecida a la nuestra. Pero habría sido igualmente imposible,
si su concepción de la literatura no hubiese diferido de la nuestra en
un sentido más profundo. Lejos de fingir originalidad, como haría un
plagiario m oderno, pueden incluso llegar a esconderla. A veces afir
man que toman algo de un auctour, precisamente cuando se separan
de él. N o puede tratarse de una broma. ¿Q ué tiene eso de divertido?
¿Y quién, salvo un erudito, podría apreciarla, si lo fuera? Ese com
portamiento se parece más al del historiador que tergiversa la docu
mentación porque se siente seguro de que los hechos tuvieron que
producirse de determinada forma. Están deseosos de convencer a los
demás, y quizá también a sí mismos en parte, de que no están «inven
tando simplemente». Pues su objetivo no es el de expresarse a sí m is
mos ni el de «crear»; es el de transmitir el tema «historial» con dig
nidad, dignidad que no se debe a su genio o capacidad poética, sino
al tema mismo.
D udo que hubieran entendido nuestra exigencia de originalidad
o que hubiesen valorado más, por ser originales, las obras de su
época que lo fueron. Si hubiésem os preguntado a Lazam on o a
Chaucer: «¿P o r qué no componéis una historia propia absoluta
mente nueva?», creo que podían haber respondido (más o menos):
«¿A caso hemos caído tan bajo?». ¿A quién se le ocurriría contar algo
que fuese producto de su mente, cuando el mundo rebosa con tan
tos hechos nobles, ejemplos edificantes, tragedias lastimosas, aventu
ras extrañas y chistes divertidos, que nunca se han relatado todo lo
dignamente que merecen? La originalidad que nosotros considera
rnos señal de riqueza a ellos les habría parecido confesión de p o
breza. ¿A quién se le va a ocurrir crear en solitario, como Robinson
Crusoe, habiendo como hay abundancia por todas partes de que d is
poner gratuitamente? Existen pocos artistas modernos que crean en
la existencia de dicha abundancia. Ellos son los alquimistas que
deben convertir el metal vulgar en oro. Se trata de una diferencia
fundamental.
Y lo paradójico es que precisamente esa renuncia a la originali
dad es la que revela la auténtica originalidad que poseen. Cuanto más
lervorosa y concentrada se vuelve la atención que presta Chaucer al
Füostrato, o Malory al «libro francés», más reales se les aparecen las
162
escenas y los personajes. Pronto esa realidad les obliga a ver y a oír y,
por tanto, a poner por escrito, primero un poco más, y después
mucho más, de lo que su libro les ha contado efectivamente. De
forma que cuantas más cosas añaden a su auctour, más en deuda
están para con él. Si se hubiesen sentido menos arrobados ante lo que
leían, lo habrían reproducido con mayor fidelidad. A nosotros nos
parecería «descarado», una libertad im perdonable, a medias traducir
y a medias volver a escribir la obra de otra persona. Pero Chaucer y
Malory ni pensaban en los derechos de su auctour. Sólo se ocupa
ban— en eso estribaba precisamente el éxito del auctour, que los
impelía a ello— de Troilo o Lancelot.
Com o va hemos visto, no parece que advirtiesen que tanto las
cosas que su auctour escribía como las que ellos le añadían eran im a
ginarias.14 Los historiadores, desde H erodoto hasta Milton, hacían
responsables de la veracidad a sus fuentes; recíprocamente, los auto
res de historias troyanas hablaban como si fueran historiadores que
hubiesen com probado sus afirmaciones. Ni siquiera Chaucer elogia
a H om ero por sus feymnge («invenciones»), pero lo censura por
mentir, como partidario que era de los griegos (Hous o f Fame, III,
1477-9), y lo coloca en la misma categoría que a Josefo (1430-81). N o
creo que Chaucer y Lazamon, por ejemplo, tuvieran exactamente la
misma actitud hacia el material que trataban. Pero dudo que ninguno
de los dos se sintiese, como el novelista moderno, «creativo» o pen
sara que su fuente lo había sido. Y creo que la mayoría de los lecto
res, tanto entonces como ahora, apenas podían concebir la actividad
inventiva.n Se dice que la gente señalaba a Dante por la calle, no
como el autor de la Commedia, sino como el hombre que había
estado en el Infierno. Incluso hoy hay quienes creen (entre ellos algu
nos críticos) que toda novela e incluso todo poem a lírico son auto
biográficos. Una persona que carece de inventiva no la atribuye fácil
mente a los demás. Q uizás en la E dad M edia quienes la tenían no la
atribuían fácilmente a sí mismos.
El hecho más sorprendente de Hous o f Fame es que los poetas
(junto con un historiador) están presentes, no porque sean famosos,
sino para apoyar la fama de sus temas. En dicha Flous, Josefo «b ar
upon his shuldres hye» («llevaba en alto sobre sus hom bros») la fama
del pueblo judío (III, 1435-6); H om ero, junto con muchos colegas
como Dares y G uido, la de Troya (1455-80); Virgilio, la de Eneas
163
<1485). En realidad los medievales sabían perfectamente (sobre todo
Dante) que los poetas no sólo daban tama, sino que también la gana
ban. Pero en última instancia la que importaba era la que daban: la
lama de Eneas, no la de Virgilio. El hecho de que hoy se recuerde al
rey Eduardo exclusivamente porque sirvió de motivo para ¡jydJcis
quizá les habría parecido a ellos una extraña inversión. Si Milton
hubiese sido un poeta afortunado, de acuerdo con sus cánones,
ahora lo recordaríamos por «cargar con» la tama del rey Eduardo.
C uando Pope volvió a escribir la Hous of ¡a m e en su Yemple of
Y ame altero tranquilamente ese pasaje. Los poetas figuran en su tem
plo porque han ganado tama. Entre la época de Chaucer y la suya las
artes habían tomado conciencia de lo que ahora consideram os su
posición auténtica. Desde su época hasta ahora han ido volviéndose
todavía más conscientes de ello. Casi barruntamos el día en que
puede que no tengan conciencia de mucho más.
De ahí que, con las debidas precauciones, debam os considerar
cierta humildad como la característica más general del arte medieval:
del arte, no de los artistas. El amor propio puede darse en cualquier
prolesión y en cualquier época. Un cocinero, un dentista o un eru
dito pueden estar orgullosos— hasta la arrogancia incluso— de su
destreza, pero reconocen que ésta es un medio para un fin que la
supera y la posición de la destreza depende enteramente de la digni
dad o necesidad de dicho fin. Creo que así ocurría entonces con
todas las artes. La literatura existe para enseñar lo útil, para hacer los
honores a lo que los merezca, para apreciar lo deleitoso. Las cosas
útiles, honorables y deleitosas son superiores a la literatura: ésta debe
su razón de ser a aquéllas; su propio uso, honor o exquisitez proce
den de ellas. En ese sentido el arte es humilde, aun cuando los artis
tas sean orgullosos; orgullosos de su pericia para cultivar el arte, pero
sin las atribuciones que reclamaban para el arte mismo los artistas del
Renacimiento avanzado y del Romanticismo. Tal vez no todos
habrían aceptado del todo la afirmación de que la poesía es ínfima
ínter omnes doctrinas: Pero esta no provoco el huracán de protestas
que provocaría hoy.
En ese gran cambio algo se ha ganado v algo se ha perdido. Lo
considero parte del gran proceso de interiorización por el que genius,
de ser un demonio servidor, ha pasado a ser una propiedad de la
mente.!" Constantemente, siglo tras siglo, elemento tras elemento va
164
siendo trasladado del lado del objeto al del sujeto. Y ahora algunas
formas extremas de eonductismo descartan el propio sujeto por con
siderarlo meramente subjetivo; sólo pensam os que pensamos. D e s
pués de haberse tragado todo lo demás, el sujeto acaba tragándose a
sí mismo. Y adonde vayamos «desde ahí» es una pregunta tenebrosa.
165
viese involucrado en un pleito. Por tanto, la retórica no era tanto la
más atractiva (soavissima) cuanto la más práctica de las artes. En la
Edad M edia pasó a ser literaria. Sus preceptos iban dirigidos tanto a
los poetas como a los abogados. N o había antítesis, ni distinción
siquiera, entre retórica y poesía. Creo que todos los retóricos se diri
gían siempre a alumnos que iban a utilizar el latín, pero su obra
influyó también en la práctica vernácula.
El apostrofe de Chaucer a «G aufred, querido maestro ilustrí-
sim o» en el N uris Priest’s Tale (B 4537) ha conservado viva la memo
ria de Geoffrey de Vinsauf, quien «floreció» hacia el año 1200 y
escribió la Nova Poetria, obra cuyo valor radica en su extraordinaria
ingenuidad.54
Divide el ordo (que algunos llaman dispositio) en dos tipos: natu
ral y artificial.40 El natural sigue el consejo del Rey de Corazones al
empezar por el principio.''' El artificial es de tres clases. Se puede
empezar por el final (como en el Edipo rey o en una obra de Ibsen),
por el medio (como Virgilio y Spenser) o con una Scntentia o Exem-
plum. Chaucer comienza con una sententia o máxima en el Parle-
ment, en Hous o f Fame, en el Prologue to the Le gen d , en Le gen d o f
Phillis y en Prioress’s Tale. N o puedo recordar caso alguno en que
empiece con un Exem plum, pero todo el mundo sabe lo frecuentes
que son en su obra. L os versos 1367 a 1456 del Frankliris Tale cons
tituyen una serie de ellos y Troilo tiene buenas razones para decir a
Pandarus:
What knowe 1 of the Quene Niobee?
Lat be thyne olde ensaumples I thee preye.
(I, 759.)
En este caso Geoffrey aborda un problema real, con el que todos nos
hemos enfrentado, aunque pocos de nosotros lo plantearíamos de
forma tan clara. El orden natural no siempre sirve. Y el plan de
empezar con una Sententia o con algo parecido es como un espíritu
insepulto. «S e pasea» por ese inevitable párrafo con que los escola
res comienzan sus redacciones, de acuerdo, al parecer, con lo que se
les enseña.
L o que dice sobre la amplificatio es casi desconcertante.41 Llam a,
con toda franqueza, a los diferentes métodos de «am plificar» la obra
148
morae («dem oras»), como si el arte de la literatura consistiese en
aprender a decir mucho, cuando no se tiene gran cosa que decir. So s
pecho que ésa era su opinión. Pero eso no quiere decir que las morae
que recomienda sean todas necesariamente malas, sino que no
entiende— yo también confieso no entenderla completamente— su
función real.
Un tipo de mora es la expolitio. Su fórmula es: «D isfrácese la
misma cosa con una diversidad de formas; que sea diferente sin dejar
de ser la misma»:
multiplice forma
Dissimuletur idem; varius sis et tamen idem.
[Cortada está la rama que podría haber crecido derecha y quem ado el ramo de
laurel de Apolo.]
[Cuando se ven nubes, los hom bres prudentes se ponen capas; cuando caen gran
des hojas, el invierno está al caer; cuando se pone el sol, ¿quién no aguarda la
noche? L as torm entas prem aturas anuncian a los hom bres la escasez.]
[Oh, dichosa luz cuyos claros rayos ornan el tercer cielo; oh, estim ado sol; oh,
querida hija de Júpiter, satisfacción de amor; oh, muy gentil...]
149
E P ÍL O G O
167
confianza en que la imaginación y la comprensión corrientes podrían
entenderla. Con lo cual las matemáticas iban a proporcionar un
conocimiento que no sena puramente matemático. La H umanidad
estaba en una posición semejante a la de quien adquiere conoci
mientos sobre un país extranjero sin visitarlo. Aprende lo referente a
las montañas estudiando detenidamente las líneas que indican los
contornos. Pero su conocimiento no es un conocimiento de líneas de
contornos. El auténtico conocimiento lo habrá adquirido, cuando
estas últimas le permitan decir: «E sa sería, una subida fácil», «E se es
un precipicio peligroso», «A no sería visible desde B», «E so s b o s
ques y corrientes han de formar un valle placentero». Al pasar de las
líneas de contornos a esas conclusiones estará (en caso de que sepa
interpretar un mapa) acercándose más a la realidad.
Otra cosa muy distinta seria si alguien le dijese (y él lo creyera):
«P ero son precisamente las lineas de contornos en sí mismas las que
constituyen la realidad más completa que puedes llegar a conocer. Al
pasar de ellas a esas otras afirmaciones, en lugar de aproxim arnos
más a la realidad, lo que haces es alejarnos de ella. Todas esas ideas
referentes a las rocas, desniveles y vistas “ reales” son simplemente
una metáfora o una parábola; un pis allcr, permisible como concesión
a las limitaciones de quienes no pueden entender las líneas de co n
tornos, pero engañoso, si se toma al pie de la letra».
Y, si no me equivoco, eso es precisamente lo que ha ocurrido en
relación con las ciencias físicas. Ahora las matemáticas representan lo
más cerca que podemos llegar a estar de la realidad. Cualquier cosa
imaginable, incluso cualquier cosa que se pueda manipular mediante
concepciones corrientes (es decir, no matemáticas) es una mera ana
logía, una concesión a nuestras limitaciones. Sin parábolas la física
moderna no dice nada a las multitudes. Aun entre ellos, cuando inten
tan formular en palabras sus descubrimientos, los científicos em pie
zan a hablar de construir «m odelos». De ellos he tomado esa palabra.
Pero esos «m odelos» no son, como en el caso de los modelos de bar
cos, reproducciones en pequeña escala de la realidad. En algunos
casos ilustran tal o cual aspecto de ella mediante una analogía. En
otros, no ilustran, sino que sugieren simplemente, como las afirma
ciones de los místicos. Una expresión como «la curvatura del espacio»
es estrictamente comparable a la antigua definición de Dios como «un
círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en nin
guna». Ambas consiguen sugerir; cada una de ellas lo hace presen
tando algo que, al nivel de nuestro pensamiento corriente, es absurdo.
Al aceptar la «curvatura del espacio», no «conocem os» ni disfrutamos
«la verdad» en la forma en que en un tiempo se consideró posible.
1 68
Por tanto, sería sutilmente engañoso decir: «L o s medievales pen
saban que el universo era de esa manera, pero nosotros sabem os que
es de esta otra». Parte de lo que ahora sabemos es que no podem os
«saber [en el sentido antiguo de esta palabra] cómo es el universo» y
que ningún modelo que podam os construir nos permitirá saber, de
acuerdo una vez más con dicho sentido antiguo, «cóm o» es.
Además, esa afirmación sugeriría que el antiguo modelo cedió
simplemente bajo la presión de fenómenos recién descubiertos, de
igual forma que la original teoría de un detective sobre un crimen
tendría que rendirse ante el descubrimiento de que su primer sospe
choso tuviera un alibi irrebatible. Y así ocurrió, desde luego, con
muchos detalles particulares del antiguo modelo, como ocurre dia
riamente con hipótesis particulares en un laboratorio moderno. La
exploración refutó la creencia de que los trópicos fueran dem asiado
calurosos para ser habitables; la primera nova refutó la creencia de
que el mundo supralunar fuese inmutable. Pero el cambio de modelo
en conjunto no era un asunto tan sencillo.
Las diferencias más espectaculares entre el modelo medieval y el
nuestro se refieren a la astronomía y a la biología. En ambas esferas
el nuevo modelo se apoya en una gran abundancia de datos em píri
cos. Pero si dijéramos que la única causa de la alteración fue la irrup
ción de nuevos hechos, tergiversaríamos el proceso histórico.
El telescopio no «refutó», en sentido estricto alguno, la antigua
astronomía. Si queremos, podem os adaptar a un esquema geocén
trico la superficie cubierta de cráteres de la Luna o los satélites de
Júpiter. Incluso las enormes, y enormemente diferentes, distancias de
las estrellas se pueden adaptar, si estamos dispuestos a atribuir a su
«esfera», el stellatum, un espesor enorme. Para poder mantener el
antiguo esquema a la altura de las observaciones, se le habían apli
cado muchos remiendos, «con las palabras céntrico y excéntrico
garrapateadas encima». N o sé hasta qué punto habría podido m an
tenerse mediante infinitos remiendos incluso hasta hoy. Pero la
mente humana no seguirá soportando complicaciones cada vez
mayores, después de haber visto que determinada concepción más
simple puede «salvar las apariencias». Ni los prejuicios teológicos ni
los intereses creados pueden mantener permanentemente la vigencia
de un modelo cuyo carácter profundamente antieconómico resulte
evidente. La nueva astronomía triunfó, no porque la causa de la anti
gua estuviese perdida sin esperanza, sino porque la nueva era una
herramienta mejor; una vez comprendido eso, el innato convenci
miento de los hombres de que la propia naturaleza es economizadora
hizo el resto. Cuando nuestro modelo resulte abandonado, a su vez,
169
mente grande. Se tratará de autenticas pruebas. Pero la naturaleza
nos ofrece la mayoría de sus pruebas como respuesta a las preguntas
que le formulamos. En este caso, como en el de los tribunales, el
carácter de las pruebas depende de la forma del interrogatorio y un
buen interrogador puede hacer maravillas. Es cierto que no conse
guirá sonsacar falsedades a un testigo honrado. Pero, en relación con
la verdad total, la estructura del interrogatorio es como la chapa de
estarcir. Determina el porcentaje de la verdad que aparecerá v el
modelo que sugerirá.
ÍN D IC E O N O M Á ST IC O Y A N A L ÍT IC O
173
berkelevanos. 130 ascensión al cielo, 28, SS; Lucano \
Bernardo. san, 24 Lstacio, ^2; !a naturaleza, 36. S9; cara
Bernardo Silvestre, sobre el S o ’ . 3(); del uuerubm, 6 1; deudas con Boecio,
«Physis» y «Natura». 3<V Novs, 5 v 6/, 6^ /0, 79-80; sobre ¡a «inclinación
«( iranusion», 53-54; <■-eae!l:ni ipsum» natural», 77 ,-9, 122; astronomía, 85
8 1; los demonios, 96; los «Longacv:>'. S6. S9; música de las esteras, e>2:
99; la preexistencia, 122; catalogado, duendes, 104; el alma racional v sensi
154 ble, 1 2 1; los juicios. 127 129; tempera
Berncrs, lord, 128 men i os, 13 3 135: actitud ante la histo
Best, ( ¡eorge. 31 ria. 13 9 -14 0 , 143, 163. sobre las
Biblia, la, 27, 1 18 pruebas, 146 147: retorica, 14’/\ 148-
Blake, 107 15 1; catálogos, 154; mimesis, 159; y
Boccaccio, 35, 39, 160 Boccaccio, 16 0 -16 1; citado, 16 .5 3 ,6 4 ,
Boecio, De ('onsoldtionc Philosaphun, 84, 89, 15 3, 1(,2
63-75; versión de la l\dgogc, !4(>; ( Testertield, lord, 64
citado, 155 Chigi, 72, 155, 156
Bovet, Richard, 103 Chretien ele Troves, 86, 143
Boyardo, 108 C iceror.. su Sonmiuw Scipionis, 27-32,
Biendan,san, 116 59; citado, 37 n.. 54, 56, 59, 118
Bright, Timothy, 130 n., 132 cínicos, los, 67
Brown, ()., 163 n. Claudiano, sobre la naturaleza, 37;
Browne, Thomas, 62, 11 2 , 120, 123 citado, 5 3, 67
Browne, William, 102, 1 10 ( .oleridge, inversor de términos, 7 3, 12 3,
Bruno, Giordano, 83 127; la imaginación primaria, 129;
Brut, 1 1 , 139 citado, 26
Burton, su indiferencia para con los conduc’ istas, I 30 n.
géneros literarios, 34; sobre los duen contrarios, los, 79, 13 1
des, 103; sentido común, 129; concep ( ’-opérmeo, 23, 85
ción de la melancolía, 135 Córdoba, 46
Butler, Joseph, 125 Cosmas Indicopleustes, 11 2
i'.ourt o f Sdpicncc, 154
Cacciaguida, 28 cristianismo, su relativa coincidencia con
Calcidio, religión de, 46-48; influencia en el modelo, 25, 93, 97 -98
las concepciones medievales de P la ( bruzadas, 1 1 5
tón, 47; tratamiento de, 48-49. 52; ( airtius L. R., 32 n. 1 54
sobre la astronomía, 48; sobre la vista
y el oído, 50 -51; tríadas, 51 52; lo Dante, >obre la naturaleza v el cielo, 13
antropoperiférico, 52-53; sobre Aris n.; intensidad y límites de su imagina
tóteles, 52; influencia en la escuela de ción, 16, 82, 8 3-84, 1 13, 158: sobre los
Chartres, 53; citado, 37 n., 122, 130 poetas, 32, 163; tratamiento de
Campanella, 78 Lucano, 32; sus ángeles, 63; sobre la
Carey, G ., 1 15 n. Lortuna. 69, 8 1; la nobleza, 70; lo
Carlomagno, 141 supe-celestial, S I: influencias, 85;
Carlyle, A. J., 116 Venus. 88; astronomía, 92; música de
Carlyle, Thomas, 138 las esteras, 92; inv ierte el universo, 95;
Carmente, 145 sobre el ultimo luego, 98; las siete
catástrofes globales, 54 artes, 144-145; citado, 17, 18, 24, 28,
Catholicon Anglicum, 101 36 n. 82, 83, 90, 95, 97, 137, 147, 149,
Catón, Dionisio, 56 153
Catón de Útica, 33 Dares, !63
Caxton, 139 David, el rey, 14 1
Cervantes, 28, 80 De loe, 13 9 ,'16 2
Chaka, 64 Deguileville, v. Pélcrindge
Chapman, George, 158 demiurgo (= demiurgus, crtépr|Gic;), 37
Chardin, de, 170, Demogorgon, 39
Chartres, escuela de, 5 3; v. también D ém onos, en Lazamon, 1 1 ; distinción
Alano, Bernardo Silvestre platónica respecto de los dioses, 39,
Chaucer, sobre los sueños, 28, 49, 56; la 42; en Apuleyo, 40-41; en Calcidio,
174
50; en Bernardo, 96; en Milton, 96; Éter, razones para postularlo, 13; su
identificados con los duendes, 108; frontera con el aire, 42; sus animales,
citados, 89 40; Q uinto Elem ento o Quintaesencia,
D ialéctica, 145-147 79; en el siglo X IX , 131
D iderot, 170 eternidad, 74, 94
Dill, S., 44 eumenis, co rrespo n den cia latina de
dim ensiones del modelo, 30, 81-82 duende, 101
Dingaan, 64 Exeter book, 119
D ionisio (en los Hechos), 60 existencialism o, 68
D ionisio Catón, v. Catón
Dionisio, el autor, v. Seudo-D ionisio Faral, 148
«D o n a t», 146 Farnesina, Palacio, 156
Donne, deuda con S. Scipioms, 30; sobre fate, v. duendes
el elem ento de fuego, 78-80; sobre el Fedro, 117
Sol y el oro, 87; sobre la influencia y el fénix, el, 119
aire, 90; inteligencia y esfera, 94; triple Ficino, 123
alma, 130; vínculo (gum phus) entre Fielding, 69, 125
alma y cuerpo, 130; citado, 21, 87, 160 filn mortuae, 109
D ouglas, G avin, 108, 154 Fin, del m undo, sólo en el cam po su b lu
dragones, 117 nar, 97-98
Drayton, su «d esgreñ ada y espantosa Florencia, 155
ninfa del m ar», 101; sus violaciones de Fortuna en Boecio, 68-69; en Dante,
escala, 103; citado, 89, 104, 110 69, 111; hostil al historicismo, 138-139
Dryden, 109 Fortuna Major, 87
D uendes, las tres concepciones, 99-100; Fortuna Minor, 88
duendes terribles, 101-102; duendes Freud, 21, 49
miniaturas, 102-104; duendes su perio Froissart, 138, 142
res, 105-107; intentos de darles ca fuego, elemento de, 79-80
bida, 107-110
Dunbar, 160 G alileo, 23
D undrum , 103 G allio, 32
Dunne, J. W., 56 Gawain and the green Kmght, 102, 105,
Durero, 135 116,153
G énesis, 47
Edda, la prosa, 103 genius, 41, 164
Edén, Richard, 115 G eoffrey de M onm outh, 12, 161
Edico, historicismo, 136 G eoffrey de Vinsauf, 148, 150
Edipo Rey , 17, 148 Geste Hystonale ofTroy, 139
Eduardo, Rey, 164 G ib b son, 74, 1 4 2 ’
Egipto, 44, 56 G iraldus Cam brensis, 102
elem entos, (1) = a io i^ e ta , 13, 55, 79-80; glamour («hechizo»), 145
(2) = esferas, 35 G o b i, desierto, 115
Elfam e, Reina de , 101 G o d o fred o de Bouillon, 141
Eliano, 117 G oethe, 170
Elyot, Thom as, sobre los tem peram en G om brich, E. H ., 84 n.
tos, 134-136 Gower, sobre la fama, 68; la nobleza, 70;
Em pédocles, 47, 50 «inclinación natural», 77; grados del
epicúreos, 71 ser, 78 n., 121; M ercurio, 88; lo su b lu
Er (en P Latón), 27, 57 nar, 89; Luna, 89; «du en de», 101, 105,
Ericto, 34 109; fin del mundo, 113; decadencia,
escala, d efectu osa en la im aginación 143; Carmente, 145 n.; citado, 86, 151,
medieval, 84-85 158
Escoto, Joh n Eriugena, 60 G ram ática, 144-146
E so po (fabulas de), 57, 117 Grammary, 145
espacio, la palabra, 83 Granusion , 53-54
espíritus, 131-132 Gregory, 78 n., 120
Estacio, forma, 32; Tebaida, 35-39; y G uid o delle Colonne, 163
D em ogorgon, 39 G uillaum e de Lorris, 126
175
( ¡ullivcr, 84, 103 lohnson, E R., 1 3 n.
gumphi, 5 3, 13 1 Johnson, Dr., su valle feliz, 1 15; sobre la
(jtinn, A. M. E, 150 razón, 12^, 12o; intelectos, 13 2;
citado, 64
1 laldane, 1. B. S., 81 n. loinville, 1 "38
I larrison, E L. S., 152 n Josefo, 163
Hawes, 151 Josha, 141
1 lecatao, 54 Juan, san,
1 lector, 14 1, 142, 144 Judas Macabeo, 141
Hegel, 136, 138, 146 juicio, !27; interior, 12 7-129
heimskringla, ei mundo, 1 12 Julia, 3 3
Heliodoro, 34 ! ul iano. el Apostata, 44
Henryson, sobre la música de las esteras. Julio Cesa r, 141
92; catálogo en, 154; sobre los plane J ung, 5 3
tas, 154; citado, 159 )ustiniano mártir, 45
Herder, 170 Juvenal, 1 18
Herodoto, su concepción del deber ante
la historia, 139-140; citado, 54, 117 , Kan, el Grande, 1 1 5
163 kant, 170
Hesiodo, 47, 57 karakorum, 1 1 5
Heylin, Peter, 11 5 keats, 86, 1 36, 1 58, 170
Hipparco, 13 n. kempe. Margerv, 1 14
historicismo, 69, 13 6 -139 ker, XXa. P , 138 '
Hoccleve, 157 kircher, Atanasio, 10 1, 119
Holinshed, 10 1 kirk. Roben, 107, 108
Homero, ¿la verdadera fuente de los krapp, ( i. P, 1 ! 9 n.
caballos llorosos de san Isidoro?, 117 ; kublai, 1 1 5
su escudo comparado con Spenser v
el Salone, 157; Mimesis en, !59; en Lactancio, 1 1*-'
Hous o f lam e, 163; citado, 32, 47, 6 3, lamia, trad. de duende, 101
139, 155 Landor, 67
Horacio, 118 , 15 1 Eangland, sobre la locura, 89; los plane
humores, 13 3 -13 6 tas. 89; sobre la vis im aginativa, 128;
Hnon o f Bordcaux, 105, 159 d o n a , 146
Latham, M. XX'., 101 n., 110
Ibsen, 148 Latimer, 145
Imitación, la, 24 Latino, 145
influencias, v. Aire y planetas l.aunlal. Sir, 105, 106
Infortuna M ajor, 87 Eazamon, sobre los demonios, 1 1 , 12;
Infortuna Minor, 87 mimesis, 158; citado, 16 1, 162, 163
inteligencia, distinto de razón, 7 3, 12 3 Leckv, 1 12
inteligencias, 94, 97 le den, 145
interiorización, 4 1, 157, 164 Leibniz 170
Isabel and the Elf-Knight, 101 Eilith, 101
Isabel I, 64, 10 1 l.ongaei i , 9 9 -110
Isidoro, san, 74; sobre astronomía, 8 1; Lovejov A. ()., 42 n.. 8 1, 170 n.
sobre los animales, 11 8 - 1 19 ; sobre la Lucano. 32 35; sobre el Innombrable,
historia, 143, 145 39; citado 9 1, 118
Lucrecio, 7 1
Jacob o I (de Escocia), 79 Luna, la gran frontera. 13, 34. 40, 79-80,
Jacobo I (de Inglaterra), 110 83; carácter de. 90
Jean de Meung, sobre la naturaleza, 36, Lvdgate traductor de Deguilville, 12; de
68; los grados del ser, 1 2 1; citado, 24, Razón y Sensualidad, 67; sobre cues
5 3 ,6 4 ,9 3 tiones históricas, 139; sobre Chaucer,
Jerusalén, 114 147; catalogo, 1 5 3
Joaquim de Flora, 137
J o b , 11 7 Macaulay, 138, 158
John, v. Escoto Macbeth, 101
l7 6
Mackenzie, 125 como Mens en Macrobio, 58-59; en
Macrobio, 49, 54-60 Bernardo, 53, 58, 123
Maimónides, 81 Novae, 13, 13 n., 172
Malory, 1 37, 143, 150 n., 158, 160, 16 1, Novalis, 136
162 Novs, v. Nous
Mandeville, 11 2
Map, Walter, 109 Occam, 22
m app aao u n dc, 1 13 Oneirocritica, de Artemidoro, 56
Marcia, esposa de Catón, 3 3 Onocresius, 55
Marcial, 118 Orfeo, Sir, 34, 57. 7 1 , 105-106, 109
Marciano Capella, 88, 99 Orígenes, 123
Marco Aurelio, 37-38, 156 Ormulum, 157
Marta de Francia, 158 Orn icen sis , 55
Marlowe, sobre los espíritus elementales, Orosio, 137
108; empleo impreciso de «elemen Osio, 46
tos», 1 33; «expolitio», 149 Otranto, castillo de, 142
marxistas, 137, 146 oupavóq, v. Naturaleza
Mary Bennet, en Jane Austen, 135 Ovidio, 27, 30, 32, 1 18
Mateo de Vendóme, 15 1
Mateo, san, 98 Pablo, san, 60, 96, 126
matrimonio, «culpa» del, en Estacio, 36 País de las Tinieblas, el, 11 5
Maupertuis, 170 Pallazo della Ragione, 155
Men andró, 57 Pannecock, A., 85
Meredith, 97 pantera, la, 11 9
Merlin, 105 Papa Alejandro, nota
metales, v. planetas Paracelso, 108
Miguel, 61 Paraíso Terrenal, 1 1 5 - 1 1 6
Milton, sobre «salvar las apariencias», Paris, Matthew, 138
14; el Sol, 30; la 'Fierra, 55; principa Parrish, C., 152
dos, 6 1; ángeles, 63; deudas con B oe Pascal, 83
cio, 68, 69, 72; sobre los contrarios, Pasifae, 34
79; construye la mejor de ambas astro Paticnce, 159
nomías, 84; «influencias», 90; «balda Pavía, 64
quín circular» (de la noche), 9 1; aire, Pedro, san, 98
reino de los demonios, 96; sobre los Pelennage de l'llom m e, Naturaleza y
duendes, 99-100, 10 2, 104, 1 1 5 ; Grácedieu, 12, 15 3; citado, 122
¿deuda con Marco Polo?, 11 5 ; sobre Petrarca, 145, 147, 154
los espíritus, 1 3 1 ; actitud ante la H is Physiologus, 11 8
toria, 139 -140, 14 1; falta de mimesis, Piers Plawfnan, v. Langland
160 n.; citado, 2 1 , 39, 73, 102, 12 3, Pitágoras, 28, 50
135, 163 planetas, 49, 8 1, 85, 86-90
Ming, dinastía, 11 5 Platón, su relación con la mitología, 12 ;
misterios, 29, 49 R epública, 27; el suicidio, 29; Tim eo,
More, 1 lenry, 123 37, 39, 4 1, 46, 53, 13 0 ; ( y o ^ o i) , 54
Morgan le Eay, 102, 105 (geología catastrófica), 40, 94 (ani
muertos, los, como demonios aéreos, 34- males celestiales); Sócrates y su voz,
35, 40; como duendes, 10 9 -110 40; Tríada, 42, 50; reencarnación,
Música, 50, 152 n.; de las esferas, 92 48; sueños, 49; función espiritual
de la astronomía, 50; terror del alma
Naturaleza, (jmaiq, distinta del cielo por el camino filosófico, 59; teolo
(oúpavóq), 13 , 13 n., 88; personifica gía negativa, 60; pre-existen cia,
da, 36-38, 53; citada, 2 5 “ , 67 12 2 - 12 3 ; citado, 25, 37, 48, 49-53,
N el son, 14 1 62, 66
neo-platonistas, v. platonistas platónicos, (1) antiguos, 45; su monote
Newman, 67 ísmo, 58; su trinidad, 58; (2) florenti
Nicea, Concilio de, 46 nos, 4 1, 96
nimias, 10 1, v. también L]ndinae plenitud, 42, 5 1
Nous, o Noys (votiq) en Calcidio, 47; Plinio el Viejo, 13 n., 1 1 7 - 1 1 8
x77
Plotino, 43, 45 sensualidad, como sinónimo de alma
Polo, Maffeo, 11 5 sensible, 12 1
Polo, Marco, 1 1 5 Seudo-Dionisio, trabajos, 60; teología
Polo, Nicolo, 1 1 5 negativa, 60; jerarquías celestiales, 60-
Pompeya, 34-35 63; sobre el simbolismo, 6 1; niega a
Porfirio, 45, 146 Theophanies, 62; tríadas, 62-63; ci
Prester Juan, 1 1 5 tado. 130
preve, 147 Seznec, J „ 72 n„ 86 n„ 97 n., 155 n„ 156 n.
Príamo, 14 1 Shakespeare, sobre los sueños, 49; el
Primer Motor, 92-93 prior aetas, 69; lunes, 89; hadas, 110 ;
Pnmum Mobile , 26, 80, 84-85. 92; pin razón, 125, 126, 132; juicios, 127; ele
tura del, 96-97 mentos, 13 3; expolitio, 149; citado, 74,
Prisciano, 145 102, 104, 133, 161
Proclo, 45 Shaw, G . B., 24
Ptolomeo, 27, 27 n. Shelley, 30, 39, 86
Punch, 16 Sidney, 129
Silvestres o Sylphi, 108
Quadrivium, 144, 152 Simaco, 43, 54
quintaesencia, v. Eter Simplicius, 22
Quintiliano, 145 Snorre Sturlason, 11 2 , 138
Sócrates, 39
Racine, 159 n. Sol, 30, 8 1, 87
Razón, distinta de la inteligencia, 7 3, Somnium Scipiom s, v. Cicerón y M acro
12 3; en sentido lato significa alma bio
racional, 1 2 1 ; función moral del alma South Tnglish Legcndary, 26, 8 1, 104.
racional, 12 5; pérdida de su signifi 109, 157
cado, 12 5; en el Román de la Rose v en Spengler, 138
Shakespeare, 126 Spenser, sobre el suicidio, 29; fortuna,
Rcason and Sensuahty, 67 72; elemento de fuego, 79; Sol y oro,
Reese, G „ 152 n. 87; duendes, 104, preexistencia, 123;
Renacimiento, 123 localización del juicio, 132; citado, 16,
Retórica, 144, 14 7 -15 2 2 1 , 39, 148, 15 3, 155
Rey Eduardo, 164 Stahl, W. 1L , 54 n.
Rey Estmere, 145 stellatum , 28, 35, 80, 8 1, 84, 169
Rey de Corazones, 148 Sturlunga Saga, 163 n.
rodéy 13 3 sueños, en Calcidio, 49; en Macrobio,
Roldan, 67 55 57
Román de la Rose, sobre la naturaleza, suicidio, 29-30
36; gentileza, 70; razón, 126; uso de la supercelestial, lo, 80-81
digresión, 150, 153 Swift, v ( lulhver
romances, 16, 150 Swmburne, 44
Runciman, S., 108 Sylphi, v. Silvestres
i7 8
qué sentido no lo es, 52, 95; posos del Vinaver, 150
universo, 55; tamaño de la, 30, 69, 8 1; Virgilio, actitud de Dante ante. 32, 147;
forma, 31, 3 3,5 4 , 1 1 2 - 1 1 3 ausoque potiti, 72; l aun i nymphacque,
Tinieblas, País de las, 1 15 108; historicismo de, 137; carencia de
idurneur, 32 mimesis, 158 n.; / lous o f Fam e, 163;
Tragedia francesa, 67, 160 n. citado, 27, 63, 66, 7 1 , 148
1 revisa, 12, 13 1 virtudes, cuatro niveles, en Macrobio,
Triada, la, principio tic, medios entre los 59
dioses v los hombres, 40; entre dos virtus, v. ángeles
cosas cualesquiera que se juntan, 42; Von 1 lügel, 3 1
en Calcidio, 5 1; entre la razón y el ape Vulcani, v. Salamandrae
tite), 5 1; entre Dios y el hombre, 62; la Vulgaria, de Horman, 101
Anunciación, 62; entre ángel y ángel,
62-63; abandonada por Boecio, 66-67;
Wace, 12, 16 1
entre el alma y el cuerpo, 130
Wagner, 11 7 , 170
Trinidades, las, platónicas y cristianas,
Walpole, 142
4 7 ,5 3 ,5 8
Webster, 32
ir islam Shandw 150
Wee Wee Man, The, 103
Trivat, Nicolás, 140
Weland, 15, 70
Trivium, 144
Wells, H. G ., 24
troyanos, 139, 14 1, 153
White, L. Jr., 156
Wilson, [.A ., 11
Undinae, 108
Wind, E „ 156
Urania, 53
Winny, 130 n., 1 32 n.
Wordsworth, 102, 123, 125, 126, 156,
V au g h a n ,123
158
Venetus, Franciscas Georgius, 95
W7ulístan, 137, 143
Vía de perfección, 24
Villon, 16
Vicente de Beauvois, obras, 75; sobre la Yámblico, 45
hiel de la hiena, 70; sobre la «inclina ylfe, 101
ción natural» (gravitación), 11 2 Young, 32
1 79
una «imagen del mundo» caracterís
tica, que quedaría descartada en . despue^ trueno lik ratura ipij'-,
épocas posteriores. Sin conocer el medieval y renacentista en la uní' t :
modelo mental en que se fundamen sidad de Cambridge (1954-196 >1
taba aquella cultura no es posible Publicó cerca de cuarenta ob *
comprender cabalmente sus mani entre ias que destacan cuentos para
festaciones literarias, y el lector niños, ensayos y ficciones de inspira
puede verse fácilmente inducido a ción cristiana, algunos textos auto
interpretaciones erróneas. En su últi biográficos y ensayos académicos,
ma obra, el gran erudito C. S. Lewis como el presente The discarded image
se propuso ofrecer una visión conci (aparecido postumamente en 1964).
sa y comprensiva de esta «imagen
del mundo», de sus fuentes y sus
consecuencias. El resultado fue el
presente ensayo, que constituye hoy
todavía una óptima introducción a la
literatura de la Edad Media y del
Renacimiento.
Historia/Ciencia/Socíedad
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