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(Contraportada)
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EL MISTERIO DE UN APOSTOL
El P. Francisco Tarín, S.I.
POR
1983
MADRID
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PRESENTACIÓN
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INTRODUCCIÓN
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EL MISTERIO DE UN APÓSTOL
EL P. FRANCISCO TARIN
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I. EL MISTERIO DE UN APÓSTOL
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II. LOS PRIMEROS LUSTROS
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esta educación primerísima deja, normalmente, sus huellas en la
conciencia y que es muy difícil eliminarlas nunca del todo. De ahí
la importancia de esas primeras experiencias de la vida aun
entonces, cuando todavía no se puede inclinar sobre ellas la
reflexión personal. Ni la observación más elemental ni la más
estudiada y sabia pedagogía nos dicen otra cosa. «Acostumbra al
joven a seguir su camino; no se apartará de él cuando viejo.» Así
lo asegura el libro de los Proverbios, y, como regla general, así ha
sucedido y sucederá siempre.
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delgado y de complexión endeble». Su salud experimentó un rudo
golpetazo con la desaparición de Vicente, su último hermano
pequeñín, que vino al mundo el 2 de abril de 1854, y en quien
Francisco tenía concentrado todo su cariño. A los quince meses
voló Vicente al cielo. Francisco no pudo resistir y enfermó de
pena. A punto estuvo de volar él también tras su hermanito. La
gravedad de la dolencia se hizo extrema y precipitó la primera
comunión, que se le administró como viático. El quería también
morir para irse al cielo con Vicente. Pero Dios quiso que se
recuperara y que se quedase en la tierra, donde, sin que él fuese
entonces capaz de conjeturarlo, le estaba reservada una misión
providencial.
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las mejores esperanzas. Pero el médico dijo que no. La salud de
Francisco estaba seriamente resentida. Sería más prudente
proporcionarle, de momento, un prolongado descanso. Y,
efectivamente, se dispuso que descansase un par de años antes de
lanzarse a los estudios superiores. Unas temporadas en Godelleta
con su hermano Miguel en las labores del campo y otras tempo-
radas con sus padres en Valencia. Sería la mejor manera de evitar
que la tuberculosis incipiente se desarrollase. Fue una medida
prudente, pero que abrió la puerta a otra clase de peligros. En su
incipiente juventud, cuando despertaban curiosas y apetentes las
energías de la pubertad, lo sacaron del cerrado invernadero
calasancio y lo lanzaron al ancho campo de la libertad y del
mundo estrepitoso. La inexperiencia lo engañó. El brusco resurgir
de las pasiones lo llevó más lejos de lo que él mismo hubiera sos-
pechado. Sin duda, no tan lejos como alguien puede tal vez
deducir de posteriores afirmaciones suyas, hechas en el fervor
enardecido de su predicación misionera. La educación recibida y
aun la discreta vigilancia familiar lo frenaban para que no se
desmandase más de la cuenta.
Pero es cierto que su piedad se entibió, sus devociones
religiosas quedaron postergadas, su misma fe cristiana comenzó a
enfriarse. Fueron, indudablemente, dos años de crisis espiritual
desde los dieciséis a los dieciocho. Una misión que por entonces
se predicó en Godelleta removió su interior. La conciencia golpeó
bruscamente sobre su aturdimiento y se acercó al confesonario.
Por desgracia, el misionero tenía prisa, y no pudo atenderlo tan
despacio como hubiera sido oportuno. Francisco no quedó en paz,
y no se atrevió a acercarse al comulgatorio.
En aquel trance peligroso, la Virgen lo salvó. Su padre tuvo
que ir a Zaragoza, y se llevó consigo a Francisco. Insisto en que
éste no era, ni mucho menos, un libertino escandaloso. Pero la
materia y la carne se rebelaban en su interior contra el espíritu. La
aglomeración de fieles en el Pilar y las manifestaciones
exuberantes de aquella fe sencilla le hacían sonreír. ¿No lindaban
con el fanatismo? A pesar de todo, y siguiendo a su padre, se puso
en la cola de los innumerables devotos que desfilaban para besar
el pilar bendito. Cuando le llegó el tumo, también él se postró
reverente y depositó su beso a los pies de la Virgen. Entonces «me
entró un calor interior que todavía no se me ha quitado». Lo
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reconoció él mismo mucho después. Confesó humildemente y
comulgó en la basílica. Con aquel prodigio sobrenatural, la crisis
quedó superada. No olvidaría nunca la doble lección de la caída y
del resurgimiento. La experiencia personal le serviría a su tiempo
para entender y atender a los pecadores.
¿Sintió entonces alguno de esos aldabonazos con que la
gracia divina suele sacudir a la conciencia y encauzarla hacia
metas más altas? Quiero decir: ¿experimentó ya entonces alguno
de esos síntomas con que se preanuncia la vocación religiosa?
Porque, a mi entender, la vocación no es, de ordinario, algo así
como una voz que viene de improviso y que empuja al alma hacia
senderos antes imprevistos. No es como una piedra preciosa que
encuentra uno de repente en su camino, sin que jamás antes se
hubiera dedicado a buscarla. Es cierto que a veces se da, como en
San Pablo, alguna luz deslumbradora y que se oye una voz antes
desconocida. Repito que esto sucedió a San Pablo, y ha sucedido
también a criaturas privilegiadas en la historia de las almas. Pero
esta gracia que transforma de repente no entra, sin embargo, en el
curso normal de la Providencia. La vocación religiosa o sacer-
dotal no es, normalmente, una gracia aislada e indubitable y como
un relámpago misterioso. Es, más bien, una cadena o un rosario
de gracias que se engarzan una tras otra, empezando, tal vez,
desde la primera infancia y continuando, en momentos
privilegiados o en sacudidas inesperadas, a lo largo del curso de la
vida. Y esto es lo que parece sucedió al joven Tarín. Y uno de esos
momentos privilegiados, aunque no todavía definitivo, pudo ser la
visita a Zaragoza. Porque el hecho es que Francisco era ya otro
cuando retomó a Valencia.
Que era totalmente otro, pudo comprenderlo él mismo mejor
que nadie. Buscó en seguida la dirección espiritual en el fervoroso
sacerdote D. Miguel Botella, reanudó sus antiguas devociones,
confesión y comunión frecuentes, visita diaria al Santísimo
Sacramento dondequiera que estuviese el jubileo de las Cuarenta
Horas. Cuando se le ofrecía ocasión, gustaba de ayudar al
sacerdote en la santa misa, como había hecho de monaguillo
cuando niño. Solicitó ser admitido en la Orden tercera de Nuestra
Señora del Carmen. Sin duda, todo aquello ya no le parecía
fanatismo al joven semidescreído de poco antes. Había llegado
también la ocasión de empezar con la Universidad. Francisco se
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matriculó en Derecho. Al mismo tiempo se apuntó a Filosofía y
Letras. Tal vez pensó su confesor que la filosofía vendría mejor, si
Francisco terminaba (como se podía sospechar) en el seminario o
en el noviciado de alguna orden religiosa. Como si esto fuera
poco, el joven ayudaba, además, a su padre y a sus hermanos en
los negocios de la familia. Todo ello significó una sobrecarga. Su
salud, que nunca había sido firme, terminó por hacer bancarrota.
A fines del tercer curso universitario se presentó la tuberculosis
con sus toses hondas, sus esputos y vómitos de sangre. Los
médicos se declararon en quiebra. Había llegado el momento de
prepararse para el viaje definitivo. Otra vez como cuando tenía
sólo nueve años. Después de los últimos sacramentos se recuperó
un poco. Pero, entre avances y retrocesos, la crisis se prolongó
casi todo un año, hasta marzo del 70. Hubo que abandonar la
Universidad. Pero tampoco ahora quiso Dios que se le cumplieran
sus deseos de morir. Dos años duró la convalecencia hasta que los
médicos declararon que la enfermedad estaba definitivamente
curada. En realidad no lo estuvo nunca, y allá quedó latente en los
pulmones durante toda la vida de Francisco. A su tiempo veremos
que de cuando en cuando volverá a dar la cara. Como San Pablo,
tendrá siempre dentro este aguijón que lo atormentase en sus
trabajos de apóstol. Aunque, como veremos, tendrá también otro
aguijón que dificultase su apostolado. «Te basta mi gracia», oyó
San Pablo que le decía el Señor. También al P. Tarín tendría que
venir la gracia de Dios para fortalecerle.
Francisco no quiso ya volver por entonces a la Universidad.
Otros problemas embargaban su espíritu: los problemas que
atormentaban a España en aquellas horas difíciles y los problemas
personalísimos de la orientación que le tocaba dar a su propia
vida. A los biógrafos toca (y ya lo han hecho) el hablamos de las
circunstancias nacionales: las revoluciones y pronunciamientos, la
abdicación de Isabel II, el efímero reinado de D. Amadeo, la
implantación de la República, el cantonalismo y el desenfreno de
las banderías por las regiones, las provincias y aun por los
pueblos de España. Naturalmente, todo eso afectó también a
Valencia, y envolvió, como es obvio, a la familia Tarín y al joven
Francisco. Pero esto queda bastante al margen de lo que nosotros
nos proponemos descifrar en estas páginas. Es suficiente con que
hayamos aludido a ello. En ese universal terremoto de la nación,
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hace más a nuestro propósito la reanudada avalancha de las
guerras carlistas. Francisco no se interesaba por la cuestión
dinástica o por las formas de gobierno. A él le preocupaban los
problemas religiosos y los intereses supremos del catolicismo. Y
entonces era innegable que liberales y republicanos iban
sistemáticamente contra los valores religiosos de España. Lo cual
empujaba a los católicos convencidos hacia el bando carlista. Por
eso también Francisco estaba de todo corazón en favor de la santa
causa. Y se creyó obligado a tomar personalmente parte activa en
la contienda. ¿Cómo lograría llegar hasta las filas de D. Carlos?
El que lo pensara despacio, no podría ver en esto sino una pura
ilusión de su temple generoso. Porque con su salud medio
desbaratada, ¿qué podría él hacer en los frentes de combate?
A fines de 1872, dos jesuitas llegados de Murcia estaban en
Valencia predicando a la llamada Asociación de Católicos.
Francisco logró ponerse en contacto con el P. Pedro María Merlín
y le habló de su posible vocación religiosa. En su reciente
enfermedad, Dios le había salvado la vida, y él estaba dispuesto a
consagrarla del todo al servicio de Dios. El misionero le habló de
la Compañía de Jesús. Francisco tomó en serio la orientación del
P. Merlín. Quizás era Dios mismo quien le empujaba a seguir esa
ruta. Los dos problemas, el carlista y el vocacional, se
entremezclaron desde entonces en su corazón generoso. Y un
buen día se lanzó a la aventura un poco disparatada y quijotesca.
En 1873, el último día de agosto, desapareció de Valencia sin
decir una palabra a nadie, ni siquiera a su familia. No quería
encontrar el menor entorpecimiento a su resolución definitiva. A
pie, sin un papel y sin provisión alguna, se lanzó a la carretera
camino de Madrid, de Burgos, de Estella, donde estaba el Cuartel
General de D. Carlos. En Madrid buscaría al provincial de la
Compañía de Jesús para presentarse como futuro candidato a la
Orden. En Estella se proponía adherirse a los combatientes
carlistas. Lógicamente, aquello no tenía pies ni cabeza. Pero lo
que mucho se piensa termina por no hacerse nunca. ¿Lo
impulsaba el espíritu de Dios o cedía tan sólo a su personal
espíritu?
En Madrid no encontró al provincial. La inquietud que
seguramente atormentaba a su familia, lo conmovía también a él.
Para sosegarlos escribió a José Ramón: «Querido hermano: Está
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hecho, no tiene remedio. Sé que he faltado, y por ello te pido mil
perdones. Te ruego, sí, que participes a toda la familia que no les
preocupe mi futura suerte; ésta será la que Dios quiera depararme.
Procuraré escribir, cuando menos semanalmente, para participaros
el estado en que me encuentro, aunque no cesaré de repetiros que
la única pena que embarga mi corazón es la de que estoy
persuadido que la familia sufre por mí. Quisiera continuar, pero
no puedo; lo haré otro día, quizás mañana. Tuyo de corazón,
Francisco.» Naturalmente, ni podía fechar la carta ni dar más
detalles, porque la guerra hacía que los correos fueran inseguros y
peligrosos. En Estella, los jefes militares pronto vieron que aquel
audaz muchacho tenía fibra, pero no tenía salud para los frentes
de combate. A lo sumo, podría servir para las oficinas de
retaguardia. Esto, naturalmente, no seducía a Francisco. Fue
providencial que encontrase por allí a dos misioneros jesuitas, que
lograron orientarle. No estaba lejos la frontera francesa, y, tras
ella, un noviciado de exiliados jesuitas. Su pariente el cartujo Fr.
Bernardo Tarín escribió muchos años después: «El Espíritu del
Señor lo llevaba a donde El lo quería.» Efectivamente, a sólo
ochenta kilómetros de Irún estaba el castillo de Poyanne, una
finca del departamento de Landes. En Poyanne se había refugiado
el noviciado de la Provincia jesuítica de Castilla. El 9 de octubre
llamaba Francisco a las puertas de Poyanne. Habían pasado
cuarenta días desde que salió de Valencia. Había recorrido más de
1.200 kilómetros, a pie buena parte de ellos. Acababa de cumplir
los veintiséis años. Un par de semanas antes, estando todavía en
Estella, pero resuelto ya definitivamente su itinerario a Poyanne,
escribía a sus padres: «... Quería yo, al mismo tiempo que dar a
conocer a Vdes. mi estado, poder comunicarles alguna noticia
satisfactoria y capaz por sí sola de borrar todo triste resentimiento.
Lo digo y repito con orgullo, y quisiera que Vdes. participaran
también de tan grata satisfacción. Cuando vienen a mi
imaginación los nombres de Vicente Ferrer, Ignacio de Loyola,
Luis Gonzaga y Francisco Javier, siento que mi corazón se
ensancha, se dilata, porque yo también, aunque sin merecerlo,
tengo la dicha de haber vencido al mundo y a sus más halagüeños
atractivos, posponiéndolo todo a la cruz del Redentor. Mucho me
acuerdo de todos. Al fin y al cabo, hombres somos, y la naturaleza
humana, de suyo débil, siente el menor contratiempo; mas al
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momento la razón serena recobra su dominio más noble que
todos, y que todos también más elevado, y, separándonos de todas
estas pequeñas miserias de la tierra, nos arrebata, nos sublima, nos
inmortaliza... Padres, ¡que Dios nos ilumine! ¡Que Dios nos
proteja! ¡Que Dios nos salve! Fe, confianza y valor; pero, sobre
todo, fe... Fe... Fe... Francisco.» ¿No son expresiones de una
elevada temperatura espiritual?
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III. LA TIERRA DE PROMISIÓN
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IV. ANTE LOS LIBROS
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Ya en Carrión empezó sus primeros modestos ensayos en la
actividad apostólica. El fue uno de los jóvenes estudiantes que se
ofrecieron para enseñar el catecismo a los niños pobres que
acudían los domingos a la iglesia. Y también a los fámulos o
criados que ayudaban en los oficios domésticos del colegio.
Estaba ya terminando sus cursos de filosofía y le escribía a su
padre ensalzando las virtudes de algunos jesuitas: «Pídale Vd.
mucho al Sagrado Corazón de Jesús, cuando va a hacerle la
guardia, que prenda en el mío una sola centella de su amor, para
que, siguiendo a tan buenos guías, consiga hacerme menos
indigno del nombre que llevo, de los hombres con quienes trato y
comunico y vivo y del hábito que visto.» En él, como lo
demostrará toda su vida, no eran palabras de rutina.
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V. HACIA EL ALTAR DE DIOS
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otras regiones: católicos rancios, pero rancios como el vino.» Es
decir, que se había conseguido despertar la fe dormida del pueblo.
¿De dónde sacaba Tarín fuerzas y, sobre todo, tiempo para esta
labor, sin alterar el ritmo de sus estudios? Los biógrafos, y, antes
que ellos, los testigos que convivieron con él, nos hablan de algo
asombroso y que parece sencillamente inverosímil y casi
increíble. Aunque no faltan ejemplos análogos en otros santos y
varones ilustres. En Tarín tendremos que admitirlo, porque los
testimonios son categóricos y múltiples. Se comprometió consigo
mismo a dos cosas parejamente difíciles: a no dormir sino lo que
fuera indispensable y a no hacerlo nunca acostado en la cama. ¿Y
cuál era para él ese sueño indispensable? Alrededor de unas tres
horas o menos aún. «De su abstención del lecho para descansar —
nos asegura un biógrafo—, baste decir con firme certeza que
durante los cuatro años que permaneció en Oña no se acostó ni
una sola noche. De lo cual poseemos providencialmente
testimonio auténtico del siervo de Dios.» Efectivamente, las
palabras del Padre en un par de ocasiones parecen confirmarlo,
aunque en su universalidad yo me resisto a admitirlas. Cuando
llegue la hora, traeremos algún que otro testimonio fehaciente.
Claro está que tal cosa no podría hacerla, ni la haría Tarín, sin
conocimiento y anuencia de sus superiores. El mismo, y ellos
también es de suponer, que habrían ponderado suficientemente la
posibilidad y consecuencias de este sueño brevísimo. ¿No sería en
perjuicio de su salud y con mengua del exacto cumplimiento de
sus obligaciones durante el día? Que el rector de Oña, P. Portes, lo
sabía, es cosa indudable. El mismo contaba con ello, si se trataba
de algún enfermo que necesitase cuidados y a quien en horas
determinadas de la noche fuera necesario suministrar alguna
medicina. En tales casos encomendaba el asunto a Tarín, que
acudía fijamente, por intempestiva que fuese la hora. Pero esto de
Oña se prolongó luego durante toda su vida, y tendremos ocasión
de volver sobre ello.
Por su edad, algo más avanzada que de ordinario, o tal vez
por alguna insinuación perdida de sus superiores, el H. Francisco
se había forjado la ilusión de que llegaría al sacerdocio antes de
terminar (como en la Compañía es costumbre) el tercer año de
teología. El 2 de noviembre de 1880, cuando sólo llevaba tres
meses en Oña, escribía a su hermana Úrsula: «Pensaba darte una
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buena noticia con decirte que el año que viene cantaría misa; pero
no podrá ser, me parece, hasta dentro de dos años o quizás tres.
No es mucho esperar ni prepararse demasiadamente tratándose de
dignidad tan alta, para la cual con tan pocas fuerzas cuento.» Fue
a fines de julio de 1883 cuando, a una con sus compañeros de
curso, recibió las sagradas órdenes. Es lástima que no
encontremos ningún apunte suyo de estas fechas en que explayara
sus sentimientos espirituales. Ya hemos insinuado alguna vez que
Tarín fue siempre reservadísimo, y escondía pudorosamente su
intimidad. Por eso nos cuesta tanto trabajo penetrar en el misterio
de su espíritu. Llegó el día de su primera misa. El H. Abad nos
cuenta: «Persona de toda mi confianza y que residía entonces en
Oña, me dice que recuerda cómo asistieron todos los mozos y que
el P. Tarín estuvo llorando durante la misa... Después de consumir
dirigió la palabra al público y a los mozos en particular, diciendo:
‘No me creo digno de tan alto ministerio, pues soy un gran
pecador. Rogad a Dios por mí.’» Seguramente, se acordaba de
aquellos años de su primera juventud, cuando estuvo alejado de
Dios y a pique de perderse. No será la única ocasión en que
expresamente aluda a aquellos extravíos.
Su padre, D. Miguel, tuvo el consuelo inenarrable de asistir
a la primera misa de su hijo. Este ansiaba ejercitar cuanto antes
las primicias de su sacerdocio con una peregrinación misional.
Los superiores le concedieron para ello los dos meses de verano
antes de comenzar el nuevo curso. Apenas su padre se despidió de
Oña, salió él con otro compañero para sus correrías apostólicas, y
llegó, de pueblo en pueblo, hasta las tierras de Navarra. Mendi-
gando y predicando avanzaban en su apostolado evangélico. Era
lo que había soñado San Ignacio y sus primeros compañeros:
predicar en pobreza. Y era también lo que en grande y
definitivamente sería más tarde la ocupación de su vida. Ya de
vuelta en Oña escribía a su padre unas líneas, que son como el
pregusto de tantas como escribiría después a lo largo de su vida
misionera. «Padre mío: Ayer noche volví de una de estas
excursiones que sabe Vd. solemos hacer. Esta, sin embargo, no ha
sido como la de Navarra, sino más corta y sin andar pidiendo
limosnas, pero sí trabajando en bien de las almas cuanto se podía
con la ayuda de Dios. ¡Pobres gentes! ¡Si hubiera Vd. visto salir
pueblos en peso a recibirnos, arrodillándose para besarme la mano
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o la sotana, no cansarse de oír nuestros sermones, confesarse con
todo dolor y con gozo inefable recibir el cuerpo y sangre de Jesús;
Vd. sí que hubiera dicho: ‘De verdad que Dios, por medio de
ruines instrumentos, sabe rematar obras grandiosas’!» Su espíritu
misionero se delata ya en estas primicias apostólicas.
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VI. UN INTERREGNO
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y la precipitación, no por la mejor o especial calidad de los
alimentos. Los cocineros y los sirvientes del comedor sabían a
qué atenerse por lo que veían con sus propios ojos. El P. Tarín
venía con prisa, echaba mano de lo primero que veía y perdonaba
los postres u otras eventuales exquisiteces. Los cocineros lo
sabían. ¿Pero sabían también cerrar la boca y guardar silencio? En
cambio, el P. Tarín sabía también, y supo siempre, que el cuerpo
necesita bien poco para mantenerse en forma. Lo que importa es
saberlo educar y no hacer caso de otras exigencias. Porque es
cierto que el cuerpo y sus sentidos piden siempre más, y hay que
domarlos. El sueño, la comida. Los pequeños detectives
sospechaban algo más, y querían saberlo a ciencia cierta. ¿Sería
verdad que también llevaba el cuerpo cargado de cilicios, como
cuentan de los santos? No pudieron averiguarlo con exactitud, a
pesar de que en los recreos tropezaban casualmente con él y lo
palpaban un poco con disimulo. No pudieron averiguarlo del todo.
Pero el Padre era para ellos un santo. Bastaba verle decir misa y
cómo su rostro parecía iluminarse, y no siempre lograba contener
las lágrimas. ¿Se iluminaba de veras o se lo figuraban ellos ante
su fervor y recogimiento?
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El segundo año que el Padre estuvo en el Puerto, el curso no
empezó a su hora. Desde comienzos del verano o algo antes, la
epidemia del cólera azotaba a la mitad de España. Empezó por
Levante. Desde Alicante se corrió a Valencia y, avanzando por la
costa, penetró en el interior de la Península. Las noticias que
llegaban de Valencia eran en extremo alarmantes. Se cuenta que
en el cementerio tuvo que actuar una cuadrilla de hasta noventa
enterradores. Y no bastaban para atender a su fúnebre trabajo.
Naturalmente, el P. Tarín pedía noticias a su familia: «No poco
cuidado me dan las noticias que por aquí corren de epidemia en
esa ciudad; aunque el no decirme vosotros nada me consuela,
juzgando por ello que ninguno de la familia ha tenido novedad
hasta el presente.» Más todavía le preocupaba el que se pudiese
extender el azote por las tierras andaluzas, «donde la fe está tan
muerta. Tengo para mí que habían de morir sin sacramentos en su
mayor parte». En este caso, «si tuviera aguante el espíritu mío
como lo tiene mi cuerpo, ¡cuánto podría yo hacer por la gloria de
Dios!» Y efectivamente lo hizo. Comenzado septiembre, el cólera
llegó al Puerto. Algunos días pudo ocultarse la noticia, para que
no cundiese el pánico. Pero al fin hubo que dar la cara a la
innegable realidad. Se abrió un lazareto en la ermita de San
Sebastián. Con anuencia del rector, el P. Tarín se trasladó al
lazareto. Allí y por las calles, de casa en casa, dondequiera que la
enfermedad cazaba a algún desgraciado, trajinaba sin descanso y
sin miedo a ser él mismo la víctima. Iba por todas partes con las
ambulancias y, dado el caso, él mismo cargaba con los enfermos
hasta conducirlos al refugio.
Como es obvio, su ministerio era principalmente espiritual.
El iba buscando la salvación de las almas. Acudía a los
moribundos para prepararlos a morir como cristianos. Pero el
ministerio espiritual era difícil y casi imposible separarlo de los
cuidados indispensables en cada caso. Pero además es que él no
pretendía ni quería ceñirse a lo estrictamente espiritual. Se
entregaba con toda su alma a toda clase de auxilios. Procuraba no
aparecer por el colegio para evitar, en lo posible, que la epidemia
avanzase hasta allí. Fueron dos meses de tribulación, de trabajo
infatigable y de caridad desbordante. Por fin, a principios de
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noviembre pareció que el mal estaba vencido. Podía ya abrirse el
colegio y comenzar el curso.
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VII. NUEVOS HORIZONTES
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desgraciados que venían a la residencia en busca de la comida que
allí se les repartía. Un hombre serio, ¿hace esto por mero alarde
de humildad farisaica? Más a escondidas, besó también el tumor
ulceroso de un pobre muchacho a quien atendían las Conferencias
de San Vicente. Como Javier en el hospital de incurables de
Venecia, quizás sintió también Tarín un primer impulso de asco
que lo hacía retroceder. Y como Javier hizo entonces, también
ahora él venció la natural repugnancia con una heroica expresión
de su misericordia. Necesariamente, un interior espíritu lo
impulsaba a eso que nosotros, hombres vulgares y ordinarios, no
sabemos hacer. Pero ¿de dónde sacaba él los medios y los
recursos necesarios para atender a tantos infelices como iban a su
encuentro? Porque toda la pobretería de Talavera sabía muy bien
dónde podría encontrar algún remedio. El mismo escribía a su
hermana la víspera de Navidad de aquel 1886: «Sucede que, como
aparento no hacer mucho caso de la gente principal ni de sus
etiquetas y pespuntes de cortesías, los mismos ricos me estiman
más. Sea todo para gloria de Dios y salvación de los pecadores,
con la sangre de Jesús redimidos.» Es decir, que de las bolsas de
los ricos sacaba lo que necesitaban los pobres. Lo cual podía
contribuir a la salvación de unos y de otros. A él tal vez no se le
podía ocurrir por aquellas fechas la manera de poner remedio a lo
que hoy tanto nos preocupa sobre ese problema pavoroso de la
cuestión social. Ni entonces en Talavera ni más tarde (como
veremos) en su incesante peregrinar de misionero por media
España. No se le podía ocurrir eso o no era eso lo que Dios in-
mediatamente le pedía. El buscaba algo más hondo y más
directamente evangélico. Buscaba encender los corazones con el
fuego de que habló Jesucristo. Esta era su misión. Y aquí estaba y
está, en definitiva, la única solución auténtica de todos los
problemas sociales.
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VIII. EN LA ESCUELA DEL AFECTO
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IX. TRES CONSIGNAS
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Alcázar de San Juan. El del P. Cadenas venía de Madrid y, como
de costumbre, traía mucho retraso. Para esperarlo, Tarín se tumbó
calenturiento en un banco del andén. Al verle en aquel estado, el
P. Cadenas le preguntó: «Padre, ¿pero Vd. cree que puede venir a
la misión?» «Sí, sí que puedo; esto pasará.» Se hizo la misión. En
ella y después de ella, Tarín estuvo restablecido y en plena forma.
No fue, ni mucho menos, la única vez que el Padre se atuvo a su
implacable consigna. Más que una reflexión fría, repito que era
una corazonada. Llegado el momento, su corazón se lanzaba
como tocado por un superior impulso. El 25 de mayo de 1890, él
mismo escribía a una de sus predilectas auxiliares en el
apostolado: «No hay ninguna empresa santa que no sea combatida
por mil enemigos. Y cuanto mayor sea la gloria que en la tal
empresa se pueda tributar a Dios, mayor será la porfía que haya
de sostenerse. Nuestra labor consistirá, pues, en no cejar un pun-
to..., siempre adelante. No temas nunca extender las velas de tu
confianza en Jesucristo; y a trabajar con denuedo y valentía,
constancia y abnegación. Lo demás lo suplirá la gracia que nos
mereció Jesucristo muriendo por nosotros en la cruz.» Es cierto
que algunos se permitieron censurar lo que ellos juzgaban
obstinación e imprudente osadía. ¿Estaban en lo cierto? Si a Tarín
y a su celo sin retrocesos e infatigable queremos mensurarlo con
las categorías de la simple razón natural, entonces los prudentes
de este mundo nunca comprenderán las extrañas motivaciones y
resoluciones de los santos.
Eso de no puedo se refería ciertamente a la salud y a las
fuerzas corporales. Pero se refería además a todas esas peripecias
o situaciones exteriores en las cuales la obra de Dios puede
encontrar especial obstáculo y cuando se hace particularmente
difícil el emprenderla o el seguir adelante. El sol implacable del
verano, la lluvia y las inclemencias del tiempo, los caminos
intransitables o lo penoso de largos viajes, las contradicciones y
aun los peligros que en ocasiones extremas plantean los
enemigos. Es el espíritu de arriba el que entonces enseñará qué
resoluciones deben tomarse: ni tentar a Dios lanzándose a lo
imposible, ni desconfiar de El por respetos humanos o por miedos
cobardes. Misionaba en Torreperogil y debió de ser en 1897.
Cuenta D. Luis Muñoz Cobo: «Corrieron la voz de que
preparaban una bomba para lanzarla en la iglesia en medio del
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sermón. Lo supo el Padre, y para enardecer al auditorio dijo que
no temiesen nada, que él era quien iba a arrojar la bomba contra
sus enemigos... En el sermón de despedida, ponderando el Padre
la grandeza del Corazón de Jesús, cuando el pueblo estaba
enardecido, rompió a cantar el Corazón santo, y todo el pueblo
con él. Al terminar dijo estas palabras: «Esta es mi bomba. Esta es
la bomba que yo he arrojado.»
Las sectas y los fermentos sociales habían desatado la
violencia por muchas ciudades y pueblos de España. Alborotos,
tumultos, asaltos de iglesias, gritos y amenazas de muerte contra
los curas y los frailes. Tarín sigue impertérrito en su trabajo y no
se arredra. No se vuelve atrás. Tampoco estos peligros le hacen
decir: no puedo. El 10 de octubre de 1895 escribía desde Cádiz:
«También aquí hay locos y temerarios, por no decir valientes. Los
masones y librepensadores parten clavos. Me han puesto en cari-
catura. Me cantan el tararín, tararín... Gracias a Dios. Señal que
aún pincha y corta nuestra espada.» Medio año después, el 19 de
febrero de 1896 escribía también: «Voy a Loja, centro de
impiedad, espiritismo y masonería, el más terrible quizás de
España.» Las cosas se calmaban quizás un rato, pero pronto las
algaradas y tumultos arreciaban con más furia. El 25 de marzo de
1899 volvía a escribir: «... dices que ahí no hay temores de
revueltas, pues por aquí sí se tienen. Estos días se habla de
tumultos en Barcelona y anoche mismo se dijo que en Badajoz
había sido acometido el P. Valencina. Esto no me arredra, antes
me da deseos de trabajar más, pues se ve la necesidad que tiene el
pueblo de doctrina cristiana y la que tienen los demás de
aprenderla y enseñarla hasta para su propia conservación...
Dichosos los que muriesen durante esa contienda y ofreciendo sus
vidas por obra tan meritoria a los ojos de Dios y aun de los
hombres.» La necesidad de las almas y el celo de la honra de Dios
lo estimulaba. El 7 de agosto de 1899 insistía: «...más vale mirar
hacia adelante después de contemplar la multitud de almas que
cada día se están precipitando en el abismo del pecado hasta
hundirse por fin en el infierno, y que muchas se pudieran salvar si
se les tendiese mano caritativa y bienhechora... Al contemplar a
San Ignacio sumergido en estanque de agua helada, que nos
hierva la sangre en las venas con el deseo de derramarla toda por
la salvación de un alma sola.»
56
A veces, su corazón sangraba, y necesitaba desahogarse. A
pesar de todo, no se echaba atrás: «Imposible urdir una trama más
horrenda que la del demonio en estos días. No puedo detenerme a
explicarlo, sino sólo a pedirte en caridad que niegues mucho a
Dios... para que dé yo salida al millón de casos gravísimos que se
han conjurado contra la paz de mi espíritu.» Así pedía socorro a
las oraciones de Dolores Sopeña el 21 de julio de 1902.
57
además sabía que, en casos extremos, la caridad ha de triunfar
sobre cualquier seguro de vida. Muchas veces se engañan los que
quieren ser muy sensatos y pretenden regularlo todo con las
normas del sentido común. Porque es indiscutible que a veces el
sentido común está reñido con la santidad. Sobre ello basta pre-
guntar a los santos. «El hombre natural no percibe lo que viene
del Espíritu de Dios.»
En este punto del dominio sobre el cuerpo y sobre sus
naturales exigencias, a mi entender, lo más sorprendente es lo del
sueño. Lo redujo hasta extremos que parecen inhumanos y, por lo
mismo, inverosímiles. Cierto que algo semejante hizo San Pedro
de Alcántara e hicieron algunos otros de quienes habla la historia.
No se trata de casos aislados y esporádicos que ocurren y pueden
ocurrir a cualquiera. Lo llamativo es la continuidad. En él fue una
costumbre permanente desde muy pronto hasta los últimos días de
su vida. Por lo visto, para él todo era cuestión de acostumbrarse.
El 29 de septiembre de 1895 le escribía a D.a Dolores Sopeña, la
fundadora de las Damas Catequistas: «De seis horas de sueño,
tampoco podrás quitar nada, a no ser que hayas adquirido hábito
de dormir menos.» Los que convivieron con él más o menos
tiempo o lo acompañaron o lo hospedaron en sus misiones, están
todos de acuerdo en lo mismo. «Dormía apenas tres horas cada
día, sentado en una silla», atestigua el P. Lara. El P. Sola lo
confirma: «Dormía dos horas o tres, y nunca en la cama, sino
sentado en una silla, reclinada la cabeza en el respaldo.» Más
fácilmente, eso de prescindir de la cama puede ser cosa de
costumbre. Más difícil es que lo sea la posición del cuerpo
durante el sueño. Los testimonios sobre su tiempo y forma de
dormir son tan numerosos y tan concordes, que del hecho en
general no puede caber duda razonable. Digo que en general
porque pudieron darse excepciones, y él mismo confiesa que se
dieron. Por lo mismo que eran excepciones, se deduce cuál era en
este punto su norma habitual.
En 1895, el 20 de noviembre escribía desde Daimiel: «No
tengo un minuto; para confesar a las monjas, que hacen ejercicios,
he tenido que hacer noche en el confesonario.» En 1896, el 1 de
octubre escribía también a una religiosa reparadora: «Dan las tres.
Esta es la carta que completa la docena que he tenido que escribir
desde la una; y a las cuatro tengo que celebrar el santo sacrificio.»
58
El 20 de febrero, en carta a un amigo, le decía: «La silla me sirve
de lecho y el reclinar la cabeza es junto al breviario.» Un
testimonio más, del 16 de abril de 1902: «Por la noche me rinde el
sueño y quedo sentado en la mesa; pero al despertar se me
ocurren todas las pobrezas de los pobres, que son muchas.» Doña
Manuela Pérez Palacio lo confirma todo con estas palabras:
«Según me dijo, hacía veintidós años que no se acostaba en la
cama, durmiendo a ratos sentado en una silla. En otra ocasión me
dijo que había podido dominar su cuerpo en cuanto a otras
necesidades, como las de comer y beber, pero en cuanto a la de
dormir no.» En las misiones, lo normal era que no se retirase de la
iglesia hasta las doce o más tarde de la noche, mientras quedara
alguien para confesar, y a las dos de la mañana o poco después
volvía para preparar el rosario de la aurora. Sin discusión posible,
su sueño (como cosa ordinaria) nunca llegaba a las tres horas. Y,
desde luego, nunca o casi nunca en la cama. A lo que parece, esta
costumbre empezó a imponérsela muy pronto; como hemos visto,
al menos ya desde Oña, cuando estaba metido en sus estudios
teológicos. Luego siguió con ella en el Puerto, durante sus años de
colegio. Por consiguiente, no se trataba de algo a que le forzara su
ajetreo de misionero. Sin duda que muchas veces ese mismo
ajetreo le imponía restringir más el tiempo dedicado al sueño.
Esto es lo que todos podían comprobar y lo que nadie sabía
explicarse. Nosotros vemos en ello una penitencia, que Dios le
exigía.
61
Dios exige algo de sus criaturas, sabe mejor que nosotros que «no
de sólo pan vive el hombre».
Ciertamente, el P. Tarín era el primer responsable en
discernir cuáles eran las exigencias divinas sobre él y con qué
auxilios superiores contaba para atenerse a ellas. Ese sueño
escasísimo, dado que se prolongó tantos años, no hacía mella en
su salud ni mermaba su actividad increíble, que parecía milagrosa.
Pocos hombres había, si es que hubo alguno, con capacidad para
seguirle mucho tiempo en aquella actividad arrolladora de sus
misiones. En este punto, el testimonio del P. Arcos es definitivo:
«El P. Muruzábal, provincial, cuando me envió con el P. Tarín a
misionar, me dijo que él trabaje lo que quiera y Vd. lo que pueda;
es decir, que ni le cohibiera ni le siguiera.» Parece, sin embargo,
que el Padre se dormía algunas veces en el confesonario. ¿Se
dormía o daba alguna que otra cabezada? «Padre, ¿me ha
entendido Vd.?», le preguntó cierto día un penitente escrupuloso.
«Hijo, me has dicho esto, esto y esto.» El escrúpulo se convirtió
en pasmo. Aun dormido se había enterado de todo. ¿No era un
prodigio sobrenatural? O digo yo que, quizás, el Padre no estaba
dormido, aunque lo pareciese. «Cuando el Padre duerme, su
corazón vela», cuentan que dijo un día el cardenal Spínola a una
monja que le contaba un caso semejante. Algún que otro caso
aislado pudo, tal vez, darse. Pero yo pienso que el P. Tarín sabía
muy bien cuál era su oficio y su obligación en el confesonario. Y
que, por tanto, hubiera puesto inmediato remedio en caso de no
oír cabalmente las confesiones. A mi entender, ni se dormía ni
escuchaba durmiendo al penitente. No es necesario apelar al
milagro. Lo cual no se opone a que, de vez en cuando, diera
alguna cabezada. Aun durmiendo razonablemente, a todos nos
puede pasar y nos ha pasado alguna vez lo mismo.
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no tuviéramos testimonio alguno, hubiéramos podido sospecharlo.
Aquí lo singular puede estar en que no se trataba de casos ais-
lados, sino que ésa era su manera ordinaria de comportarse. Las
misiones le imponían casi siempre un trabajo al margen de
cualquier horario regularizado. Por tanto, no podía someterse a
normas fijas y regulares. Esto sin contar con que la comida y el
sueño son dos formidables enemigos, contra los cuales ha de
luchar quien pretenda ser santo.
Los biógrafos nos hablan también de sus penitencias
corporales: cilicios sofisticados que le cubrían pecho y espaldas o
disciplinas violentas y prolongadas hasta hacer que saltara la
sangre. No sé si, cuando estaba misionando o fuera de casa,
podría echar mano de esas ruidosas disciplinas, que lo hubieran
puesto en evidencia irremediablemente. La herida de su pierna,
nunca bien curada, él mismo confesó al P. Luis Gonzaga Navarro
que era para él un cilicio permanente. La herida se abría de nuevo,
y los dolores se recrudecían cuando, con ocasión de sus continuos
viajes, tropezaba con algún obstáculo o recibía casualmente algún
golpe. Menos de un mes antes de su muerte, escribía él mismo al
Dr. Escasi, médico de El Coronil: «Ahora me tiene Vd. con una
pierna en alto. Al volver de San Femando el 21, entró uno en el
coche y me dio tal golpe con su rodilla en mi pierna herida, que
no sé si la cornada de un miura hubiera sido más fatal. Se me
abrió un boquete que cabía el puño.» Ciertamente, el Padre no
exageraba. Murió poco después, y el Hno. Cánovas nos cuenta:
«Antes de amortajar el cadáver con ropas limpias, pude
contemplar la citada llaga de la pierna derecha, que le llegaba
desde la rodilla al tobillo por la parte anterior, dejando ver por
algunas de sus úlceras el hueso de la pierna.» Este cilicio, más o
menos mal cerrado, lo vino arrastrando veinticinco años arreo
desde que recibió aquel puntapié violentísimo en el colegio del
Puerto.
63
urgencia en el trabajo no explica suficientemente este punto.
Había, además, su explícita intención de sacrificarse. Alguna vez
hubo quien le advirtió que era necesario alimentarse bien para
poder continuar en el trabajo con fuerzas suficientes. Él se limitó
a contestar: «Sí, y luego, ¿cómo se van a convertir las almas?» El
sabía muy bien que Jesús en el Evangelio une la oración con el
ayuno para combatir contra las fuerzas del mal. Es decir, que
también en esto andaba de por medio una preocupación
apostólica. En su dirección espiritual era, sin embargo, exigente y
moderado en este punto de las penitencias. No a todos pide Dios
el mismo género de sacrificios, aunque el vencimiento propio y la
lucha contra los caprichos de la naturaleza exige un incesante
renunciamiento. «Alguna penitencia corporal sí conviene, siempre
que no haya riesgo de mayores quebrantos. Recuerde la teoría de
las penitencias mixtas, es decir, las que son parte interna y parte
externa...» Y en otra ocasión escribía: «Todo o nada importa, con
tal de servir a Dios. ¿Qué más importa morir en Salamanca que
morir en Cádiz? Muramos ya ahora para siempre; muramos a
todos, incluso a nosotros mismos; y sea en frío o en caliente, por
calentura lenta o enfermedad aguda, o contagiosa, o crónica, que
la voluntad de Dios en mí se cumpla.» Total, lo que a él le mueve
no es la penitencia por sí misma, sino la voluntad de Dios. «Bien
se puede adquirir el hábito de la mortificación ejercitando esta
virtud en mil cosillas interiores y exteriores que a cada momento
están ocurriendo. Este deseo se ha de hermanar con el propósito
de gastar toda la vida y todas las gotas de nuestro sudor y sangre
por Dios. Pero si con excesivas penitencias de esas que llamo yo
de mano gruesa te extremas, ¿qué se puede ya hacer? Por esto es
más conveniente lo de la penitencia menuda: el calor, la sed, el
mal olor de las chozas, la vista asquerosa del interior de algunos
albergues, una palabra de tal señor, el mal gesto de la otra, etc.,
etc. Ahí, ahí, ahí tienes buena mina.» O sea, la penitencia del
trabajo ordinario en el apostolado. Más que la penitencia corporal,
lo que él aconseja es el vencimiento propio. «Toda la perfección
está en vencerse. Aquel que se vence, adelanta tanto cuanto se
venza, por amor de Dios se entiende. Sólo esta regla nos debería
bastar para ser santos.»
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Y ya podemos entrar en el tema de su tercera consigna.
Porque recuerde el lector que estamos hablando de esas tres
consignas que se comprometió a mantener de por vida. Ya hemos
hablado de las dos primeras: aquella de nunca decir no puedo y
aquella otra de no tener consideraciones con su cuerpo. La tercera
consigna, de que ahora vamos a hablar, explica mejor el porqué
de las otras dos. Ya estando en Salamanca para sus exámenes en
la Universidad civil había escrito (como vimos) a su rector de
Camón de los Condes: «Mis deseos los conoce V. R. Son trabajar
cuanto pueda en todo tiempo y lugar. Ya que llegué tarde a la
viña, sacar la parte proporcional del trabajo, porque todos
recibimos la misma paga.» Él se daba cuenta de lo relativamente
tardío de su vocación. Y quería compensar con un trabajo doblado
lo que hubiera podido haber hecho en caso de que hubiera entrado
antes en la Compañía. Más tarde, en San Jerónimo, en la escuela
del afecto se planteó de nuevo el problema en la presencia de
Dios. Cuál había de ser su trabajo competía a sus superiores el
decidirlo. El estaba cordialmente en manos de la obediencia. Pero
la calidad y cantidad de su trabajo, lo que llamaríamos el cómo y
el cuánto tiempo, es cosa que no pueden, normalmente, regular
los superiores y queda reservado a los planes de la Providencia.
Tarín en su oración consultó a Dios y se entregó a El sin reservas.
Le pareció que el Señor le impulsaba a una especie de pacto filial
con El. Si en su beneplácito entraba concederle diez años de vida,
él por su parte y con el auxilio divino procuraría hacer en esos
años la labor que en curso normal exigiría veinte. Y aquí estaba la
consigna: un trabajo de veinte años realizarlo en diez. Claro está
que una cosa así no podía proponérsela si un interior impulso de
arriba no le inducía a ello. Con las reglas ignacianas del
discernimiento de espíritus, pudo averiguar que era Dios mismo
quien le movía y quien le prometía su gracia para seguir adelante.
No era una precipitación suya o impulso ciego. El fervor de una
hora no podía confundirse con una moción espiritual. Allí estaba,
y él no podía dudarlo, el espíritu de Dios. Esa moción que él
sentía pudo y debió de consultarla con el director de ejercicios.
Este era el P. Antonio González, un hombre de Dios que estaba al
frente de la escuela del afecto. El director, por lo visto, tampoco
debió de dudar. Nosotros ahora, tras la lectura de la historia
posterior, podemos saber que ni el director ni el ejercitante se
65
engañaban. Sino que la providencia de Dios iba a concederle no
diez, sino veintidós años de vida. Pero esto Tarín entonces no
podía preverlo.
Años después de ese su propósito reiterado en la escuela del
afecto, predicaba en Sevilla un triduo con ocasión de la fiesta de
San Estanislao de Kostka. A propósito de la juventud del Santo y
de su aprovechamiento espiritual en tan pocos años, reflexionaba
sobre sus propios deseos de emplear bien el tiempo que nuestro
Señor quisiera concederle de vida. «¡Qué diez meses de
noviciado! ¡Y qué dieciocho años de vida! ¡Qué confusión y qué
vergüenza para el que frisa en los cincuenta años y casi la mitad
de ellos ha pasado en la religión! Plegue al benjamín de la
Compañía alcanzarnos de la que en el pecho, abrasado en vivas
llamas, y los ojos, abrasado en ardientes lágrimas, llamaba mi
Madre, un amor a la vocación como el suyo, para correr en poco
tiempo la carrera de muchos años, y así, en los que nos restan,
restemos las deudas atrasadas.»
Repito que esta tercera consigna nos explica cabalmente las
otras dos que ya conocemos: la famosa de no decir nunca no
puedo y la otra de no hacer jamás concesiones a su cuerpo. Así
comprendemos mejor esa actividad infatigable en su trabajo
misionero; ese empalmar una misión con otra sin admitir apenas
reposo alguno; esa carrera vertiginosa contra reloj que ningún otro
era capaz de resistir. Varios prodigios se cuentan de él, y
seguramente no todos eran pura invención de la gente, electrizada
con su presencia. Pero, a lo que yo entiendo, el mayor prodigio y
el absolutamente innegable era su propio tenor de vida, que nadie,
ni entonces ni ahora, podría sostener si una gracia preternatural no
viene a confortarlo. Ese mantenerse en tensión (como veremos)
durante toda una jornada agotadora desde las tres de la madrugada
hasta la medianoche; ese esfuerzo cuotidiano siempre el mismo,
conservando la paz y la serenidad aun en los trances más difíciles;
ese dominio sostenido sobre sus nervios y ese no conceder a su
cuerpo las exigencias más razonables..., digo que esto es lo que yo
pienso milagroso o prodigioso en su vida. Tanto más prodigioso
cuanto que no está interrumpido al día sino por dos horas de
sueño, o algo menos, y está prolongado, sin desfallecer, durante
largos años. Prodigioso o milagroso también, porque Tarín no era
un hombre robusto y de salud a toda prueba. Ya sabemos lo de su
66
tuberculosis, lo de su hepatitis crónica y lo de su pierna
seriamente resentida. En estas condiciones físicas, un hombre
tiene, de ordinario, una actividad muy restringida, y ha de andar
siempre con precaución vigilante. Por todo eso, digo que el
esfuerzo sostenido del P. Tarín es punto menos que milagroso y
que desde luego exige una virtud muy por encima de lo que suele
ser ordinario en un buen religioso.
Algunos de sus biógrafos acumulan los epítetos cuando
intentan resumir los esfuerzos del misionero que nunca decía
«basta» en las tareas de su celo apostólico. Porque efectivamente
era un celo activo, sin descansar un momento en sus misiones y
empalmándolas unas con otras sin pausa alguna. Celo insaciable,
que jamás decía basta, y mientras trajinaba en una misión estaba
ya preparando las siguientes. Celo incansable, que no se rendía
nunca, y, cuando ya parecía agotado, empezaba otra vez con nue-
vos bríos. Celo industrioso en idear modos y maneras hasta llegar
al fin que se había propuesto. Celo universal, que se extendía a
todos, y especialmente a los niños y a los más pobres y
abandonados. Celo, además, sacrificado, dispuesto siempre a
perderlo y consumirlo todo por la gloria de Jesucristo y la
salvación de las almas. Continuar en esta tarea durante veinte
años sin hacer alto en ella, parece, sin duda, algo que excede las
fuerzas humanas y que exige una especial protección de lo alto.
Uno de sus compañeros de misión no tiene reparo en afirmar: «Lo
más extraordinario que vi en él fue la continuidad de su
ministerio. Para él no había ni invierno ni verano, ni tomar una
temporada de descanso, como lo hacían un Segneri, un Calatayud,
un Jerónimo López.» Y frases suyas son estas dos, que trans-
cribimos una tras otra: «Aunque el año tuviese trece meses y el
mes cuarenta días, no cumplía yo mis deudas.» «A hora por día de
sueño y de descanso había que computar muchas de estas
temporadas.» Ninguno de sus compañeros de misión, ni aun de
los más robustos y fervorosos, era capaz de seguirle en su
desbordante actividad. Incluso algún médico consideró que era
sobrenatural esta resistencia del Padre en sus trabajos. Una de sus
colaboradoras remachaba: «Tanto trabajo tenía y tanto trabajo nos
daba, que decía que no habiendo pared entre día y noche, hay que
trabajar sin parar.» Quizás por esto mismo, es decir, por este su
infatigable trabajo, algunos consideraban excesiva e imprudente
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su tarea. El no ignoraba lo que éstos decían, pero no se echaba
atrás. En tomo a la actividad apostólica tenía criterios personales,
y pensaba que no a todos pide Dios el mismo esfuerzo. A D. a
Dolores Sopeña le escribió una vez: «Puede que sea tenacidad
tuya y mía y no voluntad de Dios que se trabaje en San Roque.
Pero mientras no se nos demuestra con evidencia, adelante con la
obra comenzada.»
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X. EL BUEN SOLDADO DE CRISTO
69
Con el fin de la tercera probación, en la Compañía se da
prácticamente por terminada la formación del jesuita. Si los años
reglamentarios lo permiten, se llega, sin más demora, a la
incorporación definitiva a la Orden por los últimos votos. No fue
éste el caso de Tarín, que tuvo que aguardar todavía casi tres años
para hacer su profesión. A pesar de todo, los superiores lo
destinaron ya a lo que iba a ser definitivamente la ocupación de su
vida: a las misiones populares. Desde una residencia como de
centro fijo, se le encomendaba la tarea de lanzarse en todas di-
recciones, según las circunstancias, para lo que llamaríamos un
apostolado itinerante. De hecho, ésta había sido la primera
concepción ignaciana en los comienzos mismos de la Orden.
«Nuestra vocación es para discurrir y hacer vida en cualquiera
parte del mundo donde se espera más servicio de Dios y ayuda de
las ánimas.» ¿Estaba el P. Tarín capacitado para esto? Su
formación intelectual era buena, y aun podríamos añadir que muy
buena. Naturalmente, en el terreno de sus estudios eclesiásticos. Y
también en esa cultura general y universitaria que proporciona la
carrera de Filosofía y Letras. Aparte de esto, sus lecturas
personales no pudieron nunca ser muchas, dada la permanente
ocupación que absorbía todo su tiempo. Ellas le proporcionaron, a
lo sumo, esos conocimientos generales que adquiere un lector
atento e inteligente en materias que no son de su específica
competencia. Algún biógrafo pondera, quizás candorosamente, la
admiración de los especialistas en física, astronomía, medicina o
matemáticas cuando lo oían disertar sobre estas materias en
conferencias eventuales. Si no pretendemos que el Padre gozara
del don preternatural de ciencia infusa (cosa nada probable),
tendremos que recortar mucho en tales ponderaciones
admirativas.
Que suscitaba, efectivamente, el entusiasmo de la gente
sencilla y poco cultivada de los pueblos, era cosa que se
confirmaba y repetía en todas partes. Y sucede que, cuando
alguien llega a remontar esa popularidad más que extraordinaria
como fue la suya, se construya yo no sé qué clase de mito, al que
luego se le atribuyen hazañas fabulosas. Así, en este caso de Tarín
se vino a decir que sabía de todo y que poseía una ciencia más
que vulgar en todos los campos de la cultura. Sí, dondequiera que
se presentaba, antes o después se apoderaba del pueblo y electri-
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zaba a las muchedumbres. No siempre todos, pero siempre casi
todos terminaban por rendirse al poder mágico de su presencia y
de su palabra. Pero esto no se debía a la universal sabiduría de sus
conocimientos y al relumbrón fastuoso de una ciencia inverosímil.
Subyugaba a todos el convencimiento profundo con que hablaba,
su celo impetuoso y sincerísimo, su conocimiento indudable del
corazón humano, la entrega total de su propio corazón y de su
vida. Recalcando unas palabras oportunas de San Juan de la Cruz,
subyugaba el hecho de que hablaba de las entrañas del espíritu
con espíritu entrañable. Sin que nadie supiera tal vez explicárselo,
atraía, y removía, y conmovía a los pueblos la comprobación de
que su conducta estaba absolutamente de acuerdo con su doctrina.
La gracia de Dios estaba con él, y todos terminaban por admitir
que era un santo. Y se rendían magnetizados por su santidad. Era
ciertamente su fama de santidad y no su sabiduría o erudición lo
que ponía en movimiento a las muchedumbres. Ni siquiera su
figura exterior podía sorprender a nadie. Mediano de cuerpo,
antes bajo que alto: enflaquecido notablemente por sus
enfermedades y su trabajo, rostro demacrado y tez morena, nada
se descubría en su porte exterior que de manera especial atrajera a
sus oyentes. Su frente era amplia, y su mirada vivaz y penetrante,
aunque, de ordinario, llevaba medio entornados los ojos, y la ca-
beza levemente inclinada sobre el pecho. En sus facciones podría
tal vez advertirse como cierta nota de severa austeridad, que
pronto se desvanecía con el bondadoso atractivo de su
conversación. La voz era al principio clara, potente y bien
timbrada. Pero no tardó en resentírsele la garganta, incapaz de
responder al violento y continuado esfuerzo. La predicación,
tantas veces al aire libre; los rosarios de la aurora en los tiempos
de riguroso invierno, terminaron por enronquecerlo y muchas
veces por dejarlo completamente afónico. Su remedio entonces
era vulgar: agua caliente que le suavizase la garganta. Confiaba,
sobre todo, en una camáldula o rosario del Beato Fr. Diego José
de Cádiz. Se lo aplicaba al cuello, y, puesto que él lo afirmo con
frecuencia y con toda seriedad, habremos de admitir que la
reliquia del Beato le devolvía prodigiosamente la voz.
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XI. SUPERIOR EN SEVILLA
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agobiado de trabajo. No me sirve estirar el día cuanto puede dar
de sí, porque esta ciudad es inmensa, y los operarios pocos, y el
suelo movedizo, que lo que se marca hoy, se borra mañana...»
Comparándolo con su apostolado anterior, decía a un amigo: «...
aunque es trabajo más ligero esto que el de las misiones, pero se
gasta más tiempo en naderías». El personalmente no tenía mucha
ocasión para tales naderías, aunque no faltarían importunos que
ven sus pequeñeces y se preocupan como si fueran catástrofes. En
tomo suyo podía observar y lamentaba que se «prodigan las
atenciones a quienes menos las necesitan, porque tienen medios
sobrados de formación espiritual, y se sustraen a los más
necesitados, que, sumidos en la ignorancia y envenenados con la
lectura de los periódicos impíos y liberales, desconocen y aun
aborrecen la ley de Dios y no encuentran quien se la enseñe».
Lo que hemos dicho de su cansancio y de su trabajo
agotador, nos demuestra que sus primeras impresiones en Sevilla
lo engañaron. Se las prometía mejores: «Bien veo lo mucho que
se me vendrá encima; pero como, gracias a Dios, no me acosa el
sueño, encontraré tiempo suficiente para todo.» Se equivocó. Más
tarde tuvo que confesar que no le bastaba con estirar el día, como
en los tiempos más atareados de sus misiones. Podríamos afirmar
que los seis años sevillanos fueron algo así como una misión
nunca interrumpida. Y es que la cosa no estaba ni aquí ni allí; ni
en las misiones, ni en Sevilla. La cosa estaba inexcusablemente en
él, en la tercera de sus tres consignas que ya conocemos. Con San
Pablo podía decir: «Yo con sumo gusto gastaré y me gastaré por
vuestras almas.» Este entregarse absolutamente por las almas era
la obsesión y como la idea fija del P. Tarín. Ahora, en vez de ir de
pueblo en pueblo, como antes, iba de barrio en barrio, recorriendo
toda Sevilla y su periferia y aun los pueblos del inmediato
contorno: Omnium Sanctorum, San Nicolás, San Antonio, San
Jacinto de Triana, San Roque, San Román, San Juan de
Aznalfarache y hasta Dos Hermanas y Alcalá de Guadaira. A los
pueblecitos o a los barrios más apartados iba por la tarde, a última
hora, y volvía al amanecer, para no faltar a sus trabajos de la
residencia. Entre plática doctrinal, sermón de calibre y
confesonario se le pasaba la noche. Cualquier silla en cualquier
rincón era suficiente para descabezar un brevísimo sueño. ¿Las
misiones? «Nosotros las tenemos constantes en los anchos barrios
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de esta ciudad bulliciosa. Y ¿dónde vamos a parar, dado que
paremos?» Así se lo escribía a un amigo el 20 de septiembre de
1899, cuando apenas llevaba un año en Sevilla. El ser superior
tenía para él una ventaja, que «le permite a uno darse de lleno al
trabajo, sin más trabas ni más ligaduras que las de nuestra flaca y
ruin naturaleza.»
Los enfermos, sobre todo si eran pobres, y los niños
abandonados y sin escuela eran su obsesión. Los enfermos,
porque tienen más necesidad de consuelo y, tal vez, de una más
urgente ayuda espiritual. Como él apenas si daba al sueño un
tiempo inverosímilmente corto, estaba siempre alerta cuando por
la noche venían a pedir socorro. ¿Y los niños? Son los hombres
del mañana. Y esos hombres serán, de ordinario, lo que hayan
aprendido a ser desde pequeños. Por eso su interminable
preocupación por las escuelas. Las que fundó o sostuvo en Sevilla
y en sus barrios nos lo cuentan sus biógrafos. Por lo demás, él
sabía que las escuelas serán lo que sean los maestros que las
regentan. De ahí su afán de «formar al maestro para formar al
niño». De este afán surgió la Asociación de San Casiano. El
nombre completo es más largo, y, por lo mismo, explica mejor su
sentido: «Asociación de Maestros de Primera Enseñanza de San
Casiano». La Asociación pretendía atraerse y agrupar a todos los
maestros católicos y formar con ellos una red que fuera
acaparando los puestos directivos en las escuelas de Sevilla y de
su provincia. Había que darles, naturalmente, una sólida for-
mación católica y mantenerlos unidos para que unos a otros se
ayudasen y la labor del conjunto fuera más eficiente. El año
mismo de la muerte del Padre pudo decir el cardenal Almaraz:
«Este solo pensamiento del P. Tarín bastaría para que mereciera
eterna gratitud por parte de los amadores de la verdad y de la
Iglesia católica.» El insigne pedagogo D. Manuel Siurot insistió:
«El P. Tarín pensaba, como no tienen más remedio que pensar los
que quieren ver claro, que la propaganda por medio de la escuela
es la característica de nuestro tiempo.» Lo era entonces, a
principios de siglo, y lo fue antes y lo sigue siendo ahora tanto o
más que en cualquier otro tiempo. La educación católica es el
fundamento y la coronación de cualquier otro apostolado. La
escuela neutra o aconfesional no existe. Cualquier tipo de
neutralismo, y mucho más en la escuela, es fatal y conduce a la
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negación de lo religioso en la vida. Por eso podemos afirmar que
una asociación como la de San Casiano sería cristianamente más
eficaz y duradera en sus frutos que las correrías misionales que
antes y después podía emprender el P. Tarín.
Lo que un maestro es para una escuela, algo así es un cura
para el pueblo donde ejercita su ministerio. De ahí la necesidad y
la importancia de infundir en los sacerdotes un profundo espíritu
religioso. En los tiempos de Tarín, muchos seminaristas no vivían
en régimen de internado. Seguían con sus familiares o en
pensiones y casas de huéspedes, sin más obligación que la de
asistir a las clases del seminario y a los actos generales de piedad
que obligaban a todos. Por tanto, tampoco podían recibir una for-
mación profundamente religiosa y sacerdotal. En pleno acuerdo
con el arzobispo Spínola, el P. Tarín formó para los seminaristas
la Congregación de San Juan Berchmans. Se inauguró en la
misma iglesia de los jesuitisa el 12 de agosto de 1899. El sermón
estuvo a cargo del arzobispo. Ya se entiende que la finalidad de la
Congregación no era otra sino la de procurar una formación más
espiritual y más intensa de los futuros sacerdotes. Con ello, el
Padre miraba a lo lejos en el espacio y en el tiempo. No miraba
tan sólo a lo que aquellos seminaristas podían ser en el tiempo de
su formación, sino mucho más a lo que serían mañana en los
pueblos donde ejercitasen su ministerio apostólico.
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muchos ratos de modorra.» Pareció conveniente celebrar consulta
médica. «Resulta de la opinión de los señores consultores que el
Padre tiene los pulmones congestionados y aun lesionados; que el
humor reumático que produce las inflamaciones y dolores puede
muy bien comunicarse al corazón, y que en esto está el mayor
peligro que corre la salud del Padre.» Aunque lentamente comen-
zó a mejorar, el P. Provincial creyó indispensable exonerarle de su
oficio un par de meses antes de que cumpliese el plazo. Aquellos
casi seis años de increíble labor en Sevilla habían agotado sus
fuerzas. Afortunadamente, se restableció pronto en el colegio de
Chamartín. Aún le quedaban seis años de intensa vida apostólica.
91
XII. LA CRUZ DEL MISIONERO
94
Precisamente de esos sentimientos brotaban su entusiasmo y
su expansiva alegría cuando en las misiones atraía a los pies de
Jesucristo a millares y millares de almas en una especie de pesca
milagrosa. Hablando de la misión de Torredonjimeno que acababa
de dar, escribía: « ¡Cuánto hubiera Vd. gozado si con un catalejo
hubiera visto lo que yo he visto en estos cuatro días y cuatro
noches últimas!... Bien se conoció que algunas almas muy santas
pedían por ella. Porque lo sucedido allí es del orden de los
milagros que acontecían a San Vicente Ferrer, al Beato Fr. Diego
de Cádiz y a otros. No es para dicho en pocas palabras.» La cruz
del misionero, por lo mismo que es tan penosa, produce frutos de
salvación más abundantes. Estos frutos eran para el P. Tarín la
prueba más clara de que Dios estaba con él y aceptaba el
holocausto que él quería ofrecerle, como San Pablo, «para
completar en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por
el bien de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24).
Tenemos una carta del Padre fechada en Córdoba el 5 de
enero de 1897: «¡Qué tribulación tan horrorosa! Recibo un
telegrama de Toledo en que me dicen que no tengo allí licencias.»
Se refiere a que no se le concedía el permiso del prelado para
ejercer en aquella diócesis los sagrados ministerios. «Mira cómo
Dios sabe cobrarse todos los consuelos de Tarifa, de Montefrío,
etc., etc. Hoy, por un lado, recibía un acta de los caballeros prin-
cipales de esta última población nombrándome presidente
honorario, etc., etc. Por otro lado, el telegrama de Toledo. Para
que veas tú y otros, que me creéis valgo para una cosa, que soy el
más miserable pecador, por quien has de rogar mucho...» Esa
tribulación de Toledo la atribuía el Padre directamente a Dios y no
se fijaba en las personas que la producían. Pensaba que sus
propios pecados la merecían. Era otro género de cruz que Dios
quería cargar sobre los hombros del misionero. Una cruz era la de
las misiones y era precisamente otra cruz la de no poder misionar.
Porque en Toledo tenía apalabradas varias misiones, y ahora le
cerraban las puertas para que no pudiese darlas. Pero ¿qué había
sucedido en Toledo?
95
Monescillo. El cardenal era, ciertamente, una persona benemérita,
pero de carácter un tanto arrebatado. No andaba en muy cordiales
relaciones con la Compañía y ya había tenido en Valencia serios
altercados con algún jesuita. Sus ideas políticas chocaban frontal-
mente con las que él atribuía a la Compañía de Jesús. Claro está
que dentro de la Orden se daban opiniones y conductas para todos
los gustos. Se trataba en concreto de la actitud política que debían
adoptar los católicos en aquellos tiempos difíciles. En este punto,
los pareceres se dividían y discordaban, como suele suceder en
tales casos. Pues bien, decimos que en el fondo aquí estaba la raíz
de los disgustos del cardenal. Y esto fue, en último término, lo
que ahora le había tocado al P. Tarín. Es cierto que el Padre estaba
totalmente en contra de los errores que entonces profesaba el
liberalismo. Pero él nunca descendía a la arena política, porque no
era ésta su misión. Se mantenía siempre en el terreno de los
principios tal como estaban formulados por el Magisterio
pontificio. El caso es que el cardenal o los que le rodeaban
creyeron ver en el P. Tarín tendencias políticas que no estaban de
acuerdo con Jos criterios del prelado. Para nosotros, no hace
ahora al caso el disculpar al Emmo. Monescillo y excusarlo por su
avanzada edad y por el ataque cerebral que le sobrevino. No fue
él, dicen, sino la camarilla de intrigantes que le rodeaba. ¿Era el
arzobispo total y absolutamente responsable de sus decisiones?
En su alcoba de enfermo, ¿no vivía engañado y prácticamente
secuestrado por sus familiares? Para nuestro caso, no quita ni
pone el averiguarlo. El hecho es que al Padre se le retiraron las
licencias ministeriales. Para éste, como es obvio, fue un golpe
doloroso. Se ponía en entredicho su buen nombre. Y esto podía
dañar gravemente a su trabajo misional. No sólo se le cerraban las
puertas de la amplísima diócesis de Toledo, sino que además en
otras diócesis se daba pie para sospechar de su doctrina o de su
conducta. Es decir, toda su actividad misionera podía venirse
abajo. Aquí estaba la preocupación del P. Tarín, y no en cualquier
otro provecho o ventaja personal. Por lo demás, él no sabía
explicarse en qué hubiera podido ofender a la autoridad
diocesana. Su conducta —y esto es lo que a nosotros nos importa
— había sido limpia y transparente aun en los momentos más
difíciles.
96
Desde 1890, por explícito deseo del cardenal Payá, entonces
arzobispo toledano, daba en agosto los ejercicios a todos los
conventos de clausura de la ciudad imperial. En 1893, el nuevo
arzobispo Monescillo le prohibió continuar su tarea. Y él la
interrumpió en el momento mismo en que se le comunicó la orden
de retirarse. Dos años más tarde, en abril de 1895, predicó una
grandiosa misión en el pueblo toledano de Villamuelas. Con
anuencia del párroco, lo había invitado su gran amigo D. Ramón
Alvarez. Don Ramón tuvo el inexplicable desacierto de ocultar al
párroco y al misionero que la intervención de Tarín en la misión
había sido explícitamente prohibida por la suprema autoridad
diocesana. Muy ajeno de ello, el Padre escribía el 22 de abril: «La
conversión del pueblo de Villamuelas, por todo extremo
maravillosa...» El campanazo vino a última hora, cuando ya la
misión había concluido y sólo quedaba por celebrar la
solemnísima procesión de la tarde. Entonces fue cuando D.
Ramón, como quien triunfa, descubrió su hazaña: «Todo este bien
espiritual y toda esta gloria al Corazón de Jesús se hubiera defrau-
dado si yo hubiera seguido las indicaciones aquí señaladas.» Y
enseñó al párroco y al misionero el oficio de palacio. Tarín quedó
estupefacto. Al punto se levantó y, contra las instancias de todos,
sin aguardar siquiera a que la procesión se celebrase, abandonó el
pueblo. Don Ramón y el Sr. Cura prometieron dar toda clase de
explicaciones en el palacio arzobispal. Para el misionero, todo
había concluido en aquel momento. Desde la misma estación de
Villamuelas escribió a D.a Dolores Sopeña: «Aquí estoy
devorando amarguras que vienen de parte de la Cámara de
Toledo. ¡Ay! Que dijo el amantísimo Jesús a la Beata Margarita:
‘Lo que más siento es que almas que me están consagradas...’»
Nunca más supo qué sucedió después hasta que casi dos
años más tarde recibió de Toledo el famoso telegrama de las
licencias. Entonces fue cuando solicitó audiencia para sincerarse
con el irritado arzobispo. El 25 de enero de 1897, el Emmo.
Monescillo lo recibió en la cama. El Padre se puso de rodillas y le
suplicó humildemente tuviese a bien decirle en qué podía haberle
faltado, dispuesto siempre a corregir sus yerros. El anciano enfer-
mo, de queja en queja, llegó hasta acusar en globo a toda la
Compañía de Jesús. Ante esto, el Padre, que proseguía de rodillas,
97
se levantó: «Señor, contra mí todo lo que diga es poco, porque soy
un pecador, pero mi madre la Compañía es inocente y nada tiene
que ver en este asunto.» Y se despidió humildemente, sin que el
enfermo se aplacase. En la antesala se encontró con el secretario
de Cámara, quien le dijo en son de queja: « ¡Qué disgusto ha
sufrido el Sr. Cardenal!» El P. Tarín sabía muy bien a qué atenerse
y respondió con firmeza: «Al Sr. Cardenal lo escucho de rodillas;
a Vd. no le tolero ninguna recriminación.» Y salió de palacio
humillado, firme y sin licencias. En agosto siguiente murió el
arzobispo. Al vicario capitular le faltó tiempo para llamar al P.
Tarín c invitarle a misionar en Toledo. Ni entonces ni después,
nunca pudo nadie oírle reproche alguno contra el difunto
cardenal. Seguramente se aplicaba a sí mismo la doctrina que dos
meses más tarde recomendaba a D.ª Dolores Sopeña, que estaba
también en la cruz de sus tribulaciones: «Haya en nosotros
humildad, estemos preparados para ahogar en nuestro interior
todas las sabandijas de pasioncillas que enturbian el fondo de
nuestro corazón, y verás cómo después de la tormenta viene la
calma. Paciencia, paciencia y humildad...»
Más dolorosa debió de ser la cruz que cayó sobre sus
hombros al terminar los seis años de superior en Sevilla. Más
dolorosa porque le venía de quien menos podía esperarla y porque
iba más directamente contra su actividad misionera, El Padre
sabía, sin duda, que hasta dentro de la Compañía no todos estaban
de acuerdo ni con sus métodos misionales ni con la intransigencia
que tenía o parecía tener sobre cuál debía ser en aquellos tiempos
la actitud de los católicos. Digo que esto lo sabía muy bien el
Padre, y sabía que los superiores nunca habían reprochado ni su
conducta ni sus ideas. Diez años, de 1888 a 1898, llevaba ya
misionando por media España con éxito sorprendente. El fruto
nadie podía negarlo y nadie lo negaba. Obispos, curas y pueblos
lo llamaban a porfía desde todas partes. Las muchedumbres
estaban absolutamente con él, lo aclamaban con delirio. ¿Por qué?
¿Qué veían en él? Un alto cargo catedralicio bahía llegado a decir:
«El P. Tarín todo lo que toca lo santifica.» Los superiores le
demostraban su confianza nombrándolo superior de Sevilla.
98
¿Era, efectivamente, una muestra de confianza ese nom-
bramiento? Porque ya entonces hubo quienes sospecharon que
aquella confianza era una delicada manera de confinarlo. El P.
Tarín ni estaba sordo ni era ciego. Pero desde luego estaba mudo.
Él no sabía, o como si no supiese nada. Ni dentro ni fuera pudo
nadie escuchar de sus labios una mínima palabra da
resentimiento. El callaba, obedecía y dejaba que lloviese o que
escampase. «Hablemos poco, oremos mucho, no estemos asidos a
nada..., encerrémonos dentro del Corazón de Jesús... Dejemos
pasar lo que pasa unidos con Dios, que es el solo cierno y
perdurable. La bienaventuranza del cielo esté en gozar; la
bienaventuranza de la tierra está en padecer.» El sabía practicar lo
que aconsejaba a oíros. En los últimos días de su cargo en Sevilla,
una grave enfermedad puso su vida en peligro. Como ya dijimos,
fue necesario adelantar su relevo y enviarlo a Chamartín pura que
se repusiese. Lo acompañaba el P. Oliver Copons. Un el diario de
la residencia leemos: «A despedirlos en la estación fue un gentío
grande de amigos y gente escogida. La despedida en la estación
fue verdadera expresión del cariño a ambos Padres.» Era el 12 de
agosto de 1904.
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nuestro Rey y Señor es que no le tratemos como al mejor de
nuestros amigos.»
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carrera terminará pronto; ahora siento más no haberme muerto en
el pasado julio», cuando su grave enfermedad en los últimos días
del superiorato. El 22 de julio de 1905 parece como si le rebosara
la amargura: «Por caridad, que la tengas muy grande con el pobre
misionero que, en otros tiempos más venturosos, la tuvo con
muchos; ahora, ya con un pie en la sepultura y tan agobiado de
flaquezas, sólo confía en la oración de las almas privilegiadas.»
Sabe sufrir, pero, a pesar de todo, sabe obedecer. El P. Herrera,
superior de Ciudad Real, no estaba de acuerdo con las medidas
que el provincial había tomado. Le escribió sobre el asunto y
aconsejó al P. Tarín que, aprovechando el paso por Madrid, se
entrevistase con el provincial y le expusiese con toda sinceridad
sus puntos de vista. Tarín aceptó el consejo. El 18 de septiembre
habló con el provincial, «a quien di explicaciones que
satisfacieron. Así que ya no tengo trabas para arreglar mis
trabajos». Al Padre le dolía que su celo y sus ansias misioneras no
contaran con la bendición de la obediencia. Si sus misiones, como
él sinceramente creía, eran voluntad de Dios, es obvio que no
podían ir contra el deseo de los superiores.
106
XIII. PARA MÍ, EL VIVIR ES CRISTO
Pues bien, digo que él sabía todas esas cosas prodigiosas que
se contaban de él, y añadía: « ¡Dios mío, si vieran mi alma!» Sino
que él miraba su propia alma con los ojos espantados del varón
humildísimo a quien ilumina la luz de la Majestad infinita. «Si no
tuviera tantos motivos | como tengo para estar confundido y
anonadado y avergonzado delante de Dios, de los ángeles, de los
mismos hombres y aun de los demonios, pudiera ser que me ofre-
ciera algún peligro el que personas dignísimas de autoridad,
santas y santísimas, me mostraran benevolencia y estima. Mas
como ni un momento me olvido de lo que sería sin la gran
misericordia del divino Jesús para conmigo, ya pueden hacer
éstas, que no me sacarán, espero en Dios, de mi nada y miseria.»
Conforme avanzaba en su vida, crecía en humildad y crecía, por
tanto, su confusión. «Ya tengo cumplidos los sesenta años; pronto
me llamará Dios; y la cuenta no me satisface a mí; luego menos
satisfará al Juez que la ha de tomar. Pido, pues, como el más
necesitado, que me apliques y me busques, aparte de los propios,
de otras buenas almas, algunos socorros para reforzar mi data del
libro mayor.» Pensaba que nadie, a poco que le conociese, podría
108
echar cuenta de él. «De lo que yo me espanto, y mucho, mucho,
es de que haya quien me mire, quien se acuerde, quien me haga
caso, quien no me pisotee y desprecie. ¡Ah, si me conocieran!»
¿Podremos nosotros mirar en su alma y conocer en ella la verdad?
Él no nos ha dejado apuntes íntimos de su propia conciencia,
como han hecho otros, y también muchos santos. Si, como por
rendijas, queremos penetrar de algún modo en su alma, tenemos
que recurrir a su epistolario y a los testimonios de quienes lo
observaron cuidadosamente y hablan de lo que ellos mismos, de
visu y no de oídas, pudieron comprobar. Claro es que esos
testimonios, aun sellados con juramento, pueden llevar una carga
mayor o menor de subjetivismo. El epistolario es riquísimo y
abarca hasta unas 3.000 cartas. En ellas sintetiza muy rápidamente
sus correrías y experiencias misioneras. En otras se extiende, a
veces relativamente despacio, en consejos y observaciones de
vida espiritual. A través de esas cartas es como de alguna manera
podemos penetrar en sus sentimientos personales. Por deducción
y como en un espejo, llegaremos a su vida interior, a su propia
alma.
No hace falta pensar mucho y calar muy hondo para que nos
deje atónitos su incansable peregrinar misionero y el fruto
fabuloso de su apostolado. Los biógrafos lo ponderan sin
tacañerías. Uno de ellos cuenta los kilómetros que recorrió en sus
viajes, y se remonta a casi 200.000. Cuando ni la aviación existía
ni los ferrocarriles se aproximaban a las velocidades de hoy. Otro
biógrafo enumera, por orden alfabético, las ciudades, pueblos y
pueblecillos adonde llevó su palabra evangélica por media Es-
paña. Cuenta hasta 305. Y como en muchos de ellos estuvo en
varias ocasiones, resulta que en su galopar incesante se detuvo
más de 800 veces para sembrar la semilla del Evangelio. A fines
de septiembre de 1898 escribía desde Palma del Río: «Desde el 5
de enero que salí de Córdoba hasta el presente momento, no he
tenido uno para dedicarlo al espíritu y a las cosas que son más de
mi agrado, con todo lo perteneciente a ejercicios, vida interior,
soledad, trato con personas santas, ya que no lo sea yo. ¡Si vieras
qué ganas me dan de pegarme a las paredes como lapa cuando
entro en una casa religiosa, hallándome casi continuamente en las
de los pecadores! Pero sé que hay muchas almas que ruegan por
mí; si no, a la hora presente, ¿qué sería de este ruin pecador?»
109
Efectivamente, muchas veces tuvo que pasar temporadas, más o
menos largas, de misión en misión, sin tener la oportunidad de
recogerse unos días en la casa donde tenía su residencia oficial.
Aunque si quisiéramos entender esa carta estrictamente a la letra,
no acertaríamos tampoco con lo que él quiere decir. No pretende
sino contraponer su vida agitada de misionero con la quietud de
una casa religiosa, donde los ejercicios de oración y de piedad
están santamente regulados.
Por eso mismo, lo que a él le faltaba de quietud y de
recogimiento exterior tenía que compensarlo con una dosis mucho
mayor de vida interior. «Yo no sé más lección que la de mi
bendito Padre San Ignacio en la contemplación para alcanzar
amor... Después que hubiéramos purificado y rectificado nuestra
intención, olvidados de nosotros y de nuestro amor propio y del
amor camal y mundano, nos lancemos a trabajar sin descanso por
la gloria de Dios y el bien de las almas. ¡Ay, almas, almas,
almas..., que vemos cómo trabajan los malos, cómo se afanan, se
desviven, se desplazan..., y nosotros! Nosotros a quienes no
corruptible corona, sino incorruptible, nos aguarda... ¿Que
moriremos pronto? Y bien, ¿no es vergüenza vivir sin dar gloria a
Dios?» Así escribía el 12 de enero de 1902 y así explicaba aquella
su actividad desesperada. «La gloria de Dios..., el bien de las
almas.» Pero esto no es posible sin una profunda vida interior. El
mismo lo dice así: «La vida interior está claro que ha de ser alma
y fuerza de la exterior. Por eso es necesario se sature bien nuestro
espíritu de la oración y trato con Dios para que después
derramemos sobre nuestros prójimos lo que antes hubiéramos
recibido nosotros.» Esa vida interior no es, en definitiva, otra cosa
que la unión continua con Cristo. «Tal pudiera ser esta unión que,
sin desatender en nada a los prójimos, se pudiera escuchar a los
domésticos y tener trato directo y estar siempre al habla con el
Dueño interior de nuestra alma. Paréceme que su divina Majestad
hará el gasto si por su amor se pone en contacto con los prójimos
y sufre cuando éstos den a sufrir por sólo el afán de ganar las
almas de ellos.» El lector no encontrará muy correcta y expedita
la elocución del Padre, que escribía a vuela pluma y a ratos
perdidos, pero podrá entender muy bien lo que él piensa. Piensa
que se pueden conjugar simultáneamente ambas vidas: la exterior
y la interior. O sea que las ocupaciones exteriores con los
110
prójimos y el trato íntimo con Dios pueden y deben ir a una en el
camino espiritual. Por eso, en otra ocasión insiste: «La vida
interior no ha de ser la del caracol, metido en la concha o
cascarón, sino la del pez, que está en el mar; la del águila, que
está en el aire y sobre el aire: en Jesús, con Jesús y por Jesús.» Es
una amplificación de aquello de San Pablo: «Para mí, el vivir es
Cristo.»
111
debía el que la vida del P. Tarín fuese siempre la misma. Como la
respuesta idéntica a una siempre idéntica pregunta. Y esta misma
actitud recomendaba a una religiosa que también andaba
necesariamente enredada en mil ocupaciones exteriores: «Durante
el día tener continua conversación interior con Jesús, sin que sean
obstáculos para ello las conversaciones exteriores. Si caminamos
así en la presencia de Dios, no necesitamos más para ser
perfectos, porque las mismas faltas nuestras quedarán subsanadas
por la luz que nos comunicará este celestial Maestro y Señor de
nuestras almas.»
Uno de los testigos que le conoció a fondo fue el después
obispo Mons. Eijo y Garay. Él nos habla de su continuo
recogimiento: «Me edificaba mucho ver que su mirada, su
sonrisa, sus palabras, sus ademanes, eran siempre los de un
hombre que vive recogido interiormente y, aunque se comunique
con el exterior, la mayor parte de su atención la concentra en lo
interior de su espíritu. Podía decirse que vivía siempre
actuadísimo en la presencia de Dios.» Esta presencia de Dios la
explicaba él con la comparación de una esponja en un estanque de
agua, «y arriba, y abajo, y adentro, etc., no vea sino agua. Así, yo
no veo ni entiendo más que Dios, Dios, Dios... Todo en Cristo y
para Cristo...» Esa comparación de la esponja pudo haberla leído,
quizás, en Santa Teresa. La gran Doctora mística escribió en su
Vida: «Una vez entendí cómo estaba el Señor en todas las cosas y
cómo en el alma, y púsome comparación en una esponja, que
embebe el agua en sí.» En apariencia, la ocupación exterior
parecía absorberle totalmente, pero su comunicación interna con
el Dios presentísimo continuaba inalterable. De ahí su inclinación
a la soledad y al retiro, tan en el polo opuesto de su desbordante
actividad y de su incansable trato con los prójimos. En agosto de
1908, dos años antes de su muerte, escribía: «Ahora estoy en el
noviciado de Granada haciendo los ejercicios del año, y he tenido
la suerte de que me tocase hacerlos aquí entre novicios, que es
estar entre ángeles. ¡Ay, si pudiera yo, sin faltar a la obediencia,
no salir de este verdadero paraíso! Pero es preciso volver a luchar
con el mundo para ver cuántas almas le podemos arrancar de las
que tiene tan amarradas con redes y cadenas que no las deja
respirar. En verdad te digo que, si algo hay que puede darme
envidia en esta vida, es la que se vive en casas como esta en que
112
estoy...» Repasando sus cartas, se llega al convencimiento de que
sabe pasar de los actos más levantados de amor de Dios a las
cosas más triviales de sus ministerios, como si todo fuese la
misma tarea, lo cual quiere decir que en él todos sus
pensamientos, afectos y operaciones estaban dirigidos por el
mismo principio de la caridad y por la misma búsqueda de Dios y
de las almas.
Para llegar a esta casi nunca interrumpida comunicación con
Dios se había preparado y seguía preparándose con largos ratos de
oración solitaria, alejado de sus ordinarias ocupaciones. Y a la
oración volvía cuando encontraba algunos momentos de quietud.
Don José Sebastián y Barandiarán, uno de los testigos que más de
cerca estuvo largas temporadas a su lado, nos asegura que, «en
medio de sus mayores trabajos apostólicos, nutría su espíritu con
el ejercicio de la oración mental; ordinariamente, por la
madrugada, antes de comenzar su tarea diaria. En las noches de
Adoración Nocturna, en la residencia de Sevilla, puesto de
rodillas delante del Santísimo Sacramento, pasaba gran parte de la
noche en este santo ejercicio de la oración. Y decía que le era de
todo punto necesario para conseguir del Señor luces y gracias en
su trabajo por la salvación de las almas.» Por eso mismo
aconsejaba a una religiosa lo que él había aprendido por propia
experiencia: «Muy bien hace, en los momentos que pueda librarse
de cuidados humanos, en acudir a la presencia de Jesús
Sacramentado, y allí, con la frente y con el corazón en el suelo,
derramarse toda en el divino acatamiento. Si el dulcísimo
compañero y amorosísimo Padre en tal caso quiere consolarla,
fuera ingratitud y hasta descortesía no recibir las mercedes que su
Majestad le otorga, si bien no querrá el Señor nunca que falte a lo
que su oficio le pide.» El aconsejaba eso de ir de la oración al
trabajo, para volver luego del trabajo a la oración. «Estar siempre
alerta para responder como San Alfonso Rodríguez: Voy, Jesús
mío, cuando me llamen de casa o algunos de mis prójimos; pero
estudiando el modo de dar término, y pronto, a todos los asuntos,
para volver a nuestro centro.»
113
ese grado de afección y sentimiento de lo divino en todas sus
acciones o en momentos privilegiados de su vida? O lo
preguntaremos también de otro modo: ¿Llegó a sumergirse
vitalmente en el misterio de Dios? La respuesta tiene que ser
conjetural, porque él nunca nos ha hablado de la experiencia de su
vida interior. Sobre esos momentos privilegiados nada podemos
afirmar resueltamente, aunque sí podemos sospecharlos con harta
probabilidad. Y de esto diremos algo cuando abordemos el tema
de su profunda y misteriosa devoción al Corazón de Jesús. Lo que
sí podemos ya desde ahora aceptar sin vacilaciones es que llegó a
un constante encontrar a Dios en todas las cosas. Contemplativo
en la acción. Esta es la expresión técnica que ya hace tiempo
suele emplearse cuando se habla de esas almas que saben unir sus
ocupaciones exteriores con la normal y casi continua atención a
Dios. Atención que es una tendencia afectiva del corazón mucho
más que una elevación luminosa de la mente. Que esto se dio
efectivamente en el P. Tarín, parece deducirse de los testimonios
que aquí hemos recogido y de otros muchos que van en la misma
orientación, y que fácilmente podrían multiplicarse. No es que no
pueda darse y no se dé esa elevación de la mente que es como luz,
sino que la tendencia afectiva y cálida se sigue manteniendo
aunque el entendimiento se distraiga con las ocupaciones
exteriores.
En el Padre, lo importante no es su audacia apostólica,
aunque fue tan extraordinaria, sino esa alianza entre la acción y la
contemplación. Entre ambas cosas se da una especie de simbiosis,
según la cual la acción es contemplativa y la contemplación es
actuosa. Esto es lo que santifica al hombre apostólico y lo que, al
mismo tiempo, lo lanza a la acción para la salvación de las almas.
Buscar la gloria de Dios, ese ayudar al prójimo y trabajar en la
perfección propia, significan una misma realidad, aunque se
presente con expresiones diversas. Si el lector tiene esto ante la
vista, comprenderá la doctrina sencilla y profunda de Tarín en su
epistolario. Para él, su vida es Cristo, y es también la salvación de
las almas. Es un contemplativo en su acción apostólica. Como
fácilmente se comprende, la misma índole de sus ocupaciones (el
apostolado) le obligaba a moverse continuamente en el plano de
la fe y de las verdades sobrenaturales. Lo que decía a los demás,
se lo estaba diciendo a sí mismo. El convencer y conmover a otros
114
es, a la larga, hasta psicológicamente imposible si uno
personalmente no está convencido y conmovido, Aun sin contar
con que la gracia de Dios no avala las palabras de los falsos
profetas. O por gracia infusa y especial de Dios o por un
desarrollo continuo de la gracia santificante, el P. Tarín había
llegado a ese grado de oración contemplativa en que se mueven
los espíritus selectos. Esa oración se derramaba en todas sus obras
y palabras y al mismo tiempo se alimentaba con ellas. Repito que
esto y no otra cosa significa lo de contemplativo en la acción. «No
te pese tener muchas cosas exteriores en que entender, porque lo
que Dios quiere es que todo lo terreno convirtamos en celestial.
La intención, el alma de la obra, el fin que nos proponemos, el
que toda la obra esté saturada de amor de Dios y del prójimo, que
lo convirtamos todo en acto purísimo de amor...» «Otro tanto digo
del punto que tanto te preocupa. Aplícate la regla, y está
averiguada la incógnita: A El en todas amando, que dice San
Ignacio. Siendo así, ¿qué temores te pueden asaltar? Nunca el
añadir leña al fuego ha extinguido el fuego. Y quien trata de traer
almas a Jesucristo, va añadiendo leña al fuego...» El P. Curiel, uno
de sus compañeros de misión, afirma sin atenuantes: «Yo creo
que, generalmente, se le ha tenido por un hombre que iba por
caminos extraordinarios de santidad.»
117
XIV. EL MISTERIO DEL CORAZÓN
119
no puede hablar como él habla si lo que dice no sale de las
entrañas de su espíritu. Con un leve comentario, cuando haga
falta, subrayaré sus propias palabras. En cierta ocasión se
excusaba de haber tenido que omitir algunas pláticas en los
ejercicios de las Esclavas, y continuaba así: «Un consuelo me
queda, y es que, en cuanto en mí ha estado, he procurado que se
penetrasen bien del mérito de la vida interior y de los actos
internos, de la pureza y rectitud de intención y la unión íntima con
el Corazón adorable de nuestro divino Salvador.» En otra carta
hablaba del Espíritu Santo y de las virtudes y dones que infunde
en el alma, y añadía: «Ya que sabemos la piedra
de donde mana ese óleo santo y sagrado, rico y suavísimo
que es el divino Corazón, no nos separemos de su presencia.
¡Corazón de Jesús, en Vos confío!, sea nuestra constante
aspiración, pues gracias a su caridad infinita no habrá nunca
estado de nuestra alma que no tenga su correspondiente estado en
el adorable Corazón. Haz la prueba y compárate con El en el
huerto de las Olivas o en casa de Caifás, etc.» Con íntima
ponderación recomendaba: «Metámonos, y no para luego salir,
mas para morar siempre en la llaga del costado; que allí, en su
Corazón partido, nos cabrá el nuestro y se calentará con la
grandeza del amor de Jesús. Porque ¿quién, estando en el fuego,
no se calentará siquiera un poquito? ¡Oh, si allí morásemos, qué
bien nos iría! » Por eso repetía con énfasis en otra ocasión:
«Celda amada, buscada, abrazada, nunca, nunca abandonada: el
amoroso, el dulce Corazón de Jesús.»
Sintetizando la esencia más íntima de esta devoción,
propuso a una religiosa que hiciese el siguiente ofrecimiento:
«Omnipotente y eterno Dios y Señor mío; aunque indignísima de
comparecer en vuestra presencia soberana, yo formo la intención
de consagrar a vuestro Corazón agonizante todas mis potencias y
sentidos, de tal suerte que mi vida en adelante sea un continuo
acto de expiación, de reparación, de acción de gracias, de adora-
ción, de súplica y, sobre todo, de purísimo amor. Es mi voluntad
deliberada y firme tener por renovada esta consagración cuantas
veces latiera mi corazón o respirase, y aun tantas cuantos átomos
hay en el aire. Todo a honra y gloria vuestra, ¡oh amantísimo, oh
adorable, oh divino Corazón!» ¿Cómo es posible que propusiese
una entrega tan total si él mismo no la hubiera hecho y procurase
120
vivirla sinceramente? A este pacto u ofrecimiento parece que se
alude en la carta que el 6 de septiembre de 1896 escribió a la
Madre Magdalena: «...como ya lo va notando, el mayor y mejor
sacrificio es el de la voluntad. Será, pues, preciso que por unos
días tenga examen particular de una presencia de Jesús que
encierre su corazón pequeño y ruin en el grande e inmenso de
Jesús; y que de éste reciba sus latidos, etc. Renueve el pacto
muchas veces al día. Entienda que se prolongan las espinas del
Corazón divino y que, si el nuestro es pequeño, le alcanzan poco;
pero, si grande, lo cogen de parte a parte así... [y el Padre hace un
mal dibujo de dos corazones concéntricos, con las espinas que
pasan del corazón exterior al que va dentro]. Acuérdese de su gran
amigo el Apóstol de las Indias y no diga nunca ‘Basta’ cuando vea
que esas rayitas se prolongan. ¡Pluguiese a Dios que se dilatara
tanto el corazón interior que se igualara con el exterior y todas las
espinas que tiene éste alcanzaran a aquél! » Es una expresión
gráfica para indicar cómo el corazón del alma devota ha de
encerrarse en el Corazón de Jesucristo y ensancharse, si fuera
posible, hasta igualarse con El y participar de todas sus amarguras
y dolores.
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Ese morar en el Corazón de Cristo es una necesidad para el
alma espiritual, pero es, además, una delicia y también un
sufrimiento. Lo que decía San Pablo cuando exhortaba a los
filipenses: «Tened en vosotros los mismos sentimientos que había
en Cristo Jesús.» En consonancia con esto, escribe el P. Tarín:
«Muy bien me parece lo de sufrir, orar y callar. ¿Para qué buscar
otro medio práctico de permanecer unido al Corazón divino? Sí,
todos los que sufren con resignación es preciso que busquen en
aquella piedra y vértice de ángulo firmeza y fijeza para continuar
sufriendo. Si orar es levantar el corazón a Dios, luego si esto
hacemos, lo unimos al suyo. Y allí, en el silencio, apartado de
todo comercio y trato con las criaturas, a solas sin testigo, es
cuando se complace el adorable Corazón en hablar al nuestro...»
Lo importante es no perder esta intimidad de corazones. «Ahí, en
lo más íntimo de este adorable Corazón, santuario de la
Divinidad, ahí estemos ahora y siempre. Y de El vivamos, para
que con El muramos y resucitemos a la perdurable vida.» «Plu-
guiera a su divina Majestad que nuestro corazón y el divino se
pudieran medir con la misma medida de extensión, de peso, de
calidad... y que no fuera ni aun posible la separación. Cuando en
el nuestro, diría San Juan de la Cruz, no quede nada ni de sangre,
ni de tierra, ni de humo, ni de temor..., sino sólo, sólo la cruz,
entonces se verifica lo dicho.» Pero esto exige de nosotros,
previamente, una vida de abnegación perfecta. «Quiere Jesús que
estemos muertos aun a nosotros mismos; que no estemos asidos a
nada; que de su amor y por su amor vivamos. Quiere y nos pide
Jesús que lo tengamos a Él por modelo; que, recogiendo el
corazón y mortificando los sentidos, le sigamos por sus huellas
ensangrentadas, dándole sacrificio por sacrificio, obediencia por
obediencia, muerte por muerte. Quiere, en fin, que nos
persuadamos que si la bienaventuranza del cielo consiste en
gozar, la bienaventuranza de la tierra está en padecer.»
En otra carta insiste en lo de los corazones concéntricos. Se
ve que esta imagen explicaba bien lo que él mismo sentía y lo que
quería persuadir a otros. «Que el corazón pequeñito esté siempre
dentro del grande, del inmenso, del infinito... y, una vez dentro, el
pequeñito que comience a dilatarse, a ensancharse con el amplius,
amplius, más, Señor, más, de San Francisco Javier, hasta, si fuera
posible, igualarse con el grande, y entonces las espinas de éste,
122
todas totalmente estarían hincadas en el de dentro, en el nuestro...
Que en el centro de esa mansión de dicha que es el Corazón
adorado viva siempre y siempre permanezca nuestra pobrecita
alma; que tiene espinas por todos lados; que no te quieras salir,
alma mía, de Él.» El Padre lo deseaba con todas sus ansias: «
¡Qué bueno es no ver, ni oír, ni saber nada más que lo que hay en
el Corazón de Jesús!» El no admite que esto sea una especie de
fanatismo pseudomístico. «¿No parte de allí, de esa Entraña
amorosísima, todo lo que es vida, virtud y santidad? San Pablo
decía: No me glorío en saber nada más que a Jesucristo, y nadie
llamó fanático a San Pablo. No lo seremos, por tanto, nosotros si
decimos: No quiero saber más que a Jesús, vivir en su Corazón,
latir con su sangre, respirar con su espíritu.» Por eso
efectivamente el Padre se movía y actuaba, no empujado por las
circunstancias exteriores o por los impulsos de fuera, sino por el
empujón de dentro, «como la maquinaria que está sujeta al
manubrio y sigue a éste sin darse razón de cómo ni del porqué; ni
en el sueño o descanso, ni en el ocio espiritual, ni en nada hay
iniciativas. ¡Ay! ¡Ay! ¿Quién sabrá amar? ¿Quién podrá imitaros,
amor de los amores? ¿Quién subir al Calvario y a la cruz?» Digo
que en esto, precisamente en esto y sólo en esto, encontramos el
misterio del apóstol. En esto está el misterio del P. Tarín y de su
vida extraordinaria. Sin esto, todo queda sin explicación
adecuada.
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corazón los misterios del Hijo, nos enseñará a nosotros la unión
con el Corazón de Jesucristo.
126
verdadera. Consiste en la abnegación perfecta, en el
desprendimiento absoluto y despojo total de sí mismo. Morir a
todo para revivir sólo a Dios. Dios por testigo y juez, Jesús por
modelo, María Santísima por abogada. Y después nada, nada.
Sólo amor y sacrificio. El serafín de Asís decía: ‘Dios en mi
espíritu para ilustrarlo; Dios solo en mi corazón para poseerlo;
Dios en mis acciones para santificarlas. Mi Dios en mí todo.’
Habla poco, ora mucho, no estés asida a nada. Deja lo vano a los
vanos, las necedades para los necios. Enciérrate en el santuario de
tu corazón y pregúntate mil veces de quién te dejas guiar, si del
amor propio o del divino amor. Esto hará lo demás.»
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XV. “PARA MÍ, EL MORIR ES LUCRO”
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Soñaba todavía, como acabamos de ver por su carta, con otras
novenas y otras misiones. Los sueños de un apóstol.
El 21 de noviembre de 1910, el P. Tarín, agotado y mal
herido en la pierna, entraba por última vez en la residencia de
Sevilla. Todos debieron de imaginar que no se trataba sino de la
pierna y de las llagas, abiertas y recrudecidas a causa de los
últimos golpes. En realidad, la cosa era mucho más seria, como
pudo comprobar el médico cuando por fin se decidieron a
llamarlo. Aprovechando aquellos días de forzosa inactividad en la
quietud de su aposento, el Padre comenzó ya al día siguiente los
ejercicios espirituales de año. ¿Cuál fue, en aquella última
ocasión, la disposición de su espíritu? Repito una vez más que es
gran lástima que Tarín nunca escribiera sus íntimos sentimientos
espirituales. Nos gustaría, sobre todo, acercarnos a su alma en
estos últimos ejercicios de su vida y conocer qué se dignaba Dios
comunicarle en circunstancias tan trascendentales. A falta de otra
cosa, nos quedan dos o tres consejos espirituales, arrancados de su
epistolario, sobre momentos de alta comunicación divina. Con
razón, a lo que creo, podemos aplicarle a él mismo lo que
recomienda a otros. «Quiere el amorosísimo Dueño de tu alma
que te veas bien sola, que no confíes en criatura alguna de la
tierra, para que a Él te entregues totalmente. No te apures si, antes
de la composición de lugar [el comienzo ignaciano de una
meditación o contemplación], te ves embargada y no aciertas a
discurrir. No temas llorar y desahogarte con su Majestad. ¿Que
cómo se hace esta entrega? Sintiendo en el fondo del alma lo
mismo que significan las palabras de San Ignacio: 'Tomad, Señor,
y recibid toda...’» ¿Es muy aventurado pensar que el mismo Tarín
sintió también en el fondo de su alma esta entrega de que habla?
Y en otra carta insinuó rápidamente: «Si en el curso de la
meditación o en la oración nos sentimos como embargados por
algo que no es nuestro, pero que tiene buen sabor y buen dejo, con
lo cual sentimos más ánimo para lo bueno, mayor fruto, etc.,
como éstas son señales de proceder aquello del buen espíritu,
dejémonos llevar por él.» Cuando habla de «algo que no es
nuestro», ¿alude, quizás, a la consolación sin causa precedente de
que habla San Ignacio, y que es ya una comunicación mística de
lo divino? A este mismo género de consolación se refiere
seguramente en otra carta, aunque sin dar ninguna mayor
132
explicación: «Si su Majestad se quiere comunicar después de la
comunión, ¿por qué darle con la puerta en los ojos? No, recibirle
y recibir sus dones. En la regla de discreción de espíritus para la
segunda semana [Ejercicios] se advierte lo único que se puede
temer para este caso.» Y lo que se puede temer es el no discernir
el tiempo de la actual consolación del tiempo siguiente, cuando la
consolación divina ya pasó, aunque queden aún sus reliquias o
fervores en el alma. Para que el alma esté siempre vigilante, el P.
Tarín insiste: «En la oración no se debe rechazar el magisterio de
Dios, pero hemos de disponemos como si tal no ocurriese, y de tal
manera confiar como si todo fuera de Dios.» La frase parece
oscura y enigmática. A mi entender, se refiere a esa disposición
del espíritu que junta la humildad con la confianza. Confiar en el
magisterio divino, pero sin la pretensión de contar con él siempre
y en todo instante. Cierto es que un maestro puede conocer de
algún modo y transmitir la doctrina del plano superior de la
mística aun sin haberlo vivido personalmente. Pero todo lo que
hemos dicho hasta ahora del espíritu del P. Tarín, nos impulsa a
admitir que, de algún modo, él había sentido más o menos las
comunicaciones de Dios.
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XVI. DE CORAZÓN A CORAZÓN
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ÍNDICE
PRESENTACIÓN...................................................................................................4
INTRODUCCIÓN...................................................................................................5
I. EL MISTERIO DE UN APOSTOL.....................................................................7
VI. UN INTERREGNO.........................................................................................36
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