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“Jian era alto para su edad, con la piel tan curtida por el sol y tan delgado como cualquier

campesino de la antigua china”.

Sebastián Vargas. Tres espejos

“Esa mañana, el pelo de Jian, crespo y ma cortado, le tapaba parcialmente la frente, dándole
un aspecto desaliñado que se confirmaba con los enormes manchones de barro que
adornaban sus ropas sencillas de granjero”.

Sebastián Vargas. Tres espejos

“Allí, junto al arroyo, una jovencita se acercaba cantando. Aunque estaba bastante lejos, Jian
pudo ver, que tenía grandes ojos oscuros, que contrastaban con su piel muy clara. La cara de
ella, ligeramente ovalada, le daba un aspecto como de insecto, lo que sin embargo no
resultaba desagradable, sino simplemente encantador. Tenía el cabello negrísimo y largo pero
lo que más le llamó la atención fue su voz. Era una voz maravillosa aunque ella cantaba casi en
voz baja, para ella misma, sin pensar que alguien la escuchaba a escondidas”.

Sebastián Vargas. Tres espejos

Por mi parte, soy o creo ser duro de nariz,


mínimo de ojos, escaso de pelos
en la cabeza, creciente de abdómen,
largo de piernas, ancho de suelas,
amarillo de tez, generoso de amores,
imposible de cálculos,
confuso de palabras,
tierno de manos, lento de andar,
inoxidable de corazón,
aficionado a las estrellas, mareas,
maremotos, administrador de
escarabajos, caminante de arenas,
torpe de instituciones, chileno a perpetuidad,
amigo de mis amigos, mudo
de enemigos,
entrometido entre pájaros,
mal educado en casa,
tímido en los salones, arrepentido
sin objeto, horrendo administrador,
navegante de boca
y yerbatero de la tinta,
discreto entre los animales,
afortunado de nubarrones,
investigador en mercados, oscuro
en las bibliotecas,
melancólico en las cordilleras,
incansable en los bosques,
lentísimo de contestaciones,
ocurrente años después,
vulgar durante todo el año,
resplandeciente con mi
cuaderno, monumental de apetito,
tigre para dormir, sosegado
en la alegría, inspector del
cielo nocturno,
trabajador invisible,
desordenado, persistente, valiente
por necesidad, cobarde sin
pecado, soñoliento de vocación,
amable de mujeres,
activo por padecimiento,
poeta por maldición
y tonto de capirote.

Pablo Neruda. “Autoretrato”.

Esta casa, revestida de pizarra, se encontraba entre una travesía y una callecita que iba
a parar al río. En el interior había desigualdades de nivel que hacían tropezar. Un pequeño
vestíbulo separaba la cocina de la sala donde madame Aubain se pasaba el día entero, sentada
junto a la ventana en un sillón de paja. Alineadas contra la pared, pintadas de blanco, ocho
sillas de caoba. Un piano viejo soportaba, bajo un barómetro, una pirámide de cajas y
carpetas. A uno y otro lado de la chimenea, de mármol amarillo y de estilo Luis XV, dos butacas
tapizadas. El reloj, en el centro, representaba un templo de Vesta. Y todo el aposento olía un
poco a humedad, pues el suelo estaba más bajo que la huerta. En el primer piso, en primer
lugar, el cuarto de «Madame», muy grande, empapelado de un papel de flores pálidas, y,
presidiendo, el retrato de «Monsieur» en atavío de petimetre. Esta sala comunicaba con otra
habitación más pequeña, en la que había dos cunas sin colchones. Después venía el salón,
siempre cerrado, y abarrotado de muebles cubiertos con fundas de algodón. Seguía un pasillo
que conducía a un gabinete de estudio; libros y papeles guarnecían los estantes de una
biblioteca de dos cuerpos que circundaba una gran mesa escritorio de madera negra; los dos
paneles en esconce desaparecían bajo dibujos de pluma, paisajes a la guache y grabados de
Audran, recuerdos de un tiempo mejor y de un lujo que se había esfumado. En el segundo
piso, una claraboya iluminaba el cuarto de Felicidad, que daba a los prados.

Gustave Flaubert. “Un corazón simple”

Era la biblioteca. Altos muebles de palisandro negro, con incrustraciones de cobre,


soportaban en sus anchos estantes un gran número de libros encuadernados con uniformidad.
Las estanterías se adaptaban al contorno de la sala, y terminaban en su parte inferior en unos
amplios divanes tapizados con cuero marrón y extraordinariamente cómodos. Unos ligeros
pupitres móviles, que podían acercarse o separarse a voluntad, servían de soporte a los libros
en curso de lectura o de consulta. En el centro había una gran mesa cubierta de publicaciones,
entre las que aparecían algunos periódicos ya viejos. La luz eléctrica que emanaba de cuatro
globos deslustrados, semiencajados en las volutas del techo, inundaba tan armonioso
conjunto. Yo contemplaba con una real admiración aquella sala tan ingeniosamente
amueblada y apenas podía dar crédito a mis ojos.

Julio Verne. 20000 leguas de viaje submarino.

Esta pieza se encuentra en todo su esplendor en el momento en que, hacia las siete de la
mañana, el gato de la señora Vauquer, precediendo a su ama, salta sobre los aparadores,
olfatea en ellos la leche contenida en varias gamellas cubiertas con platos y deja oír su
ronroneo matinal. Al punto aparece la viuda, engalanada con su gorro de tul bajo el que pende
un moño postizo mal colocado; anda arrastrando sus zapatillas gesticulantes. Su rostro
envejecido y adiposo, de en medio del cual sale una nariz de pico de loro, sus manos
gordezuelas, su cuerpo rechoncho como el de una rata de iglesia y su busto demasiado
abundante y que oscila están en armonía con esta habitación que rezuma la desgracia, donde
se agazapa la especulación y cuyo aire cálidamente fétido respira la señora Vauquer sin sentir
repugnancia. Su rostro fresco como una primera helada de otoño, sus ojos arrugados, cuya
expresión pasa de la sonrisa prescrita a las bailarinas al ceño amargo de usurero; en suma,
toda su persona explica la pensión, de igual modo que la pensión implica su persona. No hay
prisión sin cómitre; no podríais imaginaros a la una sin el otro. La gordura descolorida de esta
mujercilla es el producto de tal vida, así como el tifus es la consecuencia de las emanaciones
de un hospital. Su zagalejo de punto de lana, que asoma por debajo de su falda hecha de un
vestido viejo y cuya guata se escapa por las hendiduras de la tela agrietada, es cifra y resumen
del salón, del comedor y del jardincillo, anuncia la cocina y hace presentir los huéspedes.
Cuando ella se encuentra allí, el espectáculo es completo. La señora Vauquer, que frisa en los
cincuenta años, se parece a todas las mujeres que han tenido desgracias. Tiene los ojos
vidriosos y el aire inocente de una celestina que se enfurruña para hacerse pagar aún más
caro; aunque, por otra parte, esté dispuesta a todo para aliviar su suerte: a entregar a Georges
o Pichegru si pudiesen todavía ser entregados. Sin embargo, es buena mujer en el fondo,
según dicen sus pupilos, que la creen sin fortuna al oírla gemir y toser como ellos. ¿Qué había
sido del señor Vauquer? Jamás daba explicación alguna acerca del difunto. ¿Cómo había
perdido su fortuna? «En sucesos desgraciados», contestaba. Se había conducido mal con ella y
no le había dejado más que los ojos para llorar, aquella casa para vivir y el derecho de no
compadecer ningún infortunio, porque, como decía ella, había sufrido ya todo cuanto es
posible sufrir. Al oír corretear a su ama, la gruesa Sylvie, la cocinera, se apresuraba a servir el
almuerzo de los huéspedes internos

Honoré de Balzac. Papá Goriot.

La tez del joven, que estaba en mangas de camisa, era tan blanca, y sus ojos miraban
con dulzura tan notable, que el espíritu de la señora de Rênal, un poquito inclinado por
naturaleza a lo novelesco, creyó al principio que acaso fuese una doncella disfrazada que
deseaba pedir algún favor al señor alcalde.

Stendhal. Rojo y negro

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