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Joaquín, que mientras tanto había sucedido a la corona de Judá, fue obligado a
entregar la ciudad sitiada en el año 597 a.C. Su vida se salvó, pero el conquistador de
Jerusalén le asestó un terrible golpe. Se llevó cautivos a Caldea a los príncipes y líderes
principales, la tropa del ejército, los ciudadanos ricos, y artesanos, en número
ascendiente a diez mil. El Templo y el palacio fueron saqueados de sus tesoros.
Sedecías, tío de Joaquín, fue colocado sobre la sombra del restante del reino
(2 Rey. 24,8 ss.). Después de nueve años de un reinado caracterizado por el deterioro
gradual y el caos moral y religioso, la rebelión flameó de nuevo, alimentada por la
siempre ilusoria esperanza del socorro procedente de Egipto. Las advertencias de
Jeremías contra la locura de la resistencia a la dominación caldea fueron inútiles; una
furia fanática y ciega poseía a los príncipes y al pueblo. Cuando la causa patriótica
triunfó momentáneamente, el avance del ejército egipcio hizo que Nabucodonosor
levantara temporalmente el sitio a Jerusalén; la del profeta fue la voz solitaria que
rompió el repique exultante por el estribillo persistente de la ruina a manos de los
caldeos.
El preludio a la restauración
Después de un largo y próspero reinado Nabucodonosor fue sucedido por su hijo Evil
Merodac, el Amil Marduk de los monumentos. Este último se mostró benigno con el por
largo tiempo encarcelado ex rey Joaquín (Jeconías), al liberarlo y reconocerle en cierta
medida su dignidad real. Después de un breve reinado Evil Merodac fue depuesto, y
dentro del intervalo de cuatro años (560-556) el trono fue ocupado por tres usurpadores.
Bajo el último de éstos, Nabonido, la otrora todopoderosa monarquía babilónica declinó
rápidamente. Un nuevo poder político apareció en las fronteras oriental y septentrional.
Ciro, el rey de Anzan (Elam) y Persia, había vencido a Astiages, rey de Media (o
Manda), y se había apoderado de su capital, Ecbataná. Media, por la repartición del
imperio asirio y las ulteriores conquistas de Ciajares, había crecido poderosamente; sus
territorios comprendía, por norte y oeste, a Armenia y la mitad de Capadocia. Ciro
amplió estas conquistas al subyugar a Lidia, extendiendo así su soberanía al
Mediterráneo Egeo y formó un vasto imperio. El balance en Asia fue destruido, y
Babilonia fue amenazada por este nuevo y formidable poder. El profeta Deutero-Isaías
saludó alegremente a esta estrella brillante en el horizonte político, y se reconoció en
Ciro al servidor preordenado de Dios, predijo por él la caída de Babilonia y la liberación
de Israel (Isaías 44,28 - 45,7). En el año 538 a.C. el monarca persa invadió el territorio
caldeo, ayudado por el descontento en el sur; uno de sus generales fue capaz en pocos
días de tomar a Babilonia sin resistencia, y Ciro se convirtió en el gobernante del reino
caldeo.