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Carlos Monsiváis El día del derrumbe y las semanas de la comunidad (De noticieros y de crónicas)

Noticiero I. “¡Está temblando!” A las 7.19 de la mañana del 19 de septiembre de 1985, uno de los
peores terremotos en la historia de la ciudad de México aporta 15 o 20 mil muertos (nunca se sabrá
la cifra exacta), segundos y horas de terror prolongado, miles de edificios caídos y dañados, hazañas
de los individuos y de las multitudes, tragedias y desajustes psíquicos, imágenes terribles y
memorables, demostraciones de la cooperación internacional y pruebas de los alcances y límites de
la burocracia. “El sismo en sí —declara el geólogo Zoltan Czerna— tuvo una magnitud de 8.1 en la
escala de Richter, y sin duda alguna, resultó de un brinco liberando energía elástica que vino
acumulándose a raíz de la convergencia de la Placa Norteamericana y la Placa de Cocos. Por cierto,
la magnitud de 8.1 de un sismo representa energía elástica liberada de 9xl023 ergios que, a su vez,
equivale aproximadamente a 1114 bombas atómicas de 20 kilotones cada una, semejantes a la que
se arrojó sobre la ciudad de Hiroshima al final de la segunda guerra mundial”. Se engendra al
instante una zona de desastre, el desfile de escenas confusas que se asocia con las impresiones
apocalípticas. El fin del mundo. El fin de mi mundo. La gente sale huyendo de los edificios, se lanza
inútilmente a los teléfonos, previene a gritos contra el uso de los elevadores, se aglomera en los
hospitales, peregrina en busca de sus familiares, relata inacabablemente su experiencia. A la
tragedia la sigue y la profundiza el desmoronamiento de los servicios citadinos. Se suspende el
servicio eléctrico en casi toda la zona metropolitana (hay cinco subestaciones de la Comisión Federal
de Electricidad muy dañadas). Al desplomarse los edificios de las centrales telefónicas Victoria y San
Juan, se corta la comunicación telefónica en la ciudad, y los servicios 02 y 09 de enlace con el resto
del país y con el extranjero. Hay escenas de pánico en las estaciones del Metro, y se suspende el
servicio. En las calles, gente semidesnuda grita, llora, reza. Al quedar fuera del aire por unas horas
Televisa (se derrumban la torre maestra y gran parte de sus instalaciones), las estaciones de radio
fundamentalmente, y la televisión oficial en buena medida, concentran avisos y recados de
familiares desesperados durante la mañana. En las grandes avenidas, aglomeraciones de tránsito.
La gente recorre a pie la ciudad. No hay agua en numerosos sectores. Los rumores se esparcen
paulatinamente: la tragedia es mucho mayor de lo que se pensaba en las zonas escasamente
afectadas. Por todas partes, el ruido de las ambulancias. La policía y los bomberos trabajan
intensamente. La Secretaría de la Defensa Nacional anuncia que se pondrá en marcha el Plan DN-
III, de “ayuda a la población en casos de desastre”, utilizado antes en San Juan Ixhuatepec y el
Chichonal (el Plan no se aplica y las autoridades nunca explican por qué. Una hipótesis: el Plan DN-
III exige suspensión de garantías constitucionales y supeditación de las autoridades civiles a las
militares. Esto no se hace necesario al no haber turbas que asalten ruinas y almacenes, y —
posiblemente— al calcularse el alto costo político de controlar militarmente a la capital). La
información esparce nombres como nuevos cementerios: el Hotel Regis, el edificio Conalep de
Balderas, Televisa, el Centro Médico, el Hospital Juárez, el edificio Nuevo León en Tlatelolco, la
Secretaría de Trabajo en la calle Río de la Loza, la Secretaría de Comunicaciones, el Multifamiliar
Juárez, la Secretaría de Comercio, la Secretaría de Marina… “¡OH DIOS!”, y “TRAGEDIA” dicen los
encabezados de los periódicos vespertinos. Hay interrupción general de labores y se suspenden las
clases en la UNAM y en la Secretaría de Educación Pública. Crónica I. Catálogo de las reacciones En
un instante las seguridades se trituran. Un paisaje inexorable desplaza al anterior. Cascajo, mares
de cascajo, la desolación es un mar de objetos sin sentido o destino, de escenografías del
asolamiento, de edificios como grandes bestias heridas o moribundas. El llanto desplaza a la
incomprensión. En los rostros lívidos las preguntas se disuelven antes de serlo. El dolor asimila el
pasmo. El pasmo interioriza el sentido de tragedia. Absortos, los sobrevivientes peregrinan, ansiosos
de un punto de apoyo confiable para su mirada. Al testimoniar, y con ligeras variantes, sigue una
línea fija el relato de los minutos y las horas que suceden a las convulsiones de la tierra, a los
movimientos que destruyen los ritmos cotidianos, al estallido de vidrios, a las demoliciones de la
naturaleza: —Los instantes previos al temblor, los actos nimios de la confianza: “Iba a entrar al
baño... Dormía... Preparaba el desayuno... Llevaba los niños a la escuela”. —La sensación de miedo,
de fin de seres y de cosas. La angustia intraducible. —El proceso de la salvación individual. Las
anécdotas del rescate. —El reconocimiento visual de la catástrofe. El azoro. El miedo que no
termina. —La culpa y la alegría de estar vivos. —La preocupación indetenible por los demás, los
hijos, la madre, el compañero o la compañera, la familia, los amigos, los vecinos. —La inmersión en
el rescate de los seres próximos o de los perfectos desconocidos. —El enfrentamiento a la autoridad,
representada por los cordones del ejército y de la policía, cuyo sentido de la disciplina pasa por
encima de los requerimientos del dolor o la solidaridad. La crítica al gobierno, que debió exigir
calidad en la construcción, respeto a las normas de seguridad. —La crisis de la impotencia del
individuo y del grupo. —Las primeras conclusiones morales y políticas, entre ellas la muy lacerante:
a la acción de la Naturaleza la potenciaron la corrupción, la ineficacia, el descuido.
El
sabor
de
la
muerte


Por Juan Villoro

El terremoto de 8.8 que devastó Chile el 27 de febrero fue tan potente que modificó el eje de
rotación de la tierra. El día se redujo en 1.26 microsegundos. Desde la Estación Espacial Internacional
el astronauta japonés Soichi Noguchi fotografió la tragedia y mandó un mensaje: “Rezamos por
ustedes”. Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma, al menos los que sobrevivimos al
terremoto de 1985 en el DF. Si una lámpara se mueve, nos refugiamos en el quicio de una puerta.
Esta intuición sirvió de poco el 27 de febrero. A las 3:34 de la madrugada, una sacudida me despertó
en Santiago. Dormía en un séptimo piso; traté de ponerme en pie y caí al suelo. Fue ahí donde
desperté. Hasta ese momento creía que me encontraba en mi casa y quería ir al cuarto de mi hija.
Sentí alivio al recordar que ella estaba lejos. Durante dos minutos eternos el temblor tiró botellas,
libros y la televisión. El edificio se cimbró y pude oír las grietas en las paredes. Pensé que nos
desplomaríamos. Alguien gritó el nombre de su pareja ausente y buscó una mano invisible en los
pliegues de la sábana. Otros hablaron a sus casas para contar segundo a segundo lo que estaba
pasando. Imaginé el dolor que causaría esa noticia, pero también que mi familia dormía, con
felicidad merecida. Me iba del mundo en una cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo. La
angustia y la calma me parecieron lo mismo. Algo cayó del techo y sentí en la boca un regusto acre.
Era polvo, el sabor de la muerte. Mientras más duraba el temblor, menos oportunidades teníamos
de salir de ahí. Los muebles se cubrieron de yeso. Una naranja rodó como animada por energía
propia. Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de irrealidad. Me puse de pie, con el
mareo de un marinero en tierra. No era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo. Los gritos
que el edificio había sofocado con sus crujidos se volvieron audibles. Abrí la puerta y vi una nube
espesa. Pensé que se trataba de humo y que el edificio se incendiaba. Era polvo. Sentí un ardor en
la garganta. Volví al cuarto, abrí la caja fuerte donde estaban mis documentos, tomé mi computador
y perdí un tiempo precioso atándome los zapatos con doble nudo. Los obsesivos morimos así. En la
escalera se compartían exclamaciones de asombro y espanto. Ya abajo, una conducta tribal nos hizo
reunirnos por países. Los mexicanos repasamos cataclismos y supusimos que la ciudad estaría
devastada. La acera de enfrente era un bloque de sombras, escuchamos ladridos distantes, los
coches de los trasnochadores tocaban el claxon, había cristales en el suelo, pero la fachada de
nuestro edificio permanecía intacta. En la explanada frente al hotel, se alzaba la réplica de una
estatua de la Isla de Pascua. Era la efigie de un moái, jerarca que durante su mandato habrá visto
maremotos. Se convirtió en nuestra figura tutelar. Supimos esto cuando se fue la luz y dejamos de
verlo. Por suerte, el apagón duró poco. La piedra donde los ojos parecen hechos por el tiempo
regresó de las sombras. No estábamos solos. Otra señal de tranquilidad vino del reino animal. Un
perro se echó a dormir en medio de nosotros. Mientras no despertara, todo estaría bien. Alguien
quiso regresar al edificio por sus “pantalones de la suerte”. La superstición era la ciencia del
momento. Nuestras ideas, si se les podía llamar así, no seguían un curso común. El editor Daniel
Goldin, que estaba en muletas por un accidente previo, me propuso recorrer el edificio para ver si
había daños estructurales. “¡Tú estás cojo y yo soy tonto!”, exclamé. De nada servía que buscáramos
lo que no podíamos encontrar, como un ciego y un sordo dibujados por Goya. Poco a poco, la
realidad recuperó nitidez. Me sorprendió que tanta gente usara piyama. Pensaba que se trataba de
una prenda en desuso. Un grupo de voluntarios volvimos al hotel por pantuflas. No podíamos revisar
la estructura, pero podíamos evitar que se enfriaran los pies. La arquitectura chilena es una forma
del milagro. Solo esto explica que en Santiago los daños hayan sido menores. Aunque algunos
edificios fueron desalojados y otros tendrán que ser demolidos (inmuebles posteriores a 1990,
cuando las leyes de supervisión se hicieron menos estrictas), lo cierto es que la resistencia del paisaje
urbano fue asombrosa. Un terremoto es una radiografía de la honestidad arquitectónica. En 1985,
el terremoto de la Ciudad de México demostró que la especulación inmobiliaria y la amañada
construcción de edificios públicos eran más dañinas que los grados Richter. “Con usura no hay casa
de buena piedra”, escribió Ezra Pound. Llama la atención que en un país con tanta sapiencia
antisísmica el aeropuerto padeciera graves lastimaduras. El cierre de vuelos contribuyó al
aftershock. Nuestra vida se había detenido y no sabíamos cuándo comenzaría nuestra sobrevida.
Estábamos en el limbo o en un episodio de Lost. El discurso de los noticieros se caracterizó por el
tremendismo y la dispersión: desgracias aisladas, sin articulación de conjunto. Las imágenes de
derrumbes eran relevadas por escenas de pillaje. No había evaluaciones ni sentido de la
consecuencia. Unos tipos fueron sorprendidos robando un televisor de pantalla plana extragrande.
Obviamente no se trataba de un objeto de primera necesidad. ¿Era un caso aislado?, ¿el crimen
organizado se apoderaba de electrodomésticos? Los rumores sustituyeron las noticias. Se mencionó
a un pueblo que temía ser invadido por otro. El relato fragmentario de los medios mostraba rencillas
de tribus y repetía las declaraciones de una gobernadora que pedía que el ejército usara sus armas.
Algunos amigos chilenos creen que además de la morbosa búsqueda de ráting, los noticieros
pretenden crear un clima de confrontación antes de que Michelle Bachelet abandone el poder. El
sismo llegó como un último desafío para la presidenta, que tiene 80% de aprobación, y como una
amarga encomienda para su sucesor, el empresario Piñera, que había prometido expansión y
desarrollo al estilo Disney World y ahora tendrá que proceder con el cuidado de los restauradores y
anticuarios. Si el ejército comete un error en los días de toque de queda, o si se produce una
confrontación, la sucesión presidencial sería menos tersa, se podrían hacer acusaciones sobre el
origen de la violencia y se regresaría al divisionismo y la crispación que durante años dominaron a
la sociedad chilena. Las réplicas más fuertes del sismo ocurrirán en la política chilena. En Santiago,
la suspensión de vuelos y la ocasional falta de teléfonos, internet, suministro de electricidad y agua
fueron las señas visibles de la catástrofe. Esto nos dejó la sensación de estar en un reality show al
revés. Nuestra vida parecía transcurrir en la realidad controlada de un estudio de televisión mientras
las cámaras retrataban una realidad salvaje al sur de Chile. Los supermercados asaltados eran el
rostro dramático de un país donde la gente tenía hambre y las filas para cargar gasolina en los barrios
ricos de Santiago eran su rostro hipocondríaco. El terremoto de 8.8 grados ha sido el segundo más
fuerte en la historia de Chile. La isla Robinson Crusoe naufragó como el personaje que le dio su
nombre. El tsunami dejó miles de desaparecidos y sepultados en el lodo. Hasta el momento hay
unos 800 muertos. Los rescatistas chilenos que estuvieron en Haití comentan que será mucho más
difícil sacar cuerpos de construcciones de concreto, encapsulados en el lodo endurecido después
del tsunami. Fui a Santiago para participar en el Congreso Iberoamericano de Literatura Infantil y
Juvenil organizado por la editorial SM. Hablamos de ogros y hadas, magos y titiriteros, ilusiones
extremas y la forma de convertirlas en historias. Esa realidad paralela cristaliza en el lema de los
hermanos Grimm: “Entonces, cuando desear todavía era útil”. La literatura infantil practica la
utilidad del deseo. El edificio donde sesionamos, la Antigua Academia de Bellas Artes, fue uno de
los más dañados de la ciudad. Sus señoriales escaleras quedaron reducidas a escombros. En la
mañana del 27 nuestro único deseo era el de Ulises: volver a casa. Colombia, Brasil y Perú mandaron
aviones especiales para rescatar a sus compatriotas. Los españoles salieron en vuelos comerciales,
con el apoyo de su embajada. Los mexicanos sabíamos que no íbamos a ganar el Mundial pero
ignorábamos que seríamos los últimos en salir de Chile. Aguardamos con ardiente paciencia el vuelo
no comercial que prometió la embajada. En vano. Como el sismo acortó el día, nuestra burocracia
no tiene tiempo para nada. Finalmente, la editorial SM nos consiguió plazas en un vuelo comercial.
Aún hay mucha gente atrapada en la zona de Concepción. Como tantas veces, los periodistas han
llegado al desastre antes que las personas que deben aliviarlo, y como siempre, los más afectados
son los que habían padecido antes el cataclismo de la pobreza. Dos días después del terremoto fui
a una casa en las afueras de Santiago, con piscina y jardines, uno de esos espacios latinoamericanos
que muestran que Miami puede estar donde sea. Había que hacer un esfuerzo para recordar que el
escenario pertenecía al país arrasado por el terremoto. En su duplicidad, la cifra 8.8 adquiere carga
simbólica: los gemelos del miedo, el diablo ante el espejo o, sencillamente, lo que somos y lo que
podemos dejar de ser. Una falla invisible decide el juego, nuestra residencia en la Tierra.

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