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Mayra Montero
Cuando levantó el brazo para poner la estrella, supe que por
primera vez quería besar a una mujer.
Le clavé los dientes y ella gritó una maldición. Mordí sus muslos
por detrás y regresé sigilosamente a sus nalgas, abrí con ambas
manos y me hundí sin miedo, pensé que no lo podría hacer, pero lo
hice por furia, por hambre, por amor. Marcena siguió gritando y temí
que alguien la oyera. Levanté la cabeza y miré hacia la puerta, y ella
que estaba como loca me lo suplicó, me condenó a que no parara.
Mis dedos la buscaron entonces por delante, volvimos a empujar la
mesa, pero nada cayó esta vez: todo lo que podía rodar, había
rodado ya. Al incorporarme para mirar su espalda, noté que había
sudado mucho; me convencí de que aquél, y no el de los insectos,
era el genuino dorso de diamante. Entendí entonces su pregunta, su
ciencia, su perversidad: todo el furor que me atrapaba bajo la media
tinta de ninguna luz.
Cuando me levanté, descubrí que me sangraban las piernas, a
mi alrededor había cristales rotos y Marzena buscó algodones y
alcohol para curarme. Mientras me limpiaba, dijo esta frase:
—¿Te digo lo que tienes que decir? —se adelantó y me lanzó los
algodones a la cara. Fue un acto de coraje, me empujó al pasar y
susurró un insulto. Cuando volví a mirarla, tenía una sonrisa irónica
en el rostro, y con esa sonrisa se vistió. Salimos del laboratorio y
entramos al automóvil en total silencio. Volvió a poner esa canción,
«Don't ask me why», pero no la cantó esta vez. Yo me quedé
escuchando la letra, tratando de retener alguna frase, y la vi
bostezar; bostezó varias veces durante el camino de regreso, todo el
trayecto sin decir palabra.