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El hada de Alzheimer

En el reino de la fantasía todos estaban empezando a hartase de la reina de las hadas.


Con la edad, la reina se había vuelto rara y se comportaba de una forma excéntrica y
desconcertante. Pero las cosas llegaron al extremo el día que, al salir de su palacio, se
encontró con el gran mago venerable Magafeo del Resopón, y le dijo, toda enfurruñada:
—¡Buenos días, sabio Turulillo!
—¿Sabio Turulillo? ¡Yo no soy el sabio Turulillo! Ni sé quién es ese Turulillo —dijo
sorprendido el gran mago venerable.
—¡Turulillo por un palillo! ¿Qué te has creído, sabidillo? –fue la sorprendente
respuesta del hada, que siguió su camino toda estirada.
El mago tenía prisa, y se fue a su trabajo muy extrañado y un poco ofendido.

Un poco más allá, la reina de las hadas se encontró con el gnomo Principal Chistolau,
que, al ver a la reina, se sacó educadamente el sombrero para saludarla con una hermosa
reverencia.
La reina se le acercó, le cogió las orejas y tirándole de ellas bien fuerte dijo:
—¡Pequeñito, esmirriado, escuchimizado, cabeza de mosquito!
A continuación, le dio un gran mordisco en la nariz.
El gnomo Principal Chistolau huyó despavorido del lugar, con la nariz como una patata y
las orejas como dos pimientos.
Un poco más arriba, la reina de las hadas se tropezó con el Gigante Bonifacio Babilón,
que estaba durmiendo como un lirón.
La reina de las hadas se levantó la falda y cogió su varita mágica preferida, que llevaba
en la liga; y, con un par de pasadas mágicas, hizo crecer raíces en los pies del gigante y lo
plantó en la tierra como si de un pino se tratase.
El gigante Bonifacio se despertó, y cuando vio que en lugar de pies tenía raíces
comenzó a rascarse la cabeza, porque tenía miedo de que los pájaros fuesen a anidar en su
cabello.
—¡Pobre de mí, qué triste es mi destino —se quejaba—, cuando llueva me empaparé de
agua y no probaré el vino!

Un poco más abajo, a orillas del lago Sinofuese, la reina encontró al príncipe de las
aguas profundas, que estaba flirteando con un grupo de mujeres de aguas tranquilas. La
reina de las hadas se enterneció con aquella escena, y le entraron ganas de hacerles un
fantástico favor. Les dedicó dos pasadas mágicas con la varita, y convirtió el lago en un
bosque de alcornoques; a las mujeres de agua las convirtió en orugas procesionarias, y al
príncipe en un pájaro de pelo fino, con lo que consiguió un desbarajuste monumental, porque
todo el mundo sabe que ni las procesionarias ni los pájaros de pelo fino pueden vivir en un
bosque de alcornoques, aunque sean alcornoques del reino de la fantasía.
La reina de las hadas se quedó muy preocupada por todo lo que acababa de hacer en
tan poco rato. No recordaba ni los nombres ni las cosas, se le habían hecho un lío sus
encantamientos y se ponía como una fiera por cualquier cosita. Ella misma se encontraba
rara e incómoda con su extraño comportamiento.

Pero un poco más lejos hizo una todavía más gorda. Hizo lo que nunca podría haber
hecho, ya que era una cosa superultraprohibidísima.
Atravesó la frontera entre el mundo fantástico y el mundo de la realidad, y fue a
parar al centro de una gran ciudad, llamada Orilal. Y, como el tráfico y el ruido de los
coches la habían dejado muy aturdida, dio con su varita mágica un par de pasadas que no
recordaba muy bien para qué servían, y convirtió todos los semáforos de la ciudad en
bebederos para ocas.
Se originó un follón tan terrible, un atasco tan fenomenal, un caos tan considerable,
que la mayoría de los habitantes de Orilal empezaron a pensar que Marte le había declarado
la guerra a la Tierra.
Fue necesario que un grupo de las hadas más cualificadas del reino de la fantasía se
pusiese a trabajar en estrecha colaboración con un equipo de técnicos municipales durante
más de quince días para deshacer el entuerto que había causado la anciana reina de las
hadas.
Sin embargo, la tarea más importante que tenía que hacer la gente fantástica era
conseguir que su reina dejase de hacer barbaridades.
Se convocó un consejo con los principales personajes del reino, y no les hizo falta
hablar demasiado para concluir que había algo que no era normal en el comportamiento de la
reina.
—No sólo hace cosas raras, sino que además se ha vuelto muy despistada y un poco
estrafalaria. Y le ha cambiado el carácter. Tan pronto tiene un mal genio terrible como se
la ve tan triste que te parte el corazón... —dijo una de las hadas.
—A lo mejor no se encuentra bien —apuntó un gnomo.
—Sí, seguramente está enferma —convino un mago.
—¡Eso, eso! —asintió el resto del consejo.

En el mundo de la fantasía había, por supuesto, sabios y curanderos expertos en


fórmulas cabalísticas muy complicadas, que podían pegar al cuerpo como si fuera nuevo un
brazo cercenado en redondo, o convertir la envidia en piedras en el hígado y el rencor en
dolor de riñones. Pero de enfermedades, lo que se dice de enfermedades de las personas,
fantásticas o no, no tenían ni idea.
Así pues, aprovechando que ya sabían cuál era el camino para llegar al mundo real, los
miembros del consejo decidieron llevar a la reina de las hadas al mejor médico que hubiese
en Orilal.
La reina y otras dos hadas se vistieron de traje chaqueta, con medias gorilas, zapatos
planos y unos sombreritos de fieltro, según un grabado que encontraron en una enciclopedia
británica, y fueron a la consulta.
Al médico no le hizo falta una consulta muy larga para darse cuenta de lo que le pasaba
a la reina. Y se lo explicó con toda claridad a sus acompañantes, mientras la enferma estaba
distraída mirando por la ventana.

Lo que la reina tenía era una enfermedad que se daba entre algunos humanos cuando se
hacían muy mayores, y que se llamaba Alzheimer. Era la primera vez, que él supiese, que
aquella enfermedad afectaba a un personaje fantástico. También les explicó que aquella
enfermedad les hacía perder la memoria, y a veces el sentido común, a los que la sufrían, y
los convertía en personas desorientadas, despistadas y un poco estrafalarias. En una
palabra, a causa de la enfermedad hacían muchas rarezas sin tener la culpa.
—Lo que mejor les sienta a los pacientes es el afecto, la ternura y la paciencia de la
gente que vive con ellos. Sobre todo la paciencia... —finalizó el doctor.
Les dio unas pastillas y les aconsejó que buscasen a alguien que pudiese dedicarse a
hacerle compañía a la enferma, y a prestarle ayuda.
Las hadas salieron de la consulta un poco tristes. No sólo por lo que había dicho el
médico, sino también porque, cuando apartaron a la reina de la ventana, donde parecía que
no se estaba enterando de nada, vieron cómo dos lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

Cuando regresaron a su mundo, volvieron a convocar un consejo para discutir el caso.


Lo más preocupante de todo aquello era que, con los trastornos de la enfermedad y los
poderes que tenía la reina de las hadas, las consecuencias podrían ser terribles. De hecho,
ya tenían algunas pruebas muy evidentes de ello.
Después de hablar y hablar, el consejo llegó a la conclusión de que lo que había que
hacer era retirarle a la reina, si se podía, sus poderes mágicos. De aquel modo sus pérdidas
de memoria y sus rarezas, al menos, no serían peores que las que podía tener un humano
cualquiera.
Pero resultaba que nadie en el reino de la fantasía era tan poderoso como para poder
sacarle a la reina de las hadas sus poderes mágicos, a excepción de la requetemalísima
bruja Martinga Martingala, su peor enemiga.
—¿No es verdad que en el mundo de la realidad hacen explosiones controladas, que
solamente destruyen lo necesario y nada más? —dijo el gran Magafeo del Resopón—. ¡Pues
negociemos con la bruja para que se avenga a hacer un maleficio controlado!

Y se fueron todos en comitiva a ver a la bruja, que, cuando vio que venían juntas las
más altas personalidades del mundo fantástico, se asustó muchísimo, porque pensó que
venían a liquidarla.
Por eso corrió a esconderse al fondo de su cabaña, detrás de una estantería con
ungüentos, bebedizos, jarabes y pólvoras. Pero no le sirvió de gran cosa. Su mismo gato
negro y tuerto la delató, mirándola desde lo alto de la estantería con su único ojo,
llamándola con maullidos muy llenos de sentimiento y muy dramáticos.
El gigante Bonifacio Babilón, siguiendo las instrucciones del gran mago venerable
Magafeo del Resopón, apartó la estantería con una sola mano, y con la otra sacó a la bruja
de su escondrijo, asiéndola por la camisa.
La bruja pataleaba y aullaba, temiéndose que le harían quien sabe qué, pero los
visitantes aclararon que venían en son de paz. La bruja Martinga Martingala no acababa de
creérselo, pero se lo creyó todavía menos cuando el gnomo Principal Chistolau le dijo que lo
que querían era, precisamente, que hiciese un maleficio que anulase toda la fuerza mágica
de la reina de las hadas.
—¿Quieres ayudarnos? —le preguntó el gran mago venerable.
—¡Decidle a este gamberro de gigante que me baje al suelo! —fue la respuesta de la
bruja.
El mago hizo un gesto con la cabeza y el gigante dejó libre a la bruja, que cayó de
bruces al suelo, y se levantó de un salto, chillando:
—¡Me levantáis la camisa! ¡Me liáis! ¡Me tomáis el pelo! ¡Queréis reíros de mí! ¡Os
pitorreáis de mí! —gritaba la bruja, sallando como un animal enjaulado por todo el
laboratorio—. ¿Dónde está la trampa? ¿Dónde está la trampa?
Les costó mucho convencerla de que habían ido a verla con buenas intenciones. Y les
costó todavía más que aceptase hacer el maleficio controlado, pero al final, a la bruja le
hacía tanta ilusión actuar contra su principal enemiga, y ser ella la que ganase por una vez,
que aceptó.
Hizo el maleficio. Y la reina de las hadas se quedó sin poderes, exactamente igual que
una abuela normal y corriente. Una abuela normal y corriente con Alzheimer.
Cuando el consejo estaba reunido de nuevo, discutiendo lo único que quedaba pendiente
de aquel asunto, o sea, quién se quedaría con la reina para hacerle compañía, ayudarla y
protegerla, se presentó la bruja Martinga Martingala para ofrecerse como voluntaria.
Todos se quedaron muy sorprendidos.
—¿Te has vuelto buena de golpe? —le preguntó el gigante Bonifacio Babilón.
—No sé cómo explicároslo —respondió la bruja—. Pero cuando el maleficio que dejaba
a la reina de las hadas sin poderes surtió efecto, resulta que también yo me quedé sin
poderes. Al principio, me puse muy furiosa. Pero después pensé que ya no tengo edad para
hacer de bruja malhumorada y malísima, que es un trabajo muy desagradecido. Y me he ido
conformando con ser una mujer normal, vieja y un poco cansada. Y yo, que no tengo familia
ni amigos en este remoto lugar del mundo fantástico, lo único que de verdad tengo es a mi
enemiga de siempre, la reina de las hadas. Y he pensado que prefiero vivir con ella a vivir
sola. Además, he oído que me necesita...

Sí, la necesitaba muchísimo. Porque cuanto más tiempo pasaba, más falta le hacía que
alguien la ayudase a vestirse, a lavarse, a pasar el rato, a orientarse… Y a recordar donde
dejaba las cosas.
Y también le iba muy bien tener a la bruja para recordar los viejos tiempos, cuando las
dos se peleaban como el perro y el gato por cualquier encantamiento de nada, porque el
hada no era capaz de recordar lo que acababa de hacer hacía un momento, pero recordaba
perfectamente lo que había hecho cuando era un hada joven como una rosa fresca.
Como ahora las dos eran señoras mayores y normales, la ex bruja se compró un armario
lleno de vestidos serios, unos cuantos pares de medias gordas, zapatos de medio tacón y
gorritos de fieltro y paja, además de blusas, enaguas y pañuelos de cuello, y otras piezas de
ropa.

Y se instalaron las dos en un piso de la ciudad de Orilal, donde, entre otras ventajas,
tenían más a mano al médico especialista en Alzheimer. Y como en la realidad no podían vivir
con según qué nombres, la ex bruja se puso el nombre de Martina Martinella, y para el hada
escogió el nombre de Regina Adda, que la ex reina de las hadas no conseguía recordar
nunca, pero daba igual, porque la ex bruja no la perdía de vista ni de noche ni de día. Y todo
el mundo de la fantasía se quedó maravillado con el afecto, la ternura y la paciencia con que
la señora Martina Martinella trataba a la señora Regina Adda; y es que la señora Martina
estaba dispuesta a hacer lo que fuese necesario por su amiga. Y así fue todo mientras todo
fue así.

Joles Sennell
El hada de Alzheimer
Barcelona: Fundación “La Caixa”, cop. 1998

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