Sei sulla pagina 1di 6

Contemplación para alcanzar amor: el don de la amistad

Aunque el sol comienza a elevarse lentamente en el horizonte, hace frío. El cielo se ve


azul y seguirá azul hasta que anochezca. No es extraño: desde que llegamos a Calera de
Tango, hace ya 56 días, siempre es lo mismo. Somos once jesuitas, ordenados
sacerdotes hace algunos años, dispuestos a confrontar y confirmar nuestra opción
viviendo, durante seis meses, lo que se denomina “tercera probación”. Además del
instructor, que es chileno, hay un coreano, un peruano, un brasilero, un argentino, un
boliviano, un haitiano, un venezolano, dos colombianos y dos españoles. Habitamos una
casa colonial que la Compañía de Jesús compró a los padres mercedarios en el siglo
XVII. Poco a poco, se fueron agregando a la construcción original otras secciones, de
tal modo que, al finalizar las obras, al paisaje lo adornaba una bella e inmensa casa con
siete patios de distintos tamaños.

Por la mañana, después de tomar el desayuno, me gusta ir al patio trasero de la casa para
disfrutar la agradable sensación del calor solar traspasando mi ropa y calentando mi
cuerpo. Los rayos del sol hacen más llevadero el frio. Mientras tanto, recorro, una y otra
vez, el sendero marcado tenuemente en la hierba. Voy y vengo, muchas veces, siempre
en línea recta. Al mismo tiempo rezo.

Me gusta rezar. ¿Para qué? Es simple. Rezo para agradecer el maravilloso milagro de
saberme vivo. Un día –no recuerdo cuándo- me di cuenta de lo prodigioso que resultaba
que algo en mí pudiera decir “estoy vivo”. Desde entonces lo agradezco
constantemente, pues creo que nada de lo que compone el universo resulta tan
sorprendente como la existencia del ser humano y la emanación de la conciencia en él.

Partiendo del momento en que fui concebido, puedo contar 49 años y cinco meses de
existencia. ¡Estoy vivo! En estos momentos mi corazón late, la sangre circula por mi
cuerpo, el oxigeno llega a cada célula de mis órganos, mi cuerpo funciona
perfectamente y siento que gozo de muy buena salud. Y, como si fuera poco, tengo
conciencia de ello. En efecto, sé que participo de una experiencia absolutamente
maravillosa: la vida.

Por muy poco tiempo –el tiempo que me reste de vida biológica- estaré habitando este
maravilloso planeta Tierra. Comparado con la infinitud del universo, es tan sólo un
pequeñísimo puntito azul. Es mi casa, por el momento. No es una casa nueva. En efecto,
la han habitado ya millones de seres humanos durante miles de años. Como les digo, en
estos momentos es también mi casa. Desde que nací ha sido mi casa, una casa que hoy
mismo comparto con más de seis mil millones de seres humanos. Soy solamente uno de
sus habitantes. Uno entre seis mil millones y, sin embargo, no soy copia de ningún otro,
no soy una repetición, no soy alguien formado a partir de un modelo idéntico. No. Soy
único, único entre tal multitud de hombres y mujeres. No hay otro como yo. Es más,
todos en esta casa somos diferentes, todos somos únicos. Y ninguno de los seres
humanos que habitó esta casa fue idéntico a mí, ni a ninguno de los que ahora la
habitan. ¡Asombroso!

Recuerdo aquella sensación tan extraña que experimenté cuando fui al estadio de futbol
por primera vez. ¡Tantos seres humanos en un mismo lugar! ¡Impresionante! Todos
atraídos por lo mismo: un deporte. Y yo, uno de ellos, pero único. Único en medio de
treinta mil seres humanos. ¡Cómo me sobrecogía sentirlos tan cerca de mí! Hoy, al
pensar en mi casa, la Tierra; en todos los seres humanos que la habitan; en lo realmente
cerca que estamos los unos de los otros; en lo interdependientes que somos; en el hecho
de que cada ser humano está aquí atraído por la vida, me siento, con mucha razón, más
sobrecogido. Estamos juntos en esta casa tan pequeñita y frágil; todos deseando vivir;
todos únicos; y cada uno con la posibilidad de realizar durante su existencia algo único
que nadie, absolutamente nadie, podrá hacer por él. ¡Asombroso! ¿Cómo no
estremecerme? ¡Claro que me estremezco!

Sin embargo, algo me estremece mucho más: la eternidad. ¿Dónde estaba yo antes de
nacer? No lo sé exactamente. Algunos podrían responderme: “En la mente eterna del
creador”. Posiblemente. Pero, ¿qué significa eso? En cualquier caso, afirmo que me
conmueve pensar que mi existencia sea el resultado de un infinito número de
circunstancias que hicieron parte, desde el Big-bang, del maravilloso proceso de
generación de energía y de vida mediante el cual, un día, pude surgir a la vida como ser
consciente. Esa idea, esa fascinante idea, me permite comprenderme, en tanto que ser
corporal, como uno de los seis mil millones de “lugares existenciales” –mi cuerpo y el
de todos los que habitamos la tierra son lugares existenciales- que concentra en su
unidad -como resultado- todo el proceso energético y vital necesariamente requerido
para el surgimiento de mi existencia.

Puedo, entonces, preguntar: ¿antes de mí qué? Y la respuesta me resulta obvia: antes de


mí, toda una eternidad. ¿Y yo fui nada durante toda esa eternidad? No. ¿Qué, pues, era
yo antes de nacer? Antes de mi paso por esta casa, ¿qué era yo? Estoy convencido de
que era y estaba en el proceso de configuración milenaria de las circunstancias que
permitirían que fuera concebido para la vida. Sí. Mi “existencia”, la duración de mi
existencia, hoy supera sin duda alguna, mis cortos años de vida biológica. Se hunde en
la milenaria cronología misma del universo.

Y después de mi paso por esta casa, ¿qué? ¿A dónde iré después de morir? ¿A la nada?
No. A la eternidad. Otra vez la eternidad. Sí: después de mí, la eternidad. Una eternidad
cualitativamente diferente, dado que incorpora mi propia vida prolongada al infinito e
infinitamente plena. Ahora bien, no resulta fácil alcanzarlo. Porque para ello se requiere
salvar, no la vida biológica, sino la vida divina que habita en mí. En efecto, no todo lo
que hace parte de mí, no todo lo que soy, volverá a la tierra cuando muera. Algo muy
íntimo –lo más íntimo de mi intimidad-, la vida divina que habita en mí desde mi
concepción, podrá continuar viviendo, volverá a la fuente que la produjo: el Creador, el
Dios de la Vida, el Padre; en fin, volverá al Origen o como se le quiera llamar.

Estoy convencido: los millones de años que configuraron las circunstancias de


posibilidad de mi existencia no generaron únicamente un cuerpo vivo. Generaron algo
infinitamente más noble, más fascinante, más grandioso: generaron, además de una
forma biológica, un ser habitado por la divinidad misma. Algo de Aquel que fue origen
de todo, presente también en mí; presente en todos los seres humanos que habitan y
habitaron esta casa. ¡Fascinante! Millones y millones de años y… ¡al fin! Aquel que fue
origen, se encuentra ahora habitando lo finito: un cuerpo. Y al morir el cuerpo, al
concluir los años de vida biológica, lo divino arrastra consigo la “unicidad” de ese ser
vivo, sus particularidades, todo aquello que va más allá de lo biológico -toda la
capacidad de amar, por ejemplo-, dándole vida eterna en Aquel que fue su origen.
¡Fantástico!

¿Quiero vivir? ¡Claro que quiero vivir! ¡Quién no! Reconozco, por eso, que necesito
cuidar, primordialmente, la vida. No la vida biológica, sino la vida divina que existe en
mí. Vida divina: aquello que nos permite amar, sentir misericordia, perdonar, dolernos
de la injusticia, trabajar por otros, ser capaces de los sacrificios más inauditos, donar la
vida biológica por un propósito noble, subir a la cruz. Vida divina. ¿Qué hay de ella?
¿Es fuerte o débil? ¿Acaso agoniza? ¿O se encuentra en pie de lucha contra todo aquello
que pueda disminuirla? Parece un lenguaje muy extraño, tal vez un lenguaje en desuso.
No para mí.

Desde hace algunos años, no muchos realmente, comencé a intuir que tendría que haber
algo en mí bastante misterioso –un fuego, un ardor, un deseo, algo interno difícil de
explicar- capaz de manifestarse y de hacer entender su voz en mi interior. Tendría que
haberlo. Comenzaba a intuir y percibir la sutil presencia de algo o de alguien distinto a
mí mismo, susurrándome interiormente aquello que él deseaba. Intuía, percibía que mis
deseos, impulsos y sueños no eran los mismos de aquella presencia en mí. Me resistí a
esa voz durante mucho tiempo. Pero al fin me venció. Ahora no quisiera hacer otra cosa
más que escucharla. No es fácil. Porque no es una voz fuerte, no son gritos, ni alaridos.
Es tan sólo un susurro. A veces no escucho nada. Otras, la escucho claramente. Y en
muchas ocasiones –qué lástima- la oigo pero no le hago caso.

En fin, ahora estoy aquí intentando afinar el oído para no perder una sola de sus
palabras. Los días de retiro, estos treinta últimos días de mi vida, han sido para eso.
¿Qué puedo decir? Bueno, que no ha sido fácil confrontar la pobreza de los frutos que
he producido con el proyecto que, desde un principio, me ha venido proponiendo Aquel
que está al origen de todo. ¡Ah, si desde joven hubiera sido dócil a su voz! Con el paso
del tiempo me he dado cuenta que Él me ha dado todo sin pedirme nada. ¿Acaso no fue
Él quien me dio la vida? ¿No puso Él vida divina en mí? Y la vida, ¿no lo es todo?
¿Puedo acaso hacer algo sin contar con la vida? En consecuencia, debo hacer buen uso
de mi libertad, pues en caso contrario podría perder la vida. No la vida biológica, que
esa la perderé irremediablemente un día. Hablo de la vida divina, de la vida verdadera,
de la vida eterna. Y si pierdo la vida, lo pierdo todo. Millones de años configurando una
existencia, la mía… ¡y todo perdido! Por eso siento necesario darlo todo. Porque es la
única manera de no llegar a ser nada.

Ya vez, amigo, amiga: por eso rezo. Y justamente por eso -porque me siento anonadado
y agradecido ante el misterio de la vida-, te recuerdo cuando rezo. En efecto, si escribo
estas líneas es por ti: el misterio de mi vida trajo a mí el misterio de la tuya. ¡Qué
misteriosa infinitud la del “nosotros”, ese lugar sagrado que generó nuestra amistad! Por
eso escribo estas líneas. Son para ti, querido amigo, querida amiga. Para ti, que habitas
también esta casa pequeña en la que vivo. Para ti, que te he sentido tan cerca, tan cerca
de mí. Compartes la vida conmigo; la misteriosa experiencia de vivir. ¡Cómo deseo que
la experiencia de tu vida sea intensa, honda, maravillosa! ¡Cómo deseo que “nosotros”
lleguemos a ser eternos! ¡Qué pudiéramos estar fundidos en esa relación gozosa, alegre,
infinita, verdadera que nos espera en Aquel por quien existimos! Por eso rezo. Para
pedir que sea así y para agradecer a Aquel que te dio la vida y que permitió que la
compartieras conmigo. Rezo para agradecer tu vida, amigo; rezo para agradecer tu vida,
amiga. Para agradecer que somos amigos, que somos un “nosotros”. ¡Amigos!

Te comparto estas reflexiones, amigo, amiga, consciente de que tal vez llevamos mucho
tiempo sin comunicarnos. ¿Explicable? No, no podría explicarlo. Y no voy a malgastar
excusas. Te comparto estas reflexiones sin saber si tú, que ahora las lees, eres amigo de
siempre, de antes o de ahora. Te las comparto porque creo que tengo algo que decir.
¡Puedo decir, por ejemplo, que frecuentemente tu recuerdo me alegra el día! ¡Que traer
a la memoria tu imagen y los buenos momentos compartidos, mitiga mis horas de
soledad! No hacen falta, pues, explicaciones a mi silencio. Podría dar muchas. Tampoco
hace falta que te pida perdón, si acaso te intimidan mis palabras. Prefiero, en cambio,
asombrarme, tal como lo hago ante la vida, por el cariño que apenas nace o sigue
perdurando entre tú y yo; por la esperanza viva de un reencuentro; por el abrazo que, a
pesar de todo, de la distancia y el silencio, sigo anhelando. No lo dudo: un día, aquí o en
la eternidad, volveremos a mirarnos, volveremos a abrazarnos…un día. ¡Un día!

Entre tanto, es necesario reconocer que a veces somos insensatos. Uno debería tener
siempre tiempo para los que uno quiere… ¡qué digo!... los que uno ama… eso es lo que
tendría que decir. Bueno, son las circunstancias. ¡Pero no imaginas como añora mi alma
tu cálida presencia, tu fraternal abrazo, tu voz sonora quebrando finalmente el monótono
silencio! Porque, misteriosamente, el tiempo que compartimos fue tierra en la cual
sembramos semillas de amistad. Un día germinaron y siguen floreciendo. De alguna
manera el tiempo, que era tuyo, lo dejaste ser mío; y el tiempo que era mío lo dejé ser
tuyo. Y nació el cariño. Siempre es así: uno termina amando aquello en lo que se
complace. Desde entonces te has quedado habitando mi alma. Probablemente ha pasado
mucho tiempo sin volver a vernos. No importa. Yo mantengo la esperanza. Un día… un
día volveremos a encontrarnos.

Por ahora, de tiempo en tiempo, saco tu rostro de la bodega de mis recuerdos. ¿Hace
cuánto que nos conocimos? ¿Cinco, diez, quince, veinte, cuarenta años? Pero, ¿acaso
importan los años? Me parece que no. Llegaste un día, tal vez en la lejana infancia, o en
cualquier otro momento en el transcurso de estos años, y te quedaste para siempre.
Sigues ahí, amigo, en mi corazón, aunque no siempre recuerde con exactitud cómo y
cuándo fue que entraste. Tú que jugaste a los trompos conmigo y me ayudabas a elevar
la cometa; que fuiste compañero de escuela y jugaste futbol conmigo; que te hiciste
indispensable durante las horas de ocio en el colegio y te gastaste conmigo horas
jugando billar, tomando manzanilla, andando las calles del pueblo; que me acompañaste
a llevar las primeras serenatas y fuiste testigo de la tristeza de mis desencantos; que me
diste ánimo en el trabajo y alegraste las horas de descanso; que fuiste estímulo en mis
tareas universitarias y te asombraste ante mis ímpetus místicos sin intentar detener mi
marcha; que compartiste y sigues compartiendo conmigo la locura de querer seguir a
Jesús y me aceptas como soy, con todo y mi fragilidad; que sueñas como yo un país más
justo e intentamos hacerlo realidad; que, aún distanciado por los avatares y afanes de la
vida, me sigues llamando, me sigues escribiendo, sigues preguntando por mí, me sigues
recordando.

También tú, amiga mía, sigues en mi corazón. Tú, que cargabas tus muñecas y me
pedías que jugáramos al papá y la mamá, a pesar de que casi siempre terminábamos
peleados, “separados”; que me tomabas de la mano para hacer rondas y jugar al gato y
al ratón; que tuviste la gentileza de aceptar bailar conmigo en una fiesta cualquiera
aunque sabías que mis pasos eran torpes; que alegraste los recreos del colegio con tu
risa y tu ternura; que despertaste en mí los entusiasmos del amor, aunque la historia no
tuvo, tal vez, un final feliz; que me acogiste en tu hombro para consolar los desengaños
amorosos y te llegaste a entristecer ante una larga partida; que pasaste tardes enteras
conversando conmigo de todo y de nada; que me estimulaste con tu presencia y tu
coraje a la hora de poner en juego sueños e ideales de paz y de justicia; que sigues
siendo fiel a la amistad a pesar de mis errores, de mis abandonos y silencios; que rezas
por mí y me escribes mensajes diciendo que te alegrarás cuando vuelvas a verme.

Ya lo ves, amigo mío, amiga mía, eres tú uno de los hilos con el cual está tejida la
historia de mi vida. ¡Cuántos amigos y amigas! ¡Cuánto amor de Aquel que le dio
origen a mi vida -amor, simple, sereno y sincero- ha llegado a mi vida a través de ti! Me
siento, por tanto, a punto de explotar de agradecimiento con Aquel que da Vida, por
haberme brindado tanto…tanto y tan gratuitamente a través de ti y de tu amistad.
Rezo, rezo mucho y frecuentemente porque me siento feliz a pesar de las dificultades
que aparecen frecuentemente. ¡Sí, me siento feliz y lo agradezco! ¡Cómo no vivir
agradecido! Y mira que lo tengo bien claro: si soy feliz no es por algo que yo mismo
haya realizado: un esfuerzo, una actitud, un talento. ¡No! Si soy feliz ha sido más bien
por pura gratuidad de Aquel que misteriosamente me trajo a la vida. Por gracia de esa
fuerza misteriosa que produce la experiencia de la vida. En últimas, por el amor que
recibo de todas las personas puestas en mi camino: mi padre y mi madre, mi hermano y
mis hermanas, mis sobrinos y sobrinas, mis familiares, mis compañeros de comunidad,
amigos y amigas como tú. ¡Mi felicidad es gracia, don gratuito, que me llega a través de
ti!

¿Acaso vivo en las nubes? ¿La Tierra, esta casa nuestra, no es más bien un lugar de
tristeza y sufrimiento? Sí, hay dolor y sufrimiento. No es difícil, cuando contemplamos
la situación del mundo, conmovernos ante el dolor, la guerra, el sufrimiento provocado
por todo tipo de desastres. Y sabiéndome en medio de esa realidad, le pido a Dios que,
hoy aquí y mañana donde El quiera, me permita seguir siendo activamente feliz. Es la
mejor manera de corresponder al misterio maravilloso de sentirme vivo en medio de la
creación. Deseo, pues, seguir siendo activo e interiormente feliz en aquellos días en los
que, probablemente, me venga a visitar la tristeza. ¡De hecho ha entrado ya en muchas
ocasiones a mi alma! Cuando nuevamente llegue, la recibiré con alegría…sí…y esa, mi
tristeza, me ayudará, a su manera, a comprender mucho mejor quién soy, qué soy y
hasta dónde puedo llegar. Y le daré gracias a Dios por el misterio de la tristeza. Poco a
poco ella bajara sus aguas. La veré marcharse como vino. Y no…no le cerraré la
puerta…tal vez deba volver algún día para enseñarme algo más…tal vez para
recordarme lo que soy: hijo de la Vida …frágil…efímero…amante y amado.

Entonces, seguramente mí sentimiento de gratitud con la vida aumentará. Porque, desde


que venga hasta que se vaya, la tristeza -estoy seguro-, vendrá acompañada del
consuelo, la ternura, la preocupación y el aliento que ustedes, amigos y amigas, siempre
me han sabido brindar. Ella, entonces, me permitirá comprobar, por enésima vez, que no
estoy solo, que nunca he estado solo. Siempre, estoy seguro, habrá un amigo, una
amiga, para acompañar mi soledad, mi tristeza y mi dolor. Y en ese amigo, en esa
amiga, habrá venido Dios mismo a visitarme, a devolverme el ánimo, a consolarme, a
alegrarse conmigo, a decirme cuánto me ama. “El verbo se hizo carne y habito entre
nosotros.” Sí: habita entre tú y yo.

Potrebbero piacerti anche