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PAZ Y BIEN

PASTORAL DE LA SALUD Y LA VIDA


Diócesis de Lomas de Zamora

Encuentro de Cierre de año de actividades – 2018


La Sinodalidad – “Ut omnes unum sit” (Jn. 17,21)
24–XI–2018

Ante todo recordamos que ser cristianos es seguir a Cristo y esto supone el
rechazo de toda mediocridad, superficialidad y cobardía.
El Papa retoma y propone un tema muy importante; importante porque surge de la
naturaleza de la Iglesia: la Sinodalidad. Vivir esta dimensión de la Iglesia es
fundamental para emprender la tan necesaria Nueva Evangelización que se debe hacer
mediante una pastoral de conjunto u orgánica. Por eso Jesús pide al Padre: “Ut omnes
unum sint”- “Que todos sean uno... para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn.
17, 21). La Iglesia vive este ideal o deja de ser lo que Dios quiere de ella.
La sinodalidad no depende sólo de nuestro deseo; ella depende de algo más
profundo, depende de que comprendamos la naturaleza de la Iglesia como misterio de
comunión: “El concepto de comunión (koinonía), ya puesto de relieve en los textos del
Concilio Vaticano II, es muy adecuado para expresar el núcleo profundo del misterio de
la Iglesia y, ciertamente, puede ser una clave de lectura para una renovada eclesiología
católica” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Communionis notio, 28.V.1992, 1). Esta carta
(“Communionis notio”) hace clara referencia a la “Lumen Gentium” que habla de la Iglesia
como un misterio de comunión que es “una muchedumbre reunida por la unidad del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (S. Cipriano) (cfr. LG 5). “La eclesiología de
comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio” (Sínodo
extraordinario de 1985, Relación final, II, c, 1).
Pero debemos comprender que “es sumamente frágil querer fundar la unidad de
la Iglesia sólo o principalmente en el hecho jurídico de que el obispo tiene poder para
mandar y el súbdito, obligación de cumplir; en el hecho de que el obispo tenga poder
para formular oficialmente la verdad y el fiel obligación de acatar esa fórmula. Pues
con más profundidad y consistencia la comunión en la Iglesia se establece por la fe y la
caridad” (P. Lucio Gero, “Meditaciones sacerdotales, cap. III”).
De esta manera la comunión en la Iglesia tiene su origen y sustento en Dios
mismo, que se alimenta en la Eucaristía, que se hace visible en la vida cotidiana de los
seres humanos, y es no sólo de orden moral, sino ontológico y sobrenatural.
Para comprender la sinodalidad, debemos entender y asumir que “la eclesiología
de comunión no se puede reducir a meras cuestiones organizativas o a cuestiones que se
refieren a meras potestades. La eclesiología de comunión es el fundamento para el
orden en la Iglesia y en primer lugar para la recta relación entre unidad y
pluriformidad en la Iglesia” (Sínodo Extraordinario, id. C, 2). En esto precisamente consiste
la Iglesia, la Eclesialidad, como modo o forma de existencia.

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¿Quién nos convoca a vivir la sinodalidad? El Papa, pero lo hace en nombre del
Señor, porque esto no es una novedad, no sólo porque lo pide Jesús sino porque expresa
la identidad y el estilo de vida del Pueblo de Dios. Somos ε′κκλησι′αιζ - Ecclesiae =
Pueblo reunido en Asamblea orante; esta identidad queda manifestada plenamente
cuando celebramos la Eucaristía. Es una asamblea convocada, esta palabra viene de otra
que desde la fe expresa la riqueza del idioma: εκκаιéοη = “yo convoco”, en definitiva es
un pueblo reunido en asamblea convocada por Dios; esto, finalmente significa Iglesia, y
por eso estamos reunidos. Este gesto de reunirnos al finalizar el año de trabajo, expresa
el compromiso y la corresponsabilidad en la vida de la comunidad ya que, como dice S.
Juan Crisóstomo: “Todos los cristianos juntos pueden crear un ambiente en el que será
posible y siempre más fácil practicar la virtud” y que “la calidad de la comunidad
depende de todos”. En estos últimos años, motivados por el magisterio de Juan Pablo II
hemos hablado mucho del espíritu de comunión y hemos intentado comprometernos en
buscar los “caminos de comunión” que nos ayuden a luchar contra el subjetivismo,
individualismo, y toda clase de atomización que en definitiva no responde al espíritu de
Dios, que es un espíritu de comunión, sino que responde al que divide = dϊabόlus: el que
desune o calumnia, viene de diabálló: “yo separo”, “yo siembro discordia”, “yo
calumnio”. Queda claro en un proceso de discernimiento del buen espíritu y del mal
espíritu: el diablo dice: yo separo; Dios dice: yo convoco. Por último nos hemos reunido
para abrevar en una misma idea que alimenta e intenta iluminar el camino evangelizador
de la comunidad, la acción es hija de la idea, si comulgamos en la misma idea,
tendremos no solo comunión en la acción sino que hablaremos un mismo lenguaje
pastoral: “una sociedad se constituye cuando todos los que la componen aman la misma
idea” (San Agustín, “La ciudad de Dios”).
El Papa Francisco, fundamentado en lo que hemos dicho, nos propone vivir la
sinodalidad y nos recuerda que “desde el Concilio Vaticano II (…)
hemos experimentado de manera cada vez más intensa la necesidad y la belleza de
«caminar juntos»” (Discurso 17.X.2015). En definitiva “el camino de la sinodalidad es el
camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio (…) Caminar juntos –laicos,
pastores, Obispo de Roma- es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no es
tan fácil ponerlo en práctica” (Disc, id.).
La sinodalidad es una dimensión constitutiva de la Iglesia de tal manera que S.
Juan Crisóstomo afirma que “Iglesia y Sínodo son sinónimos” (Explicatio in Ps. 149).
Vivir la sinodalidad supone condiciones y no son pocas:
1 – Saber escuchar, que “es más que oír” (Exhor. Ap. EG, 24.XI.13). Y la primera
condición es saber escuchar a Dios; y para esto tenemos que dejar de hacer ruido y evitar
caer en un desenfrenado activismo; es vivir el “shema” (escucha) del Deuteronomio:
"Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor” (Deut. 6,4).
Caminaremos juntos desde la comunicación con Dios, sólo si entramos en
comunicación de amor con Él, lo estaremos con los hermanos.
2 – El diálogo es otra de las condiciones para vivir la sinodalidad, cuya causa
ejemplar es Dios, que es el origen trascendente del diálogo. “La historia de la salvación
narra precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre
una admirable y múltiple conversación” (Eccl. Suam, 72).
Veamos las características del diálogo divino, para que nosotros lo imitemos.

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“El diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente por iniciativa divina:
«Él nos amó primero» (1 Jn. 4,10): nos corresponde a nosotros tomar la iniciativa
(primero los pastores y luego el laicado) para extender a los hombres el mismo diálogo,
sin esperar a ser llamado” (Id., 74).
“El diálogo de la salvación se hizo posible a todos; a todos se destina sin
discriminación alguna (cfr. Col. 3, 11)” (Id., 78).
3 – La sinodalidad supone recepción de la reforma pastoral que nos propuso
el Concilio Vaticano II, para esto se celebró el Concilio (cfr. Ecc. Suam 45). La reforma
mira a “infundir un nuevo vigor espiritual en el Cuerpo Místico de Cristo” (id. 48). La
reforma mira a que la Iglesia recupere pureza y belleza. Para que “a Cristo vivo
responda una Iglesia viva” (Pablo VI).
Todos conocemos una palabra –conservada en italiano– “aggiornamiento”,
pronunciada por S. Juan XXIII, ella “querrá decir de ahora en adelante, para nosotros,
sabia penetración del espíritu del Concilio que hemos celebrado y aplicación fiel de las
normas feliz y santamente emanadas” (Pablo VI “El final del concilio, principio de muchas
cosas”, 18.XI. 1965).
La reforma supone una auténtica conversión del cristiano hasta “desarrollar la
sicología nueva de la Iglesia: clero y fieles tendrán que desarrollar una magnífica labor
espiritual para la renovación de la vida y de las acciones según Cristo Señor: y a esta
albor invitamos a nuestros hermanos y a nuestros hijos…” (id.).
4 – Por última condición y no menos importante que las anteriores, es la
necesidad de la formación religiosa de nuestros laicos para que sea capaz de
comprometerse y colaborar en la instauración de lo que el Papa nos propone: la
sinodalidad.
La Exhortación Apostólica “Christifideles laici”, de S. Juan Pablo II, que los
invito no sólo a leer sino a tenerla como “documento de cabecera”; especialmente me
refiero al capítulo V que está dedicado a la “formación de los fieles laicos” que están
“llamados a crecer, a madurar continuamente, a dar siempre más fruto” (id., 57).
S. Juan Pablo II, utiliza para este tema la imagen evangélica de la vid y los
sarmientos es inspiradora para nuestra vida de bautizados, por ellas Jesús nos llama a
crecer, madurar continuamente y a dar siempre más fruto (“Christifideles laici”, 57).
La Iglesia, necesita velar por una formación integral, permanente, realista, gradual
y sistemática de todos sus miembros y S. Juan Pablo II ha insistido en la formación de
los fieles laicos: “ésta ha de ser una de las prioridades de la Diócesis, incluyéndola en
los programas de la acción pastoral” (id.). De la formación depende la conciencia de la
propia identidad y el fervor apostólico; “por la formación tendrán más clara la propia
vocación y la disponibilidad para vivirla” (ibíd. 58).
Por otra parte el Concilio invita a los fieles laicos a la Unidad de Vida
denunciando con fuerza la gravedad de la fractura entre fe y vida que debe ser
considerada como uno de los más graves errores de nuestra época (cfr. G.S., 43: ad. G., 21).
Esta realidad afecta sustancialmente a la evangelización pues una fe que no se
hace cultura, es una fe no plenamente acogida, no enteramente pensada, no fielmente
vivida. Lo “que importa es evangelizar –no de una manera decorativa como un barniz
superficial, sino de una manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces- la
cultura y las culturas del hombre” (Evang. Nunt., 20).

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Dios es el primer educador de su pueblo, no lo dudemos, pero también es verdad
que la Iglesia, como madre y maestra, está llamada a tomar parte en la acción educadora
divina. “Así es como los fieles laicos son formados por la Iglesia y en la Iglesia, en una
recíproca comunión y colaboración de todos sus miembros” (Christ. Laici, 62).
Si bien es educadora la Iglesia Universal y la Iglesia Particular (la diócesis), en
la que el Obispo tiene la responsabilidad personal en la formación de los laicos,
corresponde a la Parroquia desempeñar una tarea esencial en la formación más
inmediata y personal de los fieles laicos (cfr. id.).
De la excelencia de nuestro laicado no solo depende la evangelización del mundo,
sino que la renovación de la Iglesia “no será posible sin la presencia activa de los
laicos. Por eso gran parte, recae en ellos la responsabilidad del futuro de la Iglesia”
(Eccl. in Amer., 44).
Terminaremos este punto citando las lúcidas palabras del beato Cardenal
Newman, dirigidas al laicado inglés; Newman fue indiscutiblemente un hombre que se
adelantó a los tiempos de tal manera que bien podríamos definirlo como un hombre del
Concilio Vaticano II: “Vuestra fuerza radica en Dios y en vuestra conciencia; por
consiguiente no está en vuestro número como tampoco en la intriga, en los cálculos o la
sabiduría mundana... lo que echo de menos en los católicos es el don de sacar a la luz
lo que es su religión... Quiero un laicado no arrogante, no precipitado en el hablar, no
aficionado a las discusiones, sino laicos que conozcan su religión, que penetren en
ella, que sepan el terreno que pisan, que sepan lo que sostienen y lo que no, que
conozcan tan bien su credo que puedan dar razón de él, que sepan bastante historia
para poder defenderla. Quiero un laicado inteligente y bien instruido... Deseo que
ampliéis vuestros conocimientos, que cultivéis vuestra razón, que echéis una mirada
profunda a la relación entre verdad y verdad, que aprendáis a ver las cosas como son,
que comprendáis como la fe y la razón se compaginan entre sí, cuales son las bases y
principios del catolicismo” (J. H. Newman: “Conferencia sobre la situación actual de los católicos en
Inglaterra”, en Rev. “Newmaniana” nro. 32, pág. 28).
En definitiva, “en el descubrir y vivir la propia vocación y misión, los fieles
laicos han de ser formados para vivir aquella unidad con la que está marcado su mismo
ser de miembros de la Iglesia y de ciudadanos de la sociedad humana” (Christ. Laic., 59).
La sinodalidad supone la comunión, pero esta comienza en nuestra propia vida,
por eso “el Concilio Vaticano II ha invitado a todos los fieles laicos a la unidad de vida,
denunciando con fuerza la gravedad de la fractura entre fe y vida, entre Evangelio y
cultura” (cfr. G et S, 43).
Repito, la separación entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerada
como uno de los más graves errores de nuestra época. “Por eso he afirmado –dice Juan
Pablo II- que una fe que no se hace cultura, es una fe no plenamente acogida, no
enteramente pensada, no fielmente vivida” (Christ. Laic., id.).
“Se revela hoy cada vez más urgente la formación doctrinal de los fieles laicos,
no sólo por el natural dinamismo de profundización de su fe, sino también por la
exigencia de «dar razón de la esperanza» que hay en ellos, frente al mundo y sus graves
y complejos problemas” (id. 60).
Hermanos, la Iglesia no comienza con nosotros, si la mirada hacia la Iglesia
primitiva llevó al Card. J. H. Newman a la conversión por la que se hizo católico, quizás

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nos haría mucho bien a nosotros mismos mirar hacia el origen de nuestra Iglesia, y así
veríamos que “en la Iglesia primitiva, el clero formaba un «estado». Consecuentemente
se distinguía con límites bien definidos de otro estado, el laicado. Empero, ambos eran
estado «eclesiales», no estados «sociales».
¿Qué significa que eran estados eclesiales? Que ambos se inscribían «dentro» de
la sociedad eclesial. La división de estados era una división existente en el seno de la
Iglesia. Tanto el clérigo como el laico tenían una profunda conciencia de ser la Iglesia,
y a ninguno de ellos se le ocurría que, por gozar el clérigo del ejercicio de las tres
potestades clásicas perteneciera más a la Iglesia que el laico. No existía una conciencia
que supusiera que el núcleo verdadero de la Iglesia estuviera formado por el clero y que
el laicado quedara en la periferia; que el único «militante» de la Iglesia fuera el clérigo
y redujera al laico a mero simpatizante de la misma. El simpatizante o postulante era
solamente el catecúmeno, que estaba en las puertas de la Iglesia” (P. L. Gera, “Reflexiones
sobre el clero y el laicado”).
Por último, la formación de los laicos es el fármaco contra el tóxico clericalismo,
cuyo rostro más preocupante es el autoritarismo y que atentan letalmente contra la
sinodalidad. En la sinodalidad se expresa “el derecho a colaborar humanamente, y por
lo tanto a no ser un simple ejecutor, sino un instrumento consciente. Derecho a
colaborar humanamente, es decir, a pensar, reflexionar, opinar, proponer, ser
escuchado, tener parte en las decisiones y en las soluciones. Solamente así puede el
laico sentirse perteneciente a la Iglesia en una forma dinámica” (P. Gera. oc).
Debemos rezar para que todos trabajemos en cumplir el deseo de Jesús: “Que
todos sean uno” (Jn. 17, 21), y así poder vivir la sinodalidad.

Preguntas para trabajar:

¿Nuestro laicado está preocupado por su formación doctrinal?


¿Qué cosas dificultan la comunión en el ámbito de la Pastoral de la Salud?
En nuestras comunidades, ¿qué situaciones obstaculizan vivir la sinodalidad?

P. Roberto J. González Raeta

G. in D.

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