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El cautiverio en Babilonia

Destrucción del reino de Judá


Sin embargo, Jerusalén, el Templo, y la dinastía se mantuvieron intactos. Bajo los
gobernantes siguientes, Manasés y Amón, el reino se recuperó lentamente, pero su
ejemplo potente y aprobación dirigió a la nación a excesos sincréticos sin precedentes.
Tan flagrante era la idolatría, la adoración de los baales bajo el símbolo de obeliscos y
columnas o árboles sagrados, y los cultos degradantes de Astarté y Moloc, que ni
siquiera los recintos sagrados del Templo de Yahveh estaban libres de tales
abominaciones. Se puede imaginar la moral de un pueblo entregado al sincretismo cruel
y licencioso. La amplia reforma religiosa bajo Josías no parece haber penetrado muy
profundo, y la propensión pagana inveterada de la nación estalló en reinados
posteriores. Los profetas denunciaban y advertían en vano. Salvo en el esfuerzo de la
reforma de Josías, no fueron escuchados. Sólo un castigo nacional supremo podía
purificar a este pueblo carnal, y arrancar efectivamente las supersticiones idólatras de
sus corazones. Judá sufriría el mismo destino que Israel.

Un preludio al proceso de extinción nacional fue la derrota de Josías y su ejército a


manos del faraón Nekó en Meguiddó o Migdol. Egipto se había quitado la soberanía
asiria y amenazaba a Asiria misma. Josías había luchado contra los egipcios,
probablemente en un esfuerzo por mantener la independencia que Judáhabía disfrutado
durante su reinado. Pero por este tiempo el segundo imperio asirio se tambaleaba hacia
su caída. Antes de que Nekó llegara al Éufrates, Nínive se había entregado a los medos
y babilonios, los territorios asirios se habían repartido entre los vencedores, y en lugar
de Asiria, Nekó se tuvo que enfrentar al creciente poder caldeo. Nabucodonosor, el hijo
y heredero del rey babilonio Nabopolasar, habría derrotado a los egipcios en Carquemis
en el año 605. Ahora era el reino caldeo, con su capital en Babilonia, que tenía gran
influencia en el horizonte político.

Joacaz, un hijo de Josías, se vio obligado a intercambiar el vasallaje egipcio por el


babilónico; pero un patriotismo fanático los instó a desafiar a los caldeos. El pueblo
miraba el Templo, morada de Yahveh, como un escudo nacional que protegería a Judá,
o por lo menos a Jerusalén, del destino de Samaria. En vano Jeremías les advirtió que a
menos que se convirtieron de sus malas maneras Sión caería delante de sus enemigos
según había caído antes el santuario de Silo. Sus palabras sólo estimularon a
los judíos y sus líderes a la furia, y el profeta escapó por poco de una muerte violenta.
En el tercer año de su reinado Yoyaquim se rebeló, y Judá fue capaz de alejar por
cuatro o cinco años la inevitable toma de Jerusalén por Nabucodonosor.

Joaquín, que mientras tanto había sucedido a la corona de Judá, fue obligado a
entregar la ciudad sitiada en el año 597 a.C. Su vida se salvó, pero el conquistador de
Jerusalén le asestó un terrible golpe. Se llevó cautivos a Caldea a los príncipes y líderes
principales, la tropa del ejército, los ciudadanos ricos, y artesanos, en número
ascendiente a diez mil. El Templo y el palacio fueron saqueados de sus tesoros.
Sedecías, tío de Joaquín, fue colocado sobre la sombra del restante del reino
(2 Rey. 24,8 ss.). Después de nueve años de un reinado caracterizado por el deterioro
gradual y el caos moral y religioso, la rebelión flameó de nuevo, alimentada por la
siempre ilusoria esperanza del socorro procedente de Egipto. Las advertencias de
Jeremías contra la locura de la resistencia a la dominación caldea fueron inútiles; una
furia fanática y ciega poseía a los príncipes y al pueblo. Cuando la causa patriótica
triunfó momentáneamente, el avance del ejército egipcio hizo que Nabucodonosor
levantara temporalmente el sitio a Jerusalén; la del profeta fue la voz solitaria que
rompió el repique exultante por el estribillo persistente de la ruina a manos de los
caldeos.

El resultado verificó la profecía. Los egipcios le fallaron de nuevo a los israelitas en su


hora de necesidad, y el ejército babilonio se acercó a la ciudad condenada. Jerusalén
resistió durante más de un año, pero una hambruna horrible debilitó la defensa y los
babilonios finalmente entraron a través de un hueco en la muralla, en 586 a.C. Sedecías
y el resto de su ejército escaparon de noche, pero fueron alcanzados en la llanura
de Jericó, el rey fue capturado y sus seguidores huyeron (Jer. 3,7-9). Fue llevado al
campamento babilonia en Riblá de Jamat, y fue cruelmente enceguecido, pero no antes
de haber visto el asesinato de sus hijos. El palacio real fue quemado. Una suerte similar
corrió el espléndido Templo de Salomón, el cual había sido el estímulo y la estancia de
los brotes religiosos nacionales. Sus vasos sagrados, de enorme valor, fueron llevados
a Babilonia y en parte distribuidos entre los templos paganos allí; las columnas de
bronce fueron cortadas en pedazos. La destrucción de las casas más grandes y de la
muralla de la ciudad dejó a Jerusalén en ruinas.

La gente que se hallaba en Jerusalén y, presumiblemente, un gran número de los que


no habían buscado refugio en la ciudad fueron deportados a Caldea, dejando sólo a los
más pobres para cultivar la tierra y salvarla de volverse una pérdida absoluta. Como se
necesitaba un gobierno local para los habitantes restantes, se escogió a Mispá como su
asiento, y se nombró a Godolías, un hebreo, como gobernador del resto. Al saber esto,
algunos israelitas que habían huido a países vecinos regresaron y una colonia
considerable se reunió en Mispá. Pero un cierto Ismael, del linaje de David, actuando
incitado por el rey de los ammonitas, masacró traidoramente a Godolías y cierto número
de sus subordinados. El asesino y su banda de diez le llevaban a Ammón el
aterrorizado resto de la población, cuando éstos fueron rescatados por un oficial militar
hebreo relacionado con la administración. Pero por miedo a que la venganza caldea por
la muerte del capataz los destruyera indiscriminadamente, llevó la colonia a Egipto, y
Jeremías, que había tomado asilo en Mispá, se vio obligado a acompañarlos hasta allá.

El exilio y sus efectos


Se nos deja conjeturar el número de los deportados desde Judá a Babilonia. Podemos
razonablemente suponer que los 200,150 cautivos que el asirio Senaquerib tomó del
Reino del Sur tres generaciones antes de su caída fueron establecidos en Asiria, es
decir, el norte de Mesopotamia, tal vez en la vecindad de las
comunidades israelitas (véase más arriba). Éstos no pueden ser considerados como
propiamente exiliados a Babilonia. No tenemos información para un estimado cercano al
número de los llevados lejos por los caldeos. Suponiendo que
las fechas de Jeremías 52,28-30 sean correctas, ninguna de las deportaciones ahí
señaladas tuvieron lugar en los años de los grandes desastres, a saber, 597 y 586 a.C.
La adición de las expatriaciones de menor importancia---una suma de 4,600---a los
10.000 de la primera captura de Jerusalén, da 14,600; y puesto que la catástrofe final
fue más radical que la primera, se justifica que tripliquemos esa cifra como un estimado
del total exiliado a Babilonia. Los exiliados se asentaron en el reino de Babilonia, parte
en la capital, Babilonia, pero sobre todo en las localidades no lejos de ella, a lo largo del
Éufrates y los canales que irrigaban la gran planicie caldea. Nehardea, o Neerda, una
de las principales de estas colonias judías, yacía en el gran río. (Josefo, Antiq. XVIII, IX,
1.) Nippur, una importante ciudad entre el Éufrates y el Tigris, tuvo también muchos
cautivos hebreos dentro de sus muros o de las inmediaciones. Uno de los principales
canales que fertilizaba la llanura interfluvial, y que pasaba por Nippur, era el nar Kabari,
que es idéntico al río Kebar "en la tierra de los caldeos" de Ezequiel 1,1.3; 3,15. [Ver
Hilprecht, Explorations in Bible Lands (1903), 410 ss]. Otras colonias estaban en Sora y
Pumbeditha.

Se ha conjeturado plausiblemente que Nabucodonosor, a quien los registros


cuneiformes muestran como constructor y restaurador, no dejaría de utilizar la gran
fuerza laboral de los cautivos hebreos en los trabajos de recuperación y drenaje de los
terrenos baldíos en Babilonia; pues, como lo prueba su condiciónactual, esa región sin
el riego artificial y el control del desbordamiento de los ríos es un simple desierto. El
país cerca de Nippur parece haber sido restaurado de ese modo en la antigüedad. De
cualquier modo es probable a priori que la masa de los exiliados estuvieron por
un tiempo al menos en una condición de esclavitud mitigada. La condición de los
esclavos en Babilonia no era uno de siervos oprimidos; disfrutaban de ciertos derechos,
y podían, por redención y otros medios, mejorar su suerte e incluso ganar la completa
libertad. Es evidente que poco después de su deportación muchos de los judíos en
Caldea estaban en posiciones de construir hogares y plantar jardínes (Jer. 29,5).
Babilonia era eminentemente un país agrícola, y los israelitas del Sur, que en casa, en
conjunto, había sido un pueblo vitícola y pastoral, ahora por elección, si no
por necesidad, se dieron a la labranza de la tierra y a la cría de ganado en las ricas
planicies aluviales de Mesopotamia (cf. Esdras 2,66). Los productos de Babilonia,
especialmente de cereales, formaban el artículo principal de su ocupado comercio
interno, y sin duda el gran emporio en Babilonia, Nippur y en otros lugares, atraían a
muchos judíos a empresas mercantiles. Las actividades mercantiles y los exactos y bien
regulados métodos comerciales de Babilonia deben haber estimulado y desarrollado el
genio comercial innato de la raza de expatriados.

El hecho de que a los judíos se les permitiese establecerse en colonias, y esto de


acuerdo a las familias y clanes, tuvo una influencia vital en los destinos de ese pueblo.
Mantuvo vivo el espíritu nacional y la individualidad, que habría desaparecido en la
masa del paganismo circundante si los israelitas del sur hubiesen sido dispersados en
pequeñas unidades. Hay indicios de que esta vida nacional se vio fortalecida por una
organización social determinada, en la que reaparecieron las divisiones primitivas de la
familia líder y las ramas tribales, y que sus jefes, los "ancianos", administraban bajo
licencia real los asuntos puramente domésticos del asentamiento
(cf. Ez. 8,1; Esd. 2,2; Neh. 7,7). Mientras el Templo estaba en pie, era el centro y la
promesa de las esperanzas y aspiraciones judías, e incluso los primeros exiliados
mantuvieron su visión mental fija en él como un faro de liberación anticipada. Ellos
desatendieron la voz negativa y predictora de males de Ezequiel. Cuando cayeron
Jerusalén y el Templo, hubo un sentimiento de estupor. Era inconcebible
que Yahveh olvidara su morada y permitiera que su santuario fuera humillado en el
polvo por gentiles burlones; pero el hecho terrible estaba ahí. ¿Acaso el Señor no era ya
su Dios y mayor que todos los otros dioses? Fue una crisis en la religión de Israel.

El providencial rescate estaba a la mano en la profecía. ¿Acaso Jeremías, Ezequiel y


otros antes que ellos no habían predicho en varias ocasiones esta ruina como el castigo
de la infidelidad y el pecado nacional? Esto era recordado ahora por los que en su
fanática sordera no les escuchaban. Lejos de Yahveh ser un Dios derrotado y humillado,
fue su decreto mismo el que había permitido que ocurriera la catástrofe. Los caldeos
habían sido solamente los instrumentos de su justicia. Ahora se revelaba a los judíos
como un Dios de justicia moral y dominio universal, como un Dios que no toleraba
ningún rival. Tal vez ellos nunca se habían percatado de esto; y desde luego nunca
como ahora. Por ello es que el exilio es un gran punto crucial en la historia de Israel---un
castigo que fue una purificación y un renacimiento. Pero la profecía sobre el exilio no se
limitó a señalar la gran lección ético-religiosa de las visitas del pasado, sino que planteó
con más fuerza que nunca la nota de esperanza y promesa. Ahora que el propósito de
Yahveh se había cumplido, y el pueblo elegido había sido humillado por debajo de su
mano, una nueva era estaba por venir. Incluso el luctuoso Jeremías había declarado
que los cautivos regresarían a finales de setenta años---un número redondo, no debe
tomarse literalmente. En medio de la desolación del exilio, Ezequiel esbozó
valientemente un plan de resurgimiento de Sión. Y Deutero-Isaías, probablemente un
poco más tarde, trajo un inspirador y jubiloso mensaje de consuelo y la seguridad de
una nueva y alegre vida en la patria.

Varios factores menores pero importantes contribuyeron a la conservación y limpieza de


la religión de Israel. Uno de ellos fue negativo: el desarraigo forzoso de la tierra donde
las idolatrías cananeas habían sobrevivido tanto tiempo, separaron a los judíos de estas
tradiciones nefastas. Los otros son positivos: Sin el Templo no se podían practicar
legalmente los sacrificios ni el culto solemne. La falta fue suplida en parte por la
observancia del sábado, sobre todo por las asambleas religiosas en ese día---los
comienzos de las futuras sinagogas. La Legislación de Moisés, también, asumió nueva
importancia y sacralidad, porque Yahveh manifestaba en ella su voluntad, y de algún
modo vivía en ella, como una Presencia ordenadora. Los escritos de los [[profecía,
profeta y profetisa|profetas y otras Escrituras, en la medida en que existían, también
recibieron una parte de la veneración popular que hasta entonces se había concentrado
en el Templo y en los ritos externos. En resumen, la ausencia de sacrificio y culto
ceremonial durante medio siglo tuvo la tendencia a refinar el monoteísmo y, en general,
a espiritualizar la religión de los hebreos.

El preludio a la restauración
Después de un largo y próspero reinado Nabucodonosor fue sucedido por su hijo Evil
Merodac, el Amil Marduk de los monumentos. Este último se mostró benigno con el por
largo tiempo encarcelado ex rey Joaquín (Jeconías), al liberarlo y reconocerle en cierta
medida su dignidad real. Después de un breve reinado Evil Merodac fue depuesto, y
dentro del intervalo de cuatro años (560-556) el trono fue ocupado por tres usurpadores.
Bajo el último de éstos, Nabonido, la otrora todopoderosa monarquía babilónica declinó
rápidamente. Un nuevo poder político apareció en las fronteras oriental y septentrional.
Ciro, el rey de Anzan (Elam) y Persia, había vencido a Astiages, rey de Media (o
Manda), y se había apoderado de su capital, Ecbataná. Media, por la repartición del
imperio asirio y las ulteriores conquistas de Ciajares, había crecido poderosamente; sus
territorios comprendía, por norte y oeste, a Armenia y la mitad de Capadocia. Ciro
amplió estas conquistas al subyugar a Lidia, extendiendo así su soberanía al
Mediterráneo Egeo y formó un vasto imperio. El balance en Asia fue destruido, y
Babilonia fue amenazada por este nuevo y formidable poder. El profeta Deutero-Isaías
saludó alegremente a esta estrella brillante en el horizonte político, y se reconoció en
Ciro al servidor preordenado de Dios, predijo por él la caída de Babilonia y la liberación
de Israel (Isaías 44,28 - 45,7). En el año 538 a.C. el monarca persa invadió el territorio
caldeo, ayudado por el descontento en el sur; uno de sus generales fue capaz en pocos
días de tomar a Babilonia sin resistencia, y Ciro se convirtió en el gobernante del reino
caldeo.

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