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Con el fin de explicar ese «camino», así como la manera en que pienso
ahora acerca de la política de la existencia cristiana, necesito
proporcionar un relato de la manera en que los cristianos
estadounidenses se convencieron de que tenían una obligación moral
de ser actores políticos en lo que ellos consideraron como política
democrática. La expresión «la política de la existencia cristiana» que
utilizo para describir mi postura indica mi distancia del relato que tengo
que contar sobre cómo los cristianos llegaron a preguntarse qué
responsabilidades políticas tenían como cristianos. Esa pregunta a
menudo produciría investigaciones sobre la relación del cristianismo con
la política. Desde mi perspectiva, esa forma de plantear el asunto —a
saber, «¿cuál es la relación entre cristianismo y política?»— implica
haber fallado en dar cuenta de la realidad política de la iglesia.
Que la tradición había llegado a su fin tenía plena relación con lo que
yo consideraba como la trama del libro. La trama es que la materia de
la ética cristiana en Estados Unidos era, primordialmente, Estados
Unidos. Que ese era y sigue siendo el caso significa que, en la medida
en que los cristianos consiguieron la política que ellos habían
identificado como cristiana —es decir, política democrática—,
aparentemente ya no tenían nada políticamente interesante que decir
como cristianos.
Algunas personas sugirieron que el libro que escribí con Romand Coles,
Christianity, Democracy, and the Radical Ordinary: Conversations
Between a Radical Democrat and a Christian, representaban una
aproximación más positiva a la política que mi obra anterior. Eso puede
ser cierto respecto al tono del libro, pero yo entendí la conversación
entre Coles y yo como la continuación de mi intento por hallar un modo
de hablar de formas de vida democrática que no estuvieran
configuradas por presuposiciones liberales.
Scott observa que bajo regímenes autoritarios, los sujetos a los que se les
niegan los medios públicos de protesta no tienen más recurso que
recurrir a «actuar con desidia, el sabotaje, la caza furtiva, el robo, y
finalmente, la revuelta». Las formas modernas de democracia
supuestamente vuelven obsoletas semejantes formas de mostrar
disconformidad. Pero Scott argumenta que las supuestas promesas de la
democracia que hacen innecesario el «acto de desidia» rara vez se
materializan en la práctica. Él alega que lo que se debe observar es que
la mayoría de las reformas políticas que han marcado alguna diferencia
para el cambio democrático han sido el resultado de la disrupción del
orden público. En consecuencia, Scott argumenta que el anarquismo al
menos es un recordatorio de que el cultivo de la insubordinación y la
transgresión de la ley son cruciales para los desarrollos políticos que
llamamos democracia.
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Originalmente publicado en ABC, 2014. Traducción de Elvis Castro
Lagos.