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AÑO 2019
EUCARISTÍA
Alimenta la vida divina.
La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, es decir, de la obra de la salvación
realizada por la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, obra que se hace presente por la
acción litúrgica.
Bajo las especies consagradas del pan y del vino, Cristo mismo, vivo y glorioso, está presente
de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad.
Los católicos creemos que la Eucaristía o Comunión, es a la vez un sacrificio y una
comida.
Creemos en la presencia real de Jesús, que murió por nuestros pecados.
A medida que recibamos Cuerpo y la Sangre de Cristo, también somos alimentados
espiritualmente y nos aproximamos a Dios.
La Comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo:
– Acrecienta la unión del comulgante con el Señor.
– Le perdona los pecados veniales y lo preserva de pecados graves.
– Puesto que los lazos de caridad entre el comulgante y Cristo son reforzados, la recepción de
este sacramento fortalece la unidad de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.
Los pasajes bíblicos que aluden a la eucaristía son:
Jn.6,30-35
“Ellos entonces le dijeron: «¿Qué señal haces para que viéndola creamos en ti? ¿Qué obra
realizas?
Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: «Pan del cielo les dio a
comer.»
Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: No fue Moisés quien os dio el pan del cielo;
es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del
cielo y da la vida al mundo.»
Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan.» Les dijo Jesús: «Yo soy
el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no
tendrá nunca sed.»”
Jn.6,48-58
“«Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es
el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera.
Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que
yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.»
Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no
bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.
El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día.
Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.
Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma
vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que
coma este pan vivirá para siempre.»”
RECONCILIACIÓN O PENITENCIA O CONFESIÓN
Nos devuelve la vida divina perdida por el pecado.
El Sacramento de la Reconciliación Católica (también conocida de Penitencia o Confesión)
tiene tres elementos: la conversión, la confesión y la celebración.
En ella encontramos el perdón incondicional de Dios; como resultado, estamos llamados a
perdonar a los demás.
La confesión individual e íntegra de los pecados graves seguida de la absolución es el único
medio ordinario para la reconciliación con Dios y con la Iglesia.
Los efectos espirituales de este sacramento son:
– La reconciliación con Dios por la que el penitente recupera la gracia;
– La reconciliación con la Iglesia;
– La remisión de la pena eterna contraída por los pecados mortales;
– La remisión, al menos en parte, de las penas temporales, consecuencia del pecado;
– La paz y la serenidad de la conciencia, y el consuelo espiritual
– El acrecentamiento de las fuerzas espirituales para el combate cristiano.
Los pasajes bíblicos que aluden a la confesión son:
Mt.16,19
“A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la Tierra quedará atado en los
Cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los Cielos.”
PROV 28,13-14
"Ocultar sus faltas no conduce a nada, el que las reconoce y renuncia a ellas se hace
perdonar. 14.Feliz el que nunca pierde el temor: el que endurece su conciencia caerá en
la desgracia."
Hch.19,18
“Muchos de los que habían creído venían a confesar y declarar sus prácticas.”
2Cor.2,6-11
“Bastante es para ese tal el castigo infligido por la comunidad, por lo que es mejor,
por el contrario, que le perdonéis y le animéis no sea que se vea ése hundido en
una excesiva tristeza.
Os suplico, pues, que reavivéis la caridad para con él. Pues también os escribí con la intención
de probaros y ver si vuestra obediencia era perfecta.
Y a quien vosotros perdonéis, también yo le perdono.
Pues lo que yo perdoné -si algo he perdonado- fue por vosotros en presencia de Cristo, para que
no seamos engañados por Satanás, pues no ignoramos sus propósitos.”
Sgo.5,16
“Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis
curados. La oración ferviente del justo tiene mucho poder.”
1Jn.1,8-9
“Si decimos: «No tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si
reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y
purificarnos de toda injusticia.”
UNCIÓN DE LOS ENFERMOS
Mantiene la vida divina en los sufrimientos de la enfermedad grave o la vejez.
El Sacramento Católico de unción de los enfermos, antes conocida como extremaunción, es un
ritual de curación apropiado no sólo física, sino también para el caso de enfermedad mental
y espiritual.
La gracia especial del sacramento de la Unción de los enfermos tiene como efectos:
– La unión del enfermo a la Pasión de Cristo, para su bien y el de toda la Iglesia;
– El consuelo, la paz y el ánimo para soportar cristianamente los sufrimientos de la enfermedad
o de la vejez;
– El perdón de los pecados si el enfermo no ha podido obtenerlo por el sacramento de la
Penitencia;
– El restablecimiento de la salud corporal, si conviene a la salud espiritual;
– La preparación para el paso a la vida eterna.
Los pasajes bíblicos que aluden a la unción de los enfermos son:
Mc.6,12-13
“Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían
con aceite a muchos enfermos y los curaban.”
Lc.13,12-13
“Al verla Jesús, la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad.» Y le impuso las manos.
Y al instante se enderezó, y glorificaba a Dios.”
1Cor.12,9
“a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carismas de curaciones, en el único Espíritu;”
Sgo.5,14-15
“¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren
sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor.
Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera
cometido pecados, le serán perdonados.”
ORDEN SACERDOTAL
Perpetúa los ministros que transmiten la vida divina.
El Orden es el sacramento gracias al cual la misión confirmada por Cristo a
sus apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es,
pues, el sacramento del ministerio apostólico.
En el Sacramento del Orden, o la ordenación, el sacerdote es ordenado por votos para dar
lugar que sirva a otros católicos trayéndoles los sacramentos (especialmente la
Eucaristía), anunciando el Evangelio, y proporcionando otros medios para la santidad.
Comprende tres grados: El episcopado, el presbiterado y el diaconado.
La Iglesia confiere el sacramento del Orden únicamente a varones (viris) bautizados, cuyas
aptitudes para el ejercicio del ministerio han sido debidamente reconocidas.
A la autoridad de la Iglesia corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a uno a recibir
la ordenación.
Por tanto, con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la
misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la Fe a los
hermanos (cf. Lucas. 22, 32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de
conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado
como definitivo por todos los fieles de la Iglesia.
Los pasajes bíblicos que aluden al orden sacerdotal son:
Lc.10,16
“Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza;
y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado.”
Lc.22,19
“Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Este es mi cuerpo que es
entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío.»”
Jn.15,5
“Yo soy la vid; vosotros los sarmientos.
El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer
nada.”
Hch.6,6
“los presentaron a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos.”
Hch.15,2-6
“Se produjo con esto una agitación y una discusión no pequeña de Pablo y Bernabé contra ellos;
y decidieron que Pablo y Bernabé y algunos de ellos subieran a Jerusalén, donde los apóstoles
y presbíteros, para tratar esta cuestión.
Ellos, pues, enviados por la Iglesia, atravesaron Fenicia y Samaria, contando la conversión de
los gentiles y produciendo gran alegría en todos los hermanos.
Llegados a Jerusalén fueron recibidos por la Iglesia y por los apóstoles y presbíteros, y contaron
cuanto Dios había hecho juntamente con ellos.
Pero algunos de la secta de los fariseos, que habían abrazado la fe, se levantaron para decir que
era necesario circuncidar a los gentiles y mandarles guardar la Ley de Moisés.
Se reunieron entonces los apóstoles y presbíteros para tratar este asunto.”
Hch.20,17
“Desde Mileto envió a llamar a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso.”
Hch.21,18
“Al día siguiente Pablo, con todos nosotros, fue a casa de Santiago; se reunieron
también todos los presbíteros.”
1Tim.4,14
“No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por intervención profética mediante
la imposición de las manos del colegio de presbíteros.”
1Tim.5,17
“Los presbíteros que ejercen bien su cargo merecen doble remuneración, principalmente
los que se afanan en la predicación y en la enseñanza.”
MATRIMONIO
Perfecciona el amor humano de los esposos y les da las gracias para santificarse en el
camino hacia la vida divina.
La alianza matrimonial, por la que un hombre y una mujer constituyen una íntima comunidad
de vida y de amor, fue fundada y dotada de sus leyes propias por el Creador.
Para nosotros los católicos, el sacramento del matrimonio, o el santo matrimonio, es una señal
pública de que uno se entrega totalmente a esta otra persona.
También es una declaración pública acerca de Dios: la unión de amor entre marido y mujer habla
de los valores familiares y también los valores de Dios.
Los efectos del Matrimonio son:
Origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo, de modo que el matrimonio válido
celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás.
Los cónyuges reciben una gracia propia del sacramento por la que:
– Quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de
su estado.
– Se fortalece su unidad indisoluble.
– Se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y
educación de los hijos.
Entre bautizados, el matrimonio ha sido elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento.
Los pasajes bíblicos que aluden al matrimonio son:
Gén.2,18-25
“Dijo luego Yahveh Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda
adecuada.»
Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó
ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que
el hombre le diera.
El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del
campo, más para el hombre no encontró una ayuda adecuada.
Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió.
Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne.
De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el
hombre.
Entonces éste exclamó: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi
carne. Esta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada.»
Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen
una sola carne.
Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro.”
Mt.19,3-9
“Y se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: «¿Puede uno repudiar a
su mujer por un motivo cualquiera?»
Él respondió: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, ‘los hizo varón y hembra’, y
que dijo: ‘¿Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se
harán una sola carne?’
De manera que ya no son dos, sino una sola carne. pues bien, lo que Dios unió no lo separe el
hombre.»
1Cor.7,39
“La mujer está ligada a su marido mientras él viva; más una vez muerto el marido, queda libre
para casarse con quien quiera, pero sólo en el Señor.”
Ef.5,3
“La fornicación, y toda impureza o codicia, ni siquiera se mencione entre vosotros, como conviene
a los santos.”
Ef.5,5
“Porque tened entendido que ningún fornicario o impuro o codicioso -que es ser idólatra-
participará en la herencia del Reino de Cristo y de Dios.”
Ef.5,21-33
“Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo.
Las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo
es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo.
Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos
en todo.
Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella,
para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela
resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa
e inmaculada.
Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos.
El que ama a su mujer se ama a sí mismo.
Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo
mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo.
‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una
sola carne.’
Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia.
En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer,
que respete al marido.”
Heb.13,4
“Tened todos en gran honor el matrimonio, y el lecho conyugal sea inmaculado; que a los
fornicarios y adúlteros los juzgará Dios.”
LOS SACRAMENTOS SON UN REGALO DE DIOS
Todo es don, todo es regalo.
El Señor nos dio la vida, nos guía en el camino, es un Padre amantísimo para
nosotros, Su ternura nos excede.
¿Qué más se podría pedir?
Sin embargo, Él sabe que el camino es largo y muchos los obstáculos.
El enemigo es hábil e incansable.
Va a tratar por todos los medios de impedir nuestro regreso a Aquél de quien procedemos.
Y desde Su Omnipotencia y Sabiduría eternas, el Altísimo supo desde siempre que no podemos
resistir solos.
Entonces, en la plenitud de los tiempos, se compadeció de nosotros y descendió de la Eternidad
a nuestro tiempo, para iluminarnos el camino.
Porque Él es la Luz del mundo.
“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran Luz” (Isaías 9, 1-2).
Y ese Dios enorme, ya Hombre, se dignó caminar nuestros pasos, tomar nuestra lucha, trabajar
nuestros trabajos, enseñándonos cómo hacer cada cosa y cómo enfrentar nuestros desafíos.
Siempre como Hombre, pero mirándonos con Sus tiernos ojos de Dios.
No desoyó ninguna súplica, no siguió de largo frente a ningún dolor.
Ninguna hipocresía pudo engañarlo.
Ninguna maldad pudo doblegar Su Amor.
Su Sagrado Cuerpo fue torturado hasta la saciedad, pero ningún clavo o espina pudieron vencer
Su pureza y santidad.
Y después de salir vencedor del pecado y de la muerte, quiso legarnos Su fortaleza.
Para que fuéramos puros y santos como Él nos deseaba.
Y nos dejó Su Gracia Santificante por medio de siete Sacramentos.
¡Cuánta Su bondad, cuánta Su generosidad!
Para este Dios amante nada parece ser demasiado ni suficiente.
Gracias, Dios nuestro, por conocer nuestra debilidad y darnos los medios para convertirla en
fortaleza que nos acerca a Ti.
Nos pediste ir por el camino angosto, pero con los Sacramentos Tu Misericordia lo ensancha
para nosotros.
Gloria y alabanza a Ti, dulce Señor, porque no desdeñas nuestra miseria y pobreza y nos
extiendes siempre Tu mano amable y generosa.
SACRAMENTO, SIGNO Y SÍMBOLO
Como es bien sabido, el término "sacramento" se ha aplicado en la teología cristiana para
designar los rituales religiosos, que son centrales en la vida de la Iglesia, y que han sido definidos
como "signos eficaces de la gracia". Así, efectivamente, se vienen entendiendo los sacramentos
desde el siglo XII, concretamente a partir del libro de las Sentencias, de Pedro Lombardo.
Ahora bien, si los sacramentos son signos, para entender lo que queremos decir cuando
hablamos de la Iglesia como sacramento, lo primero que se ha de precisar es el concepto de
"signo".
Pues bien, según la explicación comúnmente usada, un signo es una realidad sensible (visible,
audible, tangible...) que nos remite y nos pone en relación con otra realidad que no es del orden
de lo sensible, sino que, de la manera que sea, no está a nuestro alcance inmediato.
En su formulación más técnica, el signo se define como la unión de "significante"
y un "significado".
Por ejemplo, las palabras son signos. Ahora bien, en la "palabra" (un signo que
constantemente utilizamos), el significante es el fonema que se pronuncia al decir
esa palabra. Y el significado es el concepto al que nos remite el fonema que oímos. Cuando el
significante (fonema) se une con el significado (concepto), entonces tenemos el signo. Que
siempre es indicador de un "referente", la realidad, objeto, persona... a la que nos referimos con
cada palabra o en cada frase (conjunto de palabras).
Pero ocurre que, si el sacramento se reduce a puro signo, tropezamos con una dificultad. De
acuerdo con lo dicho sobre el signo, éste se sitúa necesariamente al nivel del conocimiento, ya
que el significado es siempre un concepto, una idea, algo estrictamente mental y, por tanto, del
orden de lo cognoscitivo.
Eso, por supuesto, es enteramente necesario en la comunicación humana. Sin lenguaje, o sea
sin los signos mediante los que nos comunicamos unos a otros lo que sabemos o queremos
decir, la comunicación entre los seres humanos sería imposible.
Pero sabemos que, en la vida humana, más determinantes que las "ideas" o los conceptos, son
las "experiencias" que vivimos. Experiencias que nos configuran ya desde antes de nacer. Como
es bien sabido, la comunicación entre la madre y el hijo que lleva en sus entrañas es decisiva,
para el futuro de ese hijo, desde las primeras semanas de la gestación.
Por eso un hijo amado y deseado por la madre es y será completamente distinto de un hijo
rechazado y hasta despreciado por la madre. Señal evidente de que entre la madre y el hijo se
establece una profunda y determinante comunicación ya antes de que el feto o, más tarde, el
recién nacido pueda entender, mediante conceptos, lo que la madre lo quiere o lo desprecia.
Y es que el amor, el afecto, la empatía, el gozo y el disfrute de la vida, o, por el contrario, el odio,
los deseos de venganza, el desprecio, el resentimiento, todo eso no se comunica entre los
humanos mediante "signos" lingüísticos y conceptuales, sino de otra forma. Por eso, en la
comunicación humana, son más importantes los "símbolos" que los "signos".
Ahora bien, mientras que un signo es la comunicación de un "concepto", el símbolo es la
comunicación de una "experiencia". Por eso los símbolos son tan decisivos, sobre todo, cuando
se comunican las experiencias que entrañan una "totalidad de sentido" para la vida de las
personas.
Porque en la vida de los humanos, más decisivo que "saber" definir el amor es "amar" y sentirse
"amado". Como más destructivo que "saber definir el odio" es "odiar".
De ahí que Paul Ricoeur, acertadamente, ha dicho que, mientras el signo es Lógos (palabra). el
símbolo es BIOS (vida).
Además, en todo este ámbito de realidades humanas, es fundamental caer en la cuenta de que
todos los seres humanos vivimos experiencias que no se pueden comunicar mediante signos,
es decir, mediante la "información" que proporcionan las palabras y los discursos. Tales
realidades solamente se pueden transmitir mediante el "contagio" que desencadenan los
símbolos.
Una madre no enseña a amar a su hijo echándole discursos sobre la estructura profunda de la
relación interpersonal. La madre educa en el amor amando, besando, acariciando, mediante el
tacto amoroso y cálido de la intimidad. Así hemos aprendido todos a amar y ser amados.
Y de la misma manera, resulta evidente que a otras personas no se les hace
felices predicándoles sobre la felicidad, sino contagiando la felicidad que uno vive.
Como nadie logra que el otro se sienta querido porque se le explica la más
depurada teoría sobre el amor. Se siente querido el que experimenta el cariño
que contagia la persona que ama de verdad a quien se relaciona con ella.
Por eso es más importante la mirada que el ojo. Porque el ojo pertenece al orden de los signos,
mientras que la mirada es símbolo. El ojo "informa", la mirada "contagia" o, si se prefiere,
desencadena la corriente de vida que une y funde a las personas.
Para la mentalidad de muchas personas, quizá poco formadas en este orden de conocimientos,
el símbolo no coincide con lo real.
De ahí, las sospechas y hasta el malestar que tales personas experimentan cuando oyen decir
que los sacramento son símbolos. Porque hay quienes tienen la impresión de que, si las cosas
son así, estamos vaciando los sacramentos de un determinado contenido de algo real.
Es decir, si un sacramento, por ejemplo, la eucaristía, se explica como un símbolo, hay quienes
temen que, de esa forma, lo que se está haciendo es negar la presencia real de Cristo en ese
sacramento.
Quienes piensan de esa forma dan a entender que no comprenden adecuadamente lo que es el
símbolo. Seguramente la mentalidad científica, tan predominante en nuestra cultura, nos dificulta
la adecuada comprensión de la relación entre "sacramento" y "realidad".
Esta comprensión defectuosa queda resuelta cuando se recuerda que el símbolo es siempre
comunicación, no de "ideas" y, menos aún, de "cosas", sino que es comunión de "experiencias".
Ahora bien, las "cosas", los objetos, o se dan tal cual, como son en su realidad tangible, o no se
dan. Si yo doy un billete de cien “simbólicamente", el hecho real es que no doy ese dinero. Porque
el dinero es una cosa. Y eso no se puede comunicar mediante un símbolo.
Pero, cuando hablamos de símbolos, no nos referimos a nada de eso. Nos referimos a
"realidades", pero de otro orden. Tan real como el dinero es el amor. Pero, ¿cómo se puede
expresar y comunicar el amor entre dos personas? Se puede comunicar dando cosas: dinero,
joyas, objetos de valor, etc. Pero todo eso expresa amor (y no interés) en la medida, y sólo en la
medida, en que mediante tal objeto se expresa una experiencia. Y entonces, el objeto (un ramo
de flores, por ejemplo) se convierte en símbolo.
Pero hay más. Porque, si todo este asunto se piensa más despacio, pronto se advierte que en
la vida humana hay realidades que solamente se pueden expresar y comunicar simbólicamente.
Las grandes experiencias, que dan sentido a la vida, sólo pueden adquirir su manifestación más
real y verdadera mediante símbolos.
De ahí que, en el caso de los sacramentos, las experiencias que se transmiten a través de ellos
solamente pueden resultar auténticamente reales mediante las expresiones simbólicas que, en
cada cultura, sirven de vehículo a la experiencia en cuestión.
Esa es la razón por la que los sacramentos, además de "signos", son también "símbolos" eficaces
de la comunicación de Dios y de nuestra comunicación con Dios.
SACRA MENTALIDAD DE LA IGLESIA
La Iglesia no existe para sí misma, sino para los hombres y mujeres de este mundo. Esto,
obviamente, quiere decir que la Iglesia es ella misma cuando se comunica con los seres
humanos de cada tiempo y de cada cultura.
Ahora bien, la comunicación con los humanos se realiza mediante signos y
símbolos. Lo cual quiere decir que la Iglesia es, por su misma razón de ser,
sacramento, es decir, signo y símbolo de comunicación con la humanidad.
En segundo lugar, es necesario comprender que, por más verdadero que sea que
la Iglesia tiene que ser comunicación de mensajes ideológicos o de conocimientos (las verdades
de la fe), en todo este asunto es importante comprender que lo primero y principal que la Iglesia
tiene que comunicar y contagiar son experiencias.
Se trata de las experiencias fundamentales de la vida: la fe-confianza, el amor, la esperanza, la
paz, la bondad, etc.
Esto quiere decir que, en la Iglesia, más importantes que los signos (las verdades) son los
símbolos (las experiencias).
En tercer lugar, si tanto los signos como los símbolos son siempre expresiones culturales, de ahí
se sigue que la Iglesia, si es que quiere ser ella misma en cada tiempo y en cada cultura, no
tiene más remedio que adaptarse, en cada momento histórico, en cada cultura y en cada
sociedad, a las mediaciones significativas y simbólicas que viven y utilizan las gentes de los
distintos tiempos y culturas de la humanidad.
Por eso no es imaginable que la Iglesia pueda ser fiel, a sí misma y al designio de Dios sobre
ella, si sus dirigentes se empeñan en mantener e imponer una uniformidad de expresiones
significativas y simbólicas que sean idénticas en todo el mundo.
Los signos y los símbolos no se imponen por decreto, sino que son manifestaciones
fundamentales de la vida, de la cultura y de la sociedad.
Por eso, si es que la Iglesia toma en serio que ella es y tiene que aparecer como sacramento de
salvación, la Iglesia tendría que comportarse, vivir y aparecer ante la gente de forma que no
hiciese falta presentar el mensaje mediante numerosas y eruditas teologías especializadas, al
alcance de los sabios y entendidos de este mundo.
La Iglesia-sacramento tiene que ser y vivir de tal forma que se meta por los ojos de la gente. Y
que la gente la vea y la sienta como algo que les es connatural y propio. De no ser así, algo muy
seria falla en la Iglesia.
IMPORTANCIA DE LO VISIBLE EN LA IGLESIA
A veces, se dice que lo meramente externo y visible en la Iglesia no es determinante para que
ella sea lo que tiene que ser y cumpla con su misión en este mundo.
En este sentido, se afirma que, a fin de cuentas, lo mismo da que el papa o el obispo vivan en
un palacio o pasen la vida en una vivienda corriente, más o menos como la casa que puede tener
cualquier ciudadano.
Y algo parecido se dice de los lugares de culto, de las vestimentas y medios de transporte, de la
forma de presentarse en público y así sucesivamente.
Por el contrario, si somos consecuentes con la sacra mentalidad de la Iglesia, debe quedar bien
claro, de una vez por todas, que lo visible de la Iglesia, es decir, lo que entra por los sentidos y
lo que todo el mundo percibe, no es cosa sin importancia o algo meramente accidental. Lo visible
y palpable de la Iglesia es una categoría estrictamente teológica.
Es decir, se trata de algo que toca el ser mismo de la Iglesia como sacramento. Y, al mismo
tiempo, eso que se mete por los ojos de la gente debe estar siempre organizado de forma que
espontáneamente lleve a los hombres y mujeres a percibir que Jesús y su mensaje siguen
presentes en el mundo y en la historia.
Esto quiere decir que la organización externa de la Iglesia, su derecho, sus
costumbres, su funcionamiento, su estilo de vida, sus pautas de comportamiento
y, en general, todo lo que en ella es perceptible debe estar organizado y debe
funcionar de tal manera que la gente, al ver todo eso, se sienta espontáneamente
movida y motivada para pensar que el Evangelio sigue adelante en este mundo.
Por otra parte, es decisivo tener presente que todo lo dicho no es algo meramente aconsejable
desde el punto de vista de la ética o de la espiritualidad. Lo que aquí está en juego es la
efectividad de la Iglesia, es decir, en esto la Iglesia se juega el ser o no ser de su misión en el
mundo.
DIOS DE MISERICORDIA
La palabra misericordia tiene su origen en dos palabras del latín: miserere, que significa tener
compasión, y cor, que significa corazón. Ser misericordioso es tener un corazón compasivo. La
misericordia, junto con el gozo y la paz, son efectos del perdón; es decir, del amor.
Un palpable ejemplo de este tipo de amor misericordioso es el de Dios que siempre está
dispuesto a cancelar toda deuda, a olvidar a renovar. Para educarnos en el perdón debemos
constantemente recordarlo.
Los católicos acogemos un conjunto de verdades que nos vienen de Dios. Esas verdades han
quedado condensadas en el Credo. Gracias al Credo hacemos presentes, cada domingo y en
muchas otras ocasiones, los contenidos más importantes de nuestra fe cristiana.
Podríamos pensar que cada vez que recitamos el Credo estamos diciendo también una especie
de frase oculta, compuesta por cinco palabras: “Creo en la misericordia divina”. No se trata aquí
de añadir una nueva frase a un Credo que ya tiene muchos siglos de historia, sino de valorar
aún más la centralidad del perdón de Dios, de la misericordia divina, como parte de
nuestra fe.
Dios es Amor, como nos recuerda san Juan (1Jn 4,8 y 4,16). Por amor creó el universo; por amor
suscitó la vida; por amor ha permitido la existencia del hombre; por amor hoy me permite soñar
y reír, suspirar y rezar, trabajar y tener un momento de descanso.
El amor, sin embargo, tropezó con el gran misterio del pecado. Un pecado que penetró en el
mundo y que fue acompañado por el drama de la muerte (Rm 5,12). Desde entonces, la historia
humana quedó herida por dolores casi infinitos: guerras e injusticias, hambres y violaciones,
abusos de niños y esclavitud, infidelidades matrimoniales y desprecio a los ancianos, explotación
de los obreros y asesinatos masivos por motivos raciales o ideológicos.
Una historia teñida de sangre, de pecado. Una historia que también es (mejor, que es,
sobre todo) el campo de la acción de un Dios que es capaz de superar el mal con la
misericordia, el pecado con el perdón, la caída con la gracia, el fango con la limpieza, la
sangre con el vino de bodas.
Sólo Dios puede devolver la dignidad a quienes tienen las manos y el corazón manchados por
infinitas miserias, simplemente porque ama, porque su amor es más fuerte que el pecado.
Dios eligió por amor a un pueblo, Israel, como señal de su deseo de salvación universal, movido
por una misericordia infinita. Envió profetas y señales de esperanza. Repitió una y otra vez que
la misericordia era más fuerte que el pecado. Permitió que en la Cruz de Cristo el mal fuese
derrotado, que fuese devuelto al hombre arrepentido el don de la amistad con el Padre de las
misericordias.
Descubrimos así que Dios es misericordioso, capaz de olvidar el pecado, de arrojarlo lejos.
“Como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de grande es su amor para
quienes le temen; tan lejos como está el oriente del ocaso aleja Él de nosotros
nuestras rebeldías” (Sal 103,11-12).
La experiencia del perdón levanta al hombre herido, limpia sus heridas con aceite
y vino, lo monta en su cabalgadura, lo conduce para ser curado en un mesón. Como enseñaban
los Santos Padres, Jesús es el buen samaritano que toma sobre sí a la humanidad entera; que
me recoge a mí, cuando estoy tirado en el camino, herido por mis faltas, para curarme, para
traerme a casa.
Enseñar y predicar la misericordia divina ha sido uno de los legados que nos dejó el Papa San
Juan Pablo II. Especialmente en la encíclica “Dives in misericordia” (Dios rico en misericordia),
donde explicó la relación que existe entre el pecado y la grandeza del perdón divino:
“Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que ´Dios amó tanto... que le dio su Hijo
unigénito´, Dios, que ´es amor´, no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia.
Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también
con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal” (Dives in misericordia
n. 13).
Creo en la misericordia divina, en el Dios que perdona y que rescata, que desciende a nuestro
lado y nos purifica profundamente. Creo en el Dios que nos recuerda su amor: “Era yo, yo mismo
el que tenía que limpiar tus rebeldías por amor de mí y no recordar tus pecados” (Is 43,25). Creo
en el Dios que dijo en la cruz “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34), y
que celebra un banquete infinito cada vez que un hijo vuelve, arrepentido, a casa (Lc 15). Creo
en el Dios que, a pesar de la dureza de los hombres, a pesar de los errores de algunos
bautizados, sigue presente en su Iglesia, ofrece sin cansarse su perdón, Creo en la misericordia
divina, y doy gracias a Dios, porque es eterno su amor (Sal 106,1), porque nos ha regenerado y
salvado, porque ha alejado de nosotros el pecado, porque podemos llamarnos, y ser, hijos (1Jn
3,1).
¿DÓNDE ENCONTRARNOS CON LA MISERICORDIA DE DIOS?
El padre Eugenio Lira en su libro ¡Venga a mí! nos recuerda cinco medios para experimentar a
este Dios rico en misericordia.
Lugares de encuentro con La Divina Misericordia
- MEDITACIÓN ORANTE DE LA PALABRA DE DIOS
El Magisterio de la Iglesia nos recomiende la lectura asidua de la Palabra de Dios, ya que en ella
Dios conversa con nosotros. Por eso el Salmista proclama: Antorcha para mis pies es tu Palabra,
luz en mi sendero (Sal 119,105).
Si, por nuestro bien debemos conocerla, meditarla, vivirla y anunciarla, a la luz de la Tradición
de la Iglesia y del Magisterio: “Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica,
será como el hombre prudente que edificó sobre roca (Mt 7, 24)
Sin embargo, hay quienes no le dan importancia; y mezclando la fe con supersticiones, dejan
que cualquier libro o película les confunda y les arrebate esa preciosa semilla. Otros se
entusiasman de momento, pero al no ser constantes están débiles, y cuando les llega un
problema, lo dejan todo. En cambio, quienes reciben la Palabra de Dios, y confiando en su
eficacia la meditan con la guía de la Iglesia y la alimentan con los Sacramentos y la oración, dan
tal fruto, que son capaces de resistir la adversidad, sabiendo que los sufrimientos de esta vida
no se comparan con la felicidad que nos espera.
- CELEBRACIÓN DE LA LITURGIA
En la Liturgia está presente Cristo, quien, uniéndonos por el Bautismo a su
Cuerpo, que es la Iglesia, nos permite ofrecerlo y ofrecernos juntamente con Él,
para participar, con la fuerza del Espíritu Santo, en su alabanza y adoración al
Padre, fortaleciéndonos en la unidad, y llenándonos del poder transformador de Dios para ser
signo e instrumento de salvación para toda la humanidad, participando también de lo que será
la Liturgia celestial. De entre los miembros de este Cuerpo, el Señor llama a algunos para que,
a través del sacramento del Orden sacerdotal representen a Cristo como Cabeza del Cuerpo,
anunciando la Palabra de Dios, guiando a la comunidad, y presidiendo la liturgia, especialmente
los sacramentos, entre los que destaca la Eucaristía, donde Él se nos entrega para comunicarnos
todo el poder salvífico de su pasión, muerte y resurrección, por el que nos une a la Santísima
Trinidad y a toda la Iglesia; con la Virgen María y los santos, con el Papa, con el propio Obispo,
con todo el clero y con el pueblo de Dios entero, dándonos la esperanza de alcanzar la vida
eterna y resucitar con Él el último día, fortaleciéndonos así para vivir el amor y ser constructores
de unidad en nuestra familia y en nuestros ambientes, siendo solidarios particularmente con que
más nos necesitan.
- LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE MISERICORDIA
Esto es mi cuerpo. esta es mi sangre (Mt 26, 26-28). El que come Mi carne y bebe Mi sangre,
tiene vida eterna (Jn 6, 54). Por eso, el propio Jesús exhortaba a santa Faustina: No dejes la
Santa Comunión, a no ser que sepas bien de haber caído gravemente... Debes saber que Me
entristeces mucho, cuando no Me recibes en la Santa Comunión. Mi gran deleite es unirme con
las almas. Has de saber, hija Mía, que cuando llego a un corazón humano en la Santa Comunión,
tengo las manos llenas de toda clase de gracias y deseo dárselas al alma.
En el año 304, durante la persecución de Diocleciano, en Abitina, 49 cristianos fueron arrestados
un domingo mientras celebraban la Eucaristía. Cuando el procónsul les preguntó por qué habían
desobedecido la prohibición del emperador, sabiendo que el castigo sería la muerte, uno de ellos
respondió: “sin la Eucaristía dominical no podemos vivir”. A los cristianos de hoy, el Papa
Benedicto XVI nos ha dicho: “Participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan
eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una
necesidad... es una alegría”. En ella podemos encontrar “la energía necesaria para el camino
que debemos recorrer cada semana”
Procuremos comulgar con frecuencia, participando siempre en la Misa Dominical. Dediquemos
también algunos momentos a visitar al Santísimo Sacramento. “Es hermoso estar con Él –decía
San Juan Pablo II- y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25),
palpar el amor infinito de su corazón”. Y si tenemos conciencia de estar en pecado grave,
recordemos que antes de Comulgar debemos primero recibir el sacramento de la Reconciliación.
- LA CONFESIÓN: EXPERIENCIA DE MISERICORDIA
No es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno sólo (Mt 18, 14). El pecado nos
degrada, nos aleja de Dios y de los hermanos, y nos arrebata la vida. Pero Dios, que nos sigue
amando, nos busca y nos ofrece en el Sacramento de la Penitencia el perdón que nos reconcilia
con Él y con la Iglesia “Como se deduce de la parábola del hijo pródigo, la reconciliación es un
don de Dios, una iniciativa suya” Y “todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la
reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas,
sino que lo sentimos también en la eficacia de lo que él realiza en el presente”.
Esto, gracias a que la tarde de Pascua, el Señor Jesús se mostró a sus apóstoles
y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos (Jn 20, 22-23). Por
eso, San Pablo afirma: “Dios nos ha confiado el misterio de la reconciliación... y la palabra de
reconciliación” (2 Cor 5, 18 s.). En el Sacramento de la Penitencia, el Padre, con la fuerza del
Espíritu Santo, a través de sus sacerdotes que son presencia y prolongación de Jesús Buen
Pastor, corre hacia nosotros para abrazarnos y colmarnos de su amor, y la Iglesia se alegra por
la vuelta de aquél hermano que estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido
hallado (Lc 15, 32).
Jesús es el cordero de Dios que, con su sacrificio, quita el pecado del Mundo (Cfr. Jn 1, 29. Por
eso, Él, que ha venido no para condenar, sino para perdonar y salvar (Cfr. Jn 3, 16), nos invita a
acercarnos con confianza a la confesión, donde por su voluntad, el Sacerdote, ministro de la
Penitencia, actúa “in persona Christi”. Así se lo comentó a Santa Faustina: El sacerdote, cuando
Me sustituye, no es él quien obra, sino Yo a través de él; Como tú te comportarás con el confesor,
así Yo Me comportaré contigo.
- LA ORACIÓN
Una persona subió con entusiasmo a un pequeño barco, con el deseo de aventurarse en el mar.
Al zarpar, con emoción sintió la brisa y admiró la inmensidad y la belleza del océano. Pero
después, a causa del movimiento, experimentó un terrible mareo. Entonces, el capitán le dijo: “si
no quiere sentirse mal, mire hacia arriba”. ¡Qué buen consejo para quienes surcamos el gran
mar de la vida!: miremos hacia arriba, para no marearnos, ni con los bienes del mundo, ni con
las crisis y problemas. Y mirar hacia arriba es hacer oración, escuchando a Jesús que nos dice:
Permaneced en mí, como yo en vosotros (Jn 15,4).
“Para mí, -escribe Santa Teresa del Niño Jesús- la oración es un impulso del corazón, una
sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor, tanto en la prueba
como en la alegría” . Necesitamos orar para pedir ayuda, dar gracias, alabar, adorar, contemplar,
y escuchar a Dios, abriéndole el corazón a Él y al prójimo. ¡En la oración, es Dios quien nos
busca para saciar nuestra sed de una vida plena y eternamente feliz! De ahí que Santa Teresa
de Ávila diga: “Si alguien no ha empezado a hacer oración...yo le ruego por amor de Dios, que
no deje de hacer esto que le va a traer tantos bienes espirituales. En hacerla no hay ningún mal
que temer y sí mucho bien que esperar”.
Habla con tu Dios que es el Amor y la Misericordia Misma, exhortó el Señor a Santa Faustina.
Pero ¿cómo orar?; con humildad, confianza y perseverancia. Pidan y se les dará, ha prometido
Jesús. Sin embargo, quizá alguno diga: “Muchas veces he pedido y no he recibido. Orar no sirve
para nada”. Pero seguramente lo que le sucede es aquello que Santa
Teresa describe así: “Algunos quisieran tener aquí en la tierra todo lo que desean y luego en el
cielo que no les faltase nada. Eso me parece andar a paso de gallina, escarbando entre el
basurero”. ¡No perdamos el tiempo, ni entorpezcamos nuestro camino!; creer en Dios es fiarse
de Él, sabiendo que nos da lo que más nos conviene, no para una alegría pasajera, sino para
nuestra felicidad plena y eterna.
Cuestionario práctico
1. ¿Qué lugar ocupa Dios en mi vida? ¿Es algo que ya doy por supuesto o es una presencia viva
y que guía todas mis acciones?
2. ¿Soy sencillo en mis relaciones con Dios? ¿Creo que él me puede transformar
con su gracia? ¿Creo que Dios está conmigo en los momentos difíciles, aunque
no lo sienta sensiblemente?
3. ¿Me esfuerzo por conocer más a Cristo a través de los Evangelios y de la
frecuente recepción de los sacramentos, especialmente la confesión y la Eucaristía?
4. ¿Puedo decir que de verdad amo a Cristo, Señor de la misericordia? ¿Cómo es mi amor por
él: ¿de sentimiento, superficial, de fe y voluntad, de palabras o de obras?
5. ¿Qué es para mí el sacramento de la penitencia o confesión? ¿Una obligación molesta? ¿Un
medio para tranquilizar momentáneamente mi conciencia? ¿una magnífica oportunidad para
encontrarme con Cristo y sentir su misericordia infinita? ¿Un camino para reconciliarme con Dios
y recibir su perdón?
DIOS SE HIZO HOMBRE Y SE QUEDO CON NOSOTROS PARA SIEMPRE.
“No tengamos miedo de contemplar la Cruz como un momento de derrota, de fracaso”, señaló
el Santo Padre Francisco. “Pablo, cuando hace la reflexión sobre el misterio de Jesucristo, nos
dice cosas fuertes. Nos dice que Jesús se vació a sí mismo, se aniquiló a sí mismo, se hizo
pecado hasta el final, asumió todos nuestros pecados, todos los pecados del mundo: se convirtió
en un descartado, en un condenado”.
“Pablo no tenía miedo de mostrar esta derrota y también esto puede iluminar un poco nuestros
peores momentos, nuestros momentos de derrota. Pero también la Cruz es un signo de victoria
para nosotros cristianos”.
Para explicar mejor esta paradoja de la Cruz, el Santo Padre recurrió al libro de los Números, en
el que se narra el Éxodo del pueblo de Israel de Egipto a la Tierra Prometida, previo deambular
por el desierto durante 40 años.
En ese contexto se produjo un suceso que el Papa definió como una profecía de la Cruz de
Cristo. En un momento de desesperación, el pueblo de Israel comenzó a murmurar contra Moisés
y contra Dios. Se produjo entonces una infestación de serpientes que mordieron a muchos
israelitas.
Francisco recordó que, desde tiempos antiguos, la serpiente simboliza a Satanás, el Gran
Acusador. Entonces Dios ordenó a Moisés hacer un báculo coronado por una serpiente de
bronce para que todos los que habían sufrido la mordedura de las serpientes se curaran al
mirarlas, ya que Dios dijo a Moisés que alzaría a la serpiente causante de la muerte para dar
salvación.
Para el Pontífice se trata de “una profecía” que hace referencia directamente a la Cruz: “Jesús,
cargado de todos los pecados, derrotó al autor del pecado, derrotó a la serpiente”.
“En aquel momento, Satanás quedó destruido para siempre. Ya no tiene fuerza. La Cruz, en
aquel momento, se convirtió en signo de victoria”.
El Papa continuó: “Nuestra victoria es la Cruz de Jesús, victoria ante nuestro enemigo, la gran
serpiente antigua, el Gran Acusador”. En la Cruz “hemos sido salvados en aquel recorrido que
Jesús quiso hacer hasta lo más bajo, pero con la fuerza de la divinidad”.
Además, recordó las palabras de Jesús a Nicodemo: “Cuando sea alzado, atraeré a todos a mí”.
Subrayó: “Jesús alzado y Satanás destruido. La Cruz de Jesús debe ser para nosotros la
atracción: mírala, porque es la fuerza necesaria para ir adelante”.
“Aquella serpiente antigua que fue destruida, todavía grita, todavía amenaza. Como decían los
padres de la iglesia, es un perro encadenado: no te acerques y no te morderá, pero si te acercas
a acariciarlo porque la fascinación te lleva a él como si fuera un cachorrillo,
prepárate: te destruirá”.
Por lo tanto, “la Cruz nos enseña que en la vida hay derrota y victoria. Debemos
ser capaces de tolerar el fracaso, de llevar con paciencia los errores, y también
nuestros pecados, porque Él ha pagado por nosotros”.
“Hoy sería bello que, en casa, con tranquilidad, dediquemos 5, 10, 15 minutos a ponernos
delante del crucifijo, o de aquello que tengamos, o del rosario, y mirarlo: es nuestro signo
de derrota que provoca las persecuciones, que nos destruye, y también es nuestro signo
de victoria, porque en ella Dios ha vencido”. PAPA FRANCISCO.
Evangelio comentado por el Papa Francisco:
Juan 3:13-17
Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre,
para que todo el que crea tenga por él vida eterna.
Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no
perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se
salve por él.
EL ESPIRITU SANTO NOS REUNE EN LA IGLESIA
«¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y
también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha
madre, y me gusta llamarla Iglesia» (Clemente de Alejandría, Paedagogus 1, 6, 42).
El día de Pentecostés un grupo de hombres y mujeres paralizados por el temor, se reunió a orar
y descendió sobre ellos el Espíritu Santo, transformándolos en hombres y mujeres valientes,
audaces, dispuestos a dar la vida por Jesús y su mensaje. Al manifestarse la fuerza del Espíritu
comienza para ellos una nueva manera de vivir. Allí nace la Iglesia, la misma que hoy nos reúne.
En los días que siguieron a Pentecostés, los discípulos tomaron conciencia poco a poco de que
habían recibido el Espíritu de Jesús resucitado. Por eso, decimos que en este momento se inició
una nueva era, donde todas las promesas sobre el Espíritu Santo, comenzaron a verificarse con
fuerza y evidencia sobre los apóstoles. Él asumió la guía invisible, pero en cierto modo
«perceptible», de quienes después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que
habían quedado huérfanos. Éstos, con la venida del Espíritu Santo, renovaron su confianza y se
fortalecieron para realizar la misión que les había sido dada.
Este mismo Espíritu es el que sigue asistiendo hoy a la Iglesia con su presencia viva en cada
comunidad. Gracias a su don, hoy es posible amar hasta dar la vida, perdonar las ofensas, orar
sin cesar y celebrar cotidianamente la Pascua del Señor que sigue manifestándose de diversas
maneras. El desafío para nosotros es aprender a reconocer sus signos presentes en nuestra
comunidad, vida cotidiana y sociedad.
El Espíritu Santo que obró en ellos, lo sigue haciendo continuamente en cada uno de nosotros.
El Espíritu de la verdad ilumina al espíritu humano, como afirma San Pablo: «Todos hemos
bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12, 13). Su presencia crea una conciencia y una certeza nueva
con respecto a la verdad revelada, permitiéndonos participar así en el conocimiento de Dios
mismo. Él nos lleva a la verdad completa (Jn 14, 26). Él impulsa a la comunidad cristiana a un
conocimiento siempre mayor y mejor de Jesús y de su mensaje.
Al referirnos al Pueblo de Dios nos remontamos al Antiguo Testamento donde se
narra la historia de Israel, el pueblo elegido por Dios. Entre Dios y los israelitas se
realiza una alianza, un pacto de amistad; en esta alianza, Israel se comprometió
a reconocer a Yahvé como su único Dios, a entregarse a él y Dios se comprometió
a mantener a Israel como su pueblo, a guiarlo hacia la tierra prometida y darle la salvación.
La Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, es el mismo pueblo de Israel, pero constituido por una
nueva alianza o pacto. No cambia ni Dios ni el pueblo; se renueva el pacto que se establece
entre ambos. Jesús es el mediador de esta nueva alianza. De la muerte de Jesús en la cruz y
del don del Espíritu brota el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia.
Este pueblo, en el que Dios reina, está formado por todos los bautizados y constituye una
comunidad de hermanos en donde no hay diferencias de clase social, de nacionalidad, de
color de piel o de sexo. Es un pueblo de libres no de esclavos; un pueblo de iguales no de
siervos.
ESPÍRITU SANTO, AMOR DE DIOS QUE SE REGALA
El término “Espíritu” traduce el término hebreo “Ruah” que significa soplo, aire, viento. En las
Escrituras encontramos diferentes nombres que se le dan al Espíritu Santo, uno de ellos es
“Paráclito” que se traduce habitualmente como el defensor. También se representa con distintas
formas.
El Espíritu Santo es la presencia de Dios desde la creación del mundo a través de sus dones y
frutos. Él se manifestó a través de los profetas en.
El A.T, por su obra el Hijo amado se encarna y camina junto a nosotros, es quien
unge a Jesús en su Bautismo. Ese Espíritu, el mismo que llega a nosotros en Pentecostés,
acompaña y anima nuestra Iglesia desde que se formó, inspirándola y guiándola. El Espíritu
Santo, es quien nos anima, y nos regala sus dones de un modo particular por medio del
sacramento de la confirmación.
El Señor ha querido enviarlo para que nos enseñe a orar, fortalezca nuestra fe y nos anime
cuando te sientas débil y desalentado (Rom 8,26). Él te regalará la Gracia de sus dones, los
cuales darán frutos si lo dejas actuar en tu vida.
Entonces ya sabes que, el Espíritu “sopla” en verdad y por Jesucristo camino, verdad y vida, Él
te da la esperanza y acrecienta tu capacidad para amar. Te lleva al corazón del Padre.
Podemos decir que el Espíritu Santo, cumple dos roles fundamentales, por una parte, nos
renueva internamente y nos santifica; es decir, nos abre a la Gracia de Dios, nos ayuda a
entender el querer del Señor en nuestra experiencia.
Podemos asegurar que nuestra fe en la acción del Espíritu se transforma en compromiso vivo,
el Espíritu Santo, sella en nosotros el discipulado de Jesús y nos hace apóstoles, testigos de
Cristo en medio de la ciudad, en cada una de las experiencias que nos toque vivir. Gracias al
Espíritu, sus dones y frutos, nos convertimos en misioneros de la Buena Noticia en medio del
mundo, somos llamados a proclamar con nuestra vida “lo que hemos visto y oído” (1 Jn 1,1),
aprendiendo a discernir la voluntad del Señor en lo que somos y hacemos.
“Cuando venga el consolador, el Espíritu de la verdad que yo les enviaré y que procede del
Padre, él dará testimonio sobre mí. Ustedes mismos serán mis testigos, porque han estado
conmigo desde el principio” (Jn 15, 26 -27).
el catecismo nos recuerda: 1830. La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones
del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir
los impulsos del Espíritu Santo. 1831. Los siete dones del Espíritu Santo son:
sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Tu espíritu
bueno me guíe por una tierra llana (Sal 143,10). Todos los que son guiados por
el Espíritu de Dios son hijos de Dios... Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y
coherederos de-Cristo(Rm8,14.17) 1832. Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en
nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera
doce: ‘caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre,
fidelidad, modestia, continencia, castidad’
Cumpliendo este gesto, la Iglesia recuerda al mundo que entre Dios y el hombre existe una
amistad indestructible gracias al amor de Cristo, que ofreciéndose a sí mismo ha vencido el mal.
En este sentido la Eucaristía es fuerza y lugar de unidad del género humano. Pero la novedad y
el significado de la última Cena están inmediata y directamente relacionados con el acto redentor
de la cruz y con la resurrección del Señor, “palabra definitiva” de Dios al hombre y al mundo. De
este modo, Cristo, con su deseo ardiente de celebrar la Pascua, de ofrecerse (cf. Lc 22, 14-16),
se transforma en nuestra Pascua (cf. 1 Co 5,7): la cruz comienza en la Cena (cf. 1 Co 11, 26).
Es la misma persona, Jesucristo, que, en la Cena en modo incruento y en la cruz con su propia
sangre, es sacerdote y víctima que se ofrece al Padre: “sacrificio que el Padre aceptó, cambiando
esta entrega total de su Hijo, que se hizo “obediente hasta la muerte” (Flp 2,8), con su entrega
paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección, porque el Padre es
el primer origen y el dador de la vida desde el principio”.[15] Por este motivo no puede separarse
la muerte de Cristo de su resurrección (cf. Rm 4, 24-25), con la vida nueva que surge de ella y
en la cual somos sumergidos en el bautismo (cf. Rm 6,4).
En la memoria de la Iglesia, en el centro de la celebración eucarística, están las
palabras de la presencia de Jesús en medio a nosotros. “Esto es mi cuerpo, ...
éste es el cáliz di mi sangre”. Jesús se ofrece a sí mismo como verdadero y
definitivo sacrificio, en el cual alcanzan su cumplimiento todas las imágenes del Antiguo
Testamento. En Él se recibe lo que siempre había sido deseado y jamás había hallado
realización.
Pero Jesús, a la luz de la profecía (cf. Is 53, 11s.) sufre por la multitud y demuestra que en Él se
cumple la espera del verdadero sacrificio y del verdadero culto. Él mismo es aquel que, estando
delante de Dios, intercede, no por sí mismo, sino en favor de todos. Esta intercesión es el
verdadero sacrificio, la oración, la acción de gracias a Dios, en la cual nosotros mismos y el
mundo somos restituidos a Dios. La Eucaristía es, por lo tanto, sacrificio a Dios en Jesucristo
para recibir el don de su amor.
Jesucristo es el Viviente y está en la gloria, en el santuario del cielo donde ha entrado gracias a
la propia sangre (cf. Hb 9,12); se encuentra en el estado inmutable y eterno del sumo sacerdote
(cf. Hb 8,1-2), “posee un sacerdocio perpetuo” (Hb 7, 24 s), se ofrece al Padre y en razón de los
infinitos méritos de su vida terrena continúa a irradiar la redención del hombre y del cosmos que
en Él se transforma y recapitula (cf. Ef 1,10). Todo esto significa que el Hijo Jesucristo es
mediador de la nueva alianza para aquellos que han sido llamados a la herencia eterna (cf. Hb
9,15). Su sacrificio permanece para siempre en el Espíritu Santo, el cual recuerda a la Iglesia
todo lo que el Señor ha realizado como sumo y eterno sacerdote (cf. Jn 14, 26; 16, 12-15). San
Juan Crisóstomo advierte que el verdadero celebrante de la divina liturgia es Cristo: Aquel que
ha celebrado la Eucaristía “en la última cena, ése mismo es el que lo sigue haciendo ahora.
Nosotros ocupamos el puesto de los ministros suyos, más el que santifica y transforma la ofrenda
es Él”. Por lo tanto, “no es una imagen o una figura del sacrificio, sino un sacrificio verdadero”.
Dios se ha dignado aceptar la inmolación de su Hijo como víctima por el pecado y la Iglesia ora
para que el sacrificio aproveche para la salvación del mundo.
El Memorial del Misterio Pascual Hacer memoria de Cristo significa ciertamente recordar toda su
vida, porque en la Misa se hacen presente, en cierto modo durante el curso del año, los misterios
de la redención; pero especialmente, según San Pablo, la humillación (cf. Flp 2), el amor supremo
que lo ha hecho obediente hasta la cruz. Cada vez que comemos su cuerpo y bebemos su sangre
anunciamos su muerte, hasta que Él vuelva (cf. 1 Co 11,26), y también su resurrección (cf. Hch
2,32-36; Rm 10,9; 1 Co 12,3; Flp 2,9-11). De ahí que Él es el Cordero pascual inmolado (cf. 1
Co 5,7-8), que permanece de pie porque ha resucitado (cf. Ap 5,6).
La institución de la Eucaristía ha comenzado en la última Cena: las palabras que allí pronuncia
Jesús son la anticipación de su muerte; pero también ésta restaría vacía, si su amor no fuera
más fuerte que la muerte, para llegar a la resurrección. He aquí el motivo por el cual la muerte y
la resurrección son llamadas en la tradición cristiana mysterium paschale. Esto significa que la
Eucaristía es mucho más que una simple cena; su precio ha sido una muerte que ha sido vencida
con la resurrección. Por ello, el costado abierto de Cristo es el lugar originario del cual nace la
Iglesia y provienen los sacramentos que la edifican, el bautismo y la Eucaristía, don y vínculo de
caridad (Jn 19,34). Así, en la Eucaristía adoramos al que estuvo muerto y ahora “vive por los
siglos de los siglos” (Ap 1,18). El Canon Romano expresa esto inmediatamente
después de la consagración: “Por eso, Señor, nosotros, tus siervos, y todo tu
pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo, tu
Hijo, nuestro Señor; de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su
admirable ascensión a los cielos, te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes
que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna
salvación”.
Durante la ‘cena mística”, en la persona de Jesucristo coexisten como pasado el Antiguo
Testamento, como presente el Nuevo Testamento y como futuro la inmolación inminente. Con la
Eucaristía entramos en otra dimensión temporal no ya sujeta a nuestras categorías. Entramos
en un tiempo en el cual el futuro, iluminando el pasado, se nos ofrece como estable presente;
por lo tanto, el misterio de Cristo, alfa y omega, se hace contemporáneo a cada hombre en todo
tiempo. El tiempo se ha abreviado (cf. 1 Co 7,29), esperamos la resurrección de los muertos y
ya vivimos en el cielo: “Este misterio hace que la tierra se transforme en cielo”.
La Presencia permanente del Señor
En todos los sacramentos Jesucristo actúa a través de signos sensibles que, sin cambiar la
apariencia, asumen una capacidad de santificar. En la Eucaristía, Él está presente con su cuerpo
y sangre, alma y divinidad, entregando al hombre toda su persona y su vida. En el Antiguo
Testamento Dios, a través de sus enviados, señalaba su presencia en la nube, en el tabernáculo,
en el templo; con el Nuevo Testamento, en la plenitud de los tiempos, Él viene a habitar entre
los hombres en el Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14), siendo realmente Emanuel (cf. Mt 1,23) habla
por medio del Hijo, su heredero (cf. Hb 1,1-2).
San Pablo, para explicar lo que sucede en la comunión eucarística, afirma: “Más el que se une
al Señor, se hace un solo espíritu con Él” (1 Co 6,17), en una nueva vida que proviene del Espíritu
Santo. San Agustín ha profundamente comprendido esto, pero antes que él Ignacio de Antioquía
y, después, muchos monjes, místicos y teólogos. La Divina Liturgia es esta presencia de Cristo
“que reúne a todas las criaturas”, las convoca en torno al santo altar y “providencialmente las
une a sí mismo y entre ellas”. Dice San Juan Crisóstomo: “Cuando estás por acercarte a la Santa
Misa, cree que allí está presente el Rey de todos”. Por ello la adoración es inseparable de la
comunión.
a-) Maestro, ¿dónde vives? Ese es el primer paso para entablar una relación con alguien: saber
dónde podemos encontrarlo para ir en su busca. Nuestro corazón está buscando a Dios, pero
con el desconcierto que hay a nuestro alrededor, con tantas llamadas a las más variopintas
propuestas, no es fácil discernir el lugar en el que Dios habita.
La respuesta a nuestra primera pregunta será un Venga y lo veras. Cristo nos invita a ser sus
discípulos. Ya le hemos visto, le hemos escuchado, hemos compartido con él momentos de
nuestra vida y hemos oído palabras verdaderas que hablaban de vida eterna y de un Reino que
vendrá y colmará todos nuestros deseos de felicidad. Creemos en él y en sus promesas, por eso
ahora nuestra pregunta es:
b-) ¿qué he de hacer para heredar esa vida eterna que vienes a ofrecernos?
La amistad con Cristo nos abre unas perspectivas de plenitud que no podíamos imaginar y por
esta razón es necesario poner en juego toda nuestra vida, entregarle lo poco que somos, para
que él nos transforme y nos haga capaces de hacer obras grandes, mayores incluso que las
realizadas por él en la tierra.
El discípulo, como Jesús, ora y nunca pierde su relación íntima con el Padre y el
Espíritu que habita en él y le mueve a actuar. Hallamos a Jesús apartándose de
la multitud y buscando la soledad y el silencio para orar y encontrarse con su
Padre. El discípulo también descubre en él esa misma necesidad de oración, de
mayor intimidad con aquel que le da la vida.
c-) Maestro, enséñanos a orar porque nosotros no sabemos. Esta es la súplica que le
dirigimos al Señor. Ya sabemos dónde vives, sabemos incluso lo que quieres que hagamos. ¡Ven
en nuestra ayuda para que podamos llevarlo a cabo, muéstranos tu amor, enséñanos más cosas
sobre ti! ¡Así, conociéndote te amaremos más y amándote a ti, amaremos todo lo que tú amas,
estaremos en comunión contigo y permaneceremos en tu amor! ¡Muéstranos cada vez más tu
Verdad y hazla vida en nosotros!
Sí, a pesar de las dificultades
Es posible que, en nuestro afán de seguir a Jesucristo, el desánimo se convierta en uno de los
peores enemigos. Sin embargo, tenemos la certeza de que inquietándose nadie puede añadir ni
un solo día a su existencia... No se turbe tu corazón ni se acobarde.
Los miedos y las ansiedades son profundamente humanos, pero pueden llegar a mermar la
confianza de la fe. El Señor nos invita muchas veces en el evangelio a confiar y no temer.
Cada uno ha recibido los dones necesarios, y los dones del Espíritu Santo nunca se agotan. El
Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Él nos hace conformes a Jesús, capaces, por lo
tanto, de una relación fiel con el Padre. Él inspira, sustenta y guía cada uno de nuestros
pasos. Cristo no ha venido al mundo para condenarlo, sino para que toda persona se salve.
Respetando nuestra libertad, nos pide nuestro consentimiento, nuestro sí.
Sí, como María Espera el mismo sí rotundo que un día una joven de Nazaret le ofreció. ¡Feliz la
que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor! Se llamaba
María. Es nuestro ejemplo y guía en el camino, a veces oscuro, de la fe; modelo de todo aquél
que quiere crecer en el amor de Dios. Ella nos señala el camino y nos da ánimos para recorrerlo,
acudiendo a nuestro lado incluso cuando no nos quedan fuerzas para llamarla.
Lucas 1, 26-38
Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a
una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen
era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se conturbó
por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: «No temas, María,
porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a
quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios
le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no
tendrá fin». María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» El
ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel,
tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban
estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios». Dijo María: «He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra». Y el ángel dejándola se fue.
María se dejó guiar por la fe. Ésta la llevó a creer a pesar que parecía imposible lo anunciado. El
Misterio se encarnó en ella de la manera más radical que se podía imaginar.
Sin certezas humanas, ella supo acoger confiadamente la palabra de Dios. María
también supo esperar, ¿cómo vivió María aquellos meses, y las últimas semanas
en la espera de su Hijo? Sólo por medio de la oración y de la unión con Dios
podemos hacernos una pálida idea de lo que ella vivió en su interior.
Celebramos el Sí de Maria, y buscamos la santidad con alegría, no sin antes recibir los
Sacramentos que son la vía de nuestra salvación. Desde el bautismo, un cristiano es un hijo de
Dios. La formación que proporciona la Prelatura fortalece en los fieles cristianos un vivo sentido
de su condición de hijos de Dios y ayuda a conducirse de acuerdo con ella: fomenta la confianza
en la providencia divina, la sencillez en el trato con Dios y con los demás.
Es importante tener en la cuenta que la santidad y amor a Dios «Es en medio donde debemos
santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres», decía San Josemaría. La familia, el
matrimonio, el trabajo, la ocupación de cada momento son oportunidades habituales de tratar y
de imitar a Jesucristo, procurando practicar la caridad, la paciencia, la humildad, la laboriosidad,
la justicia, la alegría y en general las virtudes humanas y cristianas.
El cristiano no debe «llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de
una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social». Por el contrario,
señalaba san Josemaría, «hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene
que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios».
Quien conoce a Cristo encuentra un tesoro que no puede dejar de compartir. Los cristianos son
testigos de Jesucristo y difunden su mensaje de esperanza entre parientes, amigos y colegas,
con el ejemplo y con la palabra. «Al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con
nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos ayudarles a
llegar a Cristo».
Juan 4:34-36
Jesús les dijo*: Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra. ¿No
decís vosotros: `` ¿Todavía faltan cuatro meses, y {después} viene la siega”? He aquí, yo os
digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos que {ya} están blancos para la siega. Ya el segador
recibe salario y recoge fruto para vida eterna, para que el que siembra se regocije juntamente
con el que siega.
Juan 16:20-24
En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, pero el mundo se alegrará; estaréis
tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. Cuando la mujer está para dar a luz, tiene
aflicción, porque ha llegado su hora; pero cuando da a luz al niño, ya no se acuerda de la
angustia, por la alegría de que un niño haya nacido en el mundo. Por tanto, ahora vosotros tenéis
también aflicción; pero yo os veré otra vez, y vuestro corazón se alegrará, y nadie os quitará
vuestro gozo.
LA SANTIDAD DA FELICIDAD.
“Pero si hay algo –dice el Papa Francisco– que caracteriza a los santos es que son realmente
felices. Han encontrado el secreto de esa felicidad auténtica, que anida en el fondo del alma y
que tiene su fuente en el amor de Dios. Por eso, a los santos se les llama bienaventurados. Las
bienaventuranzas son su camino, su meta, su patria”.
“Las bienaventuranzas son el camino de vida que el Señor nos enseña “y “son el perfil de Cristo
y, por tanto, lo son del cristiano”, aseguró. Y subrayó de ellas: “la mansedumbre” es la que “nos
acerca a Jesús y nos hace estar unidos entre nosotros”.
Y señaló que hoy se podrían añadir otras bienaventuranzas
“Bienaventurados los que soportan con fe los males que otros les causan y
perdonan de corazón; bienaventurados los que miran a los ojos a los marginados
mostrándoles cercanía; bienaventurados los que reconocen a Dios en cada
persona y luchan para que otros también lo descubran; bienaventurados los que protegen y
cuidan la casa común; bienaventurados los que renuncian al propio bienestar por el bien de otros;
bienaventurados los que rezan y trabajan por la plena comunión de los cristianos… Todos ellos
son portadores de la misericordia y ternura de Dios, y recibirán ciertamente de él la recompensa
merecida”.
El Papa recuerda también que “la llamada a la santidad es para todos” y pide a “nuestra Madre
del cielo, Reina de todos los Santos”, que seamos “bendecidos en nuestros esfuerzos y
alcancemos la santidad en la unidad”.
PADRE NUESTRO… (Catecismo de la Iglesia Católica)
Jesús nos enseñó esta insustituible oración cristiana, el Padre nuestro, un día en el que un
discípulo, al verle orar, le rogó: “Maestro, enséñanos a orar” (Lc 11, 1). La tradición litúrgica de
la Iglesia siempre ha usado el texto de San Mateo (6, 9-13).
Oración por excelencia de la Iglesia, el Padre nuestro es “entregado” en el Bautismo, para
manifestar el nacimiento nuevo a la vida divina de los hijos de Dios. La Eucaristía revela el sentido
pleno del Padre nuestro, puesto que sus peticiones, fundándose en el misterio de la salvación
ya realizado, serán plenamente atendidas con la Segunda venida del Señor.
“PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO”
¿Por qué podemos acercarnos al Padre con plena confianza? (2777-2778; 2797)
Podemos acercarnos al Padre con plena confianza, porque Jesús, nuestro Redentor, nos
introduce en la presencia del Padre, y su Espíritu hace de nosotros hijos de Dios. Por ello,
podemos rezar el Padre nuestro con confianza sencilla y filial, gozosa seguridad y humilde
audacia, con la certeza de ser amados y escuchados.
Podemos invocar a Dios como “Padre”, porque el Hijo de Dios hecho hombre nos lo ha revelado,
y su Espíritu nos lo hace conocer. La invocación del Padre nos hace entrar en su misterio con
asombro siempre nuevo, y despierta en nosotros el deseo de un comportamiento filial. Por
consiguiente, con la oración del Señor, somos conscientes de ser hijos del Padre en el Hijo.
¿Por qué decimos Padre “nuestro”? (2786-2790; 2801)
“Nuestro” expresa una relación con Dios totalmente nueva. Cuando oramos al Padre, lo
adoramos y lo glorificamos con el Hijo y el Espíritu. En Cristo, nosotros somos su pueblo, y Él
es nuestro Dios, ahora y por siempre. Decimos, de hecho, Padre “nuestro”, porque la Iglesia de
Cristo es la comunión de una multitud de hermanos, que tienen “un solo corazón y una sola alma”
(Hch 4, 32).
¿Con qué espíritu de comunión y de misión nos dirigimos a Dios como Padre
“nuestro”? (2791-2793; 2801)
Dado que el Padre nuestro es un bien común de los bautizados, éstos sienten la urgente llamada
a participar en la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos. Rezar el Padre nuestro es
orar con todos los hombres y en favor de la entera humanidad, a fin de que todos conozcan al
único y verdadero Dios y se reúnan en la unidad.
¿Qué significa la expresión “que estás en el cielo”? (2794-2796; 2802)
La expresión bíblica “cielo” no indica un lugar sino un modo de ser: Dios está más
allá y por encima de todo; la expresión designa la majestad, la santidad de Dios,
y también su presencia en el corazón de los justos. El cielo, o la Casa del Padre,
constituye la verdadera patria hacia la que tendemos en la esperanza, mientras
nos encontramos aún en la tierra. Vivimos ya en esta patria, donde nuestra “vida está oculta con
Cristo en Dios” (Col 3, 3).
LAS SIETE PETICIONES
¿Cómo está compuesta la oración del Señor? (2803-2806; 2857)
La oración del Señor contiene siete peticiones a Dios Padre. Las tres primeras, hacia Dios, nos
atraen hacia Él, para su gloria, pues lo propio del amor es pensar primeramente en Aquel que
amamos. Estas tres súplicas sugieren lo que, en particular, debemos pedirle: la santificación de
su Nombre, la venida de su Reino y la realización de su voluntad. Las cuatro últimas peticiones
presentan al Padre de misericordia nuestras miserias y nuestras esperanzas: le piden que nos
alimente, que nos perdone, que nos defienda ante la tentación y nos libre del Maligno.
¿Qué significa “Santificado sea tu Nombre”? (2807-2812; 2858)
Santificar el Nombre de Dios es, ante todo, una alabanza que reconoce a Dios como Santo. En
efecto, Dios ha revelado su santo Nombre a Moisés, y ha querido que su pueblo le fuese
consagrado como una nación santa en la que Él habita.
¿Cómo se santifica el Nombre de Dios en nosotros y en el mundo? (2813-2815)
Santificar el Nombre de Dios, que “nos llama a la santidad” (1Ts 4, 7), es desear que la
consagración bautismal vivifique toda nuestra vida. Asimismo, es pedir que, con nuestra vida
y nuestra oración, el Nombre de Dios sea conocido y bendecido por todos los hombres.
¿Qué pide la Iglesia cuando suplica “Venga a nosotros tu Reino”? (2816-2821; 2859)
La Iglesia invoca la venida final del Reino de Dios, mediante el retorno de Cristo en la gloria.
Pero la Iglesia ora también para que el Reino de Dios crezca aquí ya desde ahora, gracias a la
santificación de los hombres en el Espíritu y al compromiso de éstos al servicio de la justicia y
de la paz, según las Bienaventuranzas. Esta petición es el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven,
Señor Jesús” (Ap 22, 20).
¿Por qué pedimos “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”? (2822-2827; 2860)
La voluntad del Padre es que “todos los hombres se salven” (1Tm 2, 4). Para esto ha venido
Jesús: para cumplir perfectamente la Voluntad salvífica del Padre. Nosotros pedimos a Dios
Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo, a ejemplo de María Santísima y de los santos.
Le pedimos que su benevolente designio se realice plenamente sobre la tierra, como se ha
realizado en el cielo. Por la oración, podemos “distinguir cuál es la voluntad de Dios” (Rm 12, 2),
y obtener “constancia para cumplirla” (Hb 10, 36).
¿Cuál es el sentido de la petición “Danos hoy nuestro pan de cada día”? (2828-2834; 2861)
Al pedir a Dios, con el confiado abandono de los hijos, el alimento cotidiano necesario a cada
cual, para su subsistencia, reconocemos hasta qué punto Dios Padre es bueno, más allá de toda
bondad. Le pedimos también la gracia de saber obrar, de modo que la justicia y la
solidaridad permitan que la abundancia de los unos cubra las necesidades de los otros.
¿Cuál es el sentido específicamente cristiano de esta petición? (2835-2837; 2861)
Puesto que “no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Mt 4,
4), la petición sobre el pan cotidiano se refiere igualmente al hambre de la Palabra de Dios y
del Cuerpo de Cristo, recibido en la Eucaristía, así como al hambre del Espíritu Santo. Lo
pedimos, con una confianza absoluta, para hoy, el hoy de Dios: y esto se nos
concede, sobre todo, en la Eucaristía, que anticipa el banquete del Reino
venidero.
¿Por qué decimos “Perdona nuestras ofensas como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden”? (2838-2839; 2862)
Al pedir a Dios Padre que nos perdone, nos reconocemos ante Él pecadores; pero confesamos,
al mismo tiempo, su misericordia, porque, en su Hijo y mediante los sacramentos, “obtenemos
la redención, la remisión de nuestros pecados” (Col 1, 14). Ahora bien, nuestra petición será
atendida a condición de que nosotros, antes, hayamos, por nuestra parte, perdonado.
¿Cómo es posible el perdón? (2840-2845; 2862)
La misericordia penetra en nuestros corazones solamente si también nosotros sabemos
perdonar, incluso a nuestros enemigos. Aunque para el hombre parece imposible cumplir con
esta exigencia, el corazón que se entrega al Espíritu Santo puede, a ejemplo de Cristo, amar
hasta el extremo de la caridad, cambiar la herida en compasión, transformar la ofensa en
intercesión. El perdón participa de la misericordia divina, y es una cumbre de la oración cristiana.
¿Qué significa “No nos dejes caer en la tentación”? (2846-2849; 2863)
Pedimos a Dios Padre que no nos deje solos y a merced de la tentación. Pedimos al Espíritu
saber discernir, por una parte, entre la prueba, que nos hace crecer en el bien, y la tentación,
que conduce al pecado y a la muerte; y, por otra parte, entre ser tentado consentir en la
tentación. Esta petición nos une a Jesús, que ha vencido la tentación con su oración. Pedimos
la gracia de la vigilancia y de la perseverancia final.
¿Por qué concluimos suplicando “Y líbranos del mal”? (2850-2854; 2864)
El mal designa la persona de Satanás, que se opone a Dios y que es “el seductor del mundo
entero” (Ap 12, 9). La victoria sobre el diablo ya fue alcanzada por Cristo; pero nosotros oramos
a fin de que la familia humana sea liberada de Satanás y de sus obras. Pedimos también el don
precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo, que nos librará
definitivamente del Maligno.
¿Qué significa el “Amén” final? (2855-2856; 2865)
“Después, terminada la oración, dices: Amén, refrendando por medio de este Amén, que significa
“Así sea”, lo que contiene la oración que Dios nos enseñó” (San Cirilo de Jerusalén).
LA VIDA CRISTIANA SEGUN CRISTO
Cristo resucitado vive en los cristianos
Cristo es el centro de la vida cristiana, que es vida in Ecclesia, familia de Dios. La Iglesia es, en
efecto, la “extensión” o la continuación de la acción de Cristo resucitado, gracias a la unción de
los cristianos por el Espíritu Santo, según las dimensiones del tiempo y del espacio, de las épocas
y de las culturas.
Cristo presente en los cristianos, es el título de una homilía pronunciada por san Josemaría. Es
Cristo que pasa, 102-116): eso es la Iglesia, y en ella estamos llamados a ser no ya otro Cristo,
sino el mismo Cristo en unión con todos los cristianos de todos los tiempos. La vida de Cristo es
vida nuestra, afirma san Josemaría (n. 103).
Cristo resucitado es el alfa y el omega, cabría decir, el origen de todo y el punto final de la
evolución y de la transformación del mundo; y no por la mera dinámica intrínseca de la creación
material o del espíritu humano (Cristo no es el fruto de la evolución ni tampoco del progreso
humano), sino por la fuerza atractiva de la Cruz y de la Resurrección (cfr. Jn 12, 32). Esto no
significa que Cristo desprecie u olvide nuestra colaboración. Al contrario, cuenta
con ella, la de cada uno y especialmente la de aquellos que son, por el bautismo
y gracias al Espíritu Santo, miembros suyos. Todos estamos llamados a
colaborar en esa “atracción” que ejerce Cristo sobre todas las cosas.
Jesucristo, centro de la vida cristiana
Los cristianos colaboramos en esa tarea inmensa −vivir la vida de Cristo en el mundo− que tiene
su centro en la Resurrección y se hace posible por la Eucaristía. Lo hacemos con el fundamento
de la vida de la gracia. Y la Iglesia desea que lo hagamos del modo más consciente y pleno
A esto estamos llamados cada uno de los fieles cristianos, según nuestra condición y dones en
la Iglesia y en el mundo. Contando con nuestras flaquezas y pequeñeces, procuramos vivir el
amor mismo del Corazón, ahora glorioso, del Señor, que sigue teniendo su predilección por los
más débiles y se identifica con ellos (cfr. Mt 25, 35 ss.). Esto quiere decir que nuestra
identificación con Cristo pasa por “identificarle” a Él en los más necesitados, acercarnos a ellos,
servirle a Él en ellos, como subraya el Papa Francisco (cfr. EG, n. 270).
La resurrección del Señor se revive sacramentalmente en la celebración litúrgica más importante:
la vigilia pascual. La estructura de la celebración con sus característicos elementos (como el rito
del lucernario, las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, y la liturgia bautismal) expresa
la realidad de la Resurrección, sus consecuencias en nosotros, su capacidad para cambiar y
transformar los corazones y la creación entera.
Ahora bien, Cristo solo puede ser el centro de nuestra vida cristiana si es contemporáneo
nuestro, y esto se deriva sencillamente del hecho de que Él vive ahora con nosotros, o más bien
nosotros con Él. Según san Agustín, Cristo también se hace contemporáneo nuestro
cuando le recibimos en los necesitados
Este es uno de los significados principales de la terminología “Misterio de Cristo”: el plan salvífico
de Dios uno y trino, que se ha hecho visible y operativo en la Iglesia, a partir de la encarnación
del Verbo por la acción del Espíritu Santo. Tal es el contexto en que estamos llamados a revivir
los “misterios” −ahora en plural− de la vida de Cristo, muchos de los cuales contemplamos en el
rezo del rosario, como momentos intensivos de ese único “Misterio” o “sacramento” de salvación.
Cristo en el centro de la evangelización
La centralidad de Cristo resucitado en la vida cristiana se prolonga y completa con su centralidad
en la evangelización. Cristo es el centro de la misión de la Iglesia en todas sus formas: anuncio
de la fe, celebración de los sacramentos, existencia cristiana como vida de servicio a las
personas y al mundo, centrado en la caridad.
LA VIDA CRISTIANA SEGÚN CRISTO
La vida cristiana católica no consiste solamente en cumplir unos cuantos preceptos, es acercarse
a la vida de la gracia para parecerse cada vez más a Cristo Jesús.
El modo que tiene cada hombre de unirse con Dios es parecerse al Hijo de Dios: Jesús. Esto se
realiza por la gracia que nos mereció en la Cruz.
El Sermón del Monte acaba con recomendaciones positivas que se pueden resumir en una cosa:
Vivir en presencia de Dios, vivir cara a Dios.
De vivir cara a Dios surgirá el dar limosna, hacer oración, ayuno, usar bien el dinero, no perder
la serenidad.
En resumen, dice el Señor: -Tratad a los demás como queréis que os traten; en esto consiste la
Ley y los profetas. (Mt. 7, 12).
El que así obra alcanzará la vida eterna, aunque el camino sea estrecho. Dará
frutos buenos y abundantes, construirá sobre roca y no sobre arena, de modo que
las dificultades no le destruyan. San Mateo nos dice que «al terminar Jesús este
discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza porque lo enseñaba con
autoridad y no como los escribas» (Mt. 7, 28-29). Esta reacción es lógica, pues indica el modo
divino, concreto y práctico de alcanzar la felicidad en esta tierra y en el cielo.
El resumen de la vida cristiana lo hizo el propio Jesús cuando resumió los mandamientos en:
AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS Y AL PRÓJIMO COMO A UNO MISMO.
LA IDENTIFICACIÓN CON CRISTO
La vida moral cristiana no se reduce al cumplimiento de una serie de sabios preceptos. Aunque
esto es necesario, la vida cristiana es mucho más. San Pablo lo explica frecuentemente diciendo
que es «VIVIR EN CRISTO». Esta vida es semejante a la unión de un sarmiento a la vid como
indica el mismo Jesús, o como la de un miembro que forma parte de un cuerpo vivo. Estos
ejemplos ilustran que en el alma del cristiano hay una nueva vida. Dios está presente en el alma
de un modo nuevo. El medio para estar Dios en el alma es la gracia, que es un don de Dios por
el que está presente en el alma y la vivifica. Como dice San Pedro, el hombre, con la gracia, se
hace «participante de la naturaleza divina».
Así, podemos comprender mejor los testimonios de Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la
Vida». (Jn. 14, 6). En Jesús la humanidad y la divinidad están unidas tan íntimamente, que es
una sola Persona. La humanidad del Señor ha sido asumida por la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad, el Hijo, el Verbo de Dios. Es imposible una unión mayor entre lo humano y
Dios. El modo que tiene cada hombre de unirse con Dios es parecerse al Hijo de Dios: Jesús.
Esto se realiza por la gracia que nos mereció en la Cruz. Por la gracia se borra el pecado, se
sanan las heridas y debilidades humanas y además el hombre se va pareciendo cada vez más
a Cristo. Si el hombre es muy fiel a Dios llegará a identificarse cada vez más con Cristo. Esto es
obra de la gracia, pues como dijo Jesús: «El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho
fruto, porque sin Mí, no podéis hacer nada» (Jn. 15, 5).
«Vivo yo, pero no yo: es Cristo quien vive en mí.»
EL CONCILIO VATICANO II EXPRESA ADMIRABLEMENTE ESTAS IDEAS.
«El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… El que es imagen
de Dios invisible es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la
semejanza divina deformada por el primer pecado. En Él, la naturaleza humana, asumida, pero
no absorbida, ha sido elevada en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su
encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. (GS, 22).
PIEDRAS VIVAS
1DE PEDRO 2,4-5
Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, más para Dios
escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa
espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por
medio de Jesucristo.
Jesús es una piedra angular. Él es Aquel sobre quien edificamos nuestras vidas,
Él es Aquel en quien colocamos nuestras vidas; una piedra que no se puede
mover, una piedra que no se puede sacudir. Siempre me sorprende cómo la moda
cambia cada año. No puedo decir cuántas veces me han dicho anticuado, que lo
que llevo puesto ya no está de moda. Estoy seguro de que no estoy al tanto de la última moda,
pero puedo decirte que hay algunas prendas viejas, que, como creyente, simplemente no quieres
que te atrapen. Pedro nos dice que dejemos a un lado la prenda de malicia; el deseo de infligir
una lesión, la prenda de engaño; distorsionando la verdad para engañar, la prenda de la
hipocresía; fingiendo ser quien no eres, la prenda de la envidia, codiciando las ventajas o los
éxitos o las posesiones de otra persona. Y la prenda de calumnia, atacando la reputación de
alguien con sus palabras o por escrito. Estas son prendas que siempre están fuera de moda y si
las usas, debes quitártelas y ponerlas a un lado y vestirte con las prendas de la gracia.
¿Cómo construyes una vida que resista las tormentas y los terremotos de la vida? Bueno,
digamos que José está a punto de compartir esa verdad, la cual comienza con una parte crítica
y continúa a medida que alineamos cada pared y cada habitación con ese bloque de construcción
espiritual.
Imaginen, ustedes que son padres, no sólo te persiguen a ti, sino que tus hijos también están
involucrados en esto. Y, por cierto, hoy en día, aquellos que se hacen llamar cristianos niegan a
Cristo mucho antes de que se sumerjan en brea y se incendien. Estos fueron aquellos individuos
que se mantuvieron firmes y honestos siguiendo a Jesucristo.
Pedro está escribiendo a un grupo de creyentes para avisarles que la persecución está en
camino. Ahora bien, en este punto de su carta Pedro les ha recordado a sus lectores algunas
verdades esenciales. Veamos algunas de ellas: primero que nada, Pedro dijo que fuiste elegido
por Dios. Santificado por su Espíritu por su obediencia a Jesucristo, y va a ser tiempo de
obedecer a Cristo. Has recibido un nuevo nacimiento por la misericordia de Dios. Tienes una
herencia que nunca puede perecer, estropearse o desvanecerse; está guardado en el cielo para
ti y está custodiado por Dios mismo. Debes demostrar que tu fe es genuina al soportar estas
pruebas. Debes estar preparado para la acción viviendo tus vidas separadas para Dios.
Recuerda que has sido redimido. Jesucristo te compró de la esclavitud por su muerte y su
sepultura y resurrección.
Para mí siempre es interesante que Pedro no sólo te diga que te prepares para la persecución,
él también te dice que, ahora que vives tu vida, mientras esperas la persecución, debes
asegurarte de hacer lo que Dios te ha llamado a hacer, uno con el otro. Él les recuerda que eres
parte del Cuerpo de Cristo y que debes demostrar un amor profundo y sacrificado por otros
creyentes. Asegúrate de que tus viejos hábitos se dejen de lado como una prenda de vestir vieja
y sucia. Debes estar dispuesto para no ser recogido y necesitas seguir anhelando la leche
espiritual pura de la Palabra de Dios, que obtendrás si estas conectado de una manera personal,
íntima y significativa con Dios uno y trino, eso es lo primero. Y luego, en segundo lugar, deben
estar conectados de manera: íntima, real y significativa el uno con el otro en el Cuerpo de Cristo.
Y en este pasaje de las Escrituras, Pedro usa las imágenes de un edificio y las piedras que se
utilizan para construir un edificio y construye la imagen de esa conexión con Cristo y la conexión
entre ellos. Pedro describe a Jesús en esa palabra que le encanta usar. Él lo describe como una
“Piedra viviente”. Hasta ahora nos ha dicho que tenemos una esperanza viva y nos ha dicho que
necesitamos anhelar la leche espiritual pura de la Palabra que es la Palabra de Dios viviente y
perdurable, es viva y está activa. Es más aguda que cualquier espada de dos
filos. Y ahora, él dice que confíes en alguien que también está viviendo. El Santo
Evangelio de Juan dice: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.”
(Juan 1: 4) y Pedro está diciendo lo mismo. Confías en Jesús, Él es Aquel que
resucitó de entre los muertos, Él es quien conquistó la muerte misma, Él es Aquel que fue
devuelto a la vida. En Él estaba la vida y también es el dador de vida y cuando tú vas a Él, tú
vienes a la “Piedra viviente”.
Ahora las imágenes aquí, cuando Pedro usa la palabra “piedra” no son sólo imágenes de piedras
viejas sino la piedra angular. Mira el pasaje del Antiguo Testamento que usa Pedro para apoyar
esto. Isaías capítulo 26:16 dice: “por tanto, el Señor dice así: He aquí que yo he puesto en Sion
por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable; el que
creyere, no se apresure.” Las piedras angulares (piedra de 69 pies de largo, 12 pies de alto y 13
pies de ancho bastante grande) fueron cuidadosamente elegidas y fueron muy costosas. Con
mucho cuidado, fueron colocados en su lugar.
Jesús es la piedra angular, no sólo es el dador de vida, sino que es esa piedra sobre la que el
edificio está construido y alineado, porque cuando se estableció la piedra angular, allí se
alinearon las paredes. ¿Oyes lo que Pedro está diciendo? Jesús es la piedra angular, Él es la
piedra viviente, Él es Aquel sobre quien edificamos nuestras vidas, Él es Aquel en quien
alineamos nuestras vidas, Él es Aquel en quien profundizamos, Él es esa base firme que, cuando
llegan las tormentas, cuando sopla el viento, nada puede movernos, no por quiénes somos, sino
por quién es Jesús; una piedra que no se puede mover, que no se puede sacudir y ese es nuestro
fundamento, Jesucristo, la piedra en Sion, elegida y preciosa piedra angular, y el que confía en
Él, nunca será avergonzado.
El que confía en Él nunca se avergonzará y nunca nadie avergonzará a aquel que pone su
confianza en Jesucristo como piedra angular de la vida. Esa persona nunca será humillada,
nunca será deshonrada, nunca se decepcionará. Tal vez tú piensas, ¿cómo que no vendrá la
persecución? ¿Acaso no envolvían a los cristianos en pieles de animales y les lanzaban perros
salvajes, los mojaban y les prendían fuego? ¿No los asesinaban en cruces? Eso suena un poco
humillante para mí. Pero hoy quiero decirte que eso no es humillante cuando sabes que en tu
siguiente aliento estarás frente a la Piedra viviente y te dirá: “Bienvenido a casa. He preparado
y comprado la eternidad sólo para ti. Esa fue sólo una existencia temporal. Ven y disfruta
el cielo conmigo por la eternidad”
BERIT-DIATHEKE: La palabra hebrea que significa "pacto" o "alianza", es uno de los términos
fundamentales de la teología bíblica.
FORTUITO: La palabra fortuito hace referencia a algo que sucede de forma casual e
inesperada. Lo fortuito es aquello que ocurre y, en muchas ocasiones, se considera inverosímil.
Los acontecimientos fortuitos son aquellos que se escapan de las previsiones humanas, de ahí
que sean tan inesperados.
REMISION: Acto por el que DIOS perdona sus pecados dando su gracia que renueva al
pecador, lo desvía de su pecado y lo vuelve a DIOS.
TEOLOGICO: Conocimiento de las cosas divinas en general; ciencia del verdadero DIOS;
revelación divina revelad en el conjunto de libros inspirados; alabanza de DIOS bajo la
inspiración de DIOS mismo.
VARIOPINTA: Que se ocupan del estudio- la realidad rica de las Iglesias orientales, además de
ser “un homenaje a las Iglesias del Oriente cristiano, católicas y ortodoxas, y a sus numerosos
mártires y confesores de la fe”.